La major part dels castellans gosen dir públicament que aquesta nostra província (Catalunya) no és Espanya y per ço que nosaltres no som verdaders espanyols. Aquesta província no sois es Espanya mas és la millor Espanya.
(Cristofor Despuig,
en sus Col-loquis de Tortosa, 1557)
El 22 de octubre de 1987 el Parlamento de Cataluña aprobó por unanimidad «Celebrar el milenario de la independencia de hecho de los condados catalanes, basándose en la negativa del conde Borrell II de Barcelona a prestar vasallaje al rey de los franceses Hugo Capeto el año 988». Muy curiosamente la Generalidad de Cataluña nombró tras esta decisión no probada ni razonada una comisión formada por eminentes medievalistas para que la probase y razonase; lo cual llamamos en Castilla poner el carro antes de los bueyes, dígase con toda consideración. La Comisión fue titulada «del Milenario del Nacimiento Político de Cataluña», que ya era un paso más; el nacimiento político, nada menos. Emitió algo más de un año después su informe, cuando ya casi se había terminado la fecha teórica del milenario, 1988, y se curó en salud al afirmar que «no nos ha interesado tanto la defensa de la exactitud de una fecha milenaria precisa, el 988, sino probar documentalmente la existencia de un pueblo diferenciado y consciente de lo que era hace mil años» (Generalitat de Catalunya, Procés de l’independencia de Catalunya, la fila de 988, Barcelona, 1989). El título de este informe es una nueva manipulación, menos mal que la independencia se refiere a los siglos VIII-XI, en el primero de los cuales vivieron los condados de la futura Cataluña en plena dependencia, como veremos. En el informe no se cita una sola vez el nombre venerable primigenio de Marca Hispánica fundada por los carolingios en 795; sólo se alude, y entre comillas, a una «marca». La clave del informe está entre las páginas 71 y 73, me parece. Vamos a comprobarlo en su contexto.
El Milenario del Nacimiento Político de Cataluña se ha improvisado y se ha celebrado en torno al conde de Barcelona Borrell II, hijo del conde Sunyer, que fue heredero del mitológico Wifredo el Velloso, fundador de la casa condal de Barcelona y Urgel, en torno del cual el historiador Joseph Calmette, que ejerció una auténtica dictadura sobre la historiografía catalanista durante la primera mitad de este siglo, quiso montar «el supuesto nacimiento de Cataluña en 865», y la expresión es del gran historiador catalán Ramon d’Abadal en su espléndido conjunto de estudios Els primers comtes catalans, publicado por primera vez en 1958 y varias veces reeditado; citamos por la reimpresión de la editorial Vicens Vives en 1983. Abadal es, por cierto, el investigador en cuyas tesis pretende apoyarse fundamentalmente la Generalidad de Cataluña al urdir su milenario; una selección de sus textos ha sido solemnemente presentada en edición oficial de la Generalidad por el propio señor Pujol en 1988. Vamos, pues, a apoyarnos también en don Ramón para estas consideraciones, pero con la diferencia de que vamos a decir lo que él realmente dijo. Entre otras frases lapidarias, dos fundamentales. Una sobre el presunto nacimiento de la soberanía catalana por la actuación del Velloso: que es, para Abadal, «una fantasía ligada a concepciones políticas modernas»; otra, que contradice la pretensión milenarista frontalmente: «Nadie podrá decir nunca cuándo nació Cataluña». Aunque lo acuerde el Parlamento de Cataluña por unanimidad. Wifredo, que es un personaje de colosal envergadura, dejó un gran recuerdo como fundador de monasterios, repoblador y guerrero; pero según Abadal su figura no se ha exaltado tanto por esas actuaciones reales sino por su «presunto carácter de conde soberano de la Cataluña independiente». Es decir, que «Wifredo fue convertido por la historiografía legendaria en nuestro héroe fundador». Bien, pues una vez rechazada por la mejor historiografía catalana tal leyenda, ahora la historiografía parlamentaria, incluidos en mala hora los representantes de Alianza Popular y el CDS, más catalanistas que nadie, ha decidido investir como héroe fundador al conde Borrell II.
Borrell, conde de Barcelona desde 947 a 992, gobernó durante cuarenta y cinco años ese condado y además los de Gerona, Osona y Urgel. Se tituló también marqués, porque su territorio hacía frontera con los sarracenos, una frontera que fue siempre el horizonte de la Marca Hispánica; se tituló también duque de Iberia, duque de Gotia, duque de España, y concretamente de la España Citerior, título que Abadal reconoce, pero el informe de la Comisión para el Milenario Político borra como por ensalmo; y príncipe del condado de Gerona. Para Abadal ese imponente conjunto de títulos ofrece «un cierto regusto de independencia» respecto a la soberanía del reino de los francos; pero resulta algo apresurado montar milenarios sobre «un cierto regusto».
Borrell acudió a Roma para conseguir del papa que la sede primada (primada de Hispania) de Tarragona, en poder de los moros, se trasladase a Osona; logró la autorización, pero el proyecto resultó efímero, como otros dos anteriores que buscaban la independencia eclesiástica respecto de Narbona. Borrell, hábil político pero pésimo estratega, trató de seguir una política de equilibrio entre el poder de los francos, de quienes dependía feudalmente, y el inmenso poder musulmán del califato cordobés, al que envió embajadas de aproximación en tiempos de Abderramán III y su sucesor Al-Hakem. Pero al morir éste en 976, le sucedió Hisham, dominado pronto por Al-Mansur, nuestro familiar Almanzor, tirano militar que asoló los territorios cristianos y arrasó la ciudad de Barcelona en su campaña de 985. Parece que el estrago fue horrible, pero breve la ocupación; los condados catalanes no recibieron auxilio del reino de los francos, cuyo titular, Lotario, murió en 986, por lo que Borrell rindió en ese mismo año el homenaje ritual a Luis, como sucesor de Lotario. Pero Luis murió en mayo de 987, y entonces fue elevado al trono de rey «de los francos y de los hispanos», entre otros pueblos, el duque de Francia Hugo Capelo, fundador de la dinastía de la que proviene, entre otros monarcas, el actual Rey de España don Juan Carlos de Borbón. No era una dinastía carolingia; y algunos historiadores apuntan que los condados catalanes (que por supuesto no se llamaban todavía así) se sintieron por ello más desvinculados de la soberanía franca.
Llegamos ya a la solemne ocasión del milenario. Al comenzar el año 988 el conde Borrell II pide ayuda a su soberano, el rey de los francos, contra la permanente amenaza de Almanzor, que no se desvaneció, como se sabe, hasta que en 1002, en tierras sorianas el caudillo implacable «perdió el tambor». Entonces el rey de Francia Hugo Capeta, y en su nombre el monje Gilberto de Aurillac, futuro papa y muy amigo de Borrell, escribe al «marqués Borell» una famosísima carta en que le anuncia que piensa dirigirse a España para combatir a la morisma; y en vista de los anteriores devaneos del conde de Barcelona con el califato cordobés, le requiere para que le preste nuevamente homenaje y fidelidad, y que para ello venga con poca gente a su campamento que se va a instalar en Aquitania, y que le envíe a tiempo legados para comprobar si le tiene más fidelidad que a los infieles. Ésta es la esencia de la famosísima carta, en la que Borrell no pudo menos de advertir semejante grosería final.
¿Qué sucedió entonces? Veamos lo que dicen los expertos historiadores que han confeccionado el informe del milenario: «No sabemos que el conde enviara internuncios para renovar su fidelidad, como le pedía (el rey) en la carta; no obstante sí sabemos que no pudo prestarla personalmente al rey Hugo Capeto en Aquitania, puesto que éste no acudió. Una sublevación en la parte norte del reino de Hugo, que dirigió el hermano del rey Lotario, el penúltimo rey carolingio, se lo impidió y tuvo que luchar con los revoltosos nada menos que hasta 991». (Informe, p. 71).
«A pesar de todo —siguen los expertos— en los condados de Borrell, los documentos siguieron siendo fechados por el rey Hugo, a quien calificaban de grande». Luego los expertos caen en un inconcebible dilettantismo cuando señalan que el título de duque de Iberia asumido por Borrell era un reconocimiento de «hecho diferenciador claro» entre Hispania y la Galia de los francos; pero no dicen, aunque lo saben, nada del título de duque de la Hispania Citerior.
Es decir, que según el dictamen de los propios expertos del milenario, éste se basa en tan deleznable fundamento como una falta de respuesta (no segura sino probable) del conde Borrell al rey Hugo, y no en una formal negativa del conde, que jamás se dio, y en una ausencia no ya del conde, sino del propio rey de Francia, al sobrevenirte la sublevación carolingia. Realmente deducir de esos dos factores negativos algo tan importante como el arranque para un milenario de independencia política supone un derroche de imaginación que no suele ser corriente entre historiadores encargados de tan importantes dictámenes. Se me ocurre que tal vez hubiera sido más acorde a la Historia celebrar el Milenario del Silencio Administrativo, o de la Probable Falta de Respuesta Escrita, o del Tancament de Caixes si, como quiere mi distinguido amigo y notable historiador Ainaud de Lasarte la «negativa», tuvo inmediatos efectos fiscales; no algo tan trascendental como el Milenario de Cataluña, la cual, por supuesto, no existía aún ni en la realidad ni por tanto en el nombre.
Otros medievalistas eminentes se muestran bastante escépticos en torno al presunto Milenario de Cataluña. Algunas de sus opiniones se recogieron en el número 36, abril-mayo de 1988, que la revista Cuenta y razón, nada hostil, por cierto, al catalanismo, publicó bajo la rúbrica general «Cataluña: mil años». Así el profesor José Ángel García de Cortázar cree que el milenario es «Una expresión demasiado redonda para que no se trate de una «convención» (p. 33). Y opta por retrasar la fecha por lo menos hasta 1 144-1149, o sea siglo y medio, lo cual, naturalmente, resulta demasiado para los propósitos políticos del milenario urdido por el señor Pujol y sus asesores. El profesor Josep M. Salarich, catedrático de historia medieval en la Universidad de Barcelona, se muestra todavía más escéptico. «En cualquier caso —dice— nos parece que no cabe buscar respuesta a la carta de Hugo Capeta o interpretar la no respuesta de Borrell como un acto de independencia política» (p. 53). El profesor Jaume Sobrequés Callicó, catedrático de historia de Cataluña en la Universidad Autónoma de Barcelona, es todavía más contundente. «Esta falta de matizaciones contribuye a que la legítima voluntad política de los grupos dirigentes enmascare algo la realidad histórica y a que amplios sectores de la opinión pública catalana, como ya sucedió en los tiempos no lejanos en que florecía la historiografía romántica, reciban un mensaje sobre el pasado colectivo plagado de afirmaciones inexactas e imprecisas. Creo poder afirmar sin temor a equivocarme que habría sido históricamente más riguroso aprobar, por ejemplo, que se deseaba conmemorar, tomando como pretexto una fecha puramente convencional, el arranque del proceso de construcción de un futuro estado soberano». En su estudio, que es un verdadero dictamen, el profesor Sobrequés recuerda que «Cataluña no existía en el momento de producirse el cambio de milenio», porque no había ni un territorio unificado ni una conciencia de pertenecer a una unidad, ni una voluntad colectiva nítida ni difuminada tampoco de querer vivir juntos (p. 56). Los nombres catalán y Cataluña no se han podido documentar antes del siglo XII, y hasta el XIV no apareció el término «principado de Cataluña». Luego se centra Sobrequés en la negativa del conde Borrell, dada por supuesta por muchos historiadores «no sin cierta ligereza», a responder a la carta del rey de Francia; y además «que el comportamiento político de Borrell no estaba inspirado por la voluntad de distanciamiento del monarca franco, y por tanto no tenía motivaciones independentistas, es algo que se hace evidente, como ha indicado el gran historiador catalán Ramón d’Abadal, en el hecho de que, tras de la referida toma de Barcelona por Almanzor, el conde barcelonés, tratando de rectificar su política de amistad con la corte musulmana de Córdoba, reorientase su diplomacia en el sentido de acercarse de nuevo a la monarquía francesa. Borrell no podía desconocer que este camino no sería viable sin mediar la ratificación de juramento de fidelidad política al que estaba obligado. Sobrequés se apoya en Abadal y en Rovira: «En verdad no hay un hecho histórico concreto que sea punto de partida de la independencia catalana» (p. 58). Y luego explica atinadamente el tratado de Corbeil entre Jaime I el Conquistador y san Luis de Francia, en mayo de 1258, cuando los condados de Cataluña, unidos a la Corona de Aragón, perdieron real y jurídicamente su dependencia del reino francés. Y concluye Sobrequés su magistral alegato con estas palabras, que cierran también para nosotros el problema: «No es, pues, históricamente correcto atribuir a Borrell II ni la voluntad bien definida de independizar sus condados de la monarquía franca ni el deseo de negarse a prestar el juramento de fidelidad a Rugo Capeto, porque, como ha escrito Rovira, el abandono de las negociaciones iniciadas entre Rugo Capeto y Borrell II parece debido, más que a una problemática resistencia del conde catalán a prestar homenaje al rey francés, al hecho de haberse producido en Francia la guerra dinástica».
