IV. LOS INTELECTUALES
Y LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

Manipulación y aventamiento
«entre la bala y la mentira» (Orwell)

PASIÓN Y MUERTE DE ANTONIO MACHADO

El 22 de enero de 1939, cuando las vanguardias del Ejército del Norte iban a iniciar su maniobra en tenaza sobre Barcelona, huía de ella Antonio Machado —uno de los poetas más excelsos y profundos de la historia humana—, con su madre anciana y toda la pesadumbre de sus dos Españas en el corazón: el último amor de su vida, Guiomar, y su hermano Manuel, también altísimo poeta, habían pasado la guerra civil —de pleno acuerdo, además, con su conciencia— en el otro bando. Machado llegó a la frontera con un infinito cansancio en el alma, y pasó su última jornada española en el Mas Faixá, cerca de Figueras. Todos los testimonios concuerdan sobre su decepción y su hartura. Cuando un notable hombre de letras y versos catalán, Caries Riba, trataba de animarle en la misma raya: —«Don Antonio, a pesar de todo, Viva la República»—, sólo recibió por respuesta un gesto de indiferencia, casi de asco. Pasó a Francia y viajó al puertecito de Collioure, aunque al precio de dormir la noche del 28 de enero en un vagón de ganado dentro de la estación de Cerbere. Le acompañaba y ayudaba otro desterrado, Corpus Barga.

Aquel poeta grandón y desaliñado, vuelto a enamorar irresistiblemente de una dama muy católica y derechista, que nunca se le había entregado, acababa de publicar poco antes de la guerra su Juan de Mairena y preparaba para estrenar en septiembre, con su hermano Manuel, un drama titulado, premonitoriamente, El hombre que murió en la guerra. Asumió casi desde el principio una actitud de extrema militancia en favor del Frente Popular, fue evacuado de Madrid en noviembre de 1936 por el Quinto Regimiento comunista, y su manipulación por la propaganda de guerra republicano-comunista, si bien profunda, no resultó forzada; más bien parece una automanipulación. Perdió, en sus poesías y artículos de guerra, todo su sentido crítico. En su artículo Recapitulemos publicado en el órgano de Negrín, La Vanguardia, el 7 de diciembre de 1938 había dicho: «La ocurrencia genial de nuestro presidente, el doctor Negrín, de retirada total de voluntarios, y las justas palabras de Álvarez del Vayo…» En la revista de propaganda cultural republicana, Hora de España, número de abril, 1938, decía: «La nueva Rusia se nos agiganta» (era la de Stalin); «Moscú es el corazón hospitalario de todos los hombres» (el Moscú de las grandes purgas); «El marxismo contiene las visiones más profundas y certeras de los problemas que plantea la economía de todos los pueblos» (justo cincuenta años antes del universal descrédito y desplome del marxismo). Había cantado al jefe miliciano comunista Enrique Líster en unos versos famosísimos:

Si mi pluma valiera tu pistola

de capitán, contento moriría

que se ha atrevido a alabar recientemente el académico don Francisco Ayala, sin advertir que constituyen el mayor dislate literario de toda la guerra civil, donde hubo muchísimos en una y otra zona.

Llegó Antonio Machado a Collioure. A los tres días murió su madre. En la zona nacional su hermano Manuel preparaba su discurso de ingreso en la Real Academia Española. Escribió Antonio su último verso, encontrado luego en un bolsillo de su gabán:

Estos días azules y este sol de la infancia.

Luis Romero comenta al despedirle: «Le utilizaron como un arma más de guerra y por el momento les resultaba inútil o innecesaria esa arma y el poeta quedó marginado en el sálvese quien pueda». Allí murió el 22 de febrero de 1939, y el ABC republicano de Madrid mentía al dar la noticia el 26: «Murió en un campo de concentración de refugiados españoles». La muerte desterrada de Machado en un momento crucial de la historia española ha sugerido irresistiblemente, para evocar a la vez el destino de los hombres de la cultura en la guerra de España, un título tomado de unos versos de uno de ellos: George Orwell, que aquí vio la luz entre sus nieblas rojas:

Entre la sombra y el espíritu

entre el rojo y el blanco

entre la bala y la mentira,

¿dónde esconderás tu esconder?

No trato de resumir en un breve ensayo el destino de los intelectuales en la guerra civil española, los de dentro y los de fuera. Solamente apuntar, desde la perspectiva del final de la guerra, un intento de seguir esa fase de su trayectoria, como acabamos de hacer con Antonio Machado; y de estudiar de forma un tanto impresionista su manipulación y su aventamiento. Hasta que algún día podamos abordar el problema complejísimo de los intelectuales en la guerra de España, sirvan esta líneas como desagravio al mundo español y occidental de la cultura por ese groserísimo atentado que, desde una ignorancia petulante, ha cometido contra uno y otro el bibliopola norteamericano errante Herbert Rutlegge Southworth en medio de errores indecibles, sin advertir que la conclusión de su fárrago —la cruz gamada no es la cruz de Cristo— no es suya, sino de quien menos podía esperar: del papa Pío XI a través de un gran cardenal de España y sin acabar todavía la guerra civil[1].

LOS INTELECTUALES REPUBLICANOS DEL PODER

Agrupemos, para no perdernos, a los intelectuales del poder —en una y otra zona—, después a los intelectuales (es decir, los hombres de la cultura) militantes o colaboradores en cada bando, españoles y extranjeros, y a los neutrales de la Tercera España. Este apunte va a provocar algunas sorpresas; procuraremos probar lo que vamos a decir. Porque una tenaz propaganda de posguerra sigue empeñada en que el Frente Popular tuvo a su lado a los primeros intelectuales de España y del mundo, mientras los rebeldes se vieron totalmente desasistidos de apoyo cultural. Simplemente con que recordemos el apoyo casi total de la Iglesia católica, que es una inmensa fuerza cultural (pese a ciertas excepciones de la cultura católica francesa), deberían rebajarse ya ciertos entusiasmos.

El bando republicano contó con numerosos intelectuales, para su manipulación y propaganda, pero pocos estaban realmente situados en zonas altas del poder, en el plano de las grandes decisiones políticas. Naturalmente que no incluyo en ese plano a los milicianos de la cultura y a los simples funcionarios de la propaganda, que luego se citarán en otro apartado. Por eso resalta tanto la presencia de los tres ejemplos que vamos a aducir.

La República en guerra tenía al frente a un intelectual eximio: el presidente Manuel Azaña. Que apenas desempeñó en la guerra funciones fuera de lo simbólico, y por ello puede ofrecemos algunas maravillas culturales, como su diálogo dramático La velada en Benicarló, profunda interpretación de la guerra civil a partir de las fuentes del miedo y el odio; o las descripciones magistrales, si bien hipersubjetivas, de sus diarios de guerra, y de sus cartas y artículos del exilio sobre la guerra. En casi todo ello, Manuel Azaña se eleva por encima de los partidos y convierte su obra, con disonantes excepciones y una prosa arrebatadora a fuerza de sencilla, en legado común para los españoles del futuro. Azaña apenas contribuyó políticamente a la guerra civil pero sí lo hizo culturalmente. Nadie ha descrito con dureza más implacable los errores, las aberraciones y las desventuras del Frente Popular y de la República como el propio líder del Frente Popular y último presidente de la República. Que al final la abandonó a su suerte con su dimisión, que muchos republicanos interpretaron como una deserción. Y no lo era, sino cansancio infinito, necesidad de evadirse para buscar dentro de sí la reconciliación profunda consigo mismo que la guerra había aplazado. Porque el dramático fracaso y los errores trágicos de Azaña en la República figuran entre las causas decisivas de la guerra civil, lo que parecen ignorar ahora algunos azañistas horros de todo sentido crítico, como el profesor Juan Marichal; que a estas alturas exaltan de Azaña precisamente aquello de que abominó en su extraordinario rapto final de lucidez, a partir de 1937.

