X. COMO LLEGÓ DON JUAN CARLOS I AL TRONO

DOS LIBROS IMPORTANTES…

El 5 de enero de 1988 el rey de España, don Juan Carlos de Barbón, cumplió cincuenta años de edad, desmentidos por su aspecto juvenil y su excelente forma física. Fuera de fervores monárquicos rituales es evidente que el rey de España se ha convertido, por derecho y esfuerzo propio, en una clave principal de la democracia española y muy especialmente en garantía de la unidad y permanencia de España, función que expresamente señala a la Corona la Constitución de 1978. Por la virtual unanimidad con que los españoles consideran positiva e imprescindible su actuación, junto con la de la reina; por el prestigio internacional que ha conferido a esa Corona, y por haber conseguido, con toda sencillez, afianzar en la realidad ese poder moderador que le atribuye, sin definirlo, la Constitución. Con este motivo me parece conveniente incluir en este libro de ensayos históricos un breve estudio sobre el camino de don Juan Carlos al trono de España, que no deja de constituir un misterio dado el lamentable punto de partida de ese camino; una indiferencia general de los españoles hacia la Monarquía después de la República y la guerra civil, indiferencia que a veces degeneraba en abierta hostilidad de varios signos; desde la que se creó una imagen falsa del entonces príncipe, a quien se calificaba de forma ridícula, que los hechos han desmentido rotundamente. Pero es que además el camino de don Juan Carlos hasta el trono de España ha sido objeto directo de tres libros principales (además de innumerables artículos y otros comentarios en fuentes diversísimas) de los cuales uno, como vamos a ver, me parece completamente aberrante en sus prejuicios y conclusiones.

Esos tres libros son: primero, el del ex ministro y coordinador general de la fecunda etapa del desarrollo económico y social de España en los años sesenta, profesor Laureano López Rodó, La larga marcha hacia la Monarquía (Barcelona, Noguer, 1977), complementado con su libro reciente Memorias (Barcelona, Plaza y Janés, 1990). Es una (doble) fuente fundamental, equilibrada, documentadísima y una contribución decisiva a nuestro tema y a la reciente Historia de España. El difunto ex ministro don José Solís me insistió muchas veces en que el libro de López Rodó era un cúmulo de falsedades; creo que en ese juicio la pasión política oscurecía al testimonio histórico. Hay errores en ese (doble) libro, hay puntos discutibles. Pero se trata de una contribución sencillamente histórica.

Segundo, el libro de don Pedro Sainz Rodríguez Un reinado en la sombra (Barcelona, Planeta, 1981), escrito desde una perspectiva antifranquista, pero con una abundancia y calidad testimonial y documental de primera magnitud, por más que en círculos juanistas se tache a veces a don Pedro como autor de múltiples invenciones. No lo creo; lo que pasa es que su terrible sinceridad molesta a los cortesanos impenitentes. Hablé muy a fondo con don Pedro, así como con don Laureano López Rodó, y sé que me puedo fiar, como historiador, de sus testimonios.

Y UN LIBRO ABERRANTE

Y tercero, un libro completamente distinto de los anteriores. Es obra de un joven historiador, y por lo tanto pecado de juventud fácilmente perdonable, don José María Toquero, y se titula Franco y don Juan: la oposición monárquica al franquismo (Barcelona, Plaza y Janés, 1 989). Se trata básicamente de una tesis doctoral en la que se han manejado muchos archivos, cuyos documentos se aducen muy desordenadamente, y se integran caóticamente en el relato. Hay documentos interesantes, aunque muy mal encuadrados (y a veces deficientemente citados), pero en conjunto el libro apenas añade nada a los anteriormente citados. Sin embargo, como todo libro para cuya redacción se han manejado archivos y testimonios, su lectura, plúmbea para el gran público, resulta provechosa para el especialista. El libro perdió el premio Espejo de España cuando yo presenté Agonía y victoria, lo que produjo al joven historiador un enfado galáctico del que sigue sin reponerse; se le curará con los años. Pero lo grave no son las declaraciones estúpidas del señor Toquero al verse privado del premio sino los prejuicios, impropios de su edad, y los feroces desenfoques de su tesis y de su libro. Que se escribe dentro de una curiosa ortodoxia neojuanista que convierte a don Juan de Borbón en un ídolo de la democracia, y al general Franco en el enemigo histórico de la Monarquía.

No me interesa montar aquí una polémica con el joven señor Toquero, que no tiene la culpa de todo; porque en las páginas de ABC, diario que conoce la época de que trata este libro mucho mejor que su autor, se ha exaltado al señor Toquero como mesías joven del neojuanismo, se le ha abierto tribuna pública para que reitere sus aberraciones, y se ha hecho lo peor que a mi juicio puede hacerse con un historiador joven: jalearle sus disparates, en vez de corregir comprensivamente sus deslices. Tengo centenares de notas al margen del libro del señor Toquero, que me hace el honor de citarme muchas veces y generalmente bien; aunque luego al final le entra una pataleta contra mí, seguramente por el dichoso premio, y saca una conclusión inconcebible que para nada se deduce de la documentación del libro. Insisto en que no voy a polemizar detalladamente con el libro, sino simplemente voy a referirme a esa conclusión.

Yo era monárquico cuando al señor Toquero le faltaban lustros por nacer y aprendí en mi primera infancia el respeto y la adhesión al «infante don Juan» como le llamábamos entonces. Durante la República los niños del Retiro cantábamos a grandes voces y con música del himno de Riego una letrilla famosa:

Si Niceto quiere corona,

le daremos un orinal

porque la corona de España

es del infante don Juan.

Yo había jurado como ministro el día en que don Juan —una estampa histórica emocionante— marchaba por la lonja del Escorial, con uniforme de almirante, tras el armón con los restos de su padre don Alfonso XIII. Por entonces los duques de Alba me sentaron a su derecha durante un almuerzo en Liria y tuve con don Juan una conversación que llevo grabada a fuego en mi recuerdo.

Pero soy historiador y me debo, por encima de todo, a la verdad histórica. Por eso voy a limitarme ahora a apostillar las inconcebibles líneas finales del libro del señor Toquero, antes de ofrecer mi versión, que creo mucho más seria, de cómo llegó al trono el actual rey de España.

1. «El Generalísimo ha sido el mayor enemigo de la Monarquía durante todo el tiempo que ocupó la jefatura del Estado». Es una tontería insondable. El Generalísimo fue el único español que pudo hacer posible el retorno de la Monarquía, que sin él jamás se hubiera restaurado en España. He dedicado varios libros a probar esta tesis; no un centón de prejuicios como los del señor Toquero, mucho más antifranquista que el propio don Juan.

2. «Teóricamente Franco nombró sucesor al príncipe don Juan Carlos; difícilmente podría haber adoptado una solución diferente de la Monarquía».

Franco no nombró sucesor al príncipe de España teóricamente sino efectivamente; y bien pudo adoptar, dentro de sus propias leyes fundamentales, la solución de la regencia, como le pedían importantes colaboradores suyos. La opinión pública hubiera aceptado esta solución, sobre todo por el mal ambiente que, real aunque injustamente, tenía entonces el príncipe en España, y no digamos don Juan.

3. «Pero en la práctica [Franco], ha sido la causa que impidió que la Monarquía se restaurase en su legítimo titular durante la posguerra española». Es exactamente al revés; en la práctica la decisión de Franco fue la clave para la restauración. Y en esa legitimidad forzosa no creía casi nadie en España después del abandono del trono por Alfonso XIII: mi propio abuelo Juan de la Cierva Peñafiel, el último ministro y el más fiel de Alfonso XIII, albergaba serias dudas en la República sobre esa legitimidad de efectos automáticos.

4. «Ha quedado constatado, y me parece incuestionable, aunque Ricardo de la Cierva afirme lo contrario, que en 1942 el pueblo español deseaba la Monarquía». Apelo al recuerdo de los españoles que vivían con uso de razón (del que parece haber abdicado momentáneamente el señor Toquero) en 1942. Media España, la ex roja, aborrecía a la Monarquía. Dentro de los partidarios de Franco estoy seguro de que no llegaba n al uno por ciento los que deseaban esa Monarquía que el señor Toquero, por lo visto, añoraba ya desde su espera en la mente divina. Algunos generales empezaban entonces a favorecer una restauración, pero mucho más por oportunismo que por convicción. Del pueblo llano casi nadie. Las estadísticas de asistencia que aduce el señor Toquero para Los actos de afirmación monárquica no se las cree ni el más empedernido de los juanistas. Ni siquiera muchos monárquicos deseaban entonces una inmediata restauración de la Monarquía. Sin embargo agradezco al señor Toquero su cita en momento tan solemne de su libro: mi negativa salva, en cierto modo, la racionalidad del libro que brilla en algunas páginas y naufraga en las conclusiones.

5. «Esta [la Monarquía] no se restauró por la oposición de Franco. En una línea, Franco ha retrasado la Monarquía por lo menos seis lustros». Por el contrario, sin Franco la Monarquía no hubiera venido jamás a España. Un intento de restauración monárquica en los años cuarenta, si la restauración hubiera sido democrática (y la Monarquía de entonces mantenía, aunque el señor Toquero no lo sepa, una orientación tan totalitaria como la de Franco), hubiese acarreado infaliblemente el reavivamiento de los rescoldos de la guerra civil; ésa fue precisamente la razón por la que los aliados no la impusieron, aunque no faltaron altos colaboradores de la Monarquía que bordearon, a mi modo de ver, la alta traición al pretender implantar la Monarquía bajo las bayonetas aliadas. Mucho más patriotas se mostraron algunos prohombres de la República, como ha relatado Sánchez-Albornoz, que se negaron tajantemente a que la República volviera a España pinchada en esas bayonetas.

