UNO

UNO

—¿Orcos? —Gotrek se encogió de hombros—. Ya hemos luchado contra suficientes orcos.

Félix miró al Matador en la penumbra del estrecho camarote de proa del barco mercante. El musculoso enano se encontraba sentado en un camastro, con el mentón cubierto de roja barba hundido en el pecho, una inmensa jarra de cerveza en un enorme puño, y un barrilete espitado y medio vacío a su lado. La única iluminación del ambiente procedía del pequeño ojo de buey, un ondulante resplandor de color verde mar enfermizo, que proporcionaba la luz que se reflejaba sobre las olas.

—Pero han bloqueado Barak-Varr —dijo Félix—. No podremos atracar. Tú quieres ir a Barak-Varr, ¿no es así? Quieres volver a caminar sobre tierra firme.

No cabía duda de que Félix sí quería atracar. Los dos meses pasados dentro de aquel ataúd flotante, donde incluso el enano tenía que inclinar la cabeza cuando estaban bajo cubierta, le habían provocado fobia al movimiento.

—No sé qué quiero —tronó la voz de Gotrek—, salvo otro trago.

Bebió de nuevo.

Félix frunció el entrecejo.

—Muy bien. Si vivo, en el grandioso poema épico de tu muerte escribiré que te ahogaste heroicamente bajo cubierta, borracho como un halfling en el día de la cosecha, mientras tus camaradas luchaban y morían en lo alto.

Gotrek alzó lentamente la cabeza y clavó en Félix su único ojo destellante. Pasado un largo momento, durante el cual Félix pensó que el Matador atravesaría el camarote de un salto y le arrancaría la garganta con las manos desnudas, Gotrek gruñó.

—Te las apañas bien con las palabras, humano.

Dejó la jarra de cerveza y recogió el hacha.

* * *

Barak-Varr era un puerto de enanos construido en un gigantesco acantilado situado en el extremo oriental del golfo Negro, una bahía en forma de garra curva que se adentraba profundamente en los páramos sin ley situados al sur de las Montañas Negras y del Imperio. Tanto el puerto como la ciudad estaban dentro de una cueva tan gigantesca que el más alto de los barcos de guerra podía penetrar en ella y atracar en los concurridos muelles. La entrada estaba flanqueada por estatuas de guerreros enanos de quince metros de alto, que se encontraban de pie sobre enormes proas de piedra. A la derecha quedaba un espolón en cuyo extremo había un sólido y robusto faro; la llama, según se decía, podía verse desde veinte leguas de distancia.

Félix casi no pudo ver esa maravilla arquitectónica porque los botes de una horda de orcos flotaban entre ellos y la amplia y umbría entrada de Barak-Varr: un bosque de velas remendadas, mástiles, toscos estandartes y cadáveres de ahorcados le tapaba la vista. La línea parecía impenetrable; había una barricada flotante de barcos de guerra, buques mercantes, balsas, gabarras y galeras, que una vez capturados, habían sido atados entre sí, para componer una formación curva de más de un kilómetro y medio de largo, situada ante el puerto. De la cubierta de muchas de esas embarcaciones ascendía humo de fuego de cocina, y en el agua que los rodeaba flotaban cadáveres hinchados y pecios.

—¿Lo veis? —dijo el capitán Doucette, un comerciante bretoniano de extravagante bigote que había aceptado llevar a Gotrek y Félix desde Tilea—. Parece que construyen con cada presa y barco de guerra que intenta pasar, y yo debo atracar. Tengo que vender aquí todo un cargamento de especias de Ind y recoger acero de enanos para Bretonia. Si no lo hago, el viaje tendrá pérdidas.

—¿Hay algún punto por el que podáis atravesar? —preguntó Félix, cuyo largo pelo rubio y roja capa de lana de Sundenland se agitaban a causa del fuerte viento veraniego—. ¿Lo resistirá el barco?

