CUATRO

CUATRO

El humor de los enanos, ya ceñudo a causa de las bajas que los orcos les habían causado al salir de Barak-Varr, se hizo cada vez más hostil a medida que se adentraban en las Tierras Yermas. Aunque vieron pocos orcos, el rastro de sus correrías estaba por todas partes.

El territorio había estado plagado de orcos desde que los enanos y los hombres se habían asentado en él. Sus invasiones eran tan habituales como las inundaciones primaverales, y casi tan predecibles como éstas, y los audaces pobladores de las llanuras se protegían de ellas como de una tormenta. Los pocos asentamientos se agrupaban apretadamente alrededor de fortalezas, a cuyo interior los campesinos y el ganado podían retirarse cuando llegaban los pieles verdes. Allí aguardaban durante el saqueo de las granjas, hasta que la salvaje marea se retiraba; luego volvían a sus tierras para reconstruir.

Esa vez, debido a que tantos hombres y enanos se habían encaminado al norte para luchar, las cosas habían ido mucho peor. No había habido nadie para detenerlos, y los orcos habían seguido su ansia de matanza allá donde los llevaba. La devastación era completamente errática. El ejército de Hamnir encontraba aldeas quemadas hasta los cimientos, con todos los habitantes muertos, y luego, a menos de ocho kilómetros de distancia, otras absolutamente intactas, cuyos campesinos recogían las cosechas con ojos nerviosos, pendientes del horizonte, y centinelas apostados en cada colina.

Pasaron ante castillos cuyas banderas flameaban al viento, y ante otros que no eran más que ruinas ennegrecidas. Las granjas y las casas que rodeaban a estos últimos habían sido arrasadas hasta los cimientos, y los huesos limpios de los campesinos y sus familias sembraban el suelo en torno a los negros círculos dejados por los fuegos. No quedaba nada comestible en los lugares donde habían estado los orcos. Se habían comido el ganado, habían dejado desnudos los árboles frutales y vacíos los graneros, habían agotado los barriles de cerveza y vino, y luego los habían destrozado.

Los únicos hombres a los que no habían echado al estofado eran los que habían usado para practicar puntería. Cadáveres putrefactos, cubiertos por armaduras destrozadas, habían sido asegurados en árboles, con los brazos y las piernas abiertos, y les habían pintado en el pecho toscas dianas en las que había clavadas docenas de flechas, pese a que la mayoría habían errado el centro. Otros cadáveres colgaban de las almenas de los castillos, salvajemente mutilados, a modo de advertencia.

Fue una marcha horrenda, y Gotrek era un acompañante torvo, aún más taciturno y severo de lo normal. Se mantenía tan lejos de Hamnir como podía; iba en la retaguardia, cerca de la caravana de equipaje, mientras que Hamnir estaba en la vanguardia. Sólo cuando los exploradores informaban de la presencia de orcos u otros peligros en las proximidades, Gotrek regresaba al frente y ocupaba una posición de defensa cerca de su antiguo compañero.

El Matador apenas hablaba más con Félix que con Hamnir. Parecía completamente retraído; marchaba con los ojos fijos en el suelo, murmurando para sí y sin hacer el más mínimo caso al humano. Los otros enanos tampoco lo importunaban, y lo miraban con precaución las pocas veces que dirigían los ojos hacia él. Félix no recordaba ninguna otra ocasión, durante los viajes con Gotrek, en que se hubiera sentido más forastero, más solo. En todas las otras aventuras que habían vivido, al menos había habido algunos humanos con ellos, como Max y Ulrika, aunque ella ya no era humana, en realidad. Allí, entre los enanos, parecía ser el único miembro de su raza en cien leguas a la redonda. Esto le producía una extraña sensación de soledad.

