Muchos lectores encontrarán natural que esta indagación sobre la masonería sea el primer misterio de la Historia que nos decidimos a estudiar. Porque para muchos masones —todavía— la historia de su orden —como ellos dicen— o de su secta —como dicen sus adversarios— se identifica más o menos con la historia del mundo; no faltan sesudos libros de historia masónica que consideran al propio Adán, nuestro padre común, como el primer masón. Es decir, que nada más romper a hablar sobre la masonería nos tropezamos con su leyenda rosa; porque casi hasta hoy la historia de la masonería ha malvivido, encubierta y aplastada por dos leyendas, la rosa y la negra.
Nuestros lectores conocen sobre todo la leyenda negra de la masonería. Durante el régimen del general Franco la masonería estaba proscrita y perseguida de manera implacable; el propio Caudillo y su segundo de a bordo, el almirante Carrero Blanco, vivieron sinceramente convencidos de que la masonería era la causa de todos los males y tragedias históricas de la decadencia española, desde la pérdida del Imperio hasta los desbordamientos de la segunda República; tan convencidos estaban que publicaron, sea con su nombre o con seudónimo, estas interpretaciones profusamente, y actuaron conforme a ellas en la orientación política de su régimen. Como ahora está de moda abominar del régimen de Franco y de las ideas de Franco, que se tergiversan, ridiculizan y retuercen de todas las formas imaginables, casi nadie se para a pensar que bajo las interpretaciones, casi siempre exageradas, de Franco y su segundo de a bordo sobre la masonería alentaba una carga de información histórica y política nada desdeñable, que en su momento examinaremos brevemente; pero no cabe duda de que esas interpretaciones forman parte de la copiosa leyenda negra (fraguada desde el siglo XVIII en medios eclesiásticos y políticos), que atribuye a la masonería toda clase de conspiraciones y aberraciones, desde la dedicación al culto satánico hasta la preparación exclusiva de todas las revoluciones contemporáneas. La leyenda negra de la masonería surgió de los durísimos antagonismos entre ella y la Iglesia católica durante los siglos XVIII y XIX, que se han prolongado hasta nuestro siglo y, por algunos sectores masónicos y eclesiásticos, hasta nuestros días.
Pero han sido los propios masones quienes —al obstinarse en su propia leyenda, la leyenda rosa— han apuntalado las exageradas argumentaciones de la leyenda negra. Porque en varias historias masónicas redactadas por los propios hermanos, como ellos suelen llamarse, también se atribuyen a la masonería todos los acontecimientos favorables en la historia de la humanidad en los tres últimos siglos… e incluso en todos los siglos de la historia, según la temperatura que alcance la imaginación del «historiador»; por lo menos desde la construcción del templo de Salomón (en la que creen, como contribución masónica, muchos más masones que los que se atreven a confesarlo) hasta la victoria de las democracias en la segunda guerra mundial. En este sentido la leyenda negra no es más que la leyenda rosa teñida peyorativamente. Véase como prueba reciente de la leyenda rosa el increíble, pero real, «estudio» de un doctor E. Lehnhoff Los masones ante la Historia, México, Editorial Diana, 1978.
