XII. ESTRAMBOTE BUFO:
LEOPOLDO CALVO-SOTELO (L.C.-S.+/- 660).
UNA TRAGICOMEDIA DE LA TRANSICIÓN

LA ELECCIÓN DE UN CONJURO

Como ya indiqué en la introducción, los griegos recomendaban después de la tragedia una catarsis; así nació la comedia en la literatura universal. Después de una terrible trilogía de Sófocles resultaba necesario, para levantar el ánimo de las gentes deprimidas por la tragedia, una comedia de Aristófanes. Por eso al final de este libro, cuyos capítulos se han referido tantas veces al drama y a la tragedia, he creído necesario un remate en forma de comedia bufa de la Historia; con la descripción de un personaje profundamente cómico que nos sumió sin embargo a todos en una tragedia política de la que no nos han salvado aún ni las chorizadas de los hermanos Guerra. Por eso la fiel reconstrucción del paso de Leopoldo Calvo-Sotelo por la escena política española en la transición se describe adecuadamente en el marco de la tragicomedia.

El personaje, como es notorio, comete, perpetra y amaga crímenes métricos que llama sonetos. Como justo castigo a su perversidad, este capítulo final de mi libro puede considerarse también, según anticipé, como un estrambote que remate ese soneto lacrimógeno en que consiste su vida política.

Pero mucha atención: el personaje es muy peligroso. Voy a envolver aquí su verdadera historia (esto es un libro de historia) con cendales de cuarta dimensión y una serie de conjuros que puedan reducir la influencia maléfica que de él emana. El editor que le contrató su libro de memorias retorcidas perdió, como se sabe, su puesto en la editorial a poco de estampar su firma en el contrato. Mucho más avisado, José Manuel Lara Hernández, que conoce bien a sus personajes, se negó tajantemente a editarle tal engendro, con lo que preservó la integridad de Planeta, aunque no la del restaurante donde se habían encontrado para la negociación, que desde aquella tarde permanece cerrado por misteriosas razones, mucho más auténticas que las tan falsamente esgrimidas en torno al palacio de Linares en la Cibeles, cerrado por motivos que don Leopoldo conoce perfectamente: es su edificio preferido en Madrid.

A la hora de buscar el conjuro adecuado para que la mención de don Leopoldo en este libro no acarreara al libro la misma suerte que suele acabar en dos minutos con los mensajes iniciales de la serie «Misión Imposible», mis amigos astrólogos y parapsicólogos me recomendaron encarecidamente un sortilegio que se inicia con las palabras de la Biblia: «Nigra sum sed formosa, filiae Jerusalem». Ignoro las razones, que tal vez se refieran al ramalazo negroide que ofrece la faz del personaje, en quien aflora quizá un salto genético multisecular que explica su evidente falta de racismo y su tendencia a recabar la colaboración de ciertos negros misteriosos para el pulido de sus admirables obras literarias. Pero me negué a aceptar ese conjuro porque se expresa en género femenino y, puesto en el ordenador como masculino, niger, hace saltar indignada a la pantalla de mi Zenith. Como no deseo implicarme en líos de hibridaciones esotéricas, que podrían llevarnos a no sé que galimatías, preferí acogerme al con juro que ya figura en el criptograma anexo al título de este capítulo, y que para evitar males mayores paso a transcribir a continuación.

«Cuando la fuente del mal de ojo o del hechizo catastrófico continuado sea estrictamente personal, y brote exclusivamente de la negrura íntima y visible de un solo hombre, sin conexión ni referencia con su familia ni con las instituciones a que pertenezca, ni con industria artificial, bebedizo o punctura corpórea, sino sólo por proximidad o presencia aparentemente normal, debemos procurar no nombrar jamás al portador del maleficio ni por su apellido, ni por su nombre de pila ni por su apodo, ya que entonces el gafe, aguafiestas, malasombra o como le llaman en Italia, jettatore, es de la clase simpliciter simplex, y la mención de su persona puede acarrear incontables e inmediatas catástrofes. El caso más grave y vitando es aquel en que el sospechoso se define como hombre de suerte sin falsedad alguna, porque suele tenerla, inmerecida, para sus asuntos personales y familiares, mientras traspasa la desgracia, el hundimiento y la muerte a cuantos con él conviven e incluso se atreven a nombrarle en su ausencia. Pero si resultara imprescindible para el financiero, o el simple cronista, referirse a él o a sus hechos, que serán invariablemente desgraciados para los demás, la tradición esotérica ha arbitrado un remedio seguro. De nada sirve el tocar madera, ni doblar los dedos en cruz, ni otros recursos para ahuyentar males menores. En el caso que nos ocupa la solución ha de ser solamente ésta: escríbanse sus tres iniciales (han de ser tres) seguidas de punto bien visible, y neutralícese la todavía nefanda influencia con dos signos seguidos de contradicción. Primero el elemental, marca más separada por barra de la marca menos; segundo, las dos primeras cifras de la Bestia, 66, contrarrestadas por aquella cifra que la humanidad tardó no menos de cien siglos en arbitrar, el cero. No caben abreviaturas ni supuestos. Es la única forma de referirse al personaje, que sólo hay uno por generación, gracias a Dios, sin experimentar los efectos deletéreos de su presencia o de su nombre»[7].

EL ÚNICO ACIERTO DE CARLOS MARX

La clarividente cita de Albino Meraglio, que, no sin un resquicio de temor, antepongo a este capítulo, explica sin más posibilidad de concretar, el criptograma de mi título, que se refiere a un curioso impertinente, personaje que pudo ser clave de la transición española, en el cual, por no conocerle suficientemente, muchos creímos cuando asumió el poder en momentos críticos, tras el pronunciamiento del 23 de febrero de 1981, y que a las pocas horas empezó a dilapidar con torpeza increíble esa esperanza, y se convirtió, a fuerza de una insondable ineptitud, en el principal responsable de la devastadora victoria socia lista en las elecciones del 30 de octubre de 1982, y por lo tanto de todos los males que han sobrevenido a España como consecuencia de esa victoria. Desvanecido en el ridículo del fracaso histórico aquel fantasma que, suscitado por Carlos Marx, recorría Europa en 1848, a lomos del Manifiesto comunista, se acaba de hundir entre 1989 y 1990 todo el imponente montaje teórico y político del marxismo, del que sin embargo subsiste aún un solo principio válido, incluso después de fracasadas todas las teorías y todas las profecías del «terrible doctor» trevirense. Ese principio es el que formuló Carlos Marx al frente de la menos marxista de sus obras, dedicada al audaz golpe de Estado que llevó a quien pronto sería Napoleón III hasta el poder supremo de la República francesa. «La Historia —decía Marx— se vive siempre dos veces. La primera como tragedia; la segunda como farsa». Se refería, naturalmente, al primer Napoleón y al tercero, a quien Marx despreciaba con notoria exageración y apasionamiento, quizá porque le chafó sus sueños revolucionarios de 1848. Pues bien, el principio marxiano de la Historia que se repite como tragedia y como farsa se ha dado también en la España contemporánea. La tragedia, es decir la grandeza hundida por la fuerza enemiga y también por sus propios errores, los errores tradicionales de la derecha española, se llamó, en julio de 1936, José Calvo Sotelo. La farsa, que soportó España a un coste dramático, saltó a la escena de la Historia casi cincuenta años después y tiene un nombre: L.C.-S.+ /-660.

Después de protagonizar un ridículo político como no se contemplaba en la historia de España desde el igualmente fugaz gobierno de don Ricardo Samper en la República de 1934, o incluso en los peores momentos de la camarilla fernandina, con la diferencia en contra de que l a camarilla estaba en este caso compuesta por el propio jefe del cotarro, L.C.-S. +/-660 yacía en un rincón de la pequeña historia, ignorado de todo el mundo, y omitido invariablemente en los primeros esbozos históricos de la transición, que saltaban sin solución de continuidad de uno a otro período todo lo discutibles que se quiera, pero períodos claramente históricos: el de Adolfo Suárez y el de Felipe González. Asombrado sin duda por tamaño olvido, L.C.-S.+/-660, obsesionado por obtener un nicho en la Historia, decidió labrárselo por sí mismo, y publicó en la primavera de 1990 un libro singular, Memoria viva de la transición, que ha provocado la carcajada colectiva más estentórea de los últimos tiempos, sobre todo cuando la revista Época reveló que el audaz memorialista consultó a sus íntimos otro título genial: El eslabón perdido, que, aplicado al autor, como el autor pretendía, hubiera introducido en la polémica una regresión darwiniana que ni los más acerbos críticos del autor se hubieran atrevido a proponer, aunque yo acabo de insinuarla en esa alusión sobre cierto salto atrás hacia la plena negritud. En ese libro, y en los comentarios que su autor prodigó a los medios de comunicación, arremete con ínfulas de Agamenón contra mí, e incluso, cuando los periodistas le replican que deja mal a todo el mundo, insiste en que sólo quiere hablar mal de mí. ¿A que se debe tal desbordamiento de odio infantiloide e impotente? Sin duda a un par de cosillas que naturalmente L.C.-S. +/-660 no cuenta en sus memorias vivas y que yo paso a contar a continuación, para regocijo de mis lectores.

