Valencia, fundada por los romanos, fue después conquistada y reconquistada varias veces. La conquistaron los bárbaros del Norte, los visigodos, ya relativamente romanizados, que se empezaban a fundir con los hispanorromanos cuando sobrevino la conquista árabe, a la que siguió, entre los siglos VIII y XIII, un período convulso con varias conquistas y reconquistas islámicas y una cristiana: la del Cid Campeador en el siglo XI, desgraciadamente efímera. Jaime I, llamado por ello el Conquistador, rindió la ciudad) ocupó el Reino de Valencia en el siglo XIII: es la gran Reconquista por antonomasia. Pero no quedaron ahí las cosas. Hubo otra conquista efímera, la de los agermanados del siglo XVI, a la que siguió la reconquista de Carlos I; la conquista —pacífica y voluntaria—del pretendiente austracista Carlos en la guerra de Sucesión, seguida por la reconquista borbónica de Felipe V en el siglo XVIII; la conquista del imperialismo revolucionario francés en l a guerra de la Independencia, que desembocó en la reconquista española; la conquista de la ciudad y del reino por el Frente Popular al comenzar la guerra civil de 1936 y la reconquista por los nacionales desde las campañas de 1938 hasta el hundimiento de la zona republicana en 1939. Pero durante todos esos siglos la única Reconquista que ha merecido tal nombre, la auténtica, la primordial, es la del rey Jaime I; las demás fueron momentáneas o brotaron de guerras civiles entre españoles, por lo que perdieron el calificativo al llegar la reconciliación. Sin embargo millones de españoles, fuera del Reino de Valencia, ignoran que durante el siglo XX —con todos los regímenes: Monarquía, Dictadura, República en paz y en guerra, época de Franco— se ha desencadenado, y ahora ruge con más fuerza que nunca, una campaña para una nueva reconquista de Valencia, denominada ya, aviesamente, País Valenciano; una reconquista antihistórica y falsaria, porque jamás hubo conquista previa en ese contexto; una invasión, de momento cultural, del Reino de Valencia y hasta del alma de Valencia por las nuevas mesnadas del pancatalanismo rampante, que se empeñan en convertir al reino ancestral, que nos revitalizó y nos legó el rey don Jaime el Conquistador, en nombre de no sé qué inexistentes y ficticios Países Catalanes. Como jamás hubo conquista catalana de Valencia, mal se puede hablar ahora de reconquista; pero es lo que se intenta tenacísimamente con esa campaña, que tiene una cabeza de puente afincada en el corazón cultural del reino, la Universidad de Valencia. Por supuesto que jamás he dicho ni diré que ésta sea una empresa catalana, sino pancatalanista; en un ensayo anterior creo haber demostrado mi amor y mi respeto por la verdadera Cataluña, a la que naturalmente dejo fuera de la absurda pretensión actual. Y el mejor modo de demostrar el amor a Cataluña es decir la verdad a Cataluña, aunque moleste a los propagandistas del pancatalanismo.
Durante casi siete siglos el Reino de Valencia, integrado desde su nacimiento en la Corona de Aragón y a través de ella en la Corona de España, vivió en la Historia sin la menor duda sobre su identidad. Coexistían pacíficamente, fraternalmente, desde la propia conquista dos lenguas en su territorio, a las que todo el mundo, dentro y fuera del Reino, denominaba —sin excepción alguna— castellano y valenciano, que gozaban de la misma dignidad y respeto; lengua castellana, lengua valenciana. Algunos escritores geniales del reino utilizaron la lengua valenciana —Ausias March, Joanot Martorell—, otros el latín, como el humanista Luis Vives; otros el castellano, como Gaspar Gil Polo y Guillén de Castro; todos ellos con la convicción de usar un idioma propio, no ajeno ni menos extranjero. Siete siglos es una larga etapa histórica de asentamiento regional y cultural, que parecía estable y definitiva. Hasta que ya en nuestro tiempo, desde los comienzos del siglo XX, la fuerza expansiva del catalanismo naciente convertido antihistóricamente en pancatalanismo montó una campaña demoledora, penetrante y tergiversadora contra toda esa arraigadísima tradición; estudiaremos luego los impulsos y los jalones de esa campaña. Ahora nos basta con enunciar sus tesis principales, inoculadas a la opinión culta y al sentir popular del Reino de Valencia en nuestro siglo desde fuentes catalanistas, pero con habilidad suprema, gracias a la cooperación inconcebible de una quinta columna valenciana que ha colaborado en la invasión con el mismo entusiasmo con que los tlaxcaltecas ayudaron a Cortés para conquistar el imperio de Los aztecas. Estas tesis son las siguientes:
1. El Reino de Valencia, devaluado en nuestros días como País Valenciano (un invento y denominación que jamás existieron), forma parte hoy, como la había formado siempre, de una entidad histórica y cultural llamada Països Catalans o Catalunya Gran. Así, el tlaxcalteca Joan Fuster: «De Salses a Guardamar, de Maó (Mahón) a Fraga, som un poble, un sol poble» (Nosaltres els valencians, p. 134).
2. Esta «realidad» nació por derecho de conquista en el siglo XIII: «Las Baleares y Valencia fueron pobladas por catalanes, y nuestra lengua es la misma con variantes locales. Obra suya, por tanto, es la formación de la Gran Cataluña» (Ferran Soldevila, Resum d’história…, p. 67).
3. Otro tlaxcalteca famoso, Manuel Sanchís Guarner, tenido casi hasta ahora por intocable (cuando es realmente uno de los quintacolumnistas más tocables de todo el concierto), concreta los orígenes del bilingüismo: «La zona litoral fue repoblada por catalanes y hablaba catalán; el centro de la interior lo fue por aragoneses y hablaba castellano» (tesis de 1956).
4. No hubo por tanto una lengua valenciana inicial en la conquista; los mozárabes del Reino de Valencia, que pudieron guardar su religión y su romance, habrían sido aniquilados por las convulsiones islámicas —almorávides, almohades— y en la Valencia de los siglos XII y XIII no dejaron sino leves vestigios de romance, nada parecido a una lengua valenciana primordial. Por tanto la lengua valenciana actual se deriva directamente del catalán que irrumpió en la conquista; no es realmente valenciano sino catalán.
5. Pese a que este presunto catalán del Reino de Valencia no florece más que en una parte del territorio, el País Valenciano no es Aragón, ni Castilla, sino que forma parte de Cataluña, la Gran Cataluña, Los Países Catalanes. Se toma, pues, la parte por el todo, para luego convertir al todo en parte de una entidad superior.
6. Y por tanto, «el valenciano es uno de los dialectos catalanes» (M. Sanchís Guarner, La llengua…, p. 3).
Estas cinco tesis forman la panoplia dialéctica actual del pancatalanismo en el Reino de Valencia. Como vamos a demostrar desde fuentes seguras, se trata de un conjunto de errores y distorsiones históricas, absolutamente insostenibles desde el análisis histórico y filológico; desde una concepción cultural rigurosa. Pero ésta es la plataforma que alberga al reducto interno pancatalanista en el Reino de Valencia, en la Universidad de Valencia, en un sector importante de la intelectualidad valenciana a quien he llamado el de los tlaxcaltecas, y por supuesto en el propio PSOE que gobierna, desde su creación, la nueva entidad autonómica denominada Comunidad Valenciana, con sentido que quiere ser salomónico y que para huir de los extremos opta, paradójicamente, por una denominación tan genuinamente castellana; la de Comunidades, ya que no se han atrevido a erigirse en germanías, que les hubiera gustado mucho más. Tan increíble victoria ha logrado, durante sus campañas del siglo XX, el pancatalanismo invasor, con la complicidad ocasional de la propia Real Academia Española, en un gesto típico de la flojera, la inconsecuencia y la cobardía de nuestros grandes intelectuales, que luego suelen entonar tarde y mal su No es esto, no es esto. Formulado, pues, descarnadamente el planteamiento de la cuestión, vamos a exponer, desde fuentes serias y seguras, la realidad histórica y cultural básica del Reino de Valencia, a lo largo de su evolución secular; para analizar después, ya desde bases firmes, la gestación y desarrollo de la campaña pancatalanista que se ha despeñado, durante los últimos tiempos, en una increíble orgía universitaria.
Y es que en esta España de nuestras autonomías y nuestros demás pecados, donde sólo gracias a la acción cohesiva de la Corona no hemos caído ya en el aquelarre cantonalista, apunta el peligro de los reinos de taifas en tres zonas vitales de España. Primero, la gran Castilla, Castilla la Vieja, de la que se han desgajado, por pequeños egoísmos de campanario, sus dos fuentes principales, que son la Montaña cántabra y La Rioja, donde nació nuestra lengua. Segundo, el llamado País Vasco, que ahora se empeña en conquistar el viejo reino de Navarra; y tercera, Cataluña, el principado, que ahora intensifica sus planes para otra conquista interior, la del Reino de Valencia después del fracaso de la Generalidad en 1936 cuando envió al capitán Alberto Bayo tras las estelas de Jaime 1 a la conquista de las Baleares. Dos entidades autónomas quieren por tanto conquistar a otras dos, ante la indiferencia de una Castilla desmembrada. Para un historiador, el espectáculo es delirante, pero cierto. Algo hemos apuntado ya sobre el proyecto vasco de conquistar Navarra, quizá para devolverle la visita a don Sancho el Mayor. Ahora vamos a estudiar en serio las dos reconquistas —la histórica y la antihistórica— del Reino de Valencia.
Como norma general para esta síntesis histórica y cultural voy a seguir, aunque no exclusivamente, a los especialistas del propio Reino de Valencia y a los grandes profesionales; luego, en el estudio monográfico de la campaña, me referiré de nuevo a los propagandistas exteriores e interiores del pancatalanismo; es decir, a los que he llamado ya, amistosamente, invasores o tlaxcaltecas, respectivamente. Dos publicaciones valencianas de divulgación, pero que no deben despreciarse porque se han concebido y desarrollado sobre las investigaciones de los grandes especialistas —Ubieto, Fullana, Cremades y otros—, pueden resultar muy útiles para el lector no iniciado: me refiero a la obra de los profesores de universidad J. Aparicio) R. Ferrer, y del catedrático de Instituto A. Vila, Historia del pueblo valenciano (Valencia, Vicent García editores, 1983), y al fundado resumen de Pere Aguilar i Pascual, Nostre idioma, editado en Valencia en 1984. Según este resumen, el sustrato que alienta en los orígenes de la lengua valenciana es el bajo latín que había surgido, desde la decadencia imperial romana, del latín vulgar fecundado, a su vez, por el ibérico originario. El actual territorio del Reino de Valencia concentró el esplendor de la cultura ibérica, de la que hoy se conocen allí una cincuentena larga de yacimientos cada vez mejor estudiados, entre los que destaca el que nos ofreció el hallazgo más asombroso de esa cultura, la Dama de Elche. Sobre la cultura ibérica autóctona habían influido, a su vez, los fermentos colonizadores de los fenicios, sus vástagos los cartagineses o púnicos y los griegos. Una huella clara de la lengua ibérica son sus sufijos en iste que hoy conserva el valenciano.
