V. LA PERSISTENTE MENTIRA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

El 14 de julio de 1989 todas las televisiones del mundo se daban cita en París, donde el presidente socialista de Francia, François Mitterrand, entonaba ante muchos jefes de Estado y de Gobierno, y mil millones de espectadores crédulos en todo el mundo, las glorias del bicentenario de la Revolución Francesa. Con todas las grandes galas de un espectáculo de folklore histórico, el señor Mitterrand, como heredero y portavoz de la Revolución, exaltaba la toma popular de la Bastilla, el 14 de julio de 1789, como el principio de una convulsión histórica originalísima, que terminó con las oscuridades retrógradas del Antiguo Régimen de Monarquía católica, e inauguró una era feliz regida por el lema Libertad, Igualdad, Fraternidad. Más o menos se conmemoraba el nacimiento de la democracia, las libertades públicas, el liberalismo occidental, el reconocimiento de los derechos humanos, el progreso universal y solidario de los pueblos, la primera gran victoria de la secularización, la fuente política de la modernidad. Fieles a la convocatoria de Francia, los presuntos herederos de la Revolución Francesa en todo el mundo echaron también las campanas al vuelo. Los libros sobre la Revolución Francesa, se entiende favorables a ella, inundaron las librerías en todos los idiomas. La cadena de diarios occidentales que recaban el monopolio del progresismo andante, entre ellos El País de España y La Repubblica de Italia, además del semanario de la izquierda francesa Le Nouvel Observateur, habían convocado un seminario internacional en París para dar realce universalmente cultural a la gran conmemoración, y comunicaron después la retahíla de solemnísimos tópicos que enhebraron, por parte francesa, el jefe del Gobierno Michel Rocard, el antiguo enfant terrible Régis Debray, y algún político centrista esquirol; oficio que fue atribuido sorprendentemente por el Reino Unido nada menos que a lord Hugh Thomas, el historiador hoy conservador que se aconsejaba allí a los norteamericanos la comprensión de Robespierre. Por parte española ofició, naturalmente, el ministro de Cultura Jorge Semprún al frente de una orquestina de intelectuales rojizos y con la colaboración especia l de otro esquirol sorprendente, el doctor Federico Mayor Zaragoza, que deseaba mantenerse al frente de la UNESCO a golpe de concesiones baratas a la progresía mundial. Vinieron también oscuros alemanes, opositores soviéticos y un polaco despistado, absolutamente ignorantes todos ellos de que cuatro meses después, solamente cuatro meses, estaba ya destinado a caer el muro de Berlín, a impulsos de fuerzas no precisamente nacidas en la Revolución de Francia, aunque algunos siguen pensando que sí.

La única nota feliz y genialmente discordante que se dio en esta celebración corrió a cargo de la señora Margaret Thatcher, primera ministra del Reino Unido y heredera directa del primer gran intelectual de Europa que escribió sobre la Revolución Francesa cuando se hallaba aún en pleno desarrollo, Edmund Burke, el primer gran crítico y desmitificador de esa Revolución. La señora Thatcher respondía sonriente a un periodista que le preguntaba su opinión sobre el nacimiento de los Derechos Humanos en la Revolución Francesa: «Yo creía que esos derechos humanos se habían proclamado ya, en teoría y sobre todo en la práctica, en mi país, por lo menos un siglo antes». Y es que, en efecto, las obras de Locke y la convulsión revolucionaria británica habían inspirado, como el vulgar periodista no sabía, a los inspiradores franceses de la gran Revolución. Y con mucha mayor efectividad a los reformistas británicos.

HISTORIA JACOBINA, HISTORIA CRÍTICA

Alentaba aún, por l o tanto, el proceso histórico de la Revolución cuando todo el mundo buscaba afanosamente sus interpretaciones. Después del genial Edmund Burke, fuente del nuevo pensamiento liberal-conservador para los siglos siguientes, se enfrentaron acerbamente a la Revolución Francesa, desde la Historia, la escuela tradicionalista francesa, con Joseph de Maistre al frente, y la escuela monárquica del mismo país, que a veces ha alcanzado alturas académicas notables como las de Pierre Gaxotte y Jacques Bainville en nuestros días. Pero en los combates de la Historia en favor de la Revolución se han alineado dos divisiones muy poderosas, que hasta hace poco parecían dominar el campo de batalla: los historiadores jacobinos de la Tercera República, elevados por la propaganda republicana y antimonárquica de fin de siglo al rango de intérpretes oficiales e intocables; y el grupo de los historiadores marxistas de la Revolución, capitaneados en persona por el propio Carlos Marx, que, como es sabido, reconoció en la Revolución Francesa su principal fuente de inspiración histórica y social. El predominio aparente de la escuela marxista de historiadores afianzada a mediados del siglo XX desde modelos también franceses parecía asegurar una nueva victoria jacobina en las conmemoraciones intelectuales del bicentenario.

No ha sido así. Buena parte de los profesores y autores universitarios de historia universal en España y en Hispanoamérica, así como en otras muchas partes, siguen comulgando con esa interpretación jacobina y progresista de la Revolución Francesa, y han dejado pasar sin crítica alguna el bicentenario. La dirección cultural de la Internacional Socialista ha asumido, con este motivo, una orientación claramente marxista justo cuando se estaba incubando el hundimiento teórico, económico y político del marxismo, como acabo de insinuar. Pero si los jacobinos dominaron la escena historiográfica del Primer Centenario de 1889 se han encontrado con una oposición inesperada y en un terreno que creían suyo, para la conmemoración actual. Para la que el campo jacobino, sumido y enquistado en sus rutinas, no ha ofrecido ninguna contribución interesante; todas las novedades serias y profundas han venido del campo crítico, pero no con sentido reaccionario y antiliberal, sino, muy al contrario, desde mentalidades liberales que quieren serlo de verdad.

Había iniciado esas aportaciones positivas y críticas el profesor Jacques Godechot con sus dos clarísimos manuales Las revoluciones y Europa y América en la época napoleónica (Barcelona, Labor-Nueva Clío, 1974). Todo menos reaccionarios son François Furet y Denis Richet en su extenso análisis de 1988 La Revolución Francesa (Madrid, Rialp) y el revolucionario utópico Gracchus Babeuf, cuyo estudio sobre el genocidio de la Vendée ha sido puesto al día por R. Secher y J. J. Brégeon (París, Tallandier, 1987). Este libro sobrecogedor se dedica al primer historiador universitario de Francia, el profesor Pierre Chaunu, autor de la contribución histórica más importante al bicentenario: Le grand déclassement (París, Robert Laffont, 1989) que, como la obra anterior, no ha sido publicada, por supuesto, en castellano, y ha sido objeto de una tenacísima campaña de silencio por el bando jacobino de la Historia, obligado a utilizar estos procedimientos de mala ley por la penuria de sus argumentos y el agotamiento de sus rutinas. ¡Qué interesante constatar que los dos grandes historiadores críticos de la Revolución, Godechot y Chaunu, son también insignes hispanistas! En esta corriente científica y crítica, completamente al margen de los aburrimientos jacobinos, ofrecemos nosotros este resumen, que expusimos en una conferencia para cerrar el ciclo organizado por la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País iniciado en 1989. Porque conviene contar con sencillez al gran público lo que de verdad ocurrió en la Revolución Francesa a la luz de las nuevas aportaciones críticas que creemos definitivas.

