SIETE
Tras dos horas de ascenso por el empinado lado boscoso de Karak-Hirn, llegaron a la linde y se encontraron sobre una oscura roca con vetas de cuarzo, manchada de líquenes de color verde grisáceo. El camino se hizo más difícil, la pendiente más escarpada y salpicada de enormes afloramientos, y tuvieron que valerse de las manos tanto como de los pies para trepar. Félix se encontró con que estaba más tenso de lo que había esperado. El aire era tenue y el viento frío, pero tenía la ropa empapada de sudor.
Una hora más tarde, mientras la pared lisa de la Escarpa de Zhufgrim se hacía cada vez más alta y ancha ante ellos, comenzaron a oír un rugido grave, que poco a poco fue ganando intensidad. Cuando coronaron un paso estrecho entre dos altos colmillos de roca, llegaron a un lago de montaña de playas escarpadas; tenía tres lados rodeados por dentados picos, y el cuarto estaba flanqueado por una pared que emergía directamente de las espumosas aguas. A esa distancia, a Félix, el risco no le pareció más irregular; continuaba siendo tan plano como la muralla de una fortaleza. La única interrupción era la cascada que descendía por el centro del lago a modo de un rápido torrente blanco y lo dividía en dos. Él ruido de la catarata era ensordecedor. Las agitadas aguas parecían un remolino hirviente que hacía danzar toda la superficie del lago; miles de millares de ondas reflejaban en sus rostros la luz solar. Los márgenes del lago estaban coronados por un reborde irregular de hielo. Desde la cumbre nevada de lo alto, se alejaban tenues penachos de nieve arrastrados por el viento.
Félix se protegió los ojos con la mano y miró hacia arriba. Desde ese ángulo, la escarpa era aún más intimidante que cuando Matrak la había señalado por vez primera. Se encontró con que estaba bañado en sudor helado.
—Es…, es imposible.
Narin bufó.
—Es tan fácil como caerse de la cama.
Félix tragó.
—Siempre es fácil caerse.
—Comed antes de subir —dijo Gotrek—, y preparad los pertrechos.
Los enanos se separaron y se sentaron en las rocas negras para comer carne salada y tortas de avena, y acompañaron esos secos alimentos con cerveza servida de pequeños barriletes que llevaban sujetos a las mochilas. Kagrin, como de costumbre, sacó la daga y las herramientas, y se puso a trabajar sin hacer caso de los demás. A Félix le costaba apartar la vista de él. Un solo error, una herramienta que resbalara, y la obra se estropearía; pero Kagrin no permitía que sucediera. Sus manos trabajaban con firmeza y seguridad.
Narin masticaba la dura comida y suspiraba como si le hubieran quitado un gran peso de encima.
—Esto sí que es vida —dijo—. ¡Por Grimnir y Grungni, que la echaba de menos!
—¿Que es vida, dices? —preguntó Sketti al mismo tiempo que alzaba una ceja—. También podría ser muerte, te guste o no.
—En ese caso, aceptaré la muerte —respondió el otro con emoción—, y voluntariamente.
Al oír eso, Barbadecuero alzó la mirada.
—Tú no llevas la cresta de Matador. ¿Por qué ibas a buscar la muerte?
Narin le dedicó una sonrisa presumida.
—No conoces a mi esposa.
Thorgig volvió la cabeza para mirarlo.
—¿Tu esposa? ¿No dijiste antes que ayer estabas cortejando a una moza de Karak-Drazh, cuando los demás estábamos en el consejo?
—Como ya he dicho —replicó Narin—, no conoces a mi esposa.
La mayoría de los otros rieron entre dientes, pero Thorgig y Druric parecieron ofendidos.
Narin prefirió no darse por enterado. Suspiró, mientras jugaba inconscientemente con el trozo de madera quemado que llevaba sujeto a la barba.
—Cuando era un barbanueva, sentí el impulso de deambular. Me fui con mi hacha desde Kislev a Tilea como mercenario y aventurero durante cincuenta años, y me encantó cada momento de esa vida. En ese medio siglo, vi más mundo del que la mayoría de los enanos ven en cinco. —Su voz se apagó mientras sus ojos se perdían en la distancia y una leve sonrisa aparecía en sus labios enmarcados por la barba. Luego, volvió a la realidad de mala gana—. Todo eso ha quedado en el pasado ahora que mi hermano mayor ha muerto.
