En noviembre de 1989, cuando caía el muro de Berlín, el ejército guerrillero salvadoreño del Frente Farabundo Martí (FMLN) de Liberación Nacional, de ideología marxista-leninista, apoyado táctica y logísticamente por el todavía vigente gobierno sandinista, es decir cristiano-marxista de Nicaragua y estratégicamente por el dictador staliniano de Cuba, Fidel Castro, trataba de derribar por la fuerza de la subversión al Gobierno salvadoreño de centro-derecha, que había vencido rotundamente por mayoría absoluta en las elecciones recientes, en las que quedó completamente descartada la alternativa marxista y derrotada la situación anterior de signo demócrata-cristiano, que caía (pese a los méritos de su líder, don José Napoleón Duarte) por la ambigüedad de sus planteamientos, su complejo de inferioridad ante la guerrilla marxista-leninista y la terrible corrupción de sus cuadros de mando. La ofensiva guerrillera puso en muy serios apuros al valeroso Ejército de la República de El Salvador, y poco a poco se fue apoderando, en un esfuerzo de guerra realmente impresionante, de algunos barrios de la capital. Después de muchos años de convivencia (en un país pequeño todo el mundo acaba por conocerse a fondo, pese a diversos tapujos) importantes sectores del Ejército y la política, así como la gran mayoría de la opinión pública en El Salvador estaban, durante esa ofensiva salvaje de la guerrilla, completamente convencidos de que el centro inspirador de la guerrilla, y el alma mater de la subversión radicaba en la Universidad Centroamericana (UCA) José Simeón Cañas, en San Salvador, dirigida por los jesuitas partidarios de la teología marxista llamada de la Liberación, y que el rector de esa universidad, padre Ignacio Ellacuría, así como su principal colaborador, padre Jon Sobrino (los dos vascos españoles de origen, aunque naturalizados en El Salvador), conocidísimos teólogos de la liberación y activistas de ese movimiento en Europa y en América, eran responsables principales de la subversión guerrillera del FMLN, forjadores de los dirigentes rebeldes y orientadores ideológicos del movimiento antidemocrático, aunque en los últimos tiempos pretendían presentarse como promotores del diálogo entre la guerrilla y el gobierno, es decir entre la subversión y la legalidad. Mientras el padre Sobrino se dedicaba sobre todo, al menos aparentemente, a actividades teológicas, que según su personal concepción de la teología no excluían de ninguna manera las actividades políticas, el padre Ellacuría estaba considerado por todas esas fuerzas vivas como estratega de la subversión en Centroamérica. Como historiador y como analista de la actualidad, estoy completamente de acuerdo con ese diagnóstico, que he fundamentado y documentado desde 1985 en mis artículos y en mis libros, donde el lector puede ver mi seguimiento de las actividades del padre Ellacuría y del padre Sobrino; concretamente en Jesuitas, Iglesia y marxismo (Barcelona, Plaza y Janés, 1986) y en Oscura rebelión en la Iglesia (Barcelona, Plaza y Janés, 1987). Concretamente durante el mes de julio de 1989 se había publicado en un prestigioso periódico salvadoreño, El Diario de Hoy, una tremenda denuncia firmada por una «Cruzada pro paz y trabajo» que se identificaba con la línea política gobernante en la nación por mayoría absoluta tras las elecciones democráticas, en la que se nombraba expresamente a los jesuitas Ignacio Ellacuría y Segundo Montes, junto a otros varios, como jefes de la guerrilla terrorista que venía destrozando la vida de la nación mártir. No conozco reacción ni desmentido ni protesta alguna ante esa acusación pública, que, como digo, nacía de la convicción de innumerables salvadoreños, y no solamente en círculos políticos reaccionarios de la extrema derecha.
En el clima salvaje de enfrentamiento provocado por la guerrilla marxista-leninista durante su ofensiva del otoño, un comando militar o paramilitar, todavía no identificado cuando se escriben estas líneas, penetró el 16 de noviembre de 1989 en una de las residencias de la UCA (cuya comunidad de jesuitas vive dramáticamente separada en tres residencias diferentes, UCA-1, UCA-2, UCA-3, según la divergente ideología de sus miembros), donde habitaban los jesuitas más radicales y afectos al movimiento guerrillero, y ametralló a seis de ellos, encabezados por los padres Ellacuría y Montes, llevándose también por delante a dos mujeres encargadas de la limpieza y atención del recinto. Este asesinato incalificable conmovió al mundo entero y motivó la protesta de todos cuantos nos oponemos, naturalmente, a que las fuerzas del orden utilicen los mismos procedimientos que las fuerzas de la subversión. Es evidente, por otra parte, que la exasperación producida en las Fuerzas Armadas y en la opinión pública por la ofensiva guerrillera que ya había causado millares de muertos en nombre de la liberación fue la que inspiró a los organizadores del atentado para golpear a lo que consideraban cabeza y nidal de esa subversión. Pero también es grave que una vez conocida la noticia la formidable máquina de propaganda internacional en manos de la Compañía de Jesús, que había intentado poco antes presentar a una falsa luz histórica (y antiespañola) a la teología de la liberación en la película La Misión (que es un simple trampantojo montado por el jesuita anarquista Daniel Berrigan), se puso de nuevo en marcha para exaltar al padre Ellacuría y sus compañeros como mártires de la paz y la modernidad, asesinados cuando trabajaban al servicio de los pobres. La no menos engrasada maquinaria propagandística de la Internacional Socialista, que en los últimos tiempos se identifica cada vez más, como he tratado de sugerir en otro capítulo de este libro, con lo que antes se llamaba masonería y presenta sospechosas coincidencias de objetivo con los jesuitas progresistas que hoy dominan (desde 1965) totalitariamente el aparato de su orden, contribuyó a la difusión de esa imagen martirial, con resultados apoteósicos. Casi todos los medios de comunicación del mundo aceptaron el martirio, y ninguno de ellos señaló la coincidencia de la ofensiva guerrillera, coletazo desesperado del marxismo-leninismo en América, con el hundimiento del muro y del comunismo en Europa.