Por consideración a la juventud del señor Toquero, a quien creo corregible con los años, no voy a desmenuzar ahora su libro, por no abochornarle, y eso que el joven y desorientado historiador se ha portado de forma insolente con un testigo como Emilio Romero, con quien coincido totalmente en este punto, y conmigo cuando me acusó de robarle el dichoso premio. Y paso seguidamente a exponer de forma positiva, y sin más alusiones enojosas al disparate de tales conclusiones, el camino que siguió don Juan Carlos hasta llegar al trono de España. Con la sincera advertencia de que si el señor Toquero se mantiene en sus trece y su agresividad, y ciertos órganos monárquicos le siguen jaleando, me veré obligado a analizar con todo detalle los presupuestos históricos del neojuanismo, lo que ahora descarto porque lo último que deseo es amargar sus últimos años, que ojalá se prolonguen después de su heroico sacrificio por España, al único español de la Historia que ha sido hijo de rey y padre de rey sin llegar, por un desgraciado cúmulo de coincidencias y fatalidades históricas, a ser rey de España como merecían su patriotismo, su sentido del servicio a España y su generosidad.

LOS CINCUENTA AÑOS DEL REY

Nació el 5 de enero de 1938 a la una y cuarto de la tarde y en Roma, la cuna del Occidente cristiano, cuando las dos Españas totalitarias, cada una con un ejército superior al millón de hombres, apenas podían ya golpearse y desangrarse más en las noches heladas de Teruel. Chocaban esa tarde, bajo cero, f rente a las ruinas de la ciudad mártir, el Ejército Nacional y el Ejército Popular de una misma España; aunque, por su porcentaje de voluntariado riguroso en la oficialidad y en filas, el Ejército Nacional era bastante más popular que el Ejército Popular. En las retaguardias, la férrea dictadura del general Francisco Franco, que se disponía a formar su primer Gobierno, se enfrentaba a la no menos férrea dictadura del doctor Juan Negrín, cada vez más dominada militar y políticamente por los comunistas españoles. Hay algunos historiadores alucinados que se empeñan en seguir llamando democracia a aquella agonía republicana; que lean despacio al primer hispanista de la guerra civil, Burnett Bolloten, que en 1938 estaba precisamente allí, frente a Teruel, como corresponsal en la zona roja, contemplando cómo la ciudad cambiaba dos veces de manos en cinco semanas. Los comunistas, que ya casi dominaban a la República, eran de la especie stalinista, en pleno período de las grandes y criminales purgas del superdictador soviético.

A su bisabuelo, don Alfonso XII —el único monarca español de la Edad Contemporánea a quien se aplicó un sobrenombre histórico—, quisieron llamarle Pacificador, porque había terminado con las guerras civiles que ensangrentaron absurdamente nuestro siglo XIX. Me parece que ya no se llevan ni las damas de la reina ni los sobrenombres regios, pero para una primera aproximación histórica, esencialmente provisional, a estos cincuenta años en la vida de un rey, la palabra-resumen, la palabra clave sólo puede ser la de Reconciliador. Su padre, don Juan de Borbón y Battenberg, que, como acabo de decir, es el gran sacrificado de nuestra dinastía histórica, fue el primer español que propuso formal y expresamente, casi a la vez que el socialista Indalecio Prieto y Tuero, el ideal de reconciliación después de la tragedia; Jo hizo el 11 de noviembre de 1942, con estas palabras: «Mi suprema ambición es ser rey de una España en la cual todos Los españoles, definitivamente reconciliados, podrán vivir en común». Don Juan marcó el ideal y comenzó inmediatamente a trabajar para conseguirlo, aunque no todos sus consejeros participaron de su clarividencia ni de su patriotismo. Su hijo, don Juan Carlos I, sería el encargado de realizarlo. Hace ya más de cincuenta y dos años, entre la ventisca y la sangre de Teruel, entre la doble noche totalitaria y encrespada a muerte, hubiera parecido un sueño imposible.

No pretendo con este trabajo trazar una biografía sistemática del rey, a quien deseo, para bien de España, una trayectoria vital todavía larga y decisiva. Se han publicado ya, por lo demás, algunos apuntes biográficos estimables, como los que ha dedicado Juan Antonio Pérez Mateos a la infancia y adolescencia de don Juan Carlos o el impar estudio monográfico que un insigne profesor del entonces príncipe, el doctor Vicente Palacio Atard, escribió para su ingreso en la Real Academia de la Historia sobre la actuación del rey en la transición democrática. Pero sin salirme un ápice del rigor histórico, pretendo con este trabajo nada menos que una evocación. Con cierta técnica impresionista, pero sin despegarme un ápice de los hechos y de las trayectorias.

UNA INFANCIA EN MEDIO DE LAS CONVULSIONES DE EUROPA

Al conocer el nacimiento del futuro rey, que pasó casi completamente inadvertido en las dos Españas enzarzadas que él habría de reconciliar, uno de esos monárquicos profesionales que viven entre la lealtad y la alucinación, el laureado coronel Juan Antonio Ansaldo, telegrafió a los padres del príncipe desde su aeródromo de campaña en la zona nacional: «Enhorabuena por nacimiento futuro emperador de Occidente». Le bautizó en Roma, el 26 de enero de 1938, el cardenal Eugenio Pacelli, al no quererse comprometer el papa Pío XI en medio de la guerra civil; Pacelli sería al año siguiente papa P10 XII. Desde entonces la Santa Sede miró con predilección siempre correspondida al príncipe romano de España, que vivió hasta 1942 en un modesto piso de la Urbe, de donde salía alguna vez para visitar a su abuelo, don Alfonso XIII, cuya imagen (sobre todo la de su caída en 1931) gravitaría por siempre en su memoria de niño y en su conciencia de rey. En 1942 se trasladó con su familia a Lausana, donde vivía su abuela la reina doña Victoria Eugenia, que supo comprenderle y acertó a orientarle adecuadamente, a distancia, en tramos muy delicados de su vida.

Cuando don Juan de Barbón llegaba a Lausana, al año siguiente del fallecimiento de su padre don Alfonso XIII, algunos monárquicos de España, convencidos de que Franco retrasaría la restauración ad calendas graecas, habían empezado a conspirar abiertamente contra él desde que, en diciembre de 1941, los Estados Unidos entraban en la guerra mundial y quedaba comprometido con ellos seriamente el triunfo, hasta entonces cantado por casi todos, de Alemania; y algunos generales que sintieron de pronto la vocación monárquica, como el laureado don Antonio Aranda, habían sido convencidos profetas de tal triunfo germánico. Los directores de la conspiración monárquica eran el general Alfredo Kindelán, el ex ministro de Franco y eminente catedrático don Pedro Sainz Rodríguez y el ideólogo integrista, letrado del Consejo de Estado y activista de Acción Española don Eugenio Vegas Latapie, a quienes pronto se uniría, en su retiro de Portugal (donde había colaborado fervientemente con la causa de Franco durante la guerra, como los otros tres en España), el ex jefe de la derecha católica en la República don José María Gil Robles. Al ver que don Juan se inclinaba hacia los conspiradores y de la mano de ellos hacia el campo aliado (por impulso patriótico evidente), Franco inicia con don Juan una correspondencia prolongada y disuasoria para poderle mantener como candidato lejano a una sucesión según el esquema de «Monarquía del Movimiento» que «coronase nuestra obra» como repetía Franco desde el mismísimo decreto de unificación en la primavera de 1937. Desde que asumió el poder supremo en setiembre de 1936, ayudado sobre todo por los generales monárquicos, Franco estaba decidido a restaurar en España la Monarquía, a la que siempre había sido fiel desde su infancia y su adolescencia militar. Así, en junio de 1942 Franco proponía a don Juan «el entronque de una Monarquía totalitaria», que era su peculiar adaptación al siglo XX de la regida por Felipe II. Por supuesto que la Monarquía que en esa fecha alentaba en la mente de don Juan y sus consejeros era casi tan escasamente democrática como la de Franco; las pruebas documentales son abrumadoras, aunque algunos historiadores prefieran ignorarlas.

Por entonces Vegas y Sainz Rodríguez tienen que huir de España para evitar su detención cuando Franco averigua que están preparando la restauración de acuerdo con unos pocos generales y con la embajada británica en España. Sainz Rodríguez se instala en Portugal y Eugenio Vegas aparece en Lausana, donde ejercerá durante años un influjo importante en la orientación de don Juan y en la primera educación de don Juan Carlos, que le adoraba; y debe notarse que Eugenio Vegas, hombre inteligente y preparado, era el menos demócrata de todos los españoles de su tiempo. En ese mismo año 1942 Franco, que había iniciado en primavera un sensible viraje hacia el campo aliado, destituyó a su cuñado Ramón Serrano Suñer (que había sido el «número dos» del régimen), tras Los oscuros sucesos de Begoña y por consejo de un marino gris, pero de vista larga, que supo tomar desde el primer momento la medida al Caudillo: el subsecretario de la Presidencia don Luis Carrero Blanco, monárquico convencido que ya entonces se empeñaba en asegurar la sucesión de Franco en favor de don Juan, sin solución de continuidad con el franquismo.