Cada vez que hacían un alto, mientras los otros enanos fumaban en pipa, cocinaban salchichas y setas o descansaban, y Félix anotaba los acontecimientos del día en su diario, el silencioso amigo de Thorgig, Kagrin, sacaba una daga guarnecida de oro y un juego de diminutas limas, cinceles y gubias, y hacía labrados imposiblemente intrincados en el pomo y los gavilanes del arma. Lo hacía todo a pulso, y sin embargo, la obra resultante era perfectamente simétrica y precisa, epítome del estilo geométrico anguloso al que eran aficionados los enanos. Incluso los otros enanos se mostraban impresionados, y se detenían en medio del montaje de las tiendas para observarlo mientras trabajaba y ofrecerle elogios o consejos. Él recibía ambas cosas sin pronunciar palabra; se limitaba a asentir apenas con la cabeza y se concentraba aún más en lo que hacía.

Félix también lo observaba, tanto por lo extraño que era el enano como por su destreza artesanal. Nunca había visto un enano más callado. La raza, en su conjunto, parecía haber nacido para la fanfarronería y la jactancia, pero Kagrin apenas si alzaba la mirada, y mucho menos la voz. En una o dos ocasiones, no obstante, Félix había sorprendido a Kagrin mirándolo con el ceño fruncido, aunque había apartado la vista en cuanto los ojos del humano se habían encontrado con los de él. Otros enanos del campamento también observaban a Félix con airadas miradas beligerantes, desafiantes, como si los ofendiera su mera presencia y le pidieran que defendiera la existencia de toda su raza. La mirada de Kagrin era diferente, más curiosa que colérica.

* * *

Al anochecer del cuarto día, después de haber plantado el campamento y haber cenado, Kagrin se sentó cerca de Félix para trabajar en la daga, como de costumbre. Estuvo una hora limando y labrando antes de alzar, por fin, la vista hacia Félix y aclararse la garganta.

—¿Sí, orfebre? —preguntó Félix, cuando Kagrin no se decidió a hablar.

Kagrin miró a su alrededor, como si temiera que alguien pudiera oírlo.

—Eh…, deseaba…, deseaba preguntarte, ya que eres humano… —Su voz se apagó.

Félix estaba a punto de hacerle otra pregunta cuando, finalmente, volvió a hablar con ronca voz casi inaudible.

»¿Se…, se piensa bien de los enanos en los territorios de los hombres?

Félix guardó silencio por un instante. No sabía qué pregunta había estado esperando, pero no era ésa. Se rascó la cabeza.

—Eh…, bueno, sí, en general. La artesanía de los enanos es muy apreciada, al igual que su honor y constancia. Entre los menos cultos, los hay que miran a los enanos con suspicacia y recelo, pero la mayoría los tratan con gran respeto.

Kagrin pareció animado por la respuesta.

—¿Y…, y hay lugares donde los enanos vivan pacíficamente junto a los hombres?

Félix lo miró con sorpresa.

—Ha habido enclaves de enanos dentro de las ciudades del Imperio desde hace mil años. ¿No has oído hablar de ellos?

Los hombros de Kagrin se tensaron y volvió a mirar a su alrededor.

—¡Psch! Sí, he oído hablar de ellos, pero también he oído…, he oído decir que los enanos deben cerrar sus puertas con llave por la noche, por temor a que los hombres de fuera los asesinen y les roben. Dicen que ha habido enanos quemados en la hoguera como enemigos de los hombres.

—¿Quién dice eso? —preguntó Félix con el ceño fruncido.

—Los enanos de mi clan.

—¡Ah! —Félix asintió con la cabeza—. Perdóname si pongo en tela de juicio los motivos que tus hermanos de clan tienen para decir eso, pero tal vez sean reacios a perder a un orfebre tan excelente como tú, y te cuentan disparates sobre la barbarie de los hombres para disuadirte de la idea de marcharte.

—¡Yo no he hablado de marcharme! —susurró Kagrin con enojo, y apretó los puños.

—Claro que no, claro que no —replicó Félix al mismo tiempo que alzaba las manos extendidas—. Me doy cuenta de que sólo sientes curiosidad, así que, eh…, para satisfacer tu curiosidad: nunca he sabido de ningún enano que haya sido quemado en la hoguera o declarado enemigo de los hombres. Es cierto que se ha hablado de turbas, habitualmente instigadas por herreros celosos y desesperados, que han atacado casas de enanos, pero es algo poco frecuente. No tengo noticia de que haya sucedido nada parecido a lo largo de este siglo. Hace mucho tiempo que los enanos están establecidos en el Imperio. La mayoría de esas pasiones se enfriaron hace mucho tiempo. Un enano que considerara establecerse profesionalmente en el Imperio tendría pocos problemas que temer y grandes perspectivas de éxito, en particular si fuese un orfebre tan bueno como…, bueno, como algunos que podría nombrar.

