II. FRACASO Y HUNDIMIENTO DEL COMUNISMO (1989-1990)

UNA PRIMERA PERSPECTIVA HISTÓRICA

Miles de españoles murieron en un bando de nuestra guerra civil al grito de «¡Viva Rusia!» tras haber creído firmemente, durante años, en el «paraíso soviético». La Revolución Soviética triunfante en 1917, a precio de una cruenta guerra civil y una terrible derrota militar que privó a Rusia de inmensos territorios, había procurado extenderse por todo el mundo desde la fundación de la Internacional Comunista (Comintern) en 1919 por su gran inspirador y director, Vladimir Ilich Lenin, cuyo primer nombre lleva entre nosotros Ernesto (por el Ché Guevara) Vladimiro, hijo de la que cuando se escriben estas líneas en el verano de 1990 detenta todavía el Ministerio del Portavoz de un Gobierno socialista cuyos miembros se dividen entre quienes cantan la Internacional, el gran himno marxista, con el puño cerrado, como Alfonso Guerra, o en posición de firmes, como el presidente Felipe González. La Unión Soviética se afianzó como potencia mundial bajo el mando totalitario y sádico de José Stalin durante los años treinta, tras perpetrar un genocidio interior y varios exteriores; y se convirtió en Imperio mundial a partir de 1945, como gran vencedora en la lucha de las democracias occidentales contra el totalitarismo nazi-fascista, pero consolidando su propio totalitarismo mucho más violento y represivo. Un ministro, y por sarcasmo de Cultura, en ese mismo gobierno socialista de 1990 en España escribía en 1953, cuando ya no era un jovenzuelo alocado, sino un hombre maduro más allá de sus treinta años, esta elegía abyecta a la muerte de Stalin:

¡Se nos ha muerto Stalin! ¡Su partido

proseguirá la ruta que él abriera!

Los que venden

al Capital su fuerza de trabajo

los que no tienen nada que perder

y un mundo que ganar;

los que veían

ese mundo ganado y defendido

de Shanghai a Berlín

más feliz cada día, engrandecido

por la mano de Stalin…

Se nos ha muerto el padre, el camarada,

se nos ha muerto el Jefe y el Maestro,

Capitán de los pueblos. Arquitecto

del Comunismo en obras gigantescas.

Así, y muchos más versos que no reproduzco por náusea, cantaba la muerte de Stalin en 1953 quien años después se adhería emocionadamente en un manifiesto de intelectuales pecuarios a otro dictador, Fidel Castro, con la firma de Georges Semprún. Ahora, como saben mis lectores, es un liberal demócrata de toda la vida, que además se permite extender patentes de democracia en el mundo intelectual.

¿EL FINAL DE LA HISTORIA?

Georges Semprún no era el único staliniano en el mundo cultural europeo de aquel tiempo. Un sector muy significativo de ese mundo cultural, capitaneado por la repugnante pareja abierta que formaban Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, se arrastró años y años uncida al yugo comunista, y a estas alturas no ha salido de su estupor después del hundimiento del comunismo, como no sea mediante la sucesión de palinodias más cínica que hayamos podido contemplar. Porque el fracaso y el hundimiento del comunismo en 1989-1990 ha sido, ante nuestros ojos que no se lo acaban de creer, una de las grandes y maravillosas convulsiones históricas que prácticamente nadie había previsto, aunque ahora brotan muchos profetas inéditos. Hasta la propia Iglesia católica, que no suele apresurarse en sus juicios, había caído desde 1945 en una especie de fatalismo que aceptaba la posibilidad de un nuevo milenio rojo, cuya luz siniestra influyó mucho más de lo debido en el Concilio Vaticano II, en su papa convocante y siguiente, Juan XXIII y Pablo VI, y en una complaciente clerigalla progresista en cuyo seno brotó nada menos que un movimiento teológico que quiso monopolizar una nueva orientación de la Iglesia: la teología de la liberación, que consistía en proponer la liberación del capitalismo al servicio del marxismo. Ahora todo eso se ha venido abajo gracias a Dios y también a otro Vicario menos conformista, como vamos a ver; pero la convulsión ha sido tan enorme que necesita ya una primera aproximación histórica como la que pretendemos explicar en este ensayo.

Todo estaba preparado para que 1989 fuese el año de la Revolución Francesa, en su bicentenario; pero se olvidó muy pronto ese bicentenario, al que la crítica verdaderamente libre casi no le dejó evadirse de una condición vergonzante y en cambio 1989 ha sido el año de otra Revolución: la Revolución Anticomunista que ha derribado un símbolo mucho más ominoso y real que la Bastilla: el muro de Berlín. Ya se habían producido en el primer semestre de 1989 los primeros grandes desmoronamientos, ya se habían abierto las brechas irreparables en el comunismo cuando un desconocido ensayista norteamericano, Francis Fukuyama, publicaba su pronto famosísimo ensayo ¿El final de la Historia? (así, con interrogante) en la revista The National Interest (verano de 1989) que del presidente Bush para abajo comentaron todos los observadores políticos del mundo. Para Fukuyama, a quien conviene leer a fondo antes de disparatar sobre su ensayo (que se ha publicado en España, en el número inaugural de la revista Claves de razón práctica, abril de 1990) el siglo XX ha sido el escenario de la lucha mortal del liberalismo con los restos del absolutismo; y contra el bolchevismo, el marxismo y el fascismo. El liberalismo democrático ha triunfado definitivamente en esa confrontación; ya no existe una alternativa al liberalismo, que será la forma política final de la Humanidad, como ya había entrevisto Hegel en 1806 después de la victoria de Napoleón en Jena y su entrada triunfal en Berlín. Con cita a Charles Krauhammer, Fukuyama pronostica que la URSS va a retornar fatalmente al comportamiento de la Rusia imperial en el siglo XIX (que se orientaba al liberalismo cuando sobrevino la Revolución) y admite que, pese a la victoria del liberalismo, seguirán el terrorismo y las guerras de «liberación» nacional, pero como fenómenos marginales y sin salida; la única salida para la Humanidad ya la ha marcado el liberalismo, y el único peligro del futuro es que el futuro resulte demasiado aburrido. Luego, en vista de la oleada de comentarios suscitados por su diagnóstico y su profecía, Fukuyama recogió velas, y respondió a sus críticos, en la misma revista, que el final de la Historia no significa el final de los acontecimientos del mundo. Oscila brillantemente entre Hegel (cuya refutación por Marx ha provocado tan catastróficas consecuencias) y Nietzsche, de quien podríamos preguntarnos —dice— si tenía razón cuando repudiaba la igualdad introducida por el cristianismo. Renuncio a comentar esta sorprendente pregunta fascistoide y me centro en la tesis fundamental de Fukuyama sobre la actitud de Hegel en 1806. Por lo pronto el propio Hegel la repudió en 1818 cuando, al tomar posesión de su cátedra en Berlín, exaltó el futuro trascendental de la Prusia totalitaria, que nada tenía que ver con el liberalismo. Pero igualmente totalitario, como ya hemos visto en el ensayo de la Revolución Francesa, era el Napoleón vencedor de Prusia en 1806, que no venía a Alemania a imponer la libertad sino la dictadura imperialista más soez, y que cuando tramaba en ese mismo Berlín el bloqueo de Inglaterra ya planeaba responder a la imprudente proclama de nuestro Godoy en vísperas de Jena y tomar el poder absoluto en Portugal y en España. No, la Historia humana no ha terminado; en su palinodia el propio Fukuyama admite la posibilidad de sorpresas cósmicas. Lo que sí ha terminado es el comunismo, mientras la indudable victoria del liberalismo, a fuer de genérica, no va a uniformar el destino de la Humanidad, ni va a someterla a un Gobierno Mundial de resonancias sinárquicas, como tal vez sueñan Fukuyama y sus posibles mentores: 1989-1990 es un momento histórico estelar en la Historia del hombre, pero de ninguna manera su final.

