ONCE

ONCE

—Esto no está bien —murmuró Thorgig.

Félix, Gotrek, Hamnir y los otros permanecieron tendidos dentro de una zanja, observando la vaga silueta de una patrulla de orcos que pasaba a menos de veinte pasos de distancia, en la espesa niebla previa al amanecer. El grupo había salido del castillo Rodenheim hacía menos de media hora; se habían escabullido silenciosamente por el postigo, sin faroles ni antorchas, y habían descendido para salir de las estribaciones hacia las verdes llanuras de las Tierras Yermas. Además de Hamnir, cuatro enanos más se habían sumado a los supervivientes del grupo que había ido hasta la puerta de Birrisson y regresado: tres hermanos de Karak-Hirn que habían explotado las minas de Duk Grung durante la juventud, y otro enano del clan Traficante de Piedra, diestro ingeniero de minas.

—¡Ay!, si algún otro Matador llega a enterarse de que por dos veces me he ocultado de los orcos… —convino Barbadecuero.

—Y huido de ellos, también —susurró Narin, servicial.

—¡Silencio, malditos! —dijo Hamnir.

Los orcos habían estado vigilando el castillo Rodenheim desde que el ejército de Hamnir había regresado a él. Patrullaban constantemente por los alrededores para vigilar todos los caminos y senderos de cabras, lo que constituía una prueba más de lo extraño de su comportamiento. Deberían haber salido en manada de la fortaleza capturada, frenéticos, en un fútil intento de trabarse en combate con sus ancestrales enemigos. Los enanos no podrían haber deseado nada más. Si los orcos se hubieran lanzado contra las murallas del castillo, podrían haberlos matado a tiros con toda comodidad, para diezmar sus filas y hacer que el ataque final a Karak-Hirn fuese mucho más fácil. Pero los orcos aparecían en escuadrones acechantes, los observaban sin atacar y se mantenían bien alejados de las murallas. Era algo inquietante.

Al fin, cuando las siluetas oscuras se alejaron hasta desvanecerse en la niebla, Hamnir se puso de pie.

—Bien —dijo—. En marcha, pero mantened los ojos abiertos y los oídos atentos. No deben vernos.

La niebla era una buena aliada. El grupo descendió de la última colina y llegó a la llanura escabrosa sin ver ni oír ninguna otra patrulla. Hamnir los hizo girar al este y ligeramente al sur, y continuaron marchando en silencio envueltos en el aire gélido y húmedo.

Pasada otra hora, la niebla comenzó a levantarse y dejar a la vista los escasos pinos y el rocoso terreno del yermo territorio montañoso, y luego, más tarde, la dentada línea de las Montañas Negras y las bajas nubes gris hierro que cubrían el cielo. El aire continuaba siendo frío y húmedo, como el abrazo de un cadáver. Félix temblaba bajo la vieja capa roja, y esperaba que en cualquier momento lo empapara la lluvia, pero no fue así.

Hamnir avanzaba a la cabeza del grupo, con Thorgig al lado, y sus ojos se movían, alerta, escrutando el paisaje circundante. Gotrek se mantenía en la retaguardia, tan ceñudo como el cielo. El Matador y el príncipe no parecían inclinados a hablar, ni entre sí ni con nadie más.

Pasado un rato, el ingeniero de minas —un veterano barrigón de anchos hombros y cara colorada, nariz enrojecida y una espesa barba color jengibre con hebras grises— se rezagó hasta quedar a la altura de Gotrek, al mismo tiempo que adelantaba el mentón para que la barba se le erizara.

—¿Sabes por qué me presenté voluntario para este grupo, Matador? —preguntó en voz alta.

Gotrek no le hizo ni caso, y continuó con la vista fija al frente.

—Me llamo Galin Olifsson —dijo el ingeniero, mientras se daba una palmada en el pecho con una mano carnosa—, del clan Traficante de Piedra, igual que Druric Brodigsson. ¿Lo recuerdas, Matador?

Gotrek escupió. Un enano más prudente que Galin podría haber reparado en que cerraba los puños.

—Se dice que lo dejaste atrás para que muriera, Matador —gruñó Galin—, mientras tú huías de unos meros orcos como un cobarde.

Félix apenas vio moverse a Gotrek, pero de repente Galin yacía de espaldas y de la nariz le manaba sangre sobre el bigote y la boca. Parpadeó, mirando al cielo. Gotrek continuó andando, pero el resto del grupo se volvió.

—¡Maldito seas, Gurnisson! —gritó Hamnir—. ¿Es que todos los enanos que marchan conmigo van a tener la nariz rota antes de que acabes? Debemos estar todos enteros y preparados si queremos tener éxito.

—Él se lo buscó —replicó Gotrek, y se encogió de hombros.

—No estaba preparado, maldito tramposo —dijo Galin, que se sentó, balanceándose, y se cogió la maltrecha nariz.