Kagrin asintió con un brusco gesto de cabeza, y luego lanzó una mirada culpable hacia Thorgig, que se encontraba sentado con un grupo de enanos, concentrado en un juego de peones de piedra y dados.

Se volvió hacia Félix e inclinó la cabeza.

—Gracias, humano. Has…, has, eh…, satisfecho mi curiosidad.

Félix asintió.

—Ha sido un placer.

Observó a Kagrin mientras recogía las herramientas y se retiraba a la tienda. Resultaba extraño pensar en alguien que, sin duda, tenía treinta años encima, como un «pobre muchacho», pero Félix no pudo evitarlo. Era evidente que Kagrin se sentía desgarrado entre la atracción por el ancho mundo y los lazos de amistad y familia. Tenía ante sí un arduo camino, cualquiera que fuese el que escogiera. Félix le deseó suerte.

* * *

Tras seis días de marcha al lento pero constante paso de los enanos, las Montañas Negras —que cuando habían salido de Barak-Varr aparecían como una baja línea dentada en el horizonte— ocuparon el cielo septentrional, una interminable hilera de gigantes que se alzaban, hombro con hombro, hasta donde alcanzaba la vista, de este a oeste. Faldas verde oscuro de espesos bosques de pinos ascendían por las altas grietas de granito negro que daban nombre a la sierra. Los picos nevados relumbraban en rojo sangre a la encendida luz del sol poniente.

—El hogar —dijo Thorgig, que inhaló con felicidad al contemplar los espléndidos picos.

«De las cabras monteses», pensó Félix, y gimió al pensar en todas las escaladas que pronto se vería obligado a efectuar. Un viento frío descendía por las laderas. Se envolvió más apretadamente en su vieja capa roja, y se estremeció.

Y tal vez se estremeció por otras razones que no eran el frío, porque aunque los enanos pensaran cariñosamente en aquel sitio como el hogar, a Félix le despertaba sentimientos menos agradables. No había sido lejos de allí donde él y Gotrek habían ayudado al malhadado barón von Diehl en el intento de fundar un asentamiento que luego había sido arrasado hasta los cimientos por pieles verdes montados en lobos. En el fuerte von Diehl, Gotrek había perdido el ojo, y Félix, a su primer amor. Sacudió la cabeza para mantener alejado el fantasma de la muchacha, Kirsten. ¡Ojalá no hubiera sido capaz de recordar su nombre!

—Ahí está el castillo Rodenheim —dijo Hamnir, que se encontraba un poco más allá, al mismo tiempo que señalaba un austero castillo achaparrado, provisto de torres, construido en una de las estribaciones boscosas que se extendían como garras desde las montañas—. Es una verdadera lástima que el barón Rodenheim no vaya a estar entre los que se encuentran aquí reunidos para ayudarnos. Era un auténtico Amigo de los Enanos. ¡Que sus dioses lo acojan!

El ejército inició el ascenso por la herbosa senda de carro que serpenteaba colina arriba hacia el castillo, y al cabo de poco, comenzaron a ver los signos de la derrota. La pequeña aldea que había en las laderas de abajo estaba en ruinas y quemada; las casas de piedra, sin tejado y derrumbadas; los santuarios, profanados. En los rincones había huesos apilados como ventisqueros. Del pozo del pueblo salía un hedor horrible, y sobre él zumbaban las moscas. El rojo crepúsculo pintaba la escena de color sangre. En los años vividos con Gotrek, Félix había visto muchas matanzas y ruinas, así que ya no le revolvían el estómago, pero nunca dejaban de deprimirlo.