Pero las maniobras monárquicas, que pese a los actuales inventos anacrónicos del neojuanismo no contaban dentro de España con el más mínimo respaldo popular, se intensificaron tras el desembarco aliado en el norte de África el 8 de noviembre de 1942. Tres días después publicaba don Juan de Borbón en Suiza su primer manifiesto de la reconciliación al que ya nos hemos referido, y se ofrecía para la restauración. Nombraba sin embargo jefe de su Casa al duque de Sotomayor, que dirigía desde entonces a un poderoso grupo de monárquicos del interior, pertenecientes a la derecha de intereses (sin el más mínimo apoyo popular ni siquiera entre los españoles fieles a la idea monárquica) y empeñados en mantener un puente efectivo entre Franco y don Juan. Desde 1942, pues, dos grupos de monárquicos pugnan por dominar en la orientación política del sucesor de Alfonso XIII: los nuevos liberales (que habían sido, sin excepción, franquistas y casi todos totalitarios), con Sainz Rodríguez, Gil Robles y luego José María de Areilza; y los tradicionales, partidarios de la aproximación a Franco contra el antifranquismo del grupo anterior: Sotomayor, José María de Oriol y Julio Danvila. Insisto en que ni siquiera los que he llamado monárquicos liberales antifranquistas eran entonces demócratas; las Bases Institucionales para la Monarquía Española, que prepararon ellos en 1946, están mucho más cerca del totalitarismo franquista que de la democracia liberal, porque reconocen la misma inspiración que Franco: la Monarquía tradicional de los Consejos y el ideal orgánico que había propuesto formalmente en 1935 nada menos que don Salvador de Madariaga, que es el inventor de la democracia orgánica entre nosotros, aunque el hallazgo se atribuya al hombre a quien ese mismo año Madariaga ofreció su libro Anarquía o jerarquía: don Francisco Franco Bahamonde, jefe del Estado Mayor Central de la República española.

Estas dos tendencias dentro del campo juanista mantendrán su tensión hasta la muerte de Franco y sus representantes tratarán bien pronto de influir en la mentalidad del príncipe don Juan Carlos, en quien todos adivinaban oscuramente que podría encontrarse la clave del futuro. Claro que cuando don Juan Carlos, ya en España, pudo pensar con cierta independencia de criterio, advirtió que junto a esas dos tendencias monárquicas, la antifranquista y la partidaria de una aproximación a Franco, existía una tercera, infinitamente más numerosa: la de los monárquicos abiertamente franquistas, que se oponían cerradamente a toda maniobra que pudiera desestabilizar al régimen, aunque fuera de origen monárquico; y que estaban de pleno acuerdo con el gobernador del Banco de España, ex ministro de la Corona y antiguo jefe del partido monárquico en la República, don Antonio Goicoechea y Cosculluela. Apelo nuevamente a los miles de monárquicos de entonces que hoy sobreviven para corroborar mi convicción de que esta tercera corriente monárquica era, con enorme diferencia, la mayoritaria durante los años cuarenta y cincuenta. Podría yo ofrecer además aquí, si tuviera espacio, centenares de nombres, incluidos numerosísimos títulos nobiliarios y familias enteras de acrisolada lealtad monárquica que siguieron enteramente fieles a Franco; pero no lo creo necesario, aunque algún día tendré que hacerlo ante la osadía de los neojuanistas.

Ante esta discrepancia de las corrientes monárquicas y las insinuaciones que empiezan a hacerle sus representantes, el príncipe niño advierte muy pronto —quizá hacia los seis o siete años— que se encuentra en el centro de un turbión político donde todo el mundo trata de condicionarle y aprovecharse de él para lo que pueda ocurrir en un futuro incierto. Esta convicción imprime al infante, a quien en Lausana ya se le llama príncipe de Asturias, una huella de desconfianza y de amargura que, superada por su amor congénito a España y por su conciencia templada de servicio histórico a la nación y a la Corona, marcará duramente su vida hasta hoy, e influirá decisivamente en la formación de su carácter.

PRIMERA PREGUNTA DEL PRÍNCIPE SOBRE FRANCO

El príncipe niño empieza a advertir confusamente, todavía en Lausana, entre los consejeros permanentes y ocasionales de su padre, lo que califica duramente Gil Robles como «pequeñeces, rencillas, ambiciones menudas y vanidades grotescas» que enturbiaban el ambiente político en torno a la discutida Corona. Durante el año 1943 se perfilaba cada vez con mayor claridad la victoria final de los aliados en la guerra mundial, sobre todo desde que lograron abrir el segundo frente continental en Italia. Cunde la incertidumbre en la clase política española (que teme seguir la trágica suerte de los jerarcas fascistas italianos) y se suceden con escasísimo eco popular algunos manifiestos monárquicos, como la carta que veintisiete recién nombrados procuradores en Cortes dirigen a Franco en junio en favor de la restauración o la que en setiembre le comunican varios tenientes generales que habían contribuido a conferirle en 1936 la jefatura suprema del bando nacional. (Casi todo el resto de los procuradores y de los generales eran también monárquicos y no participó ni de lelos en estas posiciones, que creo dictadas también por el patriotismo). Pero Franco está luchando por la supervivencia de su régimen y por la suya personal, y cuando don Juan intensifica su distanciamiento a principios de 1944, coincidiendo con los que llamó Franco «los momentos más graves que en la guerra pasamos», Franco le dirige una durísima admonición que desemboca, el 7 de febrero, en un telegrama de ruptura provisional.

A primeros de octubre los comunistas organizan la ridícula invasión pirenaica del «maquis» español, fácilmente deshecha por un impresionante despliegue militar en las provincias fronterizas y desarticulada después por la clara hostilidad de la población contra los intrusos, y con una intensa lucha de contraguerrilla por parte del Ejército y la Guardia Civil hasta 1948. Santiago Carrillo, el joven staliniano y futuro demócrata de toda la vida, gestionaba por entonces el envío al Levante español de enjambres de paracaidistas yugoslavos al mando de varios antiguos jefes de las Brigadas Internacionales; estaba en babia. Sin embargo, al calor de la ya segura e inminente victoria aliada, don Juan de Borbón, por unanimidad de sus consejeros del sector liberal, trata de dirigir a los españoles, el 19 de marzo de 1945, el Manifiesto de Lausana, en que declara ilegítima la jefatura de Franco. Sin embargo hay un hecho ignorado por casi todo el mundo: Franco, aconsejado por Carrero Blanco, comprende en el fondo la actitud de don Juan, quien trata de ofrecer a los aliados una alternativa monárquica para evitar el retorno del Frente Popular y su segura venganza por la derrota en la guerra civil, cuyas heridas seguían abiertas; e incluso tras este manifiesto Franco mantiene el nombre de don Juan en la cajita sellada donde conserva su testamento sucesorio. Sabedores de ello los monárquicos tradicionales, José María de Oriol en cabeza, restablecen los puentes de comunicación que ya apuntan cada vez más hacia la figura del príncipe Juan Carlos, quien precozmente, a los siete años, empieza ya a comprenderlo todo y se mantiene completamente, como es natural, al lado de su padre en momentos tan delicados. Durante toda esa época la función histórica de don Juan consiste en evitar que Los aliados consideren seriamente la posibilidad de una alternativa republicano-socialista para España y en mantener abierta la posibilidad monárquica como única salida al régimen de Franco.

Pero Franco, contra todo pronóstico, resiste, apoyado por una indudable mayoría silenciosa del pueblo español, en la que se incluían, como reconoció noblemente Dionisio Ridruejo, cuando ya era enemigo de Franco, en su libro de 1962, Escrito desde España, muchos adversarios de la guerra civil. Al producirse la victoria aliada en Europa, mayo de 1945, todo el mundo cantaba la caída inmediata de Franco, pero la Iglesia acudió en su socorro; el cardenal primado Pla y Deniel difundió una pastoral de claro endoso al régimen, aunque le urgía a la apertura; los católicos profesionales entraban en el nuevo Gobierno y dos jóvenes políticos católicos, Joaquín Ruiz Giménez y Alfredo Sánchez Bella, acudieron en nombre de Franco a Lausana para apartar a don Juan de Borbón de las tentaciones demoliberales, a lo que él accedió de mil amores. Cuando en agosto de ese año se conoce la condena de los «tres grandes» contra la España de Franco en Potsdam, la Iglesia española ha salvado ya definitivamente al régimen en el momento más difícil de su historia. Y en justa correspondencia por la salvación de la Iglesia española lograda por Franco frente a la persecución republicana y roja que había terminado con la vida de trece obispos y ocho mil clérigos, amén del cierre de todas las iglesias y destrucción de muchas; nadie había causado semejante daño a la Iglesia desde los tiempos de Diocleciano, Mahoma, Robespierre y Calles. Y no es una exageración.

Eugenio Vegas Latapie dirigía los estudios primarios del príncipe Juan Carlos en Lausana y supo imprimirle, junto a su familia, un profundo sentimiento cristiano que no le abandonaría jamás, y un amor a España digno de su estirpe. En febrero de 1946, cuando ya se preparaba un acercamiento entre los consejeros monárquicos de don Juan y los republicanos moderados del exilio (el monárquico Gil Robles, el socialista Prieto y el liberal orgánico Madariaga serían, bajo inspiración británica, protagonistas de tal encuentro), don Juan de Borbón vuela desde Suiza a Portugal, donde se instalará —en Estoril, junto a Lisboa— con su familia para la continuación de su exilio interminable.

