DOS
La predicción del capitán de puerto resultó ser cierta. Gotrek y Félix visitaron trece tabernas, y ninguna tenía una cama disponible. La mayoría también había alquilado los establos y heniles a los desesperados refugiados. Otras habían sido confiscadas para usarlas como barracas y hospitales para los enanos y hombres que defendían la población desde el puerto, y desde las murallas del fuerte que protegía la entrada terrestre de la ciudad portuaria de los enanos. Incluso los prostíbulos del barrio humano estaban aceptando huéspedes y obligaban a las muchachas a ejercer su oficio en salones y gabinetes de la planta baja.
Las calles subterráneas de Barak-Varr, iluminadas con faroles, estaban abarrotadas de enanos y hombres de todo tipo: comerciantes, marineros, mercaderes, macilentos campesinos con la familia a remolque y las pertenencias a la espalda, coléricos hombres de armas que hablaban de recuperar sus castillos o vengarse de los orcos, niños perdidos que lloraban por su madre, enfermos, mutilados y agonizantes que gemían, olvidados por todos en callejones y rincones oscuros.
Los residentes permanentes de Barak-Varr, tanto enanos como humanos, que tres semanas antes habían recibido a los refugiados con los brazos abiertos, entonces les lanzaban miradas feroces a la espalda, ya que su paciencia estaba a punto de agotarse. Las reservas de comida y cerveza mermaban rápidamente, y con el bloqueo de los orcos había pocas posibilidades de que llegaran suministros a corto plazo. En cada calle por la que pasaban, Félix oía discusiones y quejas en voz alta.
Al llegar a la taberna número catorce, El Arcón, Gotrek se rindió y pidió una cerveza.
—Si bebo lo suficiente, no me importará dónde duerma —dijo al mismo tiempo que se encogía de hombros.
Félix no era tan fácil de conformar respecto al alojamiento, pero también necesitaba un trago. Había sido un día largo. Lograron encajarse en torno a una mesa circular rodeada por un grupo de enanos y hombres vestidos con el uniforme de la guardia de la ciudad, y permanecieron durante largo rato con la vista fija en las espumosas jarras de cerveza que la camarera les puso delante. Las gotas de condensación corrían por las jarras, y el embriagador aroma del lúpulo ascendía desde ellas como un recuerdo de verano.
Gotrek se lamió los labios, pero no cogió la jarra.
—Auténtica cerveza de enanos —dijo.
Félix asintió con la cabeza. También él estaba hipnotizado por la visión de oro líquido que tenía delante.
—No ese maldito vino de palmera que bebimos en Ind.
—No las lavazas bretonianas que servían en el Reine Celeste de Doucette —añadió Gotrek, que bufó con desprecio—. Cerveza humana.
—Ni el agua azucarada que servían en Arabia —añadió Félix con sentimiento.
Gotrek escupió al suelo una gorda bola de flema a causa del asco.
—Esa porquería era veneno.
Al final, no pudieron resistir por más tiempo. Cogieron las jarras y las vaciaron con largos y ansiosos tragos. Gotrek fue el primero en acabar; dejó la jarra con un pesado golpe y se echó atrás, con los ojos vidriosos, mientras se lamía la espuma del bigote. Félix acabó un momento más tarde, y también se echó atrás. Cerró los ojos.
—Es agradable estar de vuelta —dijo, al fin.
Gotrek asintió con la cabeza y le hizo un gesto a la camarera para que les llevara otra ronda.
—Sí —convino.
* * *
Tras beber la segunda y la tercera en silencio, el rostro de Gotrek comenzó a ensombrecerse y su único ojo quedó fijo en el vacío. Félix conocía las señales, así que no se sorprendió cuando, momentos después, Gotrek gruñó y habló.
—¿Durante cuántos años hemos estado fuera?
Félix se encogió de hombros.
—No recuerdo. Demasiados, en todo caso.
—Y aún estamos vivos.
Gotrek se limpió la espuma de los labios y, distraído, trazó círculos sobre la superficie de la mesa, deslucida por el tiempo.