—¿Llamas cobarde a un Matador, y no estás preparado para que te golpeen? —preguntó Barbadecuero, riendo—. Eres un necio.

—Druric pidió que lo dejáramos atrás —explicó Narin, a la vez que le ofrecía una mano a Galin—. Y si quieres pelearte con el Matador, espera hasta que todo esto haya acabado, como el resto de nosotros.

Galin apartó de un golpe la mano de Narin, sonriendo con desprecio, y se puso de pie por su cuenta.

—¿Puede darse crédito a la palabra de un enano del clan Pielférrea, los que nos robaron el Escudo de Drutti? Es probable que tú le dijeras al Matador que dejara atrás a mi primo.

—Nadie le dice nada al Matador —bufó Narin, y luego le mostró el trozo de madera que llevaba enredado en la barba, con un destello travieso en los ojos—. Y yo tengo aquí el Escudo de Drutti, lo que queda de él, si quieres llevarlo.

—¿Te burlas de mí, Pielférrea? —preguntó Galin, hinchando el pecho—. Eres el siguiente después del Matador si piensas…

—¡Olifsson! —gritó Hamnir—. Si te has unido al grupo sólo para pelearte con nosotros, ya puedes volver al castillo. ¡Ahora, atrás!

Galin les lanzó una mirada asesina a Narin y Gotrek, pero, al final, dio media vuelta y se alejó mientras se componía la armadura y se enjugaba la nariz sangrante con un voluminoso pañuelo.

—Puedo esperar —refunfuñó—. Un enano no es nada si no es paciente.

Los otros tres enanos que se habían unido al grupo sonrieron a espaldas de Galin. Eran los hermanos Rassmusson —Karl, Ragar y Arn—, que se parecían tanto que a Félix le costaba diferenciarlos: un trío de mineros calvos, de barba negra, cuya piel había estado permanentemente cubierta por el polvo y el mineral que extraían. Tenían las prominencias de la cara y los nudillos grises de mineral.

—Bonito golpe —dijo uno; «tal vez sea Arn», pensó Félix.

—No se ve todos los días un puñetazo como ése —comentó un segundo, que asintió con la cabeza; Karl, posiblemente.

—Yo te mostraré uno —gruñó Galin al mismo tiempo que se volvía y alzaba un puño.

El tercer hermano, que por eliminación era Ragar, según decidió Félix, alzó las manos.

—No es una falta de respeto, primo —dijo—. No decimos que lo merecieras.

—Y, además, te lo has tomado bien —señaló el que Félix había decidido que era Arn—: ni lloriqueos ni gemidos.

—Ni te echaste atrás —convino el que, por tanto, tenía que ser Karl—. En pie y dispuesto para otro, de inmediato.

Galin los miró con suspicacia durante un momento; intentaba adivinar si estaban riéndose de él.

—Entonces, bien —dijo al fin, y se volvió.

Los hermanos intercambiaron miradas socarronas.

—Pero es verdad que fue todo un puñetazo —comentó Ragar.

—Sí —dijo Arn—. Ese puñetazo es único en la vida.

—¡Ja! —añadió Karl—. Un puñetazo así podría acabar con una vida.

Los hombros de Galin se tensaron, pero no se volvió. Los hermanos sonrieron como si hubiesen obtenido una victoria.

Félix se encontró con que se retrasaba respecto a los demás, debido al tobillo. El médico enano había hecho un trabajo notable, y ya no sentía mucho dolor, pero aún lo tenía rígido y cojeaba un poco. Gotrek, tanto para mantenerse alejado de Hamnir como para hacerle compañía a Félix, se quedó atrás con él.

—¿Qué agravio tienes contra Hamnir? —preguntó Félix, al fin—. Es obvio que fuisteis amigos en otro tiempo. ¿Qué se interpuso entre vosotros: una muchacha, un insulto, oro?

Gotrek bufó.

—Los hombres no podéis entender el sentido del honor de los enanos porque no tenéis ninguno. Rompió un juramento. Es cuanto debes saber.

—¿Qué juramento? —insistió Félix—. ¿Qué puede haber hecho que fuera tan grave? Parece un tipo bastante decente, muy razonable.

—¡Ja! —replicó Gotrek—. Te gusta porque actúa como un humano, con los modales y la manera suave de hablar de los hombres, pero también comparte la naturaleza tramposa propia de ellos. No mantiene su palabra. Para un enano, un juramento es un juramento, pequeño o grande, pero no para ése. —Miró con el ceño fruncido hacia la cabeza del grupo—. Un par de ojos bonitos o una oferta mejor, y le volverá la espalda a un hermano. Se retorcerá, se contorsionará y citará la ley para zafarse de la obligación.

—¡Ah!, así que fue por una chica —dijo Félix.

—No diré nada más.

—Muy bien —replicó Félix.

