OCHO

OCHO

El orco descargó una descomunal hacha a dos manos hacia Félix, que chilló y rodó sobre sí mismo. Quedó ensordecido por el estruendo del hacha, que se clavó en el suelo, a medio palmo de su hombro, y le atravesó la capa. Félix se puso en pie de un salto y la capa, atrapada, casi lo estranguló antes de rasgarse y dejarlo libre. Otro orco le lanzó un tajo. Él se apartó a un lado y echó a correr, tropezando y dando traspiés, por donde había venido.

Los orcos corrieron tras él, en inquietante silencio. Félix corrió hacia la grieta oscura, donde derrapó al borde del abismo al girar hacia los estrechos confines del paso rocoso. Oía los pesados pasos de los orcos detrás de él, y le llegó un bramido que se apagó lentamente cuando uno de ellos perdió pie y cayó a las profundidades. El resto continuó la persecución, sin dedicarle una sola mirada al camarada perdido.

Félix sintió una punzada en un costado mientras corría por el estrecho pasadizo empinado; jadeaba entrecortadamente. Ya se sentía agitado cuando había atrapado al goblin, pero entonces le parecía que iba a morirse. Tenía ganas de detenerse y vomitar; sin embargo, los orcos estaban tan cerca que podía oírlos respirar y percibía su rancio olor animal. El suelo se estremecía con los pesados pasos de los monstruos.

La luz procedente del campo nevado relumbraba como un faro de esperanza en lo alto del umbrío paso. Parecía encontrarse a cien leguas de distancia. Resbaló en una roca suelta, y esa vez sí que se torció un tobillo; el dolor resultó espantoso. Gritó y estuvo a punto de caer. Un objeto de acero silbó detrás de él surcando el aire, y una hacha rebotó contra la roca, junto a su cabeza.

Continuó adelante, aunque el tobillo le causaba un dolor agónico a cada paso. No podía darse el lujo de caminar con cuidado; simplemente apoyaba el pie con fuerza y soportaba el dolor lo mejor posible. Al fin, a punto de desmayarse, llegó a lo alto del paso, apenas por delante de los orcos, y se precipitó hacia el campo nevado. Una enorme cuchilla le golpeó de soslayo un hombro protegido por las placas de acero y lo derribó de cara al suelo cuan largo era. Comenzó a deslizarse por la nevada pendiente, hacia el precipicio.

Los enanos marchaban cuesta arriba; los goblins, muertos, habían quedado atrás. Aprestaron las armas cuando lo vieron correr hacia ellos, al mismo tiempo que miraban más allá con expresiones de ansiosa expectación. Gotrek se separó de los otros, y Félix se le estrelló contra las rodillas. El Matador lo levantó.

—Eh… —dijo Félix mientras se exploraba el hombro dolorido. El orco había conseguido cortar el cuero y arrancar algunas de las placas metálicas, pero no había sangre—. He matado al goblin.

—Bien —gruñó Gotrek, y pasó de largo a la vez que alzaba el hacha.

Los orcos estaban desplegándose en un semicírculo perfecto y marchaban en buena formación, con las armas preparadas. Félix se estremeció al verlo.

—No son orcos —dijo Sketti, inquieto, como un eco de los pensamientos de Félix—. No pueden serlo. Son otra cosa envuelta en piel verde.

—¿Elfos, tal vez? —preguntó Narin con una sonrisa presumida.

Druric miró por encima del hombro, ladera abajo.

—Tienen intención de mantenernos delante de ellos. Quieren arrojarnos por el precipicio.

—Que lo intenten —dijo Barbadecuero.

El jefe de los orcos farfulló una orden, y los demás cargaron sin pronunciar una sola palabra. Los enanos afianzaron los pies en el suelo y recibieron el ataque como un inamovible muro de acero afilado. Gotrek bloqueó el primer golpe del jefe, le partió el hacha de guerra con el tajo de respuesta, y luego le cercenó limpiamente las piernas. Otros dos saltaron a ocupar su lugar.

