VI. EL PROBLEMA VASCO NACIÓ HACE VEINTE SIGLOS

LOS BAGAUDAS ATACAN DE NUEVO

El primer historiador español del siglo XX, profesor Claudia Sánchez-Albornoz, y el antropólogo y académico —eminente, pesimista y cascarrabias— Julio Caro Baroja ofrecen algunas discrepancias sobre el origen de los vascos. Sánchez-Albornoz, con su inmensa autoridad y su inmensa investigación detrás, opina que los vascos se romanizaron en Na,·arra, pero se quedaron en gran parte sin romanizar en la que por ellos se llamó depresión vasca, hoy Provincias Vascongadas: lo cual empieza a explicar la diferencia de comportamientos entre vascos y navarros, pese a venir del mismo tronco —los vascones— a lo largo de la Historia siguiente. Con razones que parecen más bien sentimentales, Caro Baroja no comparte esta tesis del todo, pero sin insistir demasiado; y Sánchez-Albornoz, con gran estima por don Julio, le vuelve sus argumentos con maestría y convicción. Me quedo pues, para este importantísimo capítulo de la protohistoria y la historia española, con la tesis de don Claudio.

Octavio César Augusto y su fiel general Agripa creyeron haber terminado con la persistente rebeldía del norte de Hispania —la franja cantábrica— tras domeñar a los astures, a los cántabros y a Los vascones, que se habían mantenido independientes en sus montañas durante los doscientos años de presencia y conquista romana en la península occidental. Augusto vino a Hispania para pregonar su decisión de completar la conquista del norte, dirigió su primera fase personalmente y encargó a Agripa su remate. Los dos creyeron sinceramente haber liquidado esa rebeldía en el año 14 antes de Cristo y por ello, con todo el orbe en paz, cerraron el templo de Jano a orillas del Tíber. El primer grito triunfal de domuit vascones (dominó a los vascos) se había inscrito en la Historia. Pero no resultó verdad. Los vascones de Navarra sí que aceptaron la civilización y se romanizaron a fondo sin renegar por ello de su sangre. Pero los habitantes de los valles más escarpados y remotos mantuvieron orgullosamente su independencia en espera de tiempos mejores donde pudieran demostrarla. Llegaron tales tiempos cuando, a impulsos de los bárbaros del norte empezó a cuartearse y a vacilar el poder de Roma y la unidad de la Hispania romana. Mal precedente; los vascos rebeldes se agitan cuando Hispania entra en crisis. Ya empezaba a suceder así a fines del siglo IV d. C. cuando se avecinaba la invasión de los bárbaros, y a lo largo de todo el siglo V, cuando se iba produciendo, por sucesivas oleadas, esa invasión de los pueblos del norte, presionados a su vez por los que pugnaban para abrirse camino desde las estepas asiáticas. En aquella época caótica las provincias romanas al sur y al norte de los Pirineos experimentaron las terroríficas incursiones de los bagaudas, bandas armadas muy nutridas que asolaban los campos, asaltaban las ciudades y sembraban la anarquía en los valles del Ebro y del Garona. Como ha establecido Sánchez-Albornoz los bagaudas, cuyo recuerdo trágico perdura durante toda la Alta Edad Media, no eran sino los mismísimos vascones, cuyo territorio, más o menos coincidente con la Navarra actual, hervía entonces por las agresiones de los suevos, los godos y las últimas tropas romanas reclutadas en Hispania. Ante la nueva situación los vascones, liberados del temor romano con otro temor más fuerte e impreciso —los bárbaros— reaccionaron en dos sentidos. Unos, los bagaudas, se lanzaron desesperadamente a la depredación de los territorios romanos más próximos. «Durante siglo y medio, pues —dice el maestro—, los vascones vivieron a su arbitrio, sin más ley que su capricho». Otros grupos vascones, los que hoy llamamos propiamente vascos, se lanzaron en dirección opuesta, contra los estrechos valles de la depresión poblada por otros pueblos mal romanizados, los várdulos, los caristios y los autrigones. Allí se fueron asentando los vascones y el país se fue llamando desde entonces País Vasco. Allí quedaron encerrados en sus montañas donde quedó truncado e interrumpido su anterior proceso de romanización; «por eso —concluye don Claudia— me parece seguro que quienes hoy se llaman vascos no son, mal que les pese, sino españoles todavía no romanizados de manera integral». Ésta sería pues la diferencia radical entre vascos y navarros: los navarros completaron su romanización, los vascos mucho menos. Y la aparición del nacionalismo vasco a fines del siglo XIX —tan repentina, sin apenas obertura cultural previa como la del nacionalismo catalán— demuestra, en nuestros días, que una parte de los vascos parece decidida a revivir, tantos siglos después, la tradición bagauda.

Asentado por fin en Hispania el poder centralizador de los visigodos, que consideraban el sur de las Galias —la vertiente norte del Pirineo— como su territorio propio al oriente —la Septimania— o por lo menos como su hinterland al occidente —la Gascuña—, los reyes de Toledo, cuyas huestes germánicas entraban en simbiosis cada vez más profunda con los hispanorromanos, sintieron la necesidad de liquidar las resistencias peninsulares que se oponían a su dominio; terminaron con los suevos en el noroeste y proclamaron también, repetidas veces, su victoria definitiva contra los vascos. Lograron reprimir relativamente las incursiones de los bagaudas, que trataban de prolongar contra los visigodos su estrategia de bandas terroristas que tan buen resultado les había dado durante la agonía del imperio romano. Los reyes de Toledo, sobre todo el gran Leovigildo, proclamaron también su domuit vascones que nunca resultó cierto; los esfuerzos de la Iglesia por llevar el cristianismo —y la romanización— a los valles de la antigua Vardulia —la depresión vasca— no cuajaron, mientras se consumaba la romanización de los vascones de Navarra, cuya capital no llevaba en vano un insigne nombre de Roma, Pampaeluna, Pamplona, la Ciudad de Pompeyo. La prueba del fracaso es que don Rodrigo, el último de los reyes godos, llegó tarde y mal a la batalla decisiva del Guadalete porque estaba empeñado en la enésima campaña toledana contra los vascos. Luego, en la nueva y espantosa confusión de la conquista musulmana, los vascos no opusieron una resistencia semejante a la de los astures y los cántabros, que acabaron por redimirles del yugo islámico; pero en cambio el ala vasca occidental, hombro a hombro con los cántabros, sí que saltó tras la cruz desde sus montañas para crear, en las llanuras primordiales de la Bureba, ese milagro histórico llamado Castilla. Vasconia —repite mil veces Sánchez-Albornoz— es la madre de Castilla; es, por lo tanto, la abuela de España. Tal servicio histórico prestaban a Occidente los vascos de la depresión mientras sus hermanos, los vascones romanizados de Pampaeluna, lograban, por caminos diferentes, otro milagro, el de Navarra. Castilla y Navarra, pues, esas dos formidables y profundas claves de España, son esencialmente la gran obra de los vascos en los albores de la Alta Edad Media.