El príncipe de Asturias se queda tres meses en Suiza, en el internado de los marianistas en Friburgo, hasta que en mayo se reúne con su familia en Estoril. Por presión de los exiliados republicanos y de los gobiernos izquierdistas occidentales, elegidos bajo el miedo europeo a la aplastante victoria soviética en la guerra mundial, las Naciones Unidas condenan al régimen de Franco en diciembre de 1946, tras una tenaz ofensiva exterior; pero el pueblo español se vuelca en la plaza de Oriente y deja bien claro su respaldo total al régimen, con lo que esa presión exterior actúa en favor del Caudillo. Los aliados toman buena nota y empiezan a pensar si están siguiendo con España el camino más idóneo. Pronto van a comprobar que no, cuando desde la primavera de 1947 el planteamiento de la guerra fría provocará en los Estados Unidos un movimiento pragmático de aproximación al régimen español, que Franco advierte inmediatamente (gracias a las informaciones de la Marina) y aprovecha para dictar su ley de sucesión, que Carrero Blanco anuncia con unas horas de antelación a don Juan en Estoril. El proyecto instituía una especie de monarquía electiva (que luego se atenuó) y don Juan, que lo advierte inmediatamente, lo rechaza por completo. Por entonces se conoce la primera toma de posición política por parte del príncipe don Juan Carlos: «¿Y por qué Franco, que ha sido tan bueno en la guerra [civil] se mete tanto con nosotros?»

EL PRÍNCIPE SUCESOR «IN PECTORE»

Don Juan cede a la presión de sus consejeros liberales y publica inmediatamente un nuevo manifiesto —el Manifiesto de Estoril—, por el que descalifica de nuevo a Franco y su régimen. En este momento es cuando Franco elimina a don Juan de su cajita sellada y le cierra definitivamente el camino de la sucesión; hay evidencias históricas seguras que lo confirman. Y también en ese momento, según testimonios irrecusables, es cuando Franco, con el apoyo de Carrero, escoge a su nuevo candidato, que sin saberlo él hasta muchos años después, es precisamente el príncipe de Asturias, don Juan Carlos de Borbón, designado sucesor in pectore a los nueve años. Desde ese momento Franco tratará de controlar la educación del príncipe, que será para él, a partir de su próxima llegada a España, como un rehén. Por su parte, el equipo liberal de Estoril tratará de utilizar al príncipe, entre Franco y don Juan, como una baza. Un rehén, una baza; el príncipe todavía niño parece advertirlo confusamente; hay indicios de ello en testimonios muy tempranos, del año 1948.

Durante el verano de 1947 se produce, en efecto, la conjunción política entre los tres titanes del exilio —Gil Robles, Prieto y Madariaga— que no logra, sin embargo, superar sus tremendos recelos de la época republicana. Los tres intercambian testimonios y documentos que luego se arrojarán unos a otros con gran satisfacción de Franco. Pero al comprobar esta aproximación de signo liberal que implicaba a la Corona, el integrista Vegas abandona la secretaría política de don Juan, aunque acepta seguir en Estoril como preceptor del príncipe. Por consejo suyo, y con su compañía, don Juan Carlos, o don Juanito, como se le llamaba entonces familiarmente, retorna al colegio marianista de Friburgo, donde se incorpora como uno de sus maestros extraordinarios el profesor Ángel López Amo, distinguido miembro del Opus Dei, la joven institución religiosa de origen español que comenzaba entonces, desde Roma, a extender su presencia por todo el mundo y sintió un vivo y eficaz interés en situar siempre a uno o varios de sus alfiles en la proximidad del príncipe. Hasta hoy.

Permanece el príncipe en Friburgo, hasta el verano de 1948. Su francés y su inglés son tan perfectos como su italiano y su portugués; su mente despierta demuestra una extraordinaria facilidad para los idiomas, que le serán utilísimos en el futuro y le brindan una perspectiva cultural y de relaciones muy importante. Demuestra ya la legendaria capacidad borbónica para recordar cualquier cara, cualquier interlocutor, aunque sea fugaz, para siempre. Ese verano llega a Estoril un hermoso y sencillo yate de vela para su padre, el Saltillo, y don Juan Carlos se aficiona en él, definitivamente, al deporte náutico, donde encuentra desahogo y horizonte. El ambiente que vivía el príncipe en su casa se resume en estas palabras de un testigo próximo hablando de Franco desde Estoril: «Aquel hombre era el enemigo». Don Juan Carlos conocería —ese mismo año— personalmente a Franco y llegaría, tras un trato de muchos años, a concebir una impresión muy diferente; pero tampoco se puede menospreciar el influjo, en su carácter, de esa temprana impresión de adolescencia.

El 25 de agosto de ese año 1948, Franco maniobra de acuerdo con el sector monárquico tradicional —ahora con protagonismo del historiador Julio Danvila— y deshace en agraz la todavía no consumada conjunción antifranquista del exilio cuando se encuentra con don Juan a bordo del Azor, en aguas de San Sebastián. La noticia, que actúa como una bomba demoledora, aunque de efecto retardado, en el ambiente de Estoril y en el del exilio, afectó profundamente al destino de don Juan Carlos, ya que su educación media en España sería la consecuencia principal del encuentro, así como la amortiguación de la hostilidad antimonárquica en los medios de comunicación del Movimiento. Desde entonces todos los encuentros entre su padre y Franco se referirán a la vida del príncipe, convertido, como acabamos de decir, en rehén o en baza, según cada campo. Nació, pues, muerto el pacto de San Juan de Luz entre monárquicos y socialistas; justo cuando la Unión Soviética lleva la guerra fría a su apogeo con el bloqueo de Berlín. Pese al convenio del Azor, el tenaz Eugenio Vegas Latapie consigue llevarse otra vez al príncipe hasta Friburgo para iniciar el nuevo curso; pero antes de acabar el mes de octubre tiene que devolverlo a Estoril para que viaje desde allí a España. «No dimita, espere a que le echen», le aconseja el legendario financiero don Juan March cuando sabe la noticia. Y con los mejores modos le echaron; desde ese momento don Juan Carlos sale de la órbita educativa —tan elevada como utópica— del intelectual integrista para incorporarse, con carácter felizmente definitivo, a l a vida de España, pese a un par de eclipses intermedios y breves.

BACHILLERATO EN ESPAÑA

El 9 de noviembre de 1948 el príncipe de Asturias llega a la estación de Villaverde a bordo del Lusitania Express y desde allí José María de Oriol le acompaña al Cerro de los Ángeles, donde repite la consagración de España al Corazón de Jesús que pronunciara allí mismo su abuelo don Alfonso XIII en 1919. Esto significa que los monárquicos tradicionalistas y la derecha de intereses han conseguido patrocinar su educación en España, arrancando al príncipe —de acuerdo con Franco— de la tutela de los monárquicos liberales antifranquistas, por más que su hasta entonces el preceptor Eugenio Vegas mal correspondía a esa descripción. El mismo día de su llegada se celebraba casi en la clandestinidad el entierro de un estudiante monárquico muerto en la prisión de Yeserías durante uno de los enfrentamientos contra Falange organizados por la aguerrida duquesa de Valencia. Cuarenta y dos años después nos hemos enterado de que en tan reducidas algaradas, que solían ocurrir en la Castellana entre pocos combatientes) el pasmo de los transeúntes, participaba un joven claudicante (a quien nadie recuerda por allí) que ostentaba un glorioso apellido del régimen y alcanzaría un futuro brillante antes de su batacazo merecido y prematuro: Leopoldo Calvo-Sotelo, quien si de veras se asomó a alguna esquina de la Castellana volvió muy pronto a su mucho más cómoda condición de sobrino del Protomártir.

Con un selecto grupo de jóvenes vinculados a la aristocracia de la sangre y a la alta derecha de intereses, el príncipe de Asturias (título que nunca se le reconoció en aquella España) se instaló en una finca de los Urquijo, Las Jarillas, en la carretera de Madrid a Colmenar Viejo, donde tuvieron como director de estudios a un notable pedagogo granadino, don José Garrido, discípulo de don Andrés Manjón y director del ejemplar Colegio de la Paloma. Un sacerdote donostiarra, don Ignacio Zulueta, y un equipo de profesores del Instituto San Isidro contribuyen, junto al famoso profesor de gimnasia Heliodoro Ruiz, a una excelente formación del príncipe y sus amigos, procedentes de los colegios del Pilar y Maravillas. La Compañía de Jesús, a quien se había hecho expresamente el ofrecimiento, declinó el honor de encargarse de la educación de don Juan Carlos, en vista —fue la cortés respuesta— del resultado negativo de experiencias semejantes en otras épocas. Ya se sentían los jesuitas, por lo que se ve, afectados por uno de sus complejos históricos que estallarían, increíblemente enconados, años más tarde.

El 24 de noviembre de 1948 don Juan Carlos conoció personalmente al general Francisco Franco en el palacio del Pardo. Franco quedó muy favorablemente impresionado con el príncipe de diez años; el príncipe también. Desde este momento hasta que le declaró sucesor suyo a título de rey en 1969, veintiún años más tarde, Franco se tomó muy en serio su papel de elucidator Principis, supo ganarse poco a poco la voluntad de su regio alumno, jamás le habló mal, sino siempre bien, de su padre don Juan, y a fin de cuentas logró influir sobre él más que otra persona alguna en la vida de don Juan Carlos.