—Te llamaron de vuelta a la fortaleza, ¿verdad? —preguntó Druric.
—Sí —respondió Narin con tristeza—. El segundo hijo de un noble se queda con lo mejor, ya lo creo, pregúntaselo al príncipe Hamnir: oro y oportunidades, sin más responsabilidades que las que tiene un gato. Pero ahora soy el primer hijo. Probablemente, al viejo tejón le queda al menos un siglo más, pero a pesar de eso tuve que volver para aprender el gobierno de la casa y memorizar nuestro libro de agravios de punta a punta, además de hacer un casamiento ventajoso, y… —dijo estremeciéndose— tener hijos con mi… esposa.
—Todos los enanos deben cumplir con su deber —declaró Barbadecuero a través de la máscara—. Somos una raza en vías de desaparición. Debemos engendrar hijos e hijas.
—Lo sé, lo sé —replicó Narin—, pero preferiría tener tu deber. Matar trolls es una tarea más agradable que acostarse con uno de ellos, y los trolls no hablan tanto.
—Estoy seguro de que no puede ser tan mala como todo eso —dijo Thorgig.
Narin fijó en él uno de sus ojos azules.
—Muchacho, es muy probable que muramos todos en esta excursioncilla, ¿verdad? El príncipe Hamnir dijo que era una misión suicida.
—Sí, supongo —replicó Thorgig.
—Bueno, deja que te lo explique del modo siguiente: me decepcionaría si no lo fuera.
—Y a mí me decepcionaría que lo fuera —dijo Druric.
—¿Tienes miedo de morir? —preguntó Thorgig con brusquedad.
—Ni lo más mínimo —replicó Druric. Volvió los fríos ojos hacia Gotrek, que engullía comida sin prestarles atención a los otros—. Pero si el Matador Gurnisson muere, el agravio que el clan Traficante de Piedra tiene contra él quedará sin resolver. Mientras sepa que él vivirá, no me importa morir.
Gotrek bufó despectivamente al oírlo, pero no se molestó en responder.
* * *
Después de comer, estalló una gran actividad mientras todos rebuscaban en las mochilas y volvían a enrollar las cuerdas. Cada enano se colgó del hombro una bandolera de clavijas de acero rematadas por un aro, y se sujetó a las botas un par de cuñas. Por suerte, aunque los hombres y los enanos eran tan diferentes en tamaño y proporciones que pocas veces podían intercambiarse la ropa, los enanos tenían pies grandes, así que encontraron un par de cuñas para Félix. El viejo Matrak se quitó la pata de palo y la reemplazó por otra en forma de largo clavo de hierro negro.
Cuando todas las correas estuvieron sujetas, los enanos vaciaron las pipas y se levantaron para echarse las mochilas a la espalda. Kagrin fue el último en estar preparado y guardó de mala gana la daga de pomo de oro y las herramientas.
—Vamos, muchacho —dijo Narin—. Dentro de poco tendrás trabajo para el otro extremo de ese pinchaelfos.
Los enanos rodearon las empinadas orillas del Caldero, resbaladizas a causa de los trozos de esquisto y de hielo partido, hasta llegar a la pared del risco; la cascada caía a su derecha y les mojaba la cara con una fina capa gélida.
Al estar justo debajo, el risco no parecía tan liso ni monótono como antes, pero continuaba acobardando; se trataba de un largo estrato de granito gris, casi vertical, con pocas grietas o salientes. Los enanos no hicieron la más leve pausa. Avanzaron hasta la pared, extendieron los brazos para cogerse a asideros que Félix no lograba ver, encajaron las cuñas de las botas en la roca y comenzaron a escalar, sin cuerdas ni pitones, con la misma facilidad con que ascenderían por una escalerilla.
Mediante la atenta observación de dónde ponía Gotrek las manos y los pies, Félix pudo seguirlo por la pared, pero el ascenso era duro, le entumecía los dedos de las manos y no avanzaba ni remotamente con tanta constancia como los enanos. Incluso el viejo Matrak lo hacía mejor que él, ya que la puntiaguda pata de hierro se clavaba con firmeza en la roca.
