NUEVE

NUEVE

Los enanos se quedaron petrificados. En el techo se oyó el sonido de algo que rodaba.

Matrak alzó los ojos, parpadeando.

—Los astutos villanos —jadeó, casi admirado—. Han puesto la trampa en el interruptor de desarme.

—¡Corred! —rugió Gotrek.

Los enanos dieron media vuelta, pero antes de que se hubieran alejado dos pasos, un gran cuadrado del techo situado encima de la puerta descendió lateralmente, y el borde chocó contra el suelo con estruendo. Kagrin gritó; tenía un pie atrapado debajo, y el tobillo reducido a pasta sanguinolenta. Desde el agujero que quedaba en el techo, les llegó un estruendo.

—¡Kagrin! —gritó Thorgig al mismo tiempo que se volvía.

—¡Estúpido! —Gotrek lo aferró por el cuello de la ropa y lo arrastró consigo.

Desde el agujero, cayeron esferas de piedra del tamaño de calabazas, que salieron rodando por el corredor. El ruido era ensordecedor. Una cayó de lleno sobre la cabeza de Kagrin, que quedó aplastada, y luego rodó a toda velocidad junto con las otras, dejando manchas rojas cada vez que rebotaba.

Los enanos corrían a toda la velocidad que les permitían sus cortas piernas. No era suficiente. Sketti fue derribado por tres esferas que lo convirtieron en pulpa. Otra de las esferas rebotó sobre su cuerpo aplastado y saltó al aire. Gotrek apartó la cabeza, y la piedra sólo le rozó una sien. Dio un traspié y continuó adelante, haciendo eses, ensangrentado. Thorgig se puso de pie y pasó corriendo junto a él. Una esfera golpeó la pata de palo de Matrak, que cayó de espaldas. Otra le dio en el vientre y se lo reventó.

Félix corría por delante de los enanos, sin hacer caso del dolor del tobillo, y se lanzó hacia la izquierda al llegar al final del corredor. Una esfera de piedra que pasó volando junto a él le erró por poco. Se volvió a mirar atrás, y vio que otra esfera lanzaba a Druric a un lado, contra la pared del corredor, y el enano caía. Barbadecuero lo recogió con sus vigorosos brazos y se lanzó fuera del corredor, hacia la derecha. Narin salió justo detrás de él. Thorgig esquivó una esfera que derrapaba y aterrizó de cara junto a Félix. Gotrek fue el último en salir, aferrándose la cabeza ensangrentada, dando traspiés y haciendo eses apenas por delante de dos esferas, y cayó sobre Narin.

Las esferas salieron del corredor como toros a la carga, y se estrellaron contra los ingenios y bancos de trabajo de Birrisson, a los que hicieron pedazos antes de perder, por fin, el impulso y detenerse. Un alto tanque de combustible cayó lentamente, con dos patas dobladas, y se estrelló contra el suelo en medio de una ondulante erupción de polvo.

Félix y los enanos permanecieron tendidos donde habían caído, para recobrar el aliento y rehacerse. Félix no estaba seguro de si se encontraba herido o ileso, ni de cuántos de sus compañeros habían muerto. Su mente era aún un torbellino de carreras, bruscos movimientos destinados a esquivar piedras, y el estruendo de pesadilla de las esferas que rodaban.

Un gemido procedente del corredor acabó por hacer reaccionar a Thorgig.

—¿Kagrin? —Se puso de pie.

—No alientes esperanzas, muchacho —dijo Narin, que se sentó e hizo girar el cuello. Se tocó con delicadeza el brazo izquierdo.

Thorgig avanzó hasta la entrada del corredor. Félix y Narin se levantaron y se reunieron con él.

Gotrek también se puso de pie, pero tuvo que apoyarse en la pared.

—¿Quién ha inclinado el suelo? —murmuró.

Barbadecuero se levantó trabajosamente y se situó detrás de los otros, al mismo tiempo que se acomodaba bien la máscara para ver a través de los agujeros para los ojos. Sólo Druric permaneció tendido donde estaba, muy acurrucado, con los ojos cerrados y apretados de dolor.