Franco conocía perfectamente las huellas y resabios de hostilidad que afectaban al príncipe por la convivencia familiar y exiliada de Estoril, donde convivían los personajes a quienes Franco consideraba como los más peligrosos conspiradores contra su régimen y su persona. Pero no tenía prisa, y supo utilizar la presencia y la persuasión del poder para imbuir en el príncipe dos principios, entre otras muchas enseñanzas: primero (sin decírselo expresamente nunca hasta 1969), que en su día sería él quien iba a reinar en España; segundo, que la Corona sólo podría venirle a través de la voluntad y la herencia del propio Franco, aunque en virtud de la pertenencia del príncipe a la dinastía histórica que rige los destinos de España desde el año 1700. Pero debo insistir en que, durante toda su larga relación, que llegó a generar un sincero respeto y afecto entre los dos, Franco no habló jamás mal de don Juan de Borbón en presencia de su hijo; ni trató jamás de envenenar las relaciones personales y dinásticas entre los dos. En sus numerosas conversaciones Franco impartió a su discípulo abundantes lecciones de historia española y universal, con sincero ánimo pedagógico, y nada escaso ni superficial conocimiento de la materia, que Franco cultivaba desde su adolescencia militar. Aunque parezca paradójico, esas lecciones no se referían a temas políticos más que genérica y excepcionalmente. He llegado a esta conclusión tras algunas conversaciones con los dos interlocutores y después del detenido análisis de numerosos testimonios dispersos, entre los que destaca, como decisivo, el ya citado de López Rodó en su libro esencial La larga marcha hacia la Monarquía.

Transcurrió, de forma tranquila y eficaz, el curso de 1948-1949 en Las Jarillas, mientras el infante don Alfonso de Orleans, general de Aviación que se había distinguido como uno de los jefes de la Brigada Aérea Hispana en la guerra civil, trataba de dirigir la causa monárquica en el interior de España con escasa satisfacción de don Juan; el grupo liberal de Estoril redoblaba sus esfuerzos para recuperar el control del príncipe en cuanto terminase el curso. El papa Pío XII excomulgaba solemnemente a los católicos que abrazasen el comunismo y, seguro de que las democracias occidentales, por presión estratégica de los Estados Unidos, dejarían ya de perseguir a su régimen, Franco pronunciaba el 18 de mayo de 1949 en las Cortes un discurso en defensa de su régimen que los consejeros liberales de Estoril consideraron como agresivo contra la tradición monárquica porque el Caudillo había fustigado en él a los Borbones de la Edad Contemporánea con tremenda dureza, que en algunos casos, por cierto, no resultaba precisamente inmerecida.

Por otra parte, la familia real se sentía sola y abandonada en Estoril; casi nadie acudió a la primera comunión del infante don Alfonso. Cuando acabó el curso, don Pedro Sainz Rodríguez confirma plenamente nuestra teoría de la baza y el rehén al decir a don Juan: «Piense V. M. que el príncipe es la única arma de que dispone frente a Franco». Esta vez los liberales ganan la batalla y consiguen que para el curso siguiente, 1949-1950, don Juan Carlos no regrese a Las Jarillas: hay que improvisar, bajo la orientación de don José Garrido, un curso especial en Estoril, mientras el grupo de jóvenes compañeros del príncipe prosigue su educación en el palacio madrileño de Montellano.

TESTIGO DEL DESARROLLO EN MIRAMAR

Pero los acontecimientos internacionales dan de nuevo la razón a Franco. En junio de 1950 estalla la guerra de Corea, cuando las fuerzas comunistas del Norte, apoyadas por China roja, invaden el sur, y Franco llegará a ofrecer un contingente militar español para ayudar a que los Estados Unidos conjuren la amenaza. No quiere luchar contra Corea, como tampoco en 1941 quería luchar contra Rusia, sino contra el comunismo y su expansión; el comunismo era a la vez su enemigo histórico y personal, después que le venció en la guerra civil española. En diciembre de ese año 1950 las Naciones Unidas revocan los acuerdos antifranquistas de 1948 y don Juan Carlos reanuda su presencia en España para la continuación de sus estudios —acompañado por su hermano Alfonso— en el pequeño palacio de Miramar, situado en uno de los parajes más bellos del mundo, el promontorio entre las playas de la Concha y Ondarreta en San Sebastián; allí habían ocurrido algunos episodios importantes en la historia familiar reciente. Allí cursará los últimos cursos del bachillerato, con aprovechamiento normal, que no desentonaba de la media de sus compañeros, entre los que figuraban algunos veteranos de Las Jarillas, dirigidos todos por el profesor Garrido, el sacerdote Zulueta y el catedrático López Amo. Uno de los profesores, Carlos Santamaría, lo recuerda con suma claridad: «Él estaba seguro de que iba a ser rey». En Miramar se hizo don Juan Carlos radioaficionado para toda la vida.

Durante aquellos años serenos en Miramar, cuando el frente monárquico de oposición atravesaba por una duradera etapa de desaliento (de la que no se repondría ya nunca hasta los comienzos de la transición durante la agonía de Franco), el joven estudiante de bachillerato asistió, sin la necesaria perspectiva para comprenderlo de momento, pero con la ventaja importante de vivirlo, a una transformación esencial en la historia de España; por primera vez en toda esa historia desaparecía el fantasma del hambre, se reducía al mínimo el analfabetismo secular de los españoles, la España rural se convertía aceleradamente en España urbana e industrial y la riqueza nacional, estancada en la República y hundida en la guerra civil, recuperaba sus cotas de 1929/1930 para iniciar decididamente un despegue que pronto se empezaría a llamar desarrollo, e incluso milagro español. Se ampliaba la hasta entonces débil y dispersa clase media, y los trabajadores ya no eran ni querían llamarse proletarios; empezaban a tener casa, vacaciones y coche. No entonces, pero sí algunos años después, don Juan Carlos fue adecuadamente informado —por el propio Franco y otros maestros— de que semejante transformación, que cambiaba para siempre las bases de la convivencia española, se hacía posible por la estabilidad política del régimen y por el decidido esfuerzo de la Administración y de la naciente y pujante clase empresarial española, secundada por el trabajo pacífico de casi todo el mundo. Con escasa presión fiscal se lograba el pleno empleo y una prosperidad evidente, alejadísima de las previsiones pesimistas que don Juan, pésimamente informado casi siempre sobre la realidad española, había intentado comunicar a Franco durante su tensa entrevista del Azor poco antes. España ingresaba en la UNESCO en 1952; desaparecía un enemigo histórico, José Stalin, el mayor criminal de la Historia humana, en 1953; el año en que el régimen de Franco conseguía, ya con plena conciencia del príncipe a sus quince años, lo que la historiografía europea ha denominado su segunda victoria: el doble tratado legitimador del verano de 1953, primero el Concordato con la Santa Sede preconciliar, y segundo, los acuerdos de cooperación estratégica con los Estados Unidos, la alianza bilateral que se mantiene, pese a varias tormentas, cuando se escriben estas líneas.

EL PRÍNCIPE, MILITAR PROFESIONAL

Terminó el príncipe felizmente, en el Instituto San Isidro, los estudios de bachillerato en junio de 1954. Testigos de su examen rompieron en aplausos espontáneos al escuchar sus respuestas. Y a las pocas semanas Franco solicitó oficialmente a don Juan que permitiera a su hijo iniciar en España sus estudios superiores, con arreglo a un elaborado esquema: debería primero cursar estudios militares en las tres Academias de Tierra, Mar y Aire, de acuerdo (y más) con la tradición militar regia instaurada en la Casa de Barbón por la reina María Cristina de Nápoles y continuada por su hija Isabel 11 y luego en la educación de los reyes Alfonso XII, Alfonso XIII y el propio don Juan, a quien sorprendió la República durante sus estudios navales. Así, una vez identificado el príncipe con las Fuerzas Armadas, debería seguir un plan de estudios universitarios con materias especialmente seleccionadas y en convivencia con los estudiantes, que hasta el momento se mantenían tranquilos en las universidades. En el fondo latía la principal preocupación de Franco, que irritó profundamente en Estoril «Considero importante —decía a don Juan— que el pueblo se acostumbre a ver al príncipe cerca del Caudillo».

Nuevamente vuelven —la baza y el rehén— los forcejeos entre el palacio del Pardo y villa Giralda, que retrasan el comienzo de los estudios superiores del príncipe durante todo un curso, 1954-1955, para el que Franco, seguro de que al final ganaría, recomendó que don Juan Carlos intensificase en Estoril sus estudios de matemáticas para facilitar su aprendizaje militar. Lo hará bajo la dirección de un nuevo preceptor, tan leal a Franco como a la Monarquía, y que difícilmente pudo resultar mejor elegido desde sus primeras actuaciones en las etapas finales de Miramar: el general Carlos Martínez de Campos y Serrano, duque de la Torre, nieto del militar que fue en el siglo XIX tres veces jefe del Estado —don Francisco Serrano—, futuro académico de la Lengua y, tras una brillantísima carrera militar como jefe de la artillería del Ejército del Norte durante la guerra civil, jefe del Estado Mayor Central del Ejército y destacadísimo tratadista de historia militar española.

Pese a que don Juan, influido por Gil Robles, había pensado en que su hijo cursase estudios universitarios en Lovaina, la famosa universidad católica europea surcada ya por vientos de «diálogo» y entreguismo, acabó por ceder a finales de 1954, después de su primer encuentro personal con Franco en la finca extremeña de «Las Cabezas», propiedad del conde de Ruiseñada, un aristócrata que se había incorporado al grupo monárquico tradicional empeñado en mantener a toda costa la comunicación entre Franco y don Juan. En la conversación Franco confirmó a don Juan, tajantemente, que su segundo Manifiesto de 1947 le había costado el trono; y los dos decidieron que la educación superior del príncipe se hiciera según Los planes de Franco, para lo que el general Martínez de Campos contaría con un notable equipo en el que destacaba el comandante de Artillería Alfonso Armada y Comyn. Testigos seguros han transmitido y documentado esta opinión de don Juan después de su entrevista con Franco: «Es para matar a quienes me han estado tantos años hablando mal de este hombre».