A Félix le resultó extraño que los enanos, con sus gruesos y cortos cuerpos, destacaran en la escalada de montañas. Uno habría pensado que un escalador con largas extremidades finas y torso delgado —un elfo, por ejemplo— sería más adecuado para esa actividad, pero aunque los enanos tenían, de vez en cuando, algún problema para llegar al siguiente asidero o apoyo para los pies, compensaban su escaso alcance con una increíble fuerza prensil, y con la misteriosa afinidad que tenían con la roca en sí. Más por instinto que mediante la vista o el tacto, parecían encontrar salientes y grietas dentro de los que deslizar los rechonchos dedos, que Félix no podría haber hallado aunque los hubiera tenido delante de los ojos.
Por desgracia, esa habilidad y la fuerza prensil les permitían usar como asideros pequeñas irregularidades de la superficie del risco, a las que Félix no podía cogerse en absoluto. Consecuentemente, cuando los enanos ya habían llegado a la mitad del ascenso, él estaba mucho más abajo, con los antebrazos ardiendo de entumecimiento mientras el sudor le anegaba los ojos. Ya no oía a los otros, a causa del estruendo de la cascada que caía a tres metros a su derecha.
Se detuvo por un momento para flexionar las manos e intentar librarse del dolor de las extremidades, y cometió el error de mirar hacia abajo por entre las piernas. Se quedó petrificado. Estaba muy arriba. Un resbalón, un resbalón y… De repente, ya no se sintió seguro de que pudiera continuar sujeto. Estuvo a punto de abrumarlo el impulso demente de soltarse y liberarse de la tensión mientras caía hacia la muerte.
Lo repelió con dificultad, pero descubrió que continuaba sin poder moverse. Gimió al darse cuenta de que iba a tener que pedir ayuda. Los enanos detestaban la debilidad y la incompetencia. No sentían ningún respeto por alguien que no podía arreglárselas por su cuenta. Incluso cuando estaba a solas con Gotrek, Félix siempre se sentía estúpido si tenía que pedirle ayuda. En ese caso, sería aún peor; habría una manada de enanos mirándolos. Se burlarían de él. Por otro lado, era mejor vivir y que se burlaran de uno, que morir literalmente de azoramiento, ¿verdad?
—Tu cronista está quedándose atrás, Matador —dijo la voz de Narin desde lo alto.
Félix oyó un gruñido y una maldición de enano.
—Aguanta, humano —alcanzó a oír después.
Los ecos de las risas entre dientes de los enanos le llegaron a los oídos y le pusieron las orejas rojas. Luego, oyó un martilleo. Félix miró hacia arriba, pero resultaba difícil distinguir quién era quién, y mucho más saber qué estaba sucediendo. Lo único que veía eran suelas de botas y anchos traseros de enanos.
—Coge esto —dijo Gotrek.
Una cuerda se desenrolló al caer hacia él a toda velocidad, como una serpiente que atacara. Jaeger se agachó. Un pequeño gancho de hierro le golpeó la parte superior de la cabeza. Chilló y estuvo a punto de soltarse.
—Cuidado con la cabeza —rió Thorgig.
El gancho se deslizó por la pared del risco, entre las piernas de Félix, y rebotó al detenerse por debajo de sus pies, en el extremo de la cuerda a la que estaba atado.
—¿Puedes soltar una mano? —preguntó Gotrek.
—Sí —replicó Félix; de hecho se estaba frotando la cabeza con una mientras hablaba.
—Entonces, engánchate el garfio al cinturón.
—De acuerdo.
Con una mano, Félix tiró de la cuerda hasta coger el gancho; luego lo pasó dos veces por debajo y en torno al cinturón, y volvió a engancharlo a la cuerda.
—Ya está —gritó.
La cuerda fue recogida desde lo alto del risco, hasta quedar tensada.
—¡Sube! —dijo Gotrek.
Félix volvió a ascender. La cuerda se aflojaba a medida que subía, pero volvían a tensarla a cada metro o dos. Félix miró hacia lo alto y vio que Gotrek la recogía a través del ojo de un pitón y la mantenía tensa.
Los otros enanos lo miraban mientras ascendía, con sonrisas divertidas en las caras barbudas.
