TRECE

TRECE

El troll de la izquierda rugió algo ininteligible y estrelló un puño contra otro, como si indicara que Gotrek y Hamnir debían continuar. El de la derecha, una troll hembra aún más fea que su compañero, dio palmas y ululó.

—Nuestros anfitriones han vuelto a casa —dijo Narin.

—No es su casa —gruñó Arn.

—Una muerte digna, al fin —dijo Barbadecuero al mismo tiempo que sacaba las dos hachas.

Hamnir alzó la cabeza y masculló algo, pero no logró levantarse. Thorgig se situó junto a él para protegerlo y le lanzó una mirada salvaje a Gotrek. Parecía un héroe de cuadro.

Gotrek avanzó hasta el hacha y la recogió. Las runas de la hoja relumbraban. Nadie se había dado cuenta.

—Enciende fuego, humano —dijo mientras avanzaba a grandes zancadas y acariciaba con un pulgar el agudo filo del hacha, lo que le hizo sangrar.

Los trolls gritaron, decepcionados, y volvieron a hacer gestos para que Gotrek y Hamnir continuaran la pelea.

—Fuego —dijo Galin, que retrocedía ante los trolls con nerviosismo—. Buena idea. El hombre necesitará ayuda.

Los otros le lanzaron miradas socarronas, mientras se desplegaban y preparaban las armas y los escudos.

—¿Te tiemblan un poco las rodillas, ingeniero? —se burló Narin.

—Hace falta algo más que una hacha para matar a un troll —replicó Galin en tono defensivo—. Deberías darme las gracias por dejarte la gloria para ti. —Comenzó a atravesar la enorme estancia—. Vamos, hombre. Esos durmientes servirán.

Mientras Félix lo seguía hasta los apilados durmientes, los recuerdos de las catacumbas de debajo de Karak-Ocho-Picos le inundaron la mente: el troll monstruosamente mutado que guardaba la bóveda del tesoro, las heridas que cicatrizaban casi en el momento en que Gotrek se las infligía con el hacha, los desesperados intentos de Félix de prenderle fuego al monstruo. Se alegraba de que Narin y los otros parecieran saber qué tenían entre manos. Se habían descolgado los faroles del cinturón y los sujetaban con la mano del escudo, preparados para arrojarlos.

Los trolls rugieron a los enanos que se les aproximaban, y golpearon el suelo con garrotes del tamaño de troncos de árbol. Incluso desde siete metros de distancia, el impacto reverberaba en los pies de Félix.

—Despacio, ahora —oyó que decía Narin—. Que nadie se adelante demasiado.

—¡Por la gloria y la muerte! —bramó Barbadecuero, y se lanzó hacia el troll macho al mismo tiempo que blandía frenéticamente ambas hachas.

—¡Loco idiota! —gritó Narin.

Él y los otros cargaron tras el Matador enmascarado; Gotrek, en primer lugar.

El troll rugió y lanzó un golpe hacia la cabeza de Barbadecuero. El Matador enmascarado se abalanzó hacia la derecha y rodó para ponerse de pie ante la troll hembra, a la que destripó con un rápido tajo ascendente. Ella chilló y descargó un golpe con el garrote, mientras los intestinos se derramaban por el sangrante tajo. Barbadecuero esquivó el golpe, pero fue derribado cuando el garrote partió las losas de piedra que tenía al lado. La troll hembra retrocedió mientras volvía a meterse las vísceras por el tajo, que ya estaba cicatrizando.

El resto de los enanos se acercaron, blandiendo hachas y martillos, y volvieron a saltar atrás casi de inmediato, cuando un revés del troll macho estuvo a punto de decapitarlos a todos.

—¡Obligadlos a venir hacia aquí! —gritó Galin, que estaba arrodillado cerca de los durmientes y rebuscaba en la mochila. Sacó un puñado de negros carbones lustrosos y los colocó en torno a la pila de madera.

