TRES
Un amplio bulevar, el Camino Ascendente, atravesaba Barak-Varr en línea recta, desde los muelles hasta la pared posterior de la enorme caverna, donde se hallaban las casas de los clanes fundadores del puerto. Habían sido construidas dentro de la roca viva al más puro estilo tradicional de los enanos; cada una tenía una puerta delantera fortificada y coronada por el sigilo del clan. El bulevar penetraba a través de la pared posterior y continuaba adelante, ascendiendo en línea recta, amplio y gradual, para atravesar la tierra y llegar a la superficie, donde salía a una sólida fortaleza de enanos construida para defender la entrada terrestre.
Tres días más tarde, Hamnir Ranulfsson, príncipe de Karak-Hirn, reunió en ese camino al ejército de refugiados —quinientos bravos guerreros de una veintena de clanes, junto con herreros y cirujanos, y hacendosas esposas de enanos que se encargaban de la supervisión de las carretas cargadas de comida, los pertrechos de campamento y los suministros—, y todos se pusieron en camino hacia el castillo Rodenheim, una fortaleza cercana a Karak-Hirn, donde, según Thorgig, se habían refugiado los supervivientes de la invasión de los orcos. El castillo también había sido atacado y tomado por los orcos, y el barón Rodenheim había sido asesinado junto con todos sus vasallos, pero la horda de pieles verdes no había tardado en abandonarlo en busca de nuevos saqueos, y los enanos lo habían ocupado.
Los estandartes ondeaban orgullosamente en la cabeza de la columna de Hamnir. Los soldados estaban bien equipados, con armaduras, escudos, hachas, ballestas, fusiles y cañones —además de provisiones y forraje—, porque Barak-Varr había contribuido a pertrechar al ejército. Félix no dudaba de que esto era debido a que los enanos del puerto le deseaban a Hamnir toda la suerte del mundo en la recuperación de Karak-Hirn para que garantizara la seguridad de la raza, pero, sin duda, también tenía algo que ver el hecho de que, al marcharse el ejército, tendrían seiscientas bocas menos que alimentar.
Félix era el único humano de la columna. Aún no se trataba de un ejército de liberación general. Los enanos iban a recuperar Karak-Hirn, y no invitaban a los humanos a entrar libremente en sus fortalezas, por muy desesperada que fuese la situación. Sólo la doble condición de Félix como «Amigo de los Enanos» y «cronista» de Gotrek le había permitido unirse a las solemnes filas de enanos. Permaneció junto a Gotrek, cerca del frente del ejército, mientras esperaban a que formaran todos los clanes.
Hubo muchas discusiones sobre el orden de marcha, porque cada clan reclamaba algún antiguo honor o precedente que lo situara más cerca del frente, y Félix vio a Hamnir, de pie en el centro de un numeroso grupo de jefes de clan, haciendo todo lo posible por conservar la paciencia mientras arbitraba entre ellos.
Una destellante armadura de gromril cubría a Hamnir de pies a cabeza —si bien le apretaba un poco en torno a la cintura—, y encima llevaba una sobrevesta verde oscuro sujeta con un cinturón, que tenía cosido el sigilo de Karak-Hirn: un cuerno sobre una puerta de piedra. El escudo que llevaba a la espalda lucía el mismo emblema, y se cubría con un elaborado casco alado cuyas guardas para mejillas y nariz no lograban ocultar del todo la nariz rota e hinchada y los dos ojos amoratados, teñidos de púrpura.
Gotrek oscilaba junto a Félix, gemía y se apoyaba en el hacha. Fiel a su intención original, había pasado los últimos tres días dentro de la sucia habitación, ciego de cerveza durante las pocas horas del día en que estaba despierto. A pesar de todo, había sido él —haciendo alarde de su misteriosa capacidad de enano para saber qué hora era tanto bajo tierra como en la superficie, con o sin luz— quien había despertado a Félix dos horas antes para decirle que se preparara. Entonces, no obstante, sin nada más que hacer salvo esperar y, llegado el momento, marchar, los efectos de la borrachera de los tres días anteriores se hacían evidentes en él.
—¿Te importaría mucho no respirar tan fuerte? —gruñó.