Para colmo ha surgido entre nosotros, recientemente, otra nueva leyenda masónica: la leyenda gris. Donde menos podía esperarse: entre los jesuitas progresistas, que pertenecen a una orden empeñada, durante dos siglos y medio, en un combate implacable contra la masonería. Ahora es al revés. En medio de la convulsión antinatural que ha conmovido, desde los años sesenta e incluso antes, en este siglo, a la Compañía de Jesús, problema sobrecogedor al que he dedicado mis libros recientes Jesuitas, Iglesia y marxismo y Oscura rebelión en la Iglesia (Barcelona, Plaza y Janés, 1986 y 1987), un jesuita dotado de un entusiasmo admirable, el padre José Antonio Ferrer Benimeli, profesor de la Universidad de Zaragoza, recibió del eximio investigador de la espiritualidad española, profesor Pedro Sainz Rodríguez, a quien Franco se empeñaba en calificar de masón, e incluso le denominaba hermano Tertuliano, el encargo de estudiar la historia de la masonería para la Fundación Universitaria Española. Ferrer cumplió adecuadamente el encargo, y desde entonces ha publicado varios libros, todos ellos muy interesantes, y ha suscitado una verdadera oleada (que me parece carente de toda proporción) de estudios monográficos sobre la masonería española en todas sus épocas. También estos estudios ofrecen notable interés; pero toda esta onda historiográfico-masónica de origen jesuítico está condicionada, me parece, por graves prejuicios que en buena parte esterilizan, si no sus datos (que siempre son bienvenidos), sí sus métodos y sus conclusiones. Por ejemplo, Ferrer dictaminaba que no hubo en España ni rastros de masonería en el siglo XVIII; y los hubo muy serios, como veremos. Ferrer se empeña en quitar hierro a la leyenda negra, lo cual está bien, pero al precio de caer en la leyenda rosa; para él todos los masones son justos y benéficos, y las condenas reiteradas de la Iglesia católica se deben a ignorancia sobre la verdadera entidad de la masonería, lo cual, además de un anacronismo, me parece casi una estupidez. Recuerdo una mañana de 1973, cuando, poco antes de su muerte, me llamó el almirante Carrero para decirme, entre otras cosas muy interesantes (Carrero era exagerado pero inteligente y de vista larga, mucho más de lo que creen quienes le desprecian) que en Algeciras estaba rebullendo mucho la masonería (me enseñó la lista de masones) y que el padre Ferrer Benimeli era masón. Siempre he sentido la tentación de preguntarle si es verdad, porque en algunas secciones de sus escritos se comporta exactamente como si lo fuera, aunque suele negarlo. Me parece, en cualquier caso, un clásico compañero de viaje.
En esta indagación voy a comunicar al lector lo más importante de cuanto conozco hasta ahora sobre la realidad de la masonería. Procuraré apartarme siempre de las tres leyendas: la negra, la rosa y la gris, pero no me dolerán prendas al reconocer lo que bajo cada una de las tres pueda latir de verdad. Así esta primera parte del presente libro puede ser un anticipo lejano de mi libro definitivo sobre la masonería, que es, desde hace muchos años, uno de mis proyectos más acariciados, pero que todavía queda lelos en su realización. Creo que los materiales y las notas que hasta ahora he reunido, y que ahora voy a condensar para el lector, ofrecen ya alguna posibilidad de conclusiones serias y esclarecedoras en este primer misterio del libro actual. Por eso las comunico.
Siento descartar tan abruptamente algunas ilusiones fundadas en el gusto por el misterio, pero debo comenzar esta indagación afirmando que empezamos a saber con cierta seguridad cosas que corresponden a la verdadera historia de la masonería solamente a partir de mediados del siglo XVII, es decir sólo desde hace unos tres siglos. Allí empezó, mediante una profunda transición de que ahora mismo vamos a hablar, la masonería tal y como hoy la conocemos; antes de esa fecha existen raíces y antecedentes masónicos más o menos remotos, pero que hoy por hoy resultan imposibles casi de rastrear. Podemos tomar como insegura guía para esos antecedentes dos libros escritos desde una perspectiva masónica, pero con intenciones no cumplidas de seriedad. Uno —ya citado— se debe al doctor Eugen Lehnhoff (que se confiesa masón): Los masones ante la Historia. Otro, que resume (no siempre citándolas) las conclusiones de otros investigadores serios, es la Historia general de la masonería de Oscar Rodrigo Albert (Barcelona, Mitre, 1985). El propio Ferrer Benimeli presenta con relativo acierto esos antecedentes remotos en su libro La masonería española en el siglo XVIII (Madrid, Siglo XXI, 1974). Ésta es una editorial marxista de combate; me pregunto qué interés pueda tener en la publicación del libro del investigador jesuita, pero ése es otro asunto.