En los citados libros creo haber establecido claramente, con argumentos históricos, que son los de mi oficio, la convergencia de los jesuitas subversivos vascosalvadoreños con la «Cruzada de liberación» que tiene organizada la ETA en España. Tampoco señaló nadie, a propósito del asesinato de l os jesuitas, otra conexión. El 30 de marzo de 1990 informaba la prensa (véase ABC, p. 41) que el cura español Pérez, famoso guerrillero marxista-leninista en Colombia, había sido fusilado por sus hombres tras haber enviado grandes sumas de dinero —más de un millón de dólares ensangrentados— en auxilio de la ETA. Poco después, el 25 de mayo de 1990, un jurado con mayoría de satélites radicales y socialistas (la periodista cristiano-marxista Nativel Preciado, el periodista satélite Carlos Luis Álvarez, el enemigo «histórico» de Reagan en TVE Diego Carcedo), forzaban nada menos que la concesión del Premio Príncipe de Asturias en el sector de Comunicación y Humanidades a Ignacio Ellacuría y la UCA, y no transcribo el motivo para que el lector no sienta la misma vergüenza que yo. Y el colmo de los colmos: el 18 de junio de 1990 la Universidad de Salamanca, templo histórico del saber, fue profanada por una tremenda manipulación; sirvió como marco para un pretendido homenaje «de las universidades españolas» (al que por supuesto no se había sumado la cátedra de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá, que regenta el autor de estas líneas) a la UCA y a Ignacio Ellacuría «para reconocer el mérito a su labor en pro de la paz en dicho país». La sombra de Orwell planeaba sobre la Universidad de Salamanca con aquellas sentencias de 1984: «La guerra es la paz, la verdad es la mentira». Ésta es la razón por la que he decidido predicar solo en el desierto, reunir y refundir varios escritos míos de protesta publicados desde el asesinato de los jesuitas y su manipulación en la prensa española, la norteamericana, la mexicana y la salvadoreña y explicar a mis lectores, con los instrumentos de mi oficio de historiador y de analista de la actualidad, el secreto de Ignacio Ellacuría.
A este paso la etiqueta histórica de nuestro tiempo será la terrible sentencia de ese gran periodista y pensador atlántico, Jean-François Revel: «La primera fuerza que mueve a nuestro tiempo es la mentira». No nos habíamos repuesto aún de las exequias de la Pasionaria cuando tuvimos que enfrentarnos a otro aluvión de mentiras y deformaciones: el que trató de presentarnos desde su muerte al padre Ellacuría como apóstol del diálogo, vivo ejemplo de caridad cristiana y mártir de la convivencia pacífica en El Salvador. Confieso que yo temía el anuncio de su muerte desde la primavera anterior, pero esa noticia me produjo una profunda angustia, por desviados que estuvieran, desde treinta años antes, nuestros caminos. Ignacio Ellacuría no era mi enemigo sino mi adversario; le conocí a fondo personal e intelectualmente; seguí luego paso a paso su trayectoria, año tras año, y creo que él la mía; y su muerte criminal y absurda ha podido no andar muy lelos de mi propia muerte, y desde luego se encadena trágicamente a la muerte de quien fue, como voy a explicar, íntimo amigo de los dos, aunque ahora estaba conmigo —tal vez por eso murió— y contra él, también por eso murió. Estoy jugando, pues ahora, ante la terrible noticia, con muertes tan próximas, tan íntimas; no jugaré por tanto con la verdad, entre el nuevo aluvión de mentiras podridas y deformaciones sistemáticas.
El secreto de Ignacio Ellacuría da para un libro y a ese secreto he consagrado páginas enteras en los dos libros que acabo de citar, y que Ignacio Ellacuría había leído y anotado cuidadosamente. Me había contestado públicamente, despectivamente, sin entrar en uno solo de mis argumentos. Se lo digo ahora, desde la misma fe, y en el fondo desde la misma tragedia, aunque sean dos orillas diferentes del mismo torrente que ahora se enfanga con su sangre y con el crimen de sus asesinos. Como se había enfangado, en abril de 1989, con la sangre y el crimen —los asesinos son diferentes— de nuestro íntimo amigo común.
El 17 de noviembre de 1989, al comentar lúcidamente el asesinato del padre Ellacuría y sus cinco compañeros, otro gran periodista atlántico, Manuel Blanco Tobío, en su decisivo recuadro de ABC, me dirigió una invitación irresistible para que aclarase el secreto de Ignacio Ellacuría. A las pocas horas el director de Época, Jaime Campmany, confirmaba la invitación. He necesitado dos libros para esbozar la solución al problema. Traté de explicarlo a raíz del asesinato en esa prestigiosa revista. Ahora, con mayor perspectiva y nueva documentación, vuelvo sobre el asunto, que me parece de primordial importancia histórica.
Ignacio Ellacuría nació en Bilbao hace algo más de sesenta años. Estudió teología en Insbruck, donde ya se distinguió por su actitud rebelde mientras era discípulo del gran teólogo y pensador jesuita Karl Rahner, una de las estrellas del Concilio Vaticano II, que nunca cayó en la heterodoxia (al menos claramente), pero vinculó a buena parte de sus alumnos españoles a la llamada teología política que ideó y difundió su discípulo principal, Johannes Baptist Metz, a quien he descrito con pruebas como ideólogo e inspirador cristiano de la Internacional Socialista. De aquella siembra brotó toda una promoción de jesuitas socialistas que crearon en la España de 1967 el Instituto Fe y Secularidad, salvado por el PSOE cuando ya agonizaba en 1982 y que sirvió, gracias al encuentro del Escorial en 1972, al que asistió como estrella el teólogo peruano Gustavo Gutiérrez, para el lanzamiento de la teología de la liberación en América, y por supuesto en Europa, especialmente en España, donde una tenaz y amplia red de editoriales y centros de comunicación difunden desde entonces hasta hoy sus doctrinas.
El inventor de esa desviación teológica, esencialmente vinculada al marxismo, pese a los tapujos de escolástica decadente con que quisieron enmascararla sus adeptos (entre ellos los vascosalvadoreños Ellacuría y Sobrino en primerísima línea), fue precisamente ese teólogo indioperuano, gracias a su libro de 1971 Teología de la liberación, perspectivas, cuyas tesis he analizado a fondo en mis citados libros. Si vale la sentencia evangélica «Por sus frutos los conoceréis», no debe extrañarnos que los principales discípulos de Karl Rahner hayan sido socialistas radicales y los principales discípulos de Gustavo Gutiérrez hayan sido marxistas-leninistas. Dicen ahora que Gutiérrez revisa su libro, sepultado bajo los cascotes del muro de Berlín. A buenas horas.