—He dejado atrás las mejores oportunidades de hallar la muerte, humano. He matado trolls, vampiros, gigantes, dragones, demonios, y cada uno de ellos debía ser mi muerte. Si ésos no pudieron matarme, ¿qué ser lo conseguirá? ¿Voy a tener que pasar los siguientes trescientos años matando skavens y goblins? Un Matador debe morir para realizarse. —Alzó el hacha en alto, sujetándola por el extremo del mango de modo que la hoja afilada como una navaja destellara—. El hacha debe caer.
—Gotrek… —dijo Félix, inquieto.
Gotrek contempló con ojos vacuos la destellante hoja, y luego la dejó caer.
»¡Gotrek! —chilló Félix.
Gotrek detuvo la hoja del arma a un pelo de su nariz, y después la dejó a su lado como si no hubiese hecho nada indebido.
—Imagina a un Matador que muriera de viejo. Patético. —Suspiró, y bebió otro largo trago.
El corazón de Félix latía con fuerza a causa de la impresión. Tenía ganas de chillarle al enano que era un estúpido, pero tras los años pasados junto a él, sabía que cualquier protesta sólo haría que Gotrek se pusiera testarudo e hiciera algo aún más estúpido.
—Debemos ir al norte —continuó Gotrek, pasado un momento—. Aquel demonio fue la bestia que más cerca estuvo de matarme. Quiero probar otra vez…
—Disculpa, Matador —dijo una voz detrás de ellos—. ¿Eres Gotrek, hijo de Gurni?
Gotrek y Félix se volvieron al mismo tiempo que movían las manos hacia las armas. Dos enanos jóvenes, ataviados con jubones y botas sucios del polvo del camino, se encontraban de pie a respetuosa distancia.
Gotrek los miró a los ojos.
—¿Quién quiere saberlo?
El que se hallaba más cerca, cuyo cabello color arena estaba recogido en un moño aplastado, inclinó la cabeza.
—Soy Thorgig Helmgard, hijo del noble Kirhaz Helmgard, del clan Diamantista de Karak-Hirn, para serviros a ti y a tu clan. Éste es mi amigo y hermano de clan, Kagrin Montañaprofunda.
El segundo enano, un joven de cara redonda que lucía una barba aún más corta que la de Thorgig, inclinó la cabeza, pero no dijo nada. Mantenía los ojos fijos en el suelo.
—Nosotros… reconocimos tu hacha cuando la alzaste —continuó Thorgig—, aunque sólo conocíamos su descripción.
Gotrek frunció el ceño al oír el nombre de la fortaleza.
—¿Y ésa es excusa suficiente para interrumpir a un enano que está bebiendo, barbanueva?
Félix miró a Gotrek. Se mostraba insólitamente brusco, incluso para él.
Thorgig enrojeció un poco, pero se controló.
—Perdóname, maese Matador. Sólo quería preguntarte si habías acudido a Barak-Varr para ayudar a tu viejo amigo, mi señor, el príncipe Hamnir Ranulfsson, a recobrar Karak-Hirn, que fue tomada por los pieles verdes hace menos de tres semanas. Está organizando un ejército entre los refugiados.
—¿Viejo amigo, dices? —replicó Gotrek—. No ayudaría a Hamnir ni a acabar un barrilete de cerveza. Si ha perdido la fortaleza de su padre, no es más que lo que yo habría esperado. —Se volvió hacia la jarra—. Largaos.
Thorgig apretó los puños.
—Rozas el insulto, Matador.
—¿Sólo lo rozo? —preguntó Gotrek—. En ese caso, me he quedado corto. Hamnir Ranulfsson es un perro perjuro que no sirve ni para dar forma a la hojalata o cavar en el estiércol.
Félix se apartó ligeramente.
—En pie, Matador —dijo Thorgig con voz temblorosa—. No golpearé a un enano que está sentado.
—Así pues, me quedaré sentado. No quiero tener que cargar con tu muerte sobre mi conciencia.
Thorgig tenía la cara tan roja y jaspeada como la capa de Félix.
—¿No te pondrás de pie? ¿Eres cobarde, además de mentiroso?
Las manos de Gotrek se inmovilizaron en torno a la jarra, y por un momento, los músculos de sus enormes brazos se contrajeron, pero luego se relajaron.
—Vuelve junto a Hamnir, muchacho. No tengo ningún agravio contra ti.
—Pero yo sí que tengo uno contra ti.
La postura del joven enano era rígida, una mezcla de miedo y furia.