Félix volvió la mirada hacia la lucha. Los enanos retrocedían mientras esquivaban los vómitos corrosivos que les escupía el troll. Donde caía el vómito, aparecían agujeros en el suelo. Arn arrojó el escudo cuando comenzó a desintegrársele. La compañera del monstruo volvía a acometer a Barbadecuero; el tajo del vientre era ya un poco más que un fino corte. Si alguien iba a obligar a alguien, daba la impresión de que serían los trolls a los enanos. Sin duda, habría resultado mucho más fácil de haber llevado el fuego a…

Félix se detuvo. Los raíles. Pasaban junto al montón de durmientes, y los enanos y los trolls luchaban justo encima de ellos.

Félix corrió hasta una vagoneta cercana y comenzó a empujarla.

—Olifsson, aquí dentro. ¡Mete los durmientes aquí dentro!

Las oxidadas ruedas rechinaron una amarga queja, pero al final la vagoneta comenzó a moverse.

Galin alzó la mirada, vio el vehículo, y sus ojos resiguieron los raíles hasta la lucha; después, sonrió.

—Bien pensado. Debe de habérsete contagiado algo del sentido común de los enanos al viajar con Gurnisson durante todos estos años.

Félix estuvo a punto de atragantarse. Gotrek tenía muchas virtudes, pero él no habría dicho que el sentido común fuera una de ellas. Detuvo la vagoneta junto a la pila, y él y Galin se pusieron a meter los pesados durmientes dentro, sin dejar de vigilar la lucha.

La troll hembra arremetió contra Barbadecuero de nuevo. Él se agachó y respondió al golpe con un salvaje tajo de retorno que cercenó una mano de la hembra a la altura de la muñeca. Mano y garrote salieron volando y derribaron a Ragar y Karl al golpearles las piernas.

Narin arrojó el farol encendido. El troll macho lo desvió de un garrotazo, pero, un segundo más tarde, Arn le lanzó el suyo, que se rompió contra un hombro del bruto y lo empapó.

—¡Con eso basta! —gritó Karl mientras se ponía de pie.

La llama no prendió.

—No, no basta —gimió Ragar.

Gotrek cargó por debajo del garrote y le asestó un tajo en la pierna izquierda, a la altura de la cadera, que casi se la cercenó. El troll aulló de dolor y le lanzó un golpe. El Matador lo bloqueó, y hacha y garrote se estrellaron con una detonación que a Félix le hizo daño en los oídos. Gotrek intentó retroceder para asestar otro tajo, pero no pudo porque el hacha había quedado atascada en la madera del garrote.

El troll lo alzó con ambas manos y levantó a Gotrek con él, aún aferrado con ambas manos al hacha atascada. Al Matador se le escapó el mango del arma de las manos cuando voló por encima del hombro del troll y dio volteretas por el aire hasta estrellarse con el cuello contra el suelo, a diez metros por detrás del monstruo; el hacha quedó clavada en el garrote.

Los otros enanos se lanzaron al ataque y le asestaron golpes y tajos al troll en media docena de sitios diferentes, para apartarse con rapidez cuando el monstruo chilló y los hizo retroceder con el garrote, que continuaba con el hacha clavada. El mango del hacha chocó con el pico de Arn y lo tiró de espaldas.

Barbadecuero seguía lanzándole tajos a la troll hembra, con la intención de cercenarle la otra mano. Ella le escupió un vómito, pero él retrocedió, y la mortal bilis erró el blanco.

Gotrek se puso de pie con paso tambaleante al mismo tiempo que parpadeaba y sacudía la cabeza como un toro; vacilante, se encaró con la espalda del troll.

—Devuélveme el hacha —gruñó.

—Ya basta, herr Jaeger —dijo Galin cuando metían un último durmiente dentro de la vagoneta.

Galin encendió los trozos de lustroso carbón con la mecha del farol, los echó dentro, y luego rompió el farol sobre la madera. El aceite lo salpicó todo, y las llamas se propagaron con rapidez.

Félix iba a empujar la vagoneta, pero Galin lo detuvo.

—Espera a que prenda bien.

—¿Esperar? —Félix volvió una ansiosa mirada hacia la lucha. ¿Podían permitirse esperar?