El latín vulgar que hablaba la mayoría del pueblo hispanorromano, tras asumir al pueblo y a la cultura ibérica (la romanización en el Mediterráneo hispánico fue más intensa que en el centro celtibérico de Hispania y mucho más que en el Norte cantábrico, casi irreductible, como ya vimos en el caso de la depresión vasca, que se quedó sin romanización profunda), fue degenerando, en tiempos de la decadencia imperial, en el bajo latín, fuertemente matizado según provincias romanas y regiones, del que fueron surgiendo, ya en la Edad Media, las diversas lenguas romances en todo el territorio de Hispania. El padre Fullana —especialista máximo en filología valenciana y designado por ello académico de la Española ya en nuestro siglo— cita estas lenguas romances entre las que se derivaron del latín vulgar: italiano, francés, gallego, castellano, valenciano, catalán, provenzal, mallorquín. Al degenerar el latín vulgar, según las regiones, en bajo latín (mientras se seguía escribiendo, mal que bien, hasta las fronteras de lo vulgar, el latín culto) es el que, como lengua hablada, da origen a las diversas lenguas romances. Nadie se atreve a decir que en esta fase primordial el valenciano se derivara del catalán; los dos nacen más o menos simultáneamente, de forma autóctona, aunque emparentada, como por lo demás les sucedía a todas las demás lenguas romances en general e hispanorromanas en particular.
Los problemas —enturbiados por la pasión política— empiezan con la conquista musulmana de España al comenzar el siglo VIII, porque fuera de la inyección de algunos germanismos, la influencia visigótica en la formación de las lenguas romances peninsulares es secundaria, especialmente en el territorio de Valencia, y en todo caso esa influencia no se puede comparar con el sustrato anterior, ni se puede considerar como una nueva capa del sustrato sino a lo sumo como una inoculación marginal. En buena parte porque los propios visigodos estaban ya romanizados en bruto cuando unificaron desde el reino de Toledo a la Península Ibérica.
La invasión musulmana anegó a casi toda la Península. Sólo se libró de ella, tras algunas incursiones iniciales y efímeras, la franja cantábrica (no así los Pirineos Orientales, que fueron sometidos), cuya romanización tampoco había sido muy intensa. Desde los primitivos núcleos cristianos del Norte (que en un segundo momento brotaron también al sur del Pirineo, desde los valles altos y apoyándose en la nueva Europa imperial en gestación) los pequeños ejércitos cristianos iniciaron la Reconquista, con el designio, cada vez más expreso, de recuperar la Península entera. Los reconquistadores descendían hacia los grandes valles fluviales —el Duero, el Ebro—, hablando su balbuciente lengua romance, pero al liberar a las poblaciones cristianas sometidas hasta entonces al yugo musulmán no necesitaban de intérprete para entenderse con ellas; porque los cristianos que habitaban esos territorios hasta entonces sometidos hablaban también una lengua semejante, el romance mozárabe, cada vez más plagado de influencias árabes a medida que avanzaba el tiempo de sometimiento al invasor oriental y africano. Conviene dejar en claro desde ahora —en ello insiste el profesor Ubieto— que el término mozárabe no indica una lengua sino sobre todo una religión; la religión cristiana conservada entre los musulmanes. Esos mozárabes, esos cristianos, hablaban, desde luego, el romance derivado del bajo latín y seguían hablándolo cuando, por la presión de las conveniencias y las circunstancias, abrazaban el Islam. El núcleo conquistador árabe y beréber era mínimo e incluso a él llegó la necesidad del romance. El conjunto de la población se iba islamizando en cuanto a religión y se iba arabizando en cuanto a cultura, sobre todo cultura de las capas superiores, pero la inmensa mayoría de esa población, tanto los cristianos residuales como los nuevos musulmanes (y no pocos de los antiguos), seguían hablando romance, y así lo conservaron hasta que llegaron los ejércitos cristianos. Las investigaciones del genial filólogo Julián Ribera —recogidas por ejemplo en la espléndida Historia de la literatura española del profesor Valbuena Prat, tomo I, Barcelona, Gustavo Gilí, 1974— no dejan lugar a dudas. Nadie admite hoy la tesis exclusivista de la escuela castellana, que pretendía identificar el nacimiento del romance en cada región reconquistada con la irrupción de los cristianos del Norte. Incluso la presencia, cada vez mejor valorada, de expresiones romances en los maravillosos poemas de la España musulmana durante el esplendor y la decadencia califal son una prueba en la que algunos han querido ver el fundamento de una tesis contraria; el romance nace verdaderamente como lengua de masas en la España musulmana. Hoy todo parece indicar que la tesis de la confluencia es la que goza de mayor probabilidad. El reciente descubrimiento de las jarchas o estribillos en la poesía popular árabe de Al-Andalus, con intensas inclusiones romances que llegan hasta el final de la Reconquista, es una prueba sorprendente de esa tesis.
La pervivencia del romance en el Reino de Valencia no es, por tanto, ninguna excepción. También allí los invasores respetaron —por necesidad— la evolución del romance (al-romía) al que sin embargo infiltraron intensamente —como en el resto de la España dominada— hasta un tercio de palabras. En Valencia floreció la cultura árabe —caso del famoso poeta Al-Russafi— que, sin embargo, está influida por el romance valenciano. Las investigaciones del arqueólogo Gironés muestran la pervivencia del romance en la región que estudiamos. Se han detectado numerosas huellas del romance en la literatura árabe del Reino de Valencia. En 1106, el aragonés Ibn Buklarix escribió un diccionario de plantas medicinales con doscientos nombres mozárabes, entre los que distingue los vocablos provenientes de la aljamía valenciana. En 1180 san Bernardo de Alcira hablaba en romance valenciano al conde de Barcelona Ramón Berenguer IV. Los propios árabes diferenciaban el romance valenciano del interior (lengua valenciana churra) que evolucionó luego al contacto con el castellano y se confundió con él; y el romance valenciano de la costa, del que proviene el valenciano actual. Entre las innumerables huellas dejadas en el valenciano naciente por el idioma de los invasores destaquemos los abundantes topónimos en Beni (Benidorm, Benitachell), otros como Guadalest y Alboraya; y palabras como alquería y acequia, que se transmitieron también, entre otras muchísimas, al romance castellano.
En un estudio documentadísimo e imprescindible, Aportacions bibliografiques en torn a la identitat de la llengua valenciana, Jesús Giner i Ferrer (Gandía, GAV, 1979) aduce las pruebas del padre Fullana sobre la pervivencia del romance valenciano hasta el final de la Reconquista, ilustradas por una reliquia realmente singular: la iglesia de San Vicente de la Roqueta, rodeada por un núcleo de población cristiana hasta que el rey don Jaime I hizo donación de ella en 1232, incluso antes de consumar la conquista de la ciudad. Algo semejante sucedió con la iglesia de San Félix de Játiva; pero, como decíamos, lo verdaderamente importante a efectos culturales no es la persistencia —verdaderamente emocionante— de la religión, sino la conservación del romance en medio del dominio islámico. Y ello está fuera de toda duda.
Lo podemos comprobar en un libro esencial y definitivo, obra de un gran medievalista que fundamenta implacablemente sus tesis en documentación y análisis histórico, fuera de toda pasión polémica; y que en ocasiones rebate también las exageraciones del campo valencianista, porque no le interesa la política sino la historia. Los pancatalanistas suelen esgrimir dogmáticamente, con sentido totalitario de la historia, las conclusiones de los intocables, como hemos denominado al más relevante de todos ellos, Manuel Sanchís Guarner, y por eso no queremos ahora caer en los exclusivismos del argumento de autoridad al apoyarnos en el libro de Ubieto. Pero lo importante en el libro de Ubieto no es su autoridad carismática —que es relevante—, sino el hecho de que tal autoridad se funda en un análisis documental, cronológico y comparado casi siempre irrebatible a no ser que se aduzcan documentos firmes en contra, lo que no se ha hecho, y no simples emociones. El libro a que me refiero es la obra en dos tomos del profesor Antonio Ubieto Arteta, Orígenes del reino de Valencia, 4.ª ed., Zaragoza, Anubar edics., 1981.
Con acopio verdaderamente impresionante de documentación, previamente cribada gracias a un análisis exhaustivo, el profesor Ubieto refuta la falacia de que las lenguas romances van imponiéndose en los territorios reconquistados a medida que avanzan los ejércitos cristianos. Acepta la tesis de que la gran mayoría de los mozárabes se fueron convirtiendo al islamismo, pero demuestra que ese hecho religioso apenas afecta al hecho lingüístico, la pervivencia del romance, de la que no tiene dudas ni en el conjunto de Al-Andalus ni especialmente en el Reino de Valencia. En esto es tajante, una vez aducidas las pruebas: «La lengua romance hablada durante el siglo XII en Valencia persistió durante todo el siglo XII y en el XIII, desembocando en el valenciano medieval». No le convence en absoluto, a efectos lingüísticos, la presunta aniquilación de cristianos por los almorávides, que cree además muy discutible.
Mientras floreció el califato en Córdoba, Valencia y su territorio se vieron libres de la amenaza cristiana, pero cuando en 1031 se hundió el califato en el maremágnum de los reinos de taifas esa amenaza empezó a concretarse desde Aragón y desde Castilla. Hasta el tlaxcalteca Joan Fuster tiene que reconocerlo: «No hay duda de que la conquista del País Valenciano (sic) fue una iniciativa aragonesa» (op. cit., p. 41). Aragonesa —y en su caso castellana— y en ningún momento catalana; los señores y las ciudades de Cataluña, con la excepción local e interesada del obispo de Tortosa, que deseaba reconquistar los territorios islámicos asignados a su diócesis, no sintieron la menor ansia, ni el menor impulso, por la reconquista del Reino de Valencia, a la que contribuyeron m uy escasamente, y a la que hubo de arrastrarles el ímpetu del rey don Jaime I. Ante la descomposición del califato, el héroe castellano Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, y el rey Pedro I de Aragón penetraron casi a la vez en el territorio valenciano. El rey de Aragón ocupó el norte de la actual provincia de Castellón; el noble castellano llegó a tomar la ciudad de Valencia, donde se asentó hasta su muerte en 1099, tras vencer a los almorávides, que trataban de recuperarla. El Cid realizó su conquista por libre, tras ser colocado fuera de la ley por su señor, el rey de Castilla don Alfonso VI, conquistador de Toledo. A la muerte del Cid su viuda doña Jimena y los castellanos, que no veían la posibilidad de mantenerse en la ciudad dentro del océano almorávide, optaron por abandonarla y regresar a Castilla, como hicieron en el año 1102.