La celebración del Milenario de la Independencia Política de Cataluña se ha basado, por lo tanto, en una colosal manipulación de la Historia por motivos políticos; por los mismos motivos políticos que inspiraron a la historiografía romántica catalana a tomar la leyenda por historia y exaltar la figura de Wifredo el Velloso como padre fundador de la Cataluña independiente; o a proponer el acta del año 965 como fundacional de esa independencia y de esa nación. A esta manipulación ha contribuido de mil amores la Iglesia catalana, que constituyó una fuente principal del nacionalismo político en el siglo pasado, con su endoso actual del milenario político y su celebración paralela del milenario eclesiástico, basado en una exposición titulada con una palabra latina gravemente incorrecta, MILLENUM, que no significa nada en su empeño de catalanizar al mismísimo latín, cuando la hermosa lengua catalana, sin llamarse así todavía, pronunciaba sus primeros balbuceos en el siglo IX sobre la descomposición vulgar del estupendo latín que se había hablado y escrito en la antigua provincia romana Tarraconense. Lo peor es, como vengo insistiendo, que los partidos de ámbito nacional, tanto el cajón de sastre llamado todavía CDS como Alianza Popular y su cristianizado sucedáneo, el Partido Popular, han caído de pies y manos en la trampa del milenario sin una crítica, sin una duda razonable, sin una matización, sin una protesta. Y lo peor de lo peor es que el artificial milenario y sus promotores han conseguido implicar en el engendro no solamente a la prensa nacional, sino hasta a la propia Corona. Con cara muy de circunstancias los reyes de España han presidido algunos actos del milenario, a cambio de que algunos historiadores catalanistas hayan proclamado a don Juan Carlos «descendiente de Borrell», sin mencionar que también lo es de Rugo Capeto. El compromiso más lamentable es el que se ha forzado sobre la noble figura de don Juan de Borbón, que usó el título de conde de Barcelona cuando se hacía llamar también por sus incondicionales rey de España; pero que luego ha retenido el título, refrendado incluso por real decreto en cuanto a su uso, cuando hay en España otro rey, el único rey de España que no es conde de Barcelona en toda la Historia, desde don Fernando el Católico para acá. Hubiera debido matizarse más que el rey de España es, de forma irrenunciable, conde de Barcelona; y que el uso de ese título por don Juan de Barbón es, como su condición de almirante, puramente honorífico, en virtud de la concordia que siempre ha regido las relaciones recientes dentro de la Casa Real española, con excepciones no dinásticas.
La manipulación histórica del milenario debe entenderse, pues, en medio de un contexto político. Que se marca, a parte ante, por el lamentable discurso de investidura del presidente Pujol en 1984 sobre la nación catalana; y por las actuaciones de la Generalidad de Cataluña en los campos de la teoría y la práctica a raíz de la falseada celebración. De todo ello nos vamos a ocupar al cierre de este estudio que ahora, tras la evocación de la reciente trampa, debe volver a las fuentes serenas de la auténtica Historia de Cataluña.
Inútil es decir que estos comentarios se emprenden desde un profundo amor y respeto a Cataluña, que brota de mi cuarto de sangre catalana; y dos de los otros tres cuartos son de sangre almogávar, que me impulsan a la misma comprensión y al mismo respeto. La historia de mi familia materna, que es la de los duques de Hornachuelas, se remonta por una de sus ramas principales al solar ampurdanés de la reina doña Sibila de Fortiá, cuyas huellas he seguido con emoción inmensa en más de una incursión por la Cataluña interior, con pretextos electorales. Me he honrado con la amistad de los dos últimos presidentes de la Generalidad catalana, señores Tarradellas y Pujol, y creo que, ante hechos inequívocos, con su confianza. En Cataluña se editan mis libros y tengo una parte sustancial de mis amigos mejores. Por lo tanto albergo la sensación de que escribo desde dentro, lo que me permite no caer en el halago torpe que prodigan, un tanto servilmente, algunos intelectuales castellanos cuando hablan sobre Cataluña; y creo por ello más fácil decir a los catalanes, desde el corazón de la historia, Jo que creo, sin dogmatismos, la verdad.
Y es que hay dos historias de Cataluña que difieren sobre la única realidad de Cataluña. Una, la más antigua y venerable, pero que tiene hoy eximios representantes, considera a Cataluña en sí misma y como una de las fuentes de España, y contempla la historia de Cataluña como destinada por la geografía y por la propia historia, incluida la voluntad de su pueblo y sus grandes rectores históricos, de confluir en esa unidad nacional superior que se llama España. Sin embargo, cuando se planteó, desde reivindicaciones culturales, el catalanismo político exacerbado a fines del pasado siglo, brotó al margen de esa gran historia una historia romántica de Cataluña en la que lo malo no es el romanticismo sino el prejuicio; se trataba de una historia concebida y escrita con un propósito: desvincular a la historia catalana de la historia española, aplicar a la historia el exagerado concepto del hecho diferencial en que se quería fundar el nacionalismo, e incluso el separatismo catalán, enfrentado de lleno con la geografía y con la historia real de Cataluña.
Algunos historiadores catalanes de primera magnitud, como el citado Vicens Vives y el gran Ferran Soldevila (que mantiene, sin embargo, una veta nacionalista moderada) están inmunes de esa aberración porque, además de grandes historiadores de Cataluña, son grandes maestros de la historia de España; ver por ejemplo los múltiples tomos de la que con este título escribió Soldevila y ha reeditado Ariel en nuestros días. En esa espléndida línea de convergencia otro profesor e historiador catalán por los cuatro costados, Marcelo Capdeferro, publicó en Editorial Acervo de Barcelona, en 1985, su interesantísimo libro Otra historia de Cataluña, que tuve el honor de prologar. Frente a quienes exaltan, fuera del tronco, el hecho diferencial —los historiadores románticos—, Capdeferro insiste en la evolución del tronco genérico; los elementos comunes y convergentes entre la historia de Cataluña y la de España. Fundada en las desviaciones románticas de historiadores decimonónicos como Víctor Balaguer y Antonio de Bofarull, la historia catalanista degenera con frecuencia en el separatismo y, lo que es peor, en una forzada y antihistórica inexactitud.
Cuando Capdeferro afirmó y probó esa tesis, y ofreció en su Otra historia una estupenda alternativa de historia real, un silencio cobarde y culpable se abatió sobre su obra y su persona. Es, para un observador imparcial, una prueba de juego sucio, de sectarismo antihistórico, de politización de la historia y de la cultura. Aun así se agotó muy pronto la primera edición del libro, que ya ha logrado una urgentísima reedición. El debate histórico no se zanja con imposiciones ni silencios totalitarios; acostumbrado a ser víctima de tales métodos, que jamás me han inquietado lo más mínimo, quisiera ahora rendir tributo público al valor de este notable y valeroso historiador catalán, marginado sin razón alguna por aquellos que, como decía Antonio Machado, desprecian cuanto ignoran.
Con este espíritu emprendo estas consideraciones sobre el misterio que ofrece, para un lector de hoy, la verdadera historia de Cataluña. A la luz de estos profundos y honestos historiadores catalanes, e incluso, en algunos casos, catalanistas, que he resumido en los nombres de Vicens Vives, Soldevila y Capdeferro.
Jaime Vicens Vives esboza en varios puntos de su libro Aproximación a la historia de España (Barcelona, 1962) el nacimiento de Cataluña, no de la nación catalana. Por supuesto que lo que se conmemoró en 1988 no es el milenario de Cataluña, que en el año 988 no surgió ni como realidad histórica ni siquiera como nombre; faltaban siglos para el nombre y la entidad que conocemos como Cataluña tampoco brotó formalmente en un momento dado, sino como una confluencia —muy posterior— de carácter dinámico, sin punto fijo para el arranque. Vayamos a Vicens:
1. La reivindicación hispánica en el Cantábrico: «Astures y cántabros, que siempre habían sido los grupos más reacios a ingresar en la comunidad (romana) peninsular, se erigieron en continuadores de la tradición hispánica» (Vicens, p. 60). La resurrección de esa tradición hispánica es, por lo tanto, anterior al nacimiento de Cataluña; y virtualmente simultánea con el brote de independencia asturiana contra el Islam invasor, como ha demostrado Sánchez Albornoz. Y es que conviene estudiar siempre la historia de Cataluña donde realmente se desarrolla desde principio a fin: en su contexto hispánico.
2. La síntesis europea e hispánica del embrión catalán. Pero la resistencia, la reacción y la recuperación hispánica surgieron también en los Pirineos orientales, sobre lo que sería solar catalán. Por impulso que fue también europeo: «Carlomagno incorporó a su imperio a los condados catalanes surgidos en el curso de sus campañas entre 785/801, los que fueron englobados en un cuerpo político mal definido, llamado Marca Hispánica» (Vicens, p. 62).
3. Ese cuerpo mal definido, ¿era algo semejante a una nación? De ninguna manera: los núcleos hispánicos de resistencia eran, «desde Galicia a Cataluña, simples islotes-testimonio ante la marea musulmana» (Vicens, p. 59).
4. La dependencia catalana de Francia —que no se dio en el reino de Asturias— se trasluce en la ausencia de un reino catalán; jamás existió un rey de Cataluña. Incluso cuando se produjo la «desobediencia» del conde Borrell —que ahora se pretende conmemorar— estamos dentro del período de dependencia señalado por Vicens:
«Pese al establecimiento de una dinastía condal propia en Barcelona, por obra de Wifredo el Velloso (874-898), él mismo descendiente de Carcasona (en el Languedoc), es evidente que durante dos centurias los condados catalanes latieron a l ritmo de Francia» (Vicens, p. 62).
5. La Cataluña originaria (que no se llamaba todavía Cataluña) no era nación, sino, política mente, conjunto de divisiones administrativo-militares (condados no unificados), aunque también, genéricamente, un pueblo que iba alumbrando —en su dependencia de Europa y su lucha contra el Islam— profundos rasgos originales de personalidad. Lo mismo que Castilla, que por cierto parece significar lo que Cataluña, y nacía casi a la vez que su hermana pirenaica, europea y mediterránea. «Es en la época del obispo Oliba cuando cristaliza definitivamente la conciencia catalana de formar una personalidad aparte. Una generación más tarde, el conde barcelonés Ramón Berenguer I el Viejo (1035-1076) definiría, en el famoso Código de los Usatges, el carácter jurídico y social peculiar del país» (Vicens, p. 68). Pero Capdeferro, que ha arrinconado con toda razón algunas persistencias sobre Wifredo el Velloso, a quien la leyenda catalanista quiso hacer el creador de Cataluña, se apoya en las investigaciones de Fernando Valls Taberner para retrasar la conformación propiamente dicha de los Usatges, hasta el siglo XV, cuando se tradujo al catalán la compilación hecha en el siglo XII bajo Ramón Berenguer IV (op. cit., p. 47).
6. En todo caso, la demasiado famosa desobediencia del conde Borrell II en 988 no inició, como se pretende conmemorar en el exagerado «milenario de Cataluña», un período soberano, ni menos nacional del que mucho después se llamaría no reino, sino principado de Cataluña. Ya hemos visto cómo, según Vicens, continuó de iure la dependencia de Francia en el caso del principal de los condados catalanes; pero es que además existían otros fuera de la órbita de Barcelona, durante siglos. Y encrespadas las relaciones institucionales (no formalmente rotas) con el rey de Francia, «no existía aún, dentro de la propia Cataluña (que tampoco existía como tal) el poder superior que pudiese sustituir al rey de Francia; precisaba buscarlo fuera» (Soldevila, Síntesis de historia de Cataluña, Barcelona, Destino, 1973, p. 62). Ese poder soberano superior era la Santa Sede, a la cual se enfeudaron los condes de Barcelona, por ejemplo Ramón Berenguer III el Grande (1096-1131).
7. Conviene insistir en la aparición simultánea de Castilla y Cataluña: «He aquí un momento trascendental en el porvenir peninsular. Aparece ahora realmente Castilla en la historia. El pueblo castellano —de sangre vasca y cántabra— se configura en una sociedad abierta, dinámica, arriesgada, como lo es toda estructura social en una frontera que avanza». (Vicens, pp. 68/69). Nace así, paralela a la personalidad de Cataluña, la personalidad de Castilla, con el mismo nombre, con el mismo horizonte, con la misma lucha, con el mismo destino.
8. La Corona de Aragón. ¿Dónde está hasta ahora la nación catalana? Vivían los condados catalanes, aun después de la presunta independencia de uno de ellos, bajo una distante soberanía francesa (Vicens, p. 79) cuando van a integrarse en su primera realidad estatal propia que no es un Estado catalán sino la gloriosa Corona de Aragón. La presión expansiva de Castilla, la remota soberanía francesa —en competencia con la más efectiva del papa— y la discreta, pero resuelta actitud de la Santa Sede, «echaron a los aragoneses en brazos de los catalanes» y «Obligaron en cierta medida a la aceptación de esta fórmula de convivencia» (Vicens, pp. 78-79).