SE HA HUNDIDO EL MARXISMO

Se ha hundido el comunismo. Porque ha fracasado definitivamente el comunismo. En esto parecen estar conformes hasta los comunistas, que se disfrazan, en el Este, de «partidos socialistas» o incluso socialdemócratas; y en Occidente se camuflan bajo etiquetas diversas, por ejemplo «izquierda unida» y otros eufemismos. Se ha hundido la versión bolchevique del marxismo, que Lenin escindió definitivamente de la facción menchevique en 1912, tras muchos años de tensiones, rupturas provisionales y aproximaciones precarias. Se ha hundido la Tercera Internacional, alzada por Lenin en 1919 tras su desahucio de la Segunda Internacional creada por Engels como heredera del marxismo ortodoxo. La Segunda Internacional ha evolucionado hasta hoy, a través de diversos reformismos, hasta la que se llama Internacional Socialista; la Tercera o Comintern, luego Cominform, luego Movimiento Comunista, luego eurocomunismo, estaba formada por los partidos comunistas nacionales que ahora, tras maquillar torpemente su nombre y sus fines, pretenden refugiarse, náufragos, en la Internacional Socialista. Los bolcheviques vuelven al menchevismo socialdemocrático; Lenin cede de nuevo la presidencia a Plejánov, en una fantástica maniobra de aproximación que es la proyección de la perestroika al mundo comunista no soviético; porque la transformación es mucho más tímida dentro del comunismo soviético que no ha renunciado aún al nombre, ni a la herencia de Lenin ni por supuesto al marxismo, aunque se vea forzado a admitir principios tan poco leninistas como el pluralismo y hasta la economía de mercado, es decir capitalista.

Pero no se ha hundido solamente el comunismo, ni sólo el leninismo o el stalinismo, aunque ahora en la URSS se quiera preservar aún la figura y el mito de Lenin y se quieran cargar todos los crímenes a la cuenta sangrienta y sádica de Stalin. Se ha hundido algo más profundo; se ha hundido el marxismo como profecía, como pretensión científica, como utopía y por supuesto como sistema económico, social y político. Como profecía porque todas las grandes profecías de Marx se han cumplido al revés: El Capital es ya una simple curiosidad histórica y el Manifiesto comunista una proclama revolucionaria que no funcionó ni en el siglo XIX. El marxismo, que quería llamarse «Socialismo científico», estaba ya teóricamente muerto desde que se desvaneció la ciencia newtoniana en la que se apoyaba; desde que en la última década del XIX y primera del XX la ciencia dejó de ser absoluta y se hizo relativa; dejó de ser exacta y se hizo aproximativa; dejó de ser infalible y se hizo indeterminista. (En mi libro Jesuitas, Iglesia y marxismo, de 1986, formulé con más detalles esta tesis del vaciamiento teórico del marxismo, lo que provocó la extrañeza de Alfonso Guerra y otros marxistas españoles por su desconocimiento del marxismo y sobre todo por su desconocimiento de la ciencia). El marxismo como utopía, como paraíso en la tierra, se ha hundido ante los hechos testarudos de Jean François Revel, ante la dura realidad cotidiana. Del hundimiento del marxismo como sistema vamos a ocuparnos inmediatamente. Pero conviene profundizar todavía más en el plano teórico. Fukuyama proclamaba la victoria final de Hegel sobre Marx, que había manipulado al hegelianismo dentro de la izquierda hegeliana que iniciara Feuerbach; Marx sustituyó al Espíritu Absoluto por la Materia Absoluta, y ahora se hunde el materialismo que brotó de aquella intuición marxiana. Pero no es verdad que haya ganado Hegel, como quiere Fukuyama cuando identifica la racionalidad hegeliana con el espíritu del liberalismo que Hegel vio encarnado en Napoleón. En esa tesis se encierran varios sofismas abismales. Ni Napoleón encarnaba al liberalismo sino al totalitarismo despótico; por eso Hegel transfirió tan fácilmente tras la caída de Napoleón sus entusiasmos napoleónicos al totalitarismo prusiano. Ni el hegelianismo era la expresión suprema de lo racional, porque consistía más bien en un idealismo irreal, que no es fruto sino aberración de la razón. Con el hundimiento del comunismo se ha hundido también una de las grandes corrientes del hegelianismo, la izquierda hegeliana; la otra corriente, la totalitaria prusiana y «de derechas» se había hundido ya porque, aunque los hegelianos más tenaces lo nieguen, esa corriente llegó, a través de Nietzsche, a configurar el fascismo y el nazismo. El hecho evidente de que Hitler y Mussolini lo reconocieran así no equivale despectivamente a la invalidación de la tesis que dentro de la historia y el flujo de las ideas me parece clara. En fin, que ese hombre nuevo propuesto por Lenin (y antes por Nietzsche) como cifra de su ideal es hoy un cadáver putrefacto en la última revuelta de la Historia. Y para volver un instante a Fukuyama, parece cada vez más absurdo hablar del final de la Historia cuando tal vez nos hallamos en su principio. Sólo llevamos dos mil años desde el nacimiento de Cristo, en quien muchos hombres vemos la plenitud de la Historia; sólo siete mil años desde el comienzo de nuestra civilización en el Neolítico; sólo un millón de años desde que apareció el hombre sobre la Tierra en la gran falla del Este africano, cuando el manotazo, como dijo Zubiri, se convirtió en manejo. ¿Qué pensarán de la tesis de Fukuyama los hombres que vivan el encuentro, no esa imbecilidad de que habla el señor Yáñez a propósito del Descubrimiento de América, sino el encuentro de la Tierra con las inteligencias exteriores, que son estadísticamente no ya probables sino completamente seguras ante el número de los mundos habitables? Y aquel acontecimiento fantástico y venidero tampoco será el final, sino otro principio de la Historia.