Gotrek estrelló un hombro contra las corvas del troll, mientras los otros se movían con rapidez y esquivaban golpes delante del monstruo; el troll cayó de espaldas, rugiendo de sorpresa, e intentó golpear con el garrote a Gotrek, que había acabado con medio cuerpo atrapado debajo de él. El Matador se apartó a un lado, y el troll se aplastó su propio pie. Chilló de dolor, y Gotrek se le subió encima y le arrancó el garrote de la mano mediante la pura fuerza bruta.

La troll hembra derribó a Barbadecuero de un garrotazo, y le saltó encima con la intención de arrancarle la cabeza de una dentellada. «Al menos, la mano no ha vuelto a crecerle», pensó Félix, aunque en la herida ya estaban formándose carne y hueso nuevos. Gracias a Sigmar, no se regeneraba con tanta rapidez como el troll mutante.

El troll macho se había levantado e intentaba coger a Gotrek. El Matador lo esquivaba y retrocedía mientras trataba de arrancar el hacha del garrote. El bruto lo seguía, pero, sin el arma, ya no podía mantener a distancia a los enanos. Lo acometían desde todas partes; le abrían heridas enormes en las piernas, los costados y la espalda, y los golpes le partían los huesos con una rapidez mayor de la que necesitaban para soldarse. Estaba cediendo terreno.

—¡Ahora, hombre! ¡Ahora! —gritó Galin al mismo tiempo que empujaba la vagoneta.

Félix y Galin lanzaron la llameante vagoneta, que corrió por los raíles hacia la lucha. El fuego y el humo volaron directamente hacia la cara de Félix, que maldijo y tosió.

El troll oyó el estruendo y se volvió. Sus ojos se abrieron más al ver las llamas, y saltó a un lado. ¡Iban a fallar!

Por fin, Gotrek logró arrancar el hacha y saltó hacia el troll, rugiendo.

—¡Muere! ¡Que Grimnir te maldiga!

Le cercenó ambas rodillas con un solo tajo descomunal. El monstruo lanzó un alarido horrible, y al caer, se estrelló contra el fuego, derribó la vagoneta y dispersó los durmientes encendidos por el suelo.

Gotrek le cortó la cabeza cuando intentaba arrastrarse para salir de las llamas, y luego le arrojó las piernas encima. El Matador gruñó de satisfacción.

—Los trolls nunca huelen mejor que cuando arden.

Los otros fueron hacia Barbadecuero, que aún se debatía debajo de la troll hembra. Le había apresado un brazo con la zarpa que le quedaba y le sujetaba el otro contra el suelo con el huesudo codo del brazo sin mano, mientras intentaba decapitarlo de una dentellada. El Matador enmascarado había perdido una de las hachas.

Barbadecuero miró con ferocidad a los enanos, a través del enredo de los brazos y las vacías mamas colgantes de ella.

—¡Dejadme solo! —les gritó.

Los enanos, reacios, hicieron lo que les pedía, y observaron con ansiedad mientras él forcejeaba. Tenía una pierna libre y pateaba el estómago de la troll con todas sus fuerzas. El cuello, por debajo de la máscara, estaba enrojecido y con los músculos tensos como cuerdas. Las venas se movían sobre la musculatura, que temblaba a causa del esfuerzo.

Gotrek avanzó poco a poco.

—¿No vas a intervenir? —preguntó Félix.

Gotrek le lanzó una mirada feroz.

—Por supuesto que no, pero si ella gana… —Alzó el hacha.

El cuello del monstruo se hinchó, y oyeron un horrendo retumbo espasmódico. ¡La troll iba a vomitar! ¡Barbadecuero quedaría reducido a pasta burbujeante! Con un tirón desesperado, el Matador enmascarado sacó el brazo derecho de debajo del codo de ella, y le lanzó un tajo a la cabeza con el hacha que le quedaba. Ella se apartó a un lado y lo recibió en el hombro, al mismo tiempo que escupía la bilis, que cayó sobre las losas del suelo, junto al enano. Unas pocas gotas le quemaron la máscara y el cuello.