El castillo también estaba en pésimas condiciones. Aunque las murallas aún se mantenían erguidas, estaban ennegrecidas por el fuego en algunos sitios, y de las almenas habían sido arrancadas grandes secciones. Sobre los tejados de las torres quemadas flameaban banderas con la insignia de Karak-Hirn.

Al aproximarse el ejército de enanos, resonó un cuerno en lo alto de las murallas, y Félix vio robustas siluetas armadas con fusiles que marchaban a ocupar sus puestos detrás de las almenas. En lo alto se encendieron antorchas, y la luz hizo visibles a los enanos, que preparaban catapultas y onagros, además de calderos de plomo fundido. Un segundo cuerno respondió al primero, seguido de gritos y órdenes procedentes del interior.

Un Atronador de blanca barba, con una cota de malla muy gastada, subió a las almenas de lo alto de la puerta, con el dedo sobre el gatillo del arma.

—¡No os acerquéis más, por Grimnir! —bramó cuando la cabeza de la columna de Hamnir estuvo a tiro—. ¡No, hasta que os hayáis anunciado y hayáis declarado vuestro propósito!

—¡Salve, Lodrim! —gritó Hamnir—. Soy el príncipe Hamnir Ranulfsson, y he traído a seiscientos valientes enanos voluntarios. ¿Tenemos permiso para entrar?

El enano se inclinó hacia adelante y parpadeó con ojos miopes.

—¿El príncipe Hamnir? ¿Eres tú? ¡Alabada sea Valaya! —Se volvió y gritó por encima de un hombro—. ¡Abrid las puertas! ¡Abrid las puertas! ¡Es el príncipe Hamnir que llega con refuerzos!

Con un rechinar de tornos, el rastrillo ascendió y el puente levadizo bajó. Ambos presentaban señales de una batalla reciente, pero también de haber sido reparados.

Antes de que el puente se hubiese posado en el suelo, un enano corría ya por él con los brazos abiertos.

—¡Hamnir! —gritó—. ¡Príncipe!

Era alto para ser un enano, de casi un metro cuarenta de estatura y constitución fuerte. El cabello castaño que comenzaba a escasearle estaba sujeto en una coleta, y unos dientes deslumbrantemente blancos brillaban entre una espesa barba, que le caía por el pecho de barril hasta el cinturón.

—¡Gorril! ¡Bien hallado! —dijo Hamnir cuando los dos enanos se abrazaron y se palmearon mutuamente la espalda.

—Es un alivio ver que estás vivo —dijo Gorril.

—Lo mismo te digo —replicó Hamnir.

Gorril retrocedió un paso e hizo una reverencia, con una ancha sonrisa.

—Vamos, príncipe, entra en tu casa, aunque sea una pobre choza humana de superficie. —Se volvió a mirar al grupo de guerreros enanos que se encontraban de pie en la puerta del castillo—. ¡Marchaos! ¡Preparad las habitaciones del príncipe Hamnir! ¡Y a ver si podéis encontrar camas para seiscientos más!

Hamnir se volvió para hacerle a la columna la señal de avance, y luego atravesó las puertas con Gorril y entró en el patio del castillo, seguido por Gotrek, Félix, Thorgig y Kagrin. El patio estaba atestado de enanos que los aclamaban, y de todas las puertas salían más para saludar a Hamnir y los nuevos soldados.

—¿Habéis logrado llegar ilesos? —preguntó Gorril mientras se abrían paso entre la multitud de entusiastas.

—Tuvimos algunos problemas con los orcos al salir de Barak-Varr —replicó Hamnir—. Nada desde entonces. —Le dirigió a Gorril una mirada esperanzada—. ¿Se sabe algo de Ferga?

—¿O de mi padre? —preguntó Thorgig con tono apremiante.

La frente de Gorril se ensombreció.

—Nada. Lo lamento. —Le dedicó una mirada de compasión a Thorgig—. Tú y Kagrin sois los únicos enanos del clan Diamantista que han logrado escapar. Muchos murieron en la defensa, y se cree que tu padre ha encerrado a los otros en su casa. Puede ser que aún estén vivos, aunque la comida estará escaseando.

Thorgig apretó los puños.