«Fue, pues, la decisión catalana la que contribuyó al nacimiento de la Corona de Aragón —por el matrimonio del conde Ramón Berenguer IV de Barcelona con la infanta Petronila, hija de Ramiro II de Aragón—. Acostumbrados los condes barceloneses a la coexistencia de varias soberanías en el país catalán (condados de Barcelona, Urgel, Rosellón, etc)., impulsaron un mutuo respeto a las características de los dos Estados (mejor, diríamos nosotros, el Estado y el condado) que se unían en aquella ocasión en un régimen de perfecta autonomía» (ibíd). Cuando se afirma, pues, políticamente el gran condado de Barcelona, clave aunque no totalidad de Cataluña todavía, lo hace hacia la unión en una entidad superior, no hacia la disgregación. Maravilloso el acorde final de Vicens Vives: «El nacimiento de una España viable, forjada con el tridente portugués, castellano y catalana-aragonés es el mérito incuestionable de Ramón Berenguer IV. Pluralismo que jamás excluyó la conciencia de una unidad de gestión en los asuntos hispánicos» (ibíd. p. 80). Por su parte, Capdeferro recuerda que la unión de Ramón Berenguer IV y Petronila no fue la de Cataluña y Aragón, como suele repetirse; primero porque no existía aún el nombre ni la realidad completa de Cataluña; segundo porque dentro del territorio catalán convivían, junto al gran condado de Barcelona, otros varios independientes de él, como los de Pallars Jussá, Rosellón, Pallars Subirá, Ampurias y Urgel. Ramón Berenguer IV nunca utilizó el título de rey; gobernó Aragón pero sin esa dignidad. Sus herederos se llamaron reyes de Aragón y condes de Barcelona; el condado fue pasando a segundo y tercer término dentro de la titulación de la Corona aragonesa, como se lamentan algunos historiadores nacionalistas, que también se mostrarán disconformes —siete siglos después— con la «debilidad» generosísima que don Jaime I el Conquistador demostró hacia Castilla. Y es que los grandes reyes, en su tiempo, veían mucho más claro que algunos grandes —y sobre todo pequeños— historiadores que escriben en el nuestro.
¿Podrá protestar alguien de que, mientras algunos historiadores nacionalistas buscan obsesivamente los hechos diferenciales entre Cataluña y España —es decir, el resto de España, porque desde la época romana hasta hoy España sin Cataluña no es ni puede llamarse España—, otros subrayemos, sin negar las diferencias ni la personalidad catalana, los factores de unidad, las identidades genéricas que laten bajo las peculiaridades específicas, las convergencias y las confluencias? Es lo que venimos haciendo en estas consideraciones; y lo que vamos a continuar.
El hijo de Ramón Berenguer IV y doña Petronila, Alfonso II, rey de Aragón y conde de Barcelona (1162-1196), nos ha legado, en su tiempo, tres tesoros: el nombre gentilicio catalán, que aparece en su reinado; como el nombre de Cataluña, que en su forma latina Cathalonia surge documentalmente en 1176; y por último la bandera cuatribarrada, roja y amarilla, que algunos atribuían legendariamente a Wifredo el Velloso, y que vemos, por primera vez, en los sellos de Alfonso II. En cuanto a la lengua catalana, que ya se hablaba de forma incipiente desde los tiempos de la Marca Hispánica —romance, latín nuestro, nostre latí—, asoma mediante palabras sueltas en documentos diversos, pero el primer documento que la usa de lleno es algo posterior, de 1211. El nombre de Cataluña con su plena acepción actual aparece en un documento del reinado de Pedro II el Católico (1196-1213) y la plenitud catalana se alcanza por su hijo Jaime I el Conquistador (1213-1276), que logró dos cosas de vital importancia. En primer lugar, la declaración de vasallaje y dependencia de los condados de la antigua Marca Hispánica que aún no se habían incorporado a la Corona catalana-aragonesa: Ampurias, Urgel y Pallars Subirá (Capdeferro, p. 72). En segundo lugar la supresión definitiva del vasallaje de los condados catalanes respecto de Francia, en el tratado de Jaime I con san Luis IX de Francia concertado en Corbeil, 1258. Tal vez ésa sería mejor fecha para celebrar el milenario de Cataluña, aunque se comprenden las prisas del señor Pujol; quedan aún unos siglos de por medio. Luego, al comenzar el siglo XIV, toda Europa se estremeció con esa formidable aventura de catalanes y aragoneses en el Mediterráneo oriental, después que Pedro III tomara Sicilia con los almogávares. Eran los más tremendos y efectivos guerreros de la Baja Edad Media; dominaron al imperio bizantino, fundaron ducados en Grecia y sobrevivieron contra toda posibilidad durante décadas. Como los describe el cronista Bernat Desclot, eran «catalanes, aragoneses, serranos, golfins, gentes de la profunda España».
La Corona de Aragón fue una creación originalísima, y una epopeya hacia la unidad de España, en la que participó decisiva y clarividentemente Cataluña. La Corona de Aragón dio al nuevo reino de Valencia «el mismo sistema de gobierno autónomo que prevalecía en las relaciones entre Aragón y Cataluña» (Vicens, p. 85). Bajo el impulso del gran rey don Jaime I, las dos coronas hispánicas, Aragón y Castilla, cooperaron patrióticamente —florecía ya, desde el fondo de la Reconquista, un sentido histórico, un horizonte de patria común hispánica— en la etapa final de la Reconquista catalana-aragonesa, el reino de Murcia, que Jaime I recuperó para su sobrino, Alfonso X el Sabio y donde afluyeron tantos caballeros catalanes que la Crónica del rey don Jaime afirma que en la Murcia del siglo XIII «se hablaba el más bello catalán de la tierra». Luego buscaron la unidad de España cada uno por su camino, que era camino del mar: Aragón-Cataluña con su expansión mediterránea, Castilla mediante la adopción del horizonte atlántico primero en las Canarias, luego en las Indias. Pero nunca de espaldas, sino con expresa cooperación naval y terrestre de las dos Coronas en las últimas fases de la Reconquista castellana, que llegaría a ser plenamente española.
«Jaime II practicó como ningún rey de la Casa de Barcelona un claro intervencionismo hispánico» (Vicens, página 90). A comienzos del siglo XV la Corona de Aragón alcanzó su cenit. «El gran agrupador del imperio marítimo catalana-aragonés fue Pedro IV el Ceremonioso (1336-1387), dominador de Mallorca y Cerdeña. Pero su obra no se completó hasta la generación siguiente, cuando con un esfuerzo hasta cierto punto superior a las posibilidades del país, el reino de Sicilia fue incorporado a la dinastía mayor de Aragón. Esta potencialidad expansiva se reflejó, asimismo, en la política peninsular de la dinastía. El contacto con Castilla se acentuó a lo largo del siglo XIV. Jaime II se convirtió por unos años en el árbitro de España. Como resultado global de este período de luchas, no podía preverse a fines del siglo XIV qué reino acabaría prevaleciendo en una previsible fusión de los mismos en el seno de una monarquía común» (Vicens, pp. 99-100).
La Corona de Aragón, impulsada por Cataluña, va a aportar al proceso de la unidad de España el método: el diálogo, el sentido del pacto. «En su seno se engendra poco a poco el ideal pactista que constituirá una de las más genuinas aportaciones del patriciado urbano de Cataluña a la política del Cuatrocientos» (Vicens, p. 101). Y en medio de la crisis del siglo XV surge en Aragón-Cataluña y en Castilla el irresistible milagro de la convergencia para la unidad de España, en el que Cataluña desempeña un papel esencial. «La unión de las Coronas de los distintos reinos peninsulares en una sola cabeza venía precedida por una tradición histórica y unas relaciones de orden político a veces amistosas, a veces antagónicas. Las relaciones dinásticas prepararon el advenimiento de la unidad monárquica —de la monarchia hispana— desde el momento que hicieron factible el establecimiento de una misma familia —la de los Trastámaras— en los tronos reales de Castilla y de Aragón. La muerte de Martín el Humano, el último rey de la estirpe condal barcelonesa en la Corona de Aragón, condujo, ampliando la línea de la teoría pactista catalana, al Compromiso de Caspe, del que surgió la designación de Fernando I, nieto de Enrique II, como nuevo monarca aragonés en 1412» (Vicens, p. 107).
En las turbulencias del siglo xv Cataluña no sólo proporcionó al proceso de la unidad de España el sentido del pacto, sino el impulso. Bajo el gran rey Alfonso el Magnánimo (1414-1458) se experimentó «la eficacia de la colaboración entre los dos más importantes pueblos peninsulares: la conquista de Nápoles, la irradiación política en la cuenca del Mediterráneo oriental». «Su hermano y sucesor, Juan II, se apoyó, entre la espada francesa de Luis XI y los problemas de la revolución social en Cataluña, sobre un grupo que, sin doctrina ni programa, fue marchando en pos de la unidad» (Vicens, p. 108). La unidad de España, concebida desde Cataluña como el gran remedio para los problemas de Cataluña: «Tal fue el norte pragmático que alimentó el proyecto matrimonial entre su hijo Fernando y la princesa castellana doña Isabel» (Vicens, p. 108).
Brilló en lo más hondo de la crisis del siglo XV, como un rayo de futuro, la intuición hispánica de Cataluña. Iba a estallar en el principado la guerra civil, entre Juan II y su hijo el príncipe de Viana. Al morir el príncipe, Barcelon se alzó contra el rey de Aragón, que buscó, entonces, el apoyo de Francia. «En estas condiciones los catalanes destronaron a Juan 11 y proclamaron rey a Enrique IV de Castilla». Pero Castilla no estaba aún preparada para consumar, como ya intentaba Cataluña, la unidad de España, un nuevo intento como el que dibujaron, siglos antes, Alfonso el Batallador y su mujer la reina doña Urraca, que también fracasó por prematuro. En el siglo xv Cataluña rechazó, primero, a un pretendiente portugués y luego a una invasión francesa. Y Juan II recuperó en Cataluña su horizonte hispánico. Con la experiencia del fracaso anterior, Cataluña volvió a jugárselo todo para lograr, a través de Castilla, la unidad de España. Cataluña convirtió a Isabel de Castilla en Isabel la Católica, Isabel de España. Esta conclusión de Vicens (p. 112) es sinfónica:
«La última baza del juego se discute sobre el tapete castellano. Enrique IV, eterno enamorado de la paz, había mantenido difícilmente el fiel de la balanza entre la grandeza castellana, entre Aragón y Francia, entre su hija y su hermana. A su muerte estalló la inevitable contienda. Encendióse una guerra de sucesión en que no sólo se planteaba un problema jurídico —el de los derechos de las princesas Juana e Isabel—, sino el más vasto de qué papel ejercería Castilla en la organización peninsular y en la política internacional. Francia y Portugal apoyaron a doña Juana; Aragón y sus aliados (Nápoles, Borgoña, Inglaterra), a doña Isabel. La eficaz juventud de Fernando de Aragón, el sentido reformista de la intervención aragonesa y catalana en Castilla, el auxilio militar y de los experimentados técnicos mediterráneos, dieron la victoria al partido isabelino». No creaba, pues, Cataluña en la crisis del siglo XV la nación catalana, sino que ponía lúcidamente los fundamentos de la nación española.
Gracias a un decisivo impulso catalán hacia la unidad peninsular, «los Reyes Católicos inician el gobierno mancomunado de las Coronas de Aragón y Castilla bajo una misma dinastía. Ni nada más, ni nada menos. Es inútil poner adjetivos románticos a un hecho de tanto relieve. Vista desde el extranjero, la antigua Hispania (de la que aún quedaba separado Portugal) tenía ya una sola voz y una sola voluntad. Y ello bastaba» (Vicens, Aproximación, p. 115). Es una síntesis admirable de aquella admirable convergencia que dio origen moderno a la nación española. ¿Fue la unidad una imposición de Castilla? Ya vimos que no; la unidad fue un impulso de Cataluña. Que lo mantuvo en momentos difíciles: «Un cierto clima de hermandad entre los pueblos reunidos bajo el mismo cetro presidió este gobierno. Es preciso decir que fue más intensamente sentido en el Mediterráneo que en la Meseta, sobre todo en los años de la regencia de don Fernando (1504-1516). En todo caso unos y otros se beneficiaron igualmente de la dirección mancomunada de los asuntos bélicos, internos y externos». Los primeros frutos de la unidad fueron, sencillamente, la expulsión del Islam —la conquista de Granada—, la definitiva implantación atlántica española en Canarias, el descubrimiento y adquisición del milagroso horizonte de las Indias y la incorporación del reino de Navarra «con la misma modalidad autonómica que había presidido la política integradora de los grandes monarcas de la Casa de Barcelona» (Vicens, pp. 116-117).
En uno de los momentos estelares de su propia historia, y cuando nacían ya, en los albores de la Edad Moderna, las primeras naciones-Estado en Europa, Cataluña no se configuraba como nación, sino que prefería, sin renunciar a su personalidad histórica, fundirse en el ideal espléndido de la incipiente nación española. «La monarquía de los Reyes Católicos —prosigue Vicens Vives— ofreció en principio a todos los pueblos peninsulares idénticas oportunidades en el seno de la nueva ordenación hispánica». Es cierto que permanecían «las contradicciones existentes entre los distintos reinos que formaban la nueva monarquía»; pero en medio de la recuperación europea «Se produce en España una sensación de bienestar y de riqueza que incluso repercute en la decaída Cataluña» (Vicens, p. 122). Con una misión y un horizonte universales cristalizaba, década tras década, la unidad de España. «Nadie dudó en aquella época de que el sistema de unidad dinástica, con amplias autonomías regionales, era el mejor de los regímenes posibles para España, ni nadie puso cortapisas al papel preponderante ejercido por Castilla en la política, la economía y la cultura hispánicas» (Vicens, p. 123).