—¿Qué clase de pez has pescado, Matador? —preguntó Sketti.
—No tiene mucha carne, ¿verdad? —comentó Narin.
—No —añadió Thorgig—. Tíralo de vuelta al agua.
Al llegar adonde estaban los demás, Félix vio que Gotrek había clavado dos pitones en la pared del risco, uno más arriba que el otro, a un metro y medio de distancia, aproximadamente.
—Espera un momento, humano —dijo—. Apoya un pie en éste y sujétate a este otro.
Agradecido, Félix subió al primer pitón y se sujetó al otro. No era mucho, pero después de aferrarse con las puntas de los dedos durante la última hora, constituía una bendición.
—Cuando hayas recuperado un poco las fuerzas, continúa. Dejaremos cuerdas y clavijas para ti.
—Cuerdas y clavijas —bufó Sketti—, como si fuera un bebé. No es de extrañar que los hombres se lo roben todo a los enanos. No pueden hacer nada por sí mismos.
—Ya basta, Manomartillo —gruñó Gotrek.
—Perdón, Matador —se burló Sketti—. Lo había olvidado. Es tu Amigo de los Enanos. Tiene que ser realmente muy amistoso para merecer las molestias.
Gotrek clavó en el Rompehierros su único ojo destellante, y la sonrisa murió en los labios del viejo enano, al mismo tiempo que la blanca barba se le movía al tragar.
—Bien —dijo Gotrek, y se volvió hacia la pared de roca—. Arriba.
Los enanos volvieron a emprender la escalada mientras Félix permanecía de pie sobre el pitón, y flexionaba y estiraba cada brazo por turno. Cuando Gotrek hubo ascendido otros quince metros, más o menos, clavó otro pitón en el granito, donde lo encajó sólo con la fuerza de la mano para luego acabar de fijarlo con un pequeño martillo. Ató a él la cuerda de Félix, y continuó. A partir de entonces, siguieron de ese modo. La humillación de Félix por tener que valerse de una cuerda quedaba mitigada por la seguridad y comodidad relativas del método. Así no se retrasaba, y ya no se quedaba petrificado al mirar hacia abajo.
* * *
Cuando habían ascendido tres cuartas partes del total, incluso los enanos se vieron obligados a recurrir a cuerdas y clavijas. En la cumbre, el risco tenía un abultamiento, como la cera fundida en la parte superior de una vela, y tuvieron que recorrer la base. Gotrek fue delante, y ascendió tanto como pudo para clavar un pitón, del que colgó un bucle de cuerda en el que sentarse para clavar el siguiente. Félix se estremecía al contemplarlo. El Matador era tan pesado —tenía los músculos densos como la madera de roble— y los pitones eran tan diminutos, que esperaba que en cualquier momento se soltaran de la roca y Gotrek se precipitara al vacío.
Los enanos conversaban despreocupadamente mientras esperaban, aferrados a las cuerdas y apoyados sobre los pitones. El viento les silbaba alrededor, pero parecían tan cómodos como si estuvieran apoyados contra la barra de una acogedora taberna.
—Mirad allí —dijo Sketti Manomartillo a la vez que señalaba y alzaba la voz para que lo oyeran por encima del estruendo de la cascada—. Desde aquí se ve Karak-Izor: la tercera montaña interior, detrás del pico bifurcado de Karaz-Varnrik. No veréis que los pieles verdes tomen nuestra fortaleza. Los de mi linaje hemos sido Rompehierros y guardias de profundidad desde los tiempos del bisabuelo de mi bisabuelo, y no se nos ha escabullido un solo piel verde. Nuestro récord no ha sido batido nunca.
—¿Insinúas que perdimos Karak-Hirn por descuido? —preguntó Thorgig con un deje peligroso en la voz—. ¿Dices que no luchamos con el ahínco suficiente?
—No, no, muchacho —replicó Sketti al mismo tiempo que alzaba la mano libre—. No tengo intención ninguna de insultar la valentía de vuestra fortaleza ni la de tu clan. Estoy seguro de que todos luchasteis como deben hacerlo los auténticos enanos. —Se encogió de hombros—. Por supuesto, si alguno de los miembros del linaje de vuestro rey hubiese estado allí, quizá las cosas hubiesen sido diferentes.