El segundo intelectual republicano del poder venía, como Azaña, de las filas monárquicas y las creencias católicas, y desempeñó brillantes y vacías embajadas durante el conflicto, en París y Buenos Aires. Me refiero a don Ángel Ossorio y Gallardo, el hombre de Maura en la Barcelona de 1909, el monárquico sin rey de 1930, figura patética de la guerra civil, quien, tal vez por una reflexión sobre el final a que le había llevado su manía progresista, optó por no comunicarnos, que yo sepa, tal reflexión, fuera de numerosos panfletos de propaganda barata y algunas consideraciones marginales y huidizas en algunos libros posteriores, que no merecen mayor comentario.

Sí que lo merece el tercer gran intelectual republicano del poder durante la guerra, aunque sólo fuera al final del final, pero de forma muy significativa y decisiva: don Julián Besteiro. Era el profesor socialista el más importante intelectual del PSOE, junto con el embajador Fernando de los Ríos, cuya actuación política fue muy desdibujada, como la de su compañero de partido Luis Araquistain, que pasó durante la guerra civil, sin cargos relevantes aunque sí influyentes, desde una posición bolchevique caballerista a un anticomunismo profundo. Besteiro fue la figura clave del Consejo de Defensa en marzo de 1939, y para este capítulo resultan oportunísimas sus palabras tomadas de un borrador para fijar ideas a principios de marzo de 1939. La guerra de España incitó a evolucionar profundamente a grandes protagonistas de la cultura occidental, como estamos viendo. Besteiro, el sucesor marxista de Pablo Iglesias en 1925, pensaba así en 1939:

«La verdad real: estamos derrotados por nuestras propias culpas. Estamos derrotados nacionalmente por habernos dejado arrastrar a la línea bolchevique, que es la aberración política más grande que han conocido quizá los siglos… Si el acto del 4 de marzo (sic) no se hubiese realizado (se refiere a la sublevación del Consejo de Defensa contra Negrín), el dominio completo de los resortes de la España republicana por la política del Comintern hubiera sido un hecho y los habitantes de esta zona hubiesen tenido que sufrir probablemente durante algunos meses no sólo la prolongación criminal de la guerra, sino el más espantoso terrorismo bolchevique, único medio de mantener tan anormal ficción, contraria, evidentemente, a los deseos de los ciudadanos».

Los intelectuales militantes de la República situados en los engranajes de poder eran comunistas en muy alto porcentaje, dado el enorme interés del partido y de la Comintern en asegurar el control ideológico de la zona y de la propaganda. De ahí las reuniones, congresos y publicaciones de apariencia cultural promovidos por los agentes soviéticos en España, y repudiados ahora, cincuenta años después, por algunos de los jóvenes intelectuales que entonces —el caso más rotundo es el de Octavio Paz— cooperaron ardorosamente en ellos. Ángel María de Lera y Ramón J. Sender colaboraron intensamente con el Frente Popular en el comisariado (Lera en posición anarcosindicalista), aunque Sender se decepcionó bien pronto. El escritor Segundo Serrano Poncela fue adjunto de Santiago Carrillo en la represión de Madrid, y ha sobrevivido muchos años hasta que Carrillo ha tratado de volcar en él sus propias responsabilidades. La ardiente militancia comunista de Rafael Alberti y su entonces compañera María Teresa León se mantuvo durante toda la guerra civil —tras haber sobrevivido al dominio de los rebeldes en Ibiza unas semanas— a la sombra del poder gubernamental y comunista. Captados por la vorágine final, consiguieron escapar al exilio. Tuvo menos suerte Miguel Hernández, prototipo del miliciano de la cultura, activista de la propaganda en los frentes, que no consiguió huir cuando pudo hacerlo, y fue luego capturado y encarcelado hasta morir. César M. Arconada e Irene Falcón desplegaron una actividad cultural de signo staliniano hasta extremos de servilismo flagrante.

Los intelectuales periodistas soviéticos, Ilya Ehrenburg y Mikhail Koltosv, desempeñaron misiones confidenciales como asesores políticos y culturales en España. El Diario de Koltosv ofrece pruebas de su culpabilidad en los crímenes de Paracuellos, de los que fue instigador. El Diario llega hasta el regreso a Rusia, en noviembre de 1937, para encontrar allí la prisión y una muerte sádica e incógnita hacia 1940, como tantos veteranos de la guerra civil española. Ehrenburg, encargado por la Comintern para dirigir el agitprop cultural en España, consiguió sobrevivir a la paranoia de Stalin a fuerza de servilismo, fue el organizador principal del congreso de intelectuales antifascistas en la Valencia de 1937, volvió a Rusia, donde fue testigo de las purgas, y tal vez para librarse de ellas consiguió regresar a España, de donde huyó por la frontera francesa en febrero de 1939. Dos grandes escritores centroeuropeos vinieron a España como agentes de la Comintern: Gustav Regler en los frentes, Arthur Koestler en las actividades de prensa. Los dos experimentaron en España una terrible decepción y una definitiva conversión, que han plasmado en monumentos literarios de primera magnitud: La gran cruzada y El cero y el infinito, que no se hubieran concebido —como en el caso de los grandes libros de Orwell— sin una profunda y traumática experiencia española, cuajada de aventuras que alguna vez expondremos con todo detalle, pero que ahora sólo podemos evocar genéricamente[2].

LOS INTELECTUALES COLABORADORES DEL FRENTE POPULAR: EL EXTRAÑO CASO DE HEMINGWAY

Apartados de las cumbres y los engranajes del poder, numerosos intelectuales de España y del mundo militaron material o moralmente en las filas del Frente Popular. Algunos lo hicieron en las unidades y brigadas internacionales, y cuando agonizaba la guerra civil ya rio estaban; algunos habían muerto, otros se habían marchado cuando el doctor Negrín, en plena batalla del Ebro, renunció espectacularmente a la colaboración armada de las legiones de la Comintern. Se ha exagerado muchísimo sobre el carácter «intelectual» de las Brigadas Internacionales, que no fueron precisamente un claustro académico en armas, ni menos algo semejante a los batallones literarios que se reclutaron en las universidades españolas para la guerra de la Independencia, sino una legión de obreros sin trabajo en plena crisis de los años treinta canalizada hacia la guerra de España por los servicios exteriores de la Internacional Comunista.

Entre todos estos escritores combatientes los dos más famosos fueron, sin duda, George Orwell y André Malraux. Orwell, cuyo verdadero nombre era Eric Blair, vino al frente de·Aragón para enrolarse en las unidades militares del POUM, enviado y voluntario de su propio partido trotskista inglés. Trató inútilmente de pasar a las brigadas internacionales del frente de Madrid. Asistió asombrado a la pequeña guerra civil de Barcelona en mayo de 1937 y consiguió evadirse a su patria, vacunado para siempre contra el totalitarismo comunista que había estado a punto de terminar con él. Su conversión data, evidentemente, de su experiencia española, aunque Southworth no se haya enterado porque le interesan las fichas de los libros, no su contenido. Sus grandes libros, Homenaje a Cataluña, Rebelión en la granja y 1984 son, en el fondo, una trilogía cuyas raíces se derivan de esa experiencia española.