Después de una preparación adicional intensiva, el príncipe ingresa en la Academia General Militar, y desde las primeras semanas de sus estudios militares conseguirá, vocacionalmente, una identificación completa con las Fuerzas Armadas. Su formación militar ha sido mucho más seria y profunda que la más somera de Alfonso XII y Alfonso XIII; desde entonces don Juan Carlos se ha sentido profesionalmente militar y no abandonó nunca sus contactos personales y técnicos con los tres ejércitos. Se siente vinculado afectivamente a sus promociones, y a la oficialidad del Ejército, la Marina y la Aviación. Desarrolló en las tres academias militares un sentido innato del mando y del compañerismo. Mientras tanto España ingresaba en la ONU en diciembre de 1955; y la universidad española rompía su conformismo y se empezaba a convertir en la más importante caja de resonancia para la oposición radical al régimen de Franco a partir de los turbulentos sucesos de febrero de 1956 en Madrid, atizados por el partido comunista clandestino.

ESTUDIOS MILITARES Y ESTUDIOS CIVILES

Al año siguiente, el llamado equipo de los tecnócratas, formado por competentes especialistas en economía y administración vinculados personalmente al Opus Dei, entraba brillantemente en la escena política, un tanto aburrida ya por la sorda confrontación entre Falange y los católicos profesionales, y conseguían modernizar al régimen mediante la estabilización y el desarrollo de la economía, la sociedad y la cultura. Destacaba en ese grupo un joven y muy competente catedrático catalán de Derecho Administrativo, Laureano López Rodó, que a las órdenes directas del almirante Carrero Blanco combinó las preocupaciones político-económicas del grupo con un designio estratégico de primera magnitud que ha pasado a la Historia como Operación Príncipe. Una de las principales maniobras de esa compleja operación, en la que participaron junto a los tecnócratas (que eran notables políticos modernos), los hombres de la derecha de intereses y el sector monárquico tradicional —representado ahora por el promotor de los encuentros extremeños entre Franco y don Juan, conde de Ruiseñada— fue precisamente la Operación Ruiseñada, que se abrió oficialmente con un resonante artículo del propio conde en ABC: «Lealtad, continuidad y restauración», cuya tesis consiste en que la Monarquía solamente podría venir a través de Franco y por su impulso, es decir la tesis hoy opuesta frontalmente al neojuanismo anacrónico. Poco después el príncipe hace a Franco su primera «Visita oficial» en el palacio del Pardo, tras su paso por la Academia General Militar (dos cursos completos, 1955-1956 y 1956-1957), que fue todo un éxito; y se preparaba para ingresar en la Escuela Naval de Marín, donde tanto en la convivencia militar como en el viaje de prácticas a bordo del buque escuela Juan Sebastián Elcano consiguió también la adhesión duradera de las promociones jóvenes de la Marina.

En noviembre de 1957, tras la anticipada independencia que España, arrastrada por Francia, tuvo que reconocer a su protectorado de Marruecos (y que levantó algunas ronchas en las Fuerzas Armadas) se produjo la agresión marroquí al territorio español de Ifni y el 20 de diciembre de ese mismo año un importante sector del carlismo y el tradicionalismo prestó homenaje a don Juan en un acto celebrado en Estoril que adquirió gran importancia histórica y dinástica; con ello se reforzaba extraordinariamente la potencia del sector monárquico-tradicional en tomo a don Juan. José María Pemán, eximio escritor y respetado representante de los monárquicos tradicionales, consejero de Cultura en la Junta Técnica del Estado durante la guerra civil y acérrimo propagandista de la causa nacional, asumió la presidencia del Consejo privado que asesoraba a don Juan de Barbón. Por fin el 12 de diciembre de 1959, el príncipe, que había cursado también con aprovechamiento teórico y práctico los estudios de Aviación militar en la Academia de San Javier, recibió los despachos de oficial de los tres Ejércitos y se dispuso a completar su formación en la universidad.

Para ello el general duque de la Torre había preparado un programa de estudios superiores civiles en Salamanca, muy equilibrado y con garantías de tranquilidad y respeto para la convivencia del príncipe con los alumnos en la primera universidad histórica española. Pero, como ha contado el propio general en un anticipo de sus memorias, un grupo de monárquicos tradicionales vinculados al Opus Dei consiguió cambiar ese plan, y así lo decidieron don Juan y Franco el 28 de marzo de 1960 durante su segunda entrevista en la finca de «Las Cabezas»: el general Juan Castañón, afecto también al Opus Dei, sustituyó al general Martínez de Campos (que dimitió indignado) en la dirección de los estudios universitarios del príncipe, que se iniciaron en las aulas universitarias de Madrid, donde la agitación estudiantil de izquierdas, combinada con los coletazos de la propaganda falangista antimonárquica, obstaculizaron el proyecto, que sin embargo resultó también positivo; y don Juan Carlos hubo de completar sus estudios con diversas asignaturas fundamentales de Historia, Derecho y Ciencias Políticas y Económicas en un marco más privado y discreto. Entre la acertada selección de sus profesores destacaron el catedrático de Historia y capellán del Opus Dei, doctor Federico Suárez Verdeguer, de ideas integristas y empeñado en la difícil reivindicación histórica del rey felón don Fernando VII, y otros maestros menos discutibles, entre los que figuraban nombres prestigiosos de la universidad española, como el citado Laureano López Rodó, el especialista en Derecho Político Torcuato Fernández Miranda, y el gran historiador de la España contemporánea Vicente Palacio Atard. Todos ellos, que trataron a fondo al príncipe durante sus estudios universitarios, coincidieron en una profunda estima por la atención, el interés y la seria comprensión de su discípulo, a quien un frente hostil y múltiple trataba por entonces de oponer una leyenda de incapacidad y mediocridad que poco a poco se iba deshaciendo en los frecuentes contactos personales de don Juan Carlos, que conoció por entonces a numerosas personalidades y jóvenes promesas de la política, la sociedad, las finanzas y la cultura.

EL ENCUENTRO CON LA PRINCESA DE GRECIA

En el año 1961 don Juan Carlos, que conversaba también muchas veces con su padre durante sus vacaciones en Portugal, y que se mostraba completamente identificado con él en cuanto a orientaciones dinásticas y en el ideal de la reconciliación de los españoles a través de una transición democrática (objetivo que antes no estaba claro en los grupos asesores de Estoril, pero que se va perfilando cada vez con mayor claridad durante los años sesenta), conoce, con motivo de la boda de los duques de Kent, a la princesa Sofía de Grecia, con la que muy pronto se compromete. Es, sin duda alguna, el encuentro fundamental de su vida y el más importante para asegurar su acceso al trono, por las extraordinarias dotes humanas, culturales y políticas de la joven princesa, cuya formación cultural europea era relevante y que, pese a sus pocos años, estaba ya bien curtida por la adversidad y los zarpazos de la política.

Ya en el mes de enero de 1962, a las pocas semanas de que Franco sufriese un grave accidente de caza que casi le deshizo una mano, el papa Juan XXIII recibía a los príncipes en Roma y les otorgaba su licencia para el matrimonio, que doña Sofía contraerá como catecúmena de la Iglesia católica. En tiempo de ecumenismos los españoles aceptaron con esperanza a su nueva princesa, cuya prudencia y sentido común conquistaron pronto a l matrimonio Franco y ayudaron al príncipe a sortear los escollos de su dificilísima navegación de aquellos años entre Estoril y el Pardo; cuando la intransigencia de unos y la sorda oposición de un poderoso grupo político español empeñado en la regencia para descartar a la Monarquía tradicional amenazaba con meter en vía muerta a la Operación Príncipe con la colaboración (no concertada, desde luego) de los consejeros libera les de Estoril, que en su momento colaboraron intensamente con el general Franco para luego repudiarle en medio de resentimientos insondables.

Laureano López Rodó ascendió a comisario del Plan de Desarrollo y Fernando María Castiella, ministro de Asuntos Exteriores, solicitó formalmente la adhesión de España a Europa; entonces se reunió contra esta solicitud en Munich la oposición antifranquista interior y exterior en el famoso contubernio condenado por Franco y por la gran mayoría de la opinión pública española del momento, porque perjudicaba los intereses de España ante Europa. Poco antes el Caudillo había mantenido con el príncipe una de sus largas conversaciones en la que le aseguró que tenía muchas más posibilidades que su padre de reinar en España; y le mostraba su seguridad en que, llegado el momento, el patriotismo de don Juan sería capaz de todos los sacrificios. Franco sabía que podía jugar esa baza, y lo hizo a fondo. Por fin, y con nutrida presencia de españoles en Atenas, se celebró el 14 de mayo de 1962 l a boda de don Juan Carlos con doña Sofía, que ya había empezado su profunda inmersión en la lengua y la cultura españolas, una cultura que pronto llegó a conocer y vivir más intensa y profundamente que la mayoría de los españoles.

LA REINA VICTORIA OFRECE TRES CANDIDATOS A FRANCO

A los pocos días los veteranos de la guerra civil conminaban a Franco durante un homenaje en la Casa de Campo a que preservara, como se decía entonces, las esencias del régimen; quizá por eso la reacción de Franco ante el contubernio de Munich resultó tan desmesurada. En la crisis que se planteó poco después Franco abrió paso a nuevos representantes de una clase política aperturista, entre los que destacaban el profesor Manuel Fraga Iribarne, pronto famoso ministro de Información y Turismo, y el ingeniero Gregorio López Bravo, del Opus Dei. Juan XXIII abría proféticamente el Concilio Vaticano 11, que trató de modernizar a la Iglesia en sus relaciones con el mundo, antes considerado como uno de los enemigos del hombre; pero también provocó una peligrosa serie de desviaciones teológicas, políticas y morales e impulsó, gracias a una continuada presión del Vaticano bajo el inmediato pontificado de Pablo VI, un papa seriamente antifranquista, la transformación de la Iglesia española, hasta entonces completamente vinculada al régimen, y que pronto daría las primeras señales de un despegue inevitablemente oportunista con el que arrancó, mucho más que desde l a casi inoperante oposición al franquismo, la corriente profunda de la transición española.