Caminaron en silencio durante un rato, pero a Félix le picaba la curiosidad.

—¿Cuándo sucedió todo eso? ¿Ya eras un Matador?

Gotrek le lanzó una mirada penetrante.

—¿Estás intentando sonsacármelo, humano?

—No, no —dijo Félix—. Sólo que, si mueres aquí, será necesario que incluya a Hamnir y los otros en la obra épica de tu muerte: «El valiente grupo que comandaba el Matador», y todo eso. Será necesario que sepa algo acerca de cómo os conocisteis y qué hicisteis, para darle a la historia un poco de cuerpo y amplitud, ¿verdad?

Gotrek pensó durante un momento, y luego asintió con la cabeza.

—Supongo que tienes derecho a conocer algo de mi historia. Todas las obras épicas que he oído contar en los salones de banquete comenzaban en la cuna, y es mejor que lo sepas por mí y no por ese perjuro de lengua sedosa. —Alzó los ojos para lanzarle a Félix otra mirada penetrante—. Aunque no voy a contártelo todo, te lo advierto; sólo lo suficiente.

—No me cabe duda de que bastará con que sea suficiente —replicó Félix, que intentó no parecer demasiado ansioso. Era infrecuente que Gotrek revelara algo de su pasado—. Adelante.

Gotrek continuó caminando, con el ceño fruncido como si ordenara los pensamientos.

—Conocí a Hamnir cuando acudió al clan de mis padres —dijo al fin—. Fue mucho antes de que tomara la cresta, cuando yo aún era un barbanueva. Por entonces, había paz en la fortaleza, demasiada tranquilidad para mí. Tenía ganas de luchar. —Se pasó una mano entre la barba con gesto ausente—. Hamnir también se sentía inquieto. Por eso, había deambulado todo el camino desde Karak-Hirn a las Montañas del Fin del Mundo. —Bufó—. Había leído demasiados libros. Quería ver mundo. Quería ver las maravillas sobre las que había leído. —Gotrek se encogió de hombros—. Había lucha en la mayoría de los sitios de los que habló: el Mar de las Garras, el Imperio, Bretonia…, así que le dije que lo acompañaría.

—¿Fue sólo un acuerdo de viaje? —preguntó Félix—. ¿No erais amigos?

—¿Yo? ¿Amigo de ese traidor…? —Gotrek hizo una pausa, y luego suspiró—. Eh…, bueno, supongo que lo fui. Por entonces, parecía ser un buen enano. Me mantenía apartado de los líos cuando yo buscaba meterme en ellos, y me sacaba si ya me había metido. Una vez, convenció a un conde elector de que no me ahorcara. Cualquiera que fuese el ejército en el que nos enrolábamos, lograba un buen acuerdo, y si nuestro comandante intentaba engañarnos, Hamnir siempre conseguía que le pagara, de todos modos.

Gotrek sonrió con aire presumido y lanzó otra mirada hacia Hamnir, para luego gruñir y apartar la vista.

—Pero no era un mercenario demasiado bueno. Bastante diestro en una pelea y buen estratega sobre el papel, pero se embrollaba cuando las cosas se torcían. —Gotrek bufó—. Y tampoco tenía espíritu de mercenario. Saqueábamos castillos, y lo único que él se llevaba eran libros. Una vez le dio un puñetazo a un capitán nuestro por destrozar una estatua. No le importaba matar a hombres, enanos o elfos, pero era incapaz de quemar un cuadro.

—¿Durante cuánto tiempo viajaste con él? —preguntó Félix.

Gotrek se encogió de hombros.

—¿Diez años? ¿Veinte? No lo recuerdo. Quizá fueron cincuenta. Luchamos por todo el Imperio, Bretonia, en la costa a la caza de piratas, en los Reinos Fronterizos, Estalia, Tilea… —Su voz se apagó.

—¿Tilea? —preguntó Félix para que continuara.

Gotrek volvió a la realidad y le dirigió a Félix una mirada ceñuda.

—No, humano, te he dicho que te contaría lo suficiente. No te diré nada más.

—Pero ¿cómo puede contarse una historia sin final?

—Él rompió su juramento —gruñó Gotrek—; ése es el final. Ahora, déjame en paz.

El Matador avanzó para darles alcance a los últimos enanos, y Félix siguió cojeando a solas.

Félix se maldijo por estúpido. Había estado a punto de lograrlo. Si no hubiera insistido al final, tal vez Gotrek se lo habría contado voluntariamente. No obstante, entonces tenía información sobre un período de la vida de Gotrek del que antes ni siquiera había conocido la existencia. Al menos, era algo.

* * *

A la mañana del tercer día, los enanos volvieron a girar al norte para ascender por estrechos valles serpenteantes y cañones que se adentraban en las estribaciones de las Montañas Negras, hasta que las Tierras Yermas desaparecieron detrás de una pantalla de colinas cubiertas de pinos.