En el siglo XII Alfonso I el Batallador de Aragón se apoderó de Morella en 1117, antes de conquistar Zaragoza; y luego recorrió el reino valenciano y asedió sin éxito la capital. Desde 1102 a 1145 dominaron el reino los almorávides, que ni eliminaron a los restos de población cristiana ni acabaron con el romance hablado por el pueblo, con densa contaminación arábiga. Expulsados los almorávides y ante la presencia de los almohades, los musulmanes de Valencia proclaman rey a un personaje singular, Ibn Mardanis (¿Martínez?), que no recataba sus orígenes, sus creencias y su modo de vivir cristiano; era seguramente un mozárabe cristiano, a quien se llamó el Rey Lobo (Lope), que entabló relaciones próximas al vasallaje con las vecinas coronas de Aragón y de Castilla, y que con su sola presencia demuestra la pervivencia cristiana en el reino. En 1171 fue derrotado por la nueva invasión musulmana que se hizo con la hegemonía en todo Al-Andalus, los almohades, pero dejó una profunda huella popular e incluso dinástica en el período siguiente, marcado por las convulsiones de la decadencia almohade, que se hizo irreversible después de la victoria conjunta de los reinos cristianos en la batalla de las Navas de Tolosa, el año 1212.
Desde 1151, en el tratado de Tudilén, Alfonso VII de Castilla y el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV de Aragón, habían decidido que el Reino de Valencia quedara dentro de la reserva aragonesa para la reconquista restante, que va a emprender Jaime el Conquistador. Esta cruzada de reconquista no fue un conjunto de empresas aisladas sino un esfuerzo común de todos los reinos hispánicos que se lanzaron contra el Islam español a través de un plan conjunto, como apuntan hoy casi todos los grandes historiadores. Sancho 11 de Portugal encomienda a la orden del Temple la preparación de una base de operaciones en el territorio de Ocrato y a los caballeros de Santiago la toma de Aljustrel; Fernando III el Santo convocará a sus tropas en Toledo para la gran campaña de Córdoba, y Jaime I de Aragón soñará con el Reino de Valencia. Los reyes aragoneses, como sabemos, habían intervenido ya en los asuntos valencianos desde dos siglos antes, pero Jaime deja claro que su designio es apoderarse del Reino de Valencia como tal; aunque se había hablado (con diversas acepciones) de reino moro en Valencia, es el Conquistador quien realmente le concibe como una unidad y objetivo de su gran empresa; el auténtico creador del reino en el sentido definitivo de la palabra, como demuestra Ubieto.
En 1225 el rey de Aragón y conde de Barcelona, Jaime I, decide emprender una campaña previa, cuando ya ha concebido la conquista de su nuevo reino, al que ve así, como tal reino dentro de su Corona, en igualdad con los demás, sin enfeudarle o anexionarle a Aragón, ni a Cataluña. Un singular personaje, con notable sentido del futuro, Zeyt Abu Zeyt, era entonces gobernador de Valencia en nombre del califa almohade. Al intuir l a irresistible avalancha cristiana, se hace vasallo del rey Fernando III de Castilla en Moya, Cuenca, en 1225; luego se convierte al catolicismo, para lo que solicita la presencia de un legado del papa, y durante una de sus estancias en diversas partes de los reinos de Valencia y de Murcia, experimenta un encuentro místico en el cas tillo de Caravaca de la Cruz, de donde surge la arraigadísima creencia popular, perfectamente fundada en las circunstancias del momento, de la Cruz de Caravaca, que era entonces baluarte castellano en la frontera contra el reino islámico de Granada.
Pero el llamamiento de Jaime I en 1225 resulta un fracaso. De Cataluña no viene casi nadie. En la plaza de Teruel, lugar de la cita regia, sólo se presentan, con sus mesnadas, los nobles aragoneses Blasco de Alagón, Artal de Luna y Ato de Foces, cuyo nombre no puedo escribir sin emoción, puesto que se trata de un antepasado por línea directa y materna del historiador que suscribe; era mayordomo de Aragón. Con tan escasas fuerzas el rey don Jaime fracasa en la conquista de Peñíscola y tiene que aplazar de momento su reconquista valenciana, que sigue dominada por los almohades.
Este fracaso no desanima al rey de Aragón, y estimula a los demás monarcas cristianos de los Cinco Reinos hispánicos, que al comenzar la década siguiente van a concertar sus esfuerzos contra Al-Andalus, debilitado irreversiblemente después de las Navas de Tolosa y la recaída en los reinos de taifas. En 1228 el rey Ibn Hud de Murcia se subleva contra los almohades y domina el sur del Reino de Valencia; mientras desde la capital el converso Zeyt Abu Zeyt mantiene un control relativo sobre la zona norte. Zeyt pacta con Jaime I, pero es expulsado por Zayan, que dominará la ciudad en su agonía musulmana. Zayan es un descendiente del m1tico Rey Lobo y obliga a Zeyt a refugiarse en Segorbe, desde donde reitera su fidelidad al Conquistador. Los nobles aragoneses organizan casi una invasión en el norte del reino y el señor de Albarracín toma una posición importante, Chelva, en 1228. Tras pactar nuevamente con Jaime I, Zeyt A bu Zeyt, el refugiado de Segorbe, se entrega al rey cristiano. Jaime decide entonces intervenir en regla. En el pacto, Zeyt se ofrece para cooperar con los cristianos en la reconquista de Valencia.
Ante la guerra civil de los musulmanes, divididos en tres centros de poder dentro del territorio valenciano, el impetuoso noble aragonés Blasco de Alagón ocupa, en 1232, Morella y Ares. Jaime I recela de estas conquistas señoriales y decide unificar bajo la Corona la penetración en el reino. Así lo hace sin permitir otras iniciativas de menor rango desde la campaña de 1233, cuando penetra por el río Palancia y toma Burriana, sobre la costa, con lo que todo el norte del reino queda aislado y a su merced. Aun así la ocupación, inevitable, resulta muy dura, y los escasos colaboradores catalanes de la reconquista valenciana piden al conde de Barcelona que abandone Burriana. Jaime I no les hace el menor caso y, en 1235, toma Castellón y la hasta entonces imposible Peñíscola, casi a la vez que en su nombre el arzobispo de Tarragona, Guillermo de Montgri, desembarca con lucida flota en la ciudad de Ibiza, e incorpora al reino a la gran isla Pitiusa, junto con la de Formentera. Por su parte el rey dispone diversas razzias sobre la fértil llanura valenciana, como señalando su decidida voluntad de terminar la empresa.
El 29 de junio de 1236 una noticia de primera magnitud empieza a conmover a la cristiandad entera: el rey de Castilla Fernando III conquista la capital del califato musulmán en España, Córdoba. Jaime I se alegra por la victoria de su primo y, ya que no le puede emular en santidad personal, decide emprender su gran ofensiva sobre Valencia, cuya fama no era inferior en el mundo mediterráneo. Convoca Cortes aragonesas en la ciudad de Monzón, en las que proclama la cruzada y cita a sus tropas y mesnadas para la Pascua de 1237 en la ciudad de Teruel, punta avanzada de Aragón sobre el Reino de Valencia. Como demuestra documentalmente el profesor Ubieto, la expedición es prácticamente aragonesa, con fuertes contingentes de Navarra y participación de caballeros de casi toda España; en cambio, la participación de Cataluña es mínima, casi inexistente. Ni los nobles ni los caballeros catalanes sienten atracción por la empresa valenciana; mal podían llevar a ella su lengua si ni siquiera aportan, salvo honrosas excepciones, sus armas. El ejército real de Aragón se instala en el Puig, que recibirá su nombre definitivo de Puig de Santa María; tras disponer la estrategia para el asedio, el rey retorna y deja al mando de la hueste y de la posición a su tío, el aguerrido Guillén de Entenza. En ausencia del rey las tropas de Zayan emprenden un movimiento envolvente desesperado, rebasan la posición cristiana del Puig y en agosto de 1237 chocan más al Norte, cerca de Peñíscola, donde a precio de sensibles pérdidas —entre ellas el propio Guillén— los cristianos les derrotan completamente.
Para la campaña de 1238 regresa el rey don Jaime al campamento del Puig y toma el mando de un ejército bien escaso, con el que parecía imposible el asalto de una bien defendida ciudad, apoyada desde el mar por una escuadra tunecina, que no se atreve, sin embargo, a desembarcar ante la posible presencia de una flota cristiana. La fuerza principal es aragonesa, con 130 caballeros, 150 almogávares —los más terribles guerreros de la Baja Edad Media, procedentes de casi toda España— y 1000 soldados más; poquísimos catalanes entre el corto pero decidido conjunto. Sólo el tremendo desgaste de los musulmanes fuerza, sin apenas combates previos, la rendición de Valencia, que tiene Jugar por capitulación formal el 28 de setiembre de 1238. Se ha dicho que el rey entró en la ciudad el día 28, aunque no efectuó su entrada solemne, con la ocupación del palacio real y la consagración de la catedral hasta la fecha mantenida hasta hoy por una tradición popular y profunda, el 9 de octubre. Ese día, según la misma tradición, se tremola la venerable senyera, la bandera del reino de Valencia con su franja vertical azul sobre las cuatro barras en campo de oro.
Los conquistadores no encuentran seria dificultad en entenderse con los habitantes de Valencia, la mayor parte de los cuales se queda en l a ciudad bajo el mando de los cristianos. Ellos hablaban el romance valenciano arabizado; los conquistadores hablaban casi todos el romance de Aragón. La población no aumentó más allá del cinco por ciento, y la mayoría de ese cinco por ciento no era catalana; mal pudieron crear esos exiguos contingentes de Cataluña una lengua valenciana porque se encontraron con ella. Allí estaba un niño de doce años, el futuro mártir misionero san Pedro Pascual, primer escritor en lengua valenciana que ningún conquistador le había enseñado; la aprendió en casa bajo el dominio musulmán, y en ella escribió la Biblia Parva, como instrumento de evangelización. Para librar a su nueva conquista de las intransigencias aragonesas, que concebían al nuevo reino como una prolongación del de Aragón, Jaime I afianza su concepción de reino autónomo para Valencia, a que va a dotar de fueros propios —els furs—, en los que descarta del gobierno a nobles y eclesiásticos, con lo que instituye una especie de clase dirigente de tipo burgués. «El reino de Valencia —concluye Ubieto— fue el producto de la voluntad de Jaime I, que lo creó para diferenciarlo del reino de Aragón y del condado de Barcelona. Surgió en la primavera de 1239» (op. cit., I, p. 232). Cuando se va consumando la conquista, Jaime I la fortalece con donaciones que se incluyen en el Llibre del repartiment (1237-1252). No hay el más mínimo monopolio catalán en la repoblación, que se realiza por mezcla de aragoneses, catalanes, navarros, castellanos y extranjeros con claro predominio de aragoneses. Jaime 1 continúa la reconquista del reino; y en 1244 pacta en Almizra con su sobrino Alfonso X el Sabio de Castilla los límites finales. En 1261 ordena traducir los fueros al valenciano. Mandó que en los juicios se utilizara el romance valenciano.