Desde el corredor llegó otro gemido. Félix y los enanos avanzaron. Seis pasos más adentro, encontraron al viejo Matrak. Estaba tendido, semiinconsciente, en un charco de su propia sangre, con una de las esferas en el lugar donde había tenido el estómago. Alzó los ojos hacia los enanos.

—Sabía que había algo raro —murmuró—. ¿No os lo dije?

Thorgig tomó una mano del viejo enano entre las suyas.

—¡Que Grimnir te acoja, Matrak Marnisson!

—¿Así que me estoy muriendo?

Murió antes de que nadie pudiera contestarle. Los enanos inclinaron la cabeza, y luego Thorgig miró hacia el fondo del corredor. Sketti se encontraba a tres metros de distancia, con el cuerpo destrozado y los ojos ciegos clavados acusadoramente en el techo. Más allá, había otro bulto. Thorgig dirigió la mirada a las sombras.

—No, muchacho —dijo Narin—. Es mejor que no lo veas.

—¡Debo hacerlo! —gritó Thorgig.

Pero antes de que pudiera dar un paso, la puerta del fondo del corredor se abrió lentamente, medio oculta tras la rampa de granito por la que habían aparecido las esferas de piedra, accionada por la trampa del techo. En el umbral, se distinguía un grupo de siluetas grandes y pesadas. Una de ellas extendió un brazo y tocó el marco decorativo que rodeaba la puerta. Se oyó un sonido de engranajes y contrapesos que se movían dentro de la pared, y la trampilla que había soltado las esferas volvió a ascender hacia el techo. Se oyeron chasquidos y golpes detrás de la pared, a todo lo largo del corredor.

—Éstos no son los supervivientes —dijo Narin al mismo tiempo que retrocedía.

—Pero es imposible —insistió Thorgig—. ¡Los pieles verdes no pueden haber colocado estas trampas!

—Tal vez no —replicó Barbadecuero—, pero acaban de desarmar una.

Los orcos entraron en el corredor y miraron el destrozado cadáver de Kagrin.

—Olvidaos de las trampas —farfulló Gotrek—. Matadlos.

El Matador se adelantó a los otros, haciendo eses como un borracho, mientras se daba golpes con el mango del hacha en una mano.

—Sí —dijo Barbadecuero, uniéndose a él—. Tienen mucho por lo que responder.

El jefe orco distinguió a los enanos en la penumbra y ladró una orden. Los demás pasaron por encima de Kagrin y avanzaron, silenciosos y vigilantes.

—¡Ah…! —intervino Félix mientras retrocedía—. Detesto ser otra vez la voz de la razón, pero no llegaremos a la puerta principal; no si alertamos a toda la fortaleza. Dejaremos al príncipe Hamnir en la estacada.

—El humano tiene razón, Matador —reconoció Narin, que también retrocedió—. Debemos regresar junto al príncipe Hamnir y advertirlo para que suspenda el ataque.

Gotrek escupió y gruñó un juramento terrible, pero dio marcha atrás. Cogió la esfera que había aplastado al viejo Matrak como si fuera de madera en lugar de piedra y la lanzó, sin mucha precisión pero con fuerza, hacia los orcos. Se estrelló contra las espinillas de los dos primeros y los derribó sobre los otros, que cayeron como bolos y acabaron enredados en un montón.

—Bien —dijo Gotrek al mismo tiempo que daba media vuelta—. Fuera.

Cuando los otros enanos se pusieron en marcha tras el tambaleante Matador, Barbadecuero se detuvo y se acuclilló junto a Druric, que aún estaba semiinconsciente.

—Pónmelo a la espalda —le dijo a Narin—. De prisa.

Narin regresó y levantó a Druric por debajo de los brazos.

El batidor gritó de dolor, y por su boca salieron gotas de sangre y saliva. Narin no le hizo caso. No había tiempo para delicadezas. Lo puso sobre la ancha espalda de Barbadecuero. El Matador cogió las piernas de Druric y se puso de pie, para luego salir detrás de los otros. Dentro del corredor, los orcos estaban levantándose y volvían a mirarlos.