PORTAVOCES DEL GRAN FRACASO

Los comunistas más conscientes, los marxistas profundos, se sienten abrumados ante el fracaso del comunismo y en sus reconocimientos dan por sentado el fracaso del propio marxismo. Así, en España Fernando Claudín, que ya había dado el salto al socialismo menchevique antes de la catástrofe, y que poco antes de morir confesaba: «La adopción del modelo occidental es inevitable, porque el fracaso histórico del experimento iniciado en octubre de 1917 —el experimento que intentó ajustar el desarrollo social a una concepción doctrinaria preestablecida— no deja otra salida. A diferencia del capitalismo, el sistema que ahora agoniza era un mecanismo cerrado, sin capacidad de invención y adaptación a las nuevas necesidades humanas… Al llegar la hora crítica de su agotamiento final, la única alternativa posible, comprobada en la práctica histórica, es la economía de mercado en su sentido moderno». Cuando Claudín era marxista-leninista decía praxis. (El País, 18 de mayo de 1990, p. 4). Claudín cree que incluso en el comunismo soviético «predomina una orientación socialdemócrata, homologable al carácter de izquierda que tiene y debe tener la perestroika». Y piensa que «incluso el nombre mismo de este partido (comunista) puede ser una hipoteca mortal para todos los que, habiendo pertenecido a él, optaron u opten por la democracia y la libertad». Lo que Claudín no comenta es el número de millones de muertos, las incontables tragedias que sobre toda la Humanidad, incluida España que él trató, con los demás comunistas, de someter al stalinismo, ha provocado el «experimento». Simplemente llamarlo así me parece una frivolidad aterradora. Que mereció otra frivolidad mayor; el epitafio del antiguo comunista Javier Pradera (ibíd., 17 de mayo de 1980) a Claudín, que habla de evoluciones, libertades y democracias con toda la sinceridad que cabe esperar de quien compartió con Claudín y otros un ideal stalinista durante años y años.

En un libro escrito durante el año 1988, el asesor del presidente Carter, Zbigniev Brzezinski, ofrece algunos aciertos y algunos errores muy significativos. Cuando aún no se había producido el hundimiento visible del comunismo, el libro se titula significativamente El gran fracaso, cuyo subtítulo es igualmente acertado: Nacimiento y muerte del comunismo en el siglo XX. Pero el libro, tanto en su versión americana (Scribner) como española (Maeva Lasser), se publica ya en 1989, el año del hundimiento, aunque en los primeros meses, y aunque analiza con profundidad y amplitud los factores del fracaso, no se atreve todavía a pronosticar el hundimiento inmediato; todavía admite la posibilidad de una prolongación del comunismo en la URSS hasta muy entrado el siglo XXI, y pronostica los cambios en la Europa del Este de forma infinitamente más lenta de como a los pocos meses de publicado el libro —casi a las pocas semanas— se desencadenaron realmente. Nada tiene de extraño que un historiador español, cuyo nombre velaré porque últimamente se muestra más sensato y correcto, haya desbarrado todavía mucho más al disertar por entonces sobre el futuro del comunismo aperturista.

EL ANÁLISIS DEL CARDENAL RATZINGER

Tras revisar centenares de trabajos sobre el gran fracaso del comunismo en 1989-1990, creo que los más profundos y reveladores son tres: y se deben a un cardenal de Roma, a un profesor español de economía y a una sovietóloga norteamericana.

El 24 de febrero de 1990 el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe, pronunciaba una conferencia en el Aula Pablo VI de Madrid, dentro de una semana sobre fe y cultura. Ante un auditorio en que estaban representadas todas las tendencias del catolicismo español, y que siguió con profunda atención sus palabras, el cardenal, a quien meses después el papa Juan Pablo II reconoció capacidad profética por sus famosas instrucciones de 1984 y 1986 sobre la infiltración marxista en la teología falsamente llamada de la liberación, partió del derribo del muro de Berlín como hundimiento del materialismo anclado en la mentira. Lo que se ha hundido en 1989, dijo, ha sido el materialismo, la doctrina que proclamaba que in principio erat materia, non logos. El logos —espíritu— era para el materialismo un producto de la materia, y las leyes de la materia dominaban al espíritu. (No aludía Ratzinger al espíritu hegeliano, desde luego, sino al espíritu, valga la redundancia, espiritual: no al Espíritu Absoluto sino al espíritu como contrapeso a la materia, el espíritu sobrenatural). Se ha hundido pues, con el Muro, el materialismo, el marxismo; en su pretensión científica, su identificación progresista, su propuesta humanista y sobre todo su presunción atea. Cierto que el ateísmo no era una tesis marginal del marxismo sino su misma entraña, como brota clarísimamente de los escritos de Marx y de Lenin. Pero lo más hiriente es que el marxismo ha fracasado en su propio terreno; en el terreno económico y social, que pretendió dominar dogmáticamente, doctrinal y teóricamente, y además en la praxis, esa conjunción de teoría y acción. Y ha resultado que después de tantas ilusiones y tanta sangre, el marxismo era solamente un sistema de poder, sin raíces ni razones. Citó Ratzinger a su compatriota el filósofo neomarxista Jürgen Habermas, epígono de la Escuela de Frankfurt y una especie de gran lama para la Internacional Socialista hoy; cuando afirma que el hombre no es ser personal sino social, proyección individual de la sociedad; y cuando dice, en la más acendrada tradición marxista, que sólo así se puede tratar al hombre científicamente. Tal visión es absurda y antihumana, porque destruye radicalmente la libertad del hombre en cuanto persona.