UNA CENA EN CASA CIRIACO

Una aciaga noche de 1982, cuando se iniciaba el invierno, L.C.-S. venía de pasar su última jornada en la Moncloa como presidente, ya que al día siguiente tomaría posesión del cargo y del palacete don Felipe González Márquez. En tan solemne noche, L.C.-S. +/-660 se dirigía a casa Ciriaco, un famoso restaurante típico al final de la calle Mayor, frente al Consejo de Estado, donde con toda premeditación nos había invitado a cenar a mi y a mi mujer. Llegaba acompañado por la suya, Pilar Ibáñez Martín, una dama inteligente y ejemplar, que además es algo parienta mía por parte de nuestras madres: las dos señoras, presentes en el encuentro, no me dejarán mentir. Por aquel tiempo yo mantenía una columna diaria de análisis político en el YA, dependiente de la Conferencia Episcopal española, y desde que L.C.-S. +/-660 empezó a desbarrar en la presidencia tras destruir las iniciales esperanzas que había suscitado, le critiqué a fondo sin enemistad alguna, sino por simple objetividad. Lo cierto es que la solemne invitación me extrañó, y aún más su tono familiar, después que ya por entonces me constaba que L.C.-S. +/-660 había pedido mi cabeza por dos veces al presidente de la junta de gobierno de la Editorial Católica, con cierto repugnante tufillo de coacción, luego al presidente del consejo de administración, insinuándole que la ayuda del Gobierno a la reconversión del periódico dependía del comportamiento del periódico. Los dos caballeros, que lo son y tampoco me dejarán mentir, y los dos consejos rechazaron airadamente la exigencia del presidente, que pretendía pasar por liberal mientras atacaba de forma tan inicua a una de las principales libertades. Por lo demás, su ministro predilecto, de quien dependía el dinero para la reconversión de ese diario y del diario de la derecha monárquica, se oponía a las dos reconversiones al afirmar que para acordarlas el Gobierno tendría que pasar por encima de su cadáver, lo que desgraciadamente no hizo. De todo esto poseo las pruebas y testimonios pertinentes, y los poseía ya entonces, por lo que, al comentar en la cena de casa Ciriaco estas imposiciones, L.C.-S.+ /-660, con ese cinismo apabullante que suele exhibir para negar la evidencia, me dijo tajantemente que jamás había intentado tal cosa contra mí, por lo que comprobé una vez más que dominaba el maquiavélico arte político de la mentira, que luego prodiga en su libro de falsas memorias. Pero antes se caza a un mentiroso que a un cojo, y la aplicación de tan acreditado refrán en el caso de L.C.-S. +/-660 resulta especial y dramáticamente adecuada.

Superadas las divagaciones iniciales de la cena y este enojoso incidente de la gestión presidencial ante mi periódico, L.C.-S. +/-660 entró en el objeto primordial del inusitado encuentro. Yo devoraba con fruición la formidable perdiz con judiones de la Granja, única contribución presidencial a mi personal gastronomía desde otra cena, única y ya muy lejana, con Adolfo Suárez en Horcher, donde, con Antonio Fontán y Antonio Jiménez Blanco, dos señores de la política, como testigos benévolos, me examinó para ministro, mientras L.C.-S. +/-660 me hizo l a proposición siguiente, deshonesta in fine et origine:

—Te he convocado en esta noche, especialmente solemne para mí, porque es mi última noche en la Moncloa, por tu condición de relevante historiador que sin duda prepara ya una historia de la transición.

No había iniciado yo todavía la preparación de ese libro, aunque sí llevaba varios años reuniendo la documentación pertinente, que llena hoy varios anaqueles de mi archivo. Admití entonces la posibilidad de ese libro, para más tarde.

—Bien —prosiguió insinuante L.C.-S. +/-660 con la mejor de sus sonrisas precolombinas—, en esa Historia, que será definitiva —mohín de gracias por mi parte, ya que confiaba en mi documentación— habrá, sin duda, un capítulo dedicado a mi período presidencial.

Respondí amablemente con una evasiva:

—No tengo aún pensada la distribución por capítulos; no tengo aún perspectiva para delimitarlos. Pero ese capítulo es posible.

Con un gran suspiro de alivio prosiguió el interesado objeto de la futura Historia:

—Para ese capítulo tengo mucho interés en que conozcas directamente por mí la versión de los hechos de mi presidencia —exclamó, con la misma seguridad con que Hernán Cortés se dirigía a su cronista López de Gómara, sin adivinar que mi capítulo, si llegaba a escribirse, iba a inspirarse más bien en el espíritu algo más crítico de fray Bartolomé de las Casas. Pero como tales precedentes escapaban sin duda a la amplísima cultura del presidente, que se reduce, según he venido a averiguar poco a poco, a tocar el piano y más bien por fuera, me endilgó incontinenti una larguísima retahíla de sus gloriosos hechos presidenciales, uno por uno, divididos cuidadosamente en epígrafes, con indicaciones sobre la influencia de su actuación en la historia de Occidente y sobre todo de Europa y con evidentes pretensiones de que yo tomase nota, lo que naturalmente no hice; porque ante la mirada crítica de mi mujer, que de vez en cuando me daba un suave rodillazo bajo la mesa, desconecté del histórico sermón y me enfrasqué en un segundo y copioso plato de perdiz con judiones, más en su punto si cabe que el primero.

Advirtió L.C.-S. +/-660 mi escasa concentración en sus palabras magistrales y con semblante serio me advirtió:

—Ya sabes que la información que llega a presidencia es de mucho alcance. Por ello he podido ver una carta tuya a Adolfo Suárez en que, entre otros temas de actualidad, le comentas las hazañas eróticas de un conocido político al que ahora, según parece, te aproximas.

Semejante vileza me sacó, lo confieso, de las judías y la perdiz. Conservaba entonces, y conservo hoy, mis trescientos y pico folios de notas enviadas al anterior presidente del Gobierno, como asesor suyo que fui y luego como ministro, que algún día, si el señor Suárez me lo autoriza, publicaré íntegramente. Nada hay en ellas de que hoy me pueda avergonzar. La insinuación de L.C.-S. +/-660 en aquella cena era intolerable, sonaba por los cuatro costados a chantaje repugnante y se confirma con una nueva grosería de su libro, donde ya no habla de que en vez de gobernar a España se dedicaba a husmear chismes en los archivos, sino de que el propio Suárez le leyó esa carta mía durante un vuelo a Bruselas, carta que consistía en «cuatro holandesas escritas a mano, con letra grande y cuidadosa de alumno empollón». El mentiroso y el cojo. Jamás escribo mis cartas a mano; y ademas mi letra es picuda, pequeña y horrible. El propio lector de mi carta dice luego que introduzco una «cuidada pausa tipográfica». En holandesas escritas a mano, este pobre hombre sabe de tipografía lo que de cultura y de gobierno. Para colmo, el político a quien creo que alude tan elevado lector de mis obras inéditas ha comunicado luego graciosamente algunas de sus hazañas eróticas, que por lo demás eran ya del dominio público en los círculos de su agrupación, y parecen deslices de ursulina al lado de los alardes que luego han exhibido otros padres de la patria situados más a la izquierda. En fin, ni que decir tiene que la cena de casa Ciriaco acabó abruptamente después del atraco presidencial, y que desde aquel momento me he referido al atracador con algo menos de compasión de la que merecen sus desdichas. Siempre supe de su mediocridad, pero jamás llegué a sospechar hasta dónde llegaban su pequeñez y su vileza.

Como ya habrá adivinado el lector, estos comentarios a las originalidades de L.C.-S. +/-660 tienen exclusivamente un alcance político. Me refiero exclusivamente al personaje como político; y para responder, con armas políticas e históricas, a la agresión personal y política que me dedica en su fementido libro de falsas memorias. Sigamos, pues, en esa misma onda.