EL HORIZONTE VASCO SE LLAMA ESPAÑA

Nada tiene de particular, por lo tanto, que desde entonces —cuando nacía la Alta Edad Media— la historia de los vascos se inserte en la historia de Castilla que ellos fundaron al descender de sus montañas y reencontrar, en su camino, la plenitud de la huella romana ya cristianizada. Lo que no había nacido entonces, y tardaría un montón de siglos, es esa entelequia llamada Euskadi, inventada al margen de la historia real a fines del siglo XIX. Nada tiene de particular que Vizcaya se uniera a Castilla, voluntariamente y para siempre, en 1150; ya era, desde varios siglos antes, la fuente de Castilla y en el siglo XII no hizo sino reconocer su cauce. Lo que existía antes no era Euskadi sino las provincias vascongadas embrionarias que fueron incorporadas durante treinta y un años (1004-1035) a la corona navarra de Sancho el Mayor, que por cierto se tituló primer rey de España. Se mantuvo, cada vez con más tensiones, la unión no a Navarra sino a su rey hasta 1076. Los separatistas vascos, obsesionados con anexionarse a Navarra, claman por una existencia común milenaria: pero de mil años juntos, nada.

Tras la unión voluntaria de Vizcaya a Castilla, Guipúzcoa hizo, por su cuenta, exactamente lo mismo —para no volver a la dependencia de Navarra— en el año 1200; desde entonces la figura de Alfonso VIII de Castilla se incluye en el escudo de Guipúzcoa. Vitoria, guarnecida por tropas de Navarra, resistió; pero la cofradía de Arriaga, primer núcleo políticosocial de la provincia alavesa, se incorporó a Castilla en 1332 mediante un pacto libre con el rey Alfonso XI. Las provincias vascas se agregaron, pues, pacífica, voluntaria y separadamente al reino de Castilla para siempre; y la Corona les reconoció y renovó sus fueros y libertades. Navarra siguió, como veremos, un camino enteramente distinto.

Incorporadas libremente a Castilla las provincias vascongadas, que ni antes ni después de la incorporación formaron entre sí unidad política, ni siquiera regional, vivieron, a través de Castilla, la vida y el horizonte de España. Su historia es la gran historia de España; sus hombres fueron secretarios de reyes, administradores del Estado, conquistadores del mundo —Legazpi, Elcano, Urdaneta— y apóstoles de una fe católica y española, es decir, universal, como lo muestra el más excelso de todos ellos, Íñigo de Loyola. Refugiada en los caseríos la nobilísima y ancestral lengua vasca, reliquia de la protohistoria, creada para hablar con Dios y con la naturaleza, dejaba paso a la lengua y la cultura universal de Castilla. La lengua castellana, oral y escrita, nació como un manantial a la misma orilla del País Vasco, por los tiempos en que Vasconia se incorporaba a Castilla; y desde los hermanos Elhuyar —los colosales científicos de la Ilustración— al titán del siglo XX, Miguel de Unamuno, no se podría escribir sin nombres vascos la historia de la ciencia ni de la cultura españolas. El problema vasco, que había nacido hace dos mil años, dejó por lo tanto de existir gradualmente entre los siglos XII y XIV; y se diluyó en una nueva pax hispanica, mucho más gloriosa y real que la de la Hispania romana, durante una etapa fecunda que corre, según cada una de las tres provincias, de cinco a siete siglos.

Los vascos, que habían contribuido como una sucesión de torrentes y remansos a la vida de la España bajomedieval y moderna, al ser de América, a la Ilustración española y americana, sintieron el patriotismo español durante los tres primeros cuartos del siglo XIX con la misma intensidad que los catalanes. Lucharon bravamente por España contra Francia en la guerra de la Convención, de 1793 a 1795, y en la guerra de la Independencia. Contribuyeron con su sangre al esfuerzo trágico de Trafalgar al comenzar el siglo XIX, como lo habían hecho en la Armada Invencible a fines del siglo XVI. Fueron pieza clave para la modernización borbónica de la América española y sus diputados en las Cortes de Cádiz no plantearon la más mínima reivindicación autonomista ni siquiera foralista. Durante todo el reinado de Fernando VII, es decir hasta 1833, no existió en España el problema vasco.

Al conocerse la muerte de Fernando VII a principios de octubre de 1833 se alzaron en armas los carlistas, que seguían al hermano del rey, don Carlos María Isidro; pero el alzamiento no estalló solamente en el País Vasco, sino en media España, tras el grito de insurrección que brotó en Talavera de la Reina. El alzamiento fue absolutista, no foralista; la España del Antiguo Régimen se sublevó contra la España que se abría, por el liberalismo, a los tiempos nuevos. Nadie habló de momento sobre fueros y mucho menos de soberanía. En la primera guerra carlista, donde no se luchaba sólo en el País Vasco, sino también en Cataluña, y en el Maestrazgo, y en Navarra, y en Castilla, y ocasionalmente en toda España, sin excluir las vaguadas que morían a las puertas de Madrid, no se combatía en el campo carlista por la soberanía del país vasco, sino por una versión distinta de la soberanía española. De nación vasca, nacionalismo, Euskadi, ikurriñas y demás inventos posteriores, nada de nada.