—Debería estar con ellos. Si están heridos…

—No puedes culparte —dijo Gorril—. Defendiste tu posición como se te había ordenado, y luego no tenías modo de retroceder.

—Entonces, debería haber muerto.

Hamnir posó una mano sobre un hombro del joven enano.

—Calma. Si ha sucedido lo peor, al menos tendremos la oportunidad de vengarlos. —Recorrió con los ojos la multitud que los aclamaba, y asintió con gesto aprobador, mirando a Gorril—. Thorgig me dijo que habías enviado mensajeros en busca de ayuda. Parece que has tenido éxito.

Gorril hizo una mueca.

—No son tantos como esperábamos. Las otras fortalezas no podían prescindir de muchos enanos. La mayoría se han marchado al norte. —Se encogió de hombros—. Pero dejemos eso para mañana, ¿sí? ¡Esta noche es para el banquete!

Se volvió hacia la multitud.

—Montad las mesas, remolones. ¡Vuestro príncipe ha vuelto a casa!

Se oyó una sonora aclamación, y se alzaron puños y hachas. Pero en el momento en que Gorril conducía a Hamnir hacia la roqueta, dos enanos se abrieron paso hasta ellos.

—Príncipe Hamnir —dijo el primero, un martillador de roja barba trenzada—. ¡Como caudillo de esta muchedumbre, te pedimos que despidas a los enanos del clan Martillo-áureo, que deshonraron el buen nombre del clan Casaprofunda al negarle al abuelo de mi tatarabuelo el legítimo mando de sus Barbasférreas en la batalla de la gruta del Agua Sangrienta, hace mil quinientos años!

—No lo escuches, príncipe —intervino el otro enano, un minero de anchos hombros con prominentes cejas rubias—. No somos culpables de nada más que de sentido común. Un troll le arrancó un brazo del hombro al abuelo de su tatarabuelo antes de esa batalla. ¿Qué iba a hacer el abuelo de mi tatarabuelo? Un general tiene que pensar en qué es lo mejor para la batalla. Nosotros…

Otros dos enanos se abrieron paso para situarse delante de los dos primeros.

—¡Príncipe, tienes que escucharnos primero a nosotros! —gritó uno de ellos, un fornido Rompehierros de negra barba—. ¡La insignificante disputa de ellos no es nada comparada con la enemistad que existe entre nosotros y el…

—¡Basta! —rugió Gorril al mismo tiempo que agitaba una mano para que se alejaran—. ¿Vais a acosar al príncipe antes de que se haya quitado el casco? Hamnir celebrará consejo mañana, y oirá entonces las quejas. Estoy seguro de que los agravios que han perdurado durante miles de años pueden esperar un día más.

Los enanos refunfuñaron con disgusto, pero se apartaron.

Gorril puso los ojos en blanco, mirando a Hamnir.

—Esto ha estado sucediendo desde que comenzaron a llegar los demás. Todos quieren ayudar. Nadie quiere trabajar con nadie más.

—Nunca cambia —dijo Hamnir.

Gotrek gruñó, asqueado.

* * *

—Cuéntame lo que sucedió —pidió Hamnir—. Cuando llegaron a Barak-Varr, Thorgig y Kagrin nos explicaron lo que sabían, pero sus relatos eran un poco… confusos.

El banquete había concluido, y Hamnir, Gorril, Gotrek, Félix y un puñado de supervivientes de Karak-Hirn se habían reunido en las dependencias privadas del barón Rodenheim —reservadas para Hamnir—, con el fin de discutir la línea de acción.

A pesar de las palabras de Gorril, no había sido un gran banquete porque tenían escasez de víveres, pero los enanos habían sacado el máximo provecho de las existencias, y a nadie de la mesa principal le había faltado comida ni cerveza. Félix se había sentido incómodo porque los enanos, diestros con las herramientas y nada dispuestos a sufrir la indignidad de valerse de muebles de escala humana, habían serrado las patas de todas las sillas y mesas del gran salón de la roqueta con el fin de que se adaptaran mejor a su constitución baja y ancha. Félix había comido con las piernas flexionadas, y tenía un abominable dolor de espalda.