EL HOMBRE DEL ORINAL

Comunicada tan ejemplarmente la falsedad que acabo de comentar, L.C.-S. +/-660 la explica de esta forma con una nueva agresión: «Lo de menos es que no dijera la verdad. Lo demás, que pretendiera a este precio un puesto en el Consejo de Ministros. Claro que también el conde-duque de Olivares joven hacia méritos besando el orinal del rey (cita de J. H. Elliott), pero luego fue el mayor hombre de Estado del XVII español».

Por lo pronto, L.C.-S. +/-660 ignora que el conde-duque de Olivares joven no era conde-duque de Olivares; pero ya sabemos que su fuerte no es la Historia, sino la cola del piano. Lo que parece asombroso es que un hombre como L.C.-S.+ /-660, que hizo toda su carrera política sin hacer ni decir nada, excepto su tenaz insistencia en pedir todos y cada uno de los cargos que desempeñó, a la sombra de su tío el Protomártir, y que era famoso entre la clase política de la transición por su coba fina y redomada a quienes podían facilitarle el acceso a tales cargos, se atreva a estas alturas a mentar en desprestigio de otros el orinal del rey. A mí me acusa de besarlo; debe de conocerlo muy bien, ya que desde antes de 1975 se tragaba impávido, cada mañana, su contenido. Por Jo pronto, a quien deja L.C.-S. +/-660 a las patas de los caballos cuando nos «revela» la causa de mi nombramiento como ministro de Cultura es al propio Adolfo Suárez, que me propuso, y al propio rey, que me nombró justo en el día inolvidable —como me recordaba el propio don Juan Carlos en mi toma de posesión—en que los restos de su abuelo don Alfonso XIII llegaban a España para su descanso definitivo en El Escorial. «Si mi abuelo hubiera hecho caso al tuyo el 14 de abril —me dijo el rey ante el presidente y el notario mayor del reino—, la guerra civil se hubiera evitado. Fue tu abuelo, y no el m1o, quien tenía razón».

Por el contrario, según L.C.-S.+ /-660, el rey y el duque de Suárez designaban a Los ministros por delaciones y chismorreos. No era así.

La verdadera razón de la propuesta que hizo el señor Suárez para mi nombramiento me la comunicó el propio presidente en el palacio de la Moncloa cuando me ofreció, al anochecer del 18 de enero de 1980, esa cartera de la que se había destituido al profesor Clavero Arévalo por su actitud ante la autonomía andaluza, que chocaba con l a del Gobierno.

—Te ofrezco el ministerio —me dijo el presidente— porque eres la única persona de la derecha que carece de complejos culturales ante la izquierda.

Ingenuamente creí esa noche entrar en un gobierno de la derecha, o del centro, que siempre fue en la Historia de España una forma educada de ser de derechas. Luego el deslizamiento del señor Suárez hacia la izquierda, que confesó él mismo en 1981 a Julián Lago en una entrevista memorable, nos fue alejando; creo que el error estratégico más grave del duque de Suárez fue renunciar a la jefatura política del centro-derecha y orientarse exclusivamente al centro-izquierda para ganar allí la partida a Felipe González, olvidándose de que en su colosal intervención televisada la antevíspera electoral de 1979 venció a Felipe González con una valiente argumentación de centro-derecha. Pero al duque de Suárez ya le juzgará la Historia: la Historia grande, que tiene páginas triunfales y sorpresas trágicas. A L.C.-S. +/-660 no le va a dedicar demasiada atención la Historia; puede que haya que buscar algún día su triste poso en el orinal de la Historia.

Se lo había vuelto a tragar L.C.-S. +/-660 aquella mañana en que reincidió en la mentira para contar en su libro mis intervenciones en los consejos de ministros, donde por cierto estaba situado a mi lado, pero en el lugar contrario al que indica. Se fijaba por lo visto mucho en mi persona, en mis actitudes y mis actuaciones en el consejo, lo que, de saberlo entonces, me hubiera alarmado, aunque siempre tuve la costumbre de colocar mi enorme cartera entre él y yo; y me acusa de copar las deliberaciones con infinitos nombramientos de asesores que no dejaban tiempo para otros asuntos. Miente una vez más. Los nombramientos de asesores no se proponen en consejo; son de orden o resolución ministerial, no de decreto, y sobre ellos lo único que pude hacer es algún comentario en consejo. Digo que lo pude hacer, no que lo hice; porque mi detractor y yo juramos guardar secreto sobre las deliberaciones del Consejo de Ministros, lo que por lo visto no preocupa a L.C.-S.+ /-660, que, sin el menor escrúpulo viola ese juramento. Pero en cambio los ministros no juramos secreto sobre lo que no se dijo en esos consejos; por tanto puedo revelar que en los meses en que tuve la desgracia de tener por vecino a L.C.-S. +/-660 no abrió la boca, ni dijo ni una palabra, ni formuló propuesta alguna, ni comentó nada de cuanto allí se trataba; quizá porque empleaba su tiempo en observar a los demás, y en escribir cosas que se atreve a llamar sonetos y que deberían ser objeto de una nueva figura de delito sintáctico e incluso métrico.

UN DESMESURADO CANIJO DE LA POLÍTICA

Sustanciadas de esta manera las ridículas acusaciones que trata de verter sobre mí el pobre L.C.-S.+ /-660, trataremos ahora de evocar, al hilo de su libro algunas facetas de su trayectoria. Ante todo, su agresividad para con los demás políticos de la transición.

«El autor es de natural pendenciero» dice (p. 13), para justificar esa agresividad. Bien, entre la general repulsa y rechifla, en la que se distinguió con singular agudeza Juan Luis Cebrián, a quien L.C.-S. +/-660 suelta una coz versificada con la que pretende alcanzar simultáneamente a Luis María Ansón (los versos son tan malos que confiesa soñó en atribuírselos a sí mismo), le han salido a L.C.-S. algunos periodistas que, sin disimular su horror por el engendro, tratan de resaltar algunos aspectos «graciosos» o «ingeniosos»; por ejemplo, Alfonso Ussía, seguramente por comunión monárquica y juanista; Federico Jiménez Losantos y Ramón Pi, seguramente por comunión liberal. Ya adelanté antes el gran respeto por algunas libertades fundamentales que demostró L.C.-S. +/-660 cuando creía tener el poder, aunque apenas lo rozaba; tenía que suplicar, por ejemplo, a los directivos de TVE que comunicasen algunas informaciones de su agrado, por más que ellos, como casi todo el mundo dentro y fuera de UCD, le tomaban por el pito del sereno. Con la acerba crítica a sus compañeros de partido y de gobierno L.C.-S. +/-660 trata de imitar a Manuel Azaña, cuyo tomo de Memorias políticas y de guerra es un rosario subjetivo de maledicencias y de incomprensiones. Pero los tres notables periodistas citados ya se habrán desengañado de sus apuntes favorables a L.C.-S. ante la general carcajada con que se ha recibido su obra; y más cuando comprueben, al terminar este comentario, que el personaje no es ni liberal ni monárquico de siempre ni nada de lo que afirma en su libro; dime de lo que te jactas y te diré de lo que careces. Por lo pronto, nada tiene que ver con Azaña. Don Manuel Azaña, con sus insondables defectos y errores que tanto hicieron para acarrear a España la tragedia de 1936 (aunque por ahí se le prodiguen ahora ciertos homenajes que son en el fondo ataques apenas velados a la monarquía de entonces y de ahora), era, sin duda, un hombre grande; y un colosal prosista castellano. L.C.-S. +/-660 es un hombre pequeño, un desmesurado canijo de la política; un enano que chilla para que no le pisen, ni le olviden. Cree practicar la ironía sutil, cuando su prosodia, y hasta su morfología, son la recapitulación de la ramplonería y la horterada. Entre los políticos de nuestro tiempo que reinciden en la poesía, sólo he encontrado uno tan lamentable como L.C.-S.+ /-660: el ex ministro nicaragüense y trapense de Cultura Ernesto Cardenal, con la ventaja para Cardenal de que su competidor celtibérico prodiga, además, la rima decimonónica. Dice trazar en su libro una «semblanza afectuosa y festiva de unos hombres singulares» (p. 14), pero no hay tal; lo que en realidad intenta el pendenciero es desahogar sus frustraciones, explicar con ataques a los demás su para él inexplicable frustración; calmar a su ego dolorido porque, tras varias décadas de adoración por sí mismo, de celebrar íntimamente su superioridad y sus triunfos personales (de los que luego diré algo) ni la clase política ni el pueblo español le tomó en serio desde los pocos días que duró la esperanza puesta en su figura en momentos trágicos. Soledad Alameda, en una profunda entrevista (profunda por ella, porque el entrevistado actúa con vacuidad patente) que le hace en El País, resume aceradamente una clara conclusión: «Conjura el propio fracaso relatando las miserias ajenas».