REBROTA EL PROBLEMA VASCO EN EL SIGLO XIX

Durante el curso de la primera guerra carlista, y no a su planteamiento ni estallido, el pretendiente don Carlos María Isidro empuñó la bandera de los Fueros para el País Vasco y para Navarra; pero conviene aclarar que en el campo contrario, el de los liberales, floreció también de forma paralela y ardorosa la reivindicación foral. Como ha definido profundamente el profesor vasco Vicente Palacio Atard, que continúa la lealtad española de los grandes intelectuales vascos de todos los tiempos, el régimen foral era una forma de gobierno autonómico, más oligárquico que democrático, diferente para cada una de las provincias y con plena sujeción a la autoridad real. La justicia se administraba por jueces propios, sometidos a la instancia superior en la chancillería de Valladolid; las provincias estaban relativamente exentas del régimen fiscal y del servicio militar que, para caso de guerra, debería cumplirse dentro del territorio provincial.

Al terminar la primera guerra carlista con la capitulación de Vergara, el general vencedor, Espartero, se comprometió a recomendar a las Cortes «la concesión o modificación» de los fueros vascos en cuanto resultaran compatibles con la Constitución. Así lo declaró la ley de 1839, que confirmó, en efecto, los fueros de las provincias vascas y de Navarra, pero con sometimiento a la Constitución y dejando abierto el camino a modificaciones. En esta ley vieron después —y siguen viendo hoy— los nacionalistas vascos (que en 1839 no existían) el principio del fin de su autonomía tradicional (lo que es absolutamente falso) y por eso reivindican hoy el retorno a la situación de 1839.

Pero el problema vasco no empezó entonces, ni poco después cuando Espartero, en 1841, desmanteló el régimen foral que los moderados restituyeron en 1844. El problema vasco, dormido desde los siglos XII y XIV, rebrotó con enorme fuerza después de la tercera guerra carlista, saldada con la victoria de los liberales alfonsinos en 1876, bajo el rey Alfonso XII y el mando político de Cánovas, el gran estadista liberal-conservador, cuando en toda España se producía una terrible oleada de antivasquismo por la participación de las Provincias en esa guerra sangrienta. En julio de ese año, y como represalia política, Cánovas suprimía abruptamente los fueros de las provincias vascas aunque mantendría en buena parte sus privilegios fiscales gracias a la fórmula de los conciertos económicos. En las provincias vascas se generó una profunda reacción contra lo que se consideraba arbitrariedad antihistórica del gobierno liberal; y de esa protesta nació el nacionalismo vasco, con matiz intensamente separatista {lo que no había sucedido inicialmente en el caso catalán), impulsado por el catolicismo de cruzada integrista —contra el liberalismo anticlerical— y por el foralismo llevado a extremos que le desbordaban. Para nada tuvieron en cuenta los nacionalistas vascos la existencia de un liberalismo templado y conciliable con el catolicismo, como era el de los liberal-conservadores españoles, a quienes la Santa Sede aprobaba expresamente. Los dos ideales del nuevo nacionalismo vasco, que nacía con un profundo resentimiento antiespañol, se concretaron en la fórmula Dios y leyes viejas que tomó por lema el fundador del movimiento, Sabino Arana Goiri, nacido en 1865 dentro de una familia carlista vizcaína, y converso súbitamente al nacionalismo separatista en 1892 cuando vio claro que Bizkaia no es España y que por tanto era necesario romper con ella. Tras una estancia en Barcelona, donde se impregnó de las orientaciones catalanistas, regresó a Bilbao y proclamó sus ideas tras una merienda entre amigos en 1890, donde fue calificado de loco y visionario. Lo era. En 1898 felicitó al presidente de Estados Unidos, MacKinley, por su victoria contra España en la guerra del Caribe y las Filipinas; fue por ello a la cárcel. Experimentó un nuevo vuelco ideológico al final de su vida y recomendó tajantemente a sus adeptos: «Hay que hacerse españolista». Pero ya estaba sembrado el mal, y casi nadie le hizo caso. Dejó inventada la palabra Euzkadi y la bandera de su partido, el Partido Nacionalista Vasco, bicrucífera e inspirada en la británica.

El nacionalismo vasco, por tanto, aunque posterior al catalán e inspirado por él, ofrece diferencias muy importantes que conviene concretar. En los orígenes el nacionalismo vasco carece prácticamente del componente cultural que alimentó decisivamente al catalanismo político, y que luego le sirvió, hasta hoy mismo, de coartada. El nacionalismo catalán es moderado y puede admitir la unidad de España, aunque con reticencias; nace de una exacerbación del regionalismo. En cambio el nacionalismo vasco es abruptamente separatista en su mismo origen. El nacionalismo catalán es pactista; el vasco, radicalmente excluyente, y cuando llega a establecer pactos todo lo subordina a su obsesión separatista, y por eso los concierta mejor con la izquierda que con sus afines de la derecha nacional española. El nacionalismo catalán es europeizante; el vasco se identifica con el racismo más anacrónico y grosero. El tradicionalismo religioso es una de las corrientes del catalanismo, atemperada por otra corriente liberal; pero el nacionalismo vasco es, en origen, no solamente clerical sino teocrático y proviene de una degradación del carlismo. El nacionalismo catalán se apoya en una escuela primero romántica y luego científica de historiadores; el nacionalismo vasco, que no tuvo historiadores, luego los improvisó desde sus prejuicios o se los pidió prestados al marxismo.

LA DOCTRINA DE UN LUNÁTICO: SABINO ARANA

La doctrina del fundador, Sabino Arana, es un conjunto de despropósitos que avergonzaría a conciencias histórico-políticas mejor romanizadas, pero que nunca se ha criticado en serio desde las filas nacionalistas. En 1932 se editó en Bilbao, para las bodas de oro del PNV, una antología de su pensamiento titulada Sabino Arana Goiri. De su alma y de su pluma (talleres E. Verdes, Coro 9, 320 páginas) en forma de genialidades numeradas, entre las que escogemos las siguientes:

«5. Anti liberal y anti español es lo que todo bizkaíno debe ser, según el lema de Dios y Leyes Viejas.