Entre los jesuitas españoles de horizonte socialista están el padre Alfonso Álvarez Bolado, organizador del encuentro del Escorial e infiltrado en el Centro de Estudios Estratégicos (CESEDEN) y en los asesoramientos de la Conferencia Episcopal española durante la ambigua etapa Díaz Merchán-Sebastián Aguilar; el padre José María Martín Patino, vicario político del cardenal Tarancón, quien en una resonante conferencia de 1981 propuso la orientación neomarxista y anticapitalista de l a Escuela de Frankfurt (ideología de fondo de la Internacional Socialista) para el segundo tramo de la transición española; y el padre Ignacio Ellacuría, que fue colaborador habitual del diario El País, nada desafecto a la vertiente más radical de esa Internacional, que como todo el mundo sabe (menos algunos órganos de la Iglesia y de la derecha española) utiliza en América y en el Tercer Mundo una estrategia radical, muy próxima a la que hasta hace poco montaba el comunismo, que sirve a la Internacional Socialista como coartada para sus demasiado patentes contubernios con el capitalismo.
Téngase en cuenta que, como hemos indicado en otro capítulo de este libro, varios partidos comunistas del Este europeo han solicitado, tras disfrazarse de socialistas, el ingreso en la Internacional Socialista; y cuando tantos comunistas han ingresado en el PSOE, un ideólogo invitado habitual del PSOE, Adam Schaff, acaba de incorporarse a la obediencia de su partido originario, el comunista de Polonia, tras haber servido en las oficinas de la Internacional Socialista en Viena. Insisto en este dato revelador que ya indiqué: Schaff, el ideólogo preferido del marxista Alfonso Guerra, trata ahora de vigorizar el frente polaco contra Walesa, a quien dice apoyar por otra parte ese anacronismo viviente y colaborador distinguido de la prensa derechista, Marcelino Camacho. Los jesuitas socialistas se emparejaron con los tres pregoneros marxistas veteranos de la Iglesia española: el padre José Mana de Llanos, antiguo fascista y hoy miembro honorario del Comité Central comunista, que profirió bobadas insignes en la muerte de la Pasionaria; el padre José María Díez Alegría, deformador de toda una generación religiosa, y el canónigo inefable José María González Ruiz, quien se ha despeñado hace poco con una acusación estúpida, más que maligna, contra el cardenal López Trujillo, por la que se ha visto obligado a entonar una humillante palinodia.
A fines de 1988 nada menos que monseñor Freddy Delgado, que fue secretario de la Conferencia Episcopal salvadoreña en los años a que se refiere en su testimonio, publicó un formidable alegato que resulta esencial para revelar el secreto de Ignacio Ellacuría: La Iglesia popular nació en El Salvador, que produjo en aquella nación un escándalo monumental. Conocí hace cuatro años a monseñor Delgado, un prelado joven y preparadísimo, durante una reunión celebrada en Sao Paulo para analizar los problemas del marxismo en América. Me pareció un hombre equilibrado, hermano de un sacerdote liberacionista, y que lo sabía todo sobre su Iglesia nacional. «La principal estrategia del partido comunista (y de la Internacional Socialista, añado yo) para hacer de El Salvador una república socialista de obreros y campesinos ha sido la instrumentación de la Iglesia católica en la revolución, según el esquema aprobado por el primer congreso del Partido Comunista de Cuba». Fracasada en Chile la implantación totalitaria del marxismo, la estrategia diseñada por Fidel Castro en Chile —durante su abrumadora visita de tres semanas bajo el régimen del marxista y masón Salvador Allende— se había empezado ya a aplicar en El Salvador desde 1968 con la creación de un grupo de sacerdotes-activistas organizado por los jesuitas. En ese año empieza la actividad político-pastoral de Ignacio Ellacuría en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), en San Salvador.
En 1970 —sigo a monseñor Delgado— aparece la «Nacional de Sacerdotes», un grupo de 17 clérigos dedicado al «análisis de la realidad nacional», o para decirlo con expresión de Fidel Castro y cifra de su estrategia, a la «alianza estratégica de cristianos y marxistas». El arzobispo Luis Chávez y González encargó a su obispo auxiliar Arturo Rivera Damas la vigilancia del grupo subversivo, que acabó marginándoles a los dos. Por ello el arzobispo decretó la expulsión del director del grupo, el sacerdote francés Bernardo Boulang, una vez acabado su contrato. Los jesuitas protestaron por este «atentado contra la pastoral popular y liberadora», es decir marxista-leninista que había incorporado las tácticas educativas del marxista cristiano brasileño Paulo Freire, que también se inocularon en una triste etapa del Colegio del Pilar en el corazón de Madrid. El portavoz de la protesta fue Ignacio Ellacuría, que precisamente se disponía a suceder a Boulang como estratega de la subversión en El Salvador. El arzobispo confirmó la expulsión.
Abandonaron los jesuitas sus residencias clásicas y concentraron su actividad en la Universidad José Simeón Cañas, donde, como dije antes, se dividieron en tres comunidades ideológicas opuestas. Un superior, el padre Moreno, jefe de relaciones públicas del arzobispado, se encargó de la formación de los jóvenes de la orden cuando se aceptó su condición de traer todos los libros sobre marxismo que necesitaba «para una tesis doctoral». La nunciatura le coló por vía diplomática cuatrocientos libros sobre marxismoleninismo, lo que provocó acerbas protestas de otro jesuita más consecuente, Rutilio Grande, que luego amplió su protesta por la instrumentación marxista que sus compañeros impusieron en una cooperativa agraria. Pidió entonces el padre Rutilio su traslado a la parroquia de Aguilares en 1973, donde sus adversarios le «marcaron» con varios activistas del marxismo.
El equipo jesuita marxista de ideólogos exaltó la interconexión de la conversión política al marxismo y la conversión religiosa hasta identificarlas, mientras de la UCA llegaban a todos los centros de activismo marxista-clerical de la nación orientaciones cada vez más radicales, a partir de un «centro de reflexión teológica», es decir de irradiación marxista. «Esta estructura —concluye monseñor Delgado— fue concretada con la llegada como rector de la UCA del padre Ellacuría y el equipo de jesuitas en una acción social y reflexión teológica pro marxista leninista». Las pruebas son abrumadoras. En 1977 las Ligas Populares 28 de febrero, integradas en el Frente Nacional de Liberación Farabundo Martí, se organizaron en la UCA. También en la UCA se tramó la formación de un gobierno socialista radical con ocasión del golpe de 1979. Un jesuita que luego abandonó, Luis de Sebastián, afirmó que ese golpe de Estado fue fraguado en la UCA y en el arzobispado. La UCA —dice monseñor Delgado— «jugó un papel importante en la formación de los cuadros de los diferentes grupos marxistas leninistas que hoy conforman el FMLN». Y Juan Ignacio Otero, líder de la guerrilla, «reveló que se compraban armas en el extranjero utilizando cuentas bancarias de jesuitas radicalizados». Tan bajo había caído por entonces en un sector de la Compañía de Jesús el voto de pobreza impuesto por san Ignacio.