En cualquiera de estos tres libros puede recorrer el lector el cúmulo de aportaciones legendarias que forman, para muchos masones, la protohistoria de su orden, aunque casi ni una sola de ellas puede sostenerse hoy ante la crítica histórica. Estas aportaciones son de dos géneros. En primer lugar presentan a la masonería como heredera de todos los cultos secretos e iniciáticos de la Antigüedad, prolongados misteriosamente a través de la Edad Media hasta dentro de la Edad Moderna: los misterios de Eleusis, la tradición báquica, los ritos de origen egipcio y mesopotámico, con otras influencias orientales, trasvasadas a Roma durante la época alejandrina. Estos misterios llegaron a la Edad Media y reflorecieron en las expediciones de los cruzados desde el siglo XII; que trajeron su hallazgo a Europa sobre todo a través de la Orden del Temple y la de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén. En los rituales masónicos hay abundantes huellas de esta tradición, que en gran parte se coció después sin fundamento alguno, pero que tal vez en algunos rincones conserve vetas originales, sobre todo de las Cruzadas. El trágico y misterioso fin de los templarios se conecta, por algunos, a la protohistoria de la masonería, que se encargó de transmitir los recuerdos, el poder y la venganza del Temple perseguido y martirizado. Seguramente nunca sabremos cómo, aunque hay coincidencias muy inquietantes.
La segunda tradición de la Antigüedad que se entrelaza con la protohistoria masónica es la arquitectónica. Muchos masones creen, a fuerza de verlo repetido en la simbología de sus logias, que su fundador fue Hiram, el rey de Tiro que recibió de Salomón el encargo de construir el Templo de Yahveh en Jerusalén y que, en funciones de gran arquitecto, inició a sus colaboradores y subordinados en las artes secretas, casi mágicas de su oficio. Las corporaciones de arquitectos, constructores y albañiles custodiaban, desde la época clásica de Grecia y Roma, los secretos de su arte, por razones de monopolio profesional; y los transmitían por vía de selección y de iniciación, que luego se vertieron en los gremios medievales. En el gremio de constructores precisamente radica, según investigaciones relativamente recientes y fidedignas en torno a la construcción de las catedrales, el origen real de la masonería que más o menos desde el siglo XII conocemos hoy como masonería operativa. El nombre de francmasón (en Francia) o de freemason (en Inglaterra), que aparece ya en la Baja Edad Media para indicar a los albañiles distinguidos y separarlos de los desbastadores o canteros, no indica situación social de libertad, sino excelencia en el arte de la construcción y de la piedra. Estos gremios florecieron en toda Europa; sus maestros pasaban con frecuencia de una a otra nación (aunque en aquella Europa-Cristiandad, no había propiamente naciones ni menos fronteras) e iniciaban a sus nuevos equipos en talleres o lonjas o logias en que se reunían, para trabajar y discutir, los tres grados de la profesión, que era una especie de aristocracia dentro del estamento artesanal de la cerrada sociedad del medioevo: los maestros, los oficiales o compañeros y los aprendices. Éstos son todavía hoy los tres grados fundamentales de todas las obediencias masónicas.
En el siglo XVII tendrá lugar la gran transformación de la masonería operativa. Ha pasado ya la época de las grandes catedrales góticas y los gremios de constructores decaen. Pero en Inglaterra, a partir de la época isabelina, afluye una riada de oro y plata (procedente en buena parte de las guerras de rapiñas contra España en las Indias) y se suscita una fiebre constructora que revitaliza los gremios y además los ensancha. Y es que ya desde antiguo en las logias de la masonería operativa se había formado un anillo exterior de proveedores, administradores y simpatizantes —que pertenecían a niveles sociales más elevados, caballeros y profesionales— a quienes por amistad y afinidad se admitía en las logias operativas como masones aceptados, que, a fines del siglo XVII, aumentaron su porcentaje e incluso llegaron a ser mayoría en algunas logias. A fines del siglo XVII las ideas racionalistas, basadas en el auge de la ciencia moderna —se vivía el siglo de Descartes, de Newton y de Locke—, penetraban en sectores selectos de la sociedad británica, recientemente sacudida por la primera de las grandes revoluciones de Occidente. A fines del siglo XVII se acentuaba en Inglaterra la necesidad de comunicar ideas nuevas y de conseguir foros para el debate social, científico y político. Las logias operativas se fueron abriendo cada vez más a este tipo de debates, y la masonería operativa se fue transformando insensiblemente en masonería especulativa ya en vísperas de la Ilustración. No es ninguna casualidad que el «Colegio invisible», que era un importante foro de discusión de las nuevas ideas, se convirtiera desde 1662 en la Royal Society de Londres, en la que reinaría sir Isaac Newton como guía indiscutible. De ella salieron los grandes fundadores de la masonería especulativa en Inglaterra; es decir, en el mundo. Justo cuando la masonería operativa acababa de recibir su última aportación esotérica: la de los Rosacruces, una agrupación misteriosa de origen germánico que se vertió casi por entero en las logias, a las que iba legando su ritual y su tradición, paralela a la de la masonería legendaria.
