Muchas veces me han preguntado por la vida y la obra de Juan de la Cierva Codorniu, hermano de mi padre; los dos eran hijos de mi abuelo, el último ministro de la monarquía en 1931 y abogado eminente Juan de la Cierva y Peñafiel. La Fundación Juan March insistió amablemente en pedirme un apunte biográfico para su interesantísima serie sobre pioneros de la ciencia en España, y decidí escribirlo, aunque sólo fuese para suplir las increíbles omisiones sobre la obra científica de mi tío en algunas historias truncadas y algunos ensayos sobre la ciencia española; por ejemplo, el muy conocido del profesor Pedro Laín Entralgo. Ahora incluyo este ensayo, ampliado, en este libro, para contribuir al conocimiento de su figura y como explicable reacción a un impúdico y repugnante editorial del diario El País en 1989, donde se hacía alusión al invento de Juan de la Cierva para insultar a Ricardo de la Cierva simplemente por haber yo descalificado a un profesor acrítico y cantamañanas (así le llamé) que se empeñaba, por los días en que yo publiqué mi libro 1939. Agonía y victoria, en proponernos como arquetipos para la orientación futura de España a ciertos intelectuales políticos de la segunda República que o bien habían fustigado a la República, como acabo de exponer en el ensayo anterior (se trataba de Ortega y Unamuno) o bien habían contribuido de forma importante y hasta decisiva a la ruina de España en la República y en la guerra civil, como don Manuel Azaña y don Juan Negrín. Apenas había entrado yo en la adolescencia, pero conocí a mi tío Juan de la Cierva Codorniu lo suficiente, y luego le he investigado tan a fondo en su trayectoria, que estoy seguro de que se hubiera sentido igualmente insultado que yo por ese editorial, pese a lo cual no es mi intención ahora mentar como represalia a las familias de los señores Polanco, Pradera y Estefanía, sino trazar el retrato histórico de una personalidad verdaderamente genial cuya sangre debo. Esta identificación será seguramente, aunque ellos no lo comprendan, la mejor respuesta a los insultos emanados de la falta de razones (yo cargaba de razones esa descalificación) y de la soberbia congénita a un medio de comunicación en que la progresía actual tiene y reconoce (aunque ya en plena decadencia) al diario que se merece.
Juan de la Cierva Codorniu, una de las grandes figuras no sólo de la técnica aeronáutica sino también de la ciencia española en nuestro siglo (aunque esta última relevancia se proclama menos entre nosotros ahora, más por ignorancia que por malicia), nació en la ciudad de Murcia en 1895. Era el hijo mayor de Juan de la Cierva y Peñafiel, abogado murciano que luego ejerció brillante y fecundamente en Madrid, y político liberal-conservador que había evolucionado al partido de Cánovas a partir de orígenes más radicales dentro del liberalismo y que, de acuerdo con varios antecedentes familiares, había simpatizado con el republicanismo e incluso se había vinculado a la masonería en su juventud, hasta que una profunda reflexión sobre el caos acarreado a España por la «Gloriosa» revolución de 1868 y sus consecuencias —sobre todo la primera República de 1873, de cuyos estertores fue testigo junto a Cartagena— le fue apartando del liberalismo progresista, que abandonó tras la muerte de su hermano mayor, el cual había influido mucho sobre él para que abrazase tales ideas. Juan de la Cierva Peñafiel abandonó la masonería incluso por discreta abjuración pública, como se exigía entonces, y no simplemente quedándose en situación de durmiente; lo cual sospecho que la masonería no le ha perdonado nunca, con desvío y tal vez odio que ha saltado las generaciones, como pude comprobar cuando un altísimo cargo de la masonería europea, por lo demás excelente persona, me recriminaba mi actitud crítica frente a la secta, «pese a la abundante sangre masónica que corre por sus venas» y no le faltaba razón; hay entre mis ascendientes algunos masones ilustres, pero también hay santos y héroes; por ejemplo, el único marino español que ha penetrado en el Támesis para bombardear la Torre de Londres, que llevó mi segundo apellido y ganó el título y solar de mi familia materna. A don Manuel Azaña le divertían, según confiesa en sus Memorias, los orígenes radicales de Juan de la Cierva Peñafiel, quizá porque Azaña había seguido una evolución de signo contrario, aunque al final su trayectoria íntima se emparejó, al menos en lo religioso, con la de mi abuelo.