Destacó el cardenal la fuerza de la religión en el hundimiento del marxismo, que trató siempre de aniquilar a la religión en la teoría (Marx) y en la realidad (Lenin). Tanto el positivismo como el marxismo, su doctrina paralela y coetánea, trataron de destruir a la religión; uno y otro han caído a impulsos de la religión. La religión, presentada por el marxismo-leninismo como quintaesencia de la superstición, como opio del pueblo y alucinación tranquilizante inducida por motivos de egoísmo clasista contra el pueblo, ha resultado ser por el contrario, en los acontecimientos de Europa del Este sin excluir la Unión Soviética, una suprema instancia de libertad. Reconoció el cardenal la visión de la Iglesia ante el comunismo, desde los inicios de la teoría y de la praxis revolucionaria; en la actitud de León XIII, de Pío X, de Pío XI en 1937, de Pío XII con su condena formal. Incluyó en la lista anticomunista, con cierto optimismo, a los papas Juan XXIII y Pablo VI, pero sin aludir al impúdico pacto de Metz en 1962 para excluir la condena del comunismo en las deliberaciones conciliares; ni la discutible Ostpolitik de Pablo VI. Con toda la razón subrayó, en cambio, la decisión de Juan Pablo II, que apoyado en el espíritu ha sido decisiva para derribar el Muro y desencadenar el movimiento de la libertad en Europa Oriental.

JUAN PABLO II, EL MURO Y «EL PAÍS»

He interpretado libremente, pero creo que fielmente, en los párrafos que anteceden las tesis del cardenal Ratzinger, que produjeron en su auditorio una impresión profundísima, aunque no han sido suficientemente difundidas en España. Poco después publicaba ABC (19 de setiembre de 1990, p. 28) un certero artículo del líder polaco Lech Walesa, otro de los campeones de la libertad, titulado muy significativamente «La revolución de Wojtyla ha transformado Europa». Recuerda la visita del papa a Polonia al comenzar el año 1979, dentro del primer año de su pontificado. Un año más tarde estallaba «la huelga de los astilleros de Gdansk, era el principio del fin de la era comunista en Europa», dice el gran sindicalista polaco. Y recuerda que las manifestaciones de esa huelga desfilaban bajo los retratos de la Virgen Negra y el papa de Roma. Cu ando en 1980 la bota soviética por su intermediario Jaruzelski aplastaba la primera revolución de Solidaridad, toda Polonia, aunque Walesa no lo diga en su gran artículo, supo que el papa había hecho llegar a los dirigentes soviéticos su compromiso de renunciar a la Santa Sede y presentarse en su patria para encabezar la rebelión si las tropas soviéticas penetraban de nuevo a sangre y fuego. No lo hicieron; pero pocos meses después, el 13 de mayo de 1981, un asesino de la KGB, bajo cobertura falsa de ultraderechista turco, trataba de asesinar al papa en plena plaza de San Pedro. Regía la URSS el hasta hacía poco jefe de la KGB, Yuri Andropov, disfrazado de reformista.

Es muy curioso que el diario progresista de Madrid, El País, que se había hartado de llamar al papa Juan Pablo II «maníaco besacemento» y otras lindezas, casi se a lineaba ahora con el ABC a la hora de reconocer la vital influencia del papa en la caída efectiva del Muro de Berlín. Aunque su mentor Juan Luis Cebrián olvidara flagrantemente la componente religiosa del movimiento por la libertad, y tratara de presentarlo (8 de mayo de 1980, p. 6) como una tendencia al «laicismo frente al poder clerical». Es una tergiversación muy dentro de la línea denunciada tenazmente por la revista romana 30 días (núm. 7, julio de 1990) cuando describe los intentos de reconducir ese movimiento según recetas masónicas, y los análisis sobre masonería en ese número de esa revista que ha desplazado a la dirigida por los jesuitas, La Civiltà Cattolica, como intérprete oficioso de la actual Santa Sede son nada menos que tres. En ese mismo número se afirma que una de las circunstancias que han retrasado tanto el hundimiento del marxismo es que ha encontrado, en el Occidente de la posguerra, un cristianismo incoherente entre la fe y la vida; acomplejado y empeñado en tender puentes al marxismo y al positivismo en la política, la cultura y la moral. Ése ha sido, en efecto, el gran pecado del progresismo católico y de la teología de la liberación o marxismo cristiano.

LA DESCALIFICACIÓN DE LUIS ÁNGEL ROJO

El artículo del profesor Luis Ángel Rojo se publicó en la revista Claves de razón práctica, número inaugural de abril de 1990. Bajo el título La Unión Soviética sin plan y sin mercado no analiza sólo, con detallada precisión, el hundimiento del marxismo y el comunismo en su terreno, como decía Ratzinger, sino el fracaso de la propia perestroika en sus vacilaciones económicas. Describe a la planificación soviética (que fascinó a dos promotores del socialismo moderno, Sidney y Beatrice Webb), como «un gigantesco mecanismo dilapidador de esfuerzos y generador de penalidades innecesarias». Se sabía (pero no se decía) desde los años sesenta que la economía soviética «mostraba una pérdida de crecimiento que la propaganda oficial no conseguía ocultar». Desde el principio de la década de los sesenta el crecimiento de la renta nacional soviética se desaceleró, hasta anularse hacia 1987, mientras la renta por habitante «ha estado descendiendo en la URSS a lo largo de los quince últimos años».

La perestroika, denuncia Rojo, equivale a un retorno a la economía de Lenin; «no pretende por tanto desmontar el socialismo sino sanearlo». Para Gorbachov el error fue abandonar la Nueva Política Económica leninista (1921-1927) para iniciar en 1928 los planes quinquenales, la gloria económica de Stalin, un apogeo de la «planificación central y la colectivización plena de los medios de producción». Pero la perestroika no ha arreglado nada. «Las medidas de reforma económica, adoptadas básicamente en 1987, no han rendido hasta ahora los frutos que prometían. Por el contrario, la situación se ha agravado: parece que desde entonces ha registrado un retroceso que pudo ser cercano al 5 por ciento en 1989 y que probablemente sea aún mayor en el año actual».

En la agricultura, la perestroika no se ha notado nada. Se mantiene la vieja planificación, la escasez de materias primas es crónica. Los promotores de la perestroika imputan el fracaso de la economía a la burocracia y la organización del partido. Pero la realidad es más compleja: el hábito y la disciplina de la planificación rígida no se han sustituido con nada y el resultado es «Un grado considerable de caos». No sólo los burócratas sino la mayoría de la población desconfían del mercado. En el otoño de 1989 el viceprimer ministro, Leonid Abalkin, preparó un plan que se proponía introducir la economía de mercado para fines del 1991, pero el Comité Central lo rechazó y adoptó otro plan reaccionario que retrasaba esa implantación hasta 1993. Tales vacilaciones e incertidumbres impulsaron a Gorbachov a reclamar el fin del monopolio político comunista en febrero de 1990.

