DIEZ

DIEZ

Mientras caía, Félix miraba fijamente la cuerda suelta, idiotizado de sorpresa. Otro cuerpo caía con él, alguien que bramaba. Captó un atisbo de Thorgig que lo miraba, boquiabierto, al pasar, y pensó: «Voy a morir». Entonces, la cuerda se tensó con un tirón y se le soltó de las manos. Giró y, cabeza abajo, se estrelló contra el risco con una fuerza tremenda, pero fue detenido en seco por algo que lo aferró por el tobillo izquierdo. La pierna estuvo a punto de descoyuntársele.

Inspiró una tremenda cantidad de aire, con el corazón enloquecido y el cuerpo vibrando como una campana. Tenía las palmas de las manos empapadas de sudor. El mundo estaba al revés y borroso en los bordes.

«Estoy vivo», pensó, aunque no estaba seguro de cómo podía estarlo. Debería haber girado por el aire como una muñeca de paja.

Alguien gimió por debajo de él. Echó la cabeza atrás para mirar hacia el fondo del precipicio. Aturdido, Barbadecuero se sujetaba a la cuerda, a unos seis metros más abajo, con la mitad derecha de la máscara raspada y arañada, y el hombro derecho ensangrentado.

Si Barbadecuero era el que colgaba de la cuerda, entonces era Gotrek quien había caído. Gotrek estaba…

Un dolor lacerante en el tobillo alejó el pensamiento. Bueno, se lo había torcido, ¿no? Entonces, se dio cuenta de que, de hecho, era el otro tobillo el que le dolía. Luchó contra la gravedad para alzar la mirada. Lo tenía atrapado en un bucle de cuerda, y el bucle se apretaba cada vez más a causa del peso del Matador enmascarado, que colgaba por debajo de él. El dolor era terrible, un fuego brillante que superaba el latido de todos los otros dolores de su cuerpo.

—Barbadecuero, quítate de la…

Félix cerró la boca, aterrorizado ante lo que había estado a punto de hacer. El peso del Matador era lo único que impedía que Félix cayera. Si soltaba la cuerda y se agarraba a la pared del risco, el bucle se aflojaría, y Félix se precipitaría al vacío.

—Sujétate bien, humano —oyó que decía la voz de Thorgig, y el joven enano se deslizó por su cuerda hasta detenerse junto a él, mientras Narin continuaba descendiendo hacia Barbadecuero.

Thorgig le tendió una mano.

—Cógete.

Félix extendió el brazo y aferró la mano de Thorgig con fuerza. Debajo de él, Narin balanceaba su cuerda hacia Barbadecuero, para que se cogiera. El Matador la atrapó y pasó de una a otra con facilidad. La presión sobre el tobillo de Félix cedió, y él volvió a caer y resbaló contra la áspera pared del risco, hasta quedar colgado de la mano de Thorgig.

—Ahora, coge la cuerda —dijo Thorgig.

Félix se aferró a la cuerda con la mano libre, se ciñó una pierna con ella y soltó la mano de Thorgig. Él y los tres enanos quedaron colgando de las cuerdas y recobraron el aliento. Oyeron cómo los orcos se alejaban en lo alto, tan callados como hasta entonces.

—¿El Matador ha muerto? —preguntó Thorgig, que bajó la vista hacia la oscuridad del fondo.

—Lo sabremos cuando lleguemos abajo —replicó Narin.

—Estoy seguro de que ni siquiera Gurnisson puede haber sobrevivido a una caída como ésa —declaró Thorgig.

Narin se encogió de hombros.

—Si alguien puede, es él.

—Pero ¿qué lo hizo caer? —preguntó Thorgig—. ¿Qué fue esa detonación?

—Tal vez los acompañaba un chamán —sugirió Narin.

—Yo no vi ningún chamán —dijo Barbadecuero con voz cansada.

—Vamos —decidió Narin—. Bajemos. No tiene sentido especular. Ya llegamos tarde para reunimos con Hamnir.

* * *

El descenso fue mucho más rápido que el ascenso. Los enanos usaron cuerdas y pitones durante todo el recorrido, deslizándose con brincos de saltamontes.

Félix bajó con mayor lentitud. El tobillo no le permitía ejecutar aquellos largos saltos; descendió en silencio, mientras su mente luchaba para asimilar la idea de que Gotrek, a cuyo lado había caminado durante dos décadas, podría estar muerto.