—¡Ah, oui! —replicó Doucette—. El Reine Celeste es fuerte. Hemos rechazado a muchos piratas y hemos destrozado cuantas pequeñas barcas se nos han puesto delante. El comercio no es una vida fácil, ¿no? Pero… ¿orcos?

—No os preocupéis por los orcos —dijo Gotrek.

Doucette se volvió y miró al enano —desde la erizada cresta roja, pasando por el parche ocular de cuero, hasta llegar a las robustas botas—, y sus ojos volvieron atrás.

—Perdonadme, amigo mío. No dudo de que seáis formidable de verdad. Los brazos como troncos de árbol, ¿sí? El pecho como un toro, pero sois sólo un hombre…, eh…, un enano.

—Un Matador —gruñó Gotrek—. Ahora, izad las velas y avanzad. Tengo que acabar un barrilete.

Doucette le dirigió a Félix una mirada implorante.

Félix se encogió de hombros.

—Lo he seguido en situaciones peores.

—¡Capitán! —llamó el vigía desde la cofa—. ¡Tenemos más barcos detrás!

Doucette, Gotrek y Félix se volvieron para mirar por encima de la borda de popa. Dos balandros y un barco de guerra tileano giraban al salir de una pequeña ensenada para navegar velozmente hacia ellos, con las velas hinchadas por el viento. Habían sido despojados de todas las tallas decorativas de madera, que entonces reemplazaban arietes, catapultas y onagros. La cabeza del hermoso mascarón de proa de pechos desnudos del barco de guerra había sido sustituida por el cráneo de un troll, y del bauprés colgaban por el cuello cadáveres medio podridos. A lo largo de la borda había orcos que bramaban guturales gritos de guerra. En torno a ellos, cabriolaban y chillaban los goblins.

Doucette inspiró a través de los dientes apretados.

—Ésos cierran la trampa, ¿no? Pinzan como cangrejos. Ahora no tenemos elección. —Se volvió para observar la barrera flotante, y luego señaló al mismo tiempo que le gritaba al timonel—: Dos puntos a estribor, Luque. ¡Hacia las balsas! ¡Feruzzi! ¡A todo trapo!

Félix siguió la mirada de Doucette mientras el timonel giraba el timón y el piloto enviaba a los marineros a lo alto de los palos para desatar y soltar más velas. Había cuatro balsas desvencijadas, cargadas con barriles y cajas saqueados, atadas con cuerdas largas entre un vapuleado crucero auxiliar del Imperio y una galera estaliana medio quemada. Ambas naves hervían de orcos y goblins, que gritaban y agitaban las armas hacia el navío de Doucette.

Las velas del buque mercante restallaron como disparos de pistola al hincharse con el viento, y la nave adquirió velocidad.

—¡A los puestos de combate! —gritó Doucette—. ¡Preparados para un abordaje! ¡Cuidado con los garfios!

Pieles verdes grandes y pequeños pasaban por encima de la borda del crucero auxiliar y la galera, y corrían por las balsas hacia el punto por el que el buque mercante tenía intención de atravesar la barrera. Fieles a la advertencia del capitán, la mitad de ellos hacían girar garfios y rezones por encima de la cabeza.

Félix se volvió a mirar atrás. Los balandros y el barco de guerra acortaban distancia. Si el buque mercante lograba atravesar el bloqueo, podría sacarle ventaja a los perseguidores; pero si le daban alcance…

—¡Por la Dama, no! —jadeó Doucette, de repente.

Félix se volvió. A lo largo del crucero auxiliar al que se encontraban unidas las balsas, estaban asomando bocas de cañón a través de troneras cuadradas.

—Nos harán pedazos —dijo Doucette.

—Pero…, pero si son orcos —observó Félix—. Los orcos no son capaces de apuntar bien aunque les vaya la vida.

Doucette se encogió de hombros.

—¿A una distancia tan corta, tienen necesidad de apuntar bien?

Félix miró a su alrededor, desesperado.