Malraux, que entonces atravesaba por una órbita de satélite comunista, vino pronto a la aviación republicana, donde hizo el ridículo hasta tal extremo que el propio jefe de la aviación republicana hubo de formular contra él, por ineptitud, una terrible denuncia en un difundido libro. Luego, con mejor acuerdo, se dedicó a la propaganda, de la que brotaron una novela de alcance universal, L’Espoir (que refleja no la actuación del autor en la guerra, sino lo que hubiera deseado realizar aquí), una mala película —Sierra de Teruel— y una estupenda coartada para integrarse más tarde en el gobierno del general De Gaulle tras su experiencia, no menos catastrófica, como tanquista en la guerra mundial, que le llevó a un campo de prisioneros, donde, sin duda, fue madurando su profundo viraje interior. Hubo otros intelectuales del mundo en el Ejército Popular: poetas ingleses alucinados como Spender, y artistas como el mexicano comunista David Alfara Siqueiros.

No combatió en los frentes pero anduvo cerca de casi todos ellos el gran Ernest Hemingway, quien contribuyó decisivamente, en la primavera de 1937, a inclinar en favor de la República a la opinión publica de los Estados Unidos gracias a su corresponsalía de prensa. Tras su quinta visita a la España republicana, Hemingway se marchó definitivamente después de presenciar la batalla del Ebro y atravesar el río en barca cuando ya la suerte estaba echada. Se fue a Cuba sin asistir a la agonía de la República y comenzó a escribir allí Por quién doblan las campanas, para la que escogió curiosamente casi la única batalla de la guerra civil —la de La Granja, en mayo-junio de 1937— a la que no había asistido personalmente porque coincidió con una de sus ausencias, como para indicarnos que pretendía una pura obra de ficción, cuyo parecido con la realidad es simple coincidencia. La obra se publicó con éxito enorme en 1940 y engaña desde entonces a la opinión americana sobre el verdadero carácter de la guerra española. La reciente publicación (Editorial Planeta) de los flojísimos y parcialísimos despachos de guerra de Hemingway demuestra que sus juergas del hotel Florida en Madrid no le permitieron enterarse de esa guerra.

Otro grande de la literatura, universal, Pablo Neruda, también abandonó España poco antes de la catástrofe final de su bando. Era cónsul de Chile en Madrid, acababa de publicar España en el corazón, gestionó el asilo de algunos intelectuales republicanos al final de la guerra (sin lograrlo en el caso de Miguel Hernández) y se marchó a París para continuar allí su trayectoria poética y su lucha ideológica. Tampoco estaba ya en España el antiguo fascista y extremista de derecha Georges Bernanos, residente en Mallorca al empezar la guerra (su hijo era escuadrista de Falange), que se marchó para publicar un alegato contra la complicidad de la Iglesia católica en la represión franquista (dentro del que dejó escapar un elogio a la moderación «del señor Adolfo Hitler») que constituyó un gran éxito y una tremenda fuente de polémicas en la Francia de 1938. El libro es el fruto clásico de un extremista desengañado, y no capta el auténtico impulso de la resistencia nacional en las Baleares amenazadas por la flota republicana. Lelos ya de la guerra española, Bernanos marchó para siete años a Brasil, pero nunca rectificó los desenfoques de su libro de guerra Los grandes cementerios bajo la luna.

Los intelectuales españoles favorables al Frente Popular deben desfilar aquí brevemente presididos por la figura trágica de Federico García Lorca, asesinado en Granada en agosto de 1936, pese a los heroicos esfuerzos de su amigo el falangista Luis Rosales para salvarle. Sobre Lorca se ha cebado de tal forma la propaganda de la izquierda cultural en la posguerra y en la transición, con la cooperación sospechosísima de grandes órganos de la derecha, y con tal sentido de la unilateralidad y la manipulación, que provocan la hartura de la opinión pública y el propio desdoro del poeta, cada vez más convertido en instrumento y en tópico. Dígase tal cosa como muestra de respeto por su vida —ya tan lejana cuando llegaba a su tumba perdida el final de la guerra— y su obra, donde la militancia política sólo tuvo un lugar secundario.

Algo semejante ha sucedido con Pablo Picasso, pero en este caso por culpa, parcial y remota, del propio Picasso. La manipulación que se ejerce con Picasso por el Frente Popular de la Cultura en nuestro tiempo se basa en su carácter de militante comunista y en su formidable cartelón sobre el bombardeo de Guernica, para una exposición de propaganda republicana de guerra en París. Picasso, con ese cartelón (que personalmente no me parece ni de lelos la mejor de sus obras) aglutinó el mito de Guernica, cuyo más o menos centenar de muertos (evidentemente trágico) nada tiene que ver con el asesinato de la oficialidad polaca por los soviéticos en el bosque de Katyn, ni con las 135 000 víctimas de la aviación anglonorteamericana en Dresde cuando ya la guerra mundial se había decidido, ni con los holocaustos atómicos en Japón, pero Picasso estaba después demasiado atareado para evocar tales pequeñeces.

Juan Ramón Jiménez se escabulló, con Zenobia, de la zona republicana en 1936, y se marchó a América, donde se ejercitó en algunos trabajos de propaganda, cuya publicación conjunta se anuncia ahora. Alguno apareció durante la guerra en Hora de España, donde explica su hégira: «Mi ilusión al salir de España era hacer ver la verdad de la guerra en los países extranjeros». Pero en ese artículo nos critica a los intelectuales de la República que se quedaron en España, como dice en sus papeles inéditos, «para banquetes, recepciones y altisonancias». Los papeles que ahora se conocen revelan una parcialidad enorme y una contradicción flagrante: JRJ huye de Madrid por el caos de Madrid pero describe admirativamente (desde América) a ese caos como «fiesta trájica», con jota, naturalmente.

Otro grande de la cultura española, Pau Casals, protagonizó varios conciertos de guerra en España y fuera de ella durante el conflicto. Pero tildado en Europa de comunista concibió temores de fracasar y ya antes de la campaña de Cataluña huyó a Prades para no regresar. Tampoco Luis Buñuel, el cineasta famoso, quiso estar a la cabecera de la República agonizante. Se había ofrecido espectacularmente al cónsul de la República en Nueva York al ser movilizada su quinta, aunque jamás albergó intención real de presentarse en filas. Desempeñó algunas misiones de propaganda exterior en Europa y los Estados Unidos, pero contempló desde Hollywood el final de la guerra civil.

CUANDO JULIÁN MARÍAS NO RECONCILIABA

El novelista Arturo Barea, próximo al comunismo disidente, vio desde Francia el final de la guerra, y se puso a escribir en Inglaterra el final de su trilogía La forja de un rebelde: las memorias novel adas que llevan por título La llama. La forja de un rebelde se ha utilizado recientemente en España para un bodrio televisivo y fracasado. Arturo Serrano Plaja se situó más comprometidamente en órbita comunista cuando elogió la labor de las JSU en su trabajo Las juventudes defienden la cultura, aparecido en Ahora el 3 de abril de 1937. También se inscribió en el coro de los adoradores stalinianos Juan Gil-Albert; a quien los comunistas y el Frente Popular de la Cultura se esfuerzan periódicamente en redescubrir hasta nuestros mismos días, quien clamaba en Hora de España, junio de 1937: «El asombroso caso de Rusia, la deslumbrante URSS». Mientras, Corpus Barga, en el número del mes siguiente, se quejaba de la dimisión de las democracias. Algo más tarde Ángel Gaos (febrero de 1938) glosaba sin crítica alguna El discurso del presidente; el gran novelista Benjamín Jarnés no tenía empacho alguno en colaborar en Frente Rojo de Barcelona el 10 de julio de 1938 con menos sentido hipercrítico que en sus novelas sobre personajes del siglo XIX; Germán Bleiberg disertaba sobre La guerra en el Norte y cantaba a la URSS en el número de marzo de 1938 de Hora de España; y Rosa Chacel rizaba el rizo de la sustitución religiosa con esta peregrina tesis: «La cultura, al haber relegado la idea de Dios a términos casi inaprensibles para el conocimiento, busca entre las fuerzas anárquicas del pueblo el sentido latente, el inextinguible aliento que animó la vida de Dios».