Que cada palo aguante su vela y que quienes le han llamado a raíz de la aparición del libelo «miserable» y «canalla» con reserva expliquen su posición por encima de su explicable desprecio. Me han molestado, entre todos los ataques, la grosería que dedica a una dama de la política tan respetable como Rosa Posada; la retahíla de disparates que dirige contra Miguel Herrero de Miñón, a quien describe como «apóstata, infiel y aburrido cuando permanece mucho tiempo en las filas de la lealtad», su descalificación de Rodolfo Martín Villa, que envuelve además una mentira fundamental, a la que voy a referirme. Federico Jiménez Losantos, en el comentario agridulce que dedica, con excesiva generosidad a L.C.-S.+ /-660, pone el dedo en la llaga cuando explica cabalmente la decisión de Miguel Herrero y otros muchos españoles en 1982, a la vista del fracaso irremisible del infeliz presidente, que nos ofreció entonces el oro y el moro para que violentáramos nuestra conciencia política, y por cierto compró la de algún presunto «tránsfuga» por doscientas mil pesetas al mes hasta las elecciones: «Lo que L.C.-S. +/-660 no entiende, o no quiere entender, en esa “traición” de Herrero y de su multitudinaria compañía es que el centro derecha español, ante el evidente déficit de liderazgo de Suárez y la descomposición de UCD, tenía que orientarse hacia otro liderazgo y otra organización, y que con todos sus defectos eso sólo podía ser, y así ha sido, la Alianza Popular de Manuel Fraga». Por eso Losantos enmienda bastante sus adoraciones residuales por L.C.-S. +/-660 cuando titula su comentario al malhadado libro: Memorias de un desmemoriado.

EL JEFE JOVEN DE LA OPOSICIÓN MONÁRQUICA

Acabo de hablar de la agresión de L.C.-S. +/-660 contra Rodolfo Martín Villa. En la página 198 contrapone a su condición de «hombre del SEU» la de «monárquico juanista que había sido yo» y alardea de «mis peleas en la Castellana» mientras Martín Villa emergía «de la prehistoria franquista».

Pues bien, la contribución de Rodolfo Martín Villa a la transición democrática desde la legalidad·del régimen anterior ha sido infinitamente más importante que la de L.C.-S.+ /-660, que gafó, chafó y desgració el curso natural de la transición, y que tiene la desfachatez, inconcebible, de presentarse a estas alturas como un joven líder progresista de la juventud monárquica que defendía a mamporros contra los azules de Martín Villa la democracia monárquica en aquellos carrerones de la Castellana, que por cierto siempre me parecieron una ridiculez. Todo es pura, burda e inaguantable mentira. L.C.-S. +/-660 hizo toda su carrera política primordial en el franquismo, como excelso sobrino del Protomártir; sólo se acordó de que era Bustelo cuando vinieron mal dadas y había que alejar de su figura recién revestida de liberalismo inconsútil (¿cómo se lo habrán tragado Ramón Pi y Alfonso Ussía?) toda peste de franquismo previo. Vamos a ver. L.C.-S.+ /-660, el joven demócrata juanista, aspiró a procurador en Cortes por el tercio familiar en la provincia de Lugo, y con ese apellido, y el apoyo incondicional del régimen, perdió las elecciones, porque su sino es perderlas. Para compensarle en ese fracaso, del que no dice una palabra en su centón de falsedades, el régimen le otorgó a dedo el mismo puesto de procurador en Cortes, ahora por el tercio sindical, en el que no decidía precisamente entonces don Marcelino Camacho. Como procurador en Cortes por los sindicatos verticales franquistas llegó L.C.-S. +/-660 a los días de la muerte de Franco y nunca se me olvidará la acritud con que reprendió a Pío Cabanillas, delante de Manuel Fraile, Fernando Castedo y yo, que éramos en 1975 el equipo de Pío Cabanillas, porque el brillante ex ministro de Información no se había mostrado suficientemente franquista en su comentario, muy caballeroso y objetivo por cierto, a la muerte de Franco. En sus desmemoriados recuerdos de 1981, L.C.-S. +/-660 truena contra quienes le acusaban de derechizar la UCD, sobre todo contra el duque de Suárez; ahora quiere aparecer ante la Historia como adalid del progresismo, como apóstol del centro-izquierda, como Bustelo y no como parecía indicar su primer apellido compuesto. Con el cual, y sin darse cuenta, rindió L.C.-S. +/-660 un insigne servicio, seguramente el único, a la democracia española. Me consta por testimonio directo que el general más importante de los que estaban comprometidos para alzarse el 23 de febrero de 1981, otra historia jamás contada de la que L.C.-S. +/-660 no tiene la menor idea, al revés que el duque de Suárez, que lo sabe casi todo y no lo ha contado jamás, se echó atrás en el ultimísimo momento, que tengo perfectamente fechado con día y hora, cuando comprobó que el apellido del nuevo presidente del Gobierno era el que era. «Contra ese apellido —dijo— no se puede alzar el Ejército». Y no se refería precisamente al apellido progresista e izquierdista de nuestro personaje, que da al citarlo con tanta nostalgia una nueva prueba de esquizofrenia política. No será la única, vamos a verlo.

Se presenta obsesivamente L.C.-S. +/-660 como hombre de vasta cultura. Yo cambiaría en el mejor de los casos la uve por la be en el adjetivo. Por mis escasos con tactos con él he llegado a la conclusión de que su cultura es superficial y de imagen; que sus lecturas presuntas deben de reducirse a algunos libros de citas, y a los consejos atinados de otro tío suyo, Joaquín, hombre realmente cultísimo y no bien valorado como tal en la vida académica y cultural española; y que en punto a cultura de verdad este hierático ingeniero de caminos me parece todavía menos culto que su compañero de carrera Juan Benet, e incluso no supera el nivel de ceporro si nos ponemos a ahondar. Pero hay además en su libro, y no pretendo ser exhaustivo ni menos cruel, sino simplemente amable y festivo, algunas pruebas palmarias, aparte de las coplas y sonetos que son de juzgado de guardia. En la página 62 cree que la «tentación totalitaria», título del célebre y poco leído libro de Jean-François Revel, es algo sentido desde el poder y no, como sucede realmente, desde el pueblo borreguil. Cuando cita una divertida aliteración de Pío Cabanillas, no la denomina así, sino cacofonía: a don Joaquín se le escapó sin duda este detalle en la revisión gramatical del libelo. En la página 28 habla de un aire que viene de Fronda, así, con mayúscula; y seguramente cuando ahora se lo recuerdo, seguirá sin saber por qué se equivoca. Tengo docenas de notas anticulturales espigadas entre las páginas del engendro, pero renuncio a transcribir la lista; porque nada debe extrañarnos que atente así a la cultura quien en su terreno presuntamente profesional, la política, puede demostrar tamaña ignorancia. Por ejemplo, cuando en la página 212 afirma tan fresco que Fernández Ordóñez «dimitió antes de entregarse al adversario», es decir, en 1982; cuando todo el mundo sabe, y el simpático ex franquista, ex ucedista y ex PADista lo ha confesado paladinamente, que obedecía ya secretamente al PSOE desde tres años antes, en 1979.

LA VENGANZA SÁDICA DE UN FRANQUISTA FRUSTRADO

Sin embargo, el capítulo que más me ha fascinado del libro de L.C.-S. +/-660 es el que dedica a definirse como «hombre de suerte» cuando afirma: «Yo creo que la suerte es un dato objetivo de la persona» (p. 158). Esto resulta ya no tragicómico sino delirante, y merece un análisis en regla, para el que no solamente voy a utilizar mis herramientas profesionales del periodismo y la Historia e incluso mis recuerdos, archivados ya y más que depurados, de la política; sino también mis aficiones, nunca desmentidas, a la psicohistoria, al esoterismo y a la parapsicología. Por eso escribo esta parte de mi estudio, amable y festivo como siempre, desde una cuarta dimensión; a veces voy a difuminar conscientemente la precisión cronológica del dato, que pertenece a la tercera dimensión euclidiana, para conseguir un efecto descriptivo más profundo y en el fondo más objetivo. Al hablar de la suerte como atributo reivindicado por L.C.-S.+ /-660, tengo muy especialmente en cuenta la advertencia del humanista veneciano que me inspira todo este capítulo; porque estoy convencido de que esa apelación a la suerte por este superespecialista en desgracias colectivas, que como tal sí que pasará a la historia de la parapsicología y el esoterismo, no es solamente cínica sino trágica y patética; y que burla burlando tal vez L.C.-S. +/-660 ha entrevisto alguna alusión de este tipo en alguna obra mía anterior, donde jamás aludí realmente a su persona, sino todo lo más a ciertas huellas suyas en esa cuarta dimensión, por la que ahora, protegido por el conjuro veneciano del siglo XVI, y por toda la panoplia de mis estudios gnósticos, templarios y masónicos, me adentro al servicio de esa Historia que L.C.-S. +/-660 pretendía violar en casa Ciriaco cuando empezaba el invierno de 1982.