Carlos V y Felipe 11 consideraron siempre a Barcelona como su gran base de partida para las empresas europeas y mediterráneas. Desde allí envió Carlos I las memorables instrucciones para su hijo, ) en las Reales Atarazanas de Barcelona se fraguó la victoria de Lepanto. El hecho de que Barcelona sea la más importante de las ciudades cervantinas es algo más que un símbolo quijotesco. Eulalia Durán, en el número citado de Cuenta y Razón (p. 25 s)., analiza los admirables intentos catalanes del siglo XVI para reivindicar el nombre y la realidad participada de España, que por desgracia se identificó demasiado con la preponderancia de Castilla. A ella pertenece la cita del caballero Despuig con la que abro este estudio.
La grandeza, y luego la decadencia hispánica en el siglo de los Austrias menores, el siglo XVII, provoca las primeras quiebras del ideal unitario. Insisto: la grandeza desmesurada y la decadencia tal vez inevitable y heroica. «Ante ese horizonte los copartícipes en la empresa hispánica de Castilla empiezan a preguntarse hasta dónde han ido, y si es posible continuar. Los pueblos hispánicos entran en el período de contracción del siglo XVII con una elemental intuición pesimista. Bajo Felipe IV el conde-duque de Olivares impone la centralización; y compromete, por su fracaso en América, la propia unidad de España». Es lucidísima esta intuición de Vicens, que reconoce, sin embargo, un enorme acierto de Olivares: fomentar «la inevitable participación de los hombres de la periferia en la colonización americana» (p. 135). Sin embargo el poder central y las inquietudes periféricas —Portugal, Cataluña— hubieran solucionado sus diferencias a no ser por la intervención francesa que apoyó a los rebeldes. Madrid fomentó de forma suicida el descontento catalán, «dispuesto a que estallara el polvorín con la esperanza de recoger el poder absoluto una vez que el país hubiera saltado en mil pedazos» (Vicens, p. 135). Con lo que llegamos a un doble punto crítico en el análisis histórico de nuestra trayectoria común: el Corpus de Sangre en 1640; el Once de setiembre de 1714. Dos fechas terribles que no destruirán, sino que confirmarán nuestra tesis fundamental.
Cataluña se ha levantado contra el gobierno de Madrid tres veces. Primera, contra el conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV, en 1639-1640. Segunda, contra el primer Borbón, Felipe V, desde 1705 a 1714. Tercera, contra el gobierno centro-derechista legítimamente instalado en el poder de la segunda República; así sucedió en la noche del 6 de octubre de 1934.
En este resumen de la historia de España con perspectiva catalana, y a partir de fuentes catalanas, nos toca ahora repasar las dos primeras sublevaciones de Cataluña contra el gobierno de Madrid. Entramos con ello en un terreno minado —torpemente, tenazmente— por la propaganda histórica ultracatalanista, con una manipulación persistente que se notó, de manera flagrante, en las exageraciones y ocultaciones de la exposición de 1984, Cataluña en Madrid, que en su momento califiqué de maravilla envenenada. Interpretaré tan delicadísimas quiebras históricas desde la misma clara fuente catalana que tanto sigo en este resumen, la Aproximación a la historia de España de Vicens Vives.
La torpeza provocativa del conde-duque y la artera cizaña francesa fomentaron, al terminar la cuarta década del siglo XVII, la sublevación —parcial— de Cataluña. «Esta política suicida condujo a la revuelta armada en el campo catalán desde fines de 1639 y a la feroz explosión del descontento campesino en la jornada barcelonesa del Corpus Christi de 1640». El Corpus de sangre fue un motín —no una guerra— de los payeses segadores —Els segadors— que habían bajado a Barcelona para la festividad. Olivares exacerbó, con la represión, sus errores provocativos; el cardenal Richelieu atizó la revuelta, pero los catalanes rebeldes no asumieron la independencia absoluta ni proclamaron nunca la república, que no pasó de proyecto (véase Soldevila, Historia de España, tomo IV, p. 269), sino que trataron de situar a Cataluña primero bajo el protectorado, y después bajo la soberanía del rey francés Luis XIII. Tal disparate antihistórico se vino abajo cuando la mayoría de los catalanes comprobaron que la opresión francesa era mil veces peor que la castellana; y cuando Felipe IV, primero en Lérida y luego tras la reconquista de Barcelona por don Juan José de Austria, reconoció inteligentemente (1653) los fueros y libertades de Cataluña. La rebelión catalana no se había fraguado contra España, sino contra la torpeza centralista; más que una regresión histórica fue un estallido de protesta social. Pese a las mutilaciones que sufrió Cataluña en la Paz de los Pirineos (1659), con pérdida del Rosellón y parte de la Cerdaña, el principado —vuelto plenamente a la convivencia hispánica— «apoyó en 1669 al primer golpe de Estado que en la Edad Moderna partió de la periferia de la Península para reformar la administración y la política de la monarquía: el de Juan José de Austria» (Vicens, p. 138). Pero el anacrónico Estado español de los Austrias finales no encuadraba eficazmente a la España real. «En esta nueva estela de sufrimientos, a Cataluña le correspondió la peor parte, ya que fue principal teatro de operaciones en las guerras libradas contra Francia. Pero en esta ocasión no se quebrantó su fidelidad monárquica; antes bien aceptó gustosamente su responsabilidad hispánica, en aras de un oficioso amor a la dinastía, específicamente centrado en la personalidad de Carlos II».
Es emocionante comprobar cómo Cataluña se aferró al respeto e incluso veneración por aquel rey doliente, un guiñapo humano que sin embargo dejaba traslucir toda la dignidad de la que había sido primera Corona de la tierra. Y tras la enajenación —centralista y catalana— de la rebelión anterior, el segundo enfrentamiento de Cataluña con Madrid, el de la guerra de Sucesión, al comenzar el siglo XVIII, no fue en rigor una rebelión catalana, sino una guerra civil entre españoles donde Cataluña trató de imponer no ya su separación sino todo lo contrario: su diferente concepción de la misma España. Felipe V, el primer Borbón, «Se presentó ante los catalanes como celoso amante de sus libertades» (Vicens, p. 140). Convocó Cortes catalanas en 1701-1702, las primeras después de las de 1599; consolidó en ellas los Fueros catalanes y quiso abrir América a Cataluña. Pero en 1705 Inglaterra urdió la entrega de Barcelona al bando del pretendiente austriaco, que convirtió a la ciudad en su capital hispánica. «Esta vez los catalanes lucharon obstinadamente para defender su criterio pluralista en la ordenación de la monarquía española, aun sin darse cuenta de que era precisamente el sistema que había presidido la agonía de los últimos Austrias y que sin un amplio margen de reformas de las leyes y fueros tradicionales no era posible enderezar al país. Lucharon contra la corriente histórica y esto suele pagarse caro». El gobierno del pretendiente austriaco fue un desastre en Cataluña; «pero los catalanes que seguían al archiduque creían de buena fe y estaban por ello bien convencidos de que defendían la verdadera causa de España y no tan sólo un puñado de privilegios». Cataluña fue víctima de su sentimentalismo congénito, contra su propia conveniencia. Pero tampoco entonces se declaró Cataluña independiente: Cataluña, con otros reinos de la Corona de Aragón, con otros españoles de Castilla, se creía también España; era otra versión de España. El 11 de setiembre de 1714, la Diada que hoy se celebra como fiesta «nacional» de Cataluña, fue el choque —en Barcelona— de una idea de España contra otra idea de España; no solamente la reconquista de Barcelona por el ejército borbónico del rey de España Felipe V.
Numerosos catalanes lucharon en uno y otro bando de la guerra civil, sobre el trasfondo de ambiciones europeas exteriores, Austria, Inglaterra, Francia. Vicens Vives lo deja claro; pero hay quien se empeña en escribir con renglones torcidos la dramática y gloriosa historia de España en Cataluña.
Cuando la primera oleada de las nacionalidades históricas invade Europa al comenzar la Edad Moderna —Portugal, España, Inglaterra, Francia—, el pueblo de Cataluña prefiere fundar —cofundar— la nación española e integrarse en ella más que proyectar su personalidad innegable en un Estado nacional restringido y propio. (Ya comprenderemos, al tratar de la aparición del nacionalismo catalán a fines del siglo XIX, dentro de la resaca de una segunda oleada europea de nacionalidades, cómo los términos nación catalana, o castellana, o aragonesa, se utilizaban sin escrúpulo en la Edad Moderna, como el término de extranjería, en sentido regional y gentilicio, no como sinónimos de Estado-nación).
Dejábamos nuestro hilo histórico en Barcelona el 11 de setiembre de 1714, cuando el ejército borbónico de Felipe V incorpora al cap i casal de Catalunya —que ése es el título clave, y la cifra de la Ciudad Condal— a la obediencia de la nueva dinastía hispánica. ¡Cómo se acumulan las leyendas falsas de la propaganda histórica ultracatalanista sobre el admirable siglo XVIII catalán, tan ignorado y manipulado en la citada exposición de la Generalidad en Madrid, 1984! Hasta monumentos enciclopédicos tan acreditados —merecidísimamente— como el Diccionario básico Espasa (tomo II, p. 1197) llegan los ecos falsos de esa propaganda. «Casanova, Rafael. Fue el último conseller en cap. Se opuso a la entrada de las tropas de Felipe V en la Ciudad Condal y fue muerto en el baluarte de la Puerta Nueva». Qué va. Hasta el propio Espasa breve se traiciona, clarividentemente, a sí mismo; porque la conquista borbónica de Barcelona sucedió el 11 de setiembre de 1714; y el gran Diccionario da para la muerte de Rafael Casanova el año 1743. Y es que Casanova, el heroico defensor de una Barcelona numantina, no murió en el empeño. Logró ocultarse; se acogió después al perdón real. Y murió tranquilamente en San Baudilio de Llobregat, casi treinta años más tarde, tras ejercer sin traba alguna su profesión.
En enero de 1716 se dictó el decreto de Nueva Planta del gobierno de Cataluña. Se implantaba, evidentemente, una mayor uniformidad entre los antiguos reinos de España; pero el reformismo borbónico no hizo tabla rasa y respetó algunas importantes instituciones catalanas tanto en el derecho como en la organización de la convivencia. Vicens Vives expone, con su profundidad habitual, la cara y la cruz de la transformación. La cruz: «Cataluña quedó convertida en campo de experimentos administrativos unificados: capitán general, audiencia, intendente, corregidores… La transformación fue tan violenta que durante quince años estuvo al borde de la ruina» (p. 144). Pero ésta es la cara de la reforma: «Luego resultó que el desescombro de privilegios y fueros benefició insospechadamente a Cataluña, no sólo porque obligó a los catalanes a mirar hacia el porvenir, sino porque les brindó las mismas posibilidades que a Castilla en el seno de la común monarquía. En este período —aunque en realidad provenga de 1680— se difunde el calificativo de laborioso que durante siglo y medio fue tópico de ritual al referirse a los catalanes. Y, en efecto, se desarrolló entonces la cuarta gran etapa de colonización agrícola del país, cuyo símbolo fue el viñedo… En cuanto a la industria, lo decisivo fue la introducción de las manufacturas algodoneras, financiadas por los capitales sobrantes de la explotación agrícola y el auge mercantil. Estos signos de revolución industrial estimulados por la presencia de entidades rectoras, como la Junta de Comercio de Cataluña, se difunden por toda la periferia peninsular. Hacia 1760, las regiones del litoral superan a las del interior en población, recursos y nivel de vida» (Vicens, p. 145).
Los grandes Borbones del siglo XVIII reducen la obsesión europea, intensifican la conexión americana y consiguen así la plena consolidación de la nación española, la auténtica Segunda Fundación de España. Sin el menor problema político ni la menor exteriorización nostálgica por parte de Cataluña, donde se genera, como demostrarán las formidables pruebas del siglo XIX, un profundísimo patriotismo español. Para esta Segunda Fundación de España, Cataluña, como había sucedido en la primera —desde fines del siglo XV— desempeña un papel primordial. Vicens: «Este proceso de integración social entre los distintos pueblos de España, en el que los catalanes tomaron parte decisiva mediante una triple expansión demográfica, comercial y fabril, fue de mucha mayor enjundia que cualquier medida legislativa ideada desde la época de Felipe II» (p. 145). La apertura total de las Américas al comercio catalán por el rey Carlos III —aclamado como ningún otro rey de España en Barcelona desde su desembarco inaugural, cuando llegaba de Nápoles— originó un brote de colonias catalanas en América que defendieron hasta el último aliento, durante la guerra civil atlántica del siglo XIX, la bandera de España. Esa bandera nueva que seleccionó el propio rey Carlos III como una concentración de los colores de Cataluña, y a partir de la enseña naval catalana.
La más culpable ocultación, la más intolerable manipulación de la historia ultracatalanista —fuera de la aberrante y antihistórica evocación de unos Países catalanes que jamás existieron— es omitir un hecho capital en la historia contemporánea de Cataluña: el hecho de que Cataluña fue, desde fines del siglo XVIII a fines del siglo XIX, la región de España que dio pruebas más constantes y heroicas de patriotismo español. Entre ejemplos sin número seleccionaré tres momentos admirables, irrefutables.