Max Aub se pasa un poco cuando en La Vanguardia del 24 de abril de 1938 asegura que todos los escritores están con la República; vamos a ver inmediatamente que no, aunque él contribuyó con importantes relatos a la evocación de la agonía republicana. Y dejo para el final de esta incompleta relación a un escritor dedicado hoy a una labor conciliadora que no ejercitaba desde las columnas del raptado Blanco y Negro durante la guerra, el discípulo de Ortega, Julián Marías, mientras su maestro se movía en una órbita, como vamos a comprobar, bien diferente.

La revista de Prensa Española, Blanco y Negro, anterior en la casa al propio ABC, reapareció con periodicidad quincenal el 14 de abril de 1938 y publicó hasta el final de la guerra 21 números de alta calidad tipográfica y decidido sentido propagandístico. En el número 2 José Altabella comenta (mayo de 1938) algunos libros sobre la represión en la zona nacional. (Al tabella colabora siempre moderadamente, sin exaltaciones). En el número 4 (junio de 1938) la revista rinde un gran elogio al nuevo jefe del Ejército del Centro, Segismundo Casado, con este precioso ditirambo: «Todos los pueblos, a semejanza del griego, sitúan a sus héroes a la altura de los dioses del Olimpo». Se traza en el número 9 un retrato amable del tremendista director de CNT José García Pradas, a quien se describe como bohemio y estudiante frustrado de Derecho en Zaragoza antes de recalar en la redacción de La Tierra. El primer trabajo de Julián Marías se publica el 11 de octubre de 1938 con el título La formación del Ejército. Allí, tras discutir un posible paralelismo del Ejército Popular de la República con el Ejército soviético, se equivoca al dictaminar que en la guerra de la Independencia nunca tuvimos un Ejército (cuando hasta las guerrillas estaban oficialmente integradas en él), da por sentada la victoria y la paz de la República, y asume una tesis de la propaganda republicana sobre el «doble carácter de la guerra: una guerra civil y una de invasión», sin aplicar la misma balanza a la intervención de la Comintern en zona republicana.

El segundo artículo de Julián Marías en Blanco y Negro se publica el 1 de noviembre de 1938 sobre La literatura de guerra. En él critica las insuficiencias de las crónicas republicanas de guerra y afirma que en las filas del Ejército Popular «está hoy toda la juventud española». Tras un comentario breve a un poeta balear, Julián Marías anuncia ya su futuro equilibrio en La significación de Unamuno (extra de enero 1939). En su número último, de febrero-marzo de 1939, Blanco y Negro llega a tiempo para adherirse fervorosamente al golpe de Casado-Besteiro y para comentar la muerte de Antonio Machado[3].

LOS INTELECTUALES Y EL PODER EN LA ZONA NACIONAL:
EL EQUIPO DE SERRANO SUÑER

La zona nacional no tuvo a un intelectual al frente (y tal vez por eso pudo ganar la guerra), pero contó con mayor presencia decisiva de intelectuales de primer orden junto a las cumbres del poder que la zona republicana, donde los dos jefes de gobierno tras José Giral, es decir, Caballero y Negrín, propendían a desconfiar de los intelectuales, aunque Negrín fuera profesor universitario. Cinco fueron los intelectuales de primer orden que desempeñaron importantes misiones de alto poder en la zona nacional.

El último, cronológicamente hablando, fue liberado en Cataluña al fin de la guerra y sería ministro muy pronto, aunque ya en la paz: el escritor falangista —brillantísimo— Rafael Sánchez Mazas, de quien surgió una progenie antifascista militante, por uno de los bandazos generacionales nada infrecuentes en España. El segundo hombre de cultura que ejerció importantes posiciones de poder en la guerra civil fue, aunque algunos lectores se asombren, el ex ministro de la monarquía Francisco Cambó, que tal vez no era un intelectual en sentido estricto, sino un político, pero que por su condición de mecenas de la cultural y por su extraordinaria contribución a l esfuerzo de guerra merece citarse en este apartado. Los equipos de Cambó lucharon intensamente (con generosa financiación del jefe) en la guerra secreta y en el combate cultural dentro de Europa, como he demostrado documentalmente en mi libro 1939. Agonía y victoria (Editorial Planeta, 1989). Combate al que a veces descendía personalmente el propio Cambó, por ejemplo en este artículo publicado en La Nación de Buenos Aires el 17 de noviembre de 1937:

«La Cruzada de la España Nacional significa que se levantó un pueblo dispuesto a todos los sacrificios para que los valores espirituales (religión, patria, familia) no fueran destruidos por la invasión bolchevique que se estaba adueñando del poder».

Sin embargo fue, sin duda, Ramón Serrano Suñer el más importante hombre de cultura que tocó poder en la España nacional. También se trataba de un político en plenitud más que de un profesional de la cultura; pero este abogado del Estado, diputado de la CEDA, cuñado de Franco y segunda figura del régimen desde casi su llegada a Salamanca procedente de la zona enemiga en la primavera de 1937 hasta dos años después de acabada la guerra (aunque su caída formal se retrasó hasta septiembre de 1942), poseía un extraordinario sentido cultural y formó a su alrededor, en los servicios de prensa y propaganda, un extraordinario equipo de intelectuales políticos, muy superior en calidad y rendimiento al de la zona republicana. Por los libros que después de la guerra publicó merece Serrano Suñer el calificativo de intelectual. Por el hondo sentido cultural con que reclutó y dirigió tal equipo se acreditó como un extraordinario político de la cultura. Fue Serrano Suñer el principal articulador ideológico y constituyente del franquismo; su catolicismo sincero no le impidió pensar y actuar como un doctrinario y un político netamente fascista, por ejemplo, en su feroz ley de prensa de 1938.

Su equipo de prensa y propaganda era, según los signos de los tiempos —como dice la cursilería clericaloide de hoy—, un equipo fascista integral. Pero de valía cultural altísima. Lo formaban Dionisia Ridruejo, Pedro Laín Entralgo y Antonio Tovar, junto a otras estrellas menores descritas por una de ellas, Maximiano García Venero, en su importante libro, inútilmente mordisqueado por Southworth, Falange en la guerra de España; aparecen allí nombres muy importantes de la cultura española posterior, desde Víctor de la Serna a Martín Almagro Basch. Pedro Laín era el ideólogo del grupo; en innumerables publicaciones escritas con estilo insuperable, como Nacimiento y destino de tres generaciones, que incluye un catálogo de ortodoxias y heterodoxias, y tras calificar de endeble al sistema de Maritain, propone «soluciones españolas: cesarismo católico de Carlos y Felipe en el pasado. En lo porvenir, solución inédita, pero segura; nos lo canta en la entraña nuestra fe de católicos y de españoles; que reserva el mundo al nacional-sindicalismo español, clave de la espiritualidad nueva. Aquí el tiempo —pasión, política— se halla en justo equilibrio con lo eterno, con el espíritu. Solución humana, óptima». En Agonía de un separatismo proclamaba Laín:

«Se comienza por cultivar la espatadantza y se termina defendiendo a tiros el Bizcargui. Se empieza traduciendo al catalán los clásicos y se va caer en el 6 de Octubre. Para vencer y desterrar al separatismo, primero, el castigo exacto y seco. Pero luego la superación… demostrar con la obra que el resurgir de España oscurece toda actividad regional autónoma».