NADA EMPEZÓ EL 14 DE JULIO DE 1789

Por lo pronto (Godechot tiene toda la razón) ni la Revolución se inició en 1789 ni menos con la toma de la Bastilla, el 14 de julio, lo mismo que nuestra Guerra de la Independencia tampoco se inició el 2 de mayo, sino mucho más claramente en la última semana de mayo de 1808, con las proclamaciones de las primeras Juntas patrióticas y los pronunciamientos de las Fuerzas Armadas en torno a la fiesta de San Fernando. Una y otra fecha, 2 de mayo y 14 de julio, se «inventaron» después, por motivos muy diversos. Tampoco la Revolución Francesa fue algo primordial ni original, sino que debe inscribirse históricamente en la que se ha llamado con razón Revolución atlántica, en la que cabe delimitar tres etapas: la Revolución americana que estallaba formalmente el 18 de abril de 1775 en el choque armado de Concord y se ratificaba en la Declaración de Independencia el 4 de julio de 1776; la Revolución Francesa, y la Revolución hispanoamericana, cuyos primeros chispazos son de 1810, con motivo de la caída de Sevilla, capital de América, en manos de Napoleón. Estas tres fases de la misma revolución atlántica están interconectadas y dependen de la corriente de ideas y principios alumbrados por el movimiento ilustrado del siglo XVIII. La Revolución Francesa, de la que ahora nos ocupamos, tiene como antecedente esencial a la Revolución americana, con la que conecta a través de la figura del general marqués de Lafayette, actor importante de una y otra, y miembro relevante de la Asamblea de Notables de 1787, que es el auténtico inicio histórico de la Revolución.

La Asamblea de Notables, celebrada a fines de febrero de 1787, provocó la destitución del ministro de Finanzas, Calonne, que proponía la igualdad de los franceses ante los impuestos, de los que estaban exentos los dos estamentos privilegiados, clero y nobleza, por lo que las cargas recaían principalmente sobre la burguesía o estado llano, que estaba alejada del gobierno por el monopolio ejercido para los cargos públicos por la nobleza de Francia. El reformismo borbónico del siglo XVIII en España, desde Felipe V a Carlos IV, con su apogeo en el reinado de Carlos III, que murió en vísperas de la Revolución Francesa, había permitido mucho mejor el acceso de la burguesía a los cargos públicos (nobleza de toga, «golíllas», partido del conde de Floridablanca, José Moñíno) frente a las pretensiones monopolistas del partido nobiliario-militar, acaudillado por el conde de Aranda y nutrido por los «manteístas» universitarios, alumnos ricos de las filas nobiliarias. La burguesía o estado llano en España no se sentía marginada y vejada por la Corona; en Francia sí, y por eso reclamó revolucionariamente la abolición de los privilegios y el poder. A fines del siglo XVIII España era mucho más monárquica que Francia; ese mismo año 1789, en que estallaba en Francia la Revolución, las Cortes españolas reunidas en la iglesia de San Jerónimo el Real juraban príncipe de Asturias al heredero de Carlos IV, el infante Fernando, con todos los procuradores arrodillados a la entrada del rey y no por servilismo sino por respeto y convicción.

En la Asamblea de Notables el general Lafayette, «héroe de dos mundos», exigió la convocatoria de los Estados Generales, reunión representativa de los tres estamentos que votaban por separado (nobleza, clero y estado llano), con lo que siempre ganarían los privilegiados por dos votos generales contra uno. Todo el mundo creía en la Francia de 1787 (como lo creería en la España de 1810) que la convocatoria de los Estados Generales (las Cortes estamentales en España) iba a ser la panacea de los males de Francia, que no estaba precisamente en mala situación económica (era la nación más rica y poderosa de Europa) sino aquejada por un gran descontento social, sobre todo en el estamento burgués, más numeroso e influyente, desde luego, que en España, donde faltaban décadas para que se pudiera hablar de una auténtica clase media. Sin embargo en Francia, en 1787 (y en 1789, en plena Revolución) nadie ponía en cuestión a la corona, ni de lelos. La Revolución Francesa, inicialmente, nada tuvo de republicana.

El ministro principal y protagonista de la Asamblea de Notables, que era el obispo Loménie de Brienne, apeló, tras disolverse la Asamblea sin resolución alguna, al Parlamento de París. Los Parlamentos de Francia eran instituciones regionales dedicadas preferentemente a la administración de justicia, no órganos representativos ni legislativos; pero su intervención era obligatoria para el registro y aplicación de las leyes ejecutivas. El Parlamento exigió la convocatoria de los Estados Generales y, como los demás Parlamentos le apoyaron, el rey Luis XVI, abúlico y escasamente despótico, pero de ninguna manera imbécil (todo lo contrario; era inteligente y poseía sentido del Estado y de la nación), disolvió los Parlamentos en 1788. Los Parlamentos ponen muchas trabas a su disolución, mientras se forma aceleradamente un «partido patriota» inspirado en el que llevó el mismo nombre en la Revolución americana, con numerosos comités de correspondencia, en cuyo funcionamiento tuvieron mucho que ver las logias masónicas, dedicadas siempre a la promoción de los ideales ilustrados, que se cifraban en un lema de la orden esotérica que luego asumió la Revolución: libertad, igualdad y fraternidad. Esto no quiere decir que la masonería fuese la fuente de la Revolución; pero sí, como hemos indicado en el correspondiente capítulo, un importante caldo de cultivo para la Revolución. En el partido de los patriotas formaban nobles progresistas como Lafayette, no pocos clérigos ilustrados y numerosos políticos nuevos de extracción hidalga, como Mirabeau, o más popular, como Robespierre y Danton. El núcleo principal del partido de los patriotas estaba formado por profesionales de provincias, sobre todo abogados. La presión ejercida por los comités de correspondencia fue tan intensa que Brienne puso a la firma del rey la convocatoria de los Estados Generales para el 1 de mayo de 1789. Un apasionante turno político captaba la atención universal de los franceses, aunque hoy se difumina ante nuestra perspectiva; desde la Asamblea de Notables un arbitrista ídolo del estado llano, Necker, había sustituido al anterior ministro de Finanzas, Calonne, pero la economía francesa, pujante aunque desequilibrada por los privilegios, no se arreglaba con los conjuros mágicos de Necker y unas malas cosechas terminaron de complicarlo todo y atizar el descontento general.