Nadie sabe qué es la «economía de mercado planificada» que propone Gorbachov. Nadie, ni siquiera Gorbachov.

LA ADVERTENCIA DE ILANA KASS

En esta misma línea de escepticismo radical frente a las perspectivas de la perestroika, y además de crítica profunda a la inundante propaganda soviética en favor de la «nueva situación» aceptada por los medios de comunicación y muchos intelectuales y políticos de Occidente con singular papanatismo, la sovietóloga americana Iliana Kass publicó en la revista Comparative Strategy (vol. 8, 1989, p. 181) un artículo revelador, The Gorbachev Strategy, en que nos describe a unos Estados Unidos completamente impreparados ante la audaz iniciativa del líder soviético que es el adversario clave de los Estados Unidos: donde la opinión pública proyecta en Gorbachov sus propios deseos y valores. Cierto que Gorbachov es un político racional que se niega a presidir la disolución del imperio soviético. Cierto que los cambios en la URSS son reales y no mera propaganda. Pero Gorbachov aplica su gran capacidad de crear imagen a un doble frente: captarse las simpatías de Occidente y preservar en todo lo esencial al leninismo. Su primer gran término, glasnost, traducido por transparencia o publicidad, se define realmente en la URSS como «técnica de atraer la atención pública». Y el único criterio de la glasnost para Gorbachov es «fortalecer al socialismo». Por tanto, en la realidad, glasnost no es transparencia sino manipulación de la información.

Perestroika es, sí, «reestructuración». Pero dentro del socialismo, que para los soviéticos significa comunismo. «Espera un amargo desencanto —dice él mismo— a quienes en Occidente piensan que vamos a construir una sociedad no socialista». Y añade: «La finalidad de la perestroika es el restablecimiento práctico de la concepción leninista del socialismo». Kass sitúa a Gorbachov en la línea de los grandes reformadores rusos para tiempos de crisis: Iván III, Pedro el Grande, Lenin, Stalin y Jruschov.

LOS PRECURSORES HEROICOS: POLONIA

Tras resumir estos tres grandes análisis, los más significativos entre tantísima contribución y hojarasca, debemos ahora repasar cronológicamente los momentos más importantes del proceso que han conducido al hundimiento del comunismo. No me voy a referir a etapas anteriores, que he tratado de estudiar en la introducción de mi libro Iglesia, modernidad y transición, sobre el que trabajo actualmente. Sabido es que, como ha descrito con gran hondura Gonzalo Fernández de la Mora en Razón española (número 41, mayo de 1990), en su artículo «La agonía del marxismo», el Imperio soviético era el único del mundo sin descolonizar en nuestros días; y era, en el momento de la gran crisis, un conglomerado del Imperio de los zares y el Imperio de Stalin, que a su vez comprendía las naciones de la Europa oriental esclavizadas entre 1945 y 1948 y las anexiones con propósito permanente a la URSS, como las repúblicas bálticas (pertenecientes al Imperio de los zares salvo su efímera libertad de 1918 a 1939) y los pedazos engullidos en la guerra mundial en Finlandia, Alemania (Prusia oriental), Polonia, Rumanía y las islas japonesas del Norte. La asimilación imperial soviética de naciones libres en Europa resultaba muy difícil, como se comprobó ya en 1953 en el levantamiento del Berlín este; en 1956 en la rebelión de Hungría tras la crisis de Suez; en 1968 en Checoslovaquia tras la primavera de Praga: todas ellas aplastadas por los tanques soviéticos, según la doctrina imperialista pura de la «soberanía limitada» que formuló Brézhnev, el dictador que sitúa Brzezinski dentro del «stalinismo estancado» con toda razón. Los héroes populares de esas rebeliones reciben ahora el reconocimiento de todo el mundo libre por su martirio, ante el que Occidente se cruzó de brazos, incluida la Santa Sede de la Ostpolitik.

Sin embargo el factor más desencadenante del movimiento por la libertad ha sido, sin la menor duda, Polonia; porque además han sido no los reaccionarios, sino los obreros polacos los que se han alzado con tenacidad forjada por siglos de opresión contra el paraíso de los proletarios y los obreros de todo el mundo. Ya en la primavera de 1956, el año de la rebelión húngara, se rebelaban los obreros de Poznan. Y al año siguiente de la visita del papa polaco, el sindicato obrero católico Solidaridad iniciaba el ataque frontal al comunismo y al imperialismo soviético, como nos acaba de recordar Lech Walesa, su campeón. Sin embargo el año de esa visita, 1979, sucedió dentro de la URSS (que precisamente en diciembre de ese año se embarcaba en su última y alocada aventura imperialista de Afganistán, entre las protestas de todo el mundo civilizado) un hecho trascendental, enteramente desconocido en Occidente, y revelado por Edward N. Luttwak en su trabajo Gorbachev’s strategy and ours, publicado en la revista norteamericana Commentary en su número de julio 1989, página 29 y siguientes.