La Reconquista terminó para la Corona de Aragón con la toma de la última fortaleza musulmana, el castillo de Biar, en 1245; desde entonces Jaime I se dedicó a consolidar el Reino de Valencia, reprimió algunas revueltas musulmanas, reafirmó la autonomía del reino y su personalidad al oponerse a las pretensiones hegemónicas de los aragoneses y, en definitiva, logró plenamente que cuajase su sueño valenciano. Murió en 1276, y si su recuerdo perdura en toda la Corona de Aragón y en toda España (sobre todo en Murcia, que por dos veces reconquistó en beneficio generosísimo de Castilla) es, sobre todo, en su Reino de Valencia, donde el Conquistador pervive como un héroe primordial y mitológico.
Todos los demás reyes de la Corona de Aragón —hasta Juan Carlos 1— han sido a la vez reyes de Valencia, y ostentaron por lo tanto la doble numeración de su dinastía. Sucedió a Jaime 1 su hijo Pedro 1, que dominó la última rebelión general de los moros sometidos, al conquistar su último reducto en el castillo de Montesa en 1277; de esta campaña surgió la cuarta de las grandes órdenes militares españolas, tras las de Santiago, Calatrava y Alcántara, cuyo maestrazgo asumió, como en el caso de las demás, el rey Fernando el Católico. Ya sabemos que una quinta orden nacida entre Alcántara y Montesa, la orden naval de Santa María de España, instituida en Cartagena por el rey Sabio Alfonso X pora fechos allend mar (lema que hoy ostenta la fragata Infanta Elena, de la Marina de guerra española), fue absorbida por la Orden de Santiago cuando casi todos los caballeros de Santiago habían perecido en una derrota contra los moros de Granada; la propia Corona de Castilla ordenó la inmolación de la orden naval-militar para salvar a la más antigua de todas. Pedro 1 defendió los fueros del Reino de Valencia, rechazados por la nobleza de Aragón. En su tiempo, 1283, se instala en Valencia, antes que en Mallorca y Barcelona, un Consulado del Mar.
Alfonso I de Valencia, y II de Aragón, hijo de Pedro I, reina de 1286 a 1291. Al proclamarse rey de Valencia arreciaron las protestas de los nobles aragoneses, que preferían considerar al Regne como parte de Aragón. Los valencianos se oponen y obtienen del rey el privilegio general con rechazo de los fueros aragoneses. La Corona optó entonces por otorgar a cada pueblo el fuero que deseara; 31 de esos pueblos, dominados por la oligarquía nobiliaria, optaron por el fuero de Aragón y todos los demás, una gran mayoría, por los furs de Jaime l.
Entre 1291 y 1327 reinó Jaime II, que mantuvo una guerra contra Castilla; avanzó hacia el sur del reino, y tomó Alicante, Orihuela y Murcia. En el tratado de Campillo (1304) se extendieron los límites meridionales del Reino de Valencia hasta comprender Orihuela; entre este municipio y el vecino y ya murciano de Beniel discurría —y ahora se mantiene— un camino —ya alcanza un alto valor simbólico que la frontera entre los dos reinos hermanos de Valencia y de Castilla sea eso, un camino— que hasta hoy se denomina, entre naranjales, La vereda del reino, jalonada por dos grandes fueros en su cruce con el camino real Orihuela-Murcia. He paseado muchas veces en torno a ese cruce, por la Vereda del Reino, que vista desde el de Valencia se refiere al de Castilla, y vista desde Castilla anuncia el de Valencia. El habla y la arquitectura se dividen suavemente, como uniéndose a uno y otro lado de esa Vereda cuyo profundo significado debieran conocer quienes desde uno u otro exclusivismo tratan de pontificar sobre lo que ignoran. Al extinguirse en 1312, tras una dura persecución europea y romana, la Orden del Temple, el rey de Valencia obtiene del papa Juan XXII la erección canónica de la Orden de Montesa, cuyo nacimiento hemos citado ya y que absorbió a muchos templarios. Todo el Reino de Valencia apoya a Jaime II en la conquista de Cerdeña, y todo el Mediterráneo occidental se llena con las hazañas del almirante valenciano Carroç.
Empezaba, con el siglo XIV, la Edad de Oro de la lengua y la literatura valencianas, que se extendió hasta muy dentro del siglo XV. La inmigración catalana en estos dos siglos, como ha demostrado el profesor Ubieto, se mantiene en márgenes exiguos que no abonan en momento alguno una presunta colonización cultural. Además Los catalanes que bajan al reino carecen de capacidad cultural profunda; su influencia en la lengua valenciana es prácticamente nula. Ubieto, de quien tomo estos datos, concluye, tajante:
«Que a falta de base documental, la afirmación de que en Valencia se habla valenciano por la influencia de repobladores catalanes durante la Edad Media… habrá que buscar otras explicaciones a esta postura historiográfica. Surgieron las económicas en épocas recientes» (op. cit., II, página 202).
Ha madurado ya, en esos siglos de oro, la lengua valenciana; y florece, con mucha más intensidad que en Cataluña —dilacerada por luchas civiles y graves problemas dinásticos, inexistentes para el Reino de Valencia—, la economía. El pancatalanismo imperialista, con la ayuda de los tlaxcaltecas interiores, pretende apoderarse sin más de los siglos de oro valencianos; porque los necesita, para glorificar, anacrónicamente, su propia literatura catalana que entonces brillaba a mucha menor altura. Alfonso II de Valencia y IV de Aragón reina de 1327 a 1336. Choca en Guardamar de Segura con las huestes musulmanas del reino de Granada, que pretenden, sin éxito, cortar en dos la continuidad cristiana de la franja mediterránea. Defiende los fueros; pero el Consell valenciano se enfrenta con el rey por l as excesivas donaciones que amenazaban con desintegrar el reino, y Alfonso cede ante la presión de sus súbditos. La tragedia marcó el reinado de Pedro II de Valencia y IV de Aragón (1336-1387) cuando reventó la Peste Negra —que asolaba a Europa— entre luchas civiles sin término. Se enfrentó con otro Pedro, Pedro I el Cruel de Castilla, que asedió Valencia, defendida victoriosamente por su rey con el apoyo de una hueste aguerrida, el Centenar de la Ploma, un gran destacamento de ballesteros que escoltaban a la senyera cuando salía a campaña. Juan I. su hijo y sucesor (1 387-1396), fue un monarca débil, entregado a la caza, bajo cuyo reinado se consumaron —como en el resto de Europa— injustos y crueles asaltos a las juderías valencianas. Su hermano Martín, llamado el Humano (1396-1410), no pudo hacer frente a las banderías y el bandolerismo que marcaron su tiempo, y al morir sin hilos quedó planteada en la Corona de Aragón una grave cuestión dinástica, que fue resuelta por la diplomacia valenciana, con enorme repercusión en la historia de España.
Gozaba de gran predicamento en momentos tan críticos uno de los valencianos más universales en la historia del reino, y en la historia de España, san Vicente Ferrer, a quien hube de defender durante una visita a Israel, con la Historia en la mano, cuando mis amigos judíos me enseñaban una imagen distorsionada y negativa del santo en el templo del Holocausto, que han erigido, muy comprensiblemente, en Jerusalén. Vicente Ferrer, miembro insigne de la Orden de Predicadores, y su hermano Bonifacio, también religioso y primer traductor de la Biblia a una lengua romance —el valenciano, naturalmente, como en valenciano se pronunciaban los sermones famosos de fray Vicente—, acudieron a Caspe como compromisarios en nombre del Reino de Valencia para dirimir el litigio dinástico provocado por la vacante en el trono de Aragón. Cada una de las tres entidades que lo integraban —los reinos de Aragón y de Valencia, el principado de Cataluña— envió tres compromisarios; nueve en total, pero ningún candidato resultaría elegido sin obtener al menos seis votos, y necesariamente un voto, como mínimo, de cada entidad territorial integrada en la común Corona. Los dos candidatos eran el conde de Urgel y el infante Fernando de Castilla, de la familia Trastámara, conocido como Fernando de Antequera por su victoriosa y espectacular campaña que le llevó a dirigir la conquista de esa ciudad andaluza. Fernando era un hábil político, y un príncipe prudente, dotado con un excepcional sentido de lo que hoy llamaríamos relaciones públicas. Vicente Ferrer se convirtió en su campeón, y convenció a sus colegas para que le eligiesen; con lo que llegó a ser algo más importante, el principal forjador histórico de la futura unidad de España, que ya había intentado siglos antes sin éxito otro rey de Aragón, Alfonso I el Batallador. El 25 de junio de 1412 se celebró secretamente la votación. Los tres compromisarios aragoneses votaron a Fernando; como los dos hermanos Ferrer y el compromisario catalán Gualbes. El tercer valenciano, Pedro Beltrán, se abstuvo por su condición de suplente. De esta forma los diplomáticos del Reino de Valencia tuvieron una decisiva influencia en la creación remota de la Corona de España, que brotaría algo más de sesenta años después del compromiso. El Reino de Valencia afirmó así su vocación de crear grandes reinos de proyección mundial, no pequeños países ilusorios. Vicente Ferrer, nacido en 1350, y que llegó a tan alta plataforma de decisión histórica después de haber recorrido Europa, fue, con toda lógica, el portavoz de los nueve compromisarios al anunciar la elección del infante Fernando de Antequera como rey de la Corona de Aragón.