—Bueno, ¿no podéis hacerlos pedazos disparando antes de que nos disparen?

—Debéis estar bromeando, mon ami —rió Doucette al mismo tiempo que señalaba las pocas catapultas que constituían la única artillería del buque mercante—. Tendrían poco efecto contra la madera de roble imperial.

Se aproximaban rápidamente al bloqueo. Era demasiado tarde para apartarse a un lado. Félix percibía el olor de los pieles verdes, el repulsivo hedor animal mezclado con el de la basura, los excrementos y la muerte. Veía los aros que destellaban en las irregulares orejas, y distinguía la tosca insignia que llevaban pintada en los escudos y las desparejadas piezas de armadura.

—Lanzadme hacia ellos —dijo Gotrek.

Félix y Doucette lo miraron. El enano tenía un brillo demente en los ojos.

—¿Qué? —preguntó Doucette—. ¿Lanzaros?

—Ponedme en una cazoleta de catapulta y cortad la cuerda. Yo me encargaré de esa inmundicia flotante.

—¿Vos… queréis que os catapulte? —preguntó Doucette, incrédulo—. ¿Como una bomba?

—Los goblins lo hacen. Cualquier cosa que pueda hacer un goblin, un enano puede hacerla mejor.

—Pero, Gotrek, podrías… —dijo Félix.

Gotrek alzó una ceja.

»Eh…, nada, no importa. —Félix había estado a punto de decir que Gotrek podría matarse, pero, a fin de cuentas, ésa era su intención, ¿no?

Gotrek avanzó hasta una de las catapultas y se subió a la cazoleta. Sentado en el cacharro de la comida, parecía un bulldog particularmente feo.

—Sólo aseguraos de lanzarme al otro lado de la borda, y no contra el casco.

—Lo intentaremos, maese enano —dijo el jefe del equipo de la catapulta—. Eh…, si morís, ¿no nos mataréis, verdad?

—¡Os mataré si no disparáis de una vez! —gruñó Gotrek—. ¡Fuego!

—Oui, oui.

El grupo hizo girar la catapulta, bufando a causa del peso añadido de Gotrek, hasta encararla con el crucero auxiliar, y luego echaron el brazo del arma un poco más atrás.

—Cogeos al hacha, maese enano —dijo el jefe de la catapulta.

—Tal vez un casco —dijo Félix—, o un…

El jefe bajó el brazo.

—¡Fuego!

Un artillero tiró de una palanca y el brazo de la catapulta salió disparado hacia arriba y hacia adelante. Gotrek voló alto por el aire trazando un largo arco, directo hacia el crucero auxiliar, mientras bramaba un gutural grito de guerra.

Félix observó, pasmado, cómo Gotrek se estrellaba contra la lona remendada de la vela mayor y se deslizaba hasta la cubierta para caer en medio de una hirviente masa de orcos.

—La verdadera pregunta —dijo para nadie en concreto— es cómo voy a conseguir que todo rime.

Él y el equipo de la catapulta estiraron el cuello a fin de encontrar a Gotrek en medio del caos, pero lo único que lograron ver fue un remolino de enormes cuerpos verdes y las colosales hojas de hierro negro que ascendían y descendían. «Al menos, no se detienen», pensó Félix. Si seguían luchando, era porque Gotrek continuaba vivo.

Luego, los orcos dejaron de luchar y se pusieron a correr de un lado a otro.

—¿Está…? —preguntó Doucette.

—No lo sé —replicó Félix, y se mordió el labio inferior.

Después de todos los dragones, demonios y trolls contra los que había luchado Gotrek, ¿moriría realmente a manos de unos simples orcos?

La voz del vigía resonó en lo alto.

—¡Impacto inminente!

Con un crujido estremecedor, el buque mercante se estrelló contra la hilera de balsas, partió tablas, rompió cuerdas y lanzó a las agitadas aguas barriles, cajones y orcos demasiado entusiastas. A la derecha, el costado del crucero auxiliar ascendió como la muralla de un castillo, y las troneras quedaron al mismo nivel que la cubierta del navío de Doucette.