Era demasiado pronto para el duelo; aún no podía creer que el Matador hubiese desaparecido. Pero la idea de una vida sin él le hacía sentir vértigo. ¿Qué iba a hacer? Seguir al Matador era algo que había ocupado la casi totalidad de la existencia adulta de Félix. Su cometido de dejar constancia de la muerte del Matador había sido tan prolongado que le costaba recordar qué otra actividad había reemplazado. ¿Qué había tenido intención de hacer con su vida antes de conocer a Gotrek? ¿Escribir poesía, obras teatrales? ¿Renunciar a sus costumbres bohemias y ayudar a su hermano en el negocio familiar? ¿Casarse? ¿Tener hijos? ¿Era eso lo que quería entonces?

¿Qué edad tenía? ¿Cuarenta? ¿Cuarenta y dos? Durante los viajes con Gotrek por el este, había perdido la noción del paso de los años. ¿Era demasiado tarde para retomar las cosas donde las había dejado? ¿Era demasiado ridículo un estudiante de cuarenta años? Por supuesto, aun en el caso de que Gotrek hubiese muerto, Félix le debía una obra antes de continuar con su vida. El juramento hecho no quedaría cumplido hasta que hubiese escrito la obra épica de la muerte del Matador.

Se le cayó el alma a los pies al pensarlo. A Gotrek le enfurecería que se dejara constancia de que había muerto a manos de «meros orcos». No era una muerte adecuada para un Matador que, en su momento, había matado demonios y gigantes; era un anticlímax de primer orden. Gotrek nunca permitiría que Félix acabara así la obra. Salvo que… Félix reprimió un sollozo inesperado cuando, finalmente, lo comprendió. Salvo que Gotrek estuviera…

—Allí está —dijo Narin, muy por debajo de él, al mismo tiempo que señalaba hacia abajo.

Félix clavó los ojos en la oscuridad del valle del Caldero para buscarlo, y al final distinguió una mancha de brillante pelo rojo en la orilla del agitado lago. El Matador yacía, inmóvil, boca abajo, con la mitad del cuerpo en el agua. ¿Había caído allí desde lo alto, o se había arrastrado hasta la orilla desde el agua? Félix estuvo a punto de soltarse de la cuerda debido a la prisa por alcanzar el suelo.

Narin, Thorgig y Barbadecuero llegaron abajo antes que él, pero por algún sentido de corrección, lo esperaron antes de rodear la empinada orilla del agitado lago hacia la ancha figura postrada. Al paso cojo de Félix, pareció que tardaban una eternidad en llegar, pero al fin se detuvieron junto al Matador. En el valle quedaba justo la luz suficiente para ver que Gotrek tenía la espalda y el cuello teñidos de un llameante rojo vivo, como si lo hubiera golpeado una mano gigante. Su único ojo estaba cerrado, y tenía la cresta lacia y despeinada. Le manaba sangre de la nariz y la boca, y se encharcaba sobre el negro esquisto, debajo de la cabeza. También caía sangre por debajo de un hombro. El hacha yacía junto a él.

—¿Gotrek? —dijo Félix.

No hubo respuesta.

Félix se acuclilló y tendió una mano hacia el Matador, pero luego vaciló. Si lo tocaba, lo sabría, y tenía miedo de saber.

—Gotrek…, ¿estás…?

El ojo de Gotrek se abrió. El enano gimió, y luego tosió violentamente y vomitó agua sobre el esquisto.

Félix y los tres enanos suspiraron aliviados.

El ataque de tos de Gotrek cesó.

—Tortugas —dijo con voz apenas audible—. ¿Por qué… habéis tardado tanto?

Narin se arrodilló junto a él.

—¿Puedes moverte, Matador? ¿Tienes algo roto?

Gotrek lo pensó durante un momento, con los ojos cerrados, y luego volvió a abrirlos.

—No —masculló—. Sólo… escuece un poco. —Intentó darse la vuelta y sentarse, pero le temblaron los brazos y volvió a caer.

Thorgig y Barbadecuero lo ayudaron a levantarse, y lo sentaron sobre una roca. Se lamentaba con cada movimiento y contacto. Félix vio que tenía una profunda herida ensangrentada en el hombro izquierdo.

—¿Qué es eso? —preguntó al mismo tiempo que la señalaba.

Gotrek parpadeó al mirar la herida.

—¿Eso? —Se llevó una mano al hombro, pero parecía demasiado cansado, y la dejó caer sobre el regazo—. Es la razón por la que dejé a los orcos.

—No me digas que saltaste a propósito —bufó Barbadecuero.

—Por supuesto que sí —dijo Narin—. Un gorrión insultó a su tatarabuelo, y saltó al aire para desafiarlo.

Thorgig rió. Todos parecían un poco aturdidos por encontrar a Gotrek con vida.