El cual provenía de Castilla, pero fomentó por encima de todo la política mediterránea de su nuevo reino, y supo comunicar ese horizonte a su hijo, el gran Alfonso el Magnánimo, III de Valencia y V de Aragón, que reinó entre 1416 y 1458. Naves valencianas sometieron Cerdeña y tomaron la ciudad de Nápoles; el almirante valenciano Ramón de Corbera, en lucha con la Casa de Anjou, rompió las cadenas del puerto de Marsella y tomó por asalto la ciudad; luego el Rey Magnánimo donó las cadenas a Valencia, junto con el Santo Grial, una reliquia legendaria del medievo. Su reinado marca el apogeo de la gran cultura valenciana en la Baja Edad Media, que se prolongó hasta los albores de la Edad Moderna. Los intensos contactos con Italia cuajaron la conexión valenciana con las corrientes del humanismo, y fray Antonio Canals, traductor de Valerio Máximo a la que él llama lengua valenciana, contrapone su otra a las traducciones realizadas en lengua catalana; un testimonio del que huyen los pancatalanistas como sobre ascuas. Pero esa misma lengua fue elevada hasta las cumbres de la lírica europea de su tiempo por un caballero del rey Alfonso, Ausias March, que liberó al valenciano de provincialismos espúreos y supo conferir a sus poemas l a impronta del clasicismo. Lo mismo haría, en la generación siguiente, Joanot Martorell, autor de la novela primordial Tirant lo Blanch, calificada por Cervantes en el Quijote como «el mejor libro del mundo». Martorell dice escribir «en vulgar lengua valenciana», a la que el propio Cervantes en el Persiles se refiere como «graciosa lengua valenciana con quien sólo la portuguesa puede competir en ser dulce y agradable». Son también célebres Joan Esteve, autor de un Líber elegantiarum; Jaume Roig, que escribió L’espill o llibre des dones; sor Isabel de Villena, autora de una memorable vida de Cristo, novelada. El primer diccionario de una lengua romance se compuso en Valencia, y en valenciano se imprimió junto con partes menores en italiano y castellano el primer libro en que se aplicó el invento de Gutenberg en España, las Trabes en lahors de la Verge Maria, que se conserva en la Universidad de Valencia y tuve en mis manos en 1974, con l a emoción que puede suponer el envidioso lector. Se propagan por entonces el fabuloso Misteri d’Elig (Misterio de Elche), escrito a fines del siglo XIII (1265), y el Cant de la Sibila, dos monumentos de la lengua. Eran tiempos de esplendor general en el reino. Se creaba la Taula de Canvis y las primeras grandes instituciones benéficas en favor de los marginados de la sociedad. El siglo daba dos papas valencianos, Calixto III y Alejandro VI; la familia valenciana de los Borja (a quienes los horteras de la Historia siguen llamando en España Borgia) se convirtió en la más famosa del mundo. Algún italiano despistado, sin saber de qué iba la cosa, quiso llamarles catalanes; con el mismo criterio podríamos llamar venecianos a los Medici. Pero nombrar a estas alturas, como hacen los pancatalanistas y los tlaxcaltecas, amén de varios académicos castellanos esquiroles, a March y Martorell representantes de la literatura catalana, cuando ni por lengua, ni por cultura, ni por política, ni por administración, estaba Valencia integrada en Cataluña, es un interesado disparate mucho más grave que incluir a don Alfonso X el Sabio en la literatura portuguesa, a Miguel de Unamuno en la literatura vascuence o a José Ortega y Gasset en la literatura argentina.
Bajo el reinado de Juan II, hermano de Alfonso (1458-1479), el Reino de Valencia no apoyó al príncipe de Viana, promovido por Cataluña, que, como se sabe, estuvo dispuesta, y no sólo en proyecto, a arrojarse en los brazos del rey de Castilla; y cuando se frustró este proyecto, los designios de Cataluña, Valencia y por supuesto Aragón volvieron a unirse en la exigencia y el deseo clarividente de no dejar escapar a la mujer más importante de la historia de España, Isabel de Castilla. Con la que unió sus destinos el príncipe Fernando, que desde 1479 sería II de Valencia y de Aragón, V de Castilla.
A partir de los Reyes Católicos el Reino de Valencia se empezó a integrar en la Corona de España. El reinado valenciano de Fernando el Católico fue también espléndido. De él es la Lonja capitalina, terminada en 1482. El racionero Luis de Santángel fue uno de los artífices, por su generosidad y su fe, del descubrimiento de América, que gracias a él fue también un a empresa valenciana. Como acaba de demostrar ante toda España un profundo conocedor de la historia valenciana, don Vicente Giner Boira. En una estupenda carta publicada en ABC el 17 de julio de 1990 ese gran señor del valencianismo hispánico reivindicaba para Valencia la egregia figura de Luis de Santángel. Valenciano de Valencia, figura clave en el reinado de los Reyes Católicos y en el descubrimiento de América, al que contribuyó con un millón ciento veinte mil maravedises valencianos, acuñados en la ceca de Valencia, contra quienes hablan en este caso de «dinero catalán». Un papa valenciano, Alejandro VI, a quien se deben también l as primeras bulas para el reparto del Atlántico, es decir del mundo, entre Castilla y Portugal, erigió con carácter definitivo la Universidad de Valencia en el año 1500. Un gran general y almirante valenciano, Hugo de Moneada, brilla en la historia de España, hasta su muerte en 1528.
A partir de entonces la aristocracia valenciana contribuye a la castellanización del reino. Y apoya a Carlos I de España en la represión de la revuelta de las Germanías.
Felipe II envía a la archidiócesis valenciana a san Juan de Ribera, que acumula un amplísimo poder eclesiástico y civil, y que, pese a haber pasado a la gran Historia con pleno derecho se ve ahora calificado anacrónicamente como oscurantista por los tlaxcaltecas —en una actitud paralela a la de aquellos vascos ignorantes que abominan de Miguel de Unamuno por ser y sentirse español—. Bajo Felipe III se procede, por serias razones de Estado, a la expulsión de los moriscos, con repercusiones económicas negativas en la agricultura valenciana; y las grandes figuras de la cultura valenciana, como el pintor Ribera el Españoleto, lo son también de la cultura hispánica, como había sucedido ya con el humanista universal Juan Luis Vives.
La incorporación voluntaria del Reino de Valencia a la causa —una causa también española— del pretendiente austriaco a la muerte de Carlos II, originó la supresión de los fueros valencianos después de la batalla de Almansa, mediante el decreto de Nueva Planta impuesto por el primer rey de la Casa de Borbón, Felipe V, al año siguiente, 1706; de donde se dedujo un proceso de centralización y castellanización que no encontró graves resistencias valencianas. En este siglo XVIII, con el advenimiento de la Ilustración, se advierten en el Reino de Valencia los primeros intentos de resucitar, con carácter culto, la venerable y popular lengua valenciana; así, el notario Caries Ros y fray Luis Galiana, que editó un tratado de refranes y un vocabulario. Un gran ilustrado, Francisco de Paula Martín, inventó la taquigrafía —y la pluma estilográfica— y compuso un alfabeto para mudos. Durante el siglo XIX también Valencia tuvo su renacimiento vernáculo —la Renaixença— con nombres insignes como Tomás de Vilarroya, Vicente Boix, Teodoro Llorente y Wenceslao Querol. Eduardo Escalante recuperó, con gran éxito, la lengua valenciana para el teatro popular. En 1878 Constantino Llombart funda la benemérita entidad valencianista Lo Rat Penal, que se mantiene hasta hoy, y en 1879 se instituyen los Juegos Florales de la ciudad y el Reino de Valencia. Pero el valencianismo, mientras trata de encontrar las raíces históricas y culturales del reino (aunque va a conocer, más adelante, una curiosa versión republicana), no alberga, en ningún caso, desviaciones separatistas, como desgraciadamente ocurría, bajo pretextos culturales, en la génesis y desarrollo del catalanismo. Con ello nos situamos en el siglo XX, tras este breve y esquemático recorrido histórico-cultural; y nos disponemos al análisis de la campaña pancatalanista en el Reino de Valencia, cuyas consecuencias seguimos padeciendo, sin que la opinión pública española, muy desorientada, se haya dado cuenta hasta hoy.
Después del desastre español en ultramar, el año 1898, el regionalismo que ya proliferaba en Cataluña se había transformado profundamente en nacionalismo, y los brotes nacionalistas anteriores —que habían surgido hacía décadas con una fuerte componente cultural— evolucionaban, a su vez, hacia el autonomismo radical, e incluso el separatismo. En 1907 el organizador y alma del catalanismo, Enrique Prat de la Riba, creaba el Institut d’Estudis Catalans, que pronto demostró una actitud expansiva, a la que venimos llamando pancatalanismo. Poco después, en 1911, Prat de la Riba instaura una tercera sección del Institut, la filológica, cuyo objetivo es la normalización de la lengua catalana. Esta palabra, que ha llegado a nuestros días con tintes casi mágicos, significaba al principio la unificación y modernización de la lengua de Cataluña, relativamente dispersas en varias modalidades, entre l as que destacan dos principales: el catalán de la costa u oriental, hablado sobre todo en Barcelona, y el catalán interior u occidental, utilizado en las comarcas y zonas interiores. Hoy día, conseguida esta primera normalización, el término ha adquirido un significado más agresivo; que consiste no sólo en la equipa ración del catalán y el castellano en el principado —la tesis famosa del bilingüismo—, sino, prácticamente, en la primacía absoluta del catalán sobre el castellano, aunque tal finalidad sea antihistórica, inconveniente para los catalanes (a los que insensiblemente se les privaría de una lengua universal en beneficio de otra respetabilísima pero particular) y en el fondo, aunque aparentemente se guarden l as formas, anticonstitucional, porque de hecho se arrincona y se expulsa al castellano. Se encargó al principio de esta normalización el filólogo mallorquín mosén Alcover. De momento no se notaban desviaciones culturales en el valencianismo, cuyos postulados avanzaban en el pueblo; el 22 de mayo de 1909 se estrenaba, ante el rey Alfonso XIII, el maravilloso Himno a Valencia, con motivo de la Exposición, pero con carácter perdurable. La música era del maestro Serrano (nacido en Sueca, 1873) y autor de partituras tan inolvidables como La Dolorosa y Los de Aragón; la letra fue escrita por el poeta valencianista (y luego comunista) Maximiliano Thous, y aúna admirablemente el doble ideal del reino en su primer verso: Per a ofrecer noves glories a Espanya. Pese a ciertas críticas marginales, el Himno a Valencia ha calado definitivamente en el pueblo. Carlos Recio le ha dedicado un libro con gran poder de evocación.
En 1913 el Institut d’Estudis Catalans adopta para su objetivo de normalización el criterio de un químico metido a filólogo y transformador de la lengua catalana: Pompeyo Fabra y Poch, conocido después como Pompeu Fabra, otro intocable del cual habrá que hacer alguna vez una crítica profunda, que jamás han intentado los intelectuales catalanes, por conformismo (excepto uno, el profesor Rubio, sobre quien volveremos), ni los castellanos que conocen el catalán, quizá por cobardía. Disconforme con las arbitrariedades de Fabra, Alcover, que era un filólogo mucho más serio, dimite y se vuelve a Mallorca.
Pompeyo Fabra había nacido en Barcelona en 1 868. Desempeñó una cátedra de su carrera universitaria, l a química, en Bilbao. Aficionado a la filología, se dedicó a la reforma del catalán con el ardor de un cruzado y bajo la protección entusiasta de Prat de la Riba. Publicó una Gramática de la lengua catalana en 1912 y un Diccionario general en 1923, que se considera por los pancatalanistas como dogma de fe. Con motivo de la guerra civil se exilió en Francia, donde murió en 1948.