—Muy bien —replicó Gotrek con la mirada fija en el interior de la jarra—. Vuelve cuando la barba te llegue al cinturón, y me mediré contigo; pero, de momento, estoy bebiendo.
—Más cobardía —dijo Thorgig—. Eres un Matador. Habrás muerto mucho antes de que eso ocurra.
Gotrek suspiró, malhumorado.
—Estoy empezando a dudarlo.
Thorgig y su compañero continuaron mirando fijamente a Gotrek mientras el Matador vaciaba la jarra, perdido en sombrías reflexiones, y Félix observaba la escena con ansiedad, con todos los músculos preparados para apartarse de un salto a la primera señal de pelea. Le había guardado la espalda a Gotrek en batallas contra demonios, dragones y trolls, pero sólo un loco se metía en medio de una reyerta entre enanos.
Pasado un largo momento, al joven enano lo superó la incomodidad de la situación, y se volvió hacia su compañero.
—Vamos, Kagrin, somos unos estúpidos por esperar que un Matador defienda su honor. ¿Acaso no aceptan la cresta porque lo han perdido hace mucho?
Gotrek volvió a tensarse mientras los dos enanos se abrían paso a través de la muchedumbre, camino de la puerta, pero logró contenerse para no salir tras ellos.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó Félix cuando se marcharon.
—No es de tu incumbencia, humano. —Gotrek vació la jarra y se puso de pie—. Busquemos otro sitio.
Félix suspiró y se levantó.
—¿Otro sitio será mejor?
—No será éste —replicó el enano.
* * *
En la siguiente taberna, una tasca mugrienta llamada El Callejón sin Salida, se produjo una repentina vacante cuando dos tileanos que se alojaban en ella se pelearon con tres marineros estalianos por los favores de una camarera, y los echaron a todos a la calle. Entre los clientes se produjo una guerra de pujas por la habitación, pero Gotrek le mostró al tabernero un diamante del tamaño de la uña de un pulgar, y la subasta tuvo un final repentino. Pidió que le subieran a la habitación medio barrilete de la mejor cerveza de la taberna, y se retiró de inmediato.
Félix sacudió la cabeza cuando recorrió con los ojos el pequeño y sucio dormitorio. Había manchas de humedad en las paredes, y las sábanas de los dos estrechos camastros, que apenas cabían bajo el techo a dos aguas, estaban manchadas y habían adquirido un tono grisáceo.
—Ese diamante era el regalo del califa de Ras Karim —dijo—. Podría haber adquirido una casa en Altdorf, ¿y lo has usado para pagar esto?
—Quiero un poco de paz —murmuró Gotrek—, y si continúas, puedes dormir en el pasillo.
—Yo, no… —replicó Félix, mientras apartaba, dubitativo, la remendada manta del camastro—. Estaré demasiado ocupado en luchar contra las chinches de la cama para hablar.
—Simplemente, hazlo en silencio.
Se oyó un respetuoso golpe en la puerta, y dos de los camareros de la taberna entraron con medio barrilete, que tenía la marca de la mejor cerveza de Barak-Varr en un costado. Lo pusieron en el suelo, entre los camastros, lo espitaron, dejaron dos jarras y se retiraron.
Gotrek giró la espita para que un chorro de cerveza se deslizara por el lado de la jarra hasta el fondo. Bebió un sorbo, y luego asintió con la cabeza, satisfecho.
—No es Burgman’s, pero no está mal. Con diez o doce de éstos, podría dormir en una pocilga. —Llenó la jarra hasta el borde y se sentó en la única silla de la habitación.
—Una pocilga podría estar más limpia —dijo Félix.
El humano llenó la otra jarra y bebió un trago. El rico líquido ámbar se deslizó, fresco y agradablemente amargo, hasta el estómago, desde donde radió un cosquilleo cálido por sus extremidades. De inmediato, un suave resplandor se propagó por toda la habitación, una pátina dorada que ocultaba la suciedad y la desesperación.
—Por otro lado, una pocilga no tendría esto —dijo Félix al mismo tiempo que alzaba la jarra. Bebió un trago más largo y se sentó en el camastro. Una tablilla crujió ominosamente, el hombre se desplazó hacia el centro. Suspiró—. Así que esto es lo que tienes intención de hacer mientras esperamos al Reine Celeste: quedarte sentado en esta habitación y beber.