Ahora, cansado de los largos días de marcha, y un poco borracho por los muchos brindis hechos a la salud de Hamnir, Karak-Hirn y el éxito de la misión, daba cabezadas de sueño en una intacta silla de respaldo alto, mientras los otros hablaban y fumaban junto al fuego, en sillas adaptadas para uso de los enanos.

Gorril suspiró.

—Fue un mal asunto, y muy extraño…, muy extraño. —Chupó la pipa—. Los orcos ascendieron desde nuestras minas, pero de un modo que no se pareció a ninguna ocasión precedente; no salieron en medio de un torrente de gritos que pudiéramos oír desde la galería más alta, ni luchaban entre sí, ni se detuvieron a comerse a los muertos y saquear la bodega de cerveza. Salieron en silencio y organizados. Conocían todas las defensas que teníamos: todas nuestras alarmas, todas nuestras trampas y todas nuestras cerraduras; las conocían todas. Era casi como si le hubiesen arrancado los secretos a uno de nosotros, mediante tortura, o como si hubiera un traidor en la fortaleza; pero eso es imposible. Ningún enano le entregaría secretos a un piel verde, ni siquiera bajo tortura. Fue…, fue…

—¡Horripilante, eso es lo que fue! —intervino un enano de barba blanca, un anciano veterano llamado Rúen, que lucía descoloridos tatuajes azules en las muñecas y el cuello—. En setecientos años, nunca he visto a los pieles verdes actuar de esa manera. No es natural.

Félix advirtió que, al igual que Rúen, la mayoría de los supervivientes eran barbaslargas de pelo blanco, demasiado tullidos o débiles para seguir al rey Alrik hacia la guerra del norte. También se habían quedado enanos más jóvenes, porque alguien tenía que proteger la fortaleza mientras el rey estaba ausente, pero la mayoría de ellos habían muerto defendiéndola contra los orcos.

—Llegaron cuando estábamos durmiendo y destruyeron de inmediato las fortalezas de dos clanes; los asesinaron a todos: enanos, enanas y niños —dijo Gorril con la mandíbula apretada—. Los clanes Fuego de Forja y Casco Orgulloso ya no existen. No hubo supervivientes.

Hamnir apretó los puños.

—Como he dicho —continuó Gorril—, vieron al noble Helmgard cuando le ordenaba al clan Diamantista que se encerrara. No sabemos si lo lograron.

—Entonces, existe al menos una posibilidad —dijo Hamnir, más para sí mismo que para los demás. Permaneció perdido en sus pensamientos durante un momento, y luego alzó la mirada—. ¿Cómo están las cosas ahora? ¿A qué nos enfrentamos?

—Los orcos defienden la fortaleza tan bien como lo hacíamos nosotros —Gorril rió amargamente—; tal vez, mejor. Nuestros exploradores nos han informado de que las puertas principales están intactas y cerradas, y que les dispararon desde las saeteras. Hay patrullas de orcos en torno a la montaña, y tienen guardias permanentes que vigilan para que nadie se acerque. —Sacudió la cabeza—. Como ha dicho Rúen, no se comportan como orcos. No se pelean entre sí. No se aburren ni se alejan de sus puestos. Es un misterio.

Gotrek bufó.

—Eso quiere decir que tienen algún jefe o chamán fuerte que los ha atemorizado para conseguir que no se descarrilen, pero continúan siendo pieles verdes. Se quebrantarán si los presionamos con la fuerza suficiente.

Gorril negó con la cabeza.

—Es más que eso. No los has visto.

—Bueno, será mejor que los vea pronto —gruñó Gotrek—. Quiero acabar con esta pelea y marcharme al norte, antes de perder la oportunidad de luchar contra otro demonio.

—Intentaremos no causarte más inconvenientes, Matador —replicó Hamnir con tono seco. Se volvió a mirar a Gorril—. ¿Tenemos un mapa?

—Sí.

Gorril cogió un gran rollo de vitela y lo extendió sobre una mesa con las patas acortadas que se hallaba entre los enanos; todos se inclinaron, pero Félix no se molestó en mirar. Ya había visto antes mapas de enanos. Se trataba de incomprensibles dibujos a base de líneas entrecruzadas de diferentes colores, que no se parecían en nada a un plano humano. Los enanos se concentraron en él como si fuese tan claro como un cuadro.