Narin y Druric luchaban espalda con espalda dentro de un círculo formado por tres orcos. Barbadecuero pasaba por encima de un orco muerto para llegar hasta otro, con dos goteantes hachas de doble filo en las enormes manos. Sketti Manomartillo y el viejo Matrak luchaban contra un orco que blandía una maza de hierro del mismo tamaño y forma que un batidor de mantequilla. Thorgig y Kagrin hicieron pedazos a uno con las hachas, y se volvieron para enfrentarse con otros dos.

Félix luchaba con un bruto de barriga de barril, cuya cabeza parecía una calabaza verde. «Es extraño —pensó mientras esquivaba un tajo de hacha y erraba uno con la espada—. Aunque han mejorado mucho la táctica y su furia parece contenida, los extraños orcos continúan luchando como orcos, asestando golpes amplios y torpes que si bien pueden asolar un edificio si impactan, lo más frecuente es que yerren. ¿Por qué ha cambiado un aspecto, y el otro, no? ¿Y qué los ha cambiado, para empezar?». Luego, descargó torpemente el peso sobre el tobillo torcido, y todo pensamiento abandonó su mente ante un torrente de dolor.

El orco vio que se tambaleaba y lo acometió. Félix se lanzó hacia un lado y le clavó la espada entre las costillas, pero en ese momento volvió a descargar el peso sobre el tobillo lesionado. El orco se desplomó, y Félix estuvo a punto de hacer otro tanto, ya que el mundo se desvanecía intermitentemente ante sus ojos. Lo atacó otro orco, éste nervudo y alto. Félix gimió. No estaba preparado. Bloqueó la acometida y retrocedió, ya muy cojo.

La mitad de los orcos estaban muertos y aún no había caído un solo enano, pero por puro peso y superioridad numérica, los pieles verdes habían obligado a los robustos guerreros a retroceder casi hasta la franja de hielo negro que cubría el borde del precipicio. Gotrek mató a otro orco, que se deslizó ladera abajo y cayó, girando en silencio, al vacío.

Félix retrocedió otro paso. El pie lesionado resbaló hacia atrás sobre el hielo, e hincó la rodilla sobre la suave superficie con un fuerte golpe. La visión se le tornó negra y roja. Estaba deslizándose hacia atrás. El orco alto arremetió, ansioso por acabar con él, pero acabó bruscamente sentado cuando los pies le resbalaron y salieron disparados hacia adelante. Félix se agarró al cinturón del piel verde, más para no caerse que para atacarlo, y arrastró al orco hacia el borde. El monstruo intentó inútilmente aferrarse al duro hielo con las gruesas uñas amarillas, y cayó al precipicio.

Félix se estremeció, horrorizado, y luego gateó de vuelta a la nieve, con gran precaución, siseando de dolor, mientras la batalla continuaba a su alrededor.

A la derecha, Narin derribó a un orco al patearle una pierna, y luego le descargó un golpe en la cara antes de que cayera al vacío. A la izquierda, Thorgig retrocedió de un salto para esquivar un tajo de cuchilla y tropezó con el cadáver de un orco que tenía detrás. Cayó de espaldas sobre el hielo y comenzó a deslizarse de cabeza hacia el precipicio.

—¡Thorgig! —rugió Kagrin, que avanzó un paso, y también resbaló. Se aferró a una roca mientras observaba cómo su amigo se acercaba peligrosamente al vacío.

Thorgig se recuperó en el último instante y descargó un tajo con el hacha larga. El engarfiado acero de la hoja se clavó en el hielo y resistió. Se detuvo, aferrado con una mano al extremo del mango del hacha y los pies colgando fuera del borde.

El orco de Thorgig acometió a Kagrin, que aún estaba sujeto a la roca. Kagrin le abrió un tajo en una corva con el hacha de mano, y la pierna del orco cedió. Cayó de lado, con un gruñido, se deslizó por el hielo entre contorsiones y pataleos, y estuvo muy a punto de arrastrar a Thorgig al precipitarse al abismo.

—¡Sujétate bien, Thorgig! —gritó Kagrin mientras revolvía frenéticamente la mochila y sacaba la cuerda de escalada.

Comenzó a atar un extremo de la cuerda a la roca, pero otro orco había reparado en él y estaba dando un rodeo para atacarlo. Kagrin soltó la cuerda y se puso de pie.

Félix se levantó y comenzó a avanzar hacia Kagrin, pero el tobillo lesionado cedió y estuvo a punto de caer otra vez.