LAS CONFESIONES DEL MARISCAL OGARKOV

Desde que gracias a sus espías comunistas en Occidente la URSS rompió el monopolio nuclear norteamericano en 1949, la estrategia soviética de «acumulación» iniciada en 45 consiguió una superioridad militar contra Occidente que el propio gobierno norteamericano reconocía en sus comunicaciones anuales sobre evaluación estratégica. Esta superioridad, unida a los éxitos soviéticos en la carrera espacial, se asumía en Occidente como potencialmente decisiva en caso de conflicto. Ahora sabemos que tal superioridad era engañosa; aunque los servicios americanos de información fomentaban también el engaño para asegurar la superioridad tecnológica de los Estados Unidos en los campos de la electrónica y de la informática, que requerían cuantiosas inversiones públicas. La realidad era, sin embargo, que «a fines de los años setenta, el verdadero núcleo de todo el sistema soviético —es decir, el sistema de acumulación militar—, se hallaba en aguda crisis», dice Luttwak. Y en la cumbre del mando de la URSS esta realidad era perfectamente sabida desde los informes reservados e incluso las declaraciones públicas del mariscal Nikolai Ogarkov, jefe del Estado Mayor General, que inauguró una glasnost personal en la que afirmaba que los Estados Unidos se estaban preparando activamente para la guerra mundial (lo cual era falso) mediante unos progresos de tipo tecnológico —guerra electrónica y perfeccionamiento de ordenadores— que podrían invalidar completamente el potencial militar acumulativo soviético en caso de conflicto, lo cual era sencillamente verdad. Las escasas horas de guerra aérea entre israelíes y sirios (es decir, entre tecnología americana y soviética) sobre el Líbano el 10 de junio de 1982 confirmaron los temores de Ogarkov por un margen entre 89 a O a favor de los americanos, cifra verdaderamente increíble. Y cuando en 1983 el presidente Ronald Reagan lanzó a la realidad el proyecto de Iniciativa de Defensa Estratégica, Ogarkov clamó al cielo dentro del estancamiento final de la era Brézhenev, quien sólo supo replicar desencadenando una torpísima campaña anti-Reagan y contra la llamada despectivamente «guerra de las galaxias» por la agencia Novosti y todos sus satélites en Occidente, entre los que destacaba Televisión Española en manos socialistas, por la orientación siempre antinorteamericana de Alfonso Guerra. Desde entonces la superioridad tecnológico-militar de los Estados Unidos no ha hecho más que aumentar, pese a la superioridad soviética en carros, aviones, y divisiones de infantería e incluso cabezas nucleares, aunque se acaba de averiguar que había mucha chapuza en el despliegue nuclear soviético; por lo cual conviene destacar al presidente Ronald Reagan como el otro gran promotor de la caída del Muro, junto al papa Juan Pablo II. No es extraño que la TVE de Alfonso Guerra fustigase por igual, entonces, a los dos. El 12 de junio de 1987 Reagan pidió a Gorbachov que derribase el Muro; los dos sabían lo que se escondía tras la exigencia. En otro artículo de gran densidad informativa, «Soviet Military Policy» (Current History, octubre de 1989, núm. 337), Mark Kramer confirma la intuición de Littwak y sugiere que tras jubilar a un grupo importante de generales reaccionarios Mijaíl Gorbachov se ha alineado abiertamente en favor de las tesis de Ogarkov, aunque se vio obligado a mantener la estrategia de acumulación durante sus dos primeros años de mandato, es decir hasta 1987. Gorbachov es, por tanto, concluimos, el hombre de los militares avanzados en la URSS; no parece fácil que sea derribado por un golpe militar, pese al intenso adoctrinamiento marxista leninista del Ejército Rojo.

CHINA Y LAS NACIONALIDADES SOVIÉTICAS

En ese año 1985, en que Gorbachov, con su ideal reformista, accedía al secretariado del Partido Comunista (y se entrevistaba, a fines del año, con Reagan en Ginebra), la URSS estaba implicada hasta los ojos en la guerra de Afganistán, que ha sido el Vietnam soviético, y que ya revelaba otro terrible problema del comunismo: el choque de las nacionalidades, cuando los soldados no rusos del Ejército sentían creciente repugnancia a matar afganos, por solidaridad antirrusa mezclada de fundamentalismo islámico (otro factor religioso) en muchos casos. Desde su irrupción en el poder supremo, Gorbachov proclamó la glasnost; el 25 de febrero de 1986 criticó la era Brézhnev y propuso la perestroika, que desde aquel momento repitieron en todos los tonos los terminales de la propaganda soviética en Occidente. En diciembre de ese mismo año el experimento liberalizador de la China comunista, incorporada al bloque marxista leninista desde 1949 gracias a la corrupción de la China nacional y a la inconcebible desidia de Occidente, se veía gravemente comprometido ante la revuelta de los estudiantes en Pekín, que clamaban por la libertad en una revolución cultural mucho más auténtica que la de Mao. A fines de 1987 los comunistas pierden (en Polonia, naturalmente) la primera confrontación electoral que se atreven a convocar bajo el todavía activo telón de acero; el pueblo polaco rechaza las reformas comunistas para que todo cambie sin cambiar nada. Desde entonces, atropelladamente, se suceden los intentos de falso aperturismo en los regímenes y partidos comunistas del este europeo; pretenden transformarse en socialistas, ocultan la etiqueta para mantener las estructuras de poder, sacrifican a algunos líderes impresentables mientras otros, como el bestial Ceaucescu, amigo y sostén del demócrata Santiago Carrillo, afianzan su sistema de opresión ‘y de terror, como el lejano y repulsivo Fidel Castro. En ese año habían estallado los primeros disturbios importantes en Azerbaiján, en el Cáucaso, uno de los focos persistentes en la rebelión de las nacionalidades del Imperio soviético.

Con lo que entramos en el año 1989, que muchos considerarían un año milagroso, pero que a la vista de los antecedentes ya reseñados nos aparece ahora como un año lógico, lo cual tampoco queda fuera del milagro en el convulso mundo de nuestra época. El 15 de febrero el Ejército Rojo completaba su evacuación de Afganistán, a precio de dejar al país sumido en una guerra civil atroz; este Vietman de la URSS había planteado desnudamente la confrontación militar con el problema de las nacionalidades, es decir con la crisis general del Imperio soviético en todas sus versiones. Los días 3 y 4 de junio el gobierno comunista de China daba un inmenso salto atrás en sus procesos de liberalización con la matanza de estudiantes en la plaza de Tiananmen que volvía a convertirse en antesala de la Ciudad Prohibida. La crisis del marxismo leninismo en China se ha considerado desde nuestros observatorios egoístas y alicortos como un acontecimiento marginal dentro de la crisis general del marxismo, con la excepción de Brzezinski, que le dedica sus capítulos más lucidos, aunque bastante idealizados ante los favores de la apertura comercial y económica de la China comunista a los Estados Unidos. Pero la brutal reacción de Tiananmen sirvió para recordar al mundo la verdadera faz del comunismo, siempre dispuesto a solucionar los problemas inmediatos con el terror totalitario, como pronto haría el régimen criminal del dictador Ceaucescu en Rumanía.