Los garfios y rezones silbaron por el aire a derecha e izquierda, y Félix se agachó justo a tiempo de evitar que uno le ensartara un hombro. Se clavaron en la borda, la cubierta y las velas, y las cuerdas a las que estaban unidos se tensaron y tañeron cuando el barco continuó avanzando. La tripulación del Reine Celeste las cortaba con hachuelas y chafarotes, pero por cada una que cortaban se clavaban dos más.

A la derecha de Félix se oyó una potente detonación, y uno de los cañones del crucero auxiliar, situado a menos de cinco metros de distancia, quedó envuelto en humo blanco. Una bala de cañón pasó zumbando a la altura de la cabeza y rompió un vaivén.

Félix tragó saliva. Daba la impresión de que Gotrek había fracasado.

—¡Nos abordan! —gritó Doucette.

El buque mercante había atravesado la línea de los orcos y se encontraba dentro de la zona bloqueada, pero su velocidad disminuía considerablemente porque remolcaba las balsas, que habían quedado amarradas mediante los garfios, y el resto de los barcos con ellas. El crucero auxiliar, que estaba virando al ser arrastrado, tenía los cañones aún dirigidos hacia la nave de Doucette, mientras que por las cuerdas y el casco trepaban rugientes monstruos verdes que pasaban por encima de la borda. Félix desenvainó la espada con empuñadura de dragón y se unió a los demás, que corrían a rechazarlos. Hombres de todos los colores y nacionalidades asestaban estocadas y tajos, y disparaban contra los ancestrales enemigos de la humanidad: tileanos con gorra de punto y pantalones bombachos, bretonianos con calzones a rayas, hombres de Arabia, Ind y lugares más lejanos, todos luchaban con la enloquecida desesperación que causaba el miedo.

No había retirada posible, y la rendición significaba acabar en la olla del guiso de los orcos. Félix se apartó a un lado para evitar el tajo de una cuchilla descomunal que lo habría cortado en dos de haberle acertado, y ensartó al enorme oponente por el cuello. Dos goblins lo atacaron por los lados. Mató a uno e hizo retroceder al otro de una patada. Un nuevo orco apareció delante de él.

Félix ya no era el esbelto joven poeta que había sido cuando, durante una noche de ebria camaradería, había jurado dejar constancia de la muerte de Gotrek en un poema épico. Los años de lucha junto al Matador lo habían endurecido y ensanchado, y habían hecho de él un consumado espadachín. A pesar de eso, no podía equipararse —al menos físicamente— con el monstruo de más de dos metros que tenía delante. La bestia pesaba más del doble que él, tenía brazos más gruesos que las piernas de Félix, y de la mandíbula colgante sobresalían colmillos rotos. Olía como el trasero de un cerdo.

Los dementes ojos rojos del orco destellaron de furia cuando rugió y lanzó un tajo con la descomunal cuchilla de hierro negro. Félix se agachó y atacó a su vez, pero el orco era rápido y desvió la espada a un lado. Se oyó otra detonación; una bala de cañón atravesó la borda a tres pasos a la izquierda de Félix y abrió un surco a través de la refriega al matar a humanos y orcos por igual. Sangre roja y negra se mezclaron sobre la resbaladiza cubierta. Félix desvió un tajo del orco, y la maniobra le sacudió el brazo hasta el hombro. El jefe de la catapulta cayó junto a él, partido en dos.

Otra serie de detonaciones sacudieron el barco, y Félix pensó que, de alguna manera, los orcos habían conseguido disparar una salva disciplinada. Miró más allá del oponente orco, hacia el crucero auxiliar. De las troneras manaba humo, pero, extrañamente, no salió bala alguna. El orco le lanzó un tajo. Félix dio un salto atrás y tropezó con el torso del jefe de la catapulta. Cayó de espaldas, en medio de un charco de sangre.