—Podría dejar de respirar del todo, si te place —le espetó Félix, porque también él había sido algo menos que prudente con la cerveza durante el tiempo de encierro.
Gotrek se apretó las sienes.
—Sí, hazlo. Y no grites.
Al fin, pasada otra hora de discusiones y cambios en la formación, se dio la orden de marchar, y el ejército de enanos se puso en camino. Los acompañaban Odgin Baluarte, comandante de la fortaleza terrestre, un viejo veterano robusto, de blanca barba, y una compañía de guardias de la ciudad: cincuenta enanos con cota de malla y sobrevesta azul y gris. Mientras marchaban, Odgin explicó cuál era la situación en la superficie.
—Los inmundos pieles verdes asedian el fuerte —comenzó—, aunque no ponen mucho empeño en tomarlo. Principalmente, están comiéndose todo lo que puede encontrarse en cincuenta leguas a la redonda, y asesinan a todos los miembros de cada caravana que acude a comerciar con nosotros. Cuando se ponen inquietos, se lanzan hacia las murallas y los rechazamos. Por lo general, se limitan a arrojarnos rocas y goblins.
—¿Y por qué no salís y los matáis? —preguntó Thorgig, que caminaba junto a Hamnir y su silencioso amigo Kagrin.
Odgin intercambió una mirada divertida con Hamnir, y luego asintió con la cabeza, mirando a Thorgig.
—¡Ah!, ya nos gustaría, muchacho, pero son unos cuantos. ¿Por qué íbamos a correr el riesgo si estamos cómodos y a salvo tras las murallas?
—Pero aquí dentro estáis muriéndoos de hambre —objetó Thorgig.
—Sí, y dentro de poco ellos pasarán hambre ahí fuera —replicó Odgin—. Cuando hayan matado todo el ganado y hayan saqueado todas las poblaciones que hay a un día de marcha, el hambre vencerá a la paciencia y se marcharán. Siempre lo hacen.
—¿Y si vosotros morís de hambre antes?
Odgin rió entre dientes.
—Los orcos no saben racionar mucho. Puede ser que nuestros muchachos se quejen por tener que apretarse el cinturón y quedarse sin cerveza, pero podemos alimentar a la fortaleza durante otros dos meses, más o menos, con galletas y agua de manantial. —Se volvió a mirar a Hamnir—. Bien, príncipe Hamnir, te sacaremos del modo siguiente: si salierais por la puerta principal, tendríais detrás de vosotros a todos los orcos del campamento, pero hay una salida secreta en la parte trasera. Discurre bajo tierra a lo largo de un trecho corto, y desemboca en uno de nuestros viejos graneros. —Sonrió—. Los orcos lo han destrozado un poco y han quemado el tejado, pero no encontraron la puerta.
—¿Y los pieles verdes no nos verán cuando salgamos al exterior? —preguntó Gotrek—. Somos seiscientos.
—Para eso están estos muchachos —replicó Odgin al mismo tiempo que, con un pulgar, señalaba por encima del hombro a la compañía de la guardia de Barak-Varr—. Ellos saldrán por la puerta principal, y cuando los pieles verdes corran con la intención de meterse dentro, vosotros saldréis por la puerta secreta y os marcharéis.
Hamnir parpadeó y volvió la mirada hacia los enanos de la guardia.
—¿Van a sacrificarse por nosotros? Eso es más de lo que deseábamos. Yo…
—¡Ah, no!, no será ningún sacrificio para ellos. Son como este barbanueva —explicó a la vez que hacía un gesto con la cabeza hacia Thorgig—. Llevan deseando luchar con los pieles verdes desde el principio de todo esto. Los sacaremos del fuego cuando os hayáis marchado. No irán más allá de la puerta.
—A pesar de todo —insistió Hamnir—, se pondrán en peligro para ayudarnos, y les doy las gracias por ello.
—En Barak-Varr no hay un solo enano que no quiera ver Karak-Hirn recuperada, príncipe Hamnir —afirmó Odgin—. Karak-Hirn mantiene la integridad de las Montañas Negras. Protege las Tierras Yermas. No sobreviviríamos mucho tiempo sin ella.