La clave filológica de Fabra era «conseguir un proceso de unificación sobre la base de la normalización en el principado». Será el mismo fin que adopten los forzados unificadores de la lengua vasca, dispersa en media docena de dialectos; y tanto unos como otros bajo la inspiración de los filólogos judíos que normalizaron la resurrección del hebreo como nueva lengua nacional para el solar de Israel en Palestina. La retirada de Alcover se debió a su oposición a este «centralismo lingüístico» de Fabra, que pretendía imponer en todas partes el habla no ya de Cataluña sino de Barcelona, con talante dogmático y con arbitraria eliminación de las formas que se asemejaban al castellano, pero que provenían de una evolución natural y legítima, es decir, perfectamente catalana. El ilustre filólogo valenciano Cremades, de la Compañía de Jesús, de quien tomamos estas opiniones, explica por qué Fabra no eligió por modelo a Jacinto Verdaguer, máximo poeta catalán contemporáneo: «Y es que la lingüística verdagueriana se halla bastante más próxima al valenciano de los Ausias March, Martorell y sus sucesores hasta Teodoro Llorente y Fullana; más cerca también del catalán occidental, leridano y tortosino; más cerca incluso del romance vivo en el Reino de Valencia cuando la conquista de Jaime I y que hoy podemos admirar en el texto de Els furs. Lo que es más, los escritos de Verdaguer se hallan mucho más próximos al lenguaje actual de los valenciano-parlantes que al catalán oriental». Y eso que Pompeyo Fabra se dignaba permitir que la lengua del Reino de Valencia se denominase valenciano o catalán.
Los valencianistas no fueron insensibles a los primeros amagos del pancatalanismo, que casi desde sus comienzos tramaba la falsa reconquista cultural, con horizonte político, de Valencia, sobre la base de una falacia inicial: ahogar el nombre, histórico y real, de reino, para sustituirlo por el ambiguo e inventado de País, el País Valenciano, que pudiera integrarse en su momento en otra falacia: los Països Catalans, o Cataluña Gran, un proyecto antihistórico y netamente separatista que, como muchos olvidan, está hoy expresamente vetado por la Constitución española de 1978 al prohibir tajantemente la federación entre comunidades autónomas, excepto la absurda posibilidad de que el País Vasco anexione a Navarra a través de una serie coactiva de consultas populares periódicas; se trata seguramente de la concesión más burda y opresiva de nuestra Constitución actual al sentimiento de las minorías separatistas. Pero en 1915 se funda el Centro de Cultura Valenciana, antecesor de la actual Academia, que desde el primer momento se opuso al pancatalanismo rampante. Ya en 1909, Bernat Ortin Benedito había publicado una gramática valenciana, y en 1915 el notabilísimo filólogo e historiador de la lengua, el padre Luis Fullana, editaba otra que se impuso por su irreprochable fundamento. En 1921 los valencianistas publicaron un diccionario acorde con esta gramática. En 1926 la Real Academia Española, que en esta época mantenía muy clara la visión sobre el valenciano, designaba académico de número al padre Luis Fullana como máximo experto en lengua valenciana.
En 1932 los valencianistas caen en una bien preparada trampa de los pancatalanistas. El Institut d’Estudis Catalans convoca a los valencianos a una reunión, que se celebró en Castellón, para discutir y aprobar la unidad ortográfica del valenciano y el catalán según patrones catalanistas. La reunión fracasó, pero se firmó un documento de acuerdo tras recabar firmas casa por casa, de forma aislada y coactiva. Fullana, a quien se había reservado el primer lugar para la firma, firmó el último, pero volvió de su error y reeditó su gramática en 1932 y 1933. Por entonces José María Bayarri advirtió sobre el peligro catalán y luego publicó una gramática valencianista. «Durante los cincuenta años que nos separan del acuerdo transaccional —dice Cremades—, una de l as partes ha trabajado afanosa y tenazmente, con abundancia de medios económicos y propagandísticos, en lograr artificialmente la total fabrización del valenciano, por métodos poco legítimos que hemos tratado de poner en evidencia: interpretaciones inadecuadas de los hechos, contenidos y nomenclaturas; sistemas modernos manipulados; cambios morfológicos y terminológicos; omisiones y adiciones no concordes con los textos originales». En 1933 el Ayuntamiento de Valencia publica unas normas de ortografía valenciana y el maestro Carles Salvador, que había sido promotor de la primera fase de la campaña pancatalanista, publica su Diccionario y ortografía valenciana, que le acarreará duras críticas de los fabristas puros, tras haberle colmado de elogios; y es que lo quieren todo, y sólo alaban lo que les conviene. También aquel año 1933 publica la primera edición de su famoso libro La llengua dels valencians, quien sería desde entonces hasta su muerte, ya en nuestros días, apoyo interior principal del pancatalanismo en Valencia: Manuel Sanchís Guarner.
Conocí al señor Sanchís durante una de mis visitas a Valencia, que prodigo cuanto puedo, porque me apasiona cada vez más la nobleza congénita del reino y el gravísimo problema que lo divide. Me preocupaba entonces el apoyo a las beneméritas agrupaciones musicales que en numerosos pueblos valencianos actúan como espléndidos centros para la promoción de la cultura, pero muy intrigado por la problemática del idioma, a la que entonces me empezaba a asomar, suscité el tema en una reunión con intelectuales valencianos a la que asistía, a mi izquierda, el señor Sanchís. En aquella discusión no me enteré absolutamente de nada, pero advertí la hondura del enfrentamiento interior. Sanchís me pareció una persona amable y correctísima, conocedor profundo del problema, que exponía con voz cansada y semblante huidizo, como si albergase un estímulo de incertidumbre y desasosiego en el fondo de su convicción. Era por entonces un oráculo indiscutible e intocable; su prestigio se fundaba en el dogma más que en el saber. El padre Francisco de Borja Cremades, en su libro de 1985 Normativa de la lengua valenciana, pone en evidencia las contradicciones de Guarner, sus insuficiencias históricas, sus arbitrariedades lingüísticas; y destruye casi toda su credibilidad.
Llegó el turbión de la guerra civil, cuando Valencia fue capital de la República derrotada, que no tuvo tiempo para controversias filológicas. Acabado el conflicto, en 1939 Miguel Adlert y Xavier Casp fundaron la Editorial Torre, que adopta la línea catalanista; pero otros intelectuales valencianos se oponen al pancatalanismo renaciente, como Nicolau Primitiu, Francesc Almela Vives, Antoni Igual i Ubeda. Durante el régimen de Franco el pancatalanismo tiene que actuar con sordina, pero no ceja, subterráneamente, en su empeño, gracias a su quinta columna valenciana, que ahora van a encabezar tenazmente Manuel Sanchís Guarner y el antiguo fascista Joan Fuster, que traslada al campo histórico-filológico la actitud totalitaria que aprendió en la Falange. Por entonces Manuel Sanchís residía en Mallorca y allá le va a buscar Joan Fuster —según confiesa el propio Fuster en 1962— para revelarle las claves de la operación, con estas palabras: «M’han donat uns xavos (unas perras) i vull editar una serie d’opúsculos». El dinero fresco del pancatalanismo para una nueva fase de la falsa reconquista catalana de Valencia en el siglo XX. La Real Academia Española, sin embargo, mantenía en ese año, 1959, su buena línea anterior ante el problema. En el Boletín de la RAE, septiembre-diciembre de 1959, tomo 39, cuaderno 158, se explica la definición de valenciano en el diccionario: «Y no está exenta de alcance político la rectificación que se ha hecho en las definiciones del catalán, valenciano, mallorquín y balear a fin de ajustarles a la lingüística moderna, dando de paso espontánea justificación a los naturales de las respectivas regiones. Del valenciano, por ejemplo, se decía dialecto de los valencianos; ahora se le reconoce la categoría de lengua y se añade que es la hablada en la mayor parte del Reino de Valencia». Muy bien; eso es.
«En los años sesenta —dice Cremades—, tras una paciente y prolongada labor por medio de la universidad, las tierras valencianas estaban materialmente inundadas de literatura fabrista». En efecto, llegaron durante la década anterior a la Universidad de Valencia varios profesores catalanes, que empezaron a propagar, sobre falsas bases científicas, los dogmas del pancatalanismo, en estrecha conjunción con los tlaxcaltecas que les servían de coartada interior y cuyos jefes de fila eran, cada vez más claramente, Manuel Sanchís Guarner y Joan Fuster, cuyo pasado falangista (y orígenes carlistas, para que nada falte) ha mostrado Sergio Vilar en su muy sugestivo libro sobre la oposición al franquismo, publicado fuera de España durante la época de Franco. Publicaba Fuster en la editorial pancatalanista Edicions 62, de Barcelona, y en ese año 1962, su difundida obra Nosaltres els valencians, que es el equivalente a La llengua de Sanchís pero en vía estrecha: si el libro de Sanchís es la biblia del catalanismo valenciano, el de Fuster equivale a su catecismo. Como ya vimos al principio de este capítulo, Fuster formula todas las tesis erróneas, vacuas y agresivas del pancatalanismo aplicado al Reino de Valencia; y no advierte el contrasentido de una afirmación que se vuelve contra él: cuando describe «la apariencia de estar pasando por una etapa de asimilación a ciertas vagas superestructuras extrañas». Los xavos, las perras que anunció a Sanchís en Mallorca ya estaban empezando a dar sus frutos. Fuster desprecia el popular y espléndido Himno a Valencia (p. 232), define a la Monarquía de los Austrias como «Sociedad anónima constructora del Estado español», que no es mala expresión para un antiguo fascista; arremete contra «la presunta hegemonía valenciana del siglo XV», que fue una realidad, como «Un espejismo o si se quiere una mera crispación epidérmica»; reniega de la gran literatura valenciana interpretándola como catalana; en fin, parece mentira cómo este ardoroso tlaxcalteca sirve a intereses exteriores con tanto entusiasmo como invocaba, en su juventud, a los luceros en su condición confesada de jefe de escuadra de la Falange local.