El orco rió a carcajadas y alzó el arma por encima de la cabeza.

Con una detonación tremenda, el crucero auxiliar estalló y se convirtió en una ondulante bola de fuego; trozos de madera, de cuerda y de orcos pasaron girando por el aire. Los luchadores de la cubierta del barco mercante fueron arrojados al suelo por el martillazo de la onda expansiva. Félix se sintió como si le atravesaran los tímpanos con púas. El orco que tenía enfrente dio un traspié y bajó la mirada hacia el pecho, sorprendido. Una baqueta de cañón le asomaba entre las costillas, y la cerdosa cabeza goteaba sangre. Cayó hacia adelante.

Félix rodó para apartarse a un lado y se puso en pie de un salto para mirar hacia el crucero auxiliar envuelto en llamas. Así que Gotrek lo había logrado, después de todo. Pero ¿a qué precio? Era prácticamente imposible que el enano pudiese haber sobrevivido.

El palo mayor del crucero auxiliar, inclinándose, salió de la bola de fuego y cayó hacia la cubierta del barco mercante como un árbol talado. A lo largo de él, medio trepando y medio corriendo, se movía una ancha figura que tenía la cara y la piel negras como el hierro y llevaba la roja cresta y la barba humeantes y chamuscadas. El extremo del mástil atravesó la borda y pulverizó a un grupo de goblins que en ese momento trepaban por ella. Con un rugido salvaje, Gotrek saltó del improvisado puente al combés del buque mercante, justo en medio de una muchedumbre de orcos que hacía retroceder a la tripulación de Doucette hacia el castillo de popa y le causaba grandes bajas.

El Matador giró en el momento de aterrizar, con el hacha extendida, y una docena de orcos y goblins cayeron de inmediato con el espinazo, las piernas y los cuellos cercenados. Los compañeros de los pieles verdes se volvieron para hacerle frente, y cayeron otros siete. Alentada, la tripulación del barco mercante avanzó y atacó a los confundidos orcos. Por desgracia, por las balsas corrían más, y el barco continuaba atrapado en una red de garfios e inmovilizado por el mástil caído.

Félix saltó sobre el castillo de proa y le gritó a Doucette mientras se lanzaba al interior del círculo de orcos y goblins para llegar hasta Gotrek.

—¡Cortad las cuerdas y deshaceos del mástil! ¡Olvidaos de los orcos!

Doucette vaciló, pero luego asintió con la cabeza. Les gritó a los tripulantes en cuatro idiomas diferentes, y los hombres retrocedieron para cortar las cuerdas que quedaban, y entre todos, empujaron para desalojar el mástil del crucero auxiliar, de la borda de estribor; mientras, los pieles verdes se apiñaban para acabar con el enloquecido Matador.

Félix ocupó su posición habitual, detrás de Gotrek y ligeramente a su izquierda, justo lo bastante lejos como para quedar fuera de los barridos del hacha, pero lo bastante cerca como para protegerle la espalda y los flancos.

Los orcos estaban asustados y lo demostraban intentando matar desesperadamente al causante del miedo que sentían. Pero cuanto más lo intentaban, más rápidamente morían, porque se interponían los unos en el camino de los otros a causa de la ansiedad, se olvidaban de Félix hasta que el hombre les atravesaba los riñones, y se peleaban entre ellos por una oportunidad de matar a Gotrek. Bajo los pies del enano, la cubierta estaba resbaladiza de sangre negra, y los cadáveres de orcos y goblins formaban pilas que le llegaban más arriba del pecho.

Los ojos de Gotrek se encontraron con los de Félix en tanto partía a un orco desde el moño hasta la entrepierna.

—No es una mala refriega, ¿eh, humano?

—Pensé que habías muerto por fin —comentó Félix al mismo tiempo que se agachaba para evitar un tajo.

Gotrek bufó y destripó otro orco.