Antonio Tovar, director de Radio Nacional de España, imbuido, como Laín, por la fascinación hitleriana, fue responsable principal, dentro del equipo Serrano Suñer, de una misión primordial: exaltar la imagen totalitaria del Caudillo, del Augusto Franco, como decía un propagandista más anticuado, el general Millán Astray. La imagen de Franco aparecía por todas partes, surgía de todas las alusiones y todos los propósitos. La propaganda enemiga colaboraba absurdamente a esta exaltación, al referir a Franco toda la actividad de la zona nacional; por eso al final de la guerra civil había en la zona republicana tantos franquistas como entre los vencedores. Pero el activista desbordante del equipo Serrano era sin duda Dionisia Ridruejo. Había dicho en Juventud que no puede pactar. «La juventud no tolera consejos de cabezas que no sean militares y altas». Director del Servicio Nacional de Propaganda (cargo en que se mantuvo hasta 1940 desde comienzos de 1938), Ridruejo desembarcó con su equipo en la Cataluña reconquistada y trató inteligentemente de comunicar la nueva doctrina también en catalán, lo que impidieron ásperamente las autoridades militares y, concretamente, el general Álvarez Arenas. El 19 de marzo se internó en un sanatorio del Montseny, desde donde observó el final de la guerra civil, para luego retornar repuesto a su utopía de propaganda fascista.

LOS GRANDES INTELECTUALES MONÁRQUICOS:
SAINZ, PEMÁN, PABÓN

A las órdenes del general Millán Astray, el escritor falangista Ernesto Giménez Caballero, en cuya Gaceta Literaria se habían dado cita y convivencia las vanguardias culturales que luego chocaron en la República y la guerra, actuó como inspirador de la propaganda, que luego siguió ejerciendo por libre tras la llegada de Serrano Suñer. Gustaba después referirse a sí mismo como «el primer ministro de Cultura de la España nacional» y se movió incesantemente por frentes y retaguardias como un adelantado de la nueva cultura nacional y fascista española, muy en la línea de sus resonantes libros de la época republicana, sobre todo Genio de España. Hombre de exuberante vitalidad intelectual y estilo fascista puro —mussoliniano, no hitleriano como los hombres de Ramón Serrano—, caía en gracia a Franco, que, sin embargo, no le hacía mucho caso aunque le dejaba hacer y recurría a él en momentos importantes, por ejemplo cuando le encargó en abril de 1937 nada menos que el Decreto de Unificación. Llegó con las vanguardias del Ejército del Norte a la frontera de Francia, donde clamó con voz estentórea: «Ya hay Pirineos». Era un colosal humorista de fondo, idealista absoluto, pletórico de vida que en sus últimos años se quejaba, con razón, de que los medios de la derecha española le despreciasen. Gocé de su amistad y del insondable atractivo de sus recuerdos. Ha sido uno de los españoles más originales de este siglo.

Sánchez Mazas, Cambó, Serrano y su equipo, Giménez Caballero. Mi quinto hombre de la cultura en la política de la España nacional es sin duda don Pedro Sainz Rodríguez, a quien traté íntimamente en el tramo final de su vida y cuyos libros recientes lancé con enorme satisfacción y gratitud por su parte; poseo en ellos las más estimulantes dedicatorias que cabe esperar de un maestro tan reconocido. Discípulo de Menéndez Pelayo, amigo íntimo de Franco en la Monarquía y en la República, este profesor católico y liberal, «Carnes en latifundio» como le definía Serrano Suñer, llegó al Ministerio de Educación Nacional en enero de 1938 tras ostentar la jefatura del Servicio falangista de Educación. Era un formidable hombre de cultura, primer especialista mundial en historia de la espiritualidad española, y puso en marcha el estupendo plan humanístico para el bachillerato con su reforma de 1938. Monárquico de don Juan de Barbón, vivió desde fines de la dictadura hasta su huida de España en 1942 entre todos los bastidores del poder, recibió el Ministerio de Educación por la recomendación de Serrano Suñer a Franco, y con el compromiso de dejar el cargo cuando acabase la guerra. Durante la guerra desempeñó misiones esenciales en la política cultural, animó la propaganda interior y exterior, utilizó al servicio de Franco sus anchas relaciones internacionales, creó el Instituto de España y trató de suplir con gran efectismo la falta de vida académica y universitaria, donde logró muchos mejores resultados que sus homólogos del bando republicano.

Trabajaban muy cerca de su inspiración algunos destacados intelectuales del poder. Ante todo José María Pemán, que sí tuvo oficialmente la consideración de cuasi ministro de Cultura por su nombramiento como consejero de Cultura en la Junta Técnica del Estado al comenzar octubre de 1936; no servía para la actividad burocrática pero se movió incesantemente por los frentes y la retaguardia y los periódicos como propagandista incansable. Su Poema de la bestia y el ángel, injustísimamente sepultado en el olvido y el desprecio, es una de las grandes producciones literarias de la guerra civil, comparable con ventaja a las mucho más aireadas de los poetas del Frente Popular. Pemán ha sido el primer articulista español del siglo XX y luchó con toda su alma por la España nacional, como el gran periodista liberal Manuel Aznar y lo mejor del periodismo español de los años treinta. Muchos de ellos fueron víctimas culturales, nunca lloradas públicamente, en la zona roja, como el presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, Alfonso Rodríguez Santamaría y muchos de sus compañeros.

Eugenio Vegas Latapié, el activista cultural de Acción Española durante la República, fue colaborador principal de Pedro Sainz Rodríguez y nos ha dejado un relato apasionante y amarguísimo de sus decepciones y sus luchas ideológicas durante la guerra civil. Vegas era un totalitario tradicional, un hombre del Antiguo Régimen que, naturalmente, chocó con la confusa realidad presente, lo que no le impidió luchar junto a Sainz Rodríguez para apoderarse durante la guerra de la Editorial Católica y convertirla en un centro de integrismo monárquico. No lo consiguieron por más que Serrano Suñer tampoco quiso entregar la poderosa empresa periodística a sus antiguos amigos del populismo católico hasta que condicionó con hombres suyos la marcha de la casa. La mayor influencia del tándem Sainz-Vegas era sobre los generales monárquicos —Orgaz, Kindelán, Varela— enfrentados a Serrano y empeñados en adelantar la restauración que ninguno de ellos alcanzaría a ver en vida. En fin, aunque los servicios de prensa y propaganda dependían de Serrano Suñer, trabajaban eficazmente en ellos algunos intelectuales de primer orden no fascistas, como el profesor Jesús Pabón, competentísimo jefe de prensa extranjera y ya autor de varias obras de mérito, como Diez figuras (Burgos, ediciones Razón y Fe, 1939), Víctor de la Serna y Eugenio Montes. He aquí a una tríada de genios comunicadores: Pabón, primer historiador de la España contemporánea; Montes, finísimo estilista y hombre de inmensa cultura; Víctor de la Serna, otro de los grandes en la historia del periodismo español. Pabón, que era monárquico-populista, fue relegado por Franco en sus justas aspiraciones al Ministerio de Educación cuando lo dejó Sainz Rodríguez en 1939, lo que le marcó traumáticamente para toda la vida, aunque siempre lo disimuló. En el equipo intelectual que redactaba la revista reservada Noticiero de España fulgura una nómina de intelectuales que nada tienen que envidiar, en cuanto a calidad y eficacia, a los que colaboraban con el poder en la zona republicana, presididos por el propio Pabón, Luis Lojendio, Melchor Fernández Almagro y Álvaro Cunqueiro[4].