En diciembre de 1970 un grupo de académicos de la Española, en una exhibición de blandenguería y entreguismo, que por desgracia no es excepcional entre nuestros intelectuales, dan la espalda a la actitud de la Academia que hemos fijado en 1959 y cambian la definición de valenciano que ahora dice así: «Variedad de la lengua catalana que se habla en la mayor parte del Reino de Valencia». Mientras que el catalán es «Lengua romance vernácula que se habla en Cataluña y otros dominios de la antigua Corona de Aragón». Poco después ese grupo de académicos cede de nuevo a las presiones pancatalanistas y se cubre de «gloria» con un inconcebible manifiesto en que tratan de explicar lo inexplicable. A petición de algunos profesores del comando catalanista en la Universidad valenciana (Vicente-Arche, Roselló Verger, Solás, Cucó, Blasco Estellés), los académicos Dámaso Alonso, Jesús Pabón, Zamora Vicente, Lázaro Carreter, Alarcos Llorach, Aleixandre —especialmente propenso a las manipulaciones— y Lapesa Melgar, pertenecientes a las Academias de la Lengua o de la Historia, piensan que este asunto está «científicamente aclarado desde hace muchos años» y que, «de acuerdo con los principales estudiosos de las lenguas románicas» (entre los cuales no se encuentra la pléyade de maestros en quienes nosotros hemos apoyado nuestro análisis), «el valenciano es una variedad dialectal del catalán. Es decir, del idioma hablado en las islas Baleares, en la Cataluña francesa y española, en una franja de Aragón, en la mayor parte del País Valenciano, en el principado de Andorra y en la ciudad sarda de Alguer».
«Por todo ello —siguen los señores académicos en la luna— nos causa sorpresa ver este hecho puesto públicamente en duda y aun ásperamente impugnado por personas que claramente utilizan sus propios prejuicios como fuente de autoridad científica, mientras pretenden ridiculizar e incluso insultar a personalidades que, por su entera labor, merecen el respeto de todos y en primer lugar del nuestro». Las mismas «personalidades» que habían redactado en la sombra el «manifiesto de los académicos».
Se adhirieron luego a este escrito —conseguido con técnicas parecidas al convenio de 1932, por la debilidad tan corriente en nuestro estamento intelectual— los académicos cardenal Tarancón, Camilo José Cela, Laín Entralgo, Salvador de Madariaga, José Antonio Maravall, Pedro Sainz Rodríguez, Luis Rosales y Miguel Delibes. En su libro La llengua valenciana en perill (Valencia, 1982, pp. 96 y ss). el padre Cremades desmenuza y rebate el desdichado manifiesto de los académicos, y arrasa de nuevo las tesis del «maestro indiscutible» Sanchís Guarner, que según parece habían convencido a los complacientes firmantes de Madrid.
Uno de los profesores valencianos que solicitó el manifiesto, Alfons Cucó, luego senador socialista, publicaba en 1971 un libro, El valencianisme polític (Valencia, Imp. Cosmos), bajo el patrocinio de una fundación catalana y con prólogo del profesor E. Giralt. El libro es muy interesante, aunque elude por completo el problema de la lengua valenciana en relación con los objetivos del pancatalanismo; para centrarse en los aspectos políticos del valencianismo. Inscrito en el comando catalanista de la universidad valenciana, Cucó intenta, en este libro, no destruir sus posibilidades políticas de futuro alineándose descaradamente con el pancatalanismo. En todo caso, y aparte de su trasfondo, el libro ofrece datos y perspectivas históricas de sumo interés. No hay en él más que una referencia marginal a Sanchis Guarner, de quien no se aduce teoría alguna. Las citas —literarias— de Joan Fuster tampoco endosan sus aberraciones históricas y lingüísticas.
El mismo año de la muerte de Franco, el ministro de Educación Cruz Martínez Esteruelas creaba, por decreto de 4 de febrero de 1975, el Departamento de Lingüística valenciana en la Universidad de Valencia. Por entonces un distinguido intelectual alicantino, notable historiador, el doctor Vicente Ramos, publicaba un libro de máximo interés informativo, Pancatalanismo entre valencianos. El autor se ha visto acosado por persecuciones anticientíficas por parte del «comando». Ramos aduce una importante cita valencianista de Salvador de Madariaga, en plena contradicción con su firma que prestó para el infundado manifiesto de los académicos en 1970. Don Salvador había escrito: «Valencia no quiere ser otra cosa que Valencia. Su lengua difiere lo bastante de la catalana para poderse permitir gramática y vocabularios, si sus literatos quisieran construírselos, como lo han hecho los catalanes a la suya». Esas gramáticas y esos diccionarios existen, como ya sabe el lector; Madariaga no tuvo tiempo de leerlos. Por esta época Manuel Sanchís Guarner, azuzado por los pancatalanistas, radicaliza sus posiciones; Cremades ha mostrado desnudamente las aristas —a veces contradictorias— en la evolución del «mestre indiscutible». Y en 1977 otro distinguido intelectual del Reino de Valencia, Miquel Adlert, publica una resonante palinodia. Sabemos que Adlert había fundado en 1939 una editorial catalanista en Valencia. Ahora, en 1977, publica su libro En defensa de la llengua valenciana, jamás citado por los pancatalanistas, que tratan de sepultarle entre escombros de silencio. Su primera confesión es tajante: «ME ENGAÑARON». Hace historia de los avances del catalanismo en Valencia durante la República; y revela que en 1951, durante un viaje a Cataluña, advierte el engaño y comienza su reconversión. Denuncia a Joan Fuster como director de la campaña catalanizadora en Valencia, y fija el arranque de esa campaña, en su última fase, en el año 1962. Y arroja la culpa de la catalanización a los propios intelectuales valencianos; especialmente a ciertos poetas. Su compañero de aventuras editoriales, Xavier Casp, formula también su retractación. Inútil es decir que Alfonso Cucó los ha borrado absolutamente en su libro.
El valencianismo encontró, el año 1979, un inesperado aliado nada menos que en el más famoso político catalán de la transición, el difunto marqués de Tarradellas, que declaraba en Hoja del Lunes de Alicante de 23 de octubre de 1978: «¿Países Catalanes? Soy reacio a ese concepto. Nunca han existido ni existen los Países Catalanes». Ese mismo año un intelectual valencianista militante, Vicente Simó Santonja, publicaba su documentadísimo alegato, ¿Valenciano o catalán?, que nos ha servido de guía para este estudio. Y un intelectual catalán, el profesor Luis Rubio, catedrático de filología románica en la Universidad de Murcia, publica sus Reflexiones sobre la lengua catalana que constituyen la hasta ahora más importante y fundada crítica a la reforma del catalán por Pompeu Fabra. Esa reforma se hizo, según Rubio, por y para Cataluña. Se montó sobre el habla de Barcelona; fue obra personalista, sin el necesario equipo asesor; y bajo la obsesión anticastellana, que veía en todas partes castellanismos que derivaban naturalmente, como había sucedido en el castellano, del romance original. (Cremades, Normativa…, p. 59).
Al año siguiente, 1971, la Academia de Cultura Valenciana reedita, actualizada, la Normativa ortográfica de Luis Fullana. Aparecen interesantes libros de iniciación infantil y juvenil valenciana, editados por otra benemérita institución, el Grup d’Acció valencianista, como las obras de las profesoras María de los Desamparados Licer y María Pilar Hervas Nelo i Canneta (1983) y Desperta (2.º nivel) de 1979. Ya en 1981 la Academia de Cultura Valenciana publica una obra de envergadura: Documentació formal de l’ortografía de la llengua valenciana, que provocó lo que nunca había conseguido una gramática: un acto de adhesión multitudinaria en el monasterio de Santa María del Puig, que consiguió millares de firmas de destacados intelectuales, artistas y profesionales.
Los socialistas del Reino de Valencia, increíblemente, se rindieron a la presión pancatalanista y el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana (ley S. 1982, de 1 de julio) está escrito no en valenciano sino en catalán. Trata el Estatuto de conciliar la tradición del Reino de Valencia con «la concepción moderna del País Valenciano», y por eso propone un nombre híbrido: Comunidad Valenciana, que como dijimos resulta castellanizante. La nueva autonomía valenciana quiere presentarse en el Estatuto como «integradora de las dos corrientes de opinión». La lamentable división del centro-derecha en Valencia ha influido negativamente en el gobierno y la orientación cultural de la nueva comunidad. Sin embargo en el artículo 1 del Estatuto se reconoce que el pueblo de Valencia se organizó históricamente como Reino de Valencia; y que los dos idiomas oficiales de la comunidad son el valenciano y el castellano. Ese mismo año el Departamento de Lingüística Valenciana de la Universidad de Valencia se niega, cobardemente, a considerar la ortografía de la Academia de Cultura Valenciana.
En el año del Estatuto, 1982, aparece el citado libro del padre Cremades, La llengua valenciana en perill, que es «un grito, un clamor de protesta» en que se atribuye a Sanchís Guarner «un patriotismo separatista no específicamente valenciano». A raíz de la victoria electoral socialista llega a España el papa Juan Pablo II, quien durante su memorable visita a Valencia elogia «vuestra hermosa lengua valenciana», que hablaron dos de sus predecesores en la silla de Pedro. Siguen apareciendo defensas de la lengua del reino: la de mosén Alminyana, la de Emilio Míedes. El Grup d’Acció valencianista publica un diccionario valenciano-castellano con 45 000 entradas. Alonso Zamora Vicente vuelve de su precipitada firma en el Manifiesto de 1970 y escribe en Revisca de Occidente, extraordinario de febrero 1982: «Reconocer la excelsa condición del valenciano antiguo, sea o no, como ahora se porfía con aura poco científica, variante del catalán o una lengua autóctona, románica, independiente». En la revista del citado Grupo, titulada Som, núm. 72, diciembre de 1983, A. Zamora recuerda que los socialistas infirieron un serio agravio gratuito al sentimiento íntimo de los valencianos cuando en 1937 dieron el nombre de su líder Largo Caballero a la calle de San Vicente, patrón de la ciudad. El frustrado presidente del primer Consell autonómico, el socialista Albiñana, famoso por sus extravagancias, adoptó la bandera catalana y lo mismo hicieron el presidente de la Diputación, Girona, y el alcalde de Valencia, Martínez Castellano. El conseller de Educación, Ciscar, ordenó la obligatoriedad de la lengua catalana en Valencia. No sabía lo que decía, o mejor lo sabía demasiado bien.
El 30 de julio de 1983 la consejería de educación de la Generalidad valenciana decreta el uso de textos escolares según las normas castellonenses de 1932. Cuando el padre Cremades publica en 1985 su citada obra Normativa de la lengua valenciana, se queja con toda razón: «No sabemos ya ni lo que es nuestro… Nuestro pueblo se ha vuelto forastero en su propia tierra», son palabras de su prólogo, debidas a Juan Costa. El cincuentenario de las Normas de Castellón, celebrado por iniciativa pancatalanista en 1932, tuvo mucha resonancia en Castellón, poca en Valencia, nula en Alicante.