No llegaría a tiempo hasta el enano. Miró a su alrededor, desesperado. Kagrin bloqueó con el hacha de mano un golpe brutal que lo derribó al suelo, aturdido.

Detrás de Gotrek, yacía una cabeza cortada de orco. Félix la cogió por el moño y giró sobre sí mismo. El macabro objeto era asombrosamente pesado, todo cráneo, sin cerebro, seguro. La rotación le causaba un tremendo dolor en el tobillo y la rodilla.

—¡Eh! —gritó a la vez que la soltaba—. ¡Feo!

El orco alzó la mirada justo a tiempo de recibir de pleno en la cara el impacto de la cabeza de su camarada. El golpe no fue fuerte, pero lo distrajo lo suficiente para que Kagrin se pusiera de pie y clavara el hacha en la barriga del monstruo. El orco retrocedió un paso, sorprendido, y la barriga se le rajó y dejó salir las entrañas, que cayeron sobre el hielo con un chapoteo. El orco resbaló sobre ellas y dio en la nieve. Kagrin le descargó un tajo en el cuello. El orco sufrió un espasmo y murió. El enano soltó el hacha y volvió a recoger la cuerda.

Félix avanzó, cojeando, para defender a Kagrin mientras éste desenrollaba la cuerda, pero al mirar atrás vio que no era necesario. La batalla había concluido. Los otros enanos jadeaban ante los contrincantes muertos, rodeados de nieve manchada de sangre, tanto roja como negra. Gotrek trepó para salir de dentro de un círculo de orcos muertos y frotó la hoja del hacha con un puñado de nieve. Barbadecuero tenía un tajo largo que le atravesaba el pecho desnudo, pero era la herida más grave sufrida por el grupo. Los demás sólo habían recibido cortes menores y contusiones.

Kagrin le lanzó a Thorgig el otro extremo de la cuerda.

Los demás enanos se volvieron a mirar.

—¡Cuidado, muchacho! —dijo Narin—. Nada de movimientos bruscos.

—Por eso los enanos siempre llevamos hacha en lugar de espada —dijo Sketti al mismo tiempo que le lanzaba una mirada de desaprobación a la espada larga de Félix—. Con una espada no podrías haberte detenido.

Thorgig tendió cautelosamente la mano libre y palpó para buscar la cuerda que tenía al lado. Al fin, la encontró, y la aferró con fuerza.

—No intentes trepar —dijo Gotrek—. Sólo sujétate.

Le cogió la cuerda a Kagrin y tiró suavemente de ella, poniendo una mano delante de la otra. Thorgig ascendió por el hielo a pequeños tirones y sacudidas, arrastrando el hacha, hasta que Gotrek lo hizo llegar a la línea de la nieve. Kagrin cogió la mano de su amigo y lo ayudó a levantarse. La expresión de Thorgig era seria y no manifestaba emoción alguna, pero estaba pálido y le temblaban las manos.

—Gracias, Matador —dijo—. Gracias, primo. —Se volvió hacia Félix e inclinó la cabeza—. Y gracias a ti también, humano. Vi lo que hiciste. Has salvado mi vida y la de mi amigo. Tengo una gran deuda contigo.

Félix se encogió de hombros, azorado.

—Olvídalo.

—Matador —dijo Druric—, debemos arrojar los cuerpos al precipicio, al igual que toda la nieve ensangrentada. Podría haber otra patrulla, y sería mejor que no se enteraran de lo que le ha sucedido a la primera.

—Sí —replicó Gotrek, que asintió con la cabeza—. Adelante.

Mientras los otros empujaban y hacían girar a los orcos para arrojarlos al abismo, Druric, que llevaba un botiquín de campo, aplicó un ungüento en la herida de Barbadecuero y se la vendó, para luego vendar también el hinchado tobillo de Félix.

—No está roto, creo —dijo.

—A pesar de eso, aún podría matarme —comentó Félix al pensar en el descenso de regreso.

Sketti rió cuando Félix, dolorido, volvió a meter el pie dentro de la bota.

—Tal vez ahora vayas más despacio y camines a un auténtico paso de enano.

—Y, tal vez, si te cuelgo por el cuello crecerás hasta tener una auténtica estatura de humano —contestó Félix.