—¿Tienes un plan mejor?
Félix se encogió de hombros.
—Simplemente, parece una pérdida de tiempo.
—Ése es el gran problema de los hombres —reflexionó Gotrek—, que no tenéis paciencia.
El enano bebió un sorbo. Félix intentó pensar en un plan mejor, pero no se le ocurrió nada, así que también bebió otro trago.
* * *
Cuatro o cinco jarras más tarde, oyeron otro golpe en la puerta. Félix pensó que sería el tabernero que les llevaba otro medio barrilete, y se levantó de la cama hundida, pero cuando abrió la puerta se encontró con un enano de aspecto próspero, con otros cuatro detrás de él, en las sombras del pasillo. Entre estos últimos, reconoció al joven Thorgig y a su silencioso amigo Kagrin.
El enano que se encontraba ante la puerta parecía tener la misma edad que Gotrek —aunque siempre resultaba difícil saberlo en el caso de los enanos—, pero estaba considerablemente menos curtido. La barba castaña le caía por la pechera del jubón verde y dorado que llevaba, se abultaba al pasar por una cómoda barriga, y acababa pulcramente metida debajo del cinturón. Un par de gafas de oro colgaban de una cadena del mismo metal, que llevaba sujeta con broches al cuello del jubón. Tenía una cara ancha y cuadrada, y ojos castaño claro, que en ese momento destellaban con reprimido enojo.
—¿Dónde está? —preguntó.
Al oír la voz, Gotrek alzó los ojos y, desde el otro extremo de la habitación, le lanzó una mirada funesta al que había hablado.
—Me has encontrado, ¿verdad?
—En la ciudad no hay muchos Matadores tuertos.
Gotrek eructó.
—Bueno, ya puedes volver a marcharte. Ya le he dicho a tu muchacho sacabotas que no te ayudaría.
Félix supuso que se trataba del anteriormente mencionado Hamnir Ranulfsson. El enano avanzó un paso sin hacerle el más mínimo caso al humano.
—Gotrek…
—Si pones un pie en esta habitación —lo interrumpió Gotrek—, te mataré. Después de lo que sucedió entre nosotros, no tienes ningún motivo para esperar de mí nada más que un cráneo partido.
Hamnir dudó por un segundo, y luego entró deliberadamente en la habitación. Fue un acto de valentía porque, comparado con Gotrek, parecía pequeño, blando y gordo.
—Entonces, mátame. Me he tragado una buena cantidad de orgullo para venir hasta aquí. Diré lo que he venido a decir.
Desde la silla, Gotrek lo miró fríamente de arriba abajo, y sacudió la cabeza.
—Te has convertido en un tendero.
—Y tú te has convertido en un consumado matón de taberna —replicó Hamnir.
—Le dije a tu muchacho que mi agravio era contra ti. No luché con él.
—Conozco nuestro agravio, Gurnisson —dijo Hamnir—, y por eso no vengo a pedirte nada para mí, sino para Karak-Hirn y todos sus clanes, y también para todos los enanos y hombres de las Tierras Yermas. Al haber caído Karak-Hirn, no hay bastión ninguno que impida que los pieles verdes saqueen la campiña. Está en llamas. Ha cesado todo comercio entre enanos y hombres. No hay grano para hacer cerveza, ni oro humano que pague las espadas de los enanos. Las fortalezas mueren lentamente de hambre.
—¿Y cómo se ha llegado a esta situación? —preguntó Gotrek con una sonrisa burlona—. Es seguro que tú no tienes culpa alguna.
Hamnir bajó los ojos y se sonrojó.
—Supongo que es más culpa mía que de nadie. Mi padre y mi hermano mayor marcharon al norte para unirse a las fuerzas que luchan contra la invasión del Caos, y me dejaron a mí al frente de Karak-Hirn. Como segundo hijo, mi principal ocupación era el comercio, como ya sabes, y siempre he tenido por costumbre venir a Barak-Varr para negociar con los comerciantes de grano tileanos, dado que son famosos por sus prácticas sinuosas y estilo astuto.
—Ni más sinuosos ni más astutos que los tuyos, no me cabe duda —murmuró Gotrek.