1. La Cruzada de 1793-1795 contra la Revolución Francesa. Ferrán Soldevila, Resum d’historia… (1974, p. 154): «La Convención nacional francesa, que señala el momento culminante de la Revolución (1793), se ocupará de Cataluña. Agentes de la Revolución la recorren. Pero los catalanes, pese a la simpatía que la República sentía por ellos, y pese a los proyectos de instauración de una República catalana, lucharon tenazmente cuando Francia declara la guerra a España. Esta guerra se llamó en Cataluña La Guerra Gran». Ninguna región reaccionó tan intensamente como Cataluña a la declaración de Cruzada que lanzó la Iglesia de España contra los revolucionarios regicidas. Cataluña entera se volcó en apoyo del general Ricardos, cuya penetración en el antiguo Rosellón se interpretó como una reconquista catalana. «Estos catalanes del Rosellón —escribía el convencional Fabre— son más españoles que franceses». Y cuando se hundió el ejército regular español y los franceses invadieron Cataluña, resurgió, bajo la bandera de España, la coronela o guardia de la ciudad de Barcelona; revivió el somatén, alzamiento en masa previsto en los Usatges; el capitán general de Cataluña presidió en Gerona una asamblea que decidió reclutar y armar a todos los catalanes entre los dieciséis y los cincuenta años; migueletes y somatenes, a las órdenes de jefes populares, con todas las partidas dirigidas por el ejército, frenaron al invasor, le derrotaron en Potós, Fluviá y Puigcerdá y liberaron todo el territorio de la Cataluña española. (Soldevila, Historia de España, VI, p. 114). Así el ejército revolucionario francés, que temió la segunda invasión catalana del Rosellón, se vio impulsado a la paz, que se firmaría en Basilea e impuso la retirada francesa del País Vasco. Así salvó Cataluña a España y particularmente a Vasconia en la última guerra del siglo XVIII. Nunca había estado Cataluña tan unida a España; nunca, hasta el episodio siguiente.
2. La guerra de la Independencia de España en Cataluña. Algunos historiadores ultracatalanistas interpretan esta actitud de Cataluña como «disminución del sentimiento nacional de los catalanes»; eso es una pequeñez, cuando lo que se desbordaba era realmente el sentimiento nacional español en el principado. La prueba más formidable es el comportamiento de los catalanes en la guerra de la Independencia. Cataluña es vecina de Francia, pero Francia, pese a ocupar las plazas principales, jamás fue dueña del campo y el territorio catalán. Napoleón halagó a los catalanes hasta extremos poco creíbles; declaró oficial la lengua catalana, concedió ventajas de todo tipo, separó teóricamente a Cataluña de España, la dividió en departamentos (franceses), la anexionó al Imperio. Los catalanes no se dieron por enterados. Inventaron un fantástico sistema militar que combinaba en cuerpos francos al ejército regular y a las guerrillas. Siguieron a jefes militares y populares incansables, como Rovira y el coronel Milans del Bosch; derrotaron a los generales del Imperio en numerosos choques, desde el principio de la guerra, como en la importante y simbólica batalla de los Bruchs hasta las fases finales, con la sorpresa admirable de La Bisbal; enconaron, al servicio de España, la resistencia ciudadana en Barcelona y la resistencia militar en Hostalrich, Tarragona y la legendaria Gerona; sirvieron de modelo vivo a la intuición certera de Carlos Marx, el único observador del siglo XIX que comprendió a fondo (durante sus momentos de lucidez liberal) el carácter popular de la lucha contra Napoleón en España. Por supuesto que los diputados catalanes en las Cortes de Cádiz no presentaron, en nombre de su pueblo en lucha, la más mínima reivindicación autonómica. La Junta de Tarragona proclamaba el 16 de junio de 1808 «que ya ha llegado la hora de manifestar y acreditar con pruebas eficaces que somos catalanes y que sabemos sostener con gloria la Santa Ley que profesamos, los derechos de nuestro único rey y señor Fernando el VII, el honor de la Nación y el nombre de nuestros mayores». Entonces sí que éramos todos juntos una nación, una sola nación. Cuando Fernando VII salió de su confinamiento en Valen ay para regresar a España, los ejércitos francés y español le presentaron armas, formados a una y otra orilla del Fluviá. Renacía en Cataluña la España vencedora y libre de enemigos, bajo su Corona secular recuperada.
3. La resistencia española de los catalanes en América. Cuando la casa de Borbón le abrió las puertas del Atlántico, Cataluña, que ya estaba en América, se volcó en América. El Oeste americano, con su florón de California, mantiene aún hoy vivas sus raíces españolas con savia espiritual y colonizadora de Cataluña y otras regiones del Mediterráneo; y cuando Bolívar terminó en Carabobo con la resistencia organizada de España en la Gran Colombia, colonias catalanas mantuvieron meses y años izadas en sus establecimientos costeros las últimas banderas de España. Canarios, guipuzcoanos y catalanes fueron los más tenaces defensores de la Corona y la bandera de España en el Caribe; aunque España lo haya olvidado absurdamente, culpablemente. Un acorde final del Imperio en América fue catalán; gran tema para una tesis todavía inédita.
Y el resto del siglo XIX fue digno de tal siembra. Nunca había participado tan profundamente Cataluña, desde fines del siglo XV, en la vi da pública española. Cuando el general O’Donnell quiso apuntalar el reinado de Isabel II con su gran aventura africana de 1859 —la guerra de África, que terminó con la victoria de Tetuán y la del camino de Tánger en Wad-Ras—, los voluntarios catalanes se distinguieron entre todas las unidades, y el general de Reus, don Juan Prim, los arengaba en catalán y en nombre de Cataluña. Todavía hoy queda en el barrio madrileño de Tetuán de las Victorias una calle a ellos dedicada que conmemora su gesta. Aunque los manipuladores de la historia se empeñen en presentarnos al siglo XIX exclusivamente como caldo de cultivo para el catalanismo naciente, la verdad es que hasta el común y general desastre de 1898 nunca se había desbordado tanto el patriotismo español en Cataluña.
Insisto: durante el siglo XIX, y después de tan gloriosos principios, Cataluña vivió intensamente el patriotismo español dentro de la nación española. Nunca había sido tan amplia ni tan intensa la participación de los catalanes en la vida pública española. Catalanes fueron el ídolo popular y militar del progresismo, general Prim, y el gran teórico conciliador del moderantismo, Jaime Balmes. Tan catalanes eran algunos prohombres intelectuales y políticos de la revolución liberal de 1868 y la primera República española (tres de sus cuatro presidentes), como el santo confesor de Isabel II y adversario implacable del liberalismo exaltado y petrolero, Antonio María Claret, catalán de origen y ejercicio en su gran aventura española. Pero también es cierto —ahora sí— que, mientras avanzaba el siglo XIX hacia su final, y España veía cada vez más amenazado su último horizonte americano, se iba configurando el nacionalismo catalán, dentro de la segunda gran oleada de nacionalismos europeos que brotan en la Europa central y mediterránea como una fase política del movimiento romántico, sobre todo desde la creación de las naciones-Estado en Alemania y en Italia en el siglo XIX hasta la descomposición nacionalista del Imperio austrohúngaro y el turco tras la primera guerra mundial de 1914-1918. Sobre patrones anteriores, Mazzini había anunciado, como bandera prefabricada para la unidad de Italia, y con la vibrante música de Verdi, el famoso principio de las nacionalidades, que puede interpretarse así: todo pueblo cualificado por una cultura específica —en tomo a una lengua propia— es una nación con derecho a autodeterminarse en la plenitud política de un Estado. En esta segunda oleada de nacionalidades europeas, transmitida en pleno siglo XX, con enorme fuerza, a los nuevos impulsos nacionales del Tercer Mundo al deshelarse la colonización imperialista, la nacionalidad no se consigue sin autodeterminación. La nación sin vocación de Estado es o bien una entelequia o bien un pueblo oprimido. Y la nacionalidad abstracta de nuestra Constitución de 1978 —adelantémoslo— no significa nación; no es una aplicación subrepticia del principio de las nacionalidades.
Hasta fines del siglo x1x el pueblo catalán —creo haberlo mostrado ya claramente— había afirmado varias veces su personalidad en los grandes momentos de su historia, que es también la historia de España, integrándose en una entidad no sólo estatal, sino también nacional de ámbito más amplio, de orden superior, el Estado español y la nación española, en gestación o en plenitud. Ahora no. Ahora el nacionalismo catalán que florece a fines del siglo XIX y estalla en el siglo XX pretende marcar sus diferencias con España mucho más que las afinidades de Cataluña dentro de España. No es, como había sido toda la historia de Cataluña, un movimiento centrípeto sino centrífugo. Y —perdón, pero es cierto— no es simplemente un movimiento natural sino, en parte, artificial, aunque fundado en profundos datos naturales… y en una voluntad estratégica de dispersión y disociación. El nacionalismo catalán contemporáneo nace de un origen múltiple en ese contexto impulsor de las nuevas nacionalidades europeas:
1. El renacimiento cultural de la maravillosa lengua catalana, dormida literariamente durante varios siglos, en el siglo XIX, cuando rebrota en la Renaixença, con las cumbres de Verdaguer y Guimerá, toda una recuperación espiritual y cultural que florece directamente de las raíces populares y será fuente principal del catalanismo político, aunque algunos no lo entiendan desde Madrid.
2. El tradicionalismo —culto, cultivo— de la tradición religiosa, jurídica, social y hasta política —incluido el poderoso carlismo catalán—, que enlazará muy pronto, por la derecha, con el Renacimiento cultural; y recibirá el aliento profundo de la Iglesia catalana —los obispos Torras y Bages, Morgades—, entre dos polos de espiritualidad histórica: la diócesis de Vich, el monasterio de Montserrat. La Iglesia catalana es una clave histórica del nacionalismo catalán, y como tal se mantiene hasta hoy, con el apoyo absoluto de esa Iglesia a la Convergencia nacionalista de Jordi Pujol y con el empeño expresado varias veces por los obispos de Cataluña de que los demás españoles comprendamos las exigencias del nacionalismo. Incluso las incomprensibles.
3. El federalismo político, entre las figuras de Pi y Margall, teórico y presidente de la primera República; y Valentí Almirall, motor del catalanismo. Es el único, aunque muy importante, factor original republicano e izquierdista del catalanismo, que en su gran mayoría es un movimiento conservador de derechas.
4. El proteccionismo económico conservador de la burguesía catalana frente a la imposición librecambista. El proteccionismo se institucionalizó en 1889 en el Fomento del Trabajo Nacional, que entonces se interpretaba como Nacional de España, desde luego. El Fomento, que todavía subsiste pujante, está hoy integrado en la patronal CEOE y junto con ella ha conseguido convertir a los órganos de la prensa moderada en Madrid —el monárquico ABC y el ex católico YA— en órganos del catalanismo actual, en altavoces del señor Pujol en la capital de España. Es un fenómeno significativo de nuestros días, en el que nadie parece fijarse, pese a sus evidentes y no siempre claras consecuencias.
Más o menos éste es el lúcido esquema del profesor Jesús Pabón, en su gran biografía de Cambó, prócer del catalanismo político; un movimiento que evolucionó rápidamente, durante las primeras décadas del siglo actual, desde la afirmación regionalista al nacionalismo rampante e incluso, aunque nunca por completo, al separatismo, cuando se hundió el horizonte imperial de España desde el que había fraguado, a fines del siglo XV, la unidad. Entonces quiebra —como había anunciado el catalanismo naciente— la eficacia del Estado español y el horizonte de España; cuando España se quedó sin pulso; cuando el Desastre de Ultramar compromete mortalmente a la economía catalana, que pierde algunos de sus mercados más rentables y seguros. «La crisis del 98 —rubrica Pabón— acentúa o suscita en Cataluña un auténtico separatismo». El nacionalismo catalán no llegó nunca a despeñarse por completo en el separatismo; pero vaciló más de una vez al borde del abismo. Y no rechazó, desde después del Desastre hasta hoy, el horizonte separatista, sobre todo en lo cultural. Fue la derecha catalana quien abanderó, gracias a políticos como Prat de la Riba y Cambó, sus primeras etapas. Y quien formuló, a veces desde el chantaje, sus más peligrosos equívocos.
La historia de Cataluña en el siglo XX parece un campo de minas, plantadas por la propaganda antihistórica del catalanismo con la finalidad de ocultar y manipular la realidad de los hechos. Así se ha ocultado el chantaje que ensombreció la por otra parte interesantísima trayectoria de Cambó, líder del catalanismo político y su fachada en Madrid; se ha escamoteado la rebelión antidemocrática de la Generalidad de Cataluña en octubre de 1934; y se han dicho todos los despropósitos imaginables sobre el comportamiento de Cataluña en la guerra civil española y en el régimen de Franco. Vamos a reencontrar, entre tantos escombros de historia falsa, el hilo de la verdad, que es bien diferente, y está sobradamente demostrada.