»31. El nacionalismo asegura, como es sabido, la independencia absoluta del pueblo vasco.

»39. Al gobierno de Madrid ningún buen bizkaíno le llama gobierno central, sino gobierno de la nación dominadora.

»50. El fuerista, para serlo en realidad de verdad, ha de ser necesariamente separatista.

»56. Los catalanes quisieran que no sólo ellos, sino también todos los demás españoles establecidos en su región, hablasen catalán; para nosotros, sería la ruina que los maketos establecidos en nuestro territorio hablasen euzkera.

»77. ¡Ya lo sabéis, euzkaldunes, para amar el euzkera tenéis que odiar a España!

»111. La boina, al menos la bizkaína, y la corona son esencialmente incompatibles; la palabra rey repugna en el lema de un partido bizkaíno.

»129. Tanto nosotros podemos esperar más de cerca nuestro triunfo cuanto España esté más postrada y arruinada.

»186. No el hablar éste o el otro idioma, sino la diferencia del lenguaje es el gran medio de preservarnos del contagio de los españoles y evitar el contagio de las dos razas. Si nuestros invasores aprendieran el euzkera tendríamos que abandonar éste, archivando cuidadosamente su gramática y su diccionario, y dedicarnos a hablar el ruso, el noruego o cualquier otro idioma desconocido para ellos, mientras estuviésemos sujetos a su dominio.

»196. Si a esta nación latina la viésemos despedazada por una conflagración intestina o una guerra internacional, nosotros lo celebraríamos con fruición y verdadero júbilo, así como pesaría sobre nosotros como la mayor de las desdichas, como agobia y aflige el náufrago el no divisar en el horizonte ni costa ni embarcación, el que España prosperara y se engrandeciera.

»212. Es preciso aislarnos de los maketos en todos los órdenes de la vida. De otro modo aquí en esta tierra que pisamos no es posible trabajar por la gloria de Dios.

»376. Gran daño hacen a la Patria cien euzkaldunes que no saben euzkera. Mayor es el que hace un solo maketo que lo sepa».

Éstas son las «ideas» de Sabino Arana Goiri, fundador del nacionalismo vasco. Un pobre lunático, hirsuto y cavernario, racista empedernido, ignorante cabal (como él mismo reconocía al confesar su alergia a los libros) y no digo anacrónico porque tales «ideas» no se refieren a tiempo alguno anterior, ni siquiera al paleolítico. Pero antes de meditar o negociar, es decir, usar la razón sobre el problema vasco, conviene conocer y valorar esta espantosa carga de irracionalidad, esta dramática falta de romanización en el pensamiento profundo del inspirador. Después hablamos, después de ahondar en el punto 194 del ideario citado, el más alucinante y revelador:

«Nosotros odiamos a España con toda nuestra alma, mientras tenga oprimida a nuestra Patria con las cadenas de esta vitanda esclavitud. No hay odio que sea proporcionado a la enorme injusticia que con nosotros ha consumado el hijo del romano. No hay odio con que puedan pagarse los innumerables años de su dominación».

Eso es el PNV en su origen; un estallido de odio contra España, y más al fondo, contra Roma. Un rugido de la caverna prehistórica que creyó domeñar Octavio César Augusto.

PNV Y ETA: EL MISMO TRONCO, EL MISMO FIN

Como hemos visto en la propia biografía de Sabino Arana Goiri, el nacionalismo vasco nació bífido; a partir de una fuente separatista luego discurrió por dos corrientes paralelas, una más radical y prehistórica, otra más contemporizadora y realista. Pero siempre las dos corrientes han tendido al mismo fin: la independencia del País Vasco. Desde los primeros años sesenta las dos corrientes eran el PNV clásico, aparentemente moderado, y la banda terrorista ETA, que nació de las juventudes del PNV en un caldo de cultivo clerical, para no desmentir la tradición del movimiento, y que sirvió, desde la subversión, a los mismos fines del nacionalismo. La tendencia a la bifurcación se nota en el mismo seno de cada corriente. La propia ETA ha ido experimentando disensiones internas que han dado origen a sus diversas ramas; la disensión más famosa, ya cuando apuntaba la transición, fue entre ETA V Asamblea, político militar, y ETA VI, llamada ETA militar. Cuando una rama de la ETA trata de dialogar, aparece otra rama irreductible que prosigue la guerra subversiva y que se revuelve contra los dialogantes; ahí están los asesinatos íntimos de Pertur y de Yoyes. Dentro del PNV se nota también esa tendencia a la bifurcación, pero con mantenimiento del mismo objetivo final, la independencia, para las dos nuevas corrientes. La escisión de Eusko Alkartasuna, el grupo de Garaicoechea, más radical, secularizado y socialdemócrata, más separatista que el PNV dirigido por Arzallus y Ardanza, cuyo separatismo es idéntico, pero más posibilista y con velocidad más moderada, ya se había prefigurado en épocas anteriores a través de escisiones semejantes. El que hemos llamado caldo de cultivo separatista, el ambiente que conserva el horizonte común a todas las ramas, escisiones y corrientes nacionalistas, las radicales y las moderadas, es siempre el mismo: el sector separatista de la Iglesia católica en el País Vasco, con la complicidad de una parte minoritaria del clero navarro. Por Iglesia entendemos el clero secular, los religiosos y, desde los nombrados después de l a muerte del general Franco, también los obispos de la región.