Hamnir no le hizo caso.
—Así que dejé la fortaleza en manos de Durin Torvaltsson, uno de los consejeros de mi padre, demasiado viejo para ir a la guerra, y…
—¿Los orcos tomaron la fortaleza mientras tú estabas ausente, discutiendo por el precio del trigo? —El asco de Gotrek era palpable.
Hamnir apretó la mandíbula.
—No teníamos ningún motivo para esperar un ataque. Los orcos andaban de correrías por las Tierras Yermas, pero no habían atacado las fortalezas. ¿Por qué iban a hacerlo cuando tenían tantos objetivos fáciles entre los asentamientos humanos? Pero… pero atacaron. Llevábamos aquí tres días cuando Thorgig y Kagrin se escabulleron del cerco durante la noche y vinieron a buscarme. Dijeron que los orcos habían salido del interior de nuestras minas en número abrumador. Nos pillaron completamente desprevenidos. Nuestras alarmas, nuestras trampas, fallaron todas. Durin ha muerto, al igual que muchos otros: Ferga, mi prometida, la hermana de Thorgig, tal vez sea una de ellas. Yo…
—Así que es culpa tuya, sí —declaró Gotrek.
—Y si lo es —dijo Hamnir, acalorado—, ¿cambia acaso lo que se ha perdido y lo que se perderá? ¿Un verdadero enano puede volverle la espalda a esto?
—Yo soy un verdadero Matador, Ranulfsson —gruñó Gotrek— que ha jurado buscar una muerte grandiosa, y no la encontraré luchando contra los pieles verdes en Karak-Hirn. Me marcho al norte. En el norte hay demonios.
Hamnir escupió.
—Así son los Matadores: vanidosos y egoístas. Buscan tener una muerte grandiosa, en vez de realizar grandiosas hazañas.
Gotrek se puso de pie al mismo tiempo que recogía el hacha.
—Fuera.
Los enanos del pasillo bajaron las manos hasta el hacha o el martillo que llevaban y avanzaron un paso, pero Hamnir les hizo un gesto para que retrocedieran.
Le lanzó a Gotrek una mirada feroz.
—Esperaba que las cosas no llegaran a esto. Esperaba que harías lo correcto y acudirías en auxilio de Karak-Hirn por lealtad a tu raza; pero veo que continúas siendo el mismo, Gotrek Gurnisson, aún más preocupado por tu propia gloria que por el bien común. De acuerdo. —Alzó el mentón, y la barba se le escapó del cinturón y cayó como una cascada castaña—. Antes de que se hiciera el juramento que dio origen al agravio que existe entre nosotros, hubo otro, que pronunciamos cuando nos hicimos amigos.
—Eres un sucio… —comenzó Gotrek.
—Juramos —continuó Hamnir, que subió la voz para que el otro callara—, a la vez que se mezclaban nuestras sangres, que con independencia de lo que nos aconteciera en la amarga senda de la vida, si se producía la llamada, nos ayudaríamos y defenderíamos mutuamente mientras quedara sangre en nuestras venas y vida en nuestro cuerpo. Ahora, reclamo que cumplas ese juramento.
El único ojo de Gotrek llameó, y el Matador avanzó hacia Hamnir con el hacha en alto. Hamnir palideció, pero se mantuvo firme. Gotrek se detuvo ante él, temblando, y luego dejó caer con brusquedad la hoja del hacha, que pasó tan cerca del costado de Hamnir que le afeitó algunas hebras sueltas de la manga, para acabar clavada en las tablas del suelo.
Hamnir dejó escapar un suspiro de alivio.
Gotrek le dio tal puñetazo en la nariz que lo tumbó de espaldas, a los pies de los enanos que permanecían en el pasillo. Éstos avanzaron para protegerlo, pero Gotrek permaneció donde estaba.
—Tienes mucho descaro al reclamarme que cumpla ese juramento, después de lo que hiciste —declaró Gotrek mientras Hamnir intentaba levantar la cabeza sangrante—, pero a diferencia de algunos, yo jamás he roto un juramento. Me uniré a tu ejército, pero será mejor que esta tontería acabe antes de que termine la guerra en el norte. —Les volvió la espalda a los enanos de la puerta y recogió la jarra—. Ahora, fuera; estoy bebiendo.