Sketti protestó ruidosamente y tendió una mano hacia el hacha.

Gotrek le lanzó una mirada.

—Nunca te trabes en una guerra de palabras con un poeta, rompehierros. No puedes ganar.

* * *

Cuando todo rastro de la matanza fue arrojado por el borde del precipicio y los enanos se hubieron vendado las heridas, volvieron a ascender por la nevada pendiente en forma de silla de montar y descendieron por el paso rocoso.

—Allí —dijo Matrak pasada otra media hora de serpentear en torno a las grietas y los riscos de Karak-Hirn—. Allí está la puerta de Birrisson, la que llevaba hasta la pista de aterrizaje de girocópteros.

Matrak señalaba una anodina extensión de granito negro que a Félix no le parecía en nada diferente del resto de la ladera de la montaña.

Druric estudió el terreno cuando se detuvieron ante ella. Sacudió la cabeza con frustración.

—El suelo es demasiado duro, y aquí no hay nieve. No puedo determinar si los pieles verdes han usado esta puerta. —Olisqueó el aire—. No han dejado rastro alguno en las proximidades.

—¿A qué otro sitio podían dirigirse los que hemos encontrado? —preguntó Narin.

—¿Daban un rodeo para volver a la entrada principal? —sugirió Sketti.

—Por ese lado no hay muchos senderos —declaró el viejo Matrak—. No hay ningún sendero.

—Si están usando esta puerta —intervino Thorgig—, ¿cambia eso nuestro curso de acción? Debemos entrar aunque la puerta esté defendida. El príncipe Hamnir depende de nosotros.

—Es probable que no esté bien defendida, aunque la usen —dijo Narin—. No pueden esperar un ataque por este lado.

—Abrámosla y lo veremos —decidió Gotrek.

Matrak avanzó, pero luego vaciló y se quedó mirando la pared con ojos vacuos.

—No me digas que hemos hecho todo este recorrido para que ahora no recuerdes cómo se entra —dijo Narin, que sacó la yesca del zurrón y encendió una lámpara de latón.

Los demás siguieron su ejemplo.

—Saben que vamos. Nos esperan —dijo Matrak. Estaba temblando—. Moriremos todos.

—Ya basta, viejo agorero —dijo Sketti, enfadado—. ¡Abre la puerta!

Cuando los enanos encendieron las lámparas, Matrak asintió con la cabeza y le hizo a la pared del risco algo que Félix no pudo ver. El viejo enano retrocedió, y los demás se pusieron en guardia. Félix desenvainó la espada. Al principio, pareció que no sucedía nada. Luego, Félix frunció el ceño y sacudió la cabeza, asaltado por el vértigo. Se esforzaba por enfocar la vista. Se sentía como si se deslizara hacia atrás, aunque sus pies no se movían. ¡No, era la pared del risco la que se alejaba! Una alta sección cuadrada estaba hundiéndose en la montaña. Félix aguzó el oído, pero no oyó ningún roce ni sonido alguno de engranajes.

Pasado un momento, el cuadrado de roca se detuvo a unos quince pasos dentro de la montaña, y dejó a la vista los bordes de una oscura cámara excavada en la piedra. Cuando por la puerta no salió a la carga una horda de orcos para atacarlos, los enanos avanzaron.

—¡Esperad! —dijo Matrak—. Hay una trampa.

Se agachó junto a la ranura del suelo por la cual se deslizaba la puerta y metió una mano dentro. Tras palpar durante un momento, se oyó un potente chasquido, que Félix sintió más que oyó, y Matrak se puso de pie.

—Ya no hay peligro —dijo.

No lo parecía. Aunque Félix no vio nada particularmente alarmante cuando él, Gotrek y los otros atravesaron la puerta con precaución, no podía librarse de la sensación de que algo iba mal. Un hormigueo le recorría la espalda, y no dejaba de mirar por encima del hombro, pensando que se encontraría con ojos malignos relumbrando en la oscuridad; pero no había nada.