Al avanzar más, Hamnir dejó que los hermanos Rassmusson encabezaran la marcha, porque en su juventud habían trabajado en Duk Grung y habían hecho ese recorrido en numerosas ocasiones. Los tres enanos ascendían con paso seguro por laderas cubiertas de laurel de montaña y ortigas, atravesando arroyos rápidos y sendas de venados, y por caminos de tierra cubiertos desde hacía mucho por malas hierbas y anémonas. No dejaban de hacer comentarios.

—¿No fue aquí donde al viejo Henrik se le cayó un lingote y nos hizo registrar los arbustos durante seis horas? —preguntó Arn cuando pasaron junto a un árbol caído.

—Sí —replicó Ragar—, y lo había tenido en la mochila durante todo el tiempo.

—Lo recuerdo —dijo Karl, riendo—. Lo encontró cuando mordió el pastel que llevaba. Se desportilló un diente.

—Siempre he pensado que Dorn tuvo algo que ver con eso —comentó Arn—, pero él nunca lo reconoció.

Un poco más adelante, Karl señaló una cornisa de granito que sobresalía sobre un pequeño lago rodeado de helechos.

—¡La roca de la luna llena! —gritó.

Sus dos hermanos rieron estrepitosamente, pero no quisieron explicar a qué se refería.

Cuando el sol llegó al cénit, vieron la entrada de un cañón cerrado por gruesas murallas almenadas, en cuyo centro había una puerta abierta flanqueada por dos torres anchas y bajas.

—Allí está —dijo Arn al mismo tiempo que señalaba—. Duk Grung.

Al mirar las antiguas murallas que se veían entre los árboles, Félix volvió a sentirse impresionado por la longevidad de los enanos. Porque aunque las murallas eran una robusta obra de enanos y habían resistido al paso del tiempo sin apenas erosión, estaban muy cubiertas de enredaderas, musgo y arbustos, y las puertas hacía tiempo que habían desaparecido a causa de la corrosión. El lugar parecía una ruina de la antigüedad, y sin embargo, Arn, Karl y Ragar habían trabajado allí cuando era una explotación activa.

—Está un poco cubierta de vegetación, ¿verdad? —comentó Ragar—. En nuestros tiempos, teníamos un jardinero humano que se encargaba de la poda.

—Lo recuerdo —dijo Arn—. Wolfenkarg, o algo así. ¿Ludenholt? Algún galimatías humano. No aguantaba la bebida.

—Me pregunto qué habrá sido de él —comentó Karl.

—Bueno, era un hombre —bufó Arn—, así que debió morir hace mucho, ¿no?

—Son como las moscas de mayo —dijo, y le lanzó una mirada de culpabilidad a Félix—. Sin intención de ofender, humano.

Félix se encogió de hombros.

—No me ofendes. —No era más que la verdad.

Al acercarse a los oxidados restos de la puerta, los enanos vieron una ancha senda que corría a lo largo de la muralla y atravesaba la puerta. Todo indicaba que era transitada con frecuencia. Se detuvieron y guardaron silencio, a la vez que posaban las manos sobre las armas. Los dos Matadores estudiaron atentamente la senda, mientras los otros lanzaban precavidas miradas hacia los árboles del entorno.

—Un troll —dijo Barbadecuero—. Y las huellas parecen recientes.

—Dos trolls —dijo Gotrek—; al menos, dos.

—Uno para cada uno —declaró Barbadecuero, de buen humor, pero con voz tensa.

—¿Han convertido la mina en su madriguera? —preguntó Hamnir.

—Vayamos a averiguarlo —replicó Gotrek.

Los enanos se descolgaron las hachas y ballestas, y en guardia, lo siguieron a través de la puerta abierta. Félix desenvainó la espada. Dentro de las murallas, el cañón ascendía y se estrechaba, apretujado entre dos abruptas montañas rocosas. Los escombros de viejos edificios anexos asomaban entre grupos de árboles jóvenes, a ambos lados de la senda de los trolls que serpenteaba por el centro.

—Establos para las mulas de los carros —susurró Karl, haciendo un gesto hacia la izquierda.

—Y la choza de Lungmolder —añadió Arn con un gesto hacia la derecha—. Es el problema que tiene la madera. No perdura.

—¿Se llamaba Lungmolder? —preguntó Ragar—. Pensaba que era Bergenhoffer, o Baldenhelder, o…

—¡Silencio, malditos! —dijo Galin, que tenía los ojos desorbitados y la cara roja y sudorosa.

Avanzaron por la senda de los trolls hasta el final del cañón, un estrecho embudo entre las laderas convergentes. En la ladera occidental, había una abertura negra, casi oculta por una espesa pantalla de frambuesos. Los enanos se aproximaron a ella con cautela. Al estar más cerca, Félix vio que la abertura era un agujero tosco abierto a través de lo que parecía ser una puerta grande que había sido tapiada, cuyo contorno era apenas discernible a través de la densa capa de vegetación.