En febrero de 1977 fue nombrado arzobispo de San Salvador monseñor Oscar Arnulfo Romero González, a quien un grupo de jesuitas, según cuenta el jesuita Erdozain, practicó por entonces un psicoanálisis profundo que descubrió la inseguridad del prelado. (Los jesuitas, desde comienzos de la era Arrupe, se han hecho maestros consumados en las técnicas de lavado de cerebro, que disimulan con nombres menos agresivos). A las pocas semanas, el 12 de marzo, fue asesinado el jesuita Rutilio Grande en su parroquia de Aguilares y los liberacionistas consiguieron convertirle en mito, pese a las fundadas sospechas de que había sido eliminado por la extrema izquierda ante la posición crítica que el asesinado había asumido, como ya vimos, contra ellos. Dirigidos por Ignacio Ellacuría, los jesuitas liberacionistas invadieron el arzobispado, condicionaron al débil arzobispo y favorecieron una nueva invasión: la de las monjas de la Iglesia popular, que coparon las oficinas de la curia poco después.
La Iglesia popular, es decir la Iglesia marxista, acorraló e instrumentó al pobre monseñor Romero, a quien los papas Pablo VI y Juan Pablo II llamaron a Roma para quitarle la venda de los ojos. Al regreso de su segunda visita a Roma, monseñor Romero denunció por primera vez los desmanes de los grupos de acción marxista. Al día siguiente los curas y monjas de la Iglesia popular abandonaron sus despachos como protesta. En febrero de 1980 monseñor Romero sabía que iba a morir. Escribió una carta con este presentimiento al secretariado de la Conferencia Episcopal de Centroamérica. Luego cayó en nuevas contradicciones e indecisiones. Ignacio Ellacuría se jactó después de que él mismo se encargaba de escribir las homilías del arzobispo vacilante. El 24 de marzo, mientras celebraba misa, fue abatido por un tirador asesino y certero que le partió el corazón con una bala de fusil envenenada.
Los jesuitas de la UCA se lanzaron frenéticamente con eco de todos conocido a la fabricación del mito del obispo mártir. La izquierda clerical vetó la presencia de varios obispos en los funerales que ofició, entre otros, el ministro sandinista y antiguo amigo de Somoza, padre Miguel d’Escoto. No hace mucho los liberacionistas han patrocinado la exhibición mundial de una película mediocre sobre el arzobispo asesinado, titulada con su nombre, que ha resultado un completo fracaso. En la Gran Vía de Madrid apenas duró una semana y no pasó después a los cines de reestreno.
Mientras tanto Ignacio Ellacuría había efectuado importantes incursiones por la retaguardia europea del liberacionismo, alimentado en España, como dijimos, por una imponente red de centros y editoriales jesuitas, claretianas, clericales y paulinas, que han producido desde fines de los años sesenta una verdadera inundación de libros cristiano-marxistas, ante la pasividad de los obispos y superiores religiosos; o con su activa cooperación en este último caso. En 1978 Ellacuría participó en el III Encuentro nacional de comunidades cristianas populares. Un tremendo informe reservado de los jesuitas ignacianos españoles, dirigido en 1982 al papa Juan Pablo II, citaba a Ellacuría como «significado por sus actividades sociopolíticas en Centroamérica». En cambio, el deleznable libro del jesuita progresista Pedro Miguel Lamet, que dio un espectáculo bochornoso al ser cesado como director de la revista clerical y desviada Vida Nueva con generalizado pataleo y ahora ha escrito una hagiografía dulzona e infantil sobre el pobre general Arrupe, donde se ocultan cuidadosamente las gravísimas responsabilidades de Arrupe en la degradación de la Compañía de Jesús, desmantelada bajo su mandato, sólo cita de lelos a Ellacuría en una nota, sin indicar que formaba parte del grupo de jesuitas radicales, dirigido por el activista marxista y ex provincial de Centroamérica César Jerez, que consiguió manipular en sentido socialista y liberacionista al infeliz padre general.
En 1984 Ellacuría publicó un libro no menos desviado, Conversión de la Iglesia al Reino de Dios (por lo visto se trata de dos cosas diferentes) en que destacaba una grave equivocación de Cristo sobre el fin del mundo, asumía acríticamente tesis fundamentales del marxismo y denunciaba a la Iglesia actual por estar situada de espaldas al pueblo. Nada tiene de extraño que despotricase pronto contra las dos grandes Instrucciones de la Santa Sede sobre la teología de la liberación en 1984 y en 1986; y que cuando el entonces obispo secretario de la Conferencia Episcopal española, doctor Fernando Sebastián Aguilar, publicó unas tímidas objeciones llenas de comprensión y vaselina empalagosa sobre el liberacionismo en diciembre de 1985, Ellacuría le replicase desabridamente a vuelta de correo con displicencia rayana en la grosería.
Fue después Ellacuría la estrella de una reunión liberacionista a puerta cerrada en el monasterio de la Rábida, financiada por medios oficiales del PSOE, que mereció un duro recuadro de ABC, «Teólogos del partido», el 27 de marzo de 1987. Critiqué la presencia en ese aquelarre rojo de doña Victoria Galvani, una colaboradora argentina del Instituto de Cooperación Iberoamericana, señalé las vinculaciones de la teología de la liberación con el terrorismo, por lo que esa señora me planteó ante los tribunales una demanda de protección al honor que he ganado en primera instancia y en una sentencia espléndida de la Audiencia Provincial de Madrid en 1990. Al año siguiente de su participación en el encuentro de la Rábida, Ignacio Ellacuría escandalizó a toda España con un chistecito en que aludía con humor negro al horrible crimen de la ETA contra la central de la Guardia Civil en Madrid, lo que motivó un terrible recuadro del padre Martín Descalzo «El coche bomba y el jesuita», en el que llamó idiotas a las distinciones del activista vasco y le preguntó si con ellas «no se está convirtiendo en alguna forma en corresponsable de muertes como las que ayer han sacudido a los madrileños. Jueguitos de palabras así matan tanto como el amonal». Y terminaba: «No siempre son los que ponen bombas los últimos responsables de estos actos, sino quienes, detrás o delante, los justifican con distinciones tontas o teorías corrompidas». (ABC, 24 de noviembre de 1988). Sin escarmentar por la merecidísima acusación, Ignacio Ellacuría aplicaba en El Correo Español cuatro días después la teología de la liberación a los problemas vascos y se quejaba de la acción del Estado en defensa de los ciudadanos como «terrorismo institucionalizado», un claro sofisma de la ETA, a quien el jesuita vasco no condenó jamás, lo mismo que su colega Jon Sobrino se negó expresamente a condenarla.