—Así que tienen guardias en la puerta principal —dijo Hamnir, cuyos dedos se desplazaban por la vitela—. ¿Y en la puerta de las pasturas altas?

—Sí. Se comieron nuestras ovejas y cabras —respondió un viejo enano de espalda encorvada—. Tendremos que comprar animales de cría nuevos.

—¿Y la puerta de la basura, la que sale al río?

—Tres mineros subieron hasta allí hace cinco días para echar un vistazo. Regresaron hechos pedazos.

—¿Y qué hay de la mina Duk Grung? —preguntó un viejo Atronador de barba gris hierro—. El Undgrin la conecta con nuestras minas. Los pieles verdes nos atacaron desde abajo. Podríamos hacerles lo mismo a ellos.

Hamnir negó con la cabeza.

—Estamos a tres días de la mina, Lodrim, y luego dos días de viaje bajo tierra, en caso de que el camino subterráneo esté despejado. Para entonces, el clan Diamantista podría haber muerto de hambre, y es posible que los pieles verdes vigilen la entrada de las minas tan bien como vigilan la entrada principal. —Dio unos golpecitos sobre el mapa, con un dedo rechoncho—. ¿Patrullan el lado de la Escarpa de Zhufgrim?

—¿Por qué iban a hacerlo? —preguntó Gorril—. Es una pared vertical desde el Lago Caldero a la Aguja de Gann, y allí no hay entrada a la fortaleza.

—Sí que la hay —replicó Hamnir con una sonrisa astuta—. Existe un pasaje que va hasta la vieja pista de aterrizaje de los girocópteros de Birrisson. ¿Recuerdas? Cerca de las forjas.

—Estás atrasado de noticias, muchacho —dijo Rúen—. Ese agujero lo cerraron cuando tu padre subió al trono. No era nada partidario de esos disparates modernos. Quemó todas esas máquinas de hacer ruido.

—Sí —concedió Hamnir, que asintió con la cabeza—. Le dijo a Birrisson que tapiara la entrada a la pista, pero Birrisson es ingeniero, y ya conoces a los ingenieros. Quería conservar uno de los girocópteros y disponer de un sitio para trabajar en todos los juguetes que mi padre miraba con malos ojos, así que tapió el pasadizo por ambos extremos, pero situó en ellos puertas secretas y lo convirtió en taller.

—¿Qué es esto? —gritó Gorril—. ¿El viejo estúpido construyó una puerta desprotegida por la que se puede entrar en la fortaleza?

Los otros enanos mascullaban coléricamente para sí mismos.

—Está protegida —dijo Hamnir—, al estilo de los ingenieros.

—Te ruego que me expliques qué significa eso —pidió Lodrim con sequedad.

Hamnir se encogió de hombros.

—Esa puerta secreta ha estado junto a las forjas durante cientos de años, y ninguno de vosotros la ha descubierto. La que hay en la pared de la montaña está disimulada con la misma astucia. Si los enanos no pueden descubrirla, ¿podrían hacerlo los pieles verdes? Y en el interior, Birrisson puso todos los trucos y trampas que puede concebir un ingeniero. Si encontraran la puerta exterior, serían hechos pedazos antes de llegar a la interior.

—No es suficiente —insistió Lodrim.

—¿Cómo estás al corriente de esto, joven Hamnir? —preguntó el anciano Rúen—. ¿Y por qué ocultaste un delito tan grave al conocimiento de tu padre?

Hamnir se sonrojó un poco y se miró las manos.

—Bueno, como ya sabéis, no soy demasiado parecido a mi padre…, no como mi hermano mayor. Tal vez se deba a que él es el príncipe heredero y yo sólo el segundo, pero no soy tan conservador en lo que respecta a la tradición. Por entonces, yo era sólo un niño. Me gustaban los girocópteros y todos los ingenios de Birrisson. Una noche, lo pillé cuando se escabullía por la puerta secreta. Me imploró que no se lo dijera a mi padre. Yo consentí, siempre que él accediera a enseñarme a pilotar el girocóptero y me permitiera usar el taller secreto.