Thorgig accionó la palanca, y los enanos se escabulleron a través de la puerta, que se abría lentamente, para salir a la ladera de la montaña y descender por el camino que llevaba a la Escarpa de Zhufgrim. Cuando estuvieron todos fuera, Thorgig bajó la palanca y salió corriendo mientras la puerta comenzaba a moverse en el sentido contrario; pero se cerraba con demasiada lentitud.

Continuaron corriendo.

El sol estaba bajo en el horizonte; parecía una sangrante bola roja destripada por los dentados picos de las Montañas Negras. Ya no calentaba. El tenue aire de la montaña se hacía más frío por momentos, y helaba el sudor de la nuca de Félix. Había llegado la hora acordada para el ataque de Hamnir, si no había pasado ya, y no había nada que pudieran hacer para decirle que el toque de cuerno no sonaría.

—Los orcos pagarán diez veces por la muerte de Kagrin Montañaprofunda —dijo Thorgig con el rostro contraído—. Han dado muerte a un gran artesano, y un amigo más grande aún.

«Que no tenía nada que hacer allí», pensó Félix a la vez que miraba por encima del hombro. La puerta volvía a abrirse, y los orcos salían por ella como un río verde. Parecían incontables, y ya les estaban ganando terreno.

—No tiene sentido que me lleves —jadeó Druric desde la espalda de Barbadecuero. Tenía la cara blanca y bañada de sudor. Cada uno de los apresurados pasos del enmascarado Matador le causaba un dolor agónico—. Tengo la pierna rota. Y también la cadera. No podré bajar de la montaña.

—¡Bah! —replicó Barbadecuero—. Te ataré a mi espalda con correas. Nos las arreglaremos.

—Nos caeremos —lo contradijo Druric con los dientes apretados—. Las clavijas no podrán con los dos. Dejadme con el hacha y la ballesta. Permitid que gane un poco de tiempo para vosotros.

—¿Tú quieres una muerte grandiosa cuando a mí se me ha negado? —gruñó Gotrek—. Ni lo sueñes.

Félix observó que a su amigo le costaba correr en línea recta.

—Exacto —asintió Barbadecuero—. Si alguien se queda atrás, seré yo. Esto es trabajo de Matadores.

—¡Ja! —rió Druric, y la sangre le salpicó los labios—. ¿De verdad que quieres ser recordado como un simple mataorcos? Déjame a mí y sálvate para una muerte mejor.

Nadie le contestó, sino que continuaron corriendo en severo silencio.

—¡Que Valaya os maldiga por estúpidos! —gritó Druric—. No sobreviviré a estas heridas. ¡Dejadme morir como yo quiera!

—Déjalo —dijo Gotrek, al fin—. Un enano debe tener el derecho de elegir el modo de morir.

Llevaron a Druric hasta el punto en que el sendero se transformaba en una estrecha cornisa entre el precipicio y la ladera de la montaña. Los enanos apenas podían caminar por ella sin encoger los hombros.

—Aquí —dijo Gotrek.

Barbadecuero se detuvo y bajó a Druric al suelo. Félix se volvió a mirar atrás. Los orcos quedaban ocultos tras la curva de la montaña, pero oía acercarse los pesados pasos de las botas y el tintineo de las armaduras.

El explorador se desplomó de través sobre la cornisa, tenso de dolor. Se quitó la mochila y el botiquín de campo.

—Clavijas —dijo con los dientes apretados de dolor—. No puedo ponerme de pie. Sujetadme a la pared.

Los enanos no discutieron la orden. Barbadecuero lo levantó y lo sujetó contra la pared, mientras Thorgig y Narin clavaban diestramente pitones a través de la espalda de la cota de malla del enano, a la altura del cuello y en los costados.

Druric sonrió abiertamente. Tenía los dientes cubiertos por una película de sangre.

—Bien. De este modo, les cerraré el paso incluso cuando esté muerto.

Gotrek continuaba teniendo problemas para mantenerse erguido. No dejaba de sacudir la cabeza y parpadear con su único ojo, y se apoyaba con una mano contra el flanco de la montaña.

—¿Estás bien, Gotrek? —preguntó Félix, preocupado.

Gotrek gruñó, pero no respondió.

—Ya está —anunció Narin al mismo tiempo que retrocedía.