Unión Valenciana, el partido valencianista de centroderecha, proponía en 1983 un Manual escolar valencianista con esta declaración más que justificada: «Ante la invasión catalanista que están sufriendo las escuelas del Reino de Valencia y, sobre todo, ante el terrorismo cultural que viene persiguiendo a nuestros hilos y que poco a poco trata de que pierdan su identidad propia de valencianos, hemos creado este sencillo manual». El 23 de marzo de 1984 el Grupo Popular de las Cortes valencianas se opone a la aplicación de las Normas de Castellón. Y en el número de abril de 1984 la revista Som insiste: «Valencianos: la lengua valenciana está en peligro. ¡Defendámosla! ¡Es deber de todo valenciano estar en pie de guerra contra el dialecto de oficina que nos quiere imponer el Consell!» Ese mismo año Carlos Recio, en su Historia del 9 de octubre, afirma: «Estando excomulgada la literatura valenciana y nuestro idioma valenciano por parte de las autoridades valencianas en beneficio de una cultura ajena a la nuestra…» Y el número 182, diciembre de 1984, de la misma revista, protesta contra un absurdo mapa del Reino de Valencia titulado Zona catalana, con Murcia calificada como «antiguo dominio de Cataluña», Aragón, como «antiguo dominio de la dinastía catalana» y un «enclave castellano» en torno a la ciudad valenciana de Requena. No es, sin embargo, como vamos a ver ahora mismo, la última atrocidad de los pancatalanistas, que corresponde, paradójicamente, a la Universidad de Valencia.
Entre los años 1984 y 1986 el comando pancatalanista instalado en la Universidad de Valencia planeó un asalto general para instaurar la lengua catalana —así llamaban ellos al valenciano— en el venerable centro, del que pretendían expulsar prácticamente al castellano. Un grupo juvenil, Alternativa Universitaria, del que seguramente forman parte los futuros líderes del centro-derecha en el Reino de Valencia, se opuso clarividentemente a la intentona, y contó para ello con el apoyo, verdaderamente emocionante, de la opinión pública más sana de la ciudad, estimulada por las agrupaciones valencianistas. Al final las más altas instancias de la Justicia han dado la razón, con la Constitución en la mano, a quienes se habían opuesto a este alarde de torpísima normalización; pero merece la pena detallar un poco los pasos de un episodio que apenas ha trascendido al resto de España. Episodio que tiene un increíble protagonista, al que no llamamos barojiano por respeto a Baraja, el señor Josep Guia, un independentista y separatista valenciano tributario y vasallo del pancatalanismo, vicerrector, en esos años de la Universidad de Valencia.
Guia aparece en una foto de prensa a la derecha del féretro de José Antonio Villaescusa Martín, terrorista afecto a la organización Terra Lliure, que murió al explotarle una bomba que pensaba colocar en la oficina del paro instalada en Alcira a fines de julio de 1974 (Las Provincias, 22 de julio). La policía detuvo con este motivo a un profesor de Filología catalana de la Universidad de Barcelona y a su esposa. Se realizaron numerosos registros para detectar las conexiones valencianas de Terra Lliure. En abril de 1985 fue detenido el propio Guia, bajo acusación de asalto a un piso donde arrebataron a la policía material fotográfico y un transmisor, y la prensa informó de que el vicerrector es el máximo responsable en Valencia del PSAN (Partido Socialista de Liberación, Nacional de los Países Catalanes); Guia venía de Alcira, donde participó en un homenaje al terrorista universitario muerto el verano anterior. (Hoja del Lunes, Valencia, 29 de abril de 1985).
En ese verano del 85 los independentistas trataron de convertir en plataforma de sus reivindicaciones a la Universitat Catalana d’Estiu. Patrocinaba el encuentro el propio Max Cahner, conseller separatista de Cultura en la Generalidad de Cataluña, y el proyecto contó con la participación de un comando de tlaxcaltecas valencianos, presididos por el propio Guia, del que formaban parte el editor pancatalanista Eliseu Climent, el escritor Josep Piera y el diputado socialista en las Cortes valencianas Vicente Soler, junto con otro vicerrector político, Emerit Bono. Se anunció también la presencia de Joan Raventós, embajador de España en Francia. La directora del diario Las Provincias, María Consuelo Reyna, criticó con suma dureza (13 de junio de 1985) la presencia de Soler en ese aquelarre del independentismo pancatalanista, que luego resultó aburridísimo (El País, 18 de agosto de 1985) y motivó la airada protesta del alcalde francés de Prada del Conflent, donde se celebraron los presuntos cursos, que se declaró «harto de los independentistas catalanes», quienes habían abominado por igual de España y de Francia (Las Provincias, 24 de agosto de 1985). Las Provincias, el 12 de diciembre de ese mismo año, ponía en ridículo a varios altos cargos de la autonomía valenciana, como el propio presidente Joan Lerma, a quien habían colocado como presidente de un II Congreso Internacional de la Lengua catalana; el cual, como otros dignatarios socialistas, trató de protestar por haber sido sorprendido en su buena fe, cuando su fe era más que dudosa y corría parejas con su imprudencia.
Poco después, el 17 de enero del 86, Las Provincias publicaba irónicamente un ridículo mapa de España diseñado por el inefable vicerrector Guia, en que no aparecía ni Cataluña, ni el Reino de Valencia, ni las Baleares, ni Navarra, ni el País Vasco, lo que provocó la hilaridad de Valencia entera. Guia había escrito, además, un libro furiosamente separatista en que figuraba un truncado mapa de Francia.
El 11 de julio de 1986 la junta de gobierno de la universidad valenciana, presidida por el rector Lapiedra, otro fanático pancatalanista, dictó una orden de catalanización en la universidad que fue impugnada el día 25 siguiente por el grupo Alternativa Universitaria, cuyo presidente es el estudiante Juan García Santandreu —de quien me atrevo a pronosticar un brillantísimo futuro político—, con la dirección letrada del insigne abogado Vicente Giner Boira y su colega Juan Manuel Ricart Lumbreras. Los independentistas del pancatalanismo apoyaban naturalmente a Lapiedra y clamaban porque «los ocupantes españoles salgan de nuestro país», como si fueran de Herri Batasuna (3 de setiembre de 1986). Pero la Audiencia dio la razón a los impugnadores y suspendió, a primeros de setiembre, los proyectos de catalanización académica en la Universidad de Valencia. Sin el menor sentido del ridículo, la junta de Lapiedra declaraba sin embargo que «asume el compromiso histórico (es decir, antihistórico) de la normalización sociolingüística del catalán» (Las Provincias, 3 de octubre de 1986), mientras la Justicia citaba a declarar al increíble vicerrector Guia por ultraje a la bandera de España, que había sido quemada frente a la estatua de Jaime I. Guia fue condenado por agresión a tres valencianos que pintaban con una franja azul una bandera catalana; se creía Superman. Hasta que ya, en noviembre, la Audiencia falla definitivamente contra el proyecto Lapiedra, y da toda la razón a Alternativa Universitaria. El rector, abochornado, se mostró en desacuerdo total y replicó con otra de sus frases históricas: «Recurriremos». (Las Provincias, 12 de noviembre de 1986). El acuerdo de la Junta, según la Audiencia, adolece de vicio de inconstitucionalidad.
Con mucho más sentido común, Alternativa Universitaria le señalaba al derrotado rector el único camino digno: dimitir. Así lo pidió Juan García Santandreu entre el aplauso y la satisfacción general de los valencianos (Las Provincias, 12 de noviembre de 1986). En los periódicos El Temps y Levante (15 de noviembre de 1986) se revelaba, entre un divertido escándalo de la opinión valenciana, que empezó a explicarse demasiadas cosas a la vez, que la Banca Catalana, cuando la orientaba Jordi Pujol, había ayudado en las décadas de los sesenta y los setenta a destacados políticos e intelectuales de la sociedad valenciana, entre los que figuraban Ricardo Pérez Casado, luego alcalde de Valencia; el diputado Vicente Soler; el inevitable Josep Guia, entre el grupo «los Diez de Alacuás», que fue detenido durante la época de Franco en una casa de ejercicios espirituales, donde sin duda rezaban el rosario.
Otro político muy original, el presidente de las Cortes valencianas, Antón García Miralles, declaraba (Información, 16 de noviembre de 1986): «Hay que dejarse de banderitas y de invasiones catalanas y hablar de los duros». Pero el frente pancatalanista no se rindió ante la sentencia de la Audiencia, y organizó una manifestación «para la normalización del uso del catalán en la universidad», con el apoyo informativo de El País (19 de noviembre de 1986), mientras la Universidad de Barcelona expresaba su solidaridad con el rector Lapiedra en un comunicado por el que pedía la intervención de l as demás universidades españolas y calificaba la decisión de la Audiencia como «grave atentado a los derechos fundamentales de los pueblos» (Las Provincias, 25 de noviembre de 1986). Otra manifestación más radical llamaba fascistas a los magistrados que dictaron la sentencia; y renegaba del valenciano al pedir la enseñanza en catalán (Las Provincias, 20 de noviembre de 1986). Temeroso de que alguien pudiera desplazarle por la izquierda, el vicerrector Guia presentó su famoso libro Digueu-li Catalunya (ya por la cuarta edición), en el que incluía a Valencia como parte de la «Catalunya Sud»), además de hacerse la víctima ante las amenazas de los alumnos de ultraderecha (Diari de Tarragona, 15 de noviembre de 1986). Arreciaba en Valencia y en Cataluña la campaña contra la Audiencia; toda clase de entidades satélites y de manifestaciones se encrespaban contra ella. Para el 20 de diciembre del 86 se organizaba una gran manifestación a l a que concurrieron bastantes catalanes de Cataluña, en autocares facilitados por los promotores según las más depuradas técnicas del abominado franquismo. La organización extremista Crida a la Solidaritat se encargó de atizar la propaganda (Las Provincias, 18 de diciembre). Veinte mil personas, en efecto, se reunieron en una manifestación «cuya cola iba custodiada por facinerosos enmascarados, o encapuchados armados de gruesos palos y gases lacrimógenos» (Las Provincias, 21 de diciembre de 1986) con participación de terroristas y la extrema izquierda en pleno. La manifestación provocativa no logró sus propósitos y circuló entre la más absoluta indiferencia de los valencianos, que habían decidido no reaccionar ante los insultos, que se prodigaron, y otros disparates.
No sirvió de nada. En la primavera de 1987 el Tribunal Supremo ratificaba la sentencia de la Audiencia valenciana y quitaba de nuevo la razón a los pancatalanistas. El rector Lapiedra emitía un largo e inútil lamento indio en las columnas cómplices del diario gubernamental español (19 de junio de 1987) con las firmas adicionales de otros rectores de universidad; una vez más emerge la capacidad para el entreguismo, el taifismo y la manipulación de algunos intelectuales españoles, incapaces de dar un puñetazo sobre la mesa cuando se les proponen bobadas demagógicas. Alternativa Universitaria celebró radiante, en Madrid, su nueva y definitiva victoria, sin olvidar que el frente antivalenciano, pese a su dura derrota, se preparaba nuevamente para la guerra.