Cuando nació su hijo mayor, Juan de la Cierva Codorniu, en 1895, el joven abogado ya liberal-conservador iniciaba su carrera política al frente del Ayuntamiento de Murcia mientras afianzaba su bufete, que se convirtió pronto en el más prestigioso de una región con grandes abogados. Famoso por su eficacia electoral —o electorera, como se decía entonces, de cuyos frutos todavía llegué yo a beneficiarme al ser elegido con el máximo número de votos senador por Murcia en 1977— y por su eficacísima gestión como alcalde de Murcia, Juan de la Cien·a Peñafiel aceleró su carrera política, que pronto le exigió el traslado a Madrid con su esposa, María Codorniu Bosch —de prosapia catalana sin que tampoco faltasen masones en su árbol genealógico, aunque ella siempre fue ferviente católica y causante de la abjuración de su marido—, y sus dos hilos, Juan y Ricardo. (Por mi abuela soy pariente bastante próximo de los Spottorno y, por tanto, de los Ortega y Gasset, e incluso [políticamente] de don Fernando de los Ríos; el mundo es un pañuelo). Se instalaron en la calle de Alfonso XII, junto al Retiro, donde cambiaron varias veces de casa (mi abuelo necesitaba pasear de madrugada por el hermoso parque) hasta la definitiva, que don Juan construyó, gracias a un crédito de quinientas mil pesetas del Banco Hispano Americano, en el numero 30. Juanito estudió allí por libre el bachillerato hasta 1911, aunque también se relacionó en sus estudios con el colegio del Pilar, que le considera, junto a su hermano Ricardo, como a uno de sus primeros alumnos. Durante la primera década del siglo XX, Juan de la Cierva Codorniu seguía con atención la carrera política de su padre, que fue director general de los Registros y el Notariado, disputó a don Eduardo Dato una subsecretaría y llegó al Gobierno por primera vez en 1903, aunque su ministerio más famoso fue el de la Gobernación durante el célebre Gobierno largo de don Antonio Maura entre 1907 y 1909. Pero le apasionaban mucho más que la política a Juanito los balbuceos de la aviación, que se habían iniciado en 1903 con el primer vuelo de los hermanos Wright. En 1909 Blériot atravesaba el canal de la Mancha por el aire y Juanito (así le llamaban siempre en casa de sus padres y entre sus amigos) decidió consagrar su vida a la aviación. Con sus amigos construyó aviones de papel, planeadores y helicópteros elementales sobre la base del «trompo chino» gracias al estupendo surtido de la ferretería Igartua en la calle Atocha, que les suministraba materiales e ideas. Testimonios de entonces apuntan que Juanito intuía ya que la resistencia de planos al descenso podría utilizarse como fuerza de sustentación para un aparato más pesado que el aire.
En 1910 llegaba la aviación a España y Juanito de la Cierva, con sus amigos Barcala y el notable artesano de la carpintería, Díaz (con quienes creó la sociedad BCD, por sus iniciales), construyeron un planeador tripulado que hicieron volar en los altos del Hipódromo con Ricardo, el hermano menor de Juan, como piloto. Un inesperado turbión elevó el artilugio y lo volcó en el aire, con caída que pudo ser mortal y quedó, por fortuna, en conmoción cerebral pasajera y susto mayúsculo; pese a lo cual los planeadores continuaron fascinando siempre a mi padre, que nos llevaba a veces a los campos en suave declive junto a la carretera de Andalucía, más allá de Pinto, para probar nuevos modelos, aunque sin tripulante. Juanito Cierva estaba entre los centenares de personas que esperaban en Getafe, en 1911, la llegada de la carrera aérea París-Madrid. Decidido a estudiar a fondo matemáticas, pensó en la carrera de Ciencias Exactas, pero su madre le convenció de que por razones de prestigio eligiera la de Ingeniero de Caminos. Ingresó a los dos años de preparación y siguió con normalidad los duros cursos de la Escuela Especial. No ingresó, hasta bastante después de acabada la carrera, en el Cuerpo de Ingenieros correspondiente, lo que entonces resultaba excepcional, y, aunque se consideraba por encima de todo un ingeniero (prefería llamarse así mejor que inventor), ejerció su profesión «por libre» en su dedicación a las aeronaves y en la solución, muchas veces admirable, a los problemas técnicos de la gran fábrica de conservas vegetales montada por su padre en Lorquí, junto al Segura, donde creó varias máquinas de gran originalidad, como una deshuesadora larguísima e imponente, que conocíamos como «máquina submarino» por su tamaño y forma.
Durante sus estudios de ingeniería Juanito Cierva construyó con sus amigos varios aviones. El BCD-1 «cangrejo» fue seguramente el primer avión español que consiguió volar efectivamente, aunque duró poco por su fragilidad. El BCD-2, monoplano, capotó en 1912. Al ingresar al año siguiente en la escuela de Caminos, Juanito estaba ya convencido de que la invención no sobrevenía como una intuición genial espontánea, sino que en el fondo consistía en el efecto de un proceso lógico en busca de un objetivo prefijado. Su inteligencia intuitiva, su formidable tenacidad y capacidad de trabajo, su don para interpretar matemáticamente la realidad física y para plasmar físicamente las deducciones matemáticas, revelaban ya durante los cursos de la carrera sus dotes de científico notable, que en varios momentos de su vida le llevaron a una conjunción genial entre el análisis y la síntesis, entre los procesos a priori y a posteriori del pensar científico. Más o menos ésta es la descripción de Juan de la Cierva Codorniu como ingeniero y como hombre de ciencia que me expuso una vez en el ICAI-Areneros, un insigne matemático español, el jesuita profesor Enrique de Rafael Verhulst, que había corregido modestamente a Albert Einstein ciertos errores de operación matemática durante la famosa conferencia del premio Nobel en Madrid, y que estimaba sobre todo la capacidad del inventor español para plantear y resolver matemáticamente un problema dado antes de convertir la solución teórica en realidad tangible. Una vez orientado matemáticamente, Juan de la Cierva ensayaba sus aparatos personalmente, sobre todo desde que logró el título de piloto, con rigor y maestría, y con un tesón que era el alma de sus empresas y el ejemplo permanente para sus colaboradores, que cuando él faltó no fueron capaces de prolongar mucho tiempo su obra.