—Ahora insultas al rey Alrik —dijo Thorgig, que comenzaba a alzar la voz.
—No es así —protestó Sketti—. No es el único enano que cae presa de esa invasión del Caos engendrada por los elfos. Tenía el corazón donde es debido, no me cabe duda, al querer ayudar a los hombres del Imperio en su hora de necesidad, pero el primer deber de un enano es para con los suyos, así que…
—Si continúas enterrándote, Manomartillo —lo interrumpió Thorgig, con los puños apretados—, encontrarás fuego.
—¡Silencio! —dijo la voz de Gotrek, desde arriba.
Los enanos dejaron la discusión y alzaron la mirada. Gotrek estaba colgado sobre ellos y estiraba el cuello para observar la curva del abultamiento. Tenía una mano en el mango del hacha.
Desde lo alto del risco les llegó un débil sonido de movimiento, aunque apenas era discernible debido al estruendo de la cascada. Una lluvia de piedrecillas repiqueteó al pasar junto a Gotrek y caer hacia el lago.
Félix creyó oír una orden dada por una voz alta y ronca, pero no entendió la palabra. Quienquiera que fuese el que hablaba no parecía humano ni enano.
Los enanos se quedaron tan inmóviles como estatuas, escuchando. Volvieron a percibir signos de movimiento, más débiles y hacia el oeste, y luego se apagaron. Pasado un momento, Gotrek se puso a clavar el pitón siguiente.
—Una patrulla de pieles verdes —dijo Druric.
Narin asintió con la cabeza.
—¿Saben que estamos aquí? —preguntó Sketti al mismo tiempo que miraba ansiosamente hacia lo alto.
—Si lo supieran, estaríamos esquivando rocas —replicó Thorgig.
Barbadecuero gruñó.
—No es muerte para un Matador.
—Lo saben —declaró el viejo Matrak con voz remota—. Lo saben todo. Saben dónde están las llaves. Saben dónde están las puertas.
Los demás lo miraron. Tenía la vista perdida a lo lejos, y sus ojos no veían nada.
—Pobre viejo —susurró Narin.
Poco después de eso, Gotrek llegó a lo alto y dejó caer una cuerda. El viejo Matrak fue el primero en subir, con la cuerda enganchada al cinturón para mayor seguridad. Por perturbada que tuviera la mente, sus movimientos continuaban siendo firmes. Sin la más leve vacilación, soltó el pitón y se lanzó al vacío, sujeto a la cuerda. Luego, ascendió con las manos hasta llegar al abultamiento y apoyar el pie y la pata de hierro.
Félix subió en cuarto lugar, detrás de Druric. En sus viajes con Gotrek, había trepado por muchas cuerdas y se había enfrentado a muchos peligros, pero atravesar por el aire aquel vacío era una de las cosas más difíciles que había hecho jamás. Sólo los escépticos ceños fruncidos de los enanos que aguardaban su turno impidieron que carraspeara y vacilara interminablemente antes de lanzarse. Que lo condenaran si iba a permitir que pensaran que era un bufón aún mayor de lo que ya lo consideraban.
Por supuesto, esa esperanza se hizo añicos cuando una de las cuñas de sus botas resbaló al comenzar a trepar por la parte inferior del abultamiento. Al perder pie, se estrelló de cara contra la roca y le salió sangre de la nariz. Se rehízo y se recuperó casi al instante, pero oyó las risotadas de los enanos por debajo y por encima. La cara le ardía de azoramiento cuando llegó a lo alto y Gotrek le tendió una maño para izarlo.
—Bien hecho, humano. Eres el primero que derrama sangre en la recuperación de Karak-Hirn —declaró el Matador con una ancha sonrisa.
—El primero que derrama la suya propia —intervino Thorgig detrás de él, riendo entre dientes.
—Estaré encantado de derramar la de alguien más —contestó Félix, que miró a Thorgig con ferocidad.
El joven enano comenzaba a atacarle los nervios. Félix suponía que tenía una razón para odiar a Gotrek. El Matador se había mostrado más que insultante para con él y Hamnir, pero él no le había dado a Thorgig ningún motivo de enojo. «Ninguno que no sea mi mera presencia», pensó. Thorgig no era Sketti, pero sentía el típico desdén de los enanos por todo lo que no era de enanos.