Ya han confluido, en la resaca del Desastre español de 1898, las cuatro corrientes del catalanismo. De momento la derecha catalana trató de cooperar, abnegadamente, a la reconstrucción de España mediante su participación en el intento regeneracionista del general Polavieja, que encontró en Cataluña un gran respaldo, pero se desvaneció pronto en la frustración. Desde aquella confluencia, el catalanismo —guiado por la derecha catalana hasta la República, compartido después por derecha e izquierda— es un movimiento general, creciente, anticentralista, sentimental, que no renuncia, sobre todo en lo cultural, al horizonte separatista, y que poco a poco va arrinconando inexorablemente a la derecha nacional española en Cataluña, aunque la izquierda resiste mejor sus embates (véase por ejemplo hoy la desmedrada situación del Partido Popular ante Convergencia, a la que en cambio da mucho mejor la réplica nacional el PSOE, aunque en los primeros combates de la transición la UCD de Adolfo Suárez llegó a superar en Cataluña al nacionalismo de Jordi Pujol). Madrid suele comprender mal a Cataluña; y lo paga bien caro, díganlo los liberales empeñados, a principios de siglo, en promover el radicalismo demagógico y anticatalanista de Lerroux, y el clan andaluz que domina al PSOE actual, conmocionado, pese a lo que acabamos de decir, por el tirón catalanista del PSC, que ya hace ascos a la E del PSOE.
Solidaridad Catalana fue la conjunción, contra la mu y centralista y militarista Ley de Jurisdicciones, tramada por los liberales en 1906, de fuerzas tan heterogéneas como la Lliga —derecha catalana—, la Esquerra y el carlismo de Cataluña, amén de los republicanos federales. Pero dentro de este catalanismo general, el catalanismo-movimiento, se han turnado en su dirección primero las derechas, orientadoras del catalanismo político; luego, desde 1931, las izquierdas. Desde principios de siglo hasta 1931 el catalanismo fue abanderado por las derechas, la Lliga. Con uno de sus hombres en Madrid —Francisco Cambó, que conectaba con los liberal-conservadores de Maura y con su gran dirigente doméstico, Enrique Prat de la Riba, un ideólogo y gobernante que vertebró el primer sistema autonómico catalán desde 1714, la Mancomunidad concedida por decreto de Alfonso XIII a propuesta de Eduardo Dato en 1914—. El éxito de la Mancomunidad, en lo administrativo y en lo cultural, fue grande; sin que faltasen, durante la hegemonía de las derechas en el movimiento catalanista, imprudencias, verbales y reales, que justificaban en parte los recelos centralistas de quienes identificaban catalanismo con separatismo, en una fatal dialéctica de dos minorías mínimas pero peligrosas: los separatistas y los separadores, a quienes se ha referido lúcidamente el profesor Seco Serrano en el citado número de Cuenta y Razón sobre el «Milenario».
La Esquerra catalanista, esa izquierda pequeño-burguesa escindida de la Lliga con motivo de la visita regia de 1904, languidecía hasta que encontró en el ex coronel Francisco Maciá, antes españolista exaltado, pasado al catalanismo radical, un líder quijotesco y carismático, ídolo del sentimiento catalán. La derecha catalanista había respaldado al principio el pronunciamiento dictatorial del capitán general de Cataluña, don Miguel Primo de Rivera, pero luego se había distanciado de él al comprobar que don Miguel, al frente del gobierno central, incumpla las esperanzas regionalistas que habían puesto en él sus promotores catalanes. Al proclamarse la República, la Esquerra consiguió sorprendentemente la hegemonía del catalanismo, y la conservó durante todo el período republicano, pese a que la Lliga, dirigida por Cambó, mantuvo una intensa presencia política en conexión con la derecha nacional española. La Esquerra tuvo un primer desliz separatista en abril de 1931, cuando el señor Maciá, sin encomendarse a Dios ni al diablo, proclamó la República Catalana, en sentido federalista, que los gobernantes republicanos corrigieron hábilmente con urgentes viajes a Barcelona, de los que salió confirmada la República unitaria, aunque con vocación autonómica; y se resucitó la Generalidad de Cataluña, organismo ancestral suprimido por la conquista borbónica del siglo XVIII. La Generalidad antigua —la Diputación del General— tuvo sentido y alcance administrativo; ahora resucitaba artificialmente con dimensión política. El sucesor de Maciá al frente de la Generalidad, Luis Companys, cometió en la noche del 6 de octubre un desliz mucho mayor, que hundió el inteligente compromiso del Estatuto republicano de 1932, defendido brillantemente por Manuel Azaña y mucho más coherente que el Estatuto actual. Azaña dejó bien claro que la Generalidad era, por encima de todo, un organismo del Estado español en la región autónoma, aunque atribuyó absurdamente a la monarquía española, creada en buena parte por Cataluña, las frustraciones de Cataluña. Por eso la rebeldía de Companys el 6 de octubre de 1934, cuando quiso reiterar la proclamación de Maciá —y proclamó por sí y ante sí el Estado Catalán de la República Federal Española—, dio la razón a quienes habían subrayado, desde la derecha, el peligro separatista en el Estatuto de 1932. Las derechas habían vencido limpiamente en las elecciones generales de 1933; Companys en Cataluña y los socialistas en toda España no acataron este resultado democrático y plantearon —separadamente— la rebeldía contra la democracia republicana. La Lliga —el catalanismo de derechas— y la mayoría de los catalanes se avergonzaron de esta rebelión, sofocada por el ejército en esa misma noche. La República de centro-derecha envió a la Legión por las calles de Barcelona, y suspendió la autonomía catalana mientras los portavoces del catalanismo moderado confesaban que Cataluña quedaría sumida en la vergüenza durante toda una generación. Hoy algunos manipuladores de la historia catalana se empeñan en considerar al 6 de octubre como una fecha gloriosa, cuando fue, en realidad, una vergüenza.
En la revolución catalanista y socialista de octubre quedó sembrada la guerra civil. En las elecciones de febrero de 1936 venció el Frente Popular en toda España, incluida Cataluña, y Companys con su equipo retornaron al poder tras una temporada de prisión. Las elecciones constituyeron un colosal pucherazo en el que el Frente Popular transformó su indudable mayoría inicial relativa en mayoría aplastante. La guerra civil española empezó realmente entonces, aunque su declaración formal se retrasara hasta el 17 de julio de 1936.
La propaganda histórica ultracatalanista se ha hartado de repetir que Cataluña, después de luchar en el bando republicano de la guerra civil española, perdió esa guerra y vivió, durante la era de Franco, una nueva etapa de opresión. Eso no es una tesis sino una estupidez. En la guerra civil Cataluña se dividió en dos, exactamente como toda España. Los catalanes moderados y los catalanistas de centro y derecha, con algunas excepciones, se alinearon secreta o fervorosamente en el bando nacional; combatieron en él con notoriedad y heroísmo; se pasaron en masa desde el territorio sometido a la República hacia la otra zona, como ha demostrado un militar catalán, Magín Vinielles, en su libro La sexta columna. Otro escritor catalán, José María Fontana, ha dejado todo muy claro en su libro Los catalanes en la guerra de España. Y el general Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor central de la República, ha relatado de forma sobrecogedora la campaña de Cataluña en su libro Alerta los pueblos, en que cita un informe militar catalán donde se confesaba: «Toda Cataluña deseaba ya a Franco». La unidad militar más condecorada en el ejército de Franco fue el Tercio catalán de Montserrat; y en las Memorias de Azaña hay numerosas pruebas de que el informe militar citado no era imaginación.
Francisco Cambó, a quien su exilio voluntario salvó de una muerte segura en Cataluña, escribió en octubre de 1937 en Paris, para el diario La Nación este importantísimo artículo, «La cruzada española», que demuestra por sí mismo la adhesión del catalanismo moderado y la derecha catalana a la causa de Franco, para quien el equipo Cambó en Francia y en toda Europa contribuyó con una importantísima red de información, el SIFNE, cuyas acciones han sido relatadas por su director, Bertrán y Musitu, en un libro fidedigno. Pero nada puede sustituir al artículo de Cambó que pasamos a reproducir:
«Los que no ven en la gran tragedia más que una guerra civil, con los horrores que acompaña siempre la lucha entre hermanos, sufren lamentablemente ceguera. Una lucha interior, en un país fuera de las corrientes del tráfico de las mercancías y de las ideas, que no tiene peso específico bastante para influir en la vida internacional, ni por su fuerza económica, ni por su potencia militar, ni por su posición política, podría haber despertado algún interés en los tiempos tranquilos que vivió la humanidad algunas décadas atrás. Pero en los momentos agitados y frenéticos que vivimos nadie le prestaría hoy atención. Y la realidad nos dice que desde sus comienzos la guerra civil española es el acontecimiento que más preocupa a las cancillerías y aquel que más profundamente agita y apasiona las masas.
»Es que el mundo entero se da cuenta de que en tierras de España, en medio de horrores y de heroísmos, está entablada una contienda que interesa a todas las naciones del mundo y a todos los hombres del planeta.
»Para comprender su magnitud hay que recordar el año 1917, el de la instauración del bolcheviquismo en Rusia, y pensar en todas las desdichas que de aquel hecho se han derivado para todos los pueblos.
»La implantación del sovietismo en Rusia, uno de los mayores retrocesos históricos de la humanidad, significó el triunfo, en un gran imperio, del materialismo sobre todos los valores espirituales que hasta entonces habían guiado a la humanidad camino del progreso, y habían agrupado a los hombres en naciones y en estados.
»La lucha entre las más opuestas concepciones de la vida de hombres y pueblos surgió inmediata y no ha cesado un momento, porque los directores del bolcheviquismo ruso tuvieron, desde luego, la clara visión de que su régimen no podía subsistir más que perturbando la paz y disminuyendo el bienestar en el resto del mundo, único modo de enturbiar la visión de la espantosa miseria en que tienen sumido a su pueblo.
»La Rusia bolchevique alcanzó la ventaja que en toda lucha obtienen los que emprenden la ofensiva, y su brutal agresión no encontró más que una débil resistencia en la endeble estructura político-social-religiosa de la vieja Rusia, auxiliada sin energía ni constancia por los estados que mayor interés tenían en impedir el triunfo de aquélla.
»Después, todos los países cristianos, uno tras otro, ya con la esperanza de obtener un lucro, ya por la inercia que impele a seguir la corriente, no sólo reconocieron al gobierno bolchevique, sino que le prestaron toda suerte de concursos para que pudiera forjar las armas con que trataría luego de aniquilarles.
»La cruzada de la España nacional es, exactamente, lo contrario de la victoria del bolcheviquismo en 1917, y su triunfo puede tener y tendrá para el bien la trascendencia que para el mal tuvo aquélla. Significa que allá, en el extremo sudoccidental de Europa, se levantó un pueblo dispuesto a todos los sacrificios para que los valores espirituales (religión, patria, familia) no fueran destruidos por la invasión bolchevique que se estaba adueñando del poder.
»Es porque tiene un valor universal la cruzada española por lo que interesa no sólo a todos los pueblos, sino a todos los hombres del planeta.
»Ante ella no hay, no puede haber indiferentes. La guerra civil que asola España existe, en el orden espiritual, en todos los países. En vano proclaman algunas potencias que hay que evitar la formación de bloques a base de idearios contrapuestos. Los que tal afirman, si examinan la situación de su propio país, verán que estos bloques ideológicos existen ya y tienen una fuerza inquebrantable. Los encontrarán dentro de los partidos y de las agrupaciones profesionales, aun en los grupos más restringidos de sus relaciones particulares y familiares.
»A España le ha correspondido, una vez más, el terrible honor de ser el paladín de una causa universal. Durante ocho siglos, Bizancio, en la extremidad oriental, y España, en la extremidad occidental, defendieron a Europa en lucha constante; aquélla con las invasiones asiáticas y ésta con las asiáticas y con las africanas. Y cuando Bizancio cayó para siempre, España preparaba el último y formidable esfuerzo que le dio definitiva victoria, que la Providencia quiso premiar dándole otra misión de trascendencia universal: la de descubrir y cristianizar un nuevo mundo.
»Cuando la Iglesia católica, en el siglo XVI, sufrió el más duro embate de su existencia, fue España la que asumió la misión terrena de salvarla. Y ya en el siglo XIX, cuando el destino de Napoleón se apartó del servicio de su patria para servir únicamente su propia causa, fue España, la España inmortal, la que, ofreciendo al héroe hasta entonces invencible una resistencia inquebrantable, salvó a Europa y a la propia Francia.
»Hoy se cumple una vez más la ley providencial que reserva a España el cumplimiento de los grandes destinos, el servicio de las causas más nobles que lo son tanto más cuanto implica grandes dolores sin la esperanza de provecho alguno.
»Y las grandes democracias de la Europa occidental, que miran con reserva y prevención la gran cruzada española, se empeñan en no ver que para ellas será el mayor provecho, como para ellas sería el mayor estrago si el bolcheviquismo ruso tuviera una sucursal en la península Ibérica.
»No es hoy momento de discutir cómo se regirá la nueva España. Pero una cosa podemos decir: España, como lo dejó probado de modo irrebatible Menéndez y Pelayo, fue un más grande valor universal en cuanto fue más española, más íntimamente unida a la solera medieval que la forjó preparando la gran obra de los Reyes Católicos y de los primeros Austrias, mientras que las etapas de su decadencia coinciden con las de su decoloración tradicional. La nueva España será, de ello estamos seguros, genuinamente española, y para crear las instituciones que deben regirla no necesitará copiar ejemplos de fuera, porque en el riquísimo arsenal de su tradición más que milenaria encontrará las fórmulas para mejor servir y atender las necesidades de la nueva etapa de su historia.