Emprendo ahora la parte más delicada y peligrosa de este análisis histórico-psicodélico-parapsicológico sobre la figura misteriosa de L.C.-S. +/-660 que se califica a sí mismo COMO HOMBRE DE SUERTE Y CONSIDERA SU PASO POR LA VIDA PÚBLICA Y EMPRESARIAL COMO «LA SUERTE OBJETIVADA». Con ello incide directamente en la advertencia que nos hizo el tratadista del mal de ojo, Albino Meraglio, en la presentación de este capítulo y por ello redoblo mis conjuros, asiento firmemente mis fórmulas defensivas y me dispongo a escribir el definitivo diagnóstico sobre el poder oculto y maléfico del personaje. Pese a que he observado escrupulosamente, en todo lo que antecede, los consejos de Meraglio, tomados de la más acrisolada tradición nigromántica, he experimentado gravísimos inconvenientes desde que inicié la preparación y escritura del capítulo. Se me ha estropeado dos veces, inexplicablemente, el ordenador Zenith que suelo emplear en mis trabajos; se ha despegado la tira de papel horadado en la impresora y he tardado casi media tarde en detectar un virus rarísimo en las instrucciones del procesador de textos, pese a que la IBM me ha provisto de todas las vacunas imaginables. Pese a mis conjuros de defensa, bastó un leve error en el tecleado del +/- para que el assistant se transmutase en wordperfect, con lo que mi análisis sobre la trayectoria de L.C.-S. +/-660 se convirtió en un capítulo espurio de mi Historia de América y encima sobre el encuentro mantenido por el señor Yáñez con los descendientes de los indios anacrónicos quienes, al ver cómo les llamaba amerindios, empezaron a arrojarle carpetas y tinteros, que parecía la Noche Triste de Cortés. Pero yo tenía que rendir este servicio supremo a la Historia que consiste en sacar de la Historia a L.C.-S.+ /-660, y por tanto revisé los conjuros, les apliqué un programa informático adaptado simultáneamente a ingenieros de caminos y pianistas y me apareció en pantalla una nueva propuesta de título: LA VENGANZA SÁDICA DE UN FRANQUISTA FRUSTRADO. Lo cierto es que ese título ya se lo apliqué hace años a un famoso escritor rojo que anda ahora por ahí ganando Cavias aunque no academias, y que por cierto fue copiosamente elogiado en su día por L.C.-S.+ /-660, por lo que cayeron inmediatamente sobre él tales desgracias que optó por convertirse en adicto del ABC, a poco de que le echaran de El País. Pero ese título, tan aplicable también al propio L.C.-S.+ /-660, me convenció de que había recuperado la sensatez de mi pequeño ordenador, y por ello inicio ya el movimiento final de esta sinfonía tragicómica: EL HOMBRE DE SUERTE.

EL REPARTO DE LAS LEOPOLDINAS

En un significativo rapto de autocompasión, que resume y concentra todo el núcleo psiquiátrico de su retorcida personalidad, L.C.-S.+ /-660, se lamenta de que Jaime Campmany, que siempre fue un águila caudal, le denominara «un alto pararrayos de desgracias» y que Alfonso Osorio, el político español que mejor ha vivido en la transición, le definiera como «Un hombre serio con mala suerte». Recurre entonces L.C.-S. +/-660 al sofisma burdo y refuta: «Estas páginas demuestran que ni soy tan serio ni me ha ido tan mal en la vida pública y privada». Cierta la primera parte; pese a su apariencia de ídolo trasplantado de la isla de Pascua, que por ello le llamé antes precolombino, no es serio, es un bromazo de la transición. El sofisma viene luego. Cuando L.C.-S.+ /-660, incitado por este capítulo, se decida por fin a leer a Albino Meraglio, verá que el gafe, cenizo, aguafiestas, malasombra o jettatore en su versión grave y sobre todo simpliciter simplex que es la suya, puede ser, en efecto, un hombre de suerte para sí mismo; puede llegar a notables alturas y fortunas personales, incluso sin mérito alguno por su parte, sobre todo cuando puede alzarse sobre el pavés de una dictadura como sobrino y epígono de todo un Protomártir; pero toda esa suerte personal se vuelve en desgracia, catástrofe y hecatombe para las instituciones a las que sirve, para las personas que militan en su campo, para los países e incluso las partes del mundo en las que vive o a las que se dirige para visitarlas. «Yo creo —dice en la página 158 de su alegato, sin la menor idea de estos rudimentos del esoterismo— que la suerte es un dato objetivo de la persona». Es decir, que L.C.-S. +/-660 no sólo es un hombre de suerte sino que, según su propio análisis, es una reencarnación de la suerte; un tótem que debería aprovechar cierto famoso artista para esculpir una de sus famosas series limitadas cuyos elementos pudieran colgarse al cuello quienes se encuentran en grandes peligros. No digo esto a humo de pajas. Me dicen que ese gran escultor, seducido por el libelo de L.C.-S.+ /-660, ha sondeado el mercado con una serie limitada de tales efigies que llama «leopoldinas» inspiradas en una síntesis de las efigies de la isla de Pascua y el rostro de Nelson Mandela proyectados sobre la fotografía oficial del ex presidente, cuyo fotógrafo quebró hace años. Y como prueba para la consiguiente campaña de publicidad, el escultor ha enviado un ejemplar, al comenzar el verano de 1990, a varios amigos suyos de toda confianza para que le detallen los efectos del colgajo. Conozco los nombres de esos amigos: Carlos Goyanes, Juan Antonio Martínez Soler, el emir de Kuwait, Gabino Puche, el jefe del servicio contra incendios en la Xunta de Galicia, los hermanos Guerra y la diva Montserrat Caballé, a la que el propio L.C.-S. +/-660 mostró su deseo de entregar personalmente la joya con motivo de su anunciado estreno en el teatro Romano de Mérida. No solamente el gran escultor, que por supuesto ya ha cambiado de tótem, sino todo el público conoce los unánimes resultados de la prueba cuya última destinataria, por cierto, se me olvidaba: la bella Benazir Bhutto, que recibió la joya el mismo día, me asegura, que John B. Toshack y Stefano Casiraghi.

LA RENFE Y EL BANCO URQUIJO

El capítulo dedicado por L.C.-S. +/-660 a la «suerte objetivada» en su actividad empresaria l se titula «Nadie es profeta en su tierra», y resulta especialmente patético. Cita en él dos escenarios de sus triunfos: la empresa Perlofil y su gestión al frente de la Unión Española de Explosivos. Quienes de verdad conocen la historia de una y otra sociedad no pueden ocultar su jocundo asombro al comprobar tamaña desfachatez. Yo me limito a reseñar dos notas de ambiente, para referirme después a otras dos triunfales actuaciones de L.C.-S.+ /-660, de cuya referencia huye como de la peste: RENFE y el Banco Urquijo. Vayamos por partes y advierto una vez más que aplico a estas descripciones un método esotérico de cuarta dimensión; no me interesa la exactitud euclidiana de los datos, sino la descripción simbólica y profunda de los hechos.