PRIMERAS FALSEDADES, PRIMERAS UTOPÍAS

La convocatoria de los Estados Generales, que permitía una gran libertad de expresión y publicaciones, suscitó ríos de tinta, que se concentraron en los cuarenta mil cahiers de doléances o memoriales de agravios en los que nunca se reclamó la abolición de la corona, pero sí la supresión de los privilegios, sobre todo los más abusivos, la igualdad fiscal y el arreglo justo de la administración. Sin embargo la publicación más famosa de toda esta época febril y netamente prerrevolucionaria fue un folleto del abate ilustrado Sieyès, Qué es el tercer estado, en el que se decía que el tercer estado lo era todo, que los demás sin él no eran nada y que, por tanto, si el tercer estado se identificaba prácticamente con la nación debería recaer sobre él el poder del Estado. Desde aquel momento esta tesis de Sieyès se convirtió en el evangelio de la Revolución.

El S de mayo de 1789, el rey Luis XVI, todavía sereno y sin sentirse desbordado, inauguraba en Versalles las sesiones de los Estados Generales. Se entabló inmediatamente la polémica: el tercer estado exigía el voto por cabeza, que le daría la mayoría, porque sus diputados votaban en bloque y algunos grupos de la nobleza y el clero se mostraban dispuestos a votar a favor de la burguesía. Por eso los otros dos estamentos se resistieron al voto por cabeza y deseaban mantener el voto por estamentos, hasta que el 17 de junio los diputados del tercer estado se reunieron aparte y se constituyeron en Asamblea Nacional, título que lleva hasta hoy el Parlamento representativo y legislativo de Francia. Tres días después el rey Luis XVI ordenó la disolución de la Asamblea, y entonces los diputados, reunidos en el salón del Juego de Pelota, se juramentaron para no disolverse hasta que se aprobase una Constitución. Una semana después el rey cedió aparentemente pero convocó refuerzos militares hacia París.

Fracasado el arbitrista Necker, fue destituido el 11 de julio, lo que aumentó la excitación revolucionaria. El 14 de julio masas populares en París, agitadas por activistas del tercer estado y la pequeña burguesía, tomaron la fortaleza de la Bastilla, donde sólo pudieron liberar a unos pocos presos comunes, pero exhibieron en el asalto una escarapela tricolor (la actual bandera de Francia, con el blanco de los Borbones en el centro) y forzaron así el retorno de Necker. Toda Francia vivió ese verano con gran tensión; los campesinos más decididos asaltaron castillos de la nobleza terrateniente con grave preocupación de la Asamblea Nacional, decidida a encauzar en su favor la rebelión del campo. Se desató la grande peur, el gran miedo en toda Francia, que presagiaba un baño de sangre. Entonces los diputados progresistas de la nobleza y el clero, capitaneados por el marqués de Lafayette y el cínico obispo de Autun, monseñor Talleyrand, promovieron una fantasía utópica en la noche del 4 de agosto: la solemne abolición de los privilegios, el triunfo de la igualdad. Y antes de acabar el mes se aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, documento fundamental para el establecimiento teórico de las libertades burguesas, pero que hacía igualmente hincapié en la propiedad privada y la preservación del orden público mediante una eficaz fuerza de policía. La Revolución americana había ofrecido más de una década antes declaraciones igualmente liberales pero mucho más eficaces porque se cumplieron, mientras que la Revolución Francesa sólo aplicó esas libertades a sus partidarios; pero la declaración francesa no se hizo solamente, como la americana, para uso doméstico sino con vocación universal, para la exportación revolucionaria al resto del mundo. Así lo entendieron los numerosos imitadores que anhelaban ya en toda Europa seguir el ejemplo de la burguesía revolucionaria de Francia. Además de la libertad y la igualdad, la Declaración convertía a los súbditos en ciudadanos; establecía la soberanía nacional aunque no suprimía la corona; dictaba que la voluntad general de la Ilustración era la fuente de la ley y la convivencia; fijaba la separación de poderes que Montesquieu había detectado en la no escrita constitución inglesa; y se refería vagamente a Dios como Ser Supremo. La Declaración era la más clara herencia ilustrada de la Revolución. Su principal defecto es el indicado: nunca se cumplió.

Los clubs, versión ya abiertamente revolucionaria de los comités de correspondencia, empezaron a proliferar por París y toda Francia. El más célebre y radical fue el de los jacobinos, por el conven to en que se reunían, y las logias masónicas fueron su principal fuente de reclutamiento, aunque pronto la revolución jacobina se volvió contra muchos miembros moderados de l a orden masónica. A partir de julio de 1789 hasta septiembre de 1791 el poder supremo de Francia radicó en la Asamblea, que se llamó ya Constituyente, porque su principal objetivo fue dotar a Francia de una Constitución, que fue la de 1791, donde se establecía el régimen de monarquía limitada, es decir, constitucional. La práctica de la igualdad resultó relativa; la burguesía sustituyó a la nobleza en el poder. Quedaron abolidos los derechos señoriales, pero con las posibilidades de que se rescataran los censos, con lo que la suerte de los campesinos no mejoró demasiado. La Asamblea nacionalizó los bienes de la Iglesia, pero las clases pudientes resultaron mucho más favorecidas con ello que los campesinos. La legislación de ámbito social se inspiró en el liberalismo capitalista mucho más que en la elevación de las clases humildes. Se dividió el territorio en 83 departamentos, se creó la Guardia Nacional como garantía armada de l a Revolución y se inició la transformación del ejército real, de base mercenaria, en ejército de ciudadanos. El presunto «pacto social» de la Asamblea Constituyente no estableció ni una república democrática ni mucho menos el sufragio universal. Los ciudadanos se dividieron de hecho en activos y pasivos, pese a las proclamaciones de igualdad: sólo algo más de cuatro millones sobre 25 millones tenían, por sus ingresos, capacidad de voto. Las agrupaciones de diputados situadas espontáneamente en la Asamblea vieron simbolizada esa situación con etiqueta política: derechas e izquierdas.