LA CAÍDA DEL MURO DE BERLÍN

Dejemos, pues, la interrogante del comunismo chino, que en todo caso no es unívoco con el soviético, sin resolver, aunque con la esperanza de esa estatua de la Libertad adorada por los estudiantes de Tiananmen a costa de un río de sangre; y volvamos a Occidente, donde el verano de 1989 con templó la agonía del comunismo en Europa del Este. En agosto los ciudadanos de la Alemania Oriental emprendían un éxodo en masa, so capa de vacaciones en otros países del pacto de Varsovia, hacia la República Federal. La huida alcanzó tales proporciones que las autoridades húngaras abrieron el 14 de setiembre su frontera con Austria para facilitar la gran evasión; y unos días más tarde las embajadas germano-occidentales en Polonia y Checoslovaquia rebosaban de refugiados de la Alemania comunista, cuyos dirigentes blandían en vano amenazas totalitarias contra las fugas. El 16 de octubre caía a manos de sus propios correligionarios el líder comunista de la Alemania oriental, el siniestro Honnecker, pese a lo cual una semana más tarde doscientos mil manifestantes clamaban por la libertad en Leipzig. La Alemania oriental era el Estado comunista más avanzado, aunque se había perdido de lelos en la carrera económica con sus hermanos de la Alemania Federal; eran los mismos alemanes, las mismas familias, la misma tradición común, pero una Alemania estaba a la cabeza del mundo libre y de la prosperidad, la otra malvivía en la escasez y el desánimo; todo el mundo comprendió que lo que fallaba era el sistema. El 4 de noviembre casi toda la población de Berlín este se echó a la calle para exigir la libertad y la democracia. La marea germana era incontenible y Gorbachov tuvo el buen sentido de comprenderlo. El 9 de noviembre de 1989, una gran fecha para los fastos de la historia universal, se abría, por la presión popular, el muro de Berlín entre las dos Alemanias, caía la barrera que había costado tantas vidas durante décadas, y se desataba un movimiento imparable en favor de la reunificación de Alemania, recién consumada ya cuando se escriben estas líneas en pleno otoño de 1990. En la revista oficiosa del Ministerio español de Asuntos Exteriores, Política exterior (núm. 15, primavera de 1990), se dedica una atención monográfica a la reunificación alemana, que es ya un postulado de Europa entera. La revista no sigue las directrices del gobierno socialista para este punto vi tal; el gobierno socialista no tiene directrices exteriores, sino meros oportunismos casi siempre serviles, y se ve que el señor Mitterrand no había tenido tiempo aún de comunicar sus instrucciones sobre este problema al señor González. La irresistible tendencia de Alemania a la unificación, que inaugura una nueva época en Europa, coincidía con la tendencia no menos irresistible de la Unión Soviética, es decir el Imperio soviético, a la dispersión, que a estas alturas nadie sabe dónde puede acabar. El neomarxista Jürgen Habermas profirió en El País, su órgano habitual de comunicación (3 de mayo de 1990) una serie de banalidades resentidas contra la reunificación de Alemania, que para nada influyeron, naturalmente, en la colosal victoria del centro derecha en las primeras elecciones libres de la Alemania ex comunista desde 1933.

El agrietamiento del Imperio soviético, advertido ya desde los conflictos del Cáucaso y las tensiones provocadas en las repúblicas soviéticas de Asia central con motivo de la trampa de Afganistán afectaron ya al propio Imperio de los zares con la rebelión de los Estados bálticos iniciada por el parlamento (comunista) de Letonia dos días después de la caída del muro de Berlín, aunque pronto sería el antiguo Gran Ducado de Lituania, que ya frenó a Iván el Terrible en el siglo XV, y posee tantos vínculos históricos con Polonia, quien reclamara la independencia con alarma mortal en la URSS. El 1 de diciembre de 1989, para cerrar un año de tanto peso histórico, Mijaíl Gorbachov visitaba en el Vaticano al papa Juan Pablo II y anunciaba el establecimiento de relaciones con la Santa Sede.

LOS VALORES ESPIRITUALES DE GORBACHOV

A lo largo del año 1990 ha continuado, de forma irreversible, el hundimiento del comunismo en Europa del Este y en la Unión Soviética, mientras el dictador totalitario del Caribe, Fidel Castro, sangrientamente fracasado en su último intento estratégico, la guerra civil del Salvador, y atónito porque las elecciones libres de Nicaragua daban la victoria a Violeta Chamarra, portavoz de la libertad, frente a los satélites sandinistas de Cuba, reclamaba las estatuas de Lenin derribadas en el este de Europa para volverlas a levantar en la Cuba esclavizada; y lo hacía con la medalla de oro del Senado español al pecho, ofrecida por su anterior presidente el socialista don José Federico de Carvajal, que no se atrevería ya a presentarse a las últimas elecciones españolas para la Cámara Alta degradada por él de ese modo. Sin embargo, el 9 de marzo de 1990 el propio Gorbachov se encargaba de desilusionar a sus turiferarios occidentales con un discurso pronunciado al tomar posesión de la presidencia de la URSS, su nuevo cargo con poderes casi absolutos; el discurso se reproduce en el citado número de Política exterior, en que define, sí, a la democracia como «conquista principal de la perestroika»; y critica la falta de preparación de los cuadros soviéticos para el cambio, cede terreno teórico en los problemas de la autodeterminación, exalta los valores de la espiritualidad, frente a las incomprensiones del pasado hacia la espiritualidad: «Los valores espirituales se consideran en la sociedad como una necesidad vital para su existencia»; promete «una profunda reforma militar», pero no renuncia al socialismo ni al sistema soviético; la reforma no se hace para suprimirlos sino para «coadyuvar a la más rápida configuración de toda la estructura renovada de los soviets como órganos de plenos poderes del autogobierno popular». Con toda razón subraya el especialista británico en estrategia, Brian Crozier, la importancia del discurso de Gorbachov en 1987 cuando aludió a la forzada paz de Brest-Litovsk en 1918, aceptada por Lenin para salvar in extremis la revolución. «Casi setenta años después se trataba otra vez de hacer lo necesario e inevitable, en términos de concesiones, para que preservada la base de la revolución se pudiera intentar luego la reconquista del terreno perdido» (cfr. Razón española, núm. 41, mayo-junio de 1990).

«EL SOCIALISMO DEL FUTURO»

El comunismo y el marxismo se han hundido en la Europa del Este y se están diluyendo, por debajo de la perestroika, en la Unión Soviética, mientras la matanza de Tiananmen ha demostrado la incompatibilidad entre la política de reformas económicas y el mantenimiento de un sistema totalitario cada vez más vergonzante. Pero en muchos enclaves de Occidente los residuos del marxismo permanecen enquistados en la incertidumbre, la rutina y la confusión.