La designación de L.C.-S. +/-660 para la dirección de Perlofil, primera empresa española dedicada a fabricar medias de nylon, se debió a su brillante ejecutoria en la Escuela de Ingenieros de Caminos, sin que su condición de sobrino del Protomártir tuviera, por supuesto, nada que ver en el nombramiento; esas cosas, ya se sabe, nunca se tenían en cuenta en la España de Franco, ni menos para quien acababa de ser nada menos que el jefe de la joven oposición monárquica al franquismo, mientras preparaba ya su fecunda carrera de procurador en Cortes por el tercio sindical. Alguien descubrió, sin embargo, las evidentes conexiones entre los caminos, los canales y los puertos con las medias de nylon, lo mismo que casi por entonces otro ingeniero del ramo, Juan Benet, militante antifranquista igualmente, descubría la secreta relación entre la altísima ingeniería fundada en España por Agustín de Bethencourt y la literatura; el caso es que para la inauguración de la factoría de Perlofil, me dicen que en Alcobendas, acudió una altísima autoridad del régimen, me dicen algunas fuentes que el propio general Franco. El joven director pidió, reverente, a la altísima autoridad que accionase la palanca de puesta en marcha. La altísima autoridad, que siempre se distinguió por su excelente información secreta, conocía ya la incipiente fama del joven director como portador de la suerte objetivada y se negó insistentemente a empuñar la palanca. «Hágalo usted mismo, que para eso es el director», dijo, llamándole por su nombre, lo que como es sabido le acarreó, en el viaje de vuelta a su palacio, aquel famoso escape de óxido de carbono que a punto estuvo de acabar con su vida y la de su esposa. Como especialista en esa figura histórica debo situar en ese viaje de regreso el intento de atentado al que se refiere Dionisio Ridruejo como preparado por él y sus amigos en la carretera del Pardo; que falló no por mala conexión, como explicó el ardoroso político, sino porque al enterarse de que la fábrica inaugurada era de L.C.-S. +/-660 canceló la operación para que no le alcanzasen las consecuencias de tal proximidad. Pero volvamos a la inauguración. Apremiado por la altísima autoridad, el joven director accionó por fin la palanca. Ni una máquina se movió; estalló en cambio el cuadro de mandos, surgieron llamaradas, y dice mi testigo que la guardia mora irrumpió lanza en ristre en la nave, de la que desaparecieron en sus amplios zaragüelles las cajas de medias de nylon enviadas por la fábrica extranjera de la empresa matriz, por si algo fallaba en el estreno. L.C.-S. +/-660 nada dice de tal evento; reconoce que la fábrica, tras su gestión, hubo que venderla a un grupo extranjero, que, como se sabe, es lo que se hace siempre que las empresas marchan viento en popa.

En 1963 se encargó L.C.-S. +/-660 de una de las grandes empresas españolas, la Unión Española de Explosivos. Dice que tuvo suerte; pero hay que oír todavía a los directivos de la sociedad cuando detallan el desastre total en que quedaba la gran empresa cuando por fin consiguieron liberarse del director. Hubo también que liquidarla y venderla como se pudo, por lo que fue precisamente el presidente del consejo de la entidad quien se opuso más decididamente al retorno de L.C.-S. +/-660 a la actividad empresarial, pero no adelantemos acontecimientos.

Acabo de decir que L.C.-S. +/-660 no mienta ni de lelos su actuación en otras dos empresas. Conozco, de fuente alta y directísima, su intervención en RENFE, donde hubo de ser abruptamente cesado cuando el consejo de administración en pleno acudió al ministro de Obras Públicas para explicarle que los ferrocarriles españoles, a poco de haber conseguido grandes mejoras en su rendimiento y servicios, experimentaban desde la presencia de L.C.-S. +/-660 gravísimas anomalías: retrasos inexplicables, accidentes absurdos que no dependían de fallos técnicos ni humanos, desmoralización general de sus empleados, pérdidas a chorro… «Perdone usted, ministro —explicaba el portavoz del grupo, con palabras que anoté cuando me las repetía personalmente—, no encontramos más explicación para este conjunto de catástrofes que la presencia de este señor entre nosotros. Comprendo que para un grupo de ingenieros, políticos y administradores este tipo de explicaciones resulta extemporáneo —todavía no había explicado el jesuita padre Pilón los secretos de la parapsicología en España—, pero nosotros y nuestros asesores extranjeros, poco dados a credulidades esotéricas, no encontramos otra solución. Cese usted al personaje o nos tenemos que marchar todos». El personaje fue cesado, y la normalidad se restableció inmediatamente. El personaje entonces acudió al siguiente ministro de Obras Públicas, ya era la época de su hábil manejo de los orinales, para suplicarle la subsecretaría del departamento. Se enteraron los cuadros del ministerio (donde por cierto se produjeron ese mismo día algunos pequeños incendios como de advertencia) y la protesta fue tal que se canceló fulminantemente la designación.

Lo del Banco Urquijo fue más breve y más grave. Arrojado ya L.C.-S. +/-660 de la Presidencia del Gobierno y de la política, un alma compasiva, e ignorante de su maleficio congénito, le designó para el consejo de administración del Banco Urquijo, tal vez por la ejecutoria liberal que había conseguido labrarse el sobrino del Protomártir y procurador en Cortes por el tercio sindical. A los pocos días el Banco se hundió, aunque la noticia se mantuvo en secreto hasta que el consejo conociese formalmente los detalles. Era el primer consejo al que asistía L.C.-S.+ /-660, el cual, fuera del orden del día (se ha pasado la vida fuera del orden del día) se apresuró a ofrecer su experiencia empresarial y de Gobierno para el mejor servicio de la entidad. Todos le miraban compungidos; el nuevo consejero no se había enterado de nada. Hasta que el presidente comentó: «Gracias, querido amigo. Lamento no poder aceptar tu ofrecimiento. Este consejo, primero y último al que asistes, se ha convocado para ordenar en lo posible la quiebra del Banco». La suerte objetivada, en efecto.

Por estas razones, L.C.-S. +/-660 se llevó la sorpresa de su vida cuando en febrero de 1978 trató de regresar al sector privado. Lo cuenta de forma patética, como siempre, y envuelta en falsedades, como si empre. Había desempeñado el Ministerio de Comercio en 1975, en el Gobierno franquista de Carlos Arias que siguió inmediatamente a la muerte de Franco, después de esgrimir magistralmente la técnica del orinal que ya dominaba, y durante el desempeño de esa cartera, como me ha contado un testigo presencial y documentado, el todavía sobrino del Protomártir planteó nada menos que la nacionalización de la Banca; dato que sorprenderá a muchos lectores, pero que explica bien, junto a la catastrófica gestión de L.C.-S. +/-660 en la empresa privada, que cuando propuso a Suárez con la boca chica en 1978 el retorno a la actividad empresarial privada, el presidente le replicara: «Sí, tú quieres volver, pero tus amigos de la empresa privada no te quieren recibir» (p. 58). Otra confesión patética del pobre L.C.-S.+ /-660, que seguía acosado por los fantasmas de la RENFE y de Explosivos, y por sus extrañas contradicciones en el campo de la alta teoría económica. Con esta dramática escena rematemos ya nuestro estudio con el análisis de la actuación presidencial del personaje.

LA SOMBRA MALIGNA QUE HUNDIÓ A LA UCD

Que debemos abrir con otra confesión patética. Para explicar su buena suerte, y arrojar la mala suerte sobre las sufridas espaldas de la UCD, L.C.-S. +/-660 nos propone la parábola del surco y la montaña. «Si se miran los gráficos económicos de la década 75-85, se ve en ellos que el perfil de la crisis es un surco cuando el gráfico representa magnitudes favorables, y una montaña cuando representa magnitudes desfavorables» (p. 158). Y ahora la confesión patética: «Lo más hondo del surco y lo más alto de la montaña corresponden a mis años en la Moncloa». Bien, realmente no fueron dos años, sino dos períodos seguidos de diez meses; la interpretación de la catástrofe que L.C.-S. +/-660 quiere eludir ha de buscarse, ahora, en que el día que separa esos dos períodos trágicos es el Vayayeb de la tradición maya, con trescientos días aciagos por delante y otros tantos por detrás. La determinación del Vayayeb la hacían los astrónomos mayas por ciclos de cincuenta años; los cincuenta años del 14 de abril de 1931 caen justo a las pocas semanas de que L.C.-S. +/-660 se instalase en la Moncloa. Con este personaje hay que acudir de forma permanente a la interpretación esotérica y cuatridimensional; nos perdemos si tratamos de enjuiciarle en un mundo euclídeo y newtoniano. Porque, como el pobre L.C.-S. +/-660 no parece advertir, la economía estaba en montaña cuando él la asumió; y en surco, es decir en catástrofe, cuando la dejó.

Su estreno presidencial ya fue revelador. En su discurso de investid ura pronunció un alto dictamen histórico: «Ha terminado la transición», y en ese momento histórico irrumpió en el Congreso el teniente coronel Tejero. Párrafos enteros dedica el pobre L.C.-S. +/-660 a prodigar la escolástica decadente para decirnos que no, que esa irrupción fue unas horas después de su dictamen. No importan horas ni días; fue en ese momento histórico, y como respuesta a la jettatura que acababa de instalarse en la Moncloa. Sin embargo debo reconocer, ya que éste es también un libro de historia, que esa llegada a la Moncloa fue, inicialmente, muy bien recibida.