Nacido, pues, a fines del siglo XIX en torno al desastre colonial de España, como una degradación del carlismo y el fuerismo frustrados, con un extraño impulso racista y una inspiración clerical y antiliberal que sólo puede considerarse como teocrática, el Partido Nacionalista Vasco, siempre en minoría, coexistió en las tres provincias con las demás fuerzas políticas regionales (el carlismo, que siempre fue una exaltación de españolismo genuino) y nacionales: el conjunto liberal-conservador, apoyado por la clase dirigente y por casi toda la prensa del País Vasco, y el Partido Socialista, que nace allí con fuerza antes de acabar el siglo anterior al convertirse la región en un importante foco industrial y financiero en el ambiente favorable de la Restauración. Poco a poco el PNV —que había surgido en medios rurales dominados por la influencia del clero carlista— se va urbanizando, penetra en las ciudades y en las clases medias e incluso en la alta burguesía industrial. Pero las grandes figuras vascas del siglo XX son, de acuerdo con la mejor tradición vasca, grandes figuras de España. Indalecio Prieto, Dolores Ibárruri, Ramiro de Maeztu, José María de Areilza, Antonio Oriol, Marcelino Oreja, en la política; Miguel de Unamuno, el mismo Maeztu, Ramón de Basterra, Gregorio Balparda, los Baroja, Vicente Palacio Atard, en la cultura; Zuloaga, Zubiaurre, Salaverría y Chillida, en las artes; más toda una pléyade de financieros, capitanes de industria, empresarios y religiosos que llenaría páginas enteras, sin olvidar las grandes figuras nacionales del periodismo vasco de nuestro siglo, que ha historiado Alfonso Carlos Saiz Valdivieso. La nómina separatista en todos estos terrenos de la vida pública —política, social, cultural— resulta mucho más reducida y discutible, excepto en el terreno futbolístico, donde resiste cierta comparación.

LOS NACIONALISTAS CON EL FRENTE POPULAR

Al llegar la segunda República el nacionalismo vasco, conmovido por un viento de sensatez, se unió a sus aliados ideológicos naturales, los tradicionalistas y los católicos de la derecha regional, y cooperó con ellos en una activa minoría parlamentaria vasconavarra. Pero no cejó en su empeño separatista, que acabaría por separarlo violentamente de ellos.

El dirigente principal del PNV durante la República fue José Antonio de Aguirre y Lecube, antiguo futbolista, abogado y alcalde de la ría, miembro de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y perteneciente al ala moderada del PNV que se venía oponiendo, desde las décadas anteriores, a los separatistas duros o sabinianos según el citado esquema de corrientes internas. Bajo la dirección de Aguirre el PNV se empeñó en un proyecto de Estatuto que contemplaba —manes de la teocracia— la posibilidad de que el País Vasco pudiera pactar separadamente un concordato con la Santa Sede para liberarse del anticlericalismo sectario de la República. Pero primero Navarra y luego Álava se fueron desenganchando del Estatuto, que en vísperas de la guerra civil sólo estaba respaldado por la influencia nacionalista en Vizcaya y en Guipúzcoa. Obsesionados con su autonomía, Aguirre y sus colaboradores cayeron a fines de 1935 en una aberración antihistórica: rompieron con sus afines de la derecha católica y se orientaron a la alianza con el Frente Popular, en cuyo bando combatieron, contra la mitad de los propios vascos y la casi totalidad de los navarros, en la guerra civil española. En ella los soldados separatistas, los gudaris, lucharon con igual valor, pero con menos moral y eficacia, que los tercios vascos de requetés y las brigadas de Navarra, quienes por fin lograron la victoria en esa cuarta guerra carlista que fue, parcial pero realmente, la guerra civil de 1936. Un tercio vasco de requetés custodió la Casa de Juntas y el Árbol de Guernica, la ciudad simbólica destruida (con sus símbolos intactos) por el famoso bombardeo alemán en abril de 1937. Desde el otoño anterior el Frente Popular había concedido a sus aliados separatistas el Estatuto, que Aguirre, primer lendakari, y comandante en jefe del ejército vasco, violó cuantas veces quiso en sentido separatista flagrante. Su Gobierno desencadenó una colosal campaña de intoxicación a propósito del bombardeo de Guernica —con la colaboración de Pablo Picasso que compuso un famoso cartelón para el empeño—, el clero separatista exaltado y de un corresponsal británico tan apasionado como mendaz. Que nada pudieron hacer para evitar que las brigadas de Navarra perforasen el cinturón de hierro de Bilbao y ocupasen la ciudad y la ría, donde gracias a la sensatez de los batallones separatistas vascos en abierta cooperación con los vencedores se pudo evitar la destrucción de tierra quemada que había ordenado el Frente Popular. La propaganda del derrotado gobierno vasco arrastró, sin embargo, a un influyente comando de escritores católicos franceses —Maritain, Mauriac, Bernanos, Mounier— a abominar de la cruzada de Franco, contra la opinión de la Iglesia universal, que se alineó con la causa de los nacionales después de la Carta Colectiva del Episcopado español publicada el 1 de julio de 1937. Habían fracasado las negociaciones inspiradas por el Vaticano entre los nacionalistas vascos y la España nacional. Durante la primera irrupción de las tropas de Mola, a fines del verano de 1936, las vanguardias habían fusilado a dieciséis eclesiásticos nacionalistas, pero una gestión del cardenal Gomá ante el general Franco frenó —cuando Franco ya había accedido al poder— las ejecuciones.

LOS CLÉRIGOS FUSILADOS EN LA GUERRA CIVIL: UNA MITOLOGÍA

Sobre esas dieciséis víctimas, sin embargo, se ha montado una tenacísima campaña de propaganda que ha llegado a nuestros días, y que conviene desarticular de una vez a la luz de la Historia. El Diario Vasco, de San Sebastián, publicó el 19 de abril de 1987 las esquelas con los cincuenta y ocho sacerdotes y religiosos fusilados por el Frente Popular durante su dominio en el País Vasco durante la guerra civil; algunos de ellos pertenecían al propio PNV. Las ejecuciones se produjeron entre el 24 de julio de 1936 y el 14 de junio de 1937 en las mismas vísperas de la caída de Bilbao, tras la que los nacionales no ejecutaron a un solo clérigo, como no lo habían hecho prácticamente en todo el año 1937. Conviene reproducir estas listas, que han terminado definitivamente con esa campaña de propaganda absurda.

Rogad a Dios en caridad por las almas de los sacerdotes y religiosos que sufrieron el martirio por su condición sacerdotal en Álava, Guipúzcoa y Vizcaya entre el 24 de julio de 1936 y el 14 de junio de 1937.