La Asamblea no suprimió la religión ni implantó todavía el Estado laico, pero impulsó la secularización, de acuerdo con la herencia ilustrada, mediante la constitución civil del clero, que exigía la elección popular de obispos y párrocos (a quienes pronto se obligaría a casarse), así como el juramento del clero a la constitución. El papa Pío VI condenó estas medidas (y el despojo simultáneo de los bienes eclesiásticos y religiosos), por lo que se provocó un grave cisma entre el clero de Francia. La huida del rey al extranjero, detenida en Varennes por una delación, se emprendió precisamente por el problema religioso. La Asamblea, aun así, restableció en sus funciones al rey (a quien la Constitución concedía un poder ejecutivo amplísimo, al poder nombrar y cesar a los ministros) después de suspenderle en sus funciones por la huida. A fines de septiembre de 1791, cumplida su misión, la Asamblea Constituyente se disolvió.

CONVENCIÓN, REGICIDIO Y TERROR

Pero si la Revolución americana había alcanzado algunas repercusiones políticas en Europa, la transformación revolucionaria de Francia (que hasta el momento había consistido más bien en una intensa reforma sin traumas irreparables) provocó reacciones hondísimas en todas partes. Se formaron en Inglaterra sociedades de correspondencia, pero la Revolución no pasó adelante porque la burguesía ya participaba en el gobierno desde más de un siglo antes. Hubo agitaciones en Bélgica, Holanda y Alemania, donde personalidades como Kant y Goethe miraban con simpatía los cambios franceses, mientras en España el gobierno de Carlos IV trataba de aislar de Francia a posibles imitadores ilustrados con el tendido fronterizo de un «cordón sanitario» que naturalmente intensificó los contactos y la avalancha de publicaciones de propaganda. El emperador de Austria Francisco II dirigió a Francia un ultimátum el 20 de abril de 1792 por la expansión y la agresión revolucionaria en Alsacia y en Bélgica, sometida entonces al dominio austríaco; Avignon, feudo del papa y Saboya, incluida en el reino de Cerdeña. Esta actitud hostil de Austria, compartida por las demás coronas de Europa, animó al acosado rey Luis XVI, casado con María Antonieta, archiduquesa de Austria, y le aconsejó el veto a algunas disposiciones de la Asamblea Legislativa que había sucedido a la Constituyente, ya que el veto regio era perfectamente constitucional. Entonces las masas revolucionarias (siempre agitadas por activistas; este tipo de manifestaciones nunca son espontáneas) se lanzaron a un humillante asalto al palacio de las Tullerías, seguido por una proclama antirrevolucionaria del general prusiano duque de Brunswick. Estallaba casi a la vez la guerra interior y exterior en Francia. La proclamación de Brunswick se dirigió el 1 de agosto de 1792; el día 10 los líderes revolucionarios Danton y Robespierre dirigían a las masas para un definitivo asalto a las Tullerías tras el que llevaron al rey de Francia a la prisión del Temple, entre imprecaciones del populacho de París, los sans-culolles, utilizados por los jacobinos para sus propósitos radicales. La Asamblea y el gobierno revolucionario consiguieron identificar al patriotismo francés, que había sido una gran gestación de los reyes de Francia, con la mística revolucionaria y calificaron al rey como enemigo de Francia y aliado de los enemigos de Francia. El pueblo francés respondió con la incorporación a un gran ejército nacional y revolucionario, encuadrado por jefes y oficiales del anterior ejército real, en el que tradicionalmente la artillería había sido el arma más cuidada y entrenada. El 20 de septiembre de 1792 la artillería francesa y el ejército ciudadano al grito de ¡Viva la Nación! impidieron la conjunción de los ejércitos, demasiado confiados, de Austria y Prusia y consiguieron una formidable victoria que cambiaba el signo de la guerra futura, donde la participación nacional sería clave de la victoria frente a la concepción mercenaria del reclutamiento. Al día siguiente de la cannonade de Valmy entra en funciones una nueva Asamblea Constituyente de guerra, que fue denominada Convención. Dominada por abogados y banqueros girondinos y jacobinos, con sólo dos obreros entre sus 750 miembros, la Convención abolió la monarquía y, por tanto, la Constitución de 1791; proclamó la república presuntamente democrática (aunque tenía muy poco de tal) y se mostró acendradamente burguesa y hostil a toda sombra de socialismo; aprobó un decreto expansivo para «ayudar» a los pueblos que deseasen recuperar la libertad, y aspiró, por lo tanto, a ampliar el territorio de Francia hasta sus «fronteras naturales»; y por escasísimo margen decidió la ejecución del rey Luis XVI y la reina María Antonieta en la máquina infernal que había inventado un diputado revolucionario: la guillotina. El rey de Francia sucumbió ante la fatídica cuchilla el 21 de enero de 1793. Un príncipe de la sangre, el duque de Orleans, y un obispo apóstata, Talleyrand, se contaron entre los diputados regicidas.

El asesinato legal del rey de Francia en la gran explanada junto al Sena, frente a su propio palacio profanado, conmocionó al pueblo de Francia y a las coronas europeas, que desencadenaron contra la revolución regicida una gran coalición militar. Austria, Prusia, Cerdeña y el Reino Unido concertaron su estrategia contra la Revolución, y España, regida por la dinastía borbónica, estrechamente emparentada con la francesa, convocó desde los púlpitos una cruzada formal contra la Convención. De momento los ejércitos aliados invadieron por todas partes el territorio francés; dos ejércitos españoles tomaron Hendaya y se acercaron a Perpignan, mientras sesenta departamentos se alzaban contra los revolucionarios y una guerra civil formal estallaba en la Vendée, región católica occidental de Francia donde el pueblo en masa se sublevó por el rey y la religión. El 2 de junio los sans-culottes y la Montaña, agrupación de diputados radicales situados en los escaños altos de la Asamblea, radicales y jacobinos, se impusieron a los girondinos en la Convención y entregaron el auténtico poder a un comité de salud pública dirigido dictatorialmente por un energúmeno iluminado y masón, Robespierre.

La Convención alumbró una constitución, la de 1793, que establecía una república democrática con insistencia en las mejoras sociales, pero con el inconveniente de que jamás se puso en práctica. Para responder a la guerra civil interior y a la amenaza exterior, la Convención y el comité desencadenaron, entre octubre de 1793 y julio de 1794, una oleada de arbitrariedad totalitaria y de sangre que se conoce en la historia de las grandes tragedias humanas como el Terror, cuyas víctimas (sin contar bien el genocidio de la Vendée) rebasaron las cuarenta mil, entre ellas una tercera parte de obreros y artesanos y casi otra tercera parte de campesinos; cayeron muchos nobles que no habían logrado emigrar y muchos eclesiásticos que se negaron a la apostasía. De esta forma aplicaba la primera república democrática nacida en el continente europeo su ideal de libertad y fraternidad. Sus portavoces justificaban la hecatombe de forma también muy democrática: no hay libertad para quienes se oponen a ella.