En 1913 el Ejército español, en vísperas de la Gran Guerra, utilizó por primera vez, durante la pequeña guerra de África, a la aviación como arma de combate. Durante los cursos de la carrera Juanito no abandonó sus aficiones aeronáuticas, pero las tuvo que reducir hasta que en 1918 fabricó un avión de bombardeo —un gran trimotor biplano— que se deshizo en el segundo vuelo; este fracaso fue decisivo para que Juan de la Cien·a emprendiese su propio camino en el aire. En 1919 conoció a su mujer, María Luisa Gómez Acebo, de noble familia santanderina y por impulso, más que ejemplo de su padre, inició una breve carrera política que le mantuvo como diputado a Cortes por Murcia hasta la dictadura de Primo de Rivera. En el Congreso coincidió con su padre, que había participado muy activamente en la política militar de aquella época como Ministro de la Guerra, en torno al grave problema de las Juntas militares de Defensa, particularmente complicadas ante el lejano, pero contagioso efecto de los soviets en la revolución de Rusia; Juan era, como su padre, diputado por Murcia, y se sentaba junto a su hermano Ricardo, que lo fue por los conservadores de Albocácer en la provincia de Castellón, donde en alguna de mis correrías políticas y culturales he detectado, con la emoción que puede suponer el lector, algunas huellas de su paso. Pero la actividad parlamentaria de padre e hilos no iba a durar mucho. Una vez los dos hermanos saltaron el escaño en defensa de su padre, a quien creían atacado indebidamente por el político catalán don Francisco Cambó después de un durísimo duelo verbal; felizmente el altercado no pasó a mayores. Cambó no disimuló nunca su permanente hostilidad contra el ministro murciano, y los dos la mantienen en sus Memorias. A la llegada de la Dictadura, suspendidas las Cortes, que ya no se abrieron hasta la República, don Juan y sus dos hilos no regresaron nunca al Parlamento, aunque sí por breve tiempo reanudó don Juan su actividad política en el Gobierno Aznar de 1931. Luego renunció, por edad y cansancio, a encabezar el partido monárquico en la República, con el que colaboraron activamente sus dos hilos, hasta que la guerra civil terminó trágicamente con los tres.
Hacia el año 1920, cuando Juan de la Cierva Codorniu tenía veinticinco años, concibió la idea y el objeto del autogiro, por el que ha pasado a la Historia de la ciencia y la técnica, tras el ya citado fracaso de su gran trimotor, que fue el último de sus aviones. El objetivo era eliminar el peligro de entrar en pérdida por reducción de la velocidad de un avión y mediante un sistema de alas móviles. Los testimonios de sus amigos revelan que Juanito se inspiró en la sustentación por alas batientes, como hacen los pájaros, y trató de imitar los diversísimos intentos de ornitóptero, cuyo precedente más venerable es el mito de ícaro. Leonardo da Vinci diseñó varios aparatos de ese género, pero ninguno de ellos llegó a volar. El segundo antecedente de inspiración fue el helicóptero, que consigue la sustentación por hélice vertical; el mismo principio del trompo chino, que llegaba a volar unos centímetros, y que también aplicó Leonardo. En 1784 dos inventores franceses logra ron un intento estimable, que trató de revivir el legendario inventor americano Thomas Alva Edison.
Juan de la Cierva conocía estos precedentes, pero se apartó de ellos por la complejidad de su realización; él buscaba una solución más sencilla y elegante. Su idea —el autogiro— consistía, según la admirable definición de José Warleta, cuyo libro Autogiro. Juan de la Cierva y su obra, editado por el Instituto de España en 1977, es definitivo como investigación y como referencia, es un sistema de alas giratorias si n necesidad de motor. El problema era que la resultante de las fuerzas aerodinámicas sobre cada ala sustentara al aparato e impulsara a la propia ala. Las alas o palas se montaban sobre un eje casi vertical. Al contrario que el helicóptero, cuyas palas son las de una hélice vertical, y por tanto propulsada por el motor, las alas de Juan de la Cierva no estaban conectadas a un motor, autogiraban. El viento relativo debería incidir sobre el disco en que se insertaban las palas con cierta componente vertical hacia arriba. De esta forma se conseguía el descenso vertical suave sin motor, y el ascenso prácticamente vertical; y el vuelo lento, prácticamente estacionario si se deseaba. Un gran técnico español en aeronáutica, don Emilio Herrera, dijo que el autogiro era una auténtica creación; Juan de la Cierva no lo observó en modelos reales, sino que lo creó mediante la matematización y realización de una idea y un modelo teórico.