—Matagorriones, lo llamarán.

—No —dijo Gotrek, negando pesadamente con la cabeza—. Me dispararon. Me lanzaron al vacío.

—¿Te dispararon? —preguntó Thorgig, confuso—. ¿Con qué? Eso no es una herida de flecha.

—Con un fusil —respondió Gotrek.

—Los orcos no tienen fusiles —dijo Narin, con desprecio—. Apenas si conocen el fuego.

—Un fusil de enanos —aclaró Gotrek.

Los enanos guardaron silencio.

—Estos orcos son verdaderamente muy extraños —dijo Thorgig, al fin.

El teniente orco de ojos negros volvió a la memoria de Félix. Estaba de acuerdo.

Thorgig abrió el botiquín de campo de Druric y sacó vendas. Vendó el hombro de Gotrek lo mejor que pudo, y los demás se ocuparon de sus propias lesiones.

Una vez hechas las curaciones, Gotrek intentó levantarse. Osciló como una espiga de trigo al viento, y volvió a sentarse.

—Maldición. Barbadecuero, tu hombro. No podemos esperar.

Barbadecuero lo ayudó a levantarse, y le deslizó un hombro por debajo de un brazo.

Cuando se pusieron en marcha para rodear el lago, Gotrek alzó una ceja y miró a Félix.

—¿Estás bien, humano? Te veo un poco pálido.

Félix tosió.

—Sólo…, sólo me alegro de no haber tenido que hacer que «lanzado desde un risco por los orcos» pareciera algo heroico.

—No pensarías que estaba muerto, ¿no?

—Eh…, se me pasó por la cabeza.

Gotrek bufó.

—Deberías tener más fe. —Siseó y tropezó. Barbadecuero lo sujetó, y continuaron—. Aunque es buena cosa que ese lago sea profundo.

* * *

Rodearon a la máxima velocidad posible la base de Karak-Hirn. Al principio no iban muy de prisa, pero pasada una media hora, Gotrek se recuperó y pudo caminar sin ayuda. A partir de ese momento, avanzaron más rápidamente, aunque el camino continuaba siendo arduo, ya que tenían que caminar por terreno escabroso y abrirse paso a través del denso sotobosque de los pinares en una oscuridad casi absoluta. Los enanos, que no querían atraer la atención de ninguna otra patrulla de pieles verdes, renunciaron a encender los faroles y se orientaron en el bosque mediante la aguda vista de su raza, nacida en los túneles. Félix, no obstante, se golpeaba constantemente la cabeza contra las ramas bajas, o volvía a torcerse el tobillo al pisar raíces que sobresalían del suelo.

Tras una hora más de difícil caminata, los cinco compañeros llegaron al valle por el que discurría el viejo camino de los enanos que llevaba hasta la puerta principal de Karak-Hirn. Cuando atravesaban el espeso bosque en dirección al camino, Barbadecuero se detuvo y alzó una mano.

—Hay alguien en el camino —susurró.

Prestaron atención. Hasta sus oídos llegaron el estruendo y el tintineo metálico de un ejército en marcha, y aquí y allá vieron parpadear una antorcha a través del enredo de ramas.

—No puede ser Hamnir —dijo Thorgig—. Su posición de avance se encuentra más al norte. Es imposible que aún vaya de camino.

—¿Quién más puede ser? —inquirió Narin mientras tironeaba del trozo quemado del Escudo de Drutti que llevaba en la barba—. ¿Refuerzos de otra fortaleza?

—¿Orcos que se les aproximan por retaguardia? —preguntó Barbadecuero.

—No lo averiguaremos hablando —intervino Gotrek.

El Matador volvió a avanzar, y los otros lo siguieron con mayor cautela; soltaron las sujeciones de las armas mientras caminaban.

* * *

Al cabo de poco rato, el bosque se hizo menos denso y, al mirar hacia el camino, ocultos en las sombras, vieron a un ejército de enanos que marchaba lentamente hacia el sur.

—¡Es Hamnir! —dijo Thorgig—. ¿Qué ha sucedido? ¡Va en la dirección contraria!

Barbadecuero señaló la fila de heridos y muertos que iba detrás de la columna principal, compuesta por camillas y carros tirados por ponis.

—¿El muy necio atacó sin esperar nuestra señal? —preguntó Narin.

—¡El príncipe Hamnir no es un necio! —replicó Thorgig, enfadado.

—Lo es si ha atacado una fortaleza cerrada a cal y canto —contestó Gotrek—. Vamos.