—Es una brecha —dijo Karl.

—Es mala cosa, eso es —comentó Ragar.

Arn se encogió de hombros.

—Está agotada, de todos modos.

—Puede ser que no fuera hierro lo que buscaban —dijo Narin.

—Puede ser que estuvieran intentando llegar hasta Karak-Hirn —comentó Thorgig, ceñudo.

Galin bufó.

—Si lo intentaron, muchacho, fue hace cien años, y Karak-Hirn sobrevivió. —Señaló los bordes de la brecha—. Cualquier enano, con los ojos que Grungni le ha dado, puede ver que ese agujero lo abrieron hace mucho. Todo el borde está erosionado.

—Vuelve a llamarme «muchacho», y te haré tragar la lengua que Grungni te ha dado —respondió Thorgig, que miraba al ingeniero con ferocidad.

—Hasta que puedas meterte la barba debajo del cinturón, te llamaré como quiera —contestó Galin.

—Yo te meteré la barba por el…

—¡Basta! —susurró Hamnir con enojo—. Los dos.

Barbadecuero señaló la desgastada senda de los trolls. Describía un rodeo en torno a los frambuesos y continuaba hacia la derecha, hasta el agujero.

—Puede ser que la brecha sea vieja, pero el lugar aún está ocupado.

—Al menos, nos evita tener que buscar la palanca oculta —dijo Ragar.

—Cierto —replicó Hamnir, inspirando profundamente—. Encended las lámparas y entremos; los Matadores, delante.

Los enanos descolgaron robustos faroles de cuerno de las mochilas, los encendieron con yesqueros y se los colgaron del cinturón para tener libres ambas manos. Gotrek encendió una antorcha, que sujetó como si fuera una arma con la mano libre. Cuando todos estuvieron preparados, se abrieron paso a través de la maleza hasta la brecha. Aunque era pequeña comparada con la puerta tapiada, doblaba la altura de Félix y era el doble de ancha que Gotrek. Se asomaron al interior, donde reinaba la negrura más absoluta.

Gotrek entró al mismo tiempo que echaba la antorcha atrás y la situaba a un lado para que no lo cegara. Barbadecuero lo siguió, y los otros entraron cautelosamente tras él. Un viento frío que salió del interior les llevó un hedor pasmoso, una mezcla saturada de excrementos, carne putrefacta, moho y un acre almizcle animal aún más penetrante que el de los orcos.

Narin arrugó la nariz.

—Nada huele peor que un troll.

—¿Dos trolls? —sugirió Arn, o posiblemente Ragar.

Al otro lado de la puerta, el agujero se abría a una cámara amplia. Cuando los ojos de Félix se adaptaron a la oscuridad, distinguió entradas monumentales en cada una de las paredes, y gigantescos pilares que daban soporte al alto techo. Debajo de esa grandiosa arquitectura de enanos, había montones de basura: altas pilas de huesos, muebles y maquinaria destrozados, cadáveres putrefactos, leña quemada, así como montones de hojas marchitas y ramas, llevadas por el viento o arrastradas desde el exterior.

En un rincón, excavado en el suelo de piedra, había una depresión para hacer fuego, y sobre él pendía una abollada olla de hierro más grande que la bañera de un noble. Bancos y taburetes rústicos hechos con troncos rodeaban el fuego, y en las proximidades había dos nidos de helechos. Unas formas laxas pendían de púas clavadas en la pared: dos hombres, un orco, una vaca y un lobo, todos desollados y colgados allí para que se desangraran. Los huesos y prendas de vestir de festines anteriores estaban colocados al alcance de la mano, para alimentar el fuego con ellos. Las pieles se hallaban extendidas en el suelo, sujetas con rocas para que permanecieran planas.

—Parece que el señor y la señora troll no están en casa —dijo Narin.

—Trolls en la vieja Duk —dijo Ragar, que sacudió la cabeza—. Una maldita vergüenza.

—Sí —convino Karl—. Ver este sitio antiguo maltrecho de esta manera te parte el corazón.

—No son los amos de casa más ordenados, ¿verdad? —dijo Arn mientras olisqueaba el aire.

Hamnir miró alrededor con inquietud.

—Casi habría preferido encontrarlos en su cubil —dijo—. Es peor no saber dónde están.

—Otra posibilidad de morir perdida —dijo Gotrek, sombrío.

—¿Hacia dónde están las minas? —preguntó Hamnir, que se volvió a mirar a los hermanos Rassmusson.

Ellos contemplaron el entorno mientras se acariciaban la barba. Luego, Arn habló.

—Las barracas están por ahí. —Señaló hacia la derecha—. Los fundidores, por allí. —Señaló hacia adelante—. El frente de arranque, por ese lado. —Señaló a la izquierda.