—Pero, muchacho, el peligro —dijo Lodrim— para ti y la fortaleza…

Hamnir extendió las manos hacia adelante.

—No me excuso. Sé que obré mal en esto, al igual que Birrisson, pero yo… Bueno, me gustaba tener un secreto que mi padre desconocía. Me gustaba tener un lugar al que ir y del que nadie más supiera. Llevé allí a Ferga unas cuantas veces. —Sonrió con aire melancólico y los ojos perdidos en la lejanía, y luego volvió a la realidad—. El asunto es que, con independencia del medio por el cual los pieles verdes se enteraron de los secretos de nuestra fortaleza, éste es un secreto que sólo conocemos el viejo Birrisson, yo y algunos de sus aprendices, y nadie puede hacer hablar a un ingeniero. Son los guardianes de los secretos de las defensas de una fortaleza. Grimnir les negaría un lugar en los salones de nuestros ancestros si hablaran. —Hamnir volvió a dar unos golpecitos sobre el mapa—. Los pieles verdes no defenderán esta entrada. Si un pequeño destacamento pudiera entrar y escabullirse por los corredores para abrir la puerta principal con el fin de dejar entrar al grueso del ejército, no podrían resistirnos.

Gorril asintió con la cabeza.

—Sí. Son nuestras propias defensas las que nos derrotan, no los pieles verdes. Si podemos expugnar nuestras murallas, estarán acabados.

Los enanos se quedaron mirando fijamente el mapa y pensando.

—Será una muerte segura para los que abran las puertas —dijo Rúen.

—Sí —reconoció Hamnir—, probablemente.

Gotrek alzó la mirada. Félix había creído que estaba dormido.

—¿Una muerte segura? Me apunto.

Félix gimió. Maravilloso. Al parecer, cuando tomaba esas decisiones, Gotrek nunca consideraba cómo iba a sobrevivir su cronista para que pudiera contar su historia.

—¿Estás dispuesto a morir para ayudarme? —preguntó Hamnir.

—¿Vuelves a insultarme, tendero? —gruñó Gotrek—. Soy un Matador. Cumpliré dos juramentos con una sola muerte. —Suspiró y bajó el mentón hacia el pecho—. No es que vaya a morir, por supuesto, ¡maldición!, no a manos de los pieles verdes; pero al menos no tendré que soportar tu presencia.

Los enanos de la sala le lanzaron miradas coléricas y mascullaron al oír el modo como insultaba a su príncipe, pero Hamnir se limitó a suspirar.

—Y yo no tendré que soportar la tuya —dijo—, así que será para mejor. Perfecto.

—Para hacer eso se necesitará más de un enano —advirtió Gorril—, por fuerte que sea. Para abrir la Puerta del Cuerno hay que tirar simultáneamente de dos palancas, que se encuentran en habitaciones separadas, y será necesario que haya otros que mantengan a raya a los orcos mientras se las acciona.

Hamnir asintió con la cabeza.

—Pediremos voluntarios en el consejo de mañana, siempre que los presentes estemos de acuerdo.

Los otros enanos parecían indecisos.

Al final, Rúen se encogió de hombros.

—Es un plan, más de lo que teníamos antes. Supongo que tendrá que bastar.

—No me gusta poner el destino de la fortaleza en las manos de un enano al que parece importarle tan poco su propia supervivencia —dijo el Atronador, Lodrim, al mismo tiempo que le lanzaba una mirada colérica a Gotrek—, pero no tengo una idea mejor, así que secundaré el plan.

Los demás asintieron con la cabeza, aunque demostraron escaso entusiasmo.

Hamnir se reclinó en el respaldo, cansado.

—En ese caso, queda acordado. Precisaremos los detalles antes del consejo. Ahora…, ahora me marcho a la cama. —Se frotó la cara con una mano y se alisó la barba—. Mañana tendré que arreglármelas para zanjar una docena de agravios. ¡Que Valaya me proteja!