En junio de 1963, en efecto, el papa Pablo VI sucedía al profeta Juan XXIII, que había favorecido sin pretenderlo el auge comunista por sus recomendaciones de diálogo mucho mejor aprovechado por los marxistas que por los cristianos. Proseguían en toda España los éxitos y transformaciones del desarrollo. Después de la aprobación de su Ley de Prensa, en 1966, Manuel Fraga desencadenó un proceso irreversible de apertura que pronto se convirtió en otra de las grandes corrientes predemocráticas de la transición. El frente monárquico quiere hacerse presente en las nuevas orientaciones) Luis María Ansón publica un artículo de importancia histórica, «La Monarquía de todos», que provoca el secuestro de ABC y el destierro del joven intelectual y periodista monárquico. Con la eficaz ayuda de Fraga, Franco preparó para fin del año 1966 el referéndum para que el pueblo español apruebe la Ley Orgánica del Estado, que se presenta como innovación aperturista y contiene realmente las pautas formales por las que discurrirá la futura transición. El endoso popular es abrumador y evidente, pese a que se restringieron por temores injustificados del régimen las manifestaciones contrarias a la ley; y las protestas de la oposición se redujeron a la crítica de los defectos formales, por lo demás muy claros, de la iniciativa. Pero al año siguiente, 1967, Franco inicia una abierta involución que le lleva a una renovada condena de los partidos políticos y a un intento inviable de revitalizar al Movimiento.

Desde este momento, desde este año, la decadencia irreversible de Franco es un hecho cada vez más notorio, justo cuando los Planes de Desarrollo están consiguiendo los éxitos más espectaculares en orden a la transformación de España. Fraga se empeña, coherentemente, en que un desarrollo político hacia la democratización corresponda al desarrollo económico, pero, cada vez más firme en el poder vicario de Franco, el almirante Luis Carrero Blanco, designado vicepresidente del Gobierno en 1967, y apoyado por los tecnócratas, adversarios políticos de Fraga con carácter mutuamente excluyente, decide imprimir un ritmo más lento a la evolución política. En febrero de 1968 nace el príncipe don Felipe, primer hijo varón de don Juan Carlos y doña Sofía, y se reúnen en Madrid para el bautizo la reina Victoria Eugenia, don Juan de Borbón, Franco y don Juan Carlos. La reina Victoria, mu y emocionada por su regreso a España después de casi treinta y siete años de exilio, recuerda a Franco sus tiempos de gentilhombre de cámara de Alfonso XIII y le dice sinceramente: «Ahí tiene usted a los tres, general. Escoja». Desde aquel momento y con una excepcional capacidad de intuición, doña Victoria adivina que el escogido es ya don Juan Carlos y favorecerá con eficacia su candidatura en el delicado ambiente familiar.

SUCESOR DE FRANCO A TÍTULO DE REY

Nos acercamos a la crisis decisiva que va a abrirse en el año agónico de 1968, cuando la sociedad occidental parece conmoverse hasta sus cimientos por las convulsiones de su juventud, iniciadas en el mayo francés. Don Juan Carlos, ese otoño, parece cada vez más firme y seguro de su destino. Pero el 12 de octubre don Juan le reclama solemnemente «tu cariño de hijo y tu lealtad de príncipe» en un intento supremo de apartarle de la tutela histórica y de los proyectos de Franco; el gesto de don Juan, contradictorio con otros anteriores y favorables a Franco, entre los que destaca el entusiasta ofrecimiento reciente del Toisón de Oro (rechazado secamente por Franco), se debió sin duda a la insistente presión de los consejeros antifranquistas liberales. Pero éste es también el último movimiento del grupo liberal de Estoril, cuyo hombre fuerte era ya en esos momentos el inteligente ex embajador de Franco en Buenos Aires y París, José María de Areilza. Parece que don Juan Carlos sintonizaba un tanto con ese movimiento desesperado en sus declaraciones a la revista Point de vue, que estuvieron a punto de comprometer la sucesión. Entonces Manuel Fraga Iribarne rindió al príncipe y a la Monarquía un servicio importante, no siempre bien valorado. Con su colaborador Carlos Menda preparó unas nuevas declaraciones del príncipe en las que don Juan Carlos dejó bien claro, junto con su respeto y afecto inalterable a su padre, su lealtad de militar y de español a Franco y de forma discreta pero inequívoca se mostraba dispuesto a recibir la sucesión si le llegaba el ofrecimiento formal. Estas nuevas y oportunas declaraciones cancelaron el peligroso efecto de las anteriores, y una semana después, el 15 de enero de 1969, don Juan Carlos mantuvo con Franco la conversación decisiva. «Tenga mucha tranquilidad, Alteza —dijo el Caudillo—. No se deje atraer ahora por nada. Todo está hecho». Entonces Franco le propuso formalmente la sucesión a título de rey y don Juan Carlos la aceptó «como español y como soldado».

Desde una perspectiva histórica y dinástica se comprenden con claridad las claves de la sucesión sobre las que algunos han pretendido arrojar borrones de descrédito. Consta ya documentalmente que, gracias a tres egregias señoras —la reina Victoria, la futura reina Sofía y doña Mercedes, la esposa de don Juan y madre del futuro rey—, se acabó de concertar en junio de 1969 un pacto dinástico no escrito entre don Juan (que por cierto también se llama Juan Carlos) y don Juan Carlos (a quien un Oriol empezó a llamar así en los años cuarenta) sobre la sucesión al trono. Los dos convinieron en que lo esencial para España y para la dinastía era conseguir la segunda restauración, para mejor servicio de España y de los españoles; y que debería asumir la Corona quien estuviera de los dos mejor situado para conseguirlo. Una vez logrado el objetivo primordial, el nuevo rey guiaría a España a una nueva democracia que pudiera asegurar, mediante la reconciliación de todos los españoles, la convivencia interna, la supresión definitiva de los exilios políticos y el respeto internacional. Conseguido este acuerdo dinástico, podrían mantenerse, ya en un plano inferior, político, ciertas discrepancias inducidas por consejeros más o menos frustrados, pero incapaces de torcer el sentido real de la Historia. Con su sacrificio consciente; don Juan de Barbón cederá el trono y renunciará formalmente a él cuando viese consolidada la democracia y la Monarquía en España; pero con la satisfacción de ver aceptados por su hijo los criterios de orientación histórica que habían marcado la última etapa (no precisamente las anteriores) de la Monarquía exiliada en Estoril. Por eso se ha podido decir con verdad que don Juan de Barbón ha sido un fiel depositario de la tradición monárquica y un artífice esencial de la transición española en medio de su dolor y su silencio. Y el gran maestro de su hijo junto con Franco.

Lo demás casi es anécdota. A mediados de junio de 1969 el almirante Carrero Blanco comunicaba al príncipe la inminente decisión pública de Franco en orden a la sucesión. El príncipe acudió a Estoril, donde se concierta finalmente el pacto dinástico a que acabamos de referirnos. El 12 de julio Franco deja ver al príncipe su carta a don Juan en que en nombre de España le pide el sacrificio supremo de la Corona. Entre el 22 y 23 de julio de 1969, cuando el hombre llega a la Luna, se consuma en las Cortes el hecho de la sucesión y don Juan Carlos, nombrado general de los tres Ejércitos, asume el título de príncipe de España que había llevado ese modelo de Franco, Felipe II.

Desde entonces el príncipe, con la eficacísima ayuda de doña Sofía, se orienta cada vez más decididamente al futuro. En diversas declaraciones, sobre todo a la prensa de los Estados Unidos, no oculta su designio de guiar a España hacia la democracia cuando asuma el poder. Y Franco, como puede deducirse claramente de sus conversaciones íntimas con su secreta rio militar y confidente Franco Salgado, lo sabía perfectamente. Hay, además, una prueba histórica directa. Durante el triste congreso agónico de la UCD en Palma de Mallorca, a finales de enero de 1981, Fernando Castedo, director general de TVE, tuvo el acierto de reproducir para España unas declaraciones del rey a la BBC que habían causado un gran impacto en el Reino Unido. Le preguntaba el entrevistador sobre sus relaciones con Franco, y el rey contestó: «Una vez le pedí asistir a los consejos de ministros para prepararme a dirigirlos en el futuro y adquirir la necesaria experiencia política y administrativa. Franco, después de pensarlo, se mostró contrario a la idea. “Lo que usted tendrá que hacer en el futuro —dijo— nada tiene que ver con lo que hacemos ahora”.

EL JURAMENTO Y LA DEMOCRACIA

En abril de 1970, según revela López Rodó, el príncipe dejó bien claro que jamás abandonaría el trono por presiones ajenas, como había hecho equivocadamente su abuelo don Alfonso XIII. «Yo estoy dispuesto a no irme pase lo que pase. Naturalmente no puedo prever el estado de ánimo en que uno se encontraría si vienen mal dadas, pero ya he hablado con la princesa y estarnos decididos a no irnos ni nosotros ni nuestros hilos». Esta decisión explica bien el comportamiento del rey en la noche aciaga del 23 de febrero de 1981.