—En ese caso, a la izquierda —decidió Hamnir.

Gotrek y Barbadecuero fueron los primeros en atravesar la cámara hacia la arcada de la izquierda. El recorrido los hizo pasar junto a la pila de huesos, botas y calzones que había cerca de la olla, y entonces vieron brillar cosas a la luz de los faroles.

Galin se detuvo, seguido por Ragar, y luego por Hamnir. Los otros se volvieron para ver qué estaban mirando.

—¿Es…? —dijo Galin.

—Fíjate en eso —dijo Ragar.

—Lo es —dijo Hamnir.

—¡Oro! —exclamó Arn, que se acercó a la pila de huesos, apartó a un lado un costillar y se acuclilló. Los otros ya estaban junto a él. Incluso Gotrek se abría paso entre los demás.

Félix miró por encima de un hombro. El suelo, entre los huesos y la ropa rasgada, estaba sembrado de anillos, cadenas, gemas sin engastar, brazaletes, lingotes de oro y monedas de una docena de naciones diferentes. Los enanos lo recogían todo a puñados. Narin partió un dedo de una mano de un esqueleto para coger un anillo de plata. Karl le arrancó un diente de oro a un sonriente cráneo.

—Estúpidos trolls —dijo Ragar, riendo entre dientes, mientras recogía codiciosamente cuanto podía—. Se quedan con la carne para el guisado y tiran a la basura una fortuna.

—Son animales —dijo Narin—. Los órdenes inferiores no comprenden el éxtasis del oro.

—¿Tenemos tiempo para esto? —preguntó Félix, que miraba ansiosamente hacia atrás—. Los trolls podrían regresar en cualquier momento.

Los enanos no le hicieron el menor caso.

Thorgig golpeó una mano de Galin.

—Eso era mío, Olifsson —le espetó—. Yo lo toqué primero.

—Y se te cayó —dijo Galin—. Ahora es mío.

—Quédate en tu zona —le gruñó Barbadecuero a Narin—. Ésta es la mía.

—No puedo evitarlo, si tengo los brazos más largos que algunos —replicó Narin, con ojos relumbrantes.

—Y dedos más pegajosos. —Barbadecuero le dio un empujón a Narin, que cayó sobre el trasero.

—¿Empújame, quieres? —gruñó Narin al mismo tiempo que tendía una mano hacia la daga.

—¡Primos! ¡Primos! —gritó Hamnir—. ¡Basta! ¡Basta! ¿Qué estamos haciendo?

Félix suspiró de alivio. El príncipe haría entrar en razón a los otros. Al menos, él se había dado cuenta de lo peligrosa que era su situación.

—Éste no es comportamiento propio de enanos —dijo Hamnir—, andar a la arrebatiña como hombres por unas migajas de pan. Somos una compañía militar en misión militar, y este tesoro es, por tanto, un botín, y está sujeto a un reparto estricto. Vamos, sacáoslo todo de los bolsillos y apiladlo aquí, en el centro. Veremos qué tenemos y haremos el reparto de acuerdo con eso. Diez partes iguales.

Un bufido de Gotrek lo interrumpió.

—¿Partes iguales? Eso es el colmo, viniendo de ti, perjuro. —Se volvió a mirar a los demás—. Si yo fuera vosotros, lo vigilaría. Es capaz de quedarse con algo de más.

Thorgig se puso en pie de un salto, con los puños apretados.

—¿Estás diciendo que el príncipe Hamnir carece de honradez? Vas demasiado lejos, Matador.

—Estás hablando de nuestro jefe —dijo Ragar, que avanzó hasta situarse junto a Thorgig.

—Ten cuidado —añadió Arn.

—Una cresta roja no nos asusta —le advirtió Karl.

—Vamos, Matador —dijo Narin—, ¿puedes pensar de verdad que un príncipe conocido en todas las fortalezas como negociador sincero nos estafaría en el reparto?

—Y eso lo dice un enano que destruyó una propiedad de mi clan y no quiere compensarnos —se burló Galin.

—No lo pienso —declaró Gotrek—. Lo sé. Lo ha hecho antes.

—Gurnisson —dijo Hamnir, a la vez que fruncía las cejas.

—¡Ah!, tendrá una razón —afirmó Gotrek—, alguna excusa para explicar por qué este o aquel objeto no debe ser compartido con el resto. Es bueno con las palabras. Todo parece razonable; pero de todos modos, al final, no obtendréis todo lo que os corresponde, si el príncipe Hamnir el Honrado está cerca.

—Tampoco obtendréis entendimiento alguno si Gotrek Gurnisson está cerca —declaró Hamnir, acalorado—. La cabeza y el corazón no tienen importancia ninguna para él, sólo la bolsa. A veces pienso que es más comerciante que yo. Un enano que conoce el precio de todo y el valor de nada.