EL IMPERIO, PROLONGACIÓN TOTALITARIA DE LA REVOLUCIÓN

El Comité de Salud Pública decretó una movilización general y organizó, mediante el cuadro de oficiales que habían servido a la corona, un ejército nacional de un millón de hombres que rechazó victoriosamente a los ejércitos europeos invasores, hasta conseguir en todos los frentes la victoria militar y obligar a las coronas coaligadas a firmar en Basilea la paz de 1795 con Francia. En los Pirineos las tropas revolucionarias habían ocupado gran parte del País Vasco, pero cuando invadieron el norte de Cataluña fueron obligadas a repasar la frontera por un alzamiento del pueblo catalán que flanqueó con sus cuerpos francos irregulares a las unidades del ejército español. Esto hizo más fácil al gobierno de Carlos IV, dirigido por el favorito de la reina María Luisa don Manuel Godoy, la obtención de condiciones relativamente favorables en Basilea, por lo que Godoy, generalísimo de los ejércitos nacionales, fue distinguido con el título de Príncipe de la Paz. Por entonces el pueblo de Francia estaba ya harto de sangre y de terror y un imparable movimiento de opinión eliminó a la Montaña (Robespierre murió merecidamente en la guillotina) y aprobó la evolución moderada de la Convención, que se llamó termidoriana o moderada e improvisó la Constitución moderada de 1795, semejante a la de 1791 pero sin monarquía. Fue nuevamente suprimido el sufragio universal, que nunca se había puesto en práctica; deberían elegirse dos asambleas, la de los Quinientos y el Consejo de los Ancianos o Senado, con el poder ejecutivo en manos de un directorio de cinco miembros. Se trataba, evidentemente, de un sistema institucional aptísimo para la provocación de golpes de Estado, que se sucedían uno tras otro en aquel régimen de república burguesa que duró de 1795 a 1799. Durante él se distinguió por sus resonantes victorias al frente del Ejército de Italia el general de artillería Napoleón Bonaparte, un corso de ambición ilimitada cuyas ideas se reducían a un despotismo ilustrado absolutamente anacrónico barnizado con la simbología de la Revolución. Esas victorias dejaron solamente al Reino Unido en pie de guerra contra el régimen revolucionario moderado, en cuyo firmamento ascendía imparable la estrella de Bonaparte. Francia ocupó los Estados Pontificios en 1798; creó en Italia una constelación de repúblicas satélites, y envió a Bonaparte a la campaña prerromántica de Egipto, donde venció a los mamelucos en la batalla de las Pirámides, descubrió con sus arqueólogos la piedra de Rosetta, que contenía las claves de la escritura jeroglífica, y perdió su escuadra ante el almirante británico sir Horacio Nelson en la rada de Abukir. Pero el horizonte napoleónico no estaba en la aventura egipcia. Bonaparte abandonó a sus tropas, se presentó en Francia, donde el nuevo Directorio jacobino se había desprestigiado por sus derrotas ante una nueva coalición europea atizada, como siempre, por Gran Bretaña, y se dispuso a no dejarse ganar la mano por otros jóvenes generales que habían logrado invertir nuevamente el signo de la guerra, como Masséna, vencedor del potente ejército ruso en Zurich. El 9 de octubre de 1799 desembarcaba Bonaparte en el sur de Francia tras haber burlado el bloqueo británico del Mediterráneo, y fue aclamado como salvador por los moderados que deseaban la paz por encima de todo. El 9 de noviembre de ese año Bonaparte, nombrado general en jefe del ejército de París, irrumpió en la asamblea de los Quinientos guiado por su hermano Luciano, que era presidente de ella, echó por las bravas a los diputados y estableció un Consulado que encubría su dictadura personal con los nombres históricos de Sieyès y Ducos, como miembros del triunvirato. Era el «18 de brumario» según el pedante y ridículo calendario de la Revolución y Napoleón Bonaparte anunciaba: «La Revolución ha terminado».

Era una nueva y enorme mentira, en la que muchos siguen creyendo. La era napoleónica, de 1799 a 1815, no es más que la etapa bonapartista, dictatorial (todavía más dictatorial) e imperial de la Revolución Francesa. Los ejércitos napoleónicos se adueñaron de toda la Europa continental entre 1799 (ya venían haciéndolo desde dos años antes) hasta 1812 en nombre de la libertad, es decir, la sujeción y esclavización de los pueblos; pero esgrimiendo por todas partes el lema de libertad, igualdad y fraternidad. Para Europa, Napoleón y sus soldados eran los abanderados de la Revolución, los sembradores de las nuevas ideas que impusieron, donde dominaban, a dinastías satélites y serviles, bajo un régimen imperial francés que convertía el despotismo ilustrado en una monarquía paternal y benévola. Aún no se han puesto de acuerdo los historiadores en el número de millones de muertos causados por Napoleón en Europa después de los provocados por la Revolución en la propia Francia. No es éste momento de detallar la historia de la época napoleónica, que llevó el Terror «patriótico» de Francia a todos los rincones de Europa y suscitó en casi todas partes (Austria, Prusia, Países Bajos, Alemania) un conformismo borreguil que alcanzó extremos de abyección en europeos geniales como el filósofo Hegel (que saludó a la «victoria de la libertad» en Jena, 1806, como «el final de la Historia» y el compositor Beethoven, que dedicó a Bonaparte su sinfonía Heroica. No duró el entusiasmo; Hegel transfirió sus incensadas transcendentales a la nueva Prusia totalitaria, y Beethoven retiró la dedicatoria y escribió en honor del duque de Wellington una espléndida obertura por el triunfo de Vitoria en 1813.