El problema número uno que debería resolver Juan de la Cierva era la asimetría del rotor en vuelo horizontal. La pala que avanza contra el viento produce mayor inclinación que la que retrocede y el aparato cae del lado de ésta. Juan de la Cien·a pensó que la solución sería un rotor compensado, es decir doble; dos rotores con el mismo eje pero con giro contrario. El 1 de julio de 1920 presentó la correspondiente patente; la historia del autogiro puede seguirse a través de una larga serie de patentes en España e Inglaterra. El nombre del autogiro fue también patentado como marca en 1923.
El primer autogiro fue el C-1, construido en el taller de Pablo Díaz. Se ensayó en Getafe en octubre de 1920, con el capitán Felipe Gómez Acebo, cuñado del inventor, como piloto. Fue a medias un éxito y un fracaso. Los rotores entraron en autorrotación —autogiraron—, pero el inferior lo hizo a velocidad más reducida que no suprimió la tendencia a volcar. Sin embargo Juan de la Cierva, que decidió volver al rotor único y compensable por otros métodos, estaba tan seguro de su invento que envió ese mismo año una comunicación a la Academia de Ciencias, lo cual en cierto sentido dio estado oficial a la innovación. En 1921 el autogiro alcanzó su primer éxito en la práctica. Juan de la Cierva hizo volar muy satisfactoriamente un modelo reducido en la explanada de la Chopera, en el Retiro de Madrid, en presencia de don Emilio Herrera, convertido desde entonces en entusiasta defensor y promotor del autogiro. Ese mismo año el teniente José Rodríguez y Díaz de Lecea pilotó el segundo autogiro, el C-3, que logró despegar, pero se inclinó en todos los ensayos a la derecha, lo que fue objeto de chistes en la aviación militar española, donde el inventor, cuyo padre fue de nuevo ese año, tras el desastre de Annual, ministro de la Guerra, vio acogida con simpatía eficaz la idea y evolución del autogiro. En 1 922 voló el tercer autogiro, que fue el C-2, cuya construcción se había retrasado. Por la rigidez de las palas el rotor no lograba la compensación y el aparato se seguía inclinando a la derecha, aun bajo el experto pilotaje de otro aviador militar, Alejandro Gómez Spencer. Durante ese año Juan de la Cierva Codorniu, que como dijimos era parlamentario, actuó como secretario de su padre en el Ministerio de Fomento.
Juan de la Cierva se concentró en averiguar por qué el modelo de la Chopera había funcionado tan bien mientras que los dos autogiros de tamaño real, el C-3 y el C-2, no lograban la estabilidad. Encontró la respuesta correcta: las palas del modelo resultaron ser flexibles, mientras que las de los aparatos grandes seguían siendo muy rígidas. Entonces decidió unir cada una de las palas al rotor mediante una articulación de eje horizontal, idea calificada por los especialistas en aeronáutica como genial, que abrió paso definitivamente no sólo al autogiro sino al futuro helicóptero y que fue intuida por el inventor durante una representación de la ópera Aida de Verdi: Juan de la Cierva pensaba mucho mejor con música clásica. El C-4 fue el autogiro real que consiguió ya un éxito decisivo.
Dotado de palas articuladas, logró una estabilidad plena cuando, aunque al inventor le desagradaba, le fueron instalados unos alerones de los cuales no paró hasta prescindir en modelos siguientes. El 10 de enero de 1923 fue el día más importante en la vida de Juan de la Cierva Codorniu. Con Alejandro Spencer como piloto, el C-4 despegó y voló con plena normalidad y control sobre el campo de Cuatro Vientos; y aterrizó casi verticalmente de acuerdo con las previsiones teóricas. El 31 de enero siguiente el C-4 voló en círculos unos cuatro kilómetros a más de 25 metros de altura. El invento estaba cuajado y la fama de Juan de la Cierva Codorniu saltó a todo el mundo.
Ese mismo año voló, pero se destrozó el C-5 al rompérsele una de las palas. Juan de la Cierva superaba cada nueva dificultad con un nuevo progreso teórico y una nueva aplicación y demostración práctica. Su energía y su tenacidad no conocían límites. Tras la aceptación del régimen militar por el rey don Alfonso XIII en setiembre de 1923, la aviación militar se hizo cargo del autogiro, lo que echa por tierra la difundida leyenda de que el Estado español nunca hizo nada por el invento. El túnel aerodinámico diseñado por Emilio Herrera fue factor clave para el gran éxito del siguiente modelo de autogiro, el C-6, construido por la aviación militar española, que entonces era una rama del Ejército. El capitán Joaquín Lóriga voló el C-6 en febrero de 1924, subió hasta doscientos metros, se mantuvo 25 minutos en el aire y logró de nuevo un aterrizaje vertical perfecto. La película que se rodó sobre este vuelo causó honda impresión en la Exposición Universal de París.