Y los todavía príncipes pusieron en práctica tal decisión durante el tremendo acoso del palacio del Pardo bajo el impulso de los regencialistas durante el año 1972, cuando la familia Franco perdió la cabeza ante la boda de María del Carmen Martínez Bordiu con el nieto mayor de Alfonso XIII, don Alfonso de Borbón, el noble príncipe de trágico destino. El propio almirante Carrero Blanco solicitó al príncipe de España que recabase l a aprobación de su padre para otorgar a don Alfonso el título de príncipe de Borbón, a lo que se negó tajantemente don Juan Carlos en tensa conversación con el propio Franco. Pese a ello Carrero siguió plenamente fiel al príncipe, que, vestido con uniforme de la Marina, presidió valientemente el entierro de su protector, asesinado por ETA en diciembre de 1973. Formó entonces gobierno, contra todo pronóstico, don Carlos Arias Navarro, mucho menos adicto a la solución dinástica y a la persona del príncipe, el cual vivió dos años muy duros hasta la muerte de Franco. La revolución portuguesa, en abril de 1974, soliviantó a un grupo de militares jóvenes españoles que, sin embargo, no consiguieron imponerse a la mayoría de sus compañeros, decididos firmemente a actuar como garantes de la transición según las pautas fijadas por las leyes fundamentales y bajo la dirección del príncipe de España, para quien el cumplimiento formal de esas leyes se convirtió en profunda y permanente orientación, garantizada por su juramento de 1969, que no se refería a mantener el inmovilismo, sino la legalidad; que podría transformarse según las normas de cambio contenidas en ella misma. Los ultras siguen obsesionados con un incumplimiento de promesa que jamás existió; confunden la profunda lealtad histórica del rey con las explicables pero equivocadas nostalgias personales colectivas de su grupo.

El príncipe sufrió una decepción gravísima cuando, tras asumir en julio de 1974 los poderes de jefe del Estado, ante una grave trombosis de Franco, el Caudillo se recuperó y mantuvo de hecho el poder mediante tutela próxima hasta recuperarlo en setiembre gracias a un golpe de signo familiar. Concibió entonces el príncipe la decisión de no aceptar más el poder sucesorio si no se le garantizaba la irreversibilidad; por eso tardó tanto en asumirlo cuando Franco se sintió enfermo de muerte a partir del 12 de octubre de 1975. Así sucedió el 30 de octubre, día en que don Juan Carlos inició realmente, casi un mes antes de su proclamación, su reinado efectivo, que quiso inaugurar con un viaje de solidaridad militar al Sahara español, donde las Fuerzas Armadas se encontraban, por la situación de España y el cinismo del gobierno norteamericano en favor del habilísimo rey de Marruecos, en una especie de callejón sin salida.

EL REY CONSTITUCIONAL

El resto es bien conocido, y seguramente no es todavía historia; los recuerdos, los personajes, los problemas están demasiado vivos. En la citada investigación monográfica del profesor Palacio Atard sobre la actuación del rey en la transición podrá comprobar el lector la clara decisión democratizadora del rey al ir entregando uno por uno los extraordinarios poderes que le había conferido Franco hasta convertirse en titular de una Monarquía constitucional, democrática y moderna. En otro libro clave, Nuestra democracia puede morir (Barcelona, Plaza y Janés, 1987), José Manuel Otero Novas, que fue uno de los técnicos esenciales para articular esa transición, nos ha ofrecido un detallado análisis sobre la plasmación constitucional de la Corona, y sobre los sacrificios que hubo de soportar la Corona en aras de la reconciliación de los españoles. Algunos otros intérpretes, peor orientados, se atreven a discutir la función histórica del rey como «motor del cambio», tan acertadamente defendida por José María de Areilza, ministro en el segundo Gobierno de Carlos Arias después de la muerte de Franco y político excepcional que ha rendido grandes servicios a la transición española: esos intérpretes osan afirmar que el verdadero motor del cambio fue la oposición al franquismo. Se equivocan de medio a medio: la oposición, desmedrada políticamente, fascinada absurdamente ante el partido comunista y enfrascada en la ruptura, perdió estrepitosamente el referéndum de 1976, ese gran acierto histórico de Adolfo Suárez, y entró luego (muy sensatamente) en el cauce de reforma política propuesto por los aperturistas del régimen anterior, que han sido, como bien demuestra uno de ellos, Rodolfo Martín Villa, los verdaderos artífices del cambio a las órdenes del rey y con la garantía imprescindible de las Fuerzas Armadas.

En la noche del 23 de febrero de 1981 el rey de España, a quien el Parlamento constituyente y algunos políticos de UCD con escasos sentimientos monárquicos y escasa convicción sobre la funcionalidad de la Corona para una España moderna, habían recortado excesivamente sus atribuciones, salvó al Parlamento y a la naciente democracia española gracias a la obediencia que prestaron las Fuerzas Armadas a su decisión en favor de la soberanía popular. Ahora, cuando el pueblo español, en su inmensa mayoría, tiene puestas en la Corona sus esperanzas y sus principales convergencias, brotan alguna vez esporádicamente sin ton ni son, tanto en la extrema derecha como en la extrema izquierda y en las mínimas minorías separatistas, algunas discrepancias, algunas reticencias y hasta algunos comportamientos groseros hacia la Corona. Para algunos no bastan, por lo visto, las experiencias trágicas de la primera y segunda República, que desembocaron en la desintegración histórica de España. La Corona es hoy la principal garantía de la reconciliación de los españoles, de la unidad y permanencia de España en medio de las complicaciones y de algunas aberraciones autonómicas, y de la vinculación popular y constitucional de las Fuerzas Armadas. Desde algunos sectores más o menos horteras de la política se pretende a veces impedir que los monárquicos —y deberían serlo todos quienes acatan a la Constitución— traten de profundizar en las virtualidades históricas de la Corona para el presente y el futuro de España; como si en virtud de la Constitución la Monarquía no fuera un patrimonio y una convicción e institución común de todos los españoles reconciliados.

ADVERTENCIA FINAL

En torno al verano y el otoño de 1990 se ha planteado por primera vez en un doble plano, público y secreto, superficial y de fondo, un ataque demoledor contra la Monarquía después de su identificación constitucional (1978) y práctica (1981) con la nueva democracia española. Un aluvión de críticas se abatió contra la persona del Rey, declarada inviolable por la Constitución, con motivo de ciertas frivolidades, a veces ciertas, de la Corte en Palma de Mallorca, rodeada por algunos aprovechados y algunos desaprensivos. Pero lo más grave vino a las pocas semanas, con la orquestadísima exaltación de don Manuel Azaña, figura máxima y encarnación de la segunda República, en todos los medios de comunicación oficiales, todos los ámbitos académicos y todos los medios privados de prensa, radio y televisión. Si en el seno del PSOE se mantiene una exacerbada alergia a la Corona por parte de Alfonso Guerra, que no se molesta en disimularlo, el director de la campaña azañista contra la Corona es un político de rabiosas raíces republicanas, teñidas luego de comunismo estaliniano y luego radicalismo liberal: el todavía ministro de Cultura don Georges Semprún, aparentemente enfrentado con Alfonso Guerra.

El idealizado Manuel Azaña ha sido el más nefasto político en la España del siglo XX, un hombre esencialmente soberbio e incomunicado, causante principal, con Largo Caballero, de la guerra civil española en medio de las convulsiones de los años treinta. Su bagaje cultural era el de un ateneísta típico, buena formación jurídica, terribles carencias históricas que demostró, entre aplausos de ignorancia total, con motivo de sus grandes discursos de 1931 contra la Iglesia y contra la Monarquía, de las que carecía de información histórica y sociológica seria.

Lo peor de todo es que el gran diario monárquico ha entrado con fruición en el formidable coro de exaltación azañista. El diario monárquico está regido por el mejor director de prensa en la historia contemporánea. Su información política y económica es digna de su historia, excepto cuando encubre, todos sabemos por qué, las normalizaciones separatistas del señor Pujol. El diario monárquico prodiga colaboraciones de académicos, a veces magníficas, a veces plomazos. Nos ofrece un gran cuadro de columnistas presididos por las plumas geniales de Campmany y Mingote. La línea editorial del diario monárquico es también, incluso en lo cultural, digna de su ejecutoria.

Pero en su noble afán de defender a la Monarquía, el diario comete habitualmente, en esta etapa, dos fallos permanentes e inalterables. Primero, trata con injusticia y desprecio a la época de Franco, con lo que muchas veces arroja barro incoherente contra la propia historia del periódico y contra el que fue sucesor de Franco a título de rey. Segundo, ha entregado su sección cultural a unas orientaciones y unas restricciones que convierten a esa sección en una sucursal del diario masónico; por ejemplo, en la exaltación continua y ad nauseam de figuras patéticas como Lorca y figuras repulsivas como Alberti. El desatinado homenaje a Azaña perpetrado en el otoño de 1990 por el diario se debe a los mismos orientadores —el hagiógrafo cantamañanas Marichal, el marxista Juliá— que han montado el homenaje paralelo en el diario masónico. Un artículo del señor Lázaro, en que se exalta la esencia republicana de Azaña, me parece un atentado a la esencia histórica del diario. Con su homenaje a Azaña, pese a un editorial de tapadera, el diario monárquico ha provocado la indignación de sus lectores, y ha causado a la Monarquía el mismo daño gravísimo con que empezaron a erosionar el trono de Alfonso XIII en 1930 no los republicanos, sino los grandes políticos liberales de la propia Monarquía. Nada tiene de extraño que con tal guía el presidente del P. P., don José María Aznar, haya contribuido al homenaje a Azaña con insondables tonterías que seguramente ha comunicado para favorecer la gobernabilidad del PSOE, como suele decirse.