El secreto de Ignacio Ellacuría consiste en que, más que un teórico de la liberación (donde desbarraba a veces como en sus colaboraciones, publicadas, naturalmente, en El País, excepto para insultar a los obispos, donde escogía el diario que entonces era de los obispos), se había convertido, desde los años sesenta, en estratega del liberacionismo, es decir de la alianza estratégica de cristianos y marxistas para su nación adoptada, El Salvador, y para toda Centroamérica en conexión con otros centros liberacionistas como los que dirigen los jesuitas rojos en Nicaragua amparados, hasta hace poco, por el poder, del que formaban parte muy activa incluso en el gobierno. En funciones de estratega se le escapaba a veces la identificación de los teólogos de la liberación como intelectuales orgánicos en el sentido gramsciano del término, pero otras veces se dedicaba a arrojar cortinas de humo como en su conferencia del Club Siglo XXI en enero de 1987, donde negó cínicamente la vinculación esencial de la teología de la liberación con el marxismo, lo que motivó una dura carta mía en ABC, a la que por supuesto no se atrevió a responder.
Alardeaba de su relación con el gran filósofo español Xavier Zubiri, pero jamás supo explicar el repudio de la teología de la liberación que brilla en la página 344 de la altísima obra de Zubiri, El hombre y Dios. Tengo aquí una colección de la Carta a las Iglesias editada por Ellacuría donde, a lo largo del último año de su vida, 1989, trataba de dar una inflexión a su estrategia revolucionaria en favor de una paz negociada, y él se había erigido en negociador cuando era parte en el conflicto salvadoreño. Se trataba de una clara sintonía no ya con las dulcificaciones de la perestroika, sino con el proyecto de la Internacional Socialista para acoger en sentido socialdemócrata el deshielo del comunismo en el Este y el horrible fracaso del comunismo en Occidente. Este proyecto, que ha permitido en Europa el trasvase masivo de intelectuales y líderes comunistas desde el comunismo al socialismo, como bien saben los señores Solé Tura, Pilar Brabo, Enrique Curiel y tantísimos otros en una nueva versión de Frente Popular, no menos peligrosa que la staliniana de los años treinta, aunque los observadores de los Estados Unidos, afectados en estos temas de ceguera crónica, parezcan no darse por enterados. Y eso que el actual presidente Bush hizo en marzo de 1983 unos atinadísimos comentarios: «No entiendo la política de los católicos en América Central y especialmente la vinculación de los sacerdotes a las revoluciones de signo marxista. A lo mejor esta confesión me acarrea la acusación de extremista de derechas». (Los Angeles Times, 3 de marzo de 1983).
Apareció a fines de 1988, como dije, la catilinaria de monseñor Fredd y Delgado sobre la Iglesia popular e inmediatamente entró en liza un profesor salvadoreño, ya ciudadano de los Estados Unidos, y afamado profesor de filosofía en el campus de Southland de la Cal. State University, íntimo amigo mío y de Ignacio Ellacuría, y publicó el 16 de enero de 1989 una requisitoria formidable contra el rector de la UCA en El Diario de Hoy, el gran periódico de San Salvador. En este artículo y en otros este gran amigo nuestro y destacadísimo intelectual con fama en las tres Américas, cuyo nombre es Francisco Peccorini, endosaba totalmente el informe de monseñor Delgado. Una vez jubilado en su universidad californiana, volvió a su patria de origen contra el consejo de sus amigos y emprendió una valerosa campaña de denuncias en la prensa, la radio y la televisión contra los engaños de Ellacuría) la UCA.
Francisco Peccorini empezó entonces a recibir de forma inmediata y continua graves amenazas que no le hicieron desistir de su propósito. A primeros de marzo de 1989 Peccorini estuvo en Los Angeles para despedirse de sus amigos. Tenía el presentimiento seguro de su muerte próxima. No les hizo caso y volvió a San Salvador. Preparaba una reunión conmigo y otros profesores y publicistas antimarxistas para mediados de mes; luego me advirtió por un amigo común de que, por razones que ya me explicaría, la aplazaba. El 16 de marzo se dirigía a una emisora para participar en un debate sobre la entraña de la lucha revolucionaria en El Salvador y en discrepancia frontal con las tesis de su antiguo amigo Ignacio Ellacuría, a quien por cierto había barrido en un reciente debate ante las cámaras. Un comando terrorista del FMLN le abatió cuando iba a entrar en la emisora. Entre su documentación de base figuraban dos de mis libros, de los que había publicado numerosas citas en sus artículos. Tenía setenta y tres años.
Nadie dijo una palabra en España sobre este crimen, excepto un magnífico suelto en ABC. Nativel Preciado y Carlos Luis Álvarez no se interesan más que por una clase de muertes, y no sé si a sabiendas o por ignorancia o por pasión política ridícula ocultan además la verdad sobre ellas. El País, amigo de dedicar editoriales insultantes a quienes dicen la verdad, no dedicó ninguno a Peccorini. Los jesuitas, con quienes estuvo vinculado, no conmemoran su vida ni su muerte, que no tiene para ellos interés político. Ignacio Ellacuría, al borde del sadismo, hizo unas declaraciones mendaces sobre la muerte de Peccorini, de las que hubo de retractarse inmediatamente (El Diario de Hoy, 25 de abril de 1989). Esas torpísimas y ridículas declaraciones me han quitado todo escrúpulo para comentar hoy, desde la frialdad de la documentación y el calor de la amistad perdida, la muerte del propio Ellacuría en ese mismo año. Por aquellos días arreciaron también las amenazas de muerte contra monseñor Fredd y Delgado, quien ante la situación de inminente peligro hubo de esconderse y quitarse de en medio por una temporada (ibíd., 21 de marzo de 1989).
El 1 de junio siguiente el líder de la derecha salvadoreña, Alfredo Cristiani, asumía el poder tras una abrumadora victoria en unas elecciones democráticas impecables. La prensa adicta a la Internacional Socialista (acompañada por muchos terminales en la prensa moderada) desinformó a placer y presentó al vencedor como extremista de derechas, sin reconocer la legitimidad de su triunfo, logrado en gran parte por la repugnante corrupción de los políticos demócrata-cristianos, como dijimos, durante la presidencia vacilante de José Napoleón Duarte; una vez más la Democracia Cristiana comprometía, por su habitual irresponsabilidad política, el futuro de una nación americana, como había hecho en Chile a fines de los años sesenta.