D. CARLOS ACHA ALDECOA (ecónomo de Albizu) † en Bilbao, el 4-1-1937

D. ZOILO AGUIRRE ELORDUY (adscrito a Sestao) † en Bilbao, el 4-1-1937

D. ANDRÉS AGUIRRE RESPALDIZA (adscrito a Lezama) † en Bilbao, el 2-10-1936

D. LOSE MARÍA ALCIBAR GOROSTOLA (coadjutor de Llodio) † en Areta, el 24-7-1936

D. VICTOR ALEGRÍA URIARTE (ecónomo de Maroño) † en Bilbao, el 2-10-1936

D. MARTÍN ATIUARANA LANDAJO (coadjutor de Baracaldo) † en Bilbao, el 2-10-1936

D. ÁNGEL ALLENDE CASTAÑOS (coadjutor de Güeñes) † en Bilbao, el 4-1-1937

D. FAUSTINO ARMENTIA AGUADO (coadjutor de Valmaseda) † en Bilbao, el 2-10-1936

D. FIDEL ARRIEN GUEREQUIZ (ecónomo de Olarte-Orozco) † en Bilbao, el 4-1-1937

D. BENITO ATUCHA AGUIRRELECEAGA (párroco de Ceanuri) † en Ceanuri el 7-4-1937

San Sebastián, 19 de abril de 1987

Rogad a Dios en caridad por las almas de los sacerdotes y religiosos que sufrieron el martirio por su condición sacerdotal en Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, entre el 24 de julio de 1936 y el 14 de junio de 1937.

D. MIGUEL MARÍA AYESTARAN URANGA (coadjutor de lrún) † en Fuenterrabía, el 5-9-1936

D. JUAN ANTONIO AZPIRI IRIONDO (coadjutor de Eibar) † en Bilbao, el 4-1-1937

D. FÉLIX BASOZABAL ARRUZAZABALA (coadjutor de Ortuella) † en Bilbao, el 4-1-1937

HERMANO TOMAS BERMEJO (agustino) † en Busturia, el 26-4-1936

PADRE VICENTE CABANES (capuchino) † en Bilbao, el 30-8-1936

HERMANO LOSE ELIGIO CALLEJA (camilo) † en Bilbao, el 4-1-1937

D. FRANCISCO CARRERE AZCARRETA (adscrito al Buen Pastor) † en Bilbao, el 4-1-1937

PADRE DOMINGO GONZÁLEZ CASTAÑO (dominico) † en Bilbao, el 2-10-1936

PADRE LOSE MODESTO CHURRUCA (paúl) † en San Sebastián, el 16-8-1936

D. PEDRO DIEZ DELGADO (adscrito a l a P. de San Roque) † en Ciérvana, el 18-11-1936

San Sebastián, 19 de abril de 1987

Rogad a Dios en caridad por las almas de los sacerdotes y religiosos que sufrieron el martirio por su condición sacerdotal en Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, entre el 24 de julio de 1936 y el 14 de junio de 1937.

D. DOROTEO DONLO IRUJO (capellán de los duques de Granada) † en Bilbao, el 4-1-1937

D. MARTÍN ECHEBARRIA OLABARRIA (arcipreste de Orozco) † en Bilbao, el 4-1-1937

D. DANIEL ESTEBAN ESTEBAN (párroco de Fuentemolinos) † en Baracaldo, el 12-9-1936

D. RUFINO GANUZA Gz. DE SAN PEDRO (S. Salvador del Valle) † en Bilbao, el 2-10-1936

D. FELIPE GOENA URQUIA (ecónomo de Pasajes) † en Pasajes, el 27-7-1936

HERMANO ALEJO FERNÁNDEZ (Sagrados Corazones) † en Guernica (fecha desconocida)

D. SERAPIO GÓMEZ DE SEGURA ZÚÑIGA (ecónomo de La·cuadra) † en Bilbao, el 2-10-1936

D. FERMÍN GOROSTIZA ITURRATE (coadjutor de Yurre) † en Usansolo, el 23-5-1937

D. GABINO GUTIÉRREZ BARQUIN (coadjutor P. de San Vicente) † en Bilbao, el 2-10-1936

HERMANO LUIS MARTÍN HUERTAS (marista) † en Bilbao, el 4-1-1937

San Sebastián, 19 de abril de 1987

Rogad a Dios en caridad por las almas de los sacerdotes y religiosos que sufrieron el martirio por su condición sacerdotal en Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, entre el 24 de julio de 1936 y el 14 de junio de 1937.

D. CLEMENTE IZA BARRENECHEA (ecónomo de Gorocica) † en Gorocica, el 1-5-1937

D. EDUARDO LEAL LECEA (deán de la catedral de Plasencia) † en Enecuri, el 29-9-1936

D. FABIÁN LEGORBURU AXPE (coadjutor de Llodlo) † en Llodlo, el 24-7-1936

D. JOSE LÓPEZ TORRES (ecónomo de Ornes) † en Basurto, el 12-9-1936

D. MATÍAS LUMBRERAS ZUBERO (coadjutor de Galdácano) † en Bilbao, el 25-9-1936

D. GLICERIO MAISON IBÁÑEZ DE GARAYO (ecónomo de Biañez) † en Bilbao, el 2-10-1936

HERMANO VICTORINO MARTIN MANCEBO (oblato) † en Bizcargui, el 31-5-1937

D. FEDERICO MARTÍNEZ URIARTE (capellán de Repelaga) † en Bilbao, el 25-9-1936

PADRE MELQUIADES DE S. JUAN DE LA CRUZ (carmelita) † en Gallarta, el 18-4-1937

D. MANUEL DE MIGUEL ÁLAVA (ecónomo de San Esteban) † en Bilbao, el 2-10-1936

San Sebastián, 19 de abril de 1987

Rogad a Dios en caridad por las almas de los sacerdotes y religiosos que sufrieron el martirio por su condición sacerdotal en Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, entre el 24 de julio de 1936 y el 14 de junio de 1937.