Las Fuerzas Armadas, como vimos, no consumaron su golpe al ver a una persona de ese apellido en tan alto puesto; fue el último, y el único servicio político importante del sobrino del Protomártir a España. Muchos creímos en él y nos adherimos a él; absurdamente, pero para huir del pozo en que nos había sumido Adolfo Suárez por obstinarse en no ser lo que realmente era, tal vez por la influencia nefasta de sus ángeles negros. La historia esotérica de L.C.-S. +/-660 no era conocida entonces más que por unos cuantos iniciados en el campo de la empresa, la política y la sociedad y le dimos en aquellas Cortes una holgada mayoría absoluta que expresaba la confianza de la nación en su figura. Recuerdo que, cuando empezaba a flaquear mi fe en esa figura ante las primeras tonterías que prodigaba L.C.-S. +/-660, el ministro católico Eduardo Carriles reunió en su casa a un grupo de amigos, entre ellos un antiguo compañero mío de colegio en los marianistas de Juan de Mena (donde conocí a nuestro llorado amigo Juan Antonio Vallejo-Nájera), que entonces, ) ahora, ejercita una labor importantísima de signo apostólico y empresarial en América, dentro de las filas del Opus Dei. Este amigo mío, vinculado a una dinastía bancaria española, me decía en aquella cena de Carriles en la Moraleja que L.C.-S. +/-660 era el hombre a seguir, y a los pocos días recibí una carta suya desde América en que me repetía la misma tesis; de donde deduje que un importante sector de la Obra, interesado en l a política, apostaba decididamente en favor del nuevo presidente, por quien habían votado también los catalanistas de Roca y Pujol, y bastantes diputados fuera de UCD.

Pero sorprendentemente a las pocas semanas L.C.-S. demostró que no tenía nada dentro, y que había llegado a la presidencia simplemente por no hacer nada ni decir nada. Contrató a un excelente consejero de relaciones públicas que le sugirió una amplia política de gestos, pero no eran más que gestos, no realidades. Pudo hacerlo todo: cambiar el Gobierno de Suárez, convocar elecciones en las que hubiera barrido sin la menor duda, remodelar la UCD de fond en comble y no hizo absolutamente nada. Mantuvo más o menos el mismo Gobierno de UCD que Suárez definió como el mejor de todos los posibles y lo arruinó en cuatro meses. En ese Gobierno, según Jesús Cacho, había seis ministros masones, lo que no me consta pero tampoco me extraña. Luego quiso convocar a un hombre prestigioso, Antonio Garrigues, a ese Gobierno, y L.C.-S. +/-660 omite la auténtica razón de que no se lograse esa incorporación; sin duda la CIA, que no es contraria al destacado político, le comunicó la carta astral del presidente, con lo que se echó para atrás horrorizado, no sin que la mínima aproximación proporcionase a Antonio Garrigues gravísimos problemas en los que ahora no he de entrar. No se enteró el presidente de que su ministro Fernández Ordóñez era ya juramentado del PSOE durante todo aquel año 1981 y el siguiente, como después ha confesado paladinamente. Manejó, o creyó manejar, cierta prensa liberal en la que UCD tenía ciertas acciones, para machacar desde ella a quienes le criticábamos en la prensa libre, a la que pretendió mediatizar con métodos mexicanos que ya he insinuado. Llegó la guerra de las Malvinas, y mientras la opinión española reaccionaba unánimemente en favor de Argentina por la semejanza con Gibraltar, el presidente declaró en una de sus ridículas frases que él creía geniales que se trataba de un conflicto «distinto y distante», lo que naturalmente le valió mi protesta indignada en mi columna de entonces, que él describe ahora con latinajos escatológicos, nunca puede olvidarse de su dominio interior del orinal. Sus relaciones con la UCD resultaron ridículas más que dramáticas. «El 30 de noviembre (de 1981, día muy próximo al Vayayeb de los mayas) —dice en la página 75— el Consejo Político me elige presidente de UCD».

Acto seguido se le escapa la pluma y él mismo se encarga de referirnos la consecuencia de esa designación: «Ha pasado poco más de un mes desde el fracaso gallego. Faltan seis meses para el fracaso andaluz. Y doce para el fracaso final». El hombre de la suerte objetivada.

EL PAPA Y EL MUNDIAL DE 1982

Entramos así en el año 1982. Yo acababa de contribuir, en uso de mi libertad de expresión, a ese fracaso gallego de la UCD en vista de que la UCD era una merienda de negros, y en vista de que el presidente anterior de UCD, don Agustín Rodríguez Sahagún, pretendía coartar con trabas políticas mi libertad profesional como columnista. Pero en lo que restaba de legislatura no voté una sola vez en contra de UCD en las Cortes. No relataré ahora, por compasión, cómo se arrastró todo un presidente del Gobierno ante Miguel Herrero de Miñón y ante mí a fines de enero de 1982 para que no nos marcháramos del grupo parlamentario en vista de la descomposición de UCD y de la estolidez presidencial. Tenía L.C.-S. +/-660 un interés morboso en que yo dejara solo en su hégira a Miguel Herrero, y por eso nos insulta tanto ahora, porque nos cree artífices de su desastre político. No tiene ni idea.

El único artífice del desastre político de L.C.-S. +/-660 es él mismo. Por fin la suerte, que suele proteger personalmente a los gafes mayores, no pudo con la inconcebible torpeza de su visión y de su gestión. Atrincherado en su pequeña corte de fontaneros, que otros describían con mayor crudeza, prodigaba los gestos, que ya eran manotazos, y provocaban la risa general tras la esperanza hundida. Adolfo Suárez se dedicó a apuñalar a la UCD por la espalda, y L.C.-S. +/-660 bailó todo ese año 82 con Landelino Lavilla una danza de la muerte que desembocó en la increíble cláusula de devolución exigida por Landelino (que es un caballero cabal, el mejor presidente de las Cortes españolas de todo el siglo XX y un gran político ahogado injustamente por la ceguera general del centrismo suicida), cuando L.C.-S. +/-660 hubo de abandonar la presidencia del partido tras acabarlo de hundir y aceptó un humillante segundo puesto en la lista de las elecciones por él convocadas en el peor momento imaginable. Porque en aquel año 1982, el presidente desarbolado tuvo dos oportunidades de oro que encenagó y esterilizó: una fue la venida del papa Juan Pablo 11 a España; otra, el Mundial de fútbol.

Un papa iba a venir a España por vez primera desde que dejó España el papa Adriano de Utrecht en el siglo XVI, pero Juan Pablo II tiene asesores eximios que le explicaron a fondo las consecuencias que para su persona y su pontificado podía tener esa venida bajo la presidencia de L.C.-S.+ /-660. Ya cuando el año anterior se anunciaba la posibilidad de esa visita, recién llegado nuestro personaje a la Presidencia, el papa estuvo a punto de morir en el atentado de Ali Agca en la plaza de San Pedro. El papa polaco no cree en consejas, pero sí sabe que la parapsicología es una ciencia, por lo que dispuso todo para retrasar su venida a España hasta después de las elecciones del otoño, con lo que el viaje transcurrió sin más incidentes que aquellos cientos de miles de personas que aplaudían en la plaza de Lima cuando hablaba contra el aborto, después de haber votado, en alto porcentaje, a un programa electoral abortista; pero ésa es también otra historia.

De lo que sucedió en el Mundial de fútbol fui testigo directo con un grupo de parlamentarios que veíamos la final entre Alemania e Italia en la esquina sureste del Bernabeu. Por supuesto que España ya estaba eliminada: nadie lo habíamos dudado ante la realidad de quien regía entonces los destinos del Gobierno. Para la final, L.C.-S. +/-660 había invitado al presidente Pertini, que se negó a venir hasta que formuló personalmente la invitación el rey de España. Entonces el presidente invitó a su colega alemán, Helmut Schmidt, quien, desconocedor de la influencia secreta de su anfitrión, accedió al viaje. Por supuesto que ganó Italia y perdió Alemania; pero para el remate de esta historia tengo no ya unos pocos, sino más de cien mil testigos. Que recordarán cómo sonó sin trabas el himno alemán mientras aparecía en la gran pantalla electrónica la imagen de Schmidt; sonó sin problemas el himno de Italia bajo la sonriente imagen de Pertini; y cuando el disco (no había ni banda) atacó los compases del himno nacional, apareció la imagen enorme de nuestro presidente, y, como en la inauguración de Perlofil, empezó a echar humo el tocadiscos, se interrumpió el himno y se desvaneció la imagen, con lo que gracias a Dios pudo empezar sin más incidentes el partido de la gran victoria italiana.