Los enanos salieron del bosque y avanzaron a lo largo de la cansada columna hasta llegar a la cabeza. Por el camino, varios enanos les lanzaron miradas feroces, con expresión dura y furiosa. Algunos escupieron al verlos.

—¡Ah!, la bienvenida al héroe —comentó Narin.

—¿Qué se supone que teníamos que hacer? —preguntó Thorgig.

Cuando llegaron al frente de la formación, encontraron a Hamnir marchando, ceñudo, junto con Gorril y sus otros tenientes. El príncipe tenía un tajo en la frente y la cota de malla rajada en dos sitios. Gorril y los demás también se veían vapuleados. Parecían completamente exhaustos.

Cuando Gotrek igualó el paso con el de Hamnir, éste le dirigió una mirada inexpresiva.

—Así que estás vivo. Lo lamento.

—Sí que lo estoy —replicó Gotrek—, aunque no ha sido por no haberlo intentado.

Hamnir no hizo el menor caso del comentario.

—Muerto, habrías sido un héroe: el valiente Matador que intentó entrar en la fortaleza para abrirle la puerta al ejército y fracasó. Vivo…, vivo, tienes mucho por lo que responder. —Le dirigió una mirada triste al enano joven—. Al igual que tú, Thorgig.

—Los pieles verdes nos descubrieron, príncipe —respondió Thorgig, dolido—. Era del todo imposible que llegáramos a la puerta principal para abrirla. Hicimos todo lo que pudimos por conservar la vida y regresar para advertirte de que no atacaras.

—Si atacaste sin recibir nuestra señal —intervino Gotrek—, eres tú quien tiene mucho por lo que responder.

—¡Nosotros no atacamos! —gritó Hamnir—. ¡Fuimos atacados! Los pieles verdes arremetieron contra nuestra posición mientras esperábamos oír el toque del cuerno: arqueros situados en lo alto de las colinas, con los que no podíamos trabarnos en combate; escaramuzadores que atacaban y huían; jinetes de lobo. No nos atrevimos a perseguirlos por temor a dispersar nuestras fuerzas, así que nos quedamos allí, esperando una señal que no llegó, mientras ellos nos mataban de uno en uno y de dos en dos, y nosotros matábamos a uno por cada cinco de los nuestros que caían.

—Príncipe —dijo Thorgig con el joven semblante pálido bajo la barba—. Perdónanos, no tuvimos…

—En efecto que tengo mucho por lo que responder —lo interrumpió Hamnir, acalorado—. Porque cuando Gorril y los otros me suplicaron que me retirara y diera el día por perdido, no lo hice porque tenía fe en mi viejo compañero, Gotrek Gurnisson. Estaba seguro de que el gran Matador no fracasaría. Estaba seguro de que sólo sería cosa de unos minutos más antes de que oyéramos el toque del cuerno. —Dejó caer la cabeza hacia adelante—. Por mi estupidez, perdí a otros cincuenta nobles enanos.

Gotrek sonrió con aire burlón.

—¿Me culpas a mí porque tú eres un mal general?

Gorril y Thorgig se pusieron tensos al oír aquello, pero Hamnir les hizo un cansado gesto con una mano para que se calmaran.

—No soy un general, como bien sabes tú. Soy comerciante, vendedor de acero afilado, buena cerveza y piedras preciosas. Sólo el destino y el deber me han metido en este brete, no mi inclinación natural. Sólo puedo hacer las cosas lo mejor que sé —dijo, y volvió hacia Gotrek una dura mirada—, del mismo modo que tú juraste que harías las cosas lo mejor que supieras.

—¿Y piensas que no lo he hecho así? —gruñó Gotrek.

—Estás vivo y la puerta permanece cerrada. ¿Puedes decir que lo diste todo?

—Nuestras muertes no habrían servido para abrir la puerta, príncipe Hamnir —intervino Narin—. Los pieles verdes estaban alertados de nuestra presencia cuando el pobre viejo Matrak disparó sin querer una trampa nueva que los mató a él, a Kagrin y a Sketti Manomartillo. Los orcos entraron por la puerta secreta y nos atacaron, y aun en el caso de que los hubiéramos derrotado…

—¿Trampas nuevas? —interrumpió Gorril con voz cortante—. ¿Qué queréis decir con trampas nuevas?

Hamnir gimió.

—¿Matrak y Kagrin han muerto?

—En el pasadizo había trampas nuevas que Matrak no conocía, príncipe mío —explicó Thorgig—. Dijo que eran obra de enanos y que habían sido colocadas durante la última semana, por el olor de la piedra recién tallada. Las encontró y desarmó todas, salvo la última.