Narin tensó y cargó la ballesta de Druric, y se la puso en la mano izquierda, mientras Thorgig le colocaba el hacha en la derecha.

Los orcos rodearon el recodo a cincuenta pasos de distancia, corriendo a paso ligero como lobos pacientes.

—Tenía la esperanza de ser yo quien luchara contigo por el honor de mi clan, Matador —dijo Druric—. Lamento que no vaya a ser así.

Gotrek se irguió y miró a Druric a los ojos.

—También yo lo lamento —replicó—. Muere bien, batidor. —Dio media vuelta y continuó sendero abajo.

Los otros saludaron a Druric al estilo de los enanos, con el puño sobre el corazón, y siguieron a Gotrek sin pronunciar palabra. Thorgig llevaba el botiquín de Druric colgado de un hombro. Félix quería decir algo para despedirse, pero lo único que se le ocurrió fue «buena suerte», y eso, de algún modo, no parecía apropiado. Dio media vuelta, vagamente avergonzado, y echó a correr a paso ligero tras los otros.

Cuando habían avanzado cincuenta pasos, oyeron gritos penetrantes y el estruendo del acero contra el acero que resonaban detrás de ellos. Gotrek y Barbadecuero maldijeron casi al unísono. Thorgig murmuró una plegaria.

Narin gruñó.

—Era un buen enano —dijo—. Fuera o no un Traficante de Piedra.

* * *

Durante casi un cuarto de hora, dio la impresión de que Druric había detenido del todo a los orcos, porque los enanos dejaron de percibir signos de persecución; pero cuando ascendían ya por la estrecha fisura hacia el traicionero campo nevado, volvieron a oírse los pesados pasos de las botas. Félix se había quedado atrás porque el dolor del tobillo lo enlentecía, y fue el primero en oírlos. Aceleró, siseando a cada paso, y dio alcance a los enanos.

—Vuelven a ganarnos terreno —dijo.

Gotrek asintió con la cabeza. Parecía haber recuperado el equilibrio, pero tenía el costado de la cabeza contuso y amoratado bajo la sangre coagulada.

—Tendremos problemas al llegar a lo alto del risco —dijo Narin—. Cortarán la primera cuerda antes de que todos hayamos superado el abultamiento hasta las clavijas.

—Yo me quedaré atrás para proteger la cuerda —declaró Barbadecuero.

—Seré yo quien se quede atrás —gruñó Gotrek, que se detuvo al llegar a lo alto del paso—. Me quedaré aquí. Cuando todos estéis debajo del abultamiento, sujetad a una clavija el extremo de la primera cuerda y tocad el cuerno. La cortaré yo mismo y me lanzaré cogido a ella. Eso evitará que nos sigan.

—¿Te lanzarás? —preguntó Thorgig, alarmado—. Arrancarás la clavija.

—En ese caso, poned dos.

Los orcos aparecieron en la parte inferior del paso, y Gotrek se volvió para hacerles frente.

—Marchaos —dijo—. Esto es cosa mía.

Pero cuando Félix y los enanos daban media vuelta para salir al campo negado, Barbadecuero alzó la mirada.

—¿Qué es eso?

Félix prestó atención. Oyó botas que corrían más arriba. Al principio, pensó que se trataba de un extraño eco de los orcos del paso, pero luego vio largas sombras corpulentas que iban a la carrera por la ladera situada encima.

—Se han dividido. Han encontrado otra senda.

Thorgig maldijo.

—Tienen la intención de dar un rodeo hasta el otro lado del lago y atacarnos por detrás. Encontrarán las cuerdas y las cortarán.

—Los tenemos por ambos flancos —gruñó Gotrek—. ¡Al risco!

Abandonó el paso a toda velocidad y los condujo por el campo nevado. Los orcos salieron a menos de veinte pasos detrás de ellos y descendieron por la blanca pendiente como una mancha verde. Los enanos corrían tanto como podían, pero habían pasado todo el día caminando, trepando y luchando, y estaban jadeantes y enrojecidos. Félix soltaba quejidos de continuo. Sentía el tobillo como si fuera grueso y esponjoso. Para cuando los enanos llegaron al lago de aguas calmas, los orcos iban a diez pasos por detrás de ellos. Cuando corrían en torno a la orilla, hacia el borde del risco, ya los tenían a sólo cinco pasos de distancia, y Félix vio que el otro grupo descendía desde los peñascos y describía un rodeo por el otro lado del lago. Llegarían a las cuerdas pocos segundos después que los enanos.