ESPAÑA Y RUSIA, VENCEDORAS DE LA REVOLUCIÓN

Porque dos grandes pueblos de Europa, con sentido nacional no inferior al de los revolucionarios franceses, se habían alzado contra la Revolución y contra Bonaparte, que la encarnaba tiránicamente: España desde 1808, Rusia desde 1812. España y Rusia, además de la coordinación estratégica de Gran Bretaña, fueron las vencedoras de la Revolución y de Napoleón. En España, el pueblo, la Iglesia y las fuerzas armadas se unieron bajo la evocación de una monarquía prisionera, que había abdicado abyectamente en Bayona —cuando los españoles empezaban a morir por ella en Madrid a primeros de mayo de 1808—, no solamente la Corona en favor del usurpador y su hermano, sino también la historia, la dignidad y el honor de España. Este fue un episodio vergonzoso, que los españoles quisieron ignorar para alzarse contra la Revolución Francesa en nombre de un rey felón, Fernando VII, que los había traicionado en Bayona, acto propio de quien poco antes había derribado a su propio padre, Carlos IV, y había denominado públicamente prostituta a su madre, María Luisa. El pronunciamiento militar en torno a la fiesta de san Fernando, a fines de mayo de 1808, y el pronunciamiento popular de las juntas provinciales iniciaron la guerra de la Independencia, en la que se combinaron la voluntad popular de resistencia, la cruzada proclamada por la Iglesia, las juntas provinciales de notables y plebeyos, las unidades militares, que lograron victorias trascendentales como la de Bailén, que fue un acertadísimo planteamiento de estado mayor, y la increíble defensa terrestre y naval de Cádiz; la coordinación militar y estratégica de Gran Bretaña, que al final logró el mando único en España para el duque de Wellington, y la eficacísima colaboración del pueblo en armas, la guerrilla, en estrecha comunicación con las unidades militares; éstas fueron las causas de la victoria española contra Napoleón entre 1808 y 1814, hasta que sus tropas fueron expulsadas de España. Y todos los españoles sabían que habían expulsado no sólo a un tirano sino a la Revolución de la que era portaestandarte. Al precio de un millón largo de muertos españoles y tal vez doscientos mil franceses; al precio de una división duradera entre las dos Españas, una tradicional y otra moderna, que ya se dibujó claramente dentro del patriotismo general y antinapoleónico de las Cortes reunidas en Cádiz, jamás tomada por el asedio francés, entre 1810 y 1813.

LA DESMITIFICACIÓN IMPLACABLE DE CHAUNU

Ésta es la síntesis básica de la Revolución Francesa, adaptada a un lector medio de habla española; pero no basta con la reseña depurada de los hechos, sino que debemos profundizar en la entraña de la Revolución según las últimas investigaciones. Y apoyándonos en el fantástico libro de Chaunu, que conseguí por fin comprar en una librería de Ginebra en agosto de 1989, porque el bando progresista y jacobino había tendido también contra él un cordón sanitario semejante al de Floridablanca en 1789; por más que ya lo había roto el joven y brillante hispanista francés Arnaud Imatz con una arrebatadora presentación de ese libro en el número 36 (julio-agosto) de la gran revista Razón Española. Aprovechamos a continuación el libro y la reseña, muy orientadora; en los dos hay, además, una referencia muy completa a la magnífica producción histórica del bicentenario, con perspectiva crítica, que, como dijimos, ha anulado casi por completo los residuos tenaces de la historiografía jacobina y no digamos marxista.

«Preguntemos —dice Chaunu— a los campesinos belgas, alemanes, españoles, a todos los pueblos de los territorios invadidos, incendiados y despoblados, a las víctimas de la política localmente agresiva y belicista, qué piensan de sus “liberadores” y saqueadores, del retorno de una soldadesca desconocida en Occidente desde la guerra de los Treinta Años. Ellos os dirán lo que pensaban del modelo francés identificado con la Revolución».

Imatz resume agudamente la manipulación de las grandes fechas revolucionarias desde varios ángulos. «A la derecha, para los orleanistas, los bonapartistas y pronto los nacionalistas, el año 1789 es sagrado mientras que el año 1793 es maldito… La izquierda escoge el año 1793 y niega unos pretendidos derechos del hombre que estigmatiza como derechos individualistas y burgueses. Muchos fascistas del siglo XX siguen la misma línea. Drieu la Rochelle ¿no explicó que hitlerianos y mussolinianos quisieron romper con la herencia de 1789, que era liberal, pero no con la de 1793, que fue jacobina y totalitaria? Dicho esto hay que señalar que desde comienzos del siglo (xx), excepto una corriente marginal, la Revolución fue un tabú. A pesar de que sus manifestaciones concretas e inmediatas fueron a veces “desagradables”, se la consideró como el escalón necesario para llegar a la igualdad universal, a la libertad y a la prosperidad. La base del consenso consistió en la consigna: olvidemos y no revisemos lo ya admitido». Chaunu es un investigador republicano, y vive en el polo opuesto del reaccionarismo. Sin embargo, al estudiar el Antiguo Régimen, cuyos defectos no ignora, no puede reprimir cierta nostalgia como francés libre de prejuicios. En 1789 Francia era la primera nación y el primer estado de Europa en casi todo. Su porcentaje de alfabetización es más alto que en Gran Bretaña. En Francia sabían leer y escribir —la Francia ilustrada del siglo XVIII— tantas personas como en todo el resto de Europa. Y ese número de alfabetizados se había triplicado de 171O a 1780, bajo la corona. Francia tenía en 1789 casi treinta millones de habitantes, con un 16 por ciento de población urbana, el triple que España. La tierra estaba relativamente bien repartida: dos millones de familias poseían el cuarenta por ciento de la tierra; el resto se dividía entre una cuarta parte para la nobleza, otra cuarta para la burguesía) un diez por ciento para la Iglesia; en España la distribución de la tierra estaba mucho más desequilibrada en favor de Los privilegiados. El tercer estado poseía, pues, en conjunto el sesenta por ciento de l as tierras y los bienes de la Iglesia se dedicaban en su mayor parte a la beneficencia, al sostenimiento de escuelas y de hospitales.

Es cierto que la nobleza gozaba de privilegios señoriales vejatorios más que efectivos; pero la Revolución arregló poco las cosas en servicio de los desheredados. La Revolución aumentó los impuestos en el campo, donde la presión fiscal de 1815 equivalía a la de 1789. Después del baño de sangre.

«Los cambios sociales —resume Imatz— no afectaron ni siquiera a una décima parte de la población. Lo único que hizo la Revolución fue distribuir a la minoría de sus funcionarios y secuaces una buena parte de las tierras y, por tanto, de la riqueza y el prestigio, a una quinta o a una décima parte de su valor real. Toda la reforma rústica se redujo, pues, a algunas permutaciones en la cumbre».