—Los orcos abrieron la puerta secreta y tocaron los interruptores secretos que desarmaban todas las trampas, como si las hubieran colocado ellos mismos —dijo Narin.

—Imposible —declaró Hamnir, cuya cara tenía un color ceniza.

—Sí —continuó Barbadecuero—, pero cierto, de todos modos. Todos lo vimos.

—Aunque hubiéramos derrotado a los orcos que entraron por la puerta secreta —prosiguió Narin—, ya se había dado la alarma. Habríamos tenido que abrirnos paso a través de toda una fortaleza de pieles verdes furiosos. Tal vez el Matador Gurnisson lo habría logrado, pero el resto de nosotros no habría sobrevivido para ayudarlo a abrir las puertas.

Hamnir bajó la cabeza. Contempló el suelo durante un largo rato y luego, al fin, miró a Gotrek.

—Si esta historia es cierta, tendré que creer que hiciste todo lo que podía hacerse.

Gotrek rió burlonamente, aún enfadado.

—Pero ¿cómo puede ser todo eso? —continuó Hamnir, casi para sí mismo—. ¿Cómo podía haber trampas que Matrak no conociera? ¿Cómo podían saber los pieles verdes cómo usarlas? No tiene sentido.

—Me temo que las respuestas a esas preguntas sólo podremos averiguarlas cuando hayamos recuperado la fortaleza, príncipe mío —dijo Gorril.

—Sí —asintió Hamnir con la mandíbula contraída de frustración—. Sí, pero ¿cómo vamos a hacerlo? ¡Parecen saber cómo contrarrestar cada uno de nuestros movimientos! Pensábamos que ésa era la única manera posible. ¿Podemos hallar otra?

—Tal vez puedas convencerlos de intercambiar la fortaleza por buena cerveza y piedras preciosas —gruñó Gotrek.

Hamnir apretó los puños.

—Si existiera una sola posibilidad de que eso diera resultado, lo haría —dijo—. ¿Y tú, Matador? ¿O les dejarías la fortaleza a los pieles verdes porque recuperarla de ese modo te parecería algo carente de gloria? —Se apartó intencionadamente de Gotrek, y se puso a hablar con Gorril en voz baja.

Gotrek lo miró con furia durante un largo momento, y luego gruñó y apartó los ojos.

El Matador y el príncipe continuaron en silencio y malhumorados durante el resto de la marcha. Félix volvió a preguntarse cuál sería el motivo de que se odiaran tanto. Incluso para ser enanos, el agravio que existía entre ellos parecía particularmente virulento. En general, uno sólo veía ese tipo de odio intenso cuando se trataba de hermanos enemistados. Gotrek había dicho que se debía a un juramento roto, pero ¿qué juramento era ése? ¿Tenía algo que ver con que Gotrek hubiera hecho el voto del Matador? ¿Un insulto? ¿Una mujer? Con lo reservado que era el Matador, tal vez Félix nunca lo sabría.

* * *

Al día siguiente, tras un profundo y bien merecido sueño, Félix se encontró con Gotrek cuando éste se reunía con Hamnir, Gorril, el viejo Rúen y los otros consejeros del príncipe en las habitaciones de éste. Dio la impresión de que, por mucha enemistad que hubiera entre Gotrek y el príncipe, Hamnir aún quería su consejo.

Antes de la reunión, Félix fue atendido por un médico enano, un barbalarga de pelo blanco, con gafas de montura de oro, que hizo caso omiso de los quejidos, exclamaciones ahogadas y maldiciones de Félix, y le apretó y torció despiadadamente el tobillo hinchado. Era como si el viejo que mascullaba para sí estuviera rompiéndole lo que sólo había sido una torcedura, pero, para sorpresa de Félix, cuando el enano le hubo untado el tobillo con un ungüento de olor repulsivo y se lo hubo envuelto en vendas, la hinchazón disminuyó y pudo caminar casi sin hacer muecas.

Félix y los otros miembros del grupo que habían intentado entrar en el pasadizo secreto de Birrisson estaban invitados a asistir con el fin de que contaran todo lo que había ocurrido: cada trampa y disparador que habían hallado, cada encuentro con los extraños orcos. Cuando acabaron, los enanos reunidos sacudieron la cabeza, desconcertados.

—Sólo existen dos posibilidades —dijo Hamnir—, y ninguna de ellas es posible. No pueden haberlo hecho los pieles verdes, pues no tienen la destreza necesaria, y no pueden haberlo hecho los enanos supervivientes, porque nunca se aliarían con los orcos.

—Perdonadme por hablar a destiempo —dijo Félix—, pero a mí se me ocurren algunas posibilidades más.