* * *
Cuando la columna de Hamnir llegó a lo alto del Camino Ascendente, unas enormes puertas de granito se abrieron hacia el exterior, y salieron al amplio patio central de Kazad-Varr, una sólida fortaleza construida por los enanos, con gruesas murallas y torres cuadradas en cada esquina. Félix miró hacia atrás, momentáneamente desorientado. Había esperado que las puertas del largo túnel se abrieran en la pared de un risco o en la ladera de la montaña, como solía pasar con las entradas de las fortalezas de los enanos, pero allí no había montaña ninguna. Las puertas se encontraban dentro de una estructura de piedra, baja y sólida, provista de saeteras, que ocupaba el espacio donde, en un castillo, se habría encontrado la roqueta central.
Dentro del fuerte, todo estaba en calma. Arqueros enanos con sobrevesta azul y gris patrullaban las murallas, y los artilleros de los cañones vigilaban desde las torres. Apenas levantaron la cabeza cuando, después de un lejano golpe sordo, un proyectil de extraña forma pasó por encima de la muralla, trazando un alto arco, y se estrelló, chillando, contra las losas de piedra a menos de tres metros a la izquierda de Hamnir.
Félix lo miró. Se trataba de un goblin flaco, con un casco rematado por una púa y unas alas de cuero mal hechas atadas a los brazos. Tenía el cuello partido y el cuerpo reventado. La sangre manaba de él en forma de negros regueros.
—Idiotas —dijo Gotrek.
Félix lo miró, parpadeando.
—Pero tú…, en el barco, hiciste lo mismo…
—Yo lo logré.
Mientras los enanos de la guardia de Barak-Varr continuaban hacia la puerta de salida de la fortaleza, Odgin condujo a Hamnir y su ejército hacia la parte posterior, hasta unos establos de piedra excavados en la pared trasera. En el fondo de los establos, Odgin abrió con una llave un par de grandes puertas de hierro reforzadas. Al otro lado, una ancha rampa descendía hasta un túnel que pasaba por debajo de la muralla de la fortaleza.
—Aguardad aquí hasta que la guardia se haya trabado en combate y se dé la señal —dijo Odgin—. Cuando salgáis del granero, marchad en línea recta. La puerta de la antigua muralla de la dehesa está a sólo cien pasos más allá; una vez que la hayáis atravesado, los orcos ya no podrán veros.
Gotrek escupió, mientras una mueca de asco le contorsionaba el rostro. Félix sonrió para sí mismo. A Gotrek no le gustaba ocultarse del enemigo, ni siquiera cuando era algo razonable desde el punto de vista táctico.
Se produjo una breve espera. Luego, les llegó el estruendo de cadenas y engranajes desde el otro lado de la fortaleza, y Félix vio que las enormes puertas principales se abrían hacia fuera y el rastrillo ascendía. Con un grito feroz, los guardias de Barak-Varr avanzaron hacia la salida, mientras los cascos y las hojas de las hachas alzadas destellaban al sol matinal.
Desde el otro lado de la muralla, un rugido ascendente respondió al grito. A cada vez se hacía más potente y salvaje.
—Ya han visto la carnada —dijo Thorgig, y se mordió el labio.
A Félix le pareció que el joven enano habría preferido estar en la puerta principal antes que allí.
Poco después, les llegó el inconfundible estruendo de dos ejércitos que entrechocaban escudos y hachas. A Thorgig le relumbraban los ojos, y los otros enanos se removían con inquietud, aferraban las armas y mascullaban.
Gotrek gimió y se masajeó las sienes.
—¿No crees que podrían luchar en silencio? —gruñó.
El estruendo de la batalla se intensificó. Félix veía movimientos violentos a través del intersticio de la entrada: destellos de acero, cuerpos que caían, filas de verde y gris que avanzaban y retrocedían.
Finalmente, vieron una agitación roja sobre la muralla, encima de la puerta; era una bandera que se movía de un lado a otro.
—La señal —dijo Odgin—. Ahora llega toda la horda. Marchaos.
Hamnir saludó a Odgin con el puño sobre el corazón.
—Cuentas con mi agradecimiento, Odgin Bastión. Karak-Hirn no olvidará esto.
Odgin le devolvió el saludo al mismo tiempo que sonreía.