D. JUAN MIOTA GARIONAINDIA (ecónomo de lbarruri) † en Bilbao, el 4-1-1937

HERMANO MIGUEL DE JESÚS MARÍA (O. C. D). † en Rigoitia, el 30-4-1937

D. VICTOR MORENO GRIJALBA (presbítero en Bilbao) † en Bilbao, el 14-6-1937

D. NICASIO NAVARRETE DÍAZ DE MENDIVIL (ecónomo de Menoyo) † en Menoyo, el 17-9-1936

PADRE VICENTE OCERIN JAUREGUI URIA (franciscano) † en Ceanuri, el 7-4-1937

D. LUIS ORBEA GOROSTIAGA (ecónomo de Llodio) † en Bilbao, el 4-1-1937

D. GREGORIO RAMÍREZ MURGUIA (ecónomo de Luyando) † en luyando, el 27-9-1936

D. ANDRÉS RANERO MUGICA (ecónomo de Aedo) † en Bilbao, el 2-10-1936

PADRE SIMÓN DE JESÚS MARÍA (carmelita descalzo) † en Gallarta, el 18-4-1937

San Sebastián, 19 de abril de 1987

Rogad a Dios en caridad por las almas de los sacerdotes y religiosos que sufrieron el martirio por su condición sacerdotal en Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, entre el 24 de julio de 1936 y el 14 de junio de 1937.

HERMANO GUMERSINDO SOTO (oblato) † en Las Arenas, el 10-5-1937

D. FRANCISCO UGARTE ARBERAS (ecónomo de Respaldiza) † en Bilbao, el 2-10-1936

D. EULOGIO ULACIA BARGAÑA (adscrito a Elbar) † en San Sebastián, el 4-9-1936

D. MIGUEL UNAMUNO EREÑAGA (capellán en Durango) † en Bilbao, el 4-1-1937

D. ÁNGEL URRIZA BERRAONDO (canónigo de Ciudad Real) † en Bilbao, el 2-10-1936

PADRE RICARDO VÁZQUEZ RODRÍGUEZ (mercedario) † en San Sebastián, el 26-7-1936

PADRE RAMÓN VILA (oblato misionero) † en Bilbao, el 5-10-1936

PADRE LOSE DE ZABALA ARANA (Corazón de María) † en la zona de Guernica, noviembre 1936

D. SEVERINO ZALLO-ECHEVERRIA ZARANDONA (adscrito a Múgica) † en Múgica, el 30-4-1937

San Sebastián, 19 de abril de 1987

En varias obras recientes, y concretamente en Jesuitas, Iglesia y marxismo (1986), La derecha sin remedio (1 987) y Oscura rebelión en la Iglesia (1987) he analizado el nacimiento de la ETA en el seno de las juventudes del PNV y en combinación con la Acción Católica rural del País Vasco; y las evidentes complicidades del sector separatista de la Iglesia vasca en la germinación y floración venenosa de la banda terrorista. Cómo ha podido evolucionar ese sector del clero vasco —capitaneado ahora por sus propios obispos— desde el carlismo degradado a fines del siglo XIX al apoyo del terrorismo de signo marxista-leninista en la segunda mitad del siglo XX es uno de los grandes misterios de la Historia universal, y no se trata de una valoración sino de un hecho. Ya desde hace algunos años la prensa y las revistas se ocupan, cada vez con mayor alarma y repulsa, de este desbordamiento separatista del clero y los obispos vascos, capitaneados por ese audaz portavoz que es monseñor Setién, obispo de San Sebastián y calificado más de una vez por el ABC de Madrid, que no es un diario extremista, como obispo traidor. Sacerdotes vascos, especialmente jesuitas, han apoyado en Iberoamérica a la teología de la liberación, sobre todo en Centroamérica, donde la Universidad Centroamericana de San Salvador, regida por los jesuitas vascos (hoy salvadoreños) y separatistas Ignacio Ellacuría (q.e.p.d). y Jon Sobrino actúa como un centro logístico permanente para el liberacionismo. En nuestro libro citado en último lugar hemos dedicado un epígrafe bajo el título Teología de la liberalización y ETA, un reencuentro a la conexión etarra del liberacionismo, detectada también profundamente por Antonio Navalón en su reciente libro Objetivo Adolfo Suárez.

EL MILAGRO DE NAVARRA

Para la táctica actual del separatismo vasco en todas sus ramas, escisiones y corrientes, unidas sin embargo, como siempre, por el objetivo común de la independencia, el punto clave es la anexión de Navarra. Mucho más extensa y mucho menos poblada que las tres provincias vascas, Navarra constituye hoy el soñado hinterland para una nación y un estado vascos independientes de España, que sin Navarra resultan territorialmente inviables. En nuestros citados libros hemos aducido también la documentación suficiente para corroborar este proyecto, que se apoya en una torpísima concesión del texto constitucional español de 1978 en virtud del cual la anexión de Navarra a Euzkadi puede replantearse indefinidamente en cómodos plazos. La designación del señor Garaicoechea, navarro y separatista para la presidencia de un anterior gobierno vasco fue un gesto del PNV para forzar la voluntad españolista de los navarros. La creación de una provincia eclesiástica vasco-navarra, patrocinada por toda la Iglesia separatista y encabezada por el actual arzobispo vasco de Pamplona, monseñor Cirarda, sería una palanca poderosísima para conseguir esa soñada anexión, que marcaría el fin de Navarra y seguramente el fin de España; porque ya no podría llamarse España a lo que quedara tras la separación de las tres provincias vascongadas y el antiguo reino tendido entre el Pirineo y el valle del Ebro.