—Adelante —dijo Hamnir.

—Bueno —continuó Félix—, tal vez un grupo de enanos codiciosos decidió derrocar a tu familia, príncipe Hamnir, tomando la fortaleza, y está usando esclavos orcos como tapadera.

Los enanos rieron.

Hamnir hizo una mueca.

—Eso es algo que nunca haría un enano. Los enanos no nos hacemos la guerra unos a otros. Somos demasiado pocos para dividir nuestras fuerzas de ese modo, y aunque lo hiciéramos, ningún enano enviaría a nuestro más odiado enemigo contra sus congéneres, por mucho que se le provocara.

—¿Acaso no hay enanos que adoran a los Dioses del Caos? —preguntó Félix—. Por lo que he visto de ellos, no tendrían escrúpulos en emplear cualquier arma.

—Sí —reconoció Hamnir—, pero su territorio está lejos de aquí, más allá de las Montañas del Fin del Mundo, al norte. Sería extremadamente raro encontrarlos tan al sur.

—Se sabe que han esclavizado pieles verdes —añadió Gotrek—, pero lo hacen con el látigo y el garrote. Cuando se los deja solos, los pieles verdes se rebelan y hacen lo que les da la gana. Si los orcos con los que nos encontramos hubiesen estado esclavizados, habría habido capataces Dawi Zharr con ellos, para empujarlos a la batalla.

—¿Qué me decís, entonces, de la esclavitud mágica? —preguntó Félix—. ¿Y si hubiera un brujo que los sometiera a su propia voluntad?

Hamnir frunció el ceño, pensativo.

—Es posible que un brujo esclavizara a los pieles verdes de ese modo, pero ¿a tantos y a una distancia tan grande? No lo sé. Los enanos somos resistentes a la influencia mágica, así que haría falta un brujo realmente grandioso para dominar la mente de enanos y, al mismo tiempo, mantener bajo control a todos esos pieles verdes. No creo que exista uno así en el mundo actual.

—Sketti Manomartillo sugirió el nombre del mago elfo Teclis —comentó Thorgig.

Gotrek bufó.

—Puede ser que Teclis sea tan retorcido como cualquier elfo, pero ni siquiera él se rebajaría a valerse de pieles verdes.

Hamnir suspiró y desvió la mirada hacia la nada, sumido en sus pensamientos.

—Brujería, traición o esclavitud, debemos recuperar la fortaleza con independencia de lo que sea —dijo al fin—, y de inmediato. Mi peor temor era que los enanos del clan Diamantista fueran asesinados o murieran de hambre, pero herr Jaeger me ha hecho temer que les haya sucedido algo peor. Ningún enano sucumbiría a la tortura, pero eso no significa que los pieles verdes no lo intenten. Si es verdad que hay brujería implicada, su suerte podría ser aún más terrible que eso. No puedo soportar la idea de que Ferga… —Calló, azorado—. Lo siento, pero no podemos permitir que sufran un día más de lo necesario.

—Estoy de acuerdo —declaró el viejo Rúen—. Su suerte es una vergüenza para todos nosotros.

—Continúa pendiente una pregunta —intervino Narin, que retorcía ociosamente el trozo de madera que llevaba en la barba—: ¿cómo llegaremos hasta ellos? ¿Cómo recuperaremos la fortaleza con todas las entradas vigiladas y llenas de trampas?

Los enanos permanecieron sentados, en silencio, meditando sombríamente.

Tras un largo intervalo, Hamnir apoyó la cabeza en las manos y gimió.

—Puede haber otro camino —dijo al fin.

Gotrek bufó.

—¿Otra puerta secreta de la que los pieles verdes lo sepan todo?

Hamnir negó con la cabeza.

—No pueden saber nada de esta puerta, porque aún no existe.

Los enanos alzaron la mirada, con el entrecejo fruncido.

—¿Cuál es? —preguntó Lodrim, el Atronador.

Hamnir vaciló durante tanto tiempo que Félix se preguntó si se habría quedado dormido, pero luego suspiró y habló.

—No mencioné antes esta posibilidad por dos razones. La primera, porque requiere ir por debajo de la tierra hasta Duk Grung, y luego volver atrás por el camino profundo hasta nuestras minas. Temía que nuestros hermanos atrapados murieran durante la semana que requerirá este viaje, pero si la alternativa es no entrar nunca, entonces tendrá que ser una semana. La segunda… —hizo otra pausa antes de continuar—, la segunda es que se trata de un secreto que le juré a mi padre que no revelaría bajo ninguna circunstancia, un secreto que sólo conocen tres enanos de este mundo: mi padre, mi hermano mayor y yo. Puede ser que nunca más se me permita vivir en Karak-Hirn una vez que la hayamos recuperado, pero no se me ocurre ningún otro modo de lograrlo.