—Recuérdalo la próxima vez que vayamos a cambiar perlas marinas por acero para espadas, príncipe.
Hamnir dio la señal de avance y descendió por la rampa hacia el túnel. Era un espacio estrecho comparado con el Camino Ascendente, sólo lo bastante ancho como para que los enanos marcharan de cuatro en fondo. A unos doscientos pasos, acababa en otra rampa que aparentemente ascendía hasta un techo liso.
Hamnir dio el alto mientras Thorgig se acercaba a una palanca que había en la pared izquierda.
—¡Compañías, preparadas! —gritó Hamnir.
Los enanos sacaron hachas y martillos. Los arqueros y ballesteros pusieron flechas en las armas. Gotrek bebió un trago de la cantimplora. Félix alzó la espada, nervioso.
—¡Abre! —dijo Hamnir.
Thorgig tiró de la palanca. Con un estruendo de engranajes ocultos, el techo ascendió y se dividió, y la brillante luz matinal inundó el túnel.
Hamnir alzó el hacha.
—¡Adelante, hijos de Grungni! ¡En marcha!
La columna ascendió por la rampa, con Hamnir a la cabeza, y Gotrek y Félix en la primera fila, junto a Thorgig y Kagrin. Salieron a un granero en ruinas. El edificio carecía de tejado, y las paredes eran montones de escombros. Por todas partes había esqueletos de ovejas y vacas que aún tenían pegados trocitos de carne medio podrida.
Cuando los enanos salieron del granero y comenzaron a marchar en línea recta hacia la puerta de la dehesa que tenían justo delante, Félix volvió la mirada hacia el campamento orco, que estaba situado a la derecha; era un interminable apiñamiento de andrajosas tiendas de pieles, edificios anexos destrozados y derrumbados, desperdicios e improvisados corrales para jabalíes, que se extendían en todas direcciones desde la entrada principal de la fortaleza de los enanos. Había caras sonrientes pintadas con sangre y excrementos sobre las tiendas. Las moscas zumbaban por encima de los montones de basura putrefacta, sobre los que habían arrojado cuerpos y huesos humanos. Sobre las tiendas más grandes pendían tótems primitivos que proclamaban el poder de este o aquel jefe.
Entre todo aquello, los orcos corrían hacia la entrada principal. El campamento hervía de movimiento. Los jefes de guerra y sus tenientes azuzaban a los reacios soldados hacia las puertas con maldiciones, patadas y palmadas. Enormes guerreros verdes recogían las armas y se golpeaban el pecho. Los diminutos goblins soltaban colmilludas bestias de cuatro patas, que parecían cerdos deformes. Estandartes de guerra embadurnados con sangre, decorados con cabezas de humanos y enanos decapitados, se agitaban por encima de las masas de enfurecidos orcos, que rugían desafíos.
Se estaba reuniendo un gran número detrás de un núcleo de tiendas situado justo a la derecha de la columna de enanos, tan cerca que Félix podría haberles visto el amarillo de los ojos si se hubiesen encontrado de cara a ellos.
La mole del fuerte se alzaba entre el ejército de Hamnir y la puerta principal, por lo que resultaba imposible ver qué suerte corrían los guardias de Barak-Varr, aunque Félix sabía que aún no habían muerto porque continuaba sonando el estruendo del acero contra el acero.
Thorgig rechinó los dientes.
—No es justo —dijo en voz baja.
Félix sacudió la cabeza. Vaya una idea, querer estar en el camino de esa avalancha verde. Él, al menos, se alegraba de tener la ocasión de escabullirse por la puerta trasera. Miró a su alrededor. Se hallaban casi a medio camino de la puerta de la muralla de la dehesa, pero la retaguardia de la columna aún no había salido del túnel del granero.
De repente, les llegó un chillido beligerante procedente de la derecha, muy cerca. Toda la columna de enanos miró en esa dirección. Un goblin que intentaba acorralar a una de sus rebeldes mascotas los había visto. Dio media vuelta y corrió con los ojos desorbitados. Los ballesteros enanos dispararon, y una veintena de saetas salieron en persecución del piel verde. Pero ya era demasiado tarde. El pequeño goblin se ocultó detrás de una tienda y corrió hacia los orcos que estaban reuniéndose, al mismo tiempo que gritaba a pleno pulmón.