Y ya estamos en el siglo XVIII, cuando la historia de la masonería empieza de verdad a ser historia. Digamos, para resumir en una sola palabra esa historia en el Siglo de las Luces, que durante todo él la masonería se quiso identificar con la Ilustración; que durante el siglo XIX la identificación —sin perder la herencia ilustrada— fue con el liberalismo; y que en el siglo XX, en el que vivimos y del que resulta más difícil ese resumen de una sola palabra, la masonería, sin perder su raigambre ilustrada y liberal, se identifica con la secularización y precisamente en su aspecto más radical. El resto de nuestra indagación tratará’ de demostrar esta tesis fundamental.
La transición de masonería operativa a masonería especulativa o simbólica no se produjo, pues, de golpe, pero todos los historiadores citan una fecha fundacional: el 24 de junio de 1717. En efecto, desde principios de aquel año se venían celebrando conversaciones para la reforma y la unión de los masones por parte de cuatro logias de Londres (no parece que fueran las únicas, aunque sí las más activas e inquietas), conocidas por las tabernas-hospederías en que celebraban sus reuniones: el Ganso y la Parrilla, los Racimos, el Manzano y el Cubilete, la Corona. En el día de San Juan, famoso por sus evocaciones de misterio iniciático, y patrón de los constructores, celebraron una reunión constituyente en la posada del Ganso y la Parrilla, donde tenía su taller la logia de San Pablo —que era la más antigua— y acordaron actuar desde entonces unidas en una especie de confederación, cuyo primer gran maestre fue el caballero Antonio Sayer. Había nacido la Gran Logia de Inglaterra, que hasta hoy ostenta una especie de primado general masónico, después de haber dado origen, en el siglo XVIII, a las ramas y obediencias principales de la masonería en Occidente. Los masones aceptados eran neta mayoría en las logias londinenses y la Gran Logia operó desde entonces como un foro reservado para debates sobre cuestiones filosóficas y científicas que apasionaban a los hombres de la Ilustración. Dos pastores protestantes recibieron el encargo de redactar las primeras Constituciones de la masonería especulativa: el doctor John Théopile Désaguliers, hijo de emigrantes franceses hugonotes, científico reconocido y miembro de la Royal Society; y el doctor James Anderson, redactor principal de las constituciones, que por ello llevan su nombre en la primera edición de 1723. La obra empieza con una farragosa disquisición sobre los orígenes legendarios de la masonería, que se combina pretenciosamente con una aberrante historia del arte arquitectónico; a lo que sigue el código masónico propiamente dicho. En él se expresa simbólicamente la misión de la masonería especulativa: cuando ya no quedan catedrales por construir, es necesario edificar en honor del Gran Arquitecto del Universo —que es una expresión lejana y deísta de la divinidad— el gran templo que se identifica con toda la humanidad. El trabajo de la piedra se interpreta simbólicamente como trabajo para el perfeccionamiento del hombre en la convivencia con los demás. La escuadra significa la reglamentación de la vida humana; el compás traza la justa medida de los contactos con los demás; el delantal simboliza el trabajo moral; y así toda una larga serie de símbolos tomados de la construcción y sus tradiciones. Ferrer piensa que el artículo fundamental de las constituciones es éste: «Todo masón queda obligado, en virtud de su título, a obedecer a la ley moral; y si comprende bien el Arte, no será jamás un estúpido ateo ni un irreligioso libertino». El precepto se extiende después sobre la observancia de la religión genérica, sin confesionalidad expresa: «aquella religión en la que todos los hombres están de acuerdo, dejando a cada uno su opinión particular…, de donde se sigue que la masonería es centro de unión y medio de conciliar una verdadera amistad». No ataca, pues, oficialmente la masonería primordial a la religión, sino que de hecho prescinde de ella para refugiarse en un deísmo vago, típico de la Ilustración racionalista y descreída. Naturalmente que la Iglesia católica iba a considerar inmediatamente esta posición masónica como herética. Una religión universal por encima de todas las confesiones era entonces —como lo es hoy— impensable.