El Estado español, gracias al entusiasmo de las Fuerzas Armadas, sí que ayudó al desarrollo del autogiro, que hasta el C-6 había dependido económicamente de don Juan de la Cierva y Peñafiel. Pero quien jamás ayudó al inventor español fue el capital español, muy retraído ante cualquier innovación tecnológica por prometedora que pareciera. En vista de ello Juan de la Cierva, aprovechando las amplias relaciones de su padre con la Banca internacional, buscó y halló financiación primero en Inglaterra y luego en Estados Unidos. En la primavera de 1925 apareció por Madrid un millonario idealista norteamericano, Harold Fredertick Pitcairn, que buscaba desde varios años antes lo que ya había hallado el inventor español, quien le recibió amablemente pero no aceptó las ofertas de constituir una sociedad constructora de autogiros en Estados Unidos. Mientras tanto la aviación militar española construyó el segundo de sus autogiros, el C-6 bis, que fue presentado con éxito al rey Alfonso XIII en junio de 1925. El gobierno de la Dictadura militar votó un crédito de doscientas mil pesetas para proseguir el desarrollo del invento. En octubre de ese mismo año, unas semanas después de la gran victoria del Ejército y la Marina en el desembarco de Alhucemas —que dejó virtualmente sentenciada la guerra de África— el C-6 voló en el festival aéreo británico de Farnborough, y Juan de la Cierva Codorniu fue aclamado en la prestigiosa Royal Aeronautical Society. Con un grupo bancario inglés fundó pronto en Londres la compañía La Cierva Autogiro, a la que el Ministerio del Aire británico encargó varios aparatos. Esto ocurría ya en 1926, cuando el inventor español alcanzó un gran éxito científico y popular en Francia, tras las exhibiciones del autogiro en Villecoubray, cerca de París. Era el mismo año del histórico vuelo del Plus Ultra y todo el mundo vibraba con las hazañas y las empresas del aire.
La serie de autogiros ingleses empezó a construirse con éxito desde 1926 y el primer modelo voló cerca de Londres ante los reyes de Inglaterra y de España. La aviación militar española construía ese mismo año su autogiro C-7. Al año siguiente Juan de la Cierva elaboró una convincente teoría sobre el autogiro —con algunas anticipaciones que luego se hicieron realidad—, pero su trabajo no fue publicado, aunque se difundió en copias mecanografiadas por los círculos más interesados y comprometidos en el invento, tanto en España como en Inglaterra y Estados Unidos. Los ingenieros soviéticos empezaron ese mismo año a construir una serie de autogiros sin molestarse en pedir licencia, pero en esta ocasión no se atribuyeron, según su costumbre, el invento sino que reconocieron expresamente la paternidad del ingeniero español. Desde el año anterior Juan de la Cierva era piloto de aeroplano y se dispuso a probar sus propios aparatos personalmente, con lo que logró dar un nuevo impulso al desarrollo del autogiro, del que se convirtió pronto en el primer conocedor práctico. Así, en 1928 pudo realizar su vuelo soñado: cruzar el canal de la Mancha a bordo de uno de sus autogiros, el C-8 Mark-II, construido en Inglaterra y pilotado por el propio inventor. La resonancia de este vuelo fue enorme y Juan de la Cierva emprendió con el mismo autogiro una vuelta triunfal por Europa. Ante este hecho el entusiasta Harold Pitcairn compró un autogiro a la compañía británica y se lo llevó a Estados Unidos por mar para probarlo allí, lo que hizo con felicidad, y preparar la creación de otra compañía constructora. Así se creó al comenzar el año 1929 la Pitcairn Cierva Autogiro Company, que preparó al inventor español un viaje espectacular por Estados Unidos. Allí esbozó Juan de la Cierva una teoría del autogiro aún más avanzada que tampoco vería la luz. La aviación militar española construyó por entonces el C-12, último de la serie nacional, cuyo progreso nunca coartó el inventor a beneficio de sus compañías extranjeras. España entraba ya en crisis política y económica, que desembocó trágicamente en la guerra civil y canceló las posibilidades futuras del autogiro en su patria.