—Ya estamos —dijo un enano detrás de Félix.
—Bien —declaró Thorgig.
Los orcos se giraban hacia ellos; los señalaban y llamaban a sus compañeros. Los jefes de guerra chillaban órdenes.
Hamnir maldijo.
—¡Paso ligero! —gritó—. ¡Paso ligero! ¡Daos prisa!
—¿Huyes, tendero? —preguntó Gotrek en el momento en que la columna aceleraba la marcha—. ¿Ya no tienes estómago para una buena pelea?
—Si pierdo aquí la mitad de mis fuerzas por lo que llamas «una buena pelea» —gruñó Hamnir con el rostro tenso—, ¿qué voy a hacer en Karak-Hirn, donde la lucha tiene algún sentido?
Gotrek respondió a la lógica de Hamnir con una mirada feroz, pero continuó corriendo a paso ligero junto con los otros, para gran alivio de Félix.
* * *
Los orcos se aproximaban. Una turba de enormes guerreros pieles verdes que pedían a gritos sangre de enanos corría pesadamente en torno a las casas destruidas; los tótems de huesos y piel se agitaban como macabras marionetas por encima de ellos. Los goblins con largos cuchillos destellantes, correteaban detrás.
La cabeza de Hamnir giró para mirar alternativamente la puerta y a los pieles verdes.
—No vamos a lograrlo —murmuró el príncipe—. No vamos a lograrlo.
—¡En ese caso, vuélvete y lucha! ¡Que Grimnir te maldiga! —dijo Gotrek.
Thorgig miró a Hamnir con inquietud.
—¿Tus órdenes, príncipe?
—¿Órdenes? —repitió Hamnir, como si no supiera qué significaba la palabra—. Sí, por supuesto… —Volvió a mirar a su alrededor, con los ojos muy abiertos. Los orcos se encontraban ya a quince metros y se acercaban con rapidez—. Que sea lo que Grungni quiera. ¡Ballesteros, a la derecha! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Columna, derecha! —Tenía la voz aguda a causa de la tensión.
Los ballesteros dispararon, y cayeron veinte pieles verdes. No había tiempo para una segunda salva. Tenían encima a los orcos, que chocaban ya en desordenada carga con el flanco derecho de la columna en el momento en que los enanos se volvían con retraso para hacerles frente.
Las hachas y las cuchillas grandes como espadas impactaron hoja con hoja y mango con mango, y Félix sintió el encontronazo a través de los pies. El mellado hierro negro atravesaba la brillante malla de los enanos y sus resistentes escudos, y abría profundos tajos en el cuerpo de los portadores. Las brillantes hachas de los enanos rajaban el cuero y las piezas dispares de armadura, hendían la carne verde de los orcos y les partían los huesos.
Gotrek se abrió paso hasta la primera línea y se puso a barrer con el hacha como un segador, para separar a los orcos de sus vigorosas extremidades y feas cabezas de grueso cráneo. Félix desenvainó la espada dragón, Karaghul, y se unió a él, aunque se mantuvo justo fuera del alcance del hacha. Le clavó una estocada en la boca a un goblin, y se agachó para esquivar un garrote como un tronco de árbol que blandía un orco que llevaba los sobresalientes colmillos inferiores atravesados por aros de latón.
Los enanos caían a derecha e izquierda ante la acometida de los orcos, pero la línea no cedió en ningún momento. Sus escudos paraban con estoica determinación los salvajes golpes de los monstruos, y los devolvían con ceñuda y severa calma. No llevaban a cabo ningún ataque impulsivo, ninguna acometida desesperada, sino sólo una constante, implacable carnicería que acababa con los orcos uno tras otro. Incluso Hamnir estaba serenándose, como si la actividad física de blandir el hacha lo calmara.
Un grupo de orcos se separó del resto y huyó; acribillados por las saetas, se habían visto obligados a retroceder por el implacable ataque de los enanos. Al grupo que se encontraba al lado se le contagió el pánico y también huyó, bramando maldiciones al mismo tiempo.