La presión fiscal en la Francia de 1789 es la mitad que en Gran Bretaña. Francia es un paraíso fiscal. Para Chaunu el Antiguo Régimen era en Francia muy respetuoso ante la propiedad, las costumbres y los derechos. La seguridad campesina y ciudadana era muy superior a la del siglo XIX, cuando aparecieron los «barrios del crimen». Luis XVI se equivocó al restablecer las prerrogativas de los parlamentos, monopolizados por las clases privilegiadas, que bloquearon reaccionariamente la administración y forzaron el advenimiento de la Revolución. Desde 1709 nadie moría de hambre en Francia, hasta la penuria pasajera de 1794, que acarreó una inflación galopante, perfectamente remediable por una sociedad viva y en crecimiento, aunque no por un estado anémico, paralizado y volcado al espejismo arbitrista, en espera de que un ministro milagrero arreglase todo por arte de magia, y no por las reformas que rechazó reaccionariamente la Asamblea de Notables en 1787. Para remediar la economía, la Revolución acudió a un fácil expediente: el robo de los bienes de la Iglesia. Chaunu es tajante en este capítulo, del que los historiadores jacobinos huyen como gato sobre ascuas.

UNA BRUTAL PERSECUCIÓN RELIGIOSA

«En 1789 la mayor parte de los franceses son católicos practicantes —dice Chaunu, que es cristiano pero no católico—. Cree en Dios entre el 97 y el 98% de la población y más del 80% están vinculados a su Iglesia (católica). Respecto a la calidad intelectual y moral del clero y sobre su generosidad, que distribuye la mitad de sus rentas a los pobres y una parte a la asistencia hospitalaria y escolar, no hay verdaderas críticas, sólo falsos panfletos. Es más, la reivindicación casi unánime de los Cahiers de doléances es que los curas, a los que se estima, reciban más fondos, pues se conoce el uso que hacen de ellos».

Pese a esa situación real, dice Chaunu, «la Revolución empezará por un robo, el más fácil, el de los bienes puestos al servicio de todos, sin que se supiera que eran para todos, es decir, los bienes de la Iglesia. Antes de que la necesidad de extender la base de cobertura del papel moneda llevase a alargar indefinidamente la lista de proscritos, a declarar la guerra al mundo entero y a expoliar y desvalijar los territorios momentáneamente ocupados, supuestamente liberados». En efecto, la supresión del diezmo en las alegrías igualitarias de agosto de 1789, como si el diezmo fuera un privilegio, eliminó las fuentes de la educación popular, la beneficencia y la seguridad social que entonces existía; acto que Chaunu califica de estúpido y suicida y que se dirigía a desmantelar el poder social de la Iglesia, como había reclamado insistentemente el frente ilustrado y masónico.

«Pronto fue vendida la Francia monástica». Esta supresión arbitraria de las órdenes religiosas, que conculcaba el derecho de asociación y la libertad religiosa, se describe patéticamente en el libro de Chaunu. «Los más bellos monumentos del arte románico y gótico fueron destruidos. Se traslada, se desmonta, se cierra, se destroza y se expolia. El saqueo artístico es inmenso. Ninguna guerra moderna ha aniquilado tantas riquezas. Los funcionarios creados por el nuevo régimen se parecen a la generación de auténticos bárbaros del siglo m, son los que transforman las abadías románicas en canteras, desmenuzan las iglesias, embalan el pescado con los manuscritos y los incunables de las bibliotecas. Buen tema para que un ministro de Cultura exalte ahora a la Revolución». Pero puntualiza inmediatamente algo esencial: «Estos iconoclastas representan sólo a un 2% de la población. La Revolución no es el fenómeno de masas que se nos quiere presentar. Hay cincuenta mil revolucionarios parisinos, ochenta mil beneficiarios de los bienes nacionales (robados a la Iglesia) y doscientos mil vagos. Pero sólo se gana si se convence a la minoría».

Estaba la Iglesia católica tan inserta en el tejido social de Francia que la persecución contra ella emprendida ya por la Asamblea Constituyente, continuada por la Legislativa y llevada al paroxismo por la Convención mediante el Terror, fueron auténticas agresiones no sólo a las libertades, sino al pueblo de Francia, directamente. «Cuando el 12 de julio de 1790 se adoptó la constitución civil del clero, sólo cuatro obispos juraron sobre un total de 136 y sólo lo hizo un 44% del clero, del que conviene rebajar algunos puntos cuando muchos se retractaron. No jurar equivalía a la pérdida del empleo, de todo recurso, a la miseria, a la libertad y la vida amenazadas, a ser proscritos de la comunidad. Talleyrand (“montón de mierda en una media de lana”, como le llamaba Napoleón) se entrega a la tarea. Es el único de los cuatro obispos que aceptó proceder a las nuevas consagraciones. Esos pobres curas que juraron, algunos de los cuales pretendían reencontrar la simplicidad y el rigor de la primitiva Iglesia, sabían a fines del invierno de 1791 lo que valía la palabra de los diputados constituyentes: un paso para la guillotina». Y miles de ellos murieron en la peor persecución de la Historia entre las de Roma y las del siglo XX en México y España.

LOS DERECHOS HUMANOS ARRASTRADOS

La consideración religiosa lleva a Chaunu a burlarse documentadamente de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789. Nada tiene que ver con la Declaración americana promovida por Jefferson, ni con el Habeas Corpus Act del Reino Unido, anterior en un siglo a la declaración francesa como apuntaba Margaret Thatcher en la conmemoración del bicentenario. La utopía rimbombante debe contrastarse con la práctica bestial. «En realidad, a lo largo del período revolucionario, el Derecho, incapaz de desempeñar su función mediadora entre la política y la moral —resume Imatz— sólo fue la expresión de la fuerza bruta al servicio de la minoría gobernante. El joven poeta André Chenier, que se había adherido a la utopía de 1789 antes de tomar partido contra el Terror, vivió la triste experiencia pues fue guillotinado a los treinta y dos años».

Se extiende Chaunu en la crítica a la economía revolucionaria, que provocó la ruina y el espantoso atraso de Francia, argumento contra el que nada pueden decir hoy los portavoces de la historiografía jacobina. El papel moneda lanzado por la Revolución en 1794-1795 para subvenir a los inmensos gastos de la guerra es, según Chaunu, «una locura criminal que estimula la dilapidación de los bienes y la destrucción del patrimonio artístico, provoca la desconfianza respecto a los procedimientos capitalistas modernos y finalmente es la causa del gran hambre con sus decenas de millares de muertos en 1795. El gobierno, totalmente privado de recursos a causa de sus errores, no tiene más que una solución: el papel, la tinta y las planchas para fabricar billetes. En 1790 y 1791 los ingresos han oscilado entre la cuarta y la octava parte de los gastos. En tiempos de paz, sin inversiones productivas (se han cerrado más escuelas de las que se han abierto, más camas de hospitales de las que se han creado, y no se han conservado las carreteras), conseguir la financiación del 78 al 79% de los gastos ordinarios mediante retenciones sobre el capital es una realización que merece ser conmemorada. Para pagar sus promesas, alimentar sus fantasías y financiar la guerra agresiva contra una Europa pacífica, la Revolución no tiene más medio que la inflación, el más injusto de los impuestos».