El 13 de marzo de 1930 Juan de la Cierva logró un nuevo y señalado triunfo en Londres ante la Royal Aeronautical Society. Ya apuntaba hacia el autogiro-aeroplano y el autogiro-helicóptero. Voló a España desde Inglaterra a bordo del C-19 Mark II A, con el que fue recibido en su ciudad de Murcia con entusiasmo; es uno de los más vivos recuerdos de infancia para el autor de estas líneas. Trató de constituir en España la tercera compañía del autogiro, pero el horizonte nacional estaba ya demasiado amenazador para permitirlo. La compañía norteamericana puso a punto un lanzador mecánico del rotor, que eliminaba uno de los inconvenientes, un tanto arcaicos, del autogiro. El octogenario inventor americano Edison y la famosa aviadora Amelía Earhart se convirtieron en entusiastas del invento español. «He ahí la respuesta», exclamó Edison al presenciar una prueba. En noviembre de 1930 el inventor y sus autogiros fueron recibidos apoteósicamente en el puerto de Nueva York; la Pitcairn navegaba viento en popa.
Durante el siguiente bienio, 1930-1931, tan dramático para España y para su padre por la transición entre la Monarquía y la República, Juan de la Cierva Codorniu consigue nuevas profundizaciones en la teoría del autogiro. Alfonso XIII le recibe en audiencia poco antes de abandonar el trono. Pitcairn, que vive su gran temporada, construye y vende dos series de autogiros: uno gigante de 300 CV, otro pequeño y manejable que impresiona mucho al presidente Herbert Hoover. La compañía británica diseña y realiza un rotor tripala articulado, que será vital para el futuro del helicóptero. Se funda una tercera compañía constructora de autogiros, ahora en Alemania.
El inventor no cejaba en el perfeccionamiento de su idea. En 1932 logró el primer autogiro con mando directo; el C-19 Mark V, sin alerones ni timón de altura. Ese mismo año le fue concedida la máxima distinción científica norteamericana: la medalla de oro Daniel Guggenheim, y la Royal Society británica le concede la suya de plata. Al año siguiente, 1933, la compañía inglesa construye el más famoso y perfecto de los autogiros, el C-30, que consigue un grandioso triunfo poco después en Hanworth. Juan de la Cierva, que ya es una figura popular e influyente en los medios aeronáuticos de Inglaterra, emprende su cuarto viaje a Estados Unidos, donde la gran Depresión hará sentir sus efectos en la Pitcairn. Mientras España vive su año dramático de 1934, el antecedente inmediato de la guerra civil, estalla la revolución de Asturias, donde el jefe de las fuerzas de África, teniente coronel Yagüe, fue trasladado de León a Gijón a bordo de un autogiro, que prestó luego servicios de reconocimiento sobre el campo rebelde. Juan de la Cierva conseguía a fines de ese año el despegue directo, sin rodar un centímetro, a bordo de su G-ACIO durante una fiesta aeronáutica en Barajas, ante el presidente de la República don Niceto Alcalá-Zamora, ex ministro de la Corona y muy amigo de su padre don Juan, aunque militaban en partidos y ahora en regímenes diferentes. Estuvo presente en la exhibición el jefe del gobierno don Alejandro Lerroux. El C-30 se posaba poco después en la cubierta de un navío de la Marina, el Dédalo, y el inventor recibió la cruz de caballero de la Orden de la República, pese a que jamás desmintió su fidelidad monárquica. El gobierno de la República decidió la adquisición de seis autogiros C-30.
Al apuntar el año trágico de 1936 Juan de la Cierva Codorniu se mostraba cada vez más preocupado por la evidente degradación de la República española. Pertenecía, como su hermano Ricardo, al partido monárquico Renovación Española y a su centro político-cultural Acción Española, en cuyos ámbitos ideológico, político y militar se preparaba activamente el alzamiento contra el Frente Popular, después de las elecciones falseadas y manipuladas del 16 de febrero de 1936, que ya fueron el toque de rebato para la guerra civil por su ruptura flagrante de la convivencia política. Durante esos primeros meses febriles de 1936, Juan de la Cierva Codorniu, que se desentendía cada vez más de sus actividades científicas y técnicas, viajó varias veces a España desde Londres, que era su base profesional. Estuvo en Madrid y en Barcelona en enero. En marzo volvió a Madrid, donde pasó la Semana Santa. En junio voló en Inglaterra con el rey exiliado don Alfonso XIII, que le había pedido subir al autogiro. Ese mismo mes viajó a Navarra para entrevistarse en Pamplona con el general Emilio Mola, director de la gran conspiración contra el desgobierno y la anarquía del Frente Popular; probablemente ya estaba Juan de la Cierva comprometido en ella. A primeros de julio gestionó por encargo de Juan March y de Juan Ignacio Luca de Tena, director de ABC e íntimo amigo de los dos hermanos Cierva, el envío de un gran avión a Canarias para recoger al general Franco y llevarle a tomar el mando del Ejército de África. El corresponsal de ABC en Londres, Luis Bolín, amigo de Juan de la Cierva, actuó de intermediario y el inventor español consiguió el avión por sus relaciones aeronáuticas en Londres, y lo envió a Las Palmas con una tripulación y pasaje de amigos y amigas suyos. Luis Bolín ha contado con todo detalle la aventura, que ya comprometía irreversiblemente a Juan de la Cierva Codorniu con los militares que se sublevaron en julio de 1936 contra el Frente Popular, tras el asesinato de otro gran amigo y correligionario de los dos hermanos Cierva, que le reconocían por jefe político en el Bloque nacional: José Calvo Sotelo.