—Pielférrea —jadeó Gotrek cuando saltaban por encima de la torrentosa cascada—. Tú bajarás primero.

Narin gruñó.

—No eres muy partidario de compartir la gloria, ¿eh?

Gotrek derrapó hasta detenerse junto a la cuerda, y se volvió para hacer frente a los orcos que saltaban por encima de la corriente como una silenciosa avalancha verde de muerte.

—Yo defenderé la izquierda —dijo—. El resto defended la derecha. Luego, bajad cuando os lo ordene.

Con un rugido, el Matador saltó al encuentro de los orcos, que cargaban; cortó a tres con el primer barrido del hacha, y a otros dos con el tajo de retorno. Los orcos lo acometían por todas partes, le lanzaban tajos al torso desnudo en salvaje silencio, pero no lograban atravesar la red de destellante acero que Gotrek tejía alrededor de sí mismo. Las extremidades de orcos volaban, y sus hachas se hacían pedazos contra las paradas y golpes de Gotrek, cuya cresta roja se agitaba enloquecidamente.

Félix sacudió la cabeza. Era algo que había visto miles de veces, pero nunca dejaba de asombrarlo. En su elemento, el Matador era un espectáculo terrible y pasmoso. No parecía tener dos brazos, sino seis, y tres hachas que se movieran todas a una velocidad vertiginosa.

El segundo grupo de orcos chocó por la izquierda contra Félix y los otros, y estuvo a punto de lanzarlos al precipicio. Éste atravesó a un orco y tiró de otro, al que lanzó al vacío en el momento en que arremetía contra él con una lanza tosca. El monstruo rebotó en el abultamiento y continuó cayendo. Narin y Thorgig despacharon uno cada uno, y Barbadecuero acabó con dos.

—¡Abajo, Pielférrea! —dijo la voz de Gotrek desde la sangrienta refriega de la derecha.

Narin maldijo mientras destripaba a otro orco, pero abandonó el combate según lo ordenado, mientras Félix, Thorgig y Barbadecuero cerraban filas. Narin recogió la cuerda y comenzó a descender por el risco.

—¡No te atrevas a morir aquí, Gurnisson! —gritó por encima del estruendo de las armas—. Le debes una pelea a mi padre.

Félix y los otros acabaron espalda con espalda con Gotrek, al verse empujados por los orcos desde ambos lados; formaban una muralla verde que avanzaba, y de la cual salían colmillos que chasqueaban, enormes puños y hachas de hierro negro. Cada balanceo y cambio de postura le causaba a Félix un terrible dolor en el tobillo. Gotrek luchaba contra el jefe, un enorme orco de piel lechosa cuyos ojillos negros destellaban silenciosamente al mirar al Matador con fría pasión. Félix frunció el ceño. ¿Acaso los orcos no tenían ojos rojos? ¿O amarillos?

—¡Thorgig, abajo! —gritó Gotrek.

—¿Qué? —gritó el joven enano—. ¿Yo antes que el humano? ¡Ni hablar!

—O bajas, o te tiro —gruñó Gotrek al mismo tiempo que alzaba el hacha para atravesar la mandíbula del orco de ojos negros con un tajo ascendente que hizo penetrar la hoja hasta el cerebro—. El humano ha luchado junto a mí durante veinte años. Sabe lo que hace.

La calidad extraña de los ojos del orco se borró de la mente de Félix; se sintió colmado de orgullo mientras Thorgig, gruñendo y de mala gana, comenzaba a bajar por la cuerda. No creía haber oído nunca antes a Gotrek elogiar su destreza de luchador. Batalló con renovado vigor, inspirado por aquel elogio casual, y protegió el flanco y la espalda del Matador como había hecho siempre, mientras Gotrek sembraba una muerte brutal a izquierda, a derecha y al centro.

«Por otro lado —pensó, avergonzado—, no me habría importado lo más mínimo que Gotrek tuviese una opinión menos elevada de mí y me hubiese dejado bajar antes».