—Estamos haciéndolos retroceder —dijo Hamnir mientras se echaba atrás para esquivar un tajo y cortaba hasta el hueso la muñeca del portador—. A lo mejor podremos…
Del grupo de tiendas les llegó un rugido atronador. Félix le dio una patada en la cara a un goblin y alzó la mirada. Un enorme jefe de guerra orco avanzaba pesadamente hacia la batalla, rodeado por un grupo de tenientes, todos ellos orcos negros. Les lanzó un bramido a los orcos que escapaban y señaló furiosamente con un dedo la columna de enanos.
Los orcos se acobardaron ante el disgusto del jefe y, a regañadientes, giraron otra vez hacia el ejército de Hamnir.
—La suerte de los enanos —gruñó el príncipe al mismo tiempo que golpeaba la rodilla de un orco con el escudo.
—El grandote les ha metido en el cuerpo el miedo de Gork —comentó Gotrek, que parecía casi complacido.
* * *
El jefe de guerra impactó en el centro de la columna de enanos, seguido por los orcos negros y los fugitivos, que regresaban. Su enorme cuchilla abrió un sangriento surco a través de una compañía de Rompehierros. El arma parecía relumbrar con luz verdosa. Los enanos muertos salían volando de espaldas, y las extremidades cercenadas surcaban el aire girando mientras el jefe orco cortaba y segaba. Los orcos negros se lanzaban tras él. Animados por la presencia del jefe de guerra, los demás orcos atacaron con renovada furia a lo largo de todo el frente de batalla.
Hamnir maldijo en voz baja.
—Tú querías una buena pelea, Gurnisson —le espetó a Gotrek por encima del hombro—. Ponte en marcha.
Gotrek ya se encontraba fuera del alcance auditivo, pues cargaba a lo largo de la columna hacia el desbocado jefe orco. Félix se apresuró a seguirlo, al igual que Thorgig y Kagrin.
—Quiero ver en acción al cobarde crestado —gruñó Thorgig—. Tal vez consiga darle un puñetazo en la nariz al orco si lo pilla distraído.
Kagrin sonrió con aire presuntuoso, pero no dijo nada.
El jefe de guerra era enorme; medía el doble que un enano, y casi era tan ancho como alto. Se protegía con una armadura hecha con trozos de metal y placas pertenecientes a diferentes armaduras. Por hombreras llevaba petos de enano, y del cuello, grueso como un tronco de árbol, le pendía un collar de cabezas humanas de mirada fija, unidas mediante el cabello trenzado. Cuando Gotrek y Félix se aproximaron, este último oyó un chillido agudo y se dio cuenta de que procedía del arma de verde resplandor del orco, que pedía sangre. Las runas del hacha de Gotrek emitieron una luz roja al acercarse a la atroz arma.
Todo lo que rodeaba al bruto era caos: guerreros enanos que empujaban para llegar a la zona de lucha; ballesteros que se inclinaban para lograr una línea de tiro despejada, y los corpulentos tenientes del jefe de guerra, que asestaban tajos a diestra y siniestra e intentaban ganar su favor con actos de salvajismo demente.
El jefe de guerra cortó en dos a un enano, cuya pesada cota de malla fue atravesada por el arma como si fuera de mantequilla. El metal se fundió literalmente al entrar en contacto con la cuchilla.
Gotrek saltó sobre una pila de cadáveres de enanos y barrió el aire con el hacha; las runas dejaron tras de sí una estela roja. El orco alzó la cuchilla, y las armas chocaron con un impacto estremecedor que hizo saltar chispas. La cuchilla chilló como un demonio herido, y el jefe de guerra rugió y atacó, furioso al verse frustrado. Gotrek paró el golpe y lo devolvió; hacha y cuchilla comenzaron a tejer una jaula vertiginosa de acero y hierro, mientras él y el orco atacaban y contraatacaban.
Los orcos negros se lanzaron adelante; pedían sangre a gritos. Félix, Thorgig y Kagrin se enfrentaron con ellos para proteger los flancos de Gotrek. Félix esquivó una hacha serrada que blandía un orco tuerto, para luego avanzar un paso y clavarle una estocada en el ojo que le quedaba sano; el orco bramó de cólera y dolor al mismo tiempo que asestaba tajos ciegos hacia todas partes. Un barrido desesperado destripó a uno de sus camaradas, y otros dos golpes lo mataron y lanzaron hacia atrás.