Él le lanzó otro tajo. La troll le soltó la mano y aferró el hacha. Barbaduero le clavó un pulgar en el ojo, y ella se tambaleó y cayó de rodillas, mientras bramaba y se aferraba la cara. Tras ponerse en pie de inmediato, Barbadecuero saltó hacia la troll, le clavó el hacha en el cráneo y la derribó de espaldas sobre las llamas con su peso. Ella chilló y le dio un zarpazo. Se oyó algo que se desgarraba en el momento en que él salía volando y se estrellaba de cara contra el suelo.

La troll intentó zafarse del fuego, pero el tajo de la cabeza no se le curaba, y sus extremidades sólo temblaron débilmente antes de que cayera, muerta, y las llamas la ennegrecieran.

—Bien hecho, Matador —dijo Narin al volverse hacia Barbadecuero.

Gotrek asintió para manifestar su acuerdo.

Barbadecuero se puso trabajosamente de pie, aturdido y gimiendo. Félix y los enanos se quedaron mirándolo, conmocionados. Él les devolvió una mirada parpadeante.

—¿Qué?

Nadie respondió.

Se llevó las manos a la cara para tocársela. Estaba desnuda.

—¡Mi máscara! —gritó.

El Matador se volvió a mirar a la troll hembra muerta que se quemaba en el fuego. La máscara de cuero colgaba de la zarpa del monstruo, tenía las correas rotas y ascendía humo de los bordes, que ardían sin llama.

—¡No!

Barbadecuero se levantó de un salto y la sacó del fuego. Se apresuró a ponérsela, pero era demasiado tarde. Todos lo habían visto.

El Matador no tenía barba. Su mentón estaba más limpio que el de Félix. De hecho, carecía completamente de pelo: tenía el cráneo calvo, y le faltaban las cejas y las pestañas. Parecía un bebé rosado y furioso.

—Ya lo sabéis —dijo con voz ahogada, mientras intentaba en vano sujetar con las hebillas las correas rotas—. Ya conocéis mi vergüenza. Ya sabéis por qué hice el juramento del Matador.

—Sí, lo hemos visto, muchacho —dijo Narin con tono bondadoso.

—Pero —tartamudeó Galin, espantado— ¿qué te sucede? ¿Eres de verdad un enano? ¿Naciste así?

—¡Grimnir no lo quiera!

La máscara no se aguantaba en su sitio. Barbadecuero volvió a quitársela con brusquedad, frustrado. En sus ojos ardían el dolor y la cólera.

—El año pasado luché contra los skavens en el Undgrin, con mis hermanos de clan. Tenían armas extrañas. Una me estalló en la cara cuando la golpeé. A la mañana siguiente, me desperté así. Huí de mi fortaleza antes de que nadie pudiera verme. Los sacerdotes del Salón del Matador me ayudaron a confeccionar esta máscara, y ahora…, ahora está estropeada. ¿Cómo puedo ser un Matador si no tengo cresta? ¿Cómo puedo continuar si todos pueden ver mi vergüenza?

—Tengo hilo y aguja en el botiquín médico —dijo Hamnir, detrás de ellos—. Puedes usarlos.

Los enanos se volvieron. El príncipe estaba sentándose, aturdido, y se frotaba el estómago con delicadeza. Hizo un gesto vago hacia su mochila.

—Gracias, príncipe Hamnir —dijo Barbadecuero.

El Matador avanzó hacia la mochila y se volvió de espaldas al abrirla y rebuscar en ella. Los demás se dedicaron a curarse las heridas.

Thorgig ayudó a Hamnir a levantarse. El príncipe apenas podía mantenerse de pie. Le lanzó a Gotrek una mirada feroz.

—Sólo deja que reúna fuerzas, Gurnisson, y volveremos.

—¿Quieres más? —preguntó Gotrek, y se encogió de hombros.

—No, príncipe —intervino Narin, que alzó los ojos del tajo que estaba curándose en un brazo—. Ya basta. Esto no puede continuar.

—Sí —asintieron, a coro, los hermanos Rassmusson.

—Por favor, príncipe mío —dijo Thorgig—, al menos espera hasta después de que recuperemos la fortaleza.

—¿Le impediréis a un enano que pelee por su honor? —preguntó Hamnir, ofendido.