UNA GUERRA AGRESIVA Y CRIMINAL

Chaunu ataca durísimamente a la Revolución por haber emprendido una guerra agresiva en nombre de la libertad, contra unos pueblos que en su inmensa mayoría no deseaban ser liberados ni salvados por Francia.

«El pecado mortal de la Revolución es, después de la persecución religiosa, la guerra injustificada. La guerra va a permitir la legalización del asesinato, pues todo opositor interior es asimilado al enemigo exterior. La idea de terror unánime y de una voluntad extranjera de abatir la Francia revolucionaria es completamente absurda. Lo que entonces interesaba a Berlín y a Viena era Varsovia, no París. La mediocridad de las fuerzas de Austria y de Prusia al oeste es evidente prueba de que los vecinos de la Francia revolucionaria carecían de intenciones agresivas respecto de ella. Todo el resto es falsificación, coartada, mentira, propaganda. La guerra es la deliberada elección que la fracción revolucionaria dominante ha hecho para encubrir el fracaso político». Tras este preciso resumen de Imatz, dice el propio Chaunu: «Sin la guerra ni el sanguinario golpe de Estado del 10 de agosto, ni la condena a muerte de los sacerdotes católicos fieles, ni las famosas elecciones de septiembre (todo en 1792) para la Convención en que intervino un francés de cada 12, ni el asesinato jurídico del rey, ni el genocidio del pueblo católico de la Vendée, ni la persecución de toda expresión religiosa (católica, cismática, protestante o judía) hubieran sido posibles». Imatz resume las trágicas cuentas de la guerra desencadenada por la Revolución. Entre 1792 y 1797 mueren por la guerra medio millón de personas, y por enfermedades y penurias derivadas de la guerra tres o cuatro veces más. El genocidio de la Vendée, analizado por un testigo inmediato, el socialista utópico Babeuf, como sucesión de sadismos y torturas contra un pueblo que inicialmente no se había rebelado contra la Revolución, y que se alzó sobre todo contra la leva indiscriminada para la guerra, por las persecuciones religiosas y el asesinato del rey, y que resistió heroicamente a los ejércitos revolucionarios de marzo a diciembre de 1793, arroja una cifra espantosa: 350 000 muertos, aproximadamente los mismos de la guerra civil española por todos los conceptos en los dos bandos de 1936 a 1939. Perecieron, por tanto, en la fase revolucionaria hasta 1799 un millón de franceses, y otro millón más durante la etapa napoleónica; y en toda Europa los muertos sobrepasaron los cinco millones (otro millón en España invadida) para una Europa de 150 millones. «Toda la responsabilidad desencadenante de la guerra continental corresponde al poder revolucionario, que escogió las armas deliberadamente, provocó, atacó e invadió».

UN BALANCE TRÁGICO Y ABSURDO

El balance de la Revolución en su fase inicial es catastrófico. «Todas las curvas —dice Chaunu— se han desplomado entre 1790 y 1800. El Consulado y el Imperio han rellenado las brechas, nada más. Desde el verdadero despegue de los siglos XI y XIII, Francia e Inglaterra se destacan al mismo tiempo. Si es perceptible una mejora global en el espacio inglés, apenas lo es por habitante durante el siglo XVII. Pero en el XVIII Inglaterra no consigue dejar atrás a su competidora. Son, pues, Francia e Inglaterra las que despegaron con tasas de crecimiento de la producción industrial superiores al 1%. Todo se va a decidir entre 1789 y 1800. Pero la guerra quebró el crecimiento de Francia, que se desaceleró en toda Europa. Incluso en Inglaterra, donde ese retraso sólo afectó al consumo. De la igualdad entre Francia e Inglaterra se pasa a un distanciamiento entre 10 y 6. Francia había alcanzado a Inglaterra en 1789 en renta por habitante; pero en 1799 la relación es de 65 a 100. Diez años de papel moneda y de grandes matanzas degradaron definitivamente a Francia: la distancia nunca se salvaría». En cuanto a España, podríamos añadir, la derrota naval ante Inglaterra en Trafalgar, en 1805, y la agresión napoleónica de 1808 cortaron nuestra comunicación con América, provocaron en virreinatos y capitanías la insurrección iniciada en 1810 contra Napoleón invasor de España mucho más que contra España; aceleraron irreversiblemente la pérdida del Imperio y arrojaron a España desde la situación de gran potencia que ostentaba desde fines del siglo XV a la de potencia secundaria y decaída, en que pasó todo el siglo XIX y continúa tristemente en la actualidad. La Revolución Francesa, que además sembró la división mortal de las dos Españas, fue una catástrofe histórica para España, que hasta hoy siente directamente sus consecuencias.

Una terrible disminución de la natalidad se suma a las catástrofes íntimas de la Francia surcada por la Revolución de 1789. La conclusión lapidaria de Chaunu es majestuosa como expresión de una tragedia: «En 1815 Francia ha bajado definitivamente de categoría. Se puede preferir la mediocridad, pero nada justifica la apología del crimen». Una apología del crimen que han patrocinado en el bicentenario torpemente, acríticamente, el señor Mitterrand, la Internacional Socialista y los epígonos del jacobinismo europeo y atlántico. Remata Chaunu, genialmente: «La historia desmitificada establece que el caótico proceso creado por el huracán revolucionario es un efecto del azar; pero septiembre de 1792, el acusador público del tribunal revolucionario, la ruina por el papel moneda y la guerra, la destrucción del patrimonio artístico, cultural, moral y religioso, la despoblación, la interrupción del impulso demográfico, el genocidio de la Vendée, los populicidios de Lyon, Toulon y otros, todo eso procede implacablemente de la más coherente lógica revolucionaria. Una vez más la Revolución ha nacido y mata, porque la muerte es su oficio y la aniquilación su finalidad». En sus lejanas tumbas, Jaime Balmes y Juan Donoso Cortés tal vez alcancen a sentir el inmenso alivio de comprobar cómo sus posiciones doctrinales contra la gran Revolución se confirman a finales del siglo XX por los mejores representantes de la Historia auténtica, imparcial y liberal, que han destruido así los empecinamientos de la historia jacobina y de la historia marxista que durante más de un siglo parecían dominar para siempre la interpretación de la Revolución Francesa. Ahora sabemos que ese dominio no era más que miedo, cobardía, manipulación y propaganda política, hoy felizmente desjarretada a la luz de la verdadera Historia. Y no, como repetían viejas acusaciones, desde la reacción y la caverna, sino desde la más acendrada libertad.