Félix retrocedió de un salto cuando los orcos le atacaron. No tenía ningún sentido parar los golpes. Las descomunales hachas le habrían hecho pedazos la espada y le hubieran dejado el brazo entumecido. A la izquierda de Gotrek, Thorgig desvió un garrotazo con el escudo y le cercenó las rodillas al orco que lo blandía, que cayó como un árbol talado. Una cuchilla impactó contra las alas del casco de Thorgig, que salió volando por los aires. El joven enano bloqueó otro ataque con el hacha, y la fuerza del impacto estuvo a punto de derribarlo. Kagrin, que se había mantenido a cierta distancia, se apresuró a intervenir y abrió un tajo en un costado del orco con una hacha de mano de bella factura. Thorgig lo remató.
Gotrek paró otro ataque del jefe de guerra, y luego giró el hacha de modo que se deslizara, rechinando, por la cuchilla; los dedos del orco cayeron como gordos gusanos verdes, y la relumbrante cuchilla fue a parar al suelo. El jefe de guerra rugió e intentó en vano recogerla con los muñones ensangrentados. Gotrek saltó sobre la rodilla flexionada del orco y le abrió la cabeza con un hachazo que penetró hasta el esternón.
Los orcos negros se quedaron mirando cómo Gotrek continuaba sobre el enorme cuerpo del jefe hasta que éste se desplomaba, y dos murieron bajo hachazos de enanos antes de recobrarse. Tres saltaron hacia Gotrek en un intento de ser los primeros en llegar hasta él. El Matador hizo que retrocedieran con un barrido del hacha, y recogió la cuchilla del jefe de guerra, que crepitó con furiosa energía verde cuando entró en contacto con su piel. Gotrek ni se inmutó.
—¿Quién es el siguiente jefe? —preguntó a gritos—. ¿Quién la quiere?
Cuando los tres orcos negros volvieron a avanzar, Gotrek lanzó la relumbrante cuchilla, que voló por encima de ellos. Los orcos levantaron los ojos para seguir el arco que describía, y luego dieron media vuelta y se abalanzaron, entre codazos y puñetazos, a cogerla. Los otros tenientes volvieron la mirada al oír la conmoción, y vieron a los tres que se peleaban por el arma. Rugieron y se unieron a la riña, al mismo tiempo que olvidaban a los oponentes.
Los enanos avanzaron para acometer a los orcos por la espalda, pero Gotrek extendió una mano.
—¡No luchéis con ellos! —gritó—. ¡Dejad que se peleen!
Los enanos retrocedieron. La reyerta de los orcos estaba volviéndose mortífera. Uno de los tenientes clavó el hacha en el pecho de otro. Algunos bramaban para que sus seguidores corrieran a ayudarlos. Los orcos comenzaron a apartarse de la columna de enanos, con el fin de acudir junto a sus caudillos. Félix vio que la relumbrante cuchilla decapitaba a un orco, pero el que la blandía recibía una estocada en la espalda y otro la recogía.
Gotrek limpió el hacha en la hierba pisoteada.
—Ya está —dijo, satisfecho, y se encaminó otra vez hacia el frente de la columna.
Félix se reunió con él.
Thorgig le lanzó una mirada feroz a la espalda de Gotrek mientras recuperaba el abollado casco. Luego, lo siguió, junto con Kagrin. Parecía decepcionado por el hecho de que el Matador hubiese ganado.
Cada vez eran más los orcos que abandonaban la línea de batalla de los enanos para unirse a la pelea por la cuchilla. Otros luchaban entre sí. Para cuando Gotrek y Félix se reunieron con Hamnir, el camino que los enanos debían seguir estaba despejado.
Hamnir gruñó, impresionado a su pesar.
—Pensaba que ibas a seguir la senda del Matador e intentar luchar contra todos mientras nosotros moríamos detrás de ti.
—Juré protegerte —replicó Gotrek con frialdad—. Yo no rompo un juramento.
La columna se puso en marcha mientras los orcos continuaban peleando entre sí.