Félix miró a su alrededor. La cumbre del risco era una ancha cornisa plana, como un descansillo a medio camino de la cumbre de la montaña. El resto del pico se encumbraba por encima de él, con la cima nevada silueteada por el sol cegador. Un profundo lago negro —el gemelo en calma del hirviente Caldero de abajo— había sido excavado en la roca por eras de erosión. A la derecha de Félix, el lago se desbordaba, y el agua caía del risco para transformarse en el estrecho hilo de plata de la cascada. No había mucho espacio entre el agua y el borde del precipicio. La sensación era que él y los enanos estaban de pie en el borde de una gigantesca jarra de piedra que vertía eternamente agua dentro de una taza de piedra situada allá abajo. El inicio de la cascada era lo bastante estrecho como para poder saltar por encima, pero la perspectiva de resbalar hizo que a Félix se le pusiera la carne de gallina.
Druric estaba estudiando el suelo del borde del risco.
—Eran goblins —dijo.
—¿Así que nos están buscando? —preguntó Sketti, que miró a su alrededor con precaución.
—No necesariamente —replicó Druric—. Por aquí pasan patrullas regulares. —Señaló con un dedo—. Huellas nuevas sobre otras más viejas.
Mientras ayudaba a Barbadecuero a llegar a lo alto, Gotrek se volvió a mirar a Matrak.
—¿Por dónde se va a la puerta?
Matrak hizo un gesto hacia el este, hacia el otro lado del curso de agua, donde la cornisa de lo alto del risco ascendía gradualmente hasta una hendidura que había entre el cuerpo principal de la colina y un pico dentado más pequeño, un ancho hombro de la orgullosa cabeza de la montaña.
—Arriba. Por ahí.
—Por allí se marcharon los pieles verdes —dijo Gotrek—. Poneos la armadura.
Los enanos se quitaron las cuñas de las botas y se pusieron cotas de malla, espaldares y guanteletes que llevaban en las mochilas, donde volvieron a guardar el equipo de escalada. Félix se sujetó con hebillas una cota de cuero revestida de placas de acero, y se puso la vieja capa roja sobre los hombros. Ninguno llevaba escudo, porque habrían resultado muy pesados e incómodos durante el ascenso.
Gotrek dejó colgar la cuerda, sujeta donde estaba, y saltó por encima de la estruendosa cascada. Los enanos lo siguieron, al parecer sin pensárselo dos veces. Félix contuvo la respiración al correr para saltar e intentó no imaginar que caía en el agua y era arrastrado al vacío por la fuerte corriente.
Ya a salvo al otro lado, el destacamento siguió la cornisa que ascendía hasta la hendidura que separaba la cabeza y el hombro de la montaña. Era una estrecha fisura umbría que describía disparatados giros entre ambos picos, para luego abrirse en un vallecito con forma de silla de montar hundida, atestado de nieve, que a la izquierda ascendía hasta el negro flanco de Karak-Hirn, y por la derecha, bajaba hasta un precipicio vertical. Los últimos metros antes del abismo eran de hielo negro: agua fundida del nevado plano inclinado que se había congelado, tan suave como el borde de una botella de vino.
Cuando estaban a punto de salir de la fisura a la nieve, una mancha roja y verde que había al otro lado, atrajo la atención de Félix. Una docena de goblins estaban cortando en pedazos el cadáver de una cabra montés, cuya sangre teñía la nieve a su alrededor. Al igual que los orcos que habían visto antes, los goblins mantenían un silencio muy impropio de los pieles verdes. No se peleaban por los bocados más suculentos ni devoraban sus porciones de inmediato, sino que metían las ensangrentadas patas y los trozos de los flancos dentro de las mochilas, para comerlos más tarde.
—Están en medio —dijo Matrak con voz temblorosa, al mismo tiempo que señalaba una abertura en la pared de roca situada al otro lado de la pendiente de nieve—. La puerta está al otro lado de ese paso.
—Entonces, tendremos que matarlos —observó Narin.
—¡Gracias a Grimnir por eso! —dijo Sketti—. El día en que me oculte de los goblins será el día en que me afeite la cabeza.