LOS INTELECTUALES DE LA ESPAÑA NACIONAL EN GUERRA.
EL FORMIDABLE CONJUNTO DE «OCCIDENT»

Puede que sea en este epígrafe donde se provoquen las mayores sorpresas para el lector no especialista, pero abrumado quizá por esa propaganda que lanzaba Max Aub desde el principio: según la que todos los intelectuales valiosos de España y de fuera se habían alineado con el Frente Popular. Y lo mismo que la lista del Frente Popular la veíamos simbólicamente encabezada por Federico García Lorca, esta de los intelectuales partidarios de Franco ha de ser presidida por Ramiro de Maeztu, «Señor y capitán de la Cruzada» como le llamara Pemán, asesinado con el manuscrito de Defensa del espíritu en las manos por el delito de pensar y escribir así en el verano de 1936.

El primer escritor de l a militancia nacional en guerra tendría que ser Eugenio d’Ors, por su proyección universal y por sus resonancias en la vida cultural de la zona; como Sainz Rodríguez le había designado para ocupar una dirección general en su Ministerio, pensé incluirle entre los intelectuales del poder. Pero D’Ors, pese a sus inventados y rutilantes uniformes, estaba por encima del poder y sería un error detenerse en sus extravagancias para menospreciar su actuación, que fue valiosísima en términos de apoyo a la causa. Animó la vida cultural, académica y parauniversitaria, así como las revistas culturales de cuya producción ha dado cuenta Díaz-Plaja en su citado libro antológico: Jerarquía y Vértice eran las más difundidas. Contribuyó de forma decisiva al rescate de los tesoros del Museo del Prado y convenció a Europa de que la guerra del Frente Popular no era la guerra de Cataluña sin más matizaciones; Cataluña se dividió en dos como toda España.

Si Noticiero de España, esa revista reservada e incógnita que ahora revelo, es la fuente principal de referencia (junto con Domingo y el ABC de Sevilla) para valorar el apoyo intelectual a Franco dentro de España, la revista de Joan Estelrich Occident (financiada por Cambó) ofrece una estupenda antología del apoyo exterior. Era quincenal, y su primer número apareció el 25 de octubre de 1937; su publicación duró hasta el 30 de mayo de 1939. Tal vez la misión principal de Occident fue contrarrestar el tremendo impacto antifranquista de varios escritores católicos franceses combinados con la propaganda de Euzkadi y con el esfuerzo de José Bergamín, el escritor católico español al servicio de la propaganda comunista de guerra. Emmanuel Mounier, director de Esprit e inspirador de Bergamín, arrastró a Jacques Maritain contra la Cruzada; combatieron también contra Franco, más que por el Frente Popular, además de Bernanos, otros escritores famosos, como François Mauriac.

La estrella pro Cruzada en Occident fue indiscutiblemente Paul Claudel, cuya Oda a los mártires de España fue el más famoso poema de Europa a la guerra civil española. Siguió a Claudel una pléyade de intelectuales franceses de primer orden, como el cardenal Baudrillart, rector del Institut Catholique de París: «Deseamos la victoria de Franco para bien de Francia, de España y de la Iglesia Católica», declaraba el S de febrero de 1939, poco después de que un jesuita bien informado destruyera las acusaciones de Bernanos sobre la represión en Mallorca.

En otro libro hemos señalado el apoyo de la cultura católica y conservadora francesa a la España nacional; a él nos remitimos. Ello es cosa sabida por todo el mundo (excepto por Southworth, quien habitualmente desprecia cuanto ignora), pero se conoce menos que en Gran Bretaña alentó (gracias a la acción del duque de Alba y del marqués del Moral) una adhesión a la causa de Franco por parte de figuras del mundo de la economía y la diplomacia (como puede comprobarse en los libros de Loveday y Hodgson) y no menos del mundo de la cultura, como muestran los casos de Hilaire Belloc —visitante de la España nacional en 1939— y George Bernard Shaw, que escribía al final del conflicto en el Daily Mail: «El general Franco defiende todo lo que se nos ha enseñado a considerar respetable en oposición a todo lo que se nos ha enseñado a considerar condenable». Y en una comedia de actualidad que por entonces representaba en Ginebra, Shaw tomaba como personaje al general Franco a quien presentaba como «partidario de un gobierno ejercido por caballeros contra otra dirigido por granujas». Esta figura y frase arrancaban las mayores ovaciones en la sala. Por otra parte la radical conversión de figuras como Orwell al anticomunismo militante serviría, en los años siguientes, como justificación de la España nacional ante la opinión pública de Occidente.

UNAMUNO, ORTEGA, MARAÑÓN, AYALA, BAROJA

La nómina de los intelectuales que se alinearon con la Cruzada no solamente resiste la comparación con la del bando contrario, sino que la supera de punta a punta, aunque las mismas fuentes de la misma propaganda traten de ocultarlo tenazmente hasta nuestros días. Repasemos ante todo a las figuras estelares.

Miguel de Unamuno fue, como no podía ser menos, proscrito sucesivamente por las dos Españas, pero antes del famoso acto del 12 de octubre en el paraninfo de la Universidad salmantina había condenado durísimamente a la República desmandada —de la que había sido ciudadano de honor— y había encabezado la adhesión de varios rectores de universidad al alzamiento, cuando Franco asumía el poder supremo. Los tres firmantes principales y promotores de la Agrupación al Servicio de la República repudiaron la causa de la República pese a que ahora hay quien pretende disimular sus inequívocas declaraciones.

Ramón Pérez de Ayala había dicho en carta celebérrima al Times de Londres el 10 de junio de 1938: «Los hilos de la República son culpables de matricidio». Y tras rechazar la posibilidad de armisticio entre las dos Españas proclamó: «La suerte de la civilización occidental está en la victoria de Franco». Había huido de España en setiembre de 1936, y residía en París, desde donde desplegó una notable actividad en favor de la causa nacional.

Gregario Marañón había conseguido escapar del caos madrileño antes de acabar el año 1936. Residió en París y viajó por América, mientras su hijo Gregario combatía como alférez provisional en el ejército de Franco. Su correspondencia con Ramón Pérez de Ayala, publicada por Marino Gómez Santos, es reveladora y muy comprometida en contra del Frente Popular y en favor de la causa nacional. En La Nación de Buenos Aires había escrito el 3 de enero de 1938: «que la España roja que hoy todavía lucha es, por su sentido político, total y absolutamente comunista, no lo podrá dudar nadie que haya vivido allí sólo una hora… el comunismo ha explotado las brechas de la vanidad de los liberales y ha aplicado a su motor la ceguera liberal… El régimen de la España roja es absolutamente soviético y un hombre liberal nada tiene que hacer allí».

José Ortega y Gasset, primer intelectual de España durante los años veinte y treinta, se escondió en Madrid al estallar el alzamiento, huyó a Alicante y se refugió en París. Cayó enfermo. Su hijo Miguel se incorporó al ejército nacional y participó con su hermano José en la campaña de Aragón, en 1938. Estaba en París al final de la guerra, tras haber dedicado a la superficialidad de algunos grandes intelectuales europeos pro republicanos su admirable Prólogo para franceses (Holanda, mayo de 1937), su admirabilísimo Epílogo para ingleses (París, abril de 1938) y, sobre todo, su ensayo En torno al pacifismo, publicado en inglés en junio de 1938: «Mientras en Madrid los comunistas y sus afines obligaban, bajo las más graves amenazas, a escritores y profesores a firmar manifiestos, hablar por radio, etc., cómodamente sentados en sus despachos o en sus clubs, exentos de toda presión, algunos de los principales escritores ingleses firmaban otro manifiesto donde se garantizaba que esos comunistas y sus afines eran los defensores de la libertad».