Las constituciones prohíben como tema de discusión en las logias la religión concreta, confesional, y la política; pero muy pronto tal prohibición fue papel mojado. Cultivaba teóricamente la masonería primordial las virtudes típicas de la Ilustración: la tolerancia, la libertad, la igualdad y fraternidad entre los hombres, la ciencia en pleno auge, la filosofía racionalista y antropocéntrica. Desde el principio surgió un problema grave sobre el que se centraron críticas, descalificaciones y persecuciones: el secreto masónico sobre las deliberaciones en las logias, amparado por juramentos horrísonos tomados de la tradición gremial para la defensa de los monopolios profesionales. Esto hace que la masonería haya sido considerada siempre como sociedad secreta, pese a los efugios formalistas con que trata de encubrir tal condición, que es cierta. Los masones y sus historiadores proclives tratan desesperadamente de quitar importancia a este secreto y llegan a decir que el secreto masónico es una tradición puramente ritual y vacua que consiste precisamente en carecer de todo secreto. Pero no es verdad: el secreto masónico no consiste, desde luego, en una revelación eleusina, pero radica, más que en un contenido, en una actitud de reserva absoluta que muchas veces encubre la difusión de consignas en el plano religioso, político y social; una cosa es lo que los masones proclaman y otra lo que han hecho a lo largo de su historia. Lo que ni los masones niegan —porque está, como acabamos de ver, en sus constituciones— es el carácter de la secta como sociedad de solidaridad interna y multinacional de socorros mutuos, a los que se accede mediante un complicado sistema de signos para el reconocimiento de los hermanos. Los masones ejercitan esa solidaridad de forma universal y ejemplar; muchos candidatos se han acercado a la masonería para gozar de esta protección, utilísima en la defensa y el progreso personal dentro de las difíciles circunstancias de la vida moderna. Si de los primitivos cristianos se podía decir, para distinguirlos: «Mirad cómo se aman», de los masones cabe repetir ahora: «Mirad cómo se ayudan». La capacidad de apoyo exhibida por los masones, por ejemplo, en los medios de la política y de la comunicación es asombrosa, y sólo comparable a la que caracteriza a los judíos. Ésta puede ser una de las razones que han llevado a muchos a identificar judíos y masones, con exageración notoria.
El prestigio, un tanto morboso por los rituales y secretos, que empezó desde muy pronto a rodear a las renovadas logias británicas, atrajo casi inmediatamente a muchos personajes de la nobleza, la vida pública y hasta la Corte de Inglaterra, y el duque de Montagu es uno de los primeros grandes maestres. Le sucede otro par, el duque Felipe de Wharton, seguido —en pleno crecimiento de la institución— por toda una serie de aristócratas, casi siempre relacionados con la alta política. Nada menos que el príncipe de Gales, padre de Jorge III, pidió y obtuvo su ingreso. La nueva masonería se extiende paralelamente en Irlanda y en Escocia, y salta también muy pronto al continente, por irradiación británica en el sentido habitual de la palabra (porque irradiar en sentido masónico equivale a expulsar de la orden). La presencia de tan elevados personajes en la Gran Logia de Londres, a la que un especialista ha llamado «madre de todas las masonerías del mundo», suscita la sospecha, fundada en indicios casi abrumadores, de que la masonería continental sirvió, en el fondo, a los intereses de Inglaterra; las logias de todo el mundo formaban una red pro británica, tanto para favorecer los intereses políticos como los económicos de Londres. El crecimiento de la masonería en el Reino Unido durante el siglo XVIII fue espectacular, y continuó durante el siguiente, gracias a la preponderancia británica en el mundo. Hoy la Gran Logia preside un imponente conjunto de unas siete mil logias en toda la Conmonwealth, con una cifra de afiliados próxima al millón, y un número de iniciaciones que ronda las mil quinientas anuales. La familia real, la Iglesia anglicana, la nobleza y la política están profundamente vinculadas en el Reino Unido a la masonería, a la que han pertenecido reyes como Eduardo VII y Jorge IV; estadistas como Winston Churchill; militares que a veces se reúnen en sus propias logias. Pertenecer a la masonería es en Gran Bretaña marca de patriotismo, en buena parte por la vinculación que acabamos de sugerir entre la institución y los altos intereses nacionales y del Imperio. Según opiniones solventes, hay en el mundo actualmente unos seis millones de masones, de los que la mayor parte aceptan la obediencia de la Gran Logia de Londres, o al menos su primacía genérica.