Casi a la vez el speaker de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, que había vivido durante años con el cerebro lavado por varios colaboradores afectos a la teología de la liberación (lo que fue cuidadosamente ocultado por toda la prensa de España sin excepción alguna), tenía que dejar ignominiosamente su puesto por otro escándalo de corrupción; porque en los Estados Unidos y en El Salvador los políticos sorprendidos en comportamientos de este jaez tienen que dimitir, al contrario de lo que sucede en países más modernizados. Álvaro Jerez Magaña, un valiente publicista salvadoreño, saltaba inmediatamente a la brecha donde acababa de caer Francisco Peccorini y denunciaba: «Jesuitas promueven marxismo desde la década de los sesenta». Y en una página enorme del 3 de julio una agrupación de ciudadanos a la que ya hemos aludido al principio de este trabajo denunciaba a los jesuitas Ignacio Ellacuría, rector de la UCA, y Segundo Montes, director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA, como «jefes de las hordas terroristas» que trataban, según la denuncia, de «apoderarse del poder a sangre y fuego». Pese a la reciente cobertura o disfraz negociador de Ellacuría, media nación estaba completamente convencida de que el anuncio decía la verdad. No conozco respuesta alguna a esta denuncia, a este anuncio mortal.
Poco después, en noviembre de 1989, las fuerzas guerrilleras intentaban una operación de gran envergadura y enorme audacia contra la capital de El Salvador, contra un Gobierno que acababa de ganar limpiamente las elecciones por mayoría absoluta. ¿Por qué nadie subraya, ni siquiera alude, a esta esencial circunstancia? ¿Por qué valen las mayorías socialistas en España, obtenidas a veces de forma tan antidemocrática, y no valen las mayorías de la derecha en El Salvador? ¿Por qué tenía que negociar el socialismo español con los terroristas de la ETA y el gobierno salvadoreño, legitimado tan aplastantemente en las urnas, con los terroristas salvadoreños, cuya causa fue totalmente barrida en las elecciones? El Gobierno salvadoreño ha denunciado la conexión sandinista y cubana de sus enemigos interiores. Sin que el crimen se haya aclarado, el representante de los jesuitas en Europa ha acusado al Gobierno salvadoreño como responsable del crimen.
Yo no me puedo pronunciar sobre las responsabilidades, sometidas ahora a una investigación con observadores internacionales. Pero mi deber era revelar y mostrar la militancia ideológica y política que libremente escogió, en los años sesenta, Ignacio Ellacuría, con la mejor disposición para debatir mis tesis con quien discrepe de ellas correctamente, pero sin la menor concesión a las oleadas desinformativas que ahora, sin duda, van a seguir inundándonos. Por lo pronto el padre Jon Sobrino, quien tuvo la suerte de librarse de una matanza que sin duda también le buscaba a él, ha tomado como nueva base de operaciones la Universidad de Los jesuitas en Santa Clara, California, cuyo presidente, el padre Locatelli, es un liberacionista acrítico que presta esa importante plataforma a la propagación del liberacionismo en las zonas hispánicas de los Estados Unidos, sin que tal vez el gobierno de ese país advierta la magnitud del peligro. Cuando el marxismo se hunde en Europa, puede estar rebrotando con fuerza inesperada en lo que se ha llamado «el bajo vientre» de Norteamérica. Los liberacionistas de América, como los de otros continentes, han advertido ya de que la caída del comunismo en el Este de Europa no les afecta. Yo estoy convencido de que les afecta, pero hemos de continuar implacablemente el combate contra la falsa liberación; hasta el profeta optimista del liberalismo, Francis Fukuyama, ha pronosticado que la caída del comunismo en Europa puede no significar el final de las luchas de liberación que el comunismo inspiró en todo el mundo después de la segunda guerra mundial.
1. Carta del provincial de los jesuitas en Centroamérica sobre el asesinato de Ellacuría y sus compañeros y respuesta de Ricardo de la Cierva, una y otra publicadas en La Prensa Gráfica de San Salvador los días 28 de diciembre de 1989 y 16 de abril de 1990:
«Los sacerdotes asesinados no eran simpatizantes de los guerrilleros marxistas, dice nota explicativa a informes inexactos sobre el caso, el provincial de la Compañía de Jesús, para Centro América, P. José María Tojeira S. J. La misiva expone lo siguiente:
»23 de diciembre de 1989. Prov. 264/89
Sr. Director Dutriz, director del diario La Prensa Gráfica, San Salvador.
»Estimado señor director: En la edición del diario que usted dirige del día 21 de diciembre de 1989, aparecen en la página 6 y 7 dos artículos que se refieren a los seis sacerdotes jesuitas asesinados el 16 de noviembre, de un modo que o bien falsea la realidad de los mismos, o bien califica de un modo incorrecto la actividad de la Compañía de Jesús, en el seguimiento del presente caso.
»En efecto, en la página 6 aparece un artículo titulado “Lucha fratricida” y firmado por el señor Luis Pazos que afirma que “los sacerdotes eran simpatizantes de los guerrilleros marxistas” y que la universidad en la que trabajaban “es considerada en El Salvador como un centro intelectual de la guerrilla”. Después de afirmar esto el articulista se refiere a “la posición filosófica neomarxista, contraria a la doctrina cristiana, de esos sacerdotes”. Ante esto quiero aclarar lo siguiente:
»1) Los sacerdotes asesinados no eran simpatizantes de los guerrilleros marxistas. Lo único que hacían era hablar con los diferentes sectores en conflicto en El Salvador con el deseo de mediar en favor de una paz con justicia.
»2) Puede ser que la UCA sea considerada en El Salvador como un centro intelectual de la guerrilla por algunas personas, pero también hay muchas personas que piensan que la UCA sigue con valentía la doctrina social de la Iglesia. Decir lo primero sin la matización de que ese pensamiento es sólo de un grupo de personas, y callar lo segundo, me parece una manipulación de verdad.
»3) La posición de los sacerdotes no era “neomarxista” en el campo filosófico. El padre Ellacuría pertenecía a la escuela del filósofo español Zubiri, plenamente enraizado en la filosofía cristiana. El padre Amando López había hecho su tesis doctoral sobre el filósofo y sacerdote español Amor Ruibal. La tendencia “zubiriana” del padre Ellacuría era conocida internacionalmente en la mayor parte de las escuelas filosóficas. Acusar de posiciones filosóficas neomarxistas a Los sacerdotes asesinados, es demostrar públicamente la ignorancia de lo que son posiciones filosóficas.