Pío Baroja fue todavía más tajante: «En estos momentos —había escrito en agosto de 1936— soy partidario de una dictadura militar», y es que, como Unamuno, reaccionaba así ante el caos de la República tras las elecciones de febrero. Fue salvado junto a la raya de Francia por el comandante Carlos Martínez de Campos cuando algunos requetés Jo amenazaron; luego estuvo fuera y dentro de España, participó en actividades académicas de propaganda y nada hizo para justificar algunas reticencias que se formularían en el futuro sobre su comportamiento, sobre todo en torno a su detonante libro Comunistas, judíos y demás ralea (Valladolid, Ed. Reconquista, 1938), en el que lo realmente importante era el título.

UNA PLÉYADE DE INTELECTUALES POR LA ESPAÑA NACIONAL

Contó pues la España nacional en guerra con intelectuales de primerísima magnitud que la defendieron (o atacaron a la causa enemiga, que es lo mismo) ante la opinión mundial. Insistamos en que casi todos los escritores, intelectuales y predicadores de la Iglesia católica en todo el mundo participaron de esa misma actitud, lo que constituyó en favor de la causa de Franco una acies ordinata realmente irresistible. Resulta difícil, por lo copiosísimo de los datos y el peligro de omisiones, intentar una relación de adhesiones militantes que siguieron a tales estrellas, pero lo vamos a procura r de forma elemental.

Manuel de Falla, primera figura musical española del siglo XX, pasó toda la guerra en Granada, y se declaró fervoroso partidario de la ca usa nacional, lo que no impidió su honda repulsa por el asesinato de su amigo Federico García Lorca. Desde principios del año 1936 le aquejaba una molestísima enfermedad de origen dental. Aceptó la presidencia del Instituto de España, aunque no quiso asistir a su sesión inaugural. No por desvío de la causa; había compuesto el Canto marcial sobre el Himno a los Almogávares de Pedrell como marcha para las tropas nacionales. Trabajaba intensamente en La Atlántida cuando envió su adhesión formal al general Franco por medio de don Pedro Sainz Rodríguez, de lo que éste ha dado testimonio en su libro póstumo Semblanzas. Salió libremente de España en octubre de 1939 pero nunca se consideró, porque no lo era, un exiliado. Seleccionó entre los trabajos del gran narrador andaluz Manuel Halcón Necesidad de la ternura, publicado en ABC el 1-2 de diciembre de 1938. José Carlos de Luna clamó en ABC el 21 de septiembre de 1937 contra «la tenebrosa España del estúpido siglo XIX».

Alfonso García Valdecasas, jurista insigne y cofundador de Falange, decía en El Diario Vasco, el 30 de junio de 1937, que «por todos los ámbitos de la España liberada resuenan los nuevos cantares de gesta»; Concha Espina, la gran novelista, fustigaba a la democracia en el ABC (mayo de 1938); Agustín de Foxá, uno de los más interesantes intelectuales de la zona nacional, trataba de poner en su sitio a Ángel Ossorio y Gallardo el 4 de diciembre de 1938 en el ABC de Sevilla con El señor embajador; Pedro Gómez Aparicio, ya maestro de periodismo, criticaba a Jacques Maritain en una durísima carta abierta; Tomás Borrás, escritor de calidad suprema y excelente documentación histórica, escribía El tiro de gracia en Vértice de junio de 1937. El dramaturgo Enrique Jardiel Poncela, uno de los grandes de la escena española en todo el siglo, tronaba contra las sindicales enemigas en Lo cursi y lo terrorífico (domingo 14 de enero de 1938) y anunciaba: «Hemos de reír más que nunca porque el amanecer de España es de una alegría divina»; Edgar Neville, el eterno enamorado de Madrid, decía a Madrid en Vértice (diciembre de 1937): «Madrid… tú sabes que no luchamos contra ti sino por ti»; el académico Francisco Casares recordaba que «perdonar no es olvidar»; y su colega Francisco de Cossío escribía en ABC el 3 de marzo de 1938: «Toda España está con Franco. Justos y pecadores están con Franco. Los ortodoxos y los conversos, los puros y los arrepentidos, los que se equivocaron antes y los que acertaron siempre». Federico García Sanchiz, en su famosísimo «Más vale volando» (ABC, 16 de julio de 1938) comenta el hundimiento del Baleares «Y los restos de mi hijo en el mar»; Lorenzo Riber es de los primeros colaboradores del Noticiero de España; el gran poeta dramático Eduardo Marquina entrega al Ebro un mensaje de solidaridad con Cataluña; fray Justo Pérez de Urbel colabora con el equipo falangista literario de Jerarquía, al lado de Fermín Yzurdiaga y Pedro Laín; Rafael García Serrano toma de la viva realidad de frentes y retaguardias los materiales para su colosal Diccionario para un macuto; Wenceslao Fernández Flórez, el genial estilista y humorista galaico, colabora en el ABC de Sevilla con intencionados trabajos suavemente satíricos; Víctor de la Serna —ya citado— debería merecer La consideración de quienes se obstinan en ignorar el auténtico ambiente de la zona nacional en su Elogio de la alegre retaguardia, publicado en Vértice (junio de 1937); el profesor Martín Almagro decía en Occidente y cristiandad (domingo 20 de mayo de 1938): «España deberá resucitar para ser por otra vez, como en Trento, columna y ambicioso sostén espiritual del orbe». Luis Rosales lo remachaba en «Política de misión» (Arriba España, 1 de enero de 1938): «Ha pasado el tiempo en que fue posible, en nombre de un sentido liberal y un pretendido prestigio intelectual, minar la labor ejecutiva del Estado… entre el pueblo y el Estado es indiscutible, por voluntad expresa del Caudillo, la situación jerarquizada del Movimiento». Álvaro Cunqueiro —fantástico escritor gallego— proclamaba la «necesidad de un César» en Arriba España del 3 de marzo de 1938: «Necesitamos Caudillo». César González Ruano, periodista egregio, tronaba «contra los asesinos de España» en ABC, el 2 de mayo de 1937; Gerardo Diego —futuro premio Cervantes, altísimo poeta— iniciaba una serie sobre Poesía militar española con Jorge Manrique; el profesor Salvador Minguijón negaba fundadamente el carácter democrático de la República en su trabajo publicado precisamente el 1 de abril de 1939 en el Noticiero de España; los grandes pintores de alcance y fama mundial, Ignacio Zuloaga, José María Sert y José Gutiérrez Solana expresaban con la pluma y la paleta su adhesión a la causa nacional.

Al final de la guerra civil aparecieron los topos de Franco escondidos durante todo el dominio republicano, entre los que destacaron el director de la Biblioteca Nacional Francisco Rodríguez Marín y el escritor de choque José María Carretero («El Caballero Audaz»), que vivió de manera fúnebre en varios panteones mientras el joven periodista Emilio Romero salía del hospital-prisión tras su escapatoria del pelotón de fusilamiento. El espléndido y profundo novelista catalán Ignacio Agustí llegó a zona nacional en 1937, contribuyó a la creación de la revista de alta calidad Destino, luchó en el frente de Aragón y junto con Ridruejo nos ha proporcionado un relato de l as actividades surrealistas del equipo Ridruejo en la Cataluña liberada: Edgar Neville, el orondo pintor Pedro Pruna, Samuel Ros, Jacinto Miquelarena, Román Escohotado, Carlos Sentís… que constituye un amable e ilusionado esperpento en medio de los horrores de la derrota y las primeras esperanzas de la victoria. Ante semejante relación de nombres y méritos, que simplemente extractamos de centenares de fichas, de forma muy fragmentaria, ¿cabe negar un apoyo cultural de primerísima magnitud a la causa nacional en guerra? Luego vendrían algunos (no todos, ni mucho menos) arrepentimientos y deserciones, como también sucedió (Orwell, Malraux, Koestler, Octavio Paz) en el otro bando, con mucha mayor resonancia universal. Pero de ahí a proclamar, a fuerza de ignorancia o mala fe, que Franco perdió la guerra de la cultura, se abre un abismo de ridículo[5].