»No hay que olvidar un hecho en el cual se encuentran en germen muchos de los ingredientes que han producido la guerra civil. Es un hecho que nunca, y hoy menos que nunca, han de olvidar los españoles: al triunfar el espíritu patriótico-religioso en la resistencia española a la dominación napoleónica, se reunieron, primero en la isla de León y después en Cádiz, los hombres que habían de forjar las instituciones que rigieron la España que con su sangre habían conquistado sus hilos. Y la Constitución llamada de Cádiz olvidó la tradición española para inspirarse en las doctrinas de la Revolución Francesa: ¡el vencedor implantaba las doctrinas del vencido! Y así quedó frustrado el glorioso y triunfal esfuerzo y desconectada la corriente tradicional española de sus nuevas instituciones políticas, iniciándose una pugna que ha culminado en la lucha actual.
»Es indispensable que el caso no se repita; la sangre de los millares de héroes que están dando su vida por salvar a España del materialismo y la barbarie bolchevique ha de servir, por lo menos, para que nuestra patria vuelva a marchar por la senda que le señala la tradición y que no debió abandonar jamás.
FRANCISCO CAMBÓ»
En mi libro La derecha sin remedio he analizado la trayectoria de Cataluña durante la era de Franco. El nuevo régimen cometió serios errores —perfectamente inútiles— contra el sentimiento catalán, sobre todo en el campo de las restricciones culturales, como ha contado Dionisia Ridruejo en su libro Casi unas memorias. Sin embargo, la tolerancia se fue imponiendo poco a poco, y durante esa época Cataluña experimentó un crecimiento y una prosperidad poco comunes en otras épocas de su historia. Catalanes insignes cooperaron con el régimen de Franco en puestos de gobierno y alta administración, y contribuyeron a la vida política y económica de Cataluña de forma destacadísima. Todo esto se ignora culpable e injustamente en la antihistoria de la propaganda ultracatalanista, pero se trata de hechos reales y comprobables.
Al llegar la transición democrática, el centro-derecha catalán fue en parte dirigido por el catalanismo antifranquista, cuyos líderes principales son Jordi Pujol —procedente de medios católicos— y Miguel Roca y Junyent, procedente de un curioso grupúsculo de oposición radical, pero vuelto muy a tiempo a la moderación. Rodolfo Martín Villa, en sus Memorias, ha contado con objetividad los progresos de la oposición catalanista de centro-derecha y los avances del antifranquismo en Cataluña, pese a lo cual la UCD, el centrismo nacional, obtuvo en las diversas elecciones celebradas en el principado notables éxitos. Alfonso Osario, por su parte, ha descrito desde dentro la operación inspirada por la Corona y realizada por el presidente Adolfo Suárez para el restablecimiento de la Generalidad en la persona del antiguo líder de la Esquerra Josep Tarradellas, transformado durante el exilio en un político inteligente y pragmático que ha contribuido decisivamente a la consolidación de la nueva democracia española desde Cataluña y ha revelado en sus Memorias encrucijadas y claves muy interesantes de la historia catalana reciente.
El hundimiento de la UCD tuvo graves repercusiones para la continuidad del centro-derecha nacional en Cataluña, cuyos efectivos y votantes han ido cayendo en la órbita del catalanismo de centro-derecha. El 1 de junio de 1984 protesté en mi columna del diario YA contra el discurso de investidura pronunciado por Jordi Pujol como presidente de la Generalidad. Hoy sería imposible decir lo mismo en ese pobre periódico, destruido y degradado por una equivocada política informativa episcopal, y luego caído en manos nacionalistas y después, o simultáneamente, porque hace años que no sigo esa decadencia, en la órbita sucedánea de El País.
Los párrafos siguientes se inspiran en mi artículo-protesta citado, cuando en el diario YA, con 150 000 ejemplares de venta, se podía escribir objetivamente sobre Cataluña.
Cataluña es racionalidad; Cataluña es pacto. Cataluña es seny. Cataluña fue la avanzada europea en España, y es ahora la avanzada española en Europa. Pero por encima de la racionalidad, el pacto, el seny, la avanzada y la vanguardia, Cataluña es sentimiento. No hay en Europa, ni seguramente en el mundo, un pueblo más sentimental que Cataluña. La insigne torpeza política del gobierno socialista, al utilizar flagrantemente a la justicia nacional española contra una victoria política catalana, ha provocado en Cataluña una riada, una pleamar de sentimiento. Los miles de afectados por la crisis de Banca Catalana —cuya administración no sé si ha sido un delito, pero sí me consta que ha sido un desastre— en cabeza de la manifestación pro Jordi Pujol me parece un espectáculo emocionante; como casi nunca se había contemplado en España desde los gritos famosos de ¡Vivan las caenas! que proferían los ciudadanos serviles uncidos al carro de Fernando VII; gritos que suelen expresarse en andaluz, pero que se iniciaron precisamente en Cataluña, como fue la única universidad de Cataluña la que dirigió al mismo rey absolutista la invocación célebre: Lejos de nosotros, Señor, la funesta manía de pensar. Ante la querella criminal más detonante de toda la historia contemporánea —la querella Burón-González sobre Banca Catalana, dicho sea con tanta sinceridad como respeto—, Cataluña entera ha vuelto a prescindir de la funesta manía de pensar y se ha echado a la calle; una riada, una pleamar de emociones. Afortunadamente, y después de meses de tortura, la querella ha fracasado por motivos que me parecen tan políticos como los que la suscitaron. De esta forma han perdido todos: el Gobierno central, el señor Pujol, la seriedad del pueblo catalán, la justicia, la democracia y sobre todo los pobres accionistas de Banca Catalana, que encima aplaudieron a rabiar cuando en asamblea general se les comunicó que cada mil de sus pesetas quedaban reducidas a una. Todo un portento de la transición.
El discurso de investidura del presidente Pujol en mayo de 1984 ha sintonizado tanto con Cataluña que merece para su ilustre autor el título del más sentimental entre todos los catalanes, aunque ha escrito el discurso a impulsos de una fría y habilísima estrategia. No ha sido, naturalmente, el discurso de Banca Catalana (le sobra al señor Pujol inteligencia política para haber caído en semejante disparate), sino el Discurso de la Nación Catalana, en la misma línea suavemente chantajista que tanto cultivó su predecesor el señor Cambó. Diez referencias directas (a ver si algunos comentaristas aprenden a contar) y cinco indirectas justifican esta denominación. (Por desgracia, y ante la gran manifestación que siguió a la investidura, el señor Pujol sí que dejó que su sentimentalismo desbordase a su prudencia y aprovechó a fondo, con demagogia tan reprobable como la de los impulsores de la querella, el problema de Banca Catalana que interpretó absurdamente como un ataque no a él sino a Cataluña).
Pero en el discurso de investidura —sesenta y cinco folios tengo delante—, el candidato recalcó, entre otras citas, la siguiente: «Reafirmo mi convicción de que Cataluña es una nación y que tiene derecho a que le sea reconocida su personalidad, tanto en el terreno cultural y lingüístico como en el político e institucional». No se refiere el señor Pujol al reconocimiento del Estatuto, que ya está cuajado por ley orgánica, sino al reconocimiento cultural y político de Cataluña como nación. Cierto que pide este reconocimiento en el marco constitucional, lo cual es un efugio contradictorio, porque la Constitución no reconoce más nación que la española.
A un discurso que contenía semejante atentado a la unidad nacional de España, y a la Constitución española, Alianza Popular de Cataluña votó sí. El presidente catalán de AP matizó el voto; quiso votar sí, pero…; a ludió inútilmente a la irrenunciable unidad de España, sin que casi nadie haya reproducido la frase; pero sólo se puede votar sí, no o abstención, y el presidente regional, en nombre de Alianza Popular en Cataluña, votó sí. Lamento decirlo; lo dije, cuando era tiempo, donde lo tenía que decir —en la Ejecutiva nacional de AP— sin resultado alguno. El presidente catalán de AP es un político novato y evidentemente inmaduro; pero sus relevantes cualidades personales permiten esperar que con el rodaje corrija, y pronto, su inexperiencia. Donde no podía fallar el presidente regional de AP es en el terreno de los principios; y el voto de Alianza Popular catalana en favor del Discurso de la Nación Catalana me parece una quiebra fundamental de principios, una concesión a la pleamar del sentimiento catalanista y un error histórico que —dados los precedentes de la campaña autonómica del 84— me explica cabalmente a posteriori la causa principal del tremendo fracaso sufrido por Alianza Popular en las elecciones al Parlamento de Cataluña.
Alianza Popular de Cataluña es profundamente catalana, pero no es catalanista. Es, en mi opinión personal, una voz catalana en Cataluña; pero también, y por la misma razón, la voz catalana principal —sin excluir a las demás— de la España moderada en Cataluña. Me temo que sus votantes lo crean así, por gran mayoría; pese a que algunos de sus dirigentes se hayan visto arrastrados por la corriente sentimental catalanista, y no tienen muy claros los principios básicos de un gran partido nacional. Entonces los votantes comprobaron que durante la campaña los dirigentes de AP (incluso algún dirigente nacional) aceptaron ese disparate de considerar a España como nación de naciones (Jo cual es absolutamente anticonstitucional) y prefirieron votar a los nacionalistas de verdad que a quienes se presentaban como nacionalistas vergonzantes. En su voto de investidura, el presidente regional de AP, si quería sintonizar con sus votantes, debió votar abstención y explicarlo; no sumarse, con grave detrimento de los principios, a la pleamar del sentimiento. Si no corrige ese rumbo, Alianza Popular de Cataluña se irá diluyendo, como sucedió con los centristas de Cataluña, en la mayoría nacionalista.
He sospechado demasiadas veces que el actual nacionalismo catalán, que no es separatista en lo político, sí apunta una peligrosa desviación separatista en lo cultural. La normalización de la lengua catalana no pretende el bilingüismo, que sería natural y constitucional, sino la práctica y gradual exclusión de la lengua castellana en el ámbito catalán, lo cual sería un atentado y un perjuicio terrible para las nuevas generaciones catalanas, privadas de su lengua universal. Es necesario leer a fondo un libro muy difícil de encontrar en las librerías, Lo que queda de España, de Federico Jiménez Losantos, que por pensar así fue expulsado de Cataluña con una ráfaga de metralleta en las piernas. Para consolidar la autonomía catalana la Generalidad catalanista destacó al señor Roca Junyent a la arena política nacional y le encargó encabezar una ristra de pequeños partidos regionales para las elecciones de 1986 con apoyo colosal de la Banca, que se lo negaba a la derecha nacional del señor Fraga. La operación Roca, cuyo lema era muy parecido al de los austracistas catalanes en la guerra de Sucesión, principios del siglo XVIII, rezaba así: otra manera de hacer España. Los votantes creyeron que tal vez se trataba más bien de otra manera de deshacerla y propinaron al señor Roca, y al catalanismo expansivo, una de las más sonadas derrotas de la historia electoral española. Dada la inteligencia política de los señores Pujol y Roca cabe esperar que ellos y sus promotores financieros hayan aprendido la lección. Aunque la reiteración del intento en Madrid, ahora desde el frente informativo con la ocupación catalanista del diario YA y la orientación parcial en este sentido del ABC, no parece indicar que la lección se haya asimilado como sería deseable.
Cataluña, como demuestra la historia que hemos recorrido, no ha sido nunca, ni es, ni puede ni debe ser una nación, especialmente en este marco constitucional de 1978. Pero aunque me cueste graves disgustos personales y políticos, mi obligación era —en 1984, cuando escribí el citado artículo, y hoy, que lo reitero— expresar con tanta decisión como respeto y amor a Cataluña mi discrepancia histórica sobre los deslices políticos que, como el citado de Alianza Popular en Cataluña, pueden llevar a mayores desastres: sacrificar la estrategia a la táctica, los principios propios a los sentimientos ajenos, la convicción ideológica a la entrega política. Y no entregar el rompeolas a la pleamar.
Volvamos al principio de este ensayo. El milenario artificial de Cataluña debe inscribirse, para comprender la intención con que se urdió, entre este discurso de la Nación Catalana en 1984 y las consecuencias políticas sacadas por el señor Pujol y sus colaboradores en plena resaca del milenario. Ya hemos comentado el discurso; vengamos ahora a algunas muestras de la resaca.
El 4 de diciembre de 1989 cuatro mil catalanes, con el señor Pujol a la cabeza, celebraban el milenario en la plaza de San Pedro de Roma (El País, S de diciembre de 1988), y de ellos partieron algunos silbidos antihistóricos cuando el papa osó hablar primero en castellano. El cardenal Jubany, en su homilía, hizo honor al seny y decepcionó sin duda a los silbadores. El papa, desde la ventana del Ángelus, saludó en castellano «a la numerosa peregrinación de pastores y fieles venidos de Cataluña, España», y ahí brotaron las groseras xiulades que se convirtieron muy provincianamente en aplausos cuando el papa optó por el Viva Cartagena en versión catalana. Poco después, el 29 de enero de 1989, el señor Pujol clausuraba el VIII congreso de su partido, dentro del que alienta un ala muy radical, con varias concesiones a la demagogia, entre otras dudas sobre la futura validez del Estatuto constitucional de autonomía; y aludió a que «el futuro de la plenitud de Cataluña está lelos», eufemismo habitual de los catalanistas para designar la independencia, mientras fustigan a quienes protestamos de tal disparate llamándonos separadores. Poco después una dama valenciana muy bien documentada, doña Amparo Ramírez, protestaba en la revista Cambio 16 (núm. 901, 6 de marzo de 1989) porque durante un acto de exaltación fallera en Barcelona el señor Pujol dijo: «No quiero ninguna clase de discusión. Llegará un momento en que volveremos a Jaime I, a una sola persona y una sola Corona. La historia tiende a eso». Por el contrario, la Historia marcha hacia adelante, no hacia atrás; y el legado de Jaime 1 lo consumaron para siempre los Reyes de España a partir de los Reyes Católicos. Casi inmediatamente después, en la lejanía húngara, el señor Pujol, muy adicto a los viajes de Estado por todo el mundo, afirmó que Cataluña había sufrido más que Hungría por defender su identidad (El País, 10 de marzo de 1989, p. 23). Y se mostró luego muy nostálgico por la pérdida de la soberanía catalana hace cuatro siglos, es decir a finales del siglo XVI, donde Cataluña evidentemente no perdió absolutamente nada. En fin, resacas propias del milenario y coherentes con él.