Matrak cerró la puerta tras ellos. Desde el interior, la accionaba una simple palanca. La cámara era sólo de tamaño moderado, según las pautas habituales de la arquitectura de los enanos, con un abovedado techo bajo sobre el que se entrecruzaban vigas de madera de las que pendían poleas y tornos con cadenas colgantes. Bancos de trabajo, forjas y escritorios atestaban el espacio, así como viejas máquinas e ingenios a medio construir, dispersos por todas partes. Al pasar los enanos con las lámparas entre ellos, sus sombras se movían por las paredes del taller como esqueletos de extrañas bestias mecánicas. En un rincón había un girocóptero desmantelado.

Sketti sacudió la cabeza y miró a su alrededor.

—Los ingenieros están locos —susurró—. Todos ellos.

Matrak los condujo hasta una arcada en sombras que había al otro lado de la estancia. Más allá de ésta, se extendía un corto y estrecho pasillo que ascendía por una serie de escalones bajos y largos, ligeramente inclinados, hasta una puerta de piedra.

—Tened cuidado —advirtió Matrak al mismo tiempo que alzaba una mano al detenerse ante la arcada—. Aquí es donde Birrisson puso todas las trampas y… —Quedó repentinamente inmóvil, y luego gimoteó con suavidad.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Thorgig, irritado.

Matrak retrocedió, tembloroso.

—No va bien. No va bien. Huele raro. Todo raro.

Los enanos alzaron las bulbosas narices e inhalaron. Félix también husmeó el aire, esperando percibir el conocido hedor animal de los orcos, pero no percibió nada. Los enanos, sin embargo, fruncían el ceño.

—Piedra recién tallada —dijo Kagrin.

—Sí —confirmó Druric—. Hace una semana o menos.

—¿Ahora los orcos se dedican a la cantería? —preguntó Thorgig.

Kagrin metió el farol por la arcada para iluminar el corredor y lo examinó con ojo crítico.

—No puede ser —murmuró—. La obra es recta y precisa.

Félix frunció el entrecejo.

—¿Podéis saber por el olor cuánto hace que se talló la piedra?

—Por supuesto —replicó Sketti—. ¿Los hombres no pueden?

Félix negó con la cabeza.

—Al menos, ninguno que yo conozca.

—La tuya es una raza lamentable y débil, hombre —dijo Sketti con tono compasivo.

—Que gobierna el mundo —le contestó Félix.

—Sólo mediante el robo y la traición —contraatacó Sketti, alzando la voz.

—¡Silencio! —le espetó Gotrek. Se volvió hacia Matrak, que contemplaba el corredor con húmedos y atemorizados ojos—. ¿Qué significa esto, ingeniero?

—Han tallado piedra. ¿Pieles verdes que tallan piedra? Sólo… —gimió—, sólo puede significar que han cambiado las trampas. —Se volvió a mirar a Gotrek—. ¡Que Valaya nos guarde a todos! ¡Sabían que veníamos hacia aquí! ¡Han puesto trampas nuevas!

Gotrek lo aferró por la pechera de la cota de malla.

—¡Deja de lloriquear! ¡Que Grimnir te maldiga! —dijo con voz ronca—. ¡Si algo está mal, arréglalo!

—Ha perdido el valor —se burló Sketti al mismo tiempo que apartaba la mirada—. Los pieles verdes se lo robaron antes de que escapara de la fortaleza.

—¡Tú no lo viste! —gimoteó Matrak—. ¡Tú no sabes! ¡Estamos condenados!

—Tal vez existe otra explicación —intervino Narin—. No tiene por qué tratarse de pieles verdes astutos. Tal vez los clanes atrapados han logrado recuperar una parte de la fortaleza. Tal vez han añadido defensas nuevas contra los pieles verdes.

—O tal vez los pieles verdes acaban de pasar por el otro lado de la puerta, y eso es lo que olemos —declaró Barbadecuero.

—Cualquiera que sea el caso —decidió Druric—, será mejor que vayamos con cautela. Sería un chiste macabro que acabáramos cortados en pedazos por trampas armadas por aquellos que hemos venido a rescatar.

Gotrek soltó a Matrak.

—Cierto. Ponte a la tarea, ingeniero.