Gorril estaba pálido y se acariciaba nerviosamente la barba.

—Príncipe mío, tal vez podemos descubrir otro modo. No me gustaría verte desterrado de tu hogar. Ni quiero provocar el enojo del rey Alrik.

—Estoy abierto a sugerencias —dijo Hamnir—. Si hay otra forma de entrar, estaré encantado de aceptarla. Éste no es un paso que desee dar.

Los enanos se pusieron a pensar y murmurar entre sí.

—Tal vez… —dijo Gorril, pasado un rato. Todos alzaron la mirada, pero su voz se apagó al mismo tiempo que él negaba con la cabeza.

—Con que sólo hubiese un modo de… —dijo Thorgig un momento más tarde, pero también él dejó la frase sin acabar.

—Podríamos… —dijo Narin, y luego frunció el ceño—. No, tampoco podríamos.

Al fin, Hamnir suspiró.

—Muy bien —concluyó—. En ese caso, tengo que hacer lo que debe hacerse. —Se irguió y contempló a todos los reunidos en torno a la mesa, a los que miró a los ojos por turno—. Mi padre es un auténtico enano, y se enorgullece como un enano de mantener su fortuna personal a salvo de ojos indiscretos y manos codiciosas. Con esta finalidad, con mi hermano y conmigo como única ayuda, construyó una bóveda de la cual nadie más conoce la existencia.

—La bóveda de tu padre está en el tercer nivel de profundidad de la fortaleza de tu clan —dijo un barbalarga—. Todos saben…

—Ésa es la bóveda que le muestra al mundo —explicó Hamnir—, donde guarda la mayor parte del oro y tesoros comunes, pero no hallaréis en ella el Mazo de Barrin, ni la Copa de Lágrimas, ni el estandarte de guerra del viejo rey Ranulf, el padre de nuestro clan, ni los veinte lingotes de oro de sangre que podrían comprar todos los otros tesoros de la bóveda del clan. No son para mostrarlos; son sólo para sus ojos, como debe ser.

Los enanos de Karak-Hirn lo miraban de hito en hito, maravillados.

—Oro de sangre —murmuró el viejo Rúen.

—Y bien —preguntó Gorril, que se lamió involuntariamente los labios—, ¿dónde está la bóveda?

Hamnir sonrió con aire astuto.

—Eso no se lo diré a nadie más que a los que tengan que saberlo. Baste decir que la entrada está oculta cerca de las dependencias de mi padre y que, desde allí, un pequeño grupo podría llegar hasta la puerta principal.

—¿Desde allí? —dijo Thorgig, confuso—. Pero ¿cómo llegaremos a la bóveda? ¿Acaso tiene más de una puerta?

—No, no la tiene —replicó Hamnir—, pero a pesar de eso existe un modo de que podamos entrar. Verás, la bóveda es un antiguo pozo exploratorio de los tiempos del primer rey Ranulf; perforaron, y luego lo abandonaron al ver que no llegaba a ninguna veta de mineral. Mi padre lo encontró cuando era joven, y lo mantuvo en secreto hasta que tuvo hijos que lo ayudaran a construir una bóveda dentro. Hizo todo lo que estaba en su poder para borrar cualquier constancia que hubiera de ese pozo: destruyó todos los antiguos mapas y textos que encontró. —Palmoteo con nerviosismo—. Aunque es secreta, la bóveda no es realmente segura. Nosotros tres no pudimos reforzar los muros ni tallar runas protectoras. Simplemente, los tesoros están en el fondo del pozo, rodeados de roca viva, y se llega hasta ellos por los escalones que tallamos en las paredes. El punto fuerte de la bóveda era que nadie conociera su emplazamiento, ni siquiera su existencia. —Dejó caer la cabeza hacia adelante—. Al admitir que existe, la seguridad se ha desvanecido.

—Eh…, aún no nos has dicho cómo vamos a entrar en ella, príncipe mío —dijo Gorril con suavidad.

Hamnir asintió con la cabeza.

—Estoy evitándolo. Disculpadme. Vayamos a ello. El pozo penetra hasta el nivel de las minas, cerca de las excavaciones que abandonó mi bisabuelo cuando se agotaron inesperadamente, hace mil quinientos años. Uno de los túneles agotados pasa a tres metros del pozo.

Los enanos lo miraban en silencio.