El 23 de julio de 1936, apenas una semana después de estallar la guerra de España, Juan de la Cierva participaba aún en una demostración sobre los progresos de los últimos modelos de autogiro en Inglaterra, el C-30 Mark IV y el W-3. Pero por entonces ya estaba totalmente entregado a diversas misiones secretas por Europa en favor de los generales sublevados, Mola y Franco, sobre las que hay indicios importantes, aunque no demasiados datos concretos que espero encontrar en la documentación amplísima que se conserva, apenas aprovechada, sobre los servicios secretos de la España nacional, y que ahora analizo para una revisión a fondo de la historia española en los años treinta. Durante el mes de agosto de 1936 Juan de la Cierva Codorniu hace un viaje a Pamplona y a Burgos. A fines de setiembre consigue que su mujer y sus hilos se evadan de Santander a bordo de un destructor británico que los conduce sanos y salvos a Francia. Vuelve a la España nacional, donde sufre un tremendo accidente de automóvil arrastrado por un tren en el paso a nivel de Venta de Baños, pero sale milagrosamente ileso; como ministro de Fomento, su padre Juan de la Cierva Peñafiel, refugiado entonces en la legación de Noruega en Madrid, se había empeñado en suprimir todos los pasos a nivel de España, sin conseguirlo.
Durante esos primeros meses de la guerra civil Juan de la Cierva Codorniu despliega una intensa actividad secreta en favor del bando nacional; este hecho le ha acarreado la torpe hostilidad de los portavoces y herederos de la zona roja en la España actual, y parece mentira que tengamos que detectar todavía tan absurdos rencores, pero por desgracia son reales en la España reconciliada. Hay, como digo, indicios serios sobre esa actividad, que algún día esperamos documentar debidamente. Jesús Salas Larrazábal, notable investigador de la aviación e ingeniero militar aeronáutico, que ha estudiado en varias publicaciones aspectos monográficos de la guerra española, apunta en su libro La guerra de España desde el aire que el ingeniero español envió varios aviones (además del Dragón que trajo a Franco hasta Tetuán desde Canarias) gracias a sus relaciones aeronáuticas en Inglaterra. Sin embargo la referencia más interesante es la del almirante Juan Cervera, jefe del Estado mayor de la Armada en el Cuartel General del Generalísimo desde mediados de octubre de 1936. En sus Memorias de guerra el almirante llama a Juan de la Cierva Codorniu «nuestro gran agente en Alemania» e informa de que le fue asociado un teniente coronel de Ingenieros de la Armada, Augusto Miranda, en sus trabajos, que se referían a la compra de armas, al espionaje y contraespionaje y al envío de diversos suministros militares; por ejemplo, carbón para los barcos de la España nacional y pólvora para el crucero Baleares, que se preparaba para navegar en el arsenal de El Ferrol. Al lamentar su pérdida, el almirante Cervera llama al inventor del autogiro «agente de prestigio que sirvió a la Marina, con afán y competencia». Juan de la Cierva tuvo muchísimo cuidado en mantener sus actividades en secreto total, para no perjudicar a su padre y a su hermano, que como dije se habían refugiado con sus familias en la legación de Noruega en Madrid. Doña María Codorniu, madre del inventor, y su nieta Pilar, hermana mayor de quien esto escribe, lograron huir en avión desde Barajas, pero Ricardo de la Cierva Codorniu fue detenido allí y encarcelado por el director general de Seguridad Muñoz (luego capturado y fusilado en la posguerra), sin que los esfuerzos de Indalecio Prieto y el doctor Juan Negrín pudieran conseguir la liberación del hijo menor de don Juan, fusilado en Paracuellos por decisión de comunistas e inspiración de los agentes soviéticos en Madrid el 7 de noviembre de 1936. Don Juan de la Cierva Peñafiel pudo regresar a la legación de Noruega, donde murió, privado de su medicación antidiabética, en 1938, sin conocer la muerte de sus dos hilos. Una tragedia que destruyó a una familia dentro de la general tragedia española.
El3 de diciembre de 1936 Juan de la Cierva Codorniu condujo a su familia desde el sur de Francia a San Sebastián, incorporado a la zona nacional desde el 13 de setiembre, y al día siguiente salió para Londres. A primeros de diciembre preparaba un viaje a Checoslovaquia y Alemania, dentro de sus misiones secretas encargadas por el Cuartel General. Precisamente por entonces Alemania compraba a veces armamento en Checoslovaquia para enviarlo a la España nacional. La primera escala del vuelo que se emprendería en un seguro avión americano de la línea KLM, un Douglas DC-2, era Amsterdam, en Holanda. El 9 de diciembre, pese a la niebla que amenazaba al aeródromo de Croydon, donde Juan de l a Cierva había probado antaño al autogiro, el DC-2 se elevó a las diez y media de la mañana. Casi inmediatamente se estrelló contra una casa vacía; la azafata saltó milagrosamente y salvó la vida, así como otro de los pasajeros, gravemente herido. Los demás, incluidos Juan de la Cierva y el piloto, perecieron en la bola de fuego que se produjo al capotar y chocar el avión. Una circunstancia que Juan de la Cierva había tratado de evitar casi desde su adolescencia mediante su invento.