Un equipo masónico de Gran Bretaña, dirigido por lord Derwentwater, hijo bastardo del rey Carlos II, fundó la primera logia francesa en 1725, que se adhirió a la obediencia de la Gran Logia de Inglaterra. El rey Luis XV muestra gran interés por esta fundación, en la que muy pronto ingresan en masa personajes de la nobleza y de la Ilustración en Francia gracias a cuyo influjo se pueden superar los recelos y persecuciones inspiradas por la Iglesia. Toda la plana mayor de la Ilustración, desde Diderot, promotor de la Enciclopedia, al gran Voltaire, entra en la masonería, regida casi siempre por una sucesión de duques. La masonería francesa experimenta más que la inglesa el tirón de la política concreta, y los ideales de la Revolución surgen cada vez con mayor fuerza en los debates de las logias. La trilogía revolucionaria libertad, igualdad y fraternidad es típicamente masónica. Esto no quiere decir que la gran Revolución de 1787-1789 se fragüe exclusivamente en las tenidas o sesiones masónicas, pero en todo caso sin el caldo de cultivo de los debates masónicos no se comprende la preparación y desencadenamiento de la Revolución. En vísperas del estallido, las logias de Francia superaban las seiscientas, que agrupaban a unos ochenta mil miembros. El pobre rey Luis XVI era seguramente masón, como casi todos sus ejecutores; también serían masones los reyes franceses del siglo XIX Luis XVIII, Carlos X y Luis Felipe. La Revolución Francesa asume los símbolos masónicos, pero a la vez divide profundamente a los masones, que temen desaparecer hacia 1791, el año de la primera constitución revolucionaria; y de hecho muchos de ellos perecen en la guillotina a manos de sus correligionarios. La masonería ilustrada apareció entonces como el aprendiz de brujo, acusado por las consecuencias de sus sortilegios. Napoleón Bonaparte, que probablemente fue masón (como con seguridad lo fue su familia en pleno), advierte netamente la importancia de la masonería y su vinculación a los intereses de su gran enemiga, Inglaterra; por eso pretende penetrarla e instrumentarla a su servicio, para lo que la pone a las órdenes de su herma no José, rey de España en 1808. Esta manipulación napoleónica resultaba tan burda que la masonería bonapartista no llegó al nivel de influencia y penetración social que había alcanzado la institución antes de las convulsiones revolucionarias. Identificada cada vez más con el liberalismo, la masonería francesa posnapoleónica fue radicalizando su anticlericalismo y separándose de las directrices británicas, que permanecían fieles a la Iglesia de Inglaterra. Todos los movimientos revolucionarios del siglo XIX cuentan con un componente masónico importante, y a veces decisivo. Carlos Marx fue masón, como su colega Engels, y las dos primeras Internacionales —la anarquista y la socialista—reconocen objetivamente una impronta masónica indeleble, aunque no exclusiva. La Comuna de París se tramó en las sociedades secretas, casi todas de signo masónico. Por fin en 1877 surge una especie de cisma en la masonería universal. El Gran Oriente de Francia declara la libertad plena de sus afiliados para aceptar o no a Dios y a la idea religiosa, y se aparta del vago deísmo hasta entonces considerado como ideología oficial de toda la masonería. De esta forma preparaban los masones de Francia su implicación en la cruzada anticlerical y antirreligiosa que envenenaría casi toda la historia de la tercera República, sobre todo durante las décadas en torno al cambio de siglo. Esta decisión —de la que se originó una implicación cada vez más acentuada de la masonería francesa en la lucha política sectaria— fue repudiada como antimasónica por la Gran Logia de Londres, que mantuvo en pleno vigor las constituciones de Anderson y excomulgó —valga el término irreverente— a los disidentes franceses, quienes sin embargo siguen aceptando hasta hoy en sus tenidas y redes de influencia a los de obediencia británica, sin contrapartida por parte de la Gran Logia madre. La campaña feroz de anticlericalismo en esa época de la historia francesa es de cuño masónico profundo, y la masonería de Francia se fue inclinando cada vez más primero hacia el partido radical y después de la segunda guerra mundial hacia el partido socialista, como revela el importantísimo libro de quien ha sido por dos veces en nuestros días su gran maestre, Jacques Mitterrand, hoy militante del socialismo francés, La politique des francmaçons (París, Éd. Roblot, 1973). La actual masonería pro socialista de Francia, que dice proclamar el culto a las libertades, las interpreta así según el prólogo del citado libro: «Protegiendo y cultivando la libertad, la masonería se distingue a la vez del cristianismo, del que tiende a separarse, y del marxismo, al que tiende a acercarse, convirtiéndose en la guardiana de la democracia» (ibíd., p. 24). El general Franco decía más o menos eso mismo y tanto los masones como los socialistas le siguen increpando como exagerado y falseador de una realidad que ellos mismos reconocen a dos bandas.