—Nunca, príncipe —respondió Narin—, pero te sugeriré que pares. Esto es una locura.

—Cuando Gurnisson admita que estaba equivocado —dijo Hamnir—, pararé.

—Cuando Ranulfsson me pague lo que me robó, daré el asunto por zanjado —dijo Gotrek.

—Si es una cuestión de oro —propuso Félix—, yo le pagaré a Gotrek lo que piense que se le debe. Sólo pongámonos en marcha.

—No seas estúpido, humano —gruñó Gotrek—. No servirá de nada que me pagues tú. Tiene que hacerlo él, o nadie.

—Pero ¿de qué va todo esto? —gritó Félix, rota ya su paciencia—. ¿Qué hay de difícil en el reparto del botín? No lo entiendo.

—Por supuesto que no —dijo Gotrek—. No eres un enano.

—La dificultad —dijo Hamnir— reside en la definición de botín.

—¡La dificultad —lo interrumpió Gotrek— es que tú y yo juramos con sangre que repartiríamos equitativamente el botín! ¡Todo el botín! Que ninguno de los dos se guardaría nada, ni escondería nada. Hicimos ese juramento en el primer día de nuestro viaje, y tú lo rompiste.

Hamnir suspiró y se sentó, cansado, sobre la rueda de una vieja vagoneta.

—Lo que sucedió fue esto. Gurnisson y yo nos habíamos enrolado en el ejército de un noble de Tilea que estaba en guerra con otro noble tileano. Las habituales disputas mezquinas entre los humanos.

Félix bufó al oír eso, pero Hamnir no se dio cuenta de la ironía, y continuó.

—Luchamos por todo el territorio para recuperar aldeas que el rival de nuestro patrón había saqueado y ocupado. En una de ellas, había un tabernero enano que tenía una hija guapa que, para demostrarme su agradecimiento por haber liberado la población… —Hamnir se sonrojó—. Bueno, era una moza muy dulce, y durante la semana que pasé allí, nos encariñamos el uno con el otro, y ella me dio un regalo de despedida —explicó al mismo tiempo que miraba a Gotrek con ferocidad—. Un regalo de amor, un pequeño libro de antiguos poemas de amor de nuestro pueblo. —Miró a Félix—. Cuando nos pusimos a repartir el botín de batalla, Gurnisson quiso incluirlo en la cuenta, y yo me negué. No había sido obtenido en la guerra, sino regalado en el amor, y por lo tanto, no formaba parte del botín.

—Fue obtenido en la guerra —gruñó Gotrek—. Ella te lo regaló por ganar la batalla y libertar la ciudad. El herrero me dio a mí una moneda de oro y un casco nuevo porque impedí que los hombres de Intero le quemaran la forja. Yo los incluí en el botín. No hay diferencia ninguna.

—La hay, a menos que besaras al herrero en los labios y pasaras la noche en sus brazos —dijo Hamnir con tono seco.

Narin rió entre dientes.

—¿Era valioso el libro ese? —preguntó Félix a bocajarro.

Hamnir se encogió de hombros.

—Era una copia de una copia; valía unos pocos pfenings imperiales, como mucho. —Desvió los ojos hacia la mochila—. De no ser por el valor sentimental que tiene, lo habría tirado hace mucho tiempo.

—¿Unos pocos pfenings? —La voz de Félix se alzó por voluntad propia—. ¡Unos pocos pfenings! ¿Vosotros dos, lunáticos, no os habéis dirigido la palabra en cien años a causa de unos pocos pfenings? —Se dio una palmada en la frente y se volvió a mirar a Hamnir—. ¿Por qué no te limitaste a pagarle a Gotrek la mitad del precio del libro y acabaste con el asunto? —Giró la cabeza hacia Gotrek—. ¿Y por qué no le dijiste a Hamnir que unos pocos pfenings no tenían importancia entre amigos, y te olvidaste del tema?

—Es una cuestión de principios —replicaron ambos enanos al unísono.

—Él pone los sentimientos empalagosos por encima de la ley —declaró Gotrek.

—Él pone la ley por delante de la decencia —contraatacó Hamnir.