—Los estúpidos orcos habían subido toda la pólvora a la cubierta de los cañones. Le corté la fea cabeza a un piel verde, y la eché en un fuego de cocina hasta que prendió. —Lanzó una áspera risotada y decapitó a dos goblins—. Luego, la hice rodar a lo largo de la línea de cañones como si jugara a bolos. ¡Con eso bastó!

Se oyó un sonido rechinante y el crujido de unos tablones al partirse; la tripulación había logrado finalmente retirar el mástil que se había hundido en la borda. Las cuerdas de los garfios tañeron como arcos mal tensados y se rompieron en el momento en que el Reine Celeste avanzó de golpe y se enderezó con el viento en popa.

Sonaron aclamaciones de los tripulantes, que se volvieron para luchar contra los últimos orcos. Al cabo de poco, todo había acabado. Félix y los demás limpiaron las armas y miraron atrás, justo a tiempo de ver cómo los tres barcos orcos que los perseguían chocaban entre sí al intentar atravesar al mismo tiempo la brecha de la barrera. De las naves se alzaron rugidos de furia, y las tres tripulaciones comenzaron a acometerse unas a otras mientras las embarcaciones se enredaban de modo inextricable en la confusión de balsas y pecios flotantes.

Junto a la disputa de los tres barcos, los restos del crucero auxiliar en llamas se hundían lentamente en el golfo, bajo un alto penacho de humo negro. Los orcos que se encontraban más allá se apresuraban a cortar las cuerdas que unían el navío con la línea de embarcaciones, para que no arrastrara nada más a las profundidades.

El capitán Doucette se acercó a Gotrek y se inclinó marcadamente ante él. Tenía un tajo profundo en un antebrazo.

—Maese enano, os debemos la vida. Nos habéis salvado a nosotros y a nuestro cargamento de una destrucción segura.

Gotrek se encogió de hombros.

—No eran más que orcos.

—A pesar de todo, os estamos extremadamente agradecidos. Si hay algo que podamos hacer para corresponderos, no tenéis más que decirlo.

—¡Hmmm! —dijo Gotrek mientras se acariciaba la barba aún humeante—. Podéis conseguirme otro barrilete de cerveza. Ya casi me había acabado el que dejé abajo.

* * *

Mientras entraban en el puerto, la tripulación observaba con precaución las balsas y los botes de remos de los orcos que habían salido de la barricada flotante para perseguirlos, hasta que al fin desistieron y retrocedieron. Cuando el Reine Celeste se aproximó más a la cavernosa entrada de Barak-Varr, tuvieron que navegar con cuidado entre naufragados barcos orcos, medio hundidos en torno al dique. Desde el faro les llegaron señales que el capitán Doucette se apresuró a responder. Los enanos encargados de los cañones los observaron con severidad desde los puestos fortificados que había en la base. Unos canteros enanos trabajaban en el propio faro, para reparar un gran agujero que le habían abierto en un costado.

Félix observaba, maravillado, mientras el Reine Celeste pasaba entre las dos estatuas y se adentraba en las sombras de la cueva portuaria, asombrado ante la belleza y las proporciones del lugar. La caverna era tan amplia y profunda que no veía las paredes.

Centenares de gruesas cadenas pendían desde la oscuridad del techo, cada una rematada por un farol octogonal del tamaño del carruaje de un noble, para proporcionar una luz amarilla uniforme que permitía que los barcos hallaran el camino hasta los muelles.

El puerto ocupaba la mitad delantera de la cueva, una amplia zona curva desde la que se extendían como dedos de piedra los amarraderos y embarcaderos. Estaban dispuestos según la típica precisión de los enanos, espaciados de modo uniforme y perfectamente situados para hacer que las maniobras de entrada y salida fueran el máximo de sencillas para los barcos. En ese momento había treinta barcos amarrados, y quedaba espacio para al menos cincuenta más.