Navarra es un milagro histórico. El testamento vivo del profesor Sánchez-Albornoz se podría resumir en una exigencia: si dejamos que Navarra, con un gran territorio y una corta población de medio millón de habitantes, sea engullida por la construcción reciente, artificial (y constitucional) llamada Euzkadi, con escaso territorio y apiñada población cuatro veces mayor, se produciría inevitablemente la independencia de Euzkadi y se rompería para siempre en Navarra la unidad de España que se consumó precisamente en Navarra al comenzar el siglo XVI. Sin embargo los partidarios de la anexión de Navarra son allí escasa minoría; en el Parlamento navarro de 1984, por ejemplo, el PNV tenía solamente tres escaños y Herri Batasuna, la coalición separatista radical conectada con la ETA, sólo seis huecos, frente a los veinte escaños del PSOE, los trece de Unión del Pueblo Navarro —ese gran partido regional de centro-derecha— y los ocho de Alianza Popular. La derecha (UPN más AP) era y sigue siendo ampliamente mayoritaria en la mayoría de los pueblos y los valles vascoparlantes de Navarra, como Larrauri, Ulzama y el Baztán. El centro-derecha ha podido dominar siempre, durante la transición, el Parlamento y el gobierno de Navarra, y cuando no lo ha logrado ello se debe a sus disensiones absurdas, ahora agravadas y complicadas por incontables episodios fratricidas.

La propaganda histórica y cultural del nacionalismo separatista vasco incrementa sus despropósitos cuando se entromete en la gloriosa y trágica historia de Navarra. Ya decíamos que Navarra fue el primitivo solar de los vascones, que asentados entre los ríos Arga, Ega y Aragón se romanizaron profundamente y se cruzaron fecundamente con otros pueblos; en Navarra no hay ni sombra de ese racismo anacrónico que atenaza los prejuicios del separatismo vasco. Con efímeras excepciones los navarros y los vascos marcharon, desde la Edad Antigua a la contemporánea, por caminos diferentes, y además enfrentados. En la época romana los vascones dependían de Zaragoza; los habitantes de la depresión vasca, de Clunia. Los vascos, como vimos, resultaron del cruce de un ala histórica y emigrante de los vascones con los várdulos, caristios y autrigones; que luego entraron en la órbita histórica de Asturias primero, de Castilla después. Los vascones de Navarra se orientaron, en cambio, hacia la España musulmana, y fundaron su dinastía de Pamplona —Íñigo Arista, primer rey— en combinación con los Banu Qasi de la Ribera, antiguos godos conversos al islamismo. No fueron los vascos, sino los navarros quienes aplastaron a Carlomagno en Roncesvalles, 778, tremenda victoria que revalidaron en 824 contra los vascos (de la actual zona francesa) que formaban en el ejército imperial vencido, no entre los vencedores.

Tras una corta y forzada incorporación al reino de Navarra, los vascos, como vimos, se fueron uniendo separada y voluntariamente a Castilla, que también se había separado de la Navarra imperial, fuente de reinos hispánicos, forjada por Sancho el Mayor. Los vascos, y señaladamente los guipuzcoanos, actuaron en la Baja Edad Media como enemigos de Navarra, por ejemplo en la batalla de Beotíbar (1321) que todavía se conmemora en los festejos de Tolosa. Divididos los navarros (que siguen hoy sin escarmentar) en las facciones de agramonteses y beamonteses, Fernando el Católico atizó las disensiones y por fin incorporó Navarra a Castilla en la campaña de 1512, con voluntarios alaveses, vizcaínos y guipuzcoanos en vanguardia. Navarra se integró en Castilla por vía de unión entre iguales, de reino a reino, con todas las instituciones navarras en vigor.

En el siglo XIX Navarra vio recortada, pero no suprimida, su autonomía foral. Los batallones navarros no firmaron el convenio de Vergara en 1839, fruto del cansancio traidor del general carlista Maroto, apoyado por los batallones vizcaínos y guipuzcoanos. Pasó Navarra de reino a provincia foral en virtud de la ley Paccionada de 1841, transfigurada, que no destruida, en la actual autonomía navarra dentro de la Constitución de 1978. Y en virtud no de un Estatuto de Autonomía, como en las demás regiones de España, sino de un Pacto sobre Reintegración y Amejoramiento del régimen foral de Navarra, en cuyo preámbulo se alude a la permanente participación de Navarra en la gran empresa de España. Navarra, por otras formas de este mismo pacto, ha mantenido su autonomía histórica en la Monarquía de los Austrias) de los Barbones; en la República, la época de Franco y la democracia. Navarra es la prueba suprema de cómo pueden coexistir la más amplia autonomía y la más profunda unidad con España. La adoración de Navarra que se escapa tantas veces desde mis escritos —tras las huellas de Sánchez-Albornoz, el último gran defensor de Navarra desde el corazón de España— no es más que la respuesta a un milagro. Y la decisión absoluta de colaborar con los navarros en la preservación de ese milagro, sin el que se rompería para siempre la unidad de España.

Todo este trasfondo quedó clarísimo ante la opinión pública durante el primer viaje de los reyes de España a Navarra, a fines del invierno 1986/1987. Los bagaudas de Herri Batasuna procuraron, sin el menor eco popular, estropear groseramente el viaje de los reyes. Con toda Navarra en la calle, el PNV rubricó la visita con un torpísimo comunicado acusando a los reyes de España de inoportunidad en un viaje al antiguo reino que los separatistas consideran coto vedado para sus cada vez menos disimulados proyectos de anexión. Los reyes de España se han comportado, por el contrarío, como reyes de Navarra que son, y han reforzado, desde el futuro, las esencias libres del antiguo reino. Es una nueva prueba de que la Corona es hoy en la España democrática la garantía suprema de unidad.

Cuando se redactó el primer borrador de estas líneas el gobierno socialista de España anunciaba sus negociaciones con la llamada ETA militar para terminar la era terrorista en el País Vasco y en toda España. Bienvenida la paz si viene sin mengua del honor del estado ni agravio a la memoria de los asesinados por los nuevos bagaudas, si éstos no generan una nueva escisión que prolongue el terrorismo. Si se llega a la solución, y los nacionalistas moderados y radicales no prolongan la guerra separatista por otros medios, podría llegarse, en el marco de la Corona, a una solución del problema vasco que encabece otra serie de siglos en paz y convivencia. Dios lo quiera. No sería la primera vez. Pero no fue posible. Las negociaciones de Argel se rompieron una vez consumada por los socia listas la indignidad del Estado. ETA sigue asesinando y secuestrando, entre la repulsa creciente del pueblo vasco. Sólo queda esperar el milagro, porque la unidad de España no se romperá gracias a Navarra en la zona más dolorida y trágica de España.