La reina Victoria Eugenia de España asistió al día siguiente al funeral por el inventor español en Londres. El 29 de octubre de 1944 sus restos regresaron a Madrid y en 1954 fue concedido a su memoria el condado de la Cierva, con expresa mención en el decreto a la figura histórica de su padre, don Juan de la Cierva y Peñafiel. Del matrimonio de Juan de la Cierva y María Luisa Gómez Acebo nacieron seis hilos. Juan, el mayor, ingeniero aeronáutico militar, que había heredado, según quienes le trataron, el talento de su padre, murió joven, a poco de terminar su carrera. Jaime es hoy el conde de La Cierva y vive en Murcia. Luis, ingeniero de caminos, como su padre, se negó siempre a ostentar puestos importantes y prefirió una vida silenciosa de trabajo en Murcia, donde acaba de morir. Mercedes, que soñaba con ser secretaria de su padre, murió muy joven en 1952. Ana María, muy inteligente y bella, viuda del eminente doctor Cabello, vive hoy en Santander. Carlos, el menor, brillante ingeniero aeronáutico, murió en 1930, víctima de un accidente de circulación aparentemente menor. Una nueva generación de nietos del inventor permite esperar que la semilla de sus grandes servicios a España y a la ciencia española no esté llamada a extinguirse.
Los autogiros se utilizaron modesta pero efectivamente durante la segunda guerra mundial sobre todo para calibrar las vitales instalaciones de radar, pero la trágica ausencia del inventor frenó y paralizó el desarrollo de su invento, que con toda seguridad hubiera sobrevivido y evolucionado con él a los mandos. De momento algunos fabricantes de autogiros, como Focke, y algunos constructores aeronáuticos que conocían perfectamente el invento de Juan de la Cierva, como Sikorski, lograron el rápido predominio del helicóptero a partir del gran éxito de Focke en 1937, al año siguiente de morir Juan de la Cierva, que había confiado a su mujer varias veces su proyecto de construir un helicóptero. El de Focke logró aterrizar en 1937 a motor parado; es decir, que se comportó en su descenso como un autogiro clásico. Al fin de la segunda guerra mundial el helicóptero había desplazado al autogiro, que ya no se construía más, pero Sikorski, para ahorrarse problemas, adquirió las licencias de la compañía americana del autogiro, varias docenas de patentes. Los últimos autogiros se utilizaron también con buenos resultados en la detección de submarinos alemanes en torno al Reino Unido durante la guerra. Los equipos de Juan de la Cierva se dispersaron. El general Emilio Herrera, que durante la República había conspirado contra la República en Acción Española, junto a su admirado Juan de l a Cierva, se quedó luego en el bando republicano y llegó a simbólico presidente de la República en el exilio, aunque era monárquico. Los pilotos del autogiro se dividieron: Ureña y Lecea con los nacionales; Spencer, que era de derechas, con el Frente Popular.
En total, hasta la muerte del inventor, se habían construido unos cuatrocientos autogiros. Pero en los años sesenta y setenta el autogiro resucitó. La edición 73-74 del catálogo Jane sobre aeronaves del mundo se refería a veinte tipos diferentes de autogiros en servicio, casi siempre muy pequeños, aunque el Fairy Rotodyne, de 1957, era un heliautogiro gigante de quince toneladas, capaz de avanzar a más de trescientos kilómetros por hora, como había predicho Juan de la Cierva.
En sus últimos meses de actividad aeronáutica, el ingeniero español había realizado su último trabajo teórico sobre el stress en las palas del autogiro. La colección de sus papeles científicos e inéditos fue entregada por su viuda a la Biblioteca Nacional de Madrid, donde se conservan en caja fuerte. El inventor vivió lo suficiente para interesarse por los primeros avances de la televisión desde que su amigo Guillermo Marconi le regalara un receptor elemental. Su compañía americana había logrado un prototipo fiable de autogiro-automóvil capaz de andar por una carretera normal con aspas plegadas y luego elevar el vuelo con facilidad en un posible atasco; a Juan de la Cierva le ilusionaba muchísimo este proyecto del que nos hablaba en familia y sobre el que se proponía trabajar a fondo cuando su deber patriótico le impulsó a entregarse a la causa nacional contra el Frente Popular. Su nombre seguirá siempre vinculado a la historia de la aviación y de la ciencia y técnica aeronáutica. Ni en su patria ni en su familia, ni en la memoria científica universal se han desvanecido su recuerdo, su ejemplo y sus contribuciones.