Allende el puerto, se alzaba una ciudad de piedra. A Félix, que había visitado más fortalezas de enanos que la mayoría de los humanos, le resultó extraño ver casas y edificios comerciales a los lados de las anchas avenidas que discurrían bajo el techo de la caverna, oculto entre las sombras; pero los enanos habían hecho suyas esas estructuras del mundo de la superficie. Félix nunca había visto edificios más achaparrados ni enormes, todos de granito gris acero, y con el caballete del tejado decorado por intrincados adornos geométricos. Incluso el más pequeño parecía capaz de resistir un disparo de cañón.

Al aproximarse al dique, un diminuto barco de vapor de los enanos, poco más que un chinchorro con caldera, se les acercó y los condujo hasta un amarradero desocupado. En los muelles estallaron aclamaciones cuando la tripulación lanzó las amarras y extendió la plancha lateral. Casi un centenar de individuos se hallaban allí para darles la bienvenida al capitán Doucette y su tripulación cuando bajaran del barco. La mayoría eran enanos, pero también había un buen número de humanos.

El capitán de puerto, un enano gordo que iba vestido con jubón y calzones acuchillados, avanzó pesadamente entre el alboroto general de felicitaciones y saludos.

—Bienvenido, capitán, sed dos veces bienvenido. Sois el primer barco que atraca aquí en tres semanas, desde que los malditos orcos establecieron el bloqueo. Una gran hazaña, señor.

Doucette se volvió a mirar a Gotrek.

—Fue este enano el responsable de la hazaña, señor. Hizo estallar el crucero auxiliar él solo.

—En ese caso, estamos en deuda contigo, Matador —declaró el capitán de puerto al mismo tiempo que hacía una profunda reverencia. A continuación, sin más preámbulos, sacó el libro mayor y volvió al trabajo—. Veamos, señor, ¿qué cargamento traéis? —Se lamió los labios con ansiedad.

—Llevo canela y otras especias de Ind —declaró Doucette con tono imponente—, y aceite de palmera, decoradas alfombras de Arabia y gorritas de puntillas para las damas. Muy bonitas, ¿sí?

La sonrisa del capitán de puerto se desvaneció, y muchos entre la multitud guardaron silencio.

—¿Especias? ¿Lo único que traéis son especias?

—Y alfombras y gorras.

—Especias —gruñó el capitán de puerto—. ¿De qué sirven las especias cuando uno no tiene carne? No puede hacerse una comida sólo con pimienta y sal.

—Monsieur, yo…

—¿Los orcos han estado bloqueando el puerto durante tres semanas? —interrumpió Gotrek—. ¿Qué os pasa? ¿Por qué no los habéis hecho estallar en pedazos?

Antes de que el capitán de puerto pudiera responder, habló un marinero enano que llevaba el pelo y la barba recogidos en trenzas embreadas.

—Los malditos pieles verdes de Grungni tuvieron suerte y hundieron uno de nuestros acorazados, y el otro está transportando enanos hacia la guerra del norte.

—Es verdad —confirmó el capitán de puerto—. Como tantos se han marchado a ayudar al Imperio, apenas tenemos enanos y barcos suficientes para impedir que los orcos entren en el puerto, y no podemos ni pensar en expulsarlos de aquí. También infestan la entrada del lado de tierra firme. Estamos asediados por tierra y mar.

Gotrek y Félix se miraron el uno al otro.

—¿La guerra? —preguntó Gotrek—. ¿Qué guerra?

—¿No sabéis que hay guerra? —preguntó el capitán de puerto—. ¿Dónde habéis estado?

—En Ind y Arabia, perdiendo el tiempo.

—¿Decís que esa guerra tiene lugar en el Imperio? —preguntó Félix.

—Sí —replicó el marinero—. Las hordas del Caos han vuelto a avanzar hacia el sur: la locura habitual. Algún elegido y sus colegas que intentan hacerse con el mundo. Muchas fortalezas han enviado enanos para ayudar a rechazarlos. Nuestros barcos transportan a muchos de ellos.