LA TERCERA ESPAÑA

Un nutrido grupo de intelectuales que logró evadirse de la España republicana o no quiso regresar a ella formó en el extranjero la agrupación (o, mejor, conjunto, porque no intentó conexión alguna) llamada después la Tercera España, por su alejamiento de compromiso durante la guerra civil. Manuel Aznar, en Diario de la Marina (febrero de 1937) cita una impresionante lista de intelectuales huidos del caos republicano lo antes posible, entre los que figuran Ramón Menéndez Pidal, Manuel García Morente (convertido a la religión por la guerra), Teófilo Hernando, el doctor Covisa, don Felipe Sánchez Román, el economista Flores de Lemus, los profesores Gustavo Pittaluga y Blas Cabrera, el arquitecto y político catalán Puig y Cadafalch, Adolfo Posada; los profesores Jiménez Díaz y Pío del Río Hortega, América Castro y Ramón Gómez de la Serna, los doctores Blanco Soler y Madinaveitia, los escritores Rafael Marichalar y Rafael Altamira; el escultor Sebastián Miranda y el arquitecto Zuazo, amén de innumerables políticos presididos por don Niceto Alcalá Zamora y don Santiago Alba, tres presidentes del Consejo y catorce ministros de la República… Casi todos estos nombres pertenecieron a la Tercera España, cuyo portavoz más importante fue el ex ministro y profesor de Oxford Salvador de Madariaga, cuyo libro España (Buenos Aires, Sudamericana, 1962 para su versión definitiva, publicada en España luego por Espasa-Calpe) constituye una especie de manifiesto representativo de todo ese conjunto de grandes españoles aventados por la guerra civil. Uno de ellos, el profesor Claudio Sánchez Albornoz, era embajador de la República en Lisboa el 18 de julio de 1936, y se marchó, ante el reconocimiento de Franco por Portugal, a París y Burdeos; fue destituido de su cátedra por el Frente Popular al negarse a regresar a España; en la misma tacada que los catedráticos Ortega y Gasset, Américo Castro y Pittaluga. Estaba en Francia al acabar la guerra de España. Don Ramón Menéndez Pidal huyó de Madrid en la semana de Navidad de 1936; con el doctor Marañón y sus familias. Vivió en Cuba y Nueva York; Occident publicó, con grandes elogios, una de sus conferencias en París sobre el imperio euroamericano de Carlos V, «tan de acuerdo con el espíritu de la España liberada». Regresó a España a poco de acabar la guerra. Representante típico de la Tercera España es Salvador Dalí, que se marchó a poco de estallar la guerra, que pasó en París y Nueva York: alejado de las preocupaciones españolas, organizó en Nueva York el 16 de marzo de 1939 un escándalo publicitario con rotura de escaparates como prólogo a su famosa exposición abierta el siguiente día 21 en la galería Levy. El dramaturgo y premio Nobel Jacinto Benavente oscilaba entre las dos Españas; escribió por coacción contra la causa nacional en Valencia, pero luego se encaramó a la tribuna presidencial para el desfile de la victoria del Ejército nacional de Levante. La nueva España le sumió en un foso de silencio total. Por poco le ocurre lo mismo al gran Azorín, que, huido a Francia, vivía en el Colegio Español de París, desde donde escribía artículos en el ABC de Sevilla y cartas a Franco en que le recomendaba lúcidamente la «reincorporación de la intelectualidad extrañada». Volvió también a poco de acabar la guerra.

Muchos de los intelectuales que escaparon del Frente Popular han sido presentados después, sin el menor fundamento, como hostiles a la causa nacional. Ello se debe a la superposición arbitraria de la segunda guerra mundial sobre la guerra civil española, con el entrecruzamiento de dos propagandas culturales de muy diverso origen y sentido. Ahora solamente nos interesa la guerra civil, donde desgraciadamente se cruzaron también las depuraciones y exclusiones fulminadas desde el bando vencedor con las, ya menos útiles, lanzadas durante el conflicto por los gobiernos republicanos. Un interesante estudio sobre las depuraciones en la Universidad de Valencia concluye:

«Como puede observarse, la depuración franquista fue numéricamente, en la Universidad de Valencia, la mitad de la republicana… Estos datos… deben hacemos reflexionar sobre el tópico de una intelectualidad totalmente volcada a la causa democrática». Y más todavía sobre el carácter presuntamente democrático de esa causa, diríamos al agudo autor. Porcentajes similares se dieron en las demás universidades españolas; en varias la represión de los vencedores fue todavía menor, en porcentajes, que en el caso valenciano.

Sabemos que lo que hicieron los vencidos con los catedráticos republicanos que consideraban desafectos, y no digamos con los que creían enemigos, que perdieron sus cátedras y a veces sus vidas. Pero al final de la guerra la depuración definitiva correspondió a los vencedores.

El ministro de Educación Nacional Pedro Sainz Rodríguez y sus servicios procedieron a esa depuración metódicamente. Por la orden publicada en el Boletín Oficial del Estado el 4 de febrero de 1939 quedaban separados del servicio «por su abierta oposición al espíritu de la Nueva España» los catedráticos de la Universidad Central Luis Recasens Siches (Derecho), Honorato de Castro Bonel, Pedro Carrasco y A. Moles (Ciencias), Miguel Crespi (Ciencias), Antonio Madinaveitia (Farmacia), Manuel Márquez, José Sánchez Covisa, Teófilo Hernando (Medicina), y Cándido Bolívar (Ciencias). Por la orden publicada en el BOE el 17 de febrero sufrían la misma sanción los catedráticos de la Central Luis Jiménez de Asúa (Derecho), José Giral (Farmacia), Gustavo Pittaluga (Medicina), Fernando de los Ríos (Derecho), Juan Negrín (Medicina), Pablo Azcárate (Derecho), Demófilo de Buen (Derecho), Julián Besteiro y José Gaos (Filosofía), Domingo Barnés (Filosofía), Blas Cabrera (Ciencias), Felipe Sánchez Román (Derecho), José Castillejo y Wenceslao Roces (Derecho). Y el BOE del 25 de febrero daba una nueva lista de catedráticos de universidad separados «Como enemigos de España»: Joaquín Xirau (Filosofía, Barcelona), Pedro Bosch Gimpera y Pompeyo Fabra (ibíd)., Mariano Ruiz Funes (Derecho, Murcia), Alfredo Mendizábal (Derecho, Oviedo); Manuel Martínez Pedroso (Derecho, Sevilla), Alejandro Otero (Medicina, Granada). A partir de entonces los católicos, y el Opus Dei en particular, se aprestaban a conquistar los vacíos que habían dejado en las cátedras universitarias los horrores y las incompatibilidades a vida o muerte generadas por la guerra civil. Ante la singular y antihistórica pervivencia del tópico, estoy seguro de que a muchos lectores les habrá extrañado la acumulación de datos contenidos en este capítulo sobre el verdadero rostro de la lucha cultural en España. Que asumía en los frentes todos los caracteres de lucha ideológica encomendada, por el mando del Ejército Popular, a los comisarios y milicianos de la cultura, cuya orientación pretendieron muchas veces con éxito los comunistas; y en el Ejército Nacional por los capellanes militares, cuya actuación a lo largo de la guerra civil fue ejemplar y elevada, sin que se hayan detectado disonancias en los miles de documentos calientes de las unidades examinados por el autor. La guerra cultural e ideológica de España se riñó mucho más profundamente entre capellanes y comisarios que entre intelectuales más o menos manipulados o instrumentados por los gobiernos. En este sentido la guerra de España fue también una guerra hondamente popular, librada entre las mismas bases y las mismas raíces de las dos Españas[6].