—¿Así que admites esas cosas de las que habla? —preguntó Narin con las cejas alzadas.

—No como él las dice —replicó Hamnir—. Yo no engañé a nadie. En cada caso, pregunté a todas las partes si podía retener algo. Lo sometí a votación. Sólo Gotrek votó que no. Los otros mostraron algo de compasión; creían que el espíritu de la justicia es más importante que la letra de la ley.

—No en todos los casos, perjuro —dijo Gotrek—. En un caso, simplemente cogiste lo que querías.

—¡Porque te negaste a atender a razones! —gritó Hamnir.

La voz resonó en la cámara y pareció volver a ellos más fuerte que cuando había salido por la boca. Los enanos miraron a su alrededor, con precaución, mientras el eco se apagaba.

—Gotrek, príncipe Hamnir —dijo Félix—. Tal vez deberíais volver sobre este debate y el reparto del botín en algún día futuro. Aquí no estamos seguros, y aún nos queda un largo camino por recorrer.

—Secundo la moción —dijo Narin—. Deberíamos ponernos en marcha.

Pasado un momento, Gotrek se encogió de hombros.

—Me parece justo. De todos modos, puede ser que haya menos entre los que repartir cuando acabemos.

Hamnir asintió con la cabeza.

—Muy bien —dijo—, y como mi honor ha sido puesto en tela de juicio, no lo guardaré yo ni nadie de mi fortaleza.

Los enanos se miraron unos a otros. Thorgig, Arn, Karl y Ragar eran todos de Karak-Hirn; eso dejaba a Galin, Narin, Barbadecuero, Gotrek y Félix.

Gotrek negó con la cabeza.

—Yo no voy a llevar encima todo eso. Me estorbaría.

—Cierto —asintió Barbadecuero—. Yo tampoco, gracias.

—Ni yo —dijo Narin—. Conozco mis debilidades. No me dejaré llevar por el camino de la tentación.

—Eh… —dijo Galin—. Yo me sentiré honrado de guardar el botín. La honradez del clan Traficante de Piedra es bien conocida desde las Montañas del Fin del Mundo a…

—Y el enano que solicita el honor es el enano al que debes tener vigilado —lo interrumpió Thorgig—. No vas a guardar mi parte, Traficante de Piedra.

—¡Pones en duda mi honradez! —dijo Galin al mismo tiempo que se ponía de pie—. ¡Otros enanos han muerto por menos!

—¡Silencio! —le espetó Hamnir, y se volvió a mirar a Félix—. El hombre lo guardará.

—¿El hombre? —preguntó Galin, boquiabierto—. Pero si todos los enanos saben que los hombres son codiciosos, avariciosos…

Gotrek gruñó, amenazador.

Narin rió.

—Ellos dicen lo mismo de nosotros, pero habrás reparado en que fue el único que no se lanzó a la pila con ambas manos. Y a nadie que haya permanecido unido a la suerte de un Matador durante veinte años, podría acusársele jamás de ser un hombre que pone sus intereses por delante de cualquier otra cosa.

—Pero, príncipe —dijo Thorgig—, es el compañero del Matador. Favorecerá a Gurnisson por encima del resto de nosotros.

—Si lo hace, yo lo mataré —declaró Gotrek.

Hamnir asintió con la cabeza.

—Puede ser que Gurnisson sea un frenético inflexible y estirado con la disposición de un oso cavernícola dispéptico, pero es tan honorable como un ancestro. No es honradez lo que le falta, sino corazón. No permitirá que herr Jaeger nos engañe.

Arn se encogió de hombros.

—Por mí, está bien.

—A mí me vale —asintió Karl.

—Si el príncipe dice que sí, ¿quiénes somos nosotros para decir que no? —añadió Ragar.

—Si así están las cosas —dijo Galin con un rígido encogimiento de hombros—, así están las cosas.

Los enanos se apresuraron a vaciar los bolsillos y las bolsas dentro de la mochila de Félix, y se dispusieron para continuar la marcha. Félix gimió al ponerse de pie y echarse la mochila a la espalda. Los codiciosos excavadores habían añadido más de seis kilos a la carga que llevaba cuando ellos podían levantar fácilmente el doble de su propio peso.

El grupo entró por la arcada de la izquierda y descendió por un corredor flanqueado por comedores y salas comunales en desuso desde hacía mucho tiempo; los contornos de los robustos muebles habían sido suavizados por siglos de polvo. No había sido una fortaleza auténtica, sólo un puesto avanzado, una mina satélite destinada a alimentar los hornos y yunques de Karak-Hirn. A pesar de eso, estaba construida con el cuidado y la calidad habitual de los enanos. No se había producido ningún hundimiento en los siglos transcurridos desde que los enanos la habían abandonado. No se veían manchas de agua en las paredes. Las losas de piedra que cubrían el suelo no estaban rajadas. Los marcos decorativos parecían haber sido tallados el día anterior.