Aflora minoritaria pero ruidosamente en Cataluña otro tipo de resaca, que ya no me parece histórica sino resaca vulgar, que es la grosería independentista pura y dura, de la que no deberían asombrarse quienes siembran los polvos para luego cosechar estos lodos. Todos recordamos con vergüenza los abucheos, tan poco catalanes, al rey de España cuando acudió a inaugurar un estadio olímpico que se deshacía a chorros de gotera en plena inauguración. Pero a veces estos disparates se profieren reflexivamente, es un decir, en letra impresa y publicada.
Acabo de afirmar —y lo ratifico— que Cataluña es racionalidad, Cataluña es pacto, Cataluña es seny. Pero en ocasiones, felizmente minoritarias, Cataluña es aberración; Cataluña es apasionamiento; Cataluña es esperpento. Durante un viaje a Barcelona, ya en la primavera del milenario, compré en una librería del centro de la ciudad un libro inconcebible, Catalunya independent, del arquitecto urbanista Caries Lladó i Badia, editado por El Llamp, y ya por la segunda edición.
Toda la distorsión y toda la falsa mitología hipercatalanista se desborda en sus páginas, que rebosan además de algo todavía más desagradable: el desprecio y el odio contra España, la insolidaridad más escandalosa que jamás he visto escrita en nombre de la libertad. Som una nació es el grito que resuena en cada página. Cataluña se extiende a los famosos Països Catalans, que incorporan además a una franja de Aragón, con Fraga dentro. La primera prueba de catalanismo histórico que se alude, sin el menor miedo al ridículo, es la mandíbula de Bañolas, fechada el año 150 000 antes de Cristo. Wifredo el Velloso es el fundador de «la dinastía nacional catalana» y se le atribuye falsamente la bandera cuatribarrada; la historia se confunde con la más improbable leyenda. Se confunden casi todas las fechas, casi todos los hechos reales. Los ducados instituidos por los almogávares en el Mediterráneo oriental son simplemente Cataluña. Caspe fue, lógicamente, un gran error, una tupinada. Colón era catalán; América, una empresa catalana. El siglo XVIII fue el reino del terrorismo militar castellano en Cataluña.
El capítulo de la lengua es una acumulación de ignorancias. Se rechaza el bilingüismo en favor de la normalización; al menos hay que agradecer a este original autor que revele el rostro verdadero de esa normalización. Se insulta gravemente a los xarnegos, y se identifica a los españoles de Cataluña con los indeseables y delincuentes. Claro que la gran mayoría de los catalanes repudian el tono y el mensaje de este energúmeno; pero el hecho de que se haya escrito y se haya publicado este libro sirve para formular nuevamente una grave preocupación.
En mi libro de 1989, España, la sociedad violada, editado en Barcelona por Planeta, me referí con el elogio que merece al discurso pronunciado por el señor Pujol en Madrid, y en 1981, Catalanes en España, que todo español podría firmar, y que nada tiene que ver con los discursos de 1984 y 1989 que acabo de citar, como si se le hubiera contagiado al señor Pujol la manía de doble lenguaje que parece congénita en los gobernantes socialistas de España. Allí critiqué ya seriamente el milenario de Cataluña como un «invento de relaciones públicas»; y unas páginas más allá identifiqué, con pruebas muy serias, la llamada «normalización» del catalán, con la expulsión del castellano en Cataluña. La amenaza cultural sigue su curso, se incrementa día tras día de forma nefasta para Cataluña; ya se dice con toda tranquilidad en la prensa que el castellano puede durar medio siglo solamente en Cataluña, y los socialistas han rechazado una moción del Partido Popular en el Senado que trataba de organizar la defensa de la lengua castellana de acuerdo con la Constitución. El CDS y el Partido Popular en Cataluña siguen replegados, para terreno tan vital, en una actitud cobarde y absurda que, si no se remedia, les borrará del mapa político catalán; creo que lo saben, pero mantienen la actitud por falta de horizonte, por cobardía pura. La asociación cultural Miguel de Cervantes es una de las pocas entidades que han asumido heroicamente la defensa del castellano en Cataluña, que nada tiene que ver con una hostilidad contra el catalán, sino con la defensa de la lengua común de los españoles de pleno acuerdo con la Constitución española. En honor de esa benemérita agrupación voy a reproducir uno de sus manifiestos para cerrar este estudio; quienes amamos y visitamos continuamente Cataluña vemos nuevas pruebas diarias de esta situación intolerable, que podría ilustrarse con millares de ejemplos. El manifiesto que reproduzco es de 1989.
En un resonante artículo publicado en El País el 2 de julio de 1988 el director de la Real Academia Española profesor Rafael Lapesa afirma y prueba que en España se vulnera continuamente lo que ordena la Constitución sobre el castellano. «Todo esto va creando una desintegración creciente de España». Es la misma línea del manifiesto que publico a continuación.
EL IDIOMA ESPAÑOL EN CATALUÑA
SITUACIÓN REGRESIVA EN USO Y ENSEÑANZA
Realidades incuestionables
La primera y fundamental realidad es la de que en Cataluña nadie se opone a la afirmación, cultivo y propagación del idioma catalán en el principado, pues todos somos partidarios del uso y cultivo de esta lengua, destacada entre las de España y que constituye una de las principales riquezas culturales de nuestra Historia.
La otra realidad, paralela a ésta, es que esta implantación, cultivo y propagación del catalán se viene haciendo a costa de la paulatina desaparición del uso, enseñanza y propagación del castellano o español, idioma común de todos los españoles, oficial del Estado y propio de más de la mitad de la comunidad humana que habita en Cataluña.
En virtud de estas dos primeras realidades, queremos insistir en que no nos mueve a manifestarnos el hecho de la esplendorosa propagación del idioma catalán, sino que ésta se verifique en detrimento del otro idioma (español), también patrimonio cultural incuestionable.
Asimismo nos mueven los procedimientos abiertamente inconstitucionales empleados en tal afirmación y difusión, de los que son buena muestra los datos que exponemos a continuación, en particular el acoso propagandístico, los rótulos e informaciones oficiales, las emisiones de la televisión (TV-3, Canal 33, TVE-2 Cataluña) y de la radio pública que gestiona la Generalidad, así como los procedimientos de enseñanza.
Concretando las realidades en que abiertamente se observa la marginación del idioma castellano, vamos a señalar las siguientes: la calle, los medios de comunicación, las campañas de catalanización, la administración, la iglesia, el parlamento catalán, la enseñanza y la cultura.
1. La calle
Todas las indicaciones oficial es (rótulos, señalizaciones de tráfico, información ciudadana, etc). se realizan exclusivamente en catalán, con desprecio del castellano y falta al respeto que merece. Es de obligada justicia que estas manifestaciones sean bilingües.
2. Medios de comunicación
Todas las emisoras de radio dependientes de la Generalidad (Cataluña-radio, Cataluña-música, Radio Asociación de Cataluña y Cadena-13) emiten exclusivamente en catalán y la primera de ellas, frecuentemente, con contenidos de catalanismo fanático.
En cuanto a la televisión pública hay cuatro emisoras oficiales: dos autonómicas, que gestiona la Generalidad (TV-3 y Canal 33), que emiten solamente en catalán, y dos nacionales, una de las cuales también tiene más del 50 por ciento de su programación en catalán (TVE-2 Cataluña), y la otra (TVE-1), que emite en castellano con espacios en catalán. Se da la circunstancia de que concretamente de las 13 a las 15 horas del mediodía, que son de gran audiencia, las cuatro emisoras emiten siempre en catalán. De esta suerte, la libertad de elegir televisión en castellano no existe en algunos momentos y en otros se limita a una sola emisora y ha de ejercitarse en catalán, estableciéndose una ecuación «Subliminal»: libertad igual a utilización del catalán. Por supuesto que también hay derecho a apagar el televisor, como muy «acertadamente» señalaba en una sentencia el Tribunal Supremo.
La prensa en catalán recibe apoyos especiales de las instituciones autonómicas o locales con el dinero de todos los ciudadanos.
3. Campañas de catalanización
Promovidas por la Dirección General de Política Lingüística de la Generalidad de Cataluña bajo ciertos lemas: «La Norma, depèn de vostè, El catalá, cosa de tots, etc». Realizan un acoso propagandístico permanente sobre la población con el objetivo de que la totalidad de la misma adopte el catalán como su lengua habitual.
4. La administración
La Generalidad, ayuntamientos, colegios profesionales, reales academias, universidades, institutos, colegios de EGB y preescolar, etc. —es decir, todos los organismos oficiales de carácter local, provincial o regional—, utilizan únicamente el catalán, que es, de hecho, el único idioma oficial, tolerándose, en el mejor de los casos, el uso eventual del castellano. Todas las publicaciones que emanan de los citados entes —comunicados, libros, folletos, guías informativas, etc.— se editan exclusivamente en catalán.
Resulta curioso observar cómo sólo se respeta el bilingüismo cuando se trata de recaudar tributos o en la propaganda electoral, tanto de los partidos políticos como la institucional (Generalidad, Ayuntamiento de Barcelona).
5. La Iglesia católica en Cataluña
Establece diferencia o selección entre dos tipos de católicos: unos con cuya lengua y cultura —la catalana— se identifica, y el resto de lengua y cultura castellana y, en su mayoría, de condición humilde. Esta selección resulta a todas luces contraria al principio evangélico del amor fraterno. Si el amor selecciona, no es verdadero amor, porque el amor no separa y la selección separa.
Para el clero catalán y sectores catalanistas ultras sería una provocación, por ejemplo, el nombramiento de un obispo no catalán en alguna de las diócesis del principado, cuando tantos obispos catalanes están repartidos por todo el resto de la geografía española sin que nadie haya protestado jamás.
No se observa la referida actitud en otras confesiones religiosas, que no establecen ningún tipo de discriminación.
6. El Parlamento catalán
La realidad es que ningún parlamentario utiliza nunca el castellano en sus intervenciones, aunque ésta sea su lengua materna. Esta cámara, que debiera ser caja de resonancia de todos los allí representados, secuestra la voz de más de la mitad de ellos. Y si la lengua no se utiliza, tampoco se la defiende: se aprueban leyes y proposiciones —hasta por unanimidad— que la agreden seriamente y por ende agreden a todos los ciudadanos, de quienes es patrimonio irrenunciable.
7. La enseñanza
Se ha establecido que el catalán es la lengua propia de la enseñanza en todos los niveles educativos. El vehículo de transmisión de los conocimientos es el catalán y el vehículo de expresión normal en todas las actividades tanto externas como internas. Se tiende, por tanto, hacia una catalanización absoluta de la enseñanza y el procedimiento más demostrativo es la inmersión.
La inmersión consiste en sumergir a los alumnos castellano-hablantes en un ambiente catalán desde el primer día de entrada en la clase, de manera que el catalán será para ellos la única lengua vehicular. Este método está implantado desde el nivel preescolar y en la casi totalidad de los centros públicos o subvencionados, porque las autoridades lingüísticas entienden que el castellano, lengua materna de estos escolares, ya lo aprenden en su entorno familiar y social.
La enseñanza de la EGB se realiza ya totalmente en catalán en la mayor parte de los centros oficiales o subvencionados y existe cada día una presión mayor para que las pocas clases que en el bachillerato o en las universidades aún se dan en castellano se realicen en catalán, que abarcará así, a corto plazo, la totalidad de la enseñanza.
Estos procedimientos son abiertamente anticonstitucionales y derivan de la llamada Ley de Normalización Lingüística y de sus normas de aplicación, que, incomprensiblemente, nadie ha recurrido.
8. La cultura
Se subvencionan y promocionan, casi exclusivamente, las manifestaciones artísticas y culturales que se realizan en catalán (museos, fiestas, conferencias, cine, teatro, exposiciones, edición de libros, periódicos, etc)..
Como consecuencia directa o indirecta de toda esta presión que se ejerce en la marginación del idioma español y de la cultura española por parte de los poderes públicos, todo el que no camine en la dirección impuesta es considerado un ciudadano de segunda, poniéndole trabas el acceso a los bienes y servicios públicos que paga como los demás. De este modo se explica que decenas de miles de funcionarios, en particular de la enseñanza, hayan tenido que elegir el siempre penoso camino de la emigración hacia otras tierras de España. Y de la misma manera, cualquier español de otras regiones ve dificultada su entrada en Cataluña por el handicap del catalán.