—Los dos ponéis la testarudez por delante del sentido común —declaró Félix, que se volvió a mirar a los otros enanos—. ¿A ninguno de vosotros le parece que esto es una locura?

Los enanos se encogieron de hombros.

—Yo no le he dirigido la palabra a mi primo Riggi durante casi cincuenta años porque no me preguntó si quería un trago cuando le tocaba invitar a él —dijo Karl.

—Mi clan interrumpió todo comercio con otro clan a causa de un pañuelo —explicó Barbadecuero.

Félix gimió. Había olvidado con quién estaba hablando, pero tenía que hacer algo. En caso contrario, continuarían con esa estupidez hasta el fin del mundo.

—¿Puedo verlo? —le preguntó a Hamnir—. Me gustaría mirar el libro que ha mantenido separados a dos amigos durante cien años. Tiene que ser maravilloso de contemplar.

Hamnir abrió la mochila, rebuscó en el interior y sacó un libro pequeño que había en el fondo.

—No es una cosa muy digna de contemplación —dijo al mismo tiempo que se lo entregaba a Félix con cuidado—. Los recuerdos raras veces lo son.

Félix miró el librito. Era de pergamino encuadernado en cuero, con los bordes tan gastados por los cien años pasados en el fondo de la mochila de Hamnir que tenía una forma casi ovalada. Lo abrió por el centro. Las palabras estaban escritas en runas khazalid de mala caligrafía.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó—. Me refiero a la hija del posadero que te lo regaló.

—¿Eh…? —dijo Hamnir—. Yo… ¿Morga? No… ¿Margi? ¿Drus? Ya lo recordaré.

Félix bufó, rompió el libro por la mitad y le tendió una parte a Hamnir y otra Gotrek.

—Ya está —dijo—; ahora ha sido repartido equitativamente. Vuestros agravios han quedado zanjados.

Los enanos lanzaron una exclamación ahogada; incluso Gotrek.

Hamnir comenzó a levantarse.

—¿Qué has hecho, humano?

Tendió una mano hacia el hacha. Thorgig acudió a su lado, con los ojos encendidos.

—¡Maldito estúpido entrometido! —gritó Gotrek al mismo tiempo que avanzaba hacia él—. ¡Acabas de darle una excusa para no pagarme!

Félix retrocedió, tragó y se sintió aterrorizado. No había pensado en lo que haría después de romper el libro. Iban a matarlo.

Entonces, Narin se puso a reír con tremendas carcajadas. Pasado un segundo, Galin se unió a él. Gotrek y Hamnir se volvieron a mirarlos con ojos coléricos.

—¿Esto os resulta divertido? —les espetó Hamnir.

—¿Continuaréis riendo cuando os haga tragar los dientes de un golpe? —preguntó Gotrek con los puños alzados.

Galin señaló una mitad del libro y luego la otra, a la vez que intentaba hablar; pero reía demasiado para articular palabra. Las lágrimas le caían por las mejillas hacia el interior de la barba.

—¡El Escudo de Drutti! —jadeó Narin entre espasmos de risa. Cogió el trozo de madera quemada que llevaba en la barba y lo agitó hacia ellos—. ¡El humano ha destrozado vuestro Escudo de Drutti!

Él y Galin estallaron en un nuevo ataque de carcajadas.

—No es tan divertido cuando te sucede a ti, ¿verdad, Matador? —gritó Galin.

Hamnir y Gotrek arrebataron de las manos de Félix las mitades del libro, y se volvieron el uno contra el otro, con los ojos relumbrantes de furia. Agitaron las páginas el uno ante el otro, tartamudeando y esforzándose por encontrar las palabras. El pergamino antiguo se rajó y se rompió, y una lluvia de trocitos cayó al suelo como nieve sucia.

Gotrek observó cómo caían, y luego miró a Hamnir con ferocidad.

—¿Cuándo fue la última vez que leíste este libro?

Hamnir miró las páginas que se le desmenuzaban en la mano.

—Yo… —Bufó—. Yo… —Estalló en carcajadas que le hicieron temblar todo el cuerpo.