Unas decenas de pasos más adelante, llegaron a los herrumbrosos raíles para vagonetas, que conectaban las profundidades de la mina con las salas de fundición. Los raíles se bifurcaban y se adentraban por corredores laterales, donde destellaban en la oscuridad. Aquí y allá, los habían arrancado, al igual que los durmientes de madera, pero la mayoría estaban intactos. Los enanos siguieron la vía principal, que al cabo de poco los condujo hasta el pozo de un antiguo ascensor a vapor destinado a transportar arriba y abajo enanos, vagonetas, mulas y toneladas de mineral cada vez.

Galin, el único ingeniero de entre ellos, le echó un vistazo al motor de vapor que en otros tiempos había movido el mecanismo, construido en una sala situada detrás. Al salir, negó con la cabeza, un movimiento que le hizo caer de la barba y las cejas una estela de polvo y telarañas.

—Ni la más mínima posibilidad —dijo—. La mitad de los engranajes se han quedado atascados a causa del óxido, y alguien la ha emprendido contra la caldera con un pico. Haría falta una semana para repararlo; tal vez, más.

—En cualquier caso, no sabemos si las cuerdas aguantarían nuestro peso —dijo Narin, que había metido el farol dentro del pozo. Las cuerdas estaban raídas y negras de moho.

Félix miró hacia el fondo del pozo. No podía ver la cabina, pero las cuerdas estaban tensas, así que dedujo que se hallaba ahí abajo, en alguna parte en medio de la oscuridad.

—Era de esperar, de todas formas —dijo Hamnir—. Iremos por la escalerilla.

Un saliente estrecho llevaba a un canal de forma cuadrada y vertical, tallado a la izquierda del hueco del ascensor, justo lo bastante profundo como para que un enano pudiera bajar por la escalerilla atornillada dentro sin que el paso de la cabina lo hiciera caer. Barbadecuero descendió primero, y los otros hicieron cola detrás de él.

—¿Hay alguna otra manera de bajar? —preguntó Félix mientras esperaba que le llegara el turno—. Últimamente, ya he escalado bastante.

—¡Ali, sí! —replicó Karl—. Puedes recorrer todas las profundidades por rampas y escaleras. —Se cogió a un peldaño de hierro y comenzó a bajar hacia la oscuridad.

—Pero hay que caminar mucho —añadió Arn en el momento de seguirlo.

—Por aquí se va más de prisa —le aseguró Ragar.

—No me habría importado caminar —dijo Félix con un suspiro, pero subió a la escalerilla detrás de Ragar y comenzó a bajar por los herrumbrosos peldaños.

Gotrek fue el último, porque a los enanos les preocupaba que los trolls pudieran regresar a casa y seguirlos a las profundidades. Cambió la antorcha por un farol, que se colgó del cinturón con el fin de tener ambas manos libres para bajar.

A pesar de haber refunfuñado tanto, a Félix el descenso le resultó fácil. La escalerilla era obra de enanos, y aunque tenía más de doscientos años, aún era segura y estaba firmemente sujeta a la pared. A intervalos regulares pasaban por profundidades cada vez mayores: amplios túneles desnudos, con vías para vagonetas. A veces, encontraban vagonetas abandonadas en el borde. En uno de los niveles, un ser más grande que una rata se escabulló hacia la oscuridad. En otro, vieron picos y palas dispersos por el suelo.

—Ésas no son herramientas de enanos —dijo Ragar.

—No —convino Arn—. Nos lo llevamos todo cuando cerramos la mina. Los enanos no desperdiciamos nada.

—Alguien más está buscando restos —apuntó Karl con un bufido—. Necios humanos, muy probablemente. Deberían estar mejor informados. Los enanos no dejamos vetas sin explorar. —Alzó los ojos hacia Félix, situado más arriba de la escalerilla—. Sin ánimo de ofender, humano.

Félix suspiró.

—No me ofendes.

* * *

A medio camino entre los niveles quinto y sexto, encontraron la cabina del ascensor, una jaula abierta de acero y madera que pendía dentro del hueco, tan recta y equilibrada como si sólo se hubiese detenido por un momento. Habría sido un lujo entrar y bajar el resto del camino en el interior de la cabina, pero un examen más detenido sugirió que el viaje podría ser muy veloz. Las cuerdas estaban deshilachadas y finas cerca de los aros de acero a los que iban atadas, como si las hubieran estado mordisqueando las ratas. Daba la impresión de que una simple pluma que cayera sobre la cabina bastaría para romper las cuerdas y precipitarla hacia las profundidades.

—De pronto, me alegro de que el motor no funcionara —dijo Félix para nadie en particular.

En un nivel inferior, Barbadecuero alzó una mano.

—Algo se mueve ahí abajo —dijo.