Los orcos muertos se amontonaban en gran número, pero no parecían ser menos los atacantes, y con Thorgig y Narin descendiendo por el risco, Gotrek, Barbadecuero y Félix lucharon con más ahínco que nunca. Félix se preguntó si Gotrek podría mantener él solo a los orcos lejos de la cuerda. Una cuchilla rozó una pierna de Félix, donde dejó un tajo sangrante, y un orco muerto que cayó por efecto del hacha de Gotrek estuvo a punto de lanzarlo hacia atrás por el borde del precipicio. Le latía el tobillo, un dolor entre muchos. Se sentía aturdido y entumecido, y la horda verde se le desdibujaba ante los ojos. Apenas podía sujetar la espada en alto.

—Abajo, humano —gritó Gotrek—. Ahora esto es trabajo para Matadores.

Félix asintió con la cabeza y retrocedió para separarse de la lucha y aliviado, recogió la cuerda. Vio que Barbadecuero se hinchaba al oír las palabras de Gotrek —como le había sucedido a él un momento antes— y acometía a los orcos con renovado vigor, complacido al pensar que Gotrek lo consideraba un igual. Resultaba asombroso como semejante misántropo taciturno podía inspirar a los demás con una palabra casual.

Cuando comenzaba a descender, situando una mano debajo de la otra y buscando con cuidado apoyos para el pie lesionado, Félix observó a los dos Matadores: luchaban espalda con espalda, con las brillantes hachas teñidas de rojo por los últimos rayos del sol, los musculosos torsos recorridos por regueros de sudor y sangre, las gruesas piernas muy abiertas para afianzarse ante la acometida de la voraz horda verde. Y el detalle demente era que reían. A centímetros del borde del precipicio —donde un solo paso en falso podía lanzarlos al vacío—, batallando contra decenas de monstruos salvajes sedientos de sangre, reían.

Félix lo entendía hasta cierto punto. No era inmune a la euforia de la batalla, la emoción loca que acompañaba al hecho de poner en juego la propia vida, cuando desaparecían el dolor, el cansancio y cualquier pensamiento de futuro, y uno se perdía completamente en la gloriosa violencia del momento. Pero, al menos en su caso, se trataba de un júbilo que siempre lindaba con el terror, una emoción siempre bien mezclada con el miedo. Los Matadores no parecían experimentar ninguna inquietud de esa naturaleza. Daban la impresión de sentirse plenamente satisfechos.

—¡Barbadecuero, baja!

—¿Bajar? ¡No! —gritó el segundo Matador, a través de la máscara—. ¡La gloria está aquí!

—No hay gloria ninguna en los orcos —replicó Gotrek—. Ya oíste lo que dijo el explorador. ¡Baja!

—¡Este no es el respeto que un Matador debe a otro Matador! —dijo Barbadecuero, con enojo.

No obstante, finalmente, Félix sintió que la cuerda se estremecía por encima de él, y el enano enmascarado comenzó a descender.

Aunque Félix ya no podía ver la batalla, le llegaban indicios desde lo alto; era como el estruendo de una fundición, y los roncos gritos y el entrechocar de acero resonaban en el tenue aire de la montaña. Miró hacia abajo. Narin y Thorgig aguardaban junto a la primera clavija, cada uno colgado de una cuerda sujeta a un pitón, con los ojos vueltos hacia arriba. La cuerda que bajaba desde el borde del risco estaba, como había pedido Gotrek, sujeta por dos pitones en el extremo inferior.

—De prisa, humano —dijo Thorgig—. El Matador no puede resistir eternamente.

—Yo comienzo a dudar de que no pueda —comentó Narin, pensativo—. Será un oponente terrible. Si mi padre muere luchando con él, me convertiré en noble, y que Grungni me proteja…

Se oyó una detonación atronadora en lo alto. Un cuerpo con cresta de Matador pasó a toda velocidad junto a Félix, precipitándose hacia las sombras crepusculares del fondo. Jaeger lanzó un grito ahogado. ¿Había sido Gotrek? ¿Barbadecuero? Alzó los ojos.

La cuerda quedó laxa en sus manos.

Félix cayó al vacío.