De las elecciones de octubre de 1982 nada queda por comentar. Fue la primera vez en la historia universal de las democracias occidentales en que un presidente de Gobierno que convoca unas elecciones generales el día que quiere no solamente las pierde, que esto es normal, sino que ni siquiera él mismo, esto es lo histórico, sale elegido diputado. Sin embargo, la interpretación de la catástrofe por el hombre de la suerte objetivada no puede ser más paladina, y como único castigo la reproduciré de sus propias palabras en la página 159 del libro:

«Tuve suerte y pude entregar dos años más tarde a Felipe González una España que había recobrado su fe en la libertad y una democracia parlamentaria perfectamente consolidada».

Está visto que se merece el ingreso en el PSOE como socio de honor. Sería, además, la única solución para que lográsemos por fin la catástrofe del PSOE y la recuperación de España.

ENTRE LA PIRÁMIDE, KAIRUÁN Y MÉRIDA

Así volvió abruptamente a la vida privada el hombre de suerte. Nada he dicho sobre sus relaciones con el director general de televisión nombrado por Adolfo Suárez, Fernando Castedo, en cuanto a ciertas preferencias sobre la construcción del famoso Pirulí, la torre de Televisión Española en Madrid, porque tal revelación corresponde a Fernando Castedo, a quien L.C.-S. +/-660 echó de mala manera sin conseguir por ello que Televisión Española le hiciera el menor caso. Pretendió L.C.-S. +/-660 en alguna ocasión un retorno solemne a la vida pública encabezando las listas del centro-derecha en las elecciones al Parlamento Europeo, pero vino del Parlamento europeo a los partidos españoles del centro-derecha no ya un suplicatorio, sino una rendida súplica para que se descartase tal candidatura en servicio de la estabilidad de Europa; la petición fue, naturalmente, atendida. Al cesar como presidente, L.C.-S. +/-660 sorprendió a la Casa Real con la solicitud de un título nobiliario. Los reyes de armas barajaron varias propuestas previas: duque de la Catástrofe, marqués del Real Espanto, conde de la Suerte Atravesada, vizconde de las Ocasiones Perdidas, barón de la Ceniza Persistente, señor del Malaje. Pero a fin de cuentas la Diputación de la Grandeza elevó un memorial a la Corona en que se advertía noblemente que con el acceso del candidato, la aristocracia podría desaparecer sin explicaciones lógicas en menos de una generación, por lo que la petición fue amablemente archivada. La simple consideración del caso coincidió, como se sabe, con un segundo y confuso amago de golpe militar.

Regresó, pues, el ex presidente a su silencio, a la nostalgia de sus orinales, al quehacer absorbente de sus sonetos. Dicen que ha enhebrado toda su ejecutoria política en trescientos mil sonetos y que está dispuesto a venderlos al peso a cualquier editorial, sin encontrar de momento postores. Emprendió varios viajes de riguroso incógnito, ya que ningún país se arriesga conscientemente a abrirle sus fronteras, pero de uno de tales viajes han saltado a la cuarta dimensión y la historia del esoterismo ciertos rumores que sólo me atrevo a consignar como tales, sin atribuirles de momento una sanción histórica por más que alcancen, ante datos mu y concretos, una clara verosimilitud parapsicológica.

Un año indeterminado de su etapa pospolítica (si estos sucesos se pueden inscribir en años concretos, yo apostaría por el siguiente a su catástrofe política, cuando los acumuladores de su desgracia comunicativa ya estaban recargados después de que L.C.-S. +/-660 provocara el más duradero hundimiento histórico de la derecha española tras la prisión de Jovellanos) nuestro personaje con un breve séquito (que incluía, por acuerdo de la Liga Árabe, a media docena de especialistas en conjuros facilitados por las universidades de El Cairo y Túnez), emprendió un viaje por el norte de África que con serias dificultades he tratado de reconstruir. La primera sorpresa saltó en un descuido del grupo asesor, que disfrutaba de las delicias del Cairo, mientras nuestro personaje se escapó y se obstinó en subir al vértice de la pirámide de Keops. Tal subida estaba ya desaconsejada por la UNESCO precisamente para evitar riesgos semejantes, pero la insistencia de L.C.-S. +/-660 fue tal que por fin le autorizaron la ascensión. Subió a la pirámide que había aguantado sin inmutarse el peso histórico colosal de Alejandro Magno, y el breve discurso de Napoleón Bonaparte sobre Los siglos de historia que contemplaban a sus soldados y eran realmente más del doble. No registran los informes secretos del gobierno egipcio discurso alguno de L.C.-S.+ /-660. Pero cualquier lector desconfiado puede comprobar que al día siguiente de la visita, la UNESCO difundió este comunicado alarmante a todo el mundo: «Habiéndose abierto, por causas desconocidas, una grieta amenazadora en la pirámide de Keops desde el vértice a la base, con seria posibilidad de ruina, se invita a todos los Gobiernos a que envíen expertos para evaluar los daños y proponer los remedios, con expresa excepción del Gobierno de España», seguramente por si el maleficio dependía del cargo cesante y no de la persona. A la mañana siguiente las autoridades egipcias, que verificaron ciertos rumores sobre una insólita y devastadora crecida del Nilo y sobre movimientos inexplicables del Ejército israelí en la frontera, pusieron en la frontera opuesta, la de Libia, a L.C.-S.+ /-660, mientras ordenaban secretamente el fusilamiento del negligente comité de expertos en conjuros que le habían dejado suelto por las pirámides.

Siempre según las fuentes esotéricas que me han facilitado la anterior información cuatridimensional, L.C.-S. +/-660 emprendió el regreso por una ruta desconocida, con un renovado equipo de parapsicólogos por todo séquito y además por tierra, porque ninguna línea aérea se atrevió a facilitar el pasaje de retorno. Nunca se supo la vía de regreso (quizá a través de Libia por coincidencia probable con el bombardeo devastador de la Sexta Flota americana), pero en mis apuntes figura un dato que permite conjeturada. Justo en el día en que cruzó L.C.-S. +/-660 su meridiano, un hórrido viento del desierto se abatió sobre la ciudad de Kairuán, que semanas después figuró en algún periódico español como visitada por el ex presidente en su periplo de alta cultura. Y por primera vez desde la víspera de la toma de la ciudad por los vándalos, anunciados por una espantosa tormenta que la asoló, la arena invadió las calles de Kairuán, ahuyentó a los habitantes, destruyó carreteras y servicios, sepultó a la mitad de los barrios y respetó solamente, hasta el mismo momento del despegue, a un pequeño avión taxi que volvía a España con un pasajero singular que escribía ufano en su diario de viaje:

«Abandono Kairuán en medio de la peor tormenta que se recuerda en siglos. Mi avión despega como mimado por los turbiones, sin peligro alguno. Es evidente que continúo siendo lo de toda la vida: un hombre de suerte».

El epílogo provisional a esta investigación (provisional porque me he reservado los datos más escabrosos, que no corresponderían a este amable y festivo comentario, por si tengo la suerte de obtener una réplica del personaje) debe situarse por el momento en una doble escena del teatro romano de Mérida al comenzar este verano de 1990. Acudió allí L.C.-S. +/-660 para entregar personalmente a la universal Montserrat Caballé la «leopoldina» esculpida en serie restringidísima por el famoso escultor a que ya nos hemos referido. Hecha la entrega, la diva genial descendió al escenario para acercarse al centro del tablado, que, como es sabido, se hundió espectacularmente, provocando heridas graves, además de un susto colosal, a la mejor voz del mundo y sus acompañantes. Inmediatamente el atribulado director del coliseo empezó a barbotar explicaciones técnicas no muy galantes, como que la zona hundida estaba proyectada solamente para sostener cuatrocientos kilos de peso, superados ampliamente cuando la legendaria actriz y cantante se acercó al grupo que ya ocupaba el sector. Habrán observado ustedes, sin embargo, que la investigación, iniciada con tanto alboroto, se interrumpió súbitamente. No se trataba de causas técnicas. Uno de los afectados, que había presenciado con gran aprensión la entrega del colgante, declaró que al producirse el hundimiento se escabullía del palco presidencial, entre la confusión y velándose el rostro, quien ustedes pueden suponer.

Estrambote del estrambote. Dije en otro ensayo de este libro que Gorbachov nada tenía que temer de los militares. Pero veo que L.C.-S. +/-660 acompañó a Gorbachov en esa cena madrileña que nos ha costado 150 000 millones de pesetas. Desde entonces no doy un duro por Gorbachov. Escrita ya esta premonición, el señor Gorbachov, a su regreso de su viaje a Madrid, ha sufrido un atentado, afortunadamente sin consecuencias, en plena plaza Roja de Moscú. Me temo que no sea más que el principio.