»4) Afirmaciones como éstas, que también se vertieron en otros medios antes del asesinato de los sacerdotes, han propiciado en parte el asesinato de los mismos. Por ello nos parece muy grave el repetirlas ahora.
»En la página 7, así mismo, y en un artículo editorial se habla del deseo de evitar “los perjuicios de las seudoinvestigaciones privadas, vengan de donde vinieren”. Sobre esta afirmación quiero simplemente añadir que en un caso como éste, la parte ofendida tiene el pleno derecho, en El Salvador y en cualquier parte del mundo, a hacer sus propias investigaciones privadas. Y que, salvo demostración pública y fehaciente, nadie puede a priori desvirtuarlas diciendo en general que se juega a detectives.
»En base al derecho de réplica y en base a la justicia que se merecen los jesuitas asesinados y quienes les acompañaron en su muerte, le ruego señor director que publique en su periódico estas aclaraciones con la misma posibilidad de llegar a los lectores que tuvieron quienes escribieron lo contrario.
»Atentamente,
»Padre JOSÉ MARÍA TOJEIRA, S. J. Provincial»
«Con retraso veo la carta del padre provincial de los Jesuitas en Centroamérica, José María Tojeira, sobre el asesinato del padre Ellacuría y sus compañeros. Estoy en total desacuerdo con esa carta. Conozco a fondo los escritos de Ellacuría y los he analizado en mi libro Oscura rebelión en la Iglesia. He publicado con motivo de su muerte trágica, que lamento vivamente, varios artículos en la prensa española que contradicen las tesis del padre provincial. Nadie ha protestado en España por esos artículos.
»La UCA estaba considerada como un centro intelectual de la guerrilla y más aún, como un centro estratégico de la subversión. Tiene toda la razón don Luis Pazos. La teología de la liberación, de la que era portavoz el padre Ellacuría, desprecia sistemáticamente la doctrina social de la Iglesia. Ellacuría tuvo relación con el gran filósofo católico Javier Zubiri, pero de ninguna manera pertenecía a su escuela; el padre provincial no debe de conocer los libros de Zubiri, alguno de los cuales fue mutilado y trucado por Ellacuría al editarle. En la página 382 del último libro publicado por Zubiri, El hombre y Dios, el gran filósofo descarta por completo la teología de la liberación que Ellacuría profesaba. Ellacuría no era simplemente neomarxista, sino afín al marxismo clásico. Lo he demostrado en mis libros y artículos con innumerables citas. En la televisión española el ex jesuita Luis de Sebastián acaba de definir a Ellacuría como el pensador “que ha logrado la síntesis superior de marxismo y cristianismo”.
»El padre Ellacuría no ha sido un mártir de la fe sino una víctima de su activismo político. Su alegada condición de mediador es tardía y falsa, además de intolerable; no se puede mediar entre la legalidad y la subversión, entre un gobierno que ha vencido democráticamente por mayoría absoluta y unas bandas terroristas que han provocado en una nación mártir millares de muertos, entre ellos, por trágica consecuencia indirecta, el propio Ellacuría. La derrota de los amigos de Ellacuría en Nicaragua, en cuanto se han enfrentado con las urnas, es una nueva prueba del camino equivocado que seguía un hombre a quien he definido una y otra vez como estratega de la subversión.
»Medite, pues, el padre Tojeira sobre sus afirmaciones, que no se fundan en la realidad. Ellacuría fue duramente criticado durante sus últimas visitas a España por sus posiciones próximas al terrorismo de ETA, sobre lo que se permitió hacer algunas bromas que le valieron en las páginas de ABC la acusación de complicidad moral con el terrorismo en España. Mi impresión es que en Centroamérica su complicidad era todavía mayor; una complicidad política. No debe el padre provincial prestarse a engañar a la opinión pública sobre estos hechos. — (Madrid, marzo de 1990).»
RICARDO DE LA CIERVA
2. Artículo de Ricardo de la Cierva sobre unas declaraciones del presidente de la Conferencia Episcopal salvadoreña publicado en ABC de Madrid el 12 de febrero de 1990 y reproducido en numerosos medios de comunicación de Centroamérica y los Estados Unidos; y carta en que se expresa la reacción del obispo aludido en ese artículo, en plena confirmación de las tesis del autor.
«En todo el mundo, y especialmente en España, se ha desencadenado una oleada de información unilateral sobre el asesinato del padre Ellacuría y otros compañeros suyos en San Salvador, a quienes se califica como mártires. Para nada se tiene en cuenta la opinión de muchísimos católicos salvadoreños, que consideran ese crimen (que me parece y les parece absurdo) no como un acto contra la religión —a la que nadie persigue allí—, sino como un atentado político contra quienes habían asumido una clara actitud política. Para esos católicos el padre Ellacuría era un estratega y un colaborador de la revolución del FMLN, aunque en “los últimos tiempos” se presentaba como mediador, equiparando a la guerrilla subversiva, de inspiración sandinista y cubana, con el Gobierno legal elegido democráticamente en aquella nación martirizada. El impresionante alegato de monseñor Freddy Delgado “La Iglesia popular nació en El Salvador”, sobre los tiempos en que fue secretario de la Conferencia Episcopal Salvadoreña, publicado a principios de 1989, describe cabalmente la actuación del padre Ellacuría y sus colaboradores todos estos años. Monseñor Delgado está amenazado de muerte.
»Tengo sobre la mesa cientos de testimonios más, que en su momento serán publicados, y que confirman de lleno las tesis sobre la teología de la liberación y que expuse y probé en mis libros Jesuitas, Iglesia y marxismo (1986) y Oscura rebelión en la Iglesia (1988). Quienes siguen expresando su admiración acrítica por este movimiento político deberían recordar las pruebas que aduje. Pero hay una nueva, de enorme importancia, que no me resisto a transcribir. La última ofensiva del FMLN, durante la que se produjo el asesinato de los jesuitas, produjo también otros miles de asesinatos en el pueblo salvadoreño, en los pobres y humildes del Salvador que los guerrilleros decían defender, y en realidad asesinaron. Que yo lo diga no tiene importancia. Pero quien lo afirma es el actual presidente de la Conferencia Episcopal del Salvador, monseñor Romeo Tovar Astorga, en declaraciones publicadas por la Prensa de San Salvador el 29 de diciembre de 1989. Son éstas:
»“Luego de oficiar una misa concelebrada en la catedral Nuestra Señora de los Pobres de Zacatecoluca, monseñor Tovar Astorga dijo que estaría de acuerdo en continuar participando como mediador en el proceso del diálogo, si el FMLN da muestra de un poco de sinceridad, de querer terminar la guerra”.