Matrak vaciló mientras contemplaba el túnel con desdicha. Gotrek le lanzó una mirada feroz y alzó el hacha. El ingeniero tragó, y al fin volvió a avanzar de mala gana hasta la arcada, donde examinó cada palmo de suelo y pared circundantes antes de decidirse a tocar en secuencia tres salientes cuadrados del decorativo marco. Félix no oyó nada, pero los enanos asintieron con la cabeza, como si percibieran que la trampa había quedado desarmada, y avanzaron.

Matrak alzó una mano.

—Sólo para asegurarnos.

Se quitó la mochila de la espalda y la arrojó pesadamente sobre las losas de piedra situadas justo al otro lado de la arcada. Los enanos retrocedieron, pero no sucedió nada.

Matrak dejó escapar la respiración largamente contenida.

—Bien.

Avanzó dos pasos hacia el interior del corredor, y se quedó inmóvil, con la pata de palo en el aire. Retrocedió y les hizo un gesto a los otros para que se retiraran.

—Hay una trampa nueva, en efecto. —Estaba sudando.

Se agachó para examinar el suelo y pasó suavemente los dedos a lo largo de una juntura fina como un cabello que había entre dos losas perfectamente talladas, para luego observar las paredes. Algo que había en las molduras de la derecha atrajo su mirada, y el ingeniero sacudió la cabeza.

—¿Es obra de enanos? —preguntó Narin.

Matrak se mordió la barba.

—No puede ser ninguna otra cosa, pero es… Ningún enano admitiría que trabaja tan mal. —Señaló una sección de la moldura—. Mira qué mal hecho está.

Félix no veía diferencia entre esa moldura y la siguiente, pero los enanos asintieron con la cabeza.

—Tal vez tenían prisa —sugirió Thorgig—. Tal vez intentaban acabarla antes de que los pieles verdes encontraran el pasillo.

—Incluso con prisas, un enano sería más cuidadoso —dijo Matrak—. Hay algo raro. Hay algo raro…

Se inclinó y presionó el trozo de moldura nuevo, y luego dejó escapar la respiración al percibir algo que a Félix se le escapó por completo.

—Adelante, ingeniero —dijo Gotrek con más amabilidad—. Ponla a prueba y continúa. Ya llegamos tarde.

Matrak asintió con la cabeza, y puso a prueba la nueva trampa con la mochila. No sucedió nada. Recogió la carga y apenas avanzó, con la lámpara a ras del suelo. Caminaban por el corredor de este modo lento y minucioso, mientras Matrak desarmaba las trampas que conocía y descubría las nuevas, cada vez más pálido y tembloroso. Los enanos observaban cada uno de sus movimientos, tensándose cuando buscaba la trampa siguiente, y relajándose cuando la desarmaba.

Félix observaba las paredes y el techo a medida que avanzaban, para intentar ver en la obra de piedra algún signo que indicara de dónde saldrían las trampas, pero no distinguía nada. No había agujeros ni adornos sospechosos en forma de hacha o martillo. Los bloques de piedra encajaban tan bien entre sí, y sus formas eran tan regulares, que no podía imaginar que detrás de ellos hubiera trampa alguna.

A medida que Matrak se mostraba cada vez más petrificado, los enanos estaban más tranquilos, convencidos de que los hermanos del interior continuaban vivos y habían orquestado una animosa defensa para recuperar corredores y cámaras.

—Están manteniendo a los pieles verdes en el exterior —dijo Sketti Manomartillo cuando se acercaban al final del corredor—. Está tan claro como vuestras narices. Encontraremos enanos al otro lado de esa puerta; me apuesto la barba. Deberíamos dejar de caminar sigilosamente como gatos y llamarlos para que nos dejaran entrar.

—Será mi padre —dijo Thorgig—. No se quedaría sentado en su casa sin hacer nada, esperando a que lo rescataran. Estará defendiéndose, atacando a los intrusos.

Matrak se detuvo antes del último escalón. La puerta se encontraba a sólo dos pasos de distancia.

—El escalón superior es la última de las antiguas trampas —dijo.

Extendió una mano hacia un tedero que había en la pared de la derecha y presionó el costado de la base con un pulgar. Giró, y Matrak suspiró de alivio.

—Ya está —declaró al mismo tiempo que se volvía a mirar a los otros—. Sólo queda encontrar las nuevas…

Félix sintió un golpe profundo debajo del suelo y un chasquido en lo alto.