Los comunistas desahuciados buscan refugio en la Internacional Socialista y tratan de construir una Nueva Izquierda que pueda perpetuarse como poder en los países del Sur de Europa, y del Tercer Mundo, gracias a la incultura de las masas; éste es el sentido de las victorias socialistas en España dentro de las comunidades autónomas más subdesarrolladas e incultas, como Andalucía, Extremadura y Castilla-La Mancha. Un importante sector de la Internacional Socialista apoya esa pretensión comunista de constituir una versión renovada de Frente Popular. Los lamentables encuentros socialistas de Jávea reconocen como estrella al comunista polaco Adam Schaff, funcionario de la Internacional Socialista que ahora vuelve a Polonia para fortalecer al Partido Comunista derrotado en las urnas estrepitosamente; éste es el consejero principal de Alfonso Guerra en el campo ideológico. El Programa 2000 es un intento de perpetuar la tradición marxista en el PSOE y en España. La revista oficiosa del socialismo español, El socialismo del futuro (núm. 1, 1990) incluye artículos de Gorbachov, Brand, Guerra, Schaff, nombres que avalan esa tendencia; y en su presentación pública don Felipe González tuvo la desfachatez de acusar al capitalismo de haber abandonado sus principios esenciales, invectiva que hubiera podido dirigir mucho mejor al comunismo. La confusión no anida exclusivamente en la Internacional Socialista, dividida hoy entre un sector liberal y un sector marxista, aunque tal división parece muy difuminada; afecta también a la propia Iglesia católica, que trata casi siempre de compensar su hostilidad al comunismo con una hostilidad paralela al liberalismo. Esto me parece residuo de otras épocas ya superadas, y visión muy reduccionista del liberalismo. Porque en los orígenes y en la evolución del liberalismo, como ha mostrado el profesor Sabine en su famoso tratado histórico sobre la teoría política, hay importantes fermentos de idealismo cristiano y sentido social, no todo es Escuela de Manchester; y el capitalismo ha demostrado ser el único sistema compatible con la libertad y la dignidad de la persona humana. Las terceras vías entre capitalismo y comunismo, que parece preconizar la doctrina de la Iglesia, son no solamente utópicas sino imposibles ante la experiencia disponible.

OTRO PRINCIPIO DE LA HISTORIA

Se hunde el marxismo por todas partes. En 1990 ha triunfado, como decíamos, la libertad en Nicaragua contra los portadores del marxismo-leninismo, aunque los sandinistas tratan también de enmascararse dentro de la Internacional Socialista, como tantos partidos comunistas del Este europeo. Se ha comentado menos el triunfo del centro-derecha en Brasil, con un gran líder, Collor de Melo al frente (el candidato más votado en las favelas de Río) y derrota de la izquierda favorecida descaradamente por los teólogos de la liberación, las comunidades de base y el sector dominante de la Conferencia Episcopal. Los teólogos marxistas de la liberación están desconcertados, sobre todo desde la trágica eliminación de su principal estratega, el jesuita español Ignacio Ellacuría, en la revuelta marxista del Salvador a fines de 1989. Sin embargo el más impúdico de todos ellos, el brasileño freí Betto, íntimo de Castro, se ha atrevido a decir que «Europa siente nostalgia por el muro de Berlín y tratará de volver a levantarlo»; mientras su colega el espectacular antaño y hoy ridículo Leonardo Boff, profetiza que «la crisis purificará al verdadero corazón de la utopía socialista»; es de esperar que los buenos católicos alemanes dejen de subvencionar a tales energúmenos como habían hecho con tan ciega generosidad hasta ahora.

Está claro que algunos marxistas-leninistas, como estos clérigos desbocados, tratarán de mantener su actitud revolucionaria aun cortados de su cabeza estratégica rectora. Subsisten aún muchas dudas, muchas confusiones. El Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres (cfr. El País, 25 de mayo de 1990, p. 4) cree que la situación soviética está ya fuera de control. Los laboristas británicos, que dieron origen al socialismo moderado moderno en la práctica política, dicen ahora que abandonan el socialismo (El Independiente, 25 de mayo de 1990, p. 21), pese a sus antiguos coqueteos con el comunismo al principio de la posguerra mundial segunda. Los numerosísimos terminales de la agitprop marxista en la prensa y la intelectualidad de Occidente no saben dónde mirar tras el hundimiento del Muro. Unos se dedican a abominar del comunismo, con actitud cínica que no engaña a nadie. Otros, como Joan Barril, desahogan su decepción y su estupor en el artículo «Revelaciones», publicado en El País el 21 de diciembre de 1989. El teólogo marxista de la liberación José Antonio Gimbernat, ex jesuita, comunica su amargura en un artículo-pregunta no ya sobre el fin del comunismo, sino incluso del socialismo, que profesaba ardientemente. Al ideólogo socialista Ignacio Sotelo le parece absurdo, increíblemente, que el anticomunismo pueda salir robustecido por la caída del comunismo (El País, 3 de mayo de 1990), y es que algunos observadores teóricos viendo no ven y oyendo no oyen. Desde luego, en Europa, se están sacando por todas partes las consecuencias políticas correctas del caos y el hundimiento comunista, pero en España no. En España el presidente González recibe de mil amores al comunista rumano Petre Ronan, tan marxista leninista como Ceaucescu, aunque más joven, pero no menos sádico; ya hemos visto cómo se ha inventado un sucedáneo de las SS en esos misteriosos mineros armados que azuza contra los manifestantes que reclaman libertad. Y en cuanto a la derecha española, sus pobres fundaciones desmanteladas, sus pensadores dispersos y despreciados, sus dirigentes fascinados por el poder socialista e ilusionados con una tecnocracia ajena a todo pensamiento profundo, ha contemplado el fracaso histórico del comunismo y el marxismo como algo ajeno, algo distinto y distante que decía un líder de la derecha ya políticamente difunto que se moría porque le llamaran progresista. Tal vez los líderes actuales del centro-derecha teman que si analizan públicamente la tragedia comunista puedan comprometer la gobernabilidad del Estado, como nuestros obispos, que tampoco han comentado colectivamente el caso por razones, sin duda, de prudencia pastoral, pese a que el papa Juan Pablo II ha marcado el acontecimiento como la base para construir una nueva cristiandad; contra las directrices masónicas que tratan de extender a los reconquistados países del Este su frío ideal de secularización.

En todo caso acabamos de vivir, y seguimos viviendo, un suceso histórico de primera magnitud, que no será, desde luego, el final de la Historia, sino el comienzo de una nueva fase —profunda, inesperada, apasionante— de la Historia.