»Recordó la crueldad con que el FMLN realizó la siguiente ofensiva, la cual fue preparada no en dos días, sino mucho antes de las conversaciones… Es así, indicó, cómo el FMLN, mientras hablaba de paz, estaba preparando la guerra, cosa que no se puede aprobar.
»Luego afirmó que en reciente entrevista sostenida con el papa Juan Pablo II le explicó la situación de violencia en el país, y de una manera especial le narró la agresión del FMLN realizada contra el pueblo de Zacatecoluca.
»Se le preguntó si en su entrevista con el papa había tocado el asesinato de los seis jesuitas, a lo que monseñor Tovar Astorga respondió que en El Salvador no ha habido sólo seis asesinatos, sino miles de asesinatos de salvadoreños en los últimos días de la ofensiva.
»Por tanto, recalcó, es un error reducir toda la violencia a seis muertes de personas por muy honorables que sean, hechos contra los cuales expresó su más enérgica condena. ¿Qué es, por tanto, el FMLN, defensor de los pobres o asesino de los pobres?
»La Conferencia Episcopal Española ha protestado por el asesinato de los seis jesuitas de San Salvador. Estoy de acuerdo. Pero ¿por qué no protesta la Conferencia Episcopal Española, y su cadena de radio, por los seis mil asesinatos de que se lamenta el presidente de la Conferencia Episcopal Salvadoreña? ¿Es que hay para la Iglesia de España, y para algunos medios de comunicación en España, muertos de primera y de tercera? El jesuita Jon Sobrino, que nos endilgó hace unos días en TVE un sermón hipócrita y unilateral en el programa de la complaciente y acrítica Mercedes Milá (la cual o bien ignora la realidad de Centroamérica y entonces no sé por qué habla, o bien la conoce y entonces no sé por qué calla), no dijo ni siquiera media verdad en su lacrimógena homilía liberacionista. No dijo ni siquiera “su” media verdad; y ni él ni la sesgadísima presentadora citaron a monseñor Freddy Delgado, ni a monseñor Pedro Amoldo Aparicio Quintanilla ni a monseñor Romeo Tovar Astorga. El padre Sobrino “no” reveló que ha trasladado ya su cuartel general para la subversión en la Iglesia (y no para la lucha por los pobres, se le llenaba la boca de pobres) a la Universidad de los jesuitas de Santa Clara, California, cuya historia siniestra voy a contar en breve con todo detalle, empezando por el fiel retrato de su rector, el alucinado padre Locatelli, gran promotor de Sobrino, el jesuita rebelde (e inútilmente advertido por Roma) que mereció una cita nada menos que en el debate del Congreso sobre las fechorías de don Juan Guerra, sin que nadie diera un respingo.
»Estoy harto, hasta la náusea, de las oleadas de desinformación que se abaten sobre nosotros a propósito de los sucesos del Salvador, que han sido el último coletazo del marxismo-leninismo irradiado para las Américas desde la plaza de armas cubana. Me asombra que todo el mundo se trague sin crítica la mitología forjada en la UCA sobre las muertes, trágicas y manipuladas, del padre Rutilio Grande y monseñor Oscar Romero, y sobre la ejemplaridad religiosa de ciertas biografías cargadas de puntos negros que tengo cabalmente documentados.
»Aplaudir a la perestroika y alinearse a favor de la guerrilla subversiva salvadoreña y sus inspiradores me parece un contrasentido muy propio de la estrategia americana de la Internacional Socialista, que ha colaborado abiertamente, durante los últimos años, con los activistas de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, a quienes el Episcopado salvadoreño arrebató su título anterior de Universidad Católica. ¿Hasta cuándo tendremos que seguir tolerando toda esta bazofia, toda esta unilateralidad informativa? Por mi parte ni un segundo más; y pronto publicaré, si Dios quiere, un nuevo y abrumador elenco de pruebas. Como se disponía a hacer mi amigo el eminente profesor de la Cal. State University, Francisco Peccorini, salvadoreño de origen y luego ciudadano de los Estados Unidos, que regresó a San Salvador después de su jubilación en California para decir la verdad; intervino en durísimas polémicas con el padre Ellacuría, publicó artículos definitivos sobre la situación en su patria de origen y cuando el pasado 16 de marzo se dirigía a la emisora para una nueva comunicación de sus ideas fue abatido a tiros por un comando del FMLN, lo que luego fue reconocido por el propio Frente. El profesor Peccorini había pertenecido durante años a la Compañía de Jesús, pero casi nadie ha protestado por su asesinato. Yo lo hice en un reciente artículo de Época que acaba de llegar a conocimiento de los miembros del Congreso de Estados Unidos por California gracias a la gestión espontánea de algunos jesuitas de Los Ángeles. Bien hacemos en celebrar el fracaso y el hundimiento del marxismo en el Este de Europa. Pero Castro acaba de afirmar que Cuba se hundirá en el océano antes de abandonar el marxismo-leninismo, y los teólogos de la liberación, aliados a Castro y Ortega, han pretendido ser Los últimos cristianos y van a quedarse en el lamentable papel de ser los últimos marxistas.
«2 de abril de 1990
»Sr. don Jesús A. Tobar
»Miami Fl.
»Muy estimado don Jesús:
»Hace pocos días tuve el gusto recibir su carta y las fotocopias de artículos periodísticos de Madrid. Los he leído con verdadero interés porque pretenden esclarecer la verdad de los hechos en El Salvador, mi patria, esclareciendo las ideas y compromisos sustentados por las personas aludidas en los mismos artículos.
»Por mi parte apruebo los conceptos de don Ricardo de la Cierva. Creo que son objetivos y equilibrados. Estoy de acuerdo en deshacer mitos que pretenden esconder la realidad. En esta línea, no sé si usted conozca las declaraciones en torno a la connivencia con el marxismo que dieron el arzobispo de París y el obispo de Lyon.
»El 25 de este mes tomará posesión de la presidencia de la República de Nicaragua Violeta Chamorro. Quiera Dios que así sea y que la democracia y la paz vengan a Centroamérica.
»En El Salvador la guerrilla continúa con acciones de hostigamiento. Continúan los niños mutilados por las minas terroristas e incluso los muertos. Aun y así, no perdemos la esperanza de alcanzar la paz y de trabajar por el progreso de esta nación sumida en la pobreza.
»Agradeciendo nuevamente los recortes periodísticos que me envía, muy atentamente me despido de usted.
ROMEO TOVAR ASTORGA»
(Obispo presidente de la Conferencia Episcopal del Salvador)