—El Caos —dijo Gotrek, cuyo único ojo brillaba—. Ése sí que es un reto.

—Sería mejor que dejáramos para los hombres los problemas de los hombres —comentó el capitán de puerto, con amargura—. Los orcos han aprovechado la marcha de los clanes y están poniéndose en pie de guerra por todas las Tierras Yermas. Muchas fortalezas pequeñas y poblaciones humanas han sido pasadas por la espada y el fuego. Incluso se ha perdido Karak-Hirn. Las otras fortalezas se han encerrado hasta que vuelvan a contar con todos sus efectivos.

—Pero ¿cómo va la guerra? —preguntó Félix—. ¿El Imperio resiste aún? ¿Han llegado hasta… Nuln?

El capitán de puerto se encogió de hombros.

—¿Quién puede decirlo? Las caravanas terrestres dejaron de llegar hace más de un mes, y los barcos que atracaron antes de que los orcos situaran las balsas ante la bocana de puerto contaron historias diferentes. Uno dijo que Middenheim había caído, y otro afirmó que Altdorf estaba en llamas. El siguiente aseguró que habían hecho retroceder a las hordas hasta los Desiertos del Caos, y que en ningún momento habían llegado más allá de Praag. Por lo que sabemos, podría haber acabado ya. ¡Que Grimnir haga que así sea! Hay que acabar con esos orcos, o moriremos de hambre.

Gotrek y Félix se volvieron a mirar al capitán Doucette.

—Sacadnos de aquí —dijo Gotrek—. Debemos llegar al norte.

—Sí —convino Félix—. Tenemos que llegar a Nuln. Tengo que ver si aún existe.

Doucette parpadeó.

—Pero…, pero, amigos míos, eso es imposible. Debemos hacer reparaciones, ¿no? Y debo embarcar agua, provisiones y cargamento. Necesitaré al menos una semana. —Hizo un gesto hacia la entrada del puerto, bañada por el resplandor anaranjado del sol poniente—. ¿Y qué hay de los pieles verdes? ¿Vamos a salir del mismo modo que entramos? Podría no ser tan fácil, ¿eh?

—Al diablo con vuestras excusas —dijo Gotrek—. Hay una muerte que me espera. ¡Vámonos!

Doucette se encogió de hombros.

—Amigo mío, no puedo; no antes de una semana. Es imposible.

Gotrek lo miró con ferocidad, y Félix temió que fuese a pillar al capitán por el pescuezo para arrastrarlo de vuelta al barco; pero, al final, el Matador maldijo y dio media vuelta.

—¿Dónde está Makaisson cuando uno lo necesita? —gruñó el enano.

—Disculpadme, capitán —dijo Félix—, ¿podéis decirme dónde podemos encontrar alojamiento durante una semana?

El capitán de puerto lanzó una carcajada.

—Que tengáis suerte. La ciudad está llena a reventar de refugiados de todas las fortalezas y poblaciones humanas de las Tierras Yermas. No hay camas que podáis alquilar a ningún precio, ni tampoco queda mucha comida, pero tenéis canela con la que alimentaros, así que os las apañaréis bien.

Gotrek apretó los puños cuando la multitud se puso a reír. Por una vez, el humor de Félix era el mismo. Quería darle un puñetazo en la nariz a todo aquel que tuviera a su alcance. La situación lo enfurecía. Tenía que llegar al norte. Tenía que averiguar qué le había sucedido a su familia, su padre, su hermano Otto. No quería permanecer en un puerto remoto mientras su hogar, su país, era arrasado por bárbaros sedientos de sangre. Había visto lo que las hordas habían hecho en el territorio de Kislev. Que lo mismo pudiera estar sucediendo en el Imperio, en Reikland y Averland, mientras él se encontraba lejos e incapacitado para impedirlo, era casi más de lo que podía soportar.

—Vamos, humano —dijo Gotrek al fin, mientras giraba hacia la ciudad y cogía el hacha—. Vayamos a desocupar algunas camas.