—¿Qué, maldito? —gritó Gotrek, furioso—. ¿Qué es tan gracioso?

—Nunca lo leí —gritó Hamnir con los ojos llorosos de risa—. ¡Era malísimo!

Gotrek permaneció de pie, petrificado durante un largo momento, mirando a Hamnir como si fuera a cortarle la cabeza. Luego, con un estruendo como la explosión de un motor de vapor, también él se puso a reír con carcajadas roncas y violentas.

Narin y Galin estallaron en un nuevo ataque de risa, pero Thorgig y los hermanos Rassmusson se quedaron mirándolos, nerviosos y confusos. Félix simplemente se alegraba de que parecieran haberse olvidado de matarlo.

—Eres un testarudo… —Gotrek jadeó, señalando a Hamnir—. Nunca lo leíste. No te acuerdas de su nombre. Lo conservaste durante todo este tiempo sólo por…

—¡Por una cuestión de principios! —gritó Hamnir, histérico de risa.

El Matador y el príncipe se desplomaron, y cada uno apoyó la cabeza sobre el hombro del otro. Sacudiéndose de risa, se daban palmadas en la espalda.

—Tal vez —dijo Gotrek, atragantado—, tal vez seas un enano, después de todo.

—Y tal vez tú… seas algo más que una hacha —hipó Hamnir.

Las carcajadas de ambos continuaron durante largo rato, mientras los otros permanecían de pie en torno a ellos, incómodos, pero al final cesaron.

Hamnir retrocedió un paso, a la vez que se enjugaba los ojos.

—Han sido cien años muy silenciosos al no tenerte a ti para discutir, Gurnisson.

—Sí —dijo Gotrek, mientras se agitaba la cresta con una mano y bufaba sonoramente—. Y ha sido un alivio no tenerte quejándote de todo lo que hay bajo el sol, noche y día. Cuando viajaba contigo, olvidé que existía una cosa llamada silencio. —Se encogió de hombros—. Incluso lo mejor tiene que acabar.

Se dispusieron a recoger las mochilas y rehacerse.

Thorgig frunció el entrecejo.

—¿Así que… vuestros agravios han quedado zanjados? —preguntó—. ¿Ya no sois enemigos? —La idea no parecía gustarle lo más mínimo.

—Así es —replicó Hamnir—. El humano ha zanjado el asunto, y lo ha hecho muy bien. —Se volvió para mirar a Félix con enojo—. Aunque me debes un libro de poesía muy mala, hombre, o tendré un agravio nuevo.

—Y a mí me debes poesía muy buena —gruñó Gotrek—. Por esta travesura, será mejor que el poema épico de mi muerte sea el más grandioso jamás escrito.

Félix hizo una reverencia para ocultar la sonrisa. La cosa había salido mejor de lo que cabía esperar. Había pensado que continuarían odiándose, pero ambos habían dejado a un lado el resentimiento para odiarlo aún más a él.

—Haré todo lo posible para complaceros a ambos.

Hamnir asintió con la cabeza, y se volvió a mirar a los hermanos Rassmusson.

—Vamos —dijo—, ya hemos perdido bastante tiempo aquí. Conducidnos hasta el Undgrin, mineros.

—Sí, príncipe —replicó Ragar.

—Está justo allí —informó Karl, y señaló al otro lado de la estancia.

—Ya casi hemos llegado —añadió Arn.

Los enanos acabaron de vendarse las heridas, se echaron las mochilas a la espalda y recogieron picos y hachas mientras los trolls continuaban transformándose en huesos negros dentro del rugiente fuego. Barbadecuero se puso la máscara reparada. Estaba toscamente cosida y no se le ajustaba tan bien como antes, pero ocultaba su vergüenza y él parecía conforme. Cuando todos estuvieron preparados, siguieron a los Rassmusson hacia el otro lado de la vasta estancia, en un ambiente de mayor camaradería que antes. Incluso Galin y Narin parecían haber olvidado los agravios contra Gotrek y contra el clan del otro, y hablaban de esto y aquello. Sólo Thorgig continuaba mostrándose hosco y se volvía a mirar a Gotrek con franco desprecio.