Barbadecuero gruñó.
—Callad y atacad —intervino Gotrek, que se lanzó a la carrera.
Los enanos cargaron tras él a toda la velocidad de que eran capaces, lo que, según las pautas de Félix, no era gran cosa. Él tenía que ir a paso ligero para no adelantarse demasiado.
Los goblins los vieron venir, pero no chillaron a causa de la alarma ni se dispersaron, presas de un pánico ciego, como solían hacer. Por el contrario, dejaron caer los trozos de cabra que tenían en las manos y se encararon con los enanos, tan silenciosos como monjes.
Druric disparó una saeta de ballesta que se le clavó en lo alto del pecho a un goblin, y luego arrojó a un lado la ballesta y sacó una hacha ligera. Él, Félix y los demás enanos acometieron como un ariete a los canijos pieles verdes y los derribaron simplemente con la fuerza de la embestida. Cuatro goblins murieron de inmediato con hachas clavadas en los flacos pechos y los cráneos ahusados. Otros tres fueron atropellados y cayeron. Gotrek cortó en dos a uno de ellos, y Félix le lanzó un tajo a otro, un horror con la boca llena de sobredientes que rodó para apartarse de la hoja de la espada. El viejo Matrak pisó a otro con la puntiaguda pata de hierro y lo ensartó.
El jefe de los goblins chilló una orden mientras se enfrentaba a Thorgig, y dos goblins se apartaron de la lucha y corrieron pendiente arriba. Barbadecuero lanzó una de sus hachas, que giró por el aire tras los fugitivos y mató a uno, pero el otro ya se encontraba cerca de la abertura de lo alto de la cuesta.
—¡Tras él, humano! —gritó Gotrek—. ¡Utiliza esas piernas largas que tienes!
Félix echó a correr por la cuesta, donde sus pies dejaban agujeros en la nieve cubierta por una capa endurecida. El goblin se lanzó a través de la abertura y descendió por una empinada grieta rocosa. Félix lo siguió; ganaba terreno a cada paso. El goblin miró hacia atrás una vez, con la cara tan carente de expresión como la de un pez, y continuó adelante.
El fondo de la grieta estaba cubierto de rocas y grava suelta. Félix resbalaba y se deslizaba, y en dos ocasiones estuvo a punto de torcerse un tobillo. Cuando llegó a un metro del goblin, hizo un barrido con la espada, pero la criatura avanzó de un salto, se metió detrás de una roca y desapareció de la vista. Félix describió un amplio rodeo en torno a la roca y se encontró, de pronto, al borde de una ancha grieta que descendía hacia la oscuridad. Se lanzó a la izquierda —el corazón le latía con fuerza— mientras el pataleo de sus pies hacía caer guijarros al abismo, y logró apartarse del borde justo a tiempo.
El goblin ascendía corriendo por una cuesta rocosa situada ante Félix. Cuando se lanzó tras él, sentía un hormigueo en la piel debido a lo cerca que había estado de morir. Si hubiese caído por aquel precipicio, nadie lo habría encontrado jamás. Nadie habría sabido qué había sido de él: un final horrible para un cronista.
El goblin resbaló sobre unos guijarros sueltos y cayó de cara al suelo cuando llegaba a la cúspide de la pendiente. Félix acortaba distancias con rapidez. La criatura se levantó y se lanzó por encima de la cresta. Félix saltó tras él y lo derribó. Rodaron por la ladera opuesta en un enredo de brazos y piernas, y se detuvieron bruscamente en la base; la criatura estaba sobre Félix. El goblin alzó la dentada espada corta para clavársela, pero el humano se lo quitó de encima del pecho con un golpe del brazo libre. Rodó para invertir la posición y descargó un tajo con la espada. El acero penetró en el cráneo del goblin, que sufrió un espasmo y se quedó inmóvil.
Félix se dejó caer hacia un lado y, tendido, apoyó una mejilla sobre la roca fría, jadeando y mirando con ferocidad a la criatura muerta que yacía a su lado.
—Al fin te pillé, inmundo…
Un enorme pie con bota de piel apareció en su campo visual. Alzó la mirada. Un orco enorme, ataviado con trozos dispares de armadura, lo contemplaba desde lo alto. Había otros veinte detrás de él.