—¿Así que excavaremos desde el túnel hasta la bóveda? ¿Te refieres a eso? —preguntó, finalmente, el viejo Rúen.

—Luego, subiremos por el pozo y saldremos de la bóveda al interior de la fortaleza. Sí —dijo Hamnir.

—Tienes razón —sentenció Gorril—. Tu padre no lo aprobará. No sólo conduces a un grupo hasta el emplazamiento de la bóveda, sino que le abres una puerta que no puede cerrarse con rapidez. Podrían robar los tesoros del rey por debajo, mientras nosotros estamos ocupados en recuperar la fortaleza.

—¿Y qué hay de los pieles verdes? —preguntó Gotrek—. También se han apoderado de las minas. ¿O esperas que yo los contenga mientras vosotros os divertís con picos y palas?

—El túnel agotado está muy lejos de las minas activas —dijo Hamnir—. Entre ambas zonas hay leguas de túneles y una puerta de piedra. Los pieles verdes no tienen sentidos de enano. No nos oirán.

Gotrek bufó.

—No me sorprendería que estuvieran esperándonos dentro de la bóveda cuando acabemos de excavar.

—Eso es imposible —dijo Hamnir, enfadado—. Antes de esta noche, sólo tres enanos conocíamos la existencia de la bóveda, mi padre, mi hermano mayor y yo, y ninguno de nosotros estaba dentro de la fortaleza cuando la tomaron los pieles verdes. ¡No pueden saberlo!

—Últimamente, han estado sucediendo muchas cosas imposibles —comentó el viejo Rúen, pensativo.

Los enanos consideraron en silencio el plan de Hamnir, mientras chupaban las pipas y gruñían. Estaba claro que no les gustaba. Una fortaleza de enanos que perdiera sus tesoros perdía el honor. Se los consideraría débiles: malos constructores que no podían proteger sus pertenencias. Si Hamnir recuperaba la fortaleza pero echaba a perder el tesoro del padre, muchos enanos juzgarían la victoria como una derrota.

Al fin, Gorril suspiró.

—Parece que es nuestra única opción.

—Podríamos esperar a que el rey Alrik regresara con sus setecientos guerreros —sugirió el Atronador—. Él sabría qué hacer.

Félix oyó crujir los nudillos de Hamnir, cuyo rostro se puso rígido.

—Eso… no serviría. En primer lugar, nuestros primos, atrapados dentro de la fortaleza, no pueden esperar tanto tiempo. En segundo, permitir que los pieles verdes ocupen nuestra fortaleza durante un solo día más de lo necesario es intolerable. En tercero, no permitiré que mi padre regrese y se encuentre con una tragedia semejante sin resolver. Le partiría el orgulloso corazón.

«Por no hablar de que te dejaría como un estúpido indigno ante sus ojos», pensó Félix. Daba la impresión de que el resto estaba pensando lo mismo, pero nadie dijo nada.

—Bien, entonces —concluyó Gorril—, ¿quién irá?

—Yo iré —dijo Thorgig, de inmediato.

—Al igual que yo —declaró Gorril—, y necesitaremos algunos excavadores diestros. —Se echó a reír—. El problema será impedir que todos los enanos del castillo se presenten voluntarios.

—Tú no irás, Gorril —dijo Hamnir.

El enano pareció conmocionado.

—Pero, príncipe mío…

—No —insistió Hamnir—. Ayer demostraste ser un general mucho más capaz que yo. Si tú hubieras estado al mando, muchos enanos estarían vivos hoy. Tú te quedarás y comandarás el ataque contra la puerta principal. Yo conduciré el grupo hasta la mina. No puedo descargar sobre nadie más el peso del conocimiento del emplazamiento de la bóveda. La apertura debe recaer sólo sobre mi cabeza. Nadie más sufrirá la cólera de mi padre. —Se volvió a mirar a Gotrek—. Tú, Matador, puedes quedarte aquí, y marcharte al norte para luchar contra el Caos, si lo deseas. Ya has estado a punto de morir por cumplir con el juramento que me hiciste. Te libero de cualquier obligación futura. No es mi propósito imponerte mi indeseada compañía durante todo el viaje.

Gotrek lo miró con ferocidad durante un largo momento.

—No debes tener una opinión muy buena de mi honor, Ranulfsson —dijo al fin—. Juré ayudarte a recuperar Karak-Hirn. A diferencia de algunos a los que podría mencionar, yo no rompo los juramentos. Me marcharé cuando estés sentado en la silla de tu padre, en el salón de banquetes. Hasta entonces, me quedaré a tu lado. Si vas a ir a Duk Grung y volver atrás, yo te acompañaré.