De manera semejante al ejemplo de Francia, la masonería británica fue extendiendo desde la primera mitad del siglo XVIII sus influencias por Europa. Federico el Grande de Prusia se inició en 1738, dos años antes de reinar como prototipo del déspota ilustrado. El emperador Francisco de Austria, esposo de María Teresa, fue gran maestre de la primera logia vienesa fundada en 1742, pero el masón más famoso de Viena fue el gran Wolfgang Amadeus Mozart, cuya Flauta mágica se ha considerado siempre como la idealización musical —arrebatadora— de una iniciación masónica con pretensiones de simbolismo universal. Masónica es La Creación de Haydn e incluso quizá la Novena Sinfonía de Beethoven, aunque la iniciación masónica del primer músico de la Historia parece más bien un capítulo de la leyenda rosa. La masonería italiana de la Ilustración se enfrentó a muerte con el papado, y en el siglo XIX vertebró la revolución liberal italiana, enemiga de la Santa Sede y de su poder temporal. La Casa de Sabaya era una dinastía masónica, y masones o amigos de masones fueron todos los grandes nombres del Risorgimento, empezando por Garibaldi y terminando con Giuseppe Verdi. Peter Partner en El asesinato de los magos (trad. esp. ed. Martínez Roca del original publ. en Oxford Univ. Press) establece una sugestiva y documentada relación entre la tradición secreta templaría y la masonería alemana del siglo XVIII. Los intentos de Von Hund y de Neisshaupt (con los iluminados de Baviera) alimentaron en todo caso la tradición esotérica que irrumpía con fuerza en las logias desde otra fuente templaría, la que dio origen al rito escocés Antiguo y Aceptado. Curiosamente la obsesión esotérica reaparecerá a fines del siglo XIX en las filas del liberalismo evolucionado y el socialismo naciente. Tema que bien merece un estudio serio.
Tienen interés especial el nacimiento y el desarrollo de la masonería en Estados Unidos, que naturalmente provino de Inglaterra, y creció de forma paralela y con criterios semejantes, aunque aplicados al nuevo patriotismo americano desde la época de la emancipación. Los principales patriotas, de Washington para abajo, eran masones, y masones han sido la mayoría de los presidentes de Estados Unidos, donde la masonería se considera, como en Inglaterra, una asociación patriótica y altruista, completamente alejada de los tremendismos de los países latinos y fiel a su deísmo original, que incluye respeto por las religiones. Pero el masón más significativo e influyente en la historia de Norteamérica fue el gran ilustrado Benjamín Franklin, cuya personalidad influyó de forma decisiva en el impulso de la Ilustración a una y otra orilla del Atlántico; en la carga ideológica ilustrada de la Revolución americana y de la Revolución Francesa; y en la configuración del capitalismo, como ha explicado asombrosamente el profesor Juan Velarde en su lección magistral El libertino y el nacimiento del capitalismo (Madrid, Pirámide, 1981). «En el momento en que Franklin y Voltaire se reúnen en París, el año de 1778, la obsesión de éste es clara: Aplastemos al infame, esto es a la Iglesia católica. Son los tiempos en que esta frase la abrevia: Ec. l’Inf. Un instrumento de este deísmo anticatólico es la orden de la francmasonería» (ibíd., p. 36). Y concluye Velarde: «He aquí que Franklin ha tenido una enorme influencia en la masonería europea y por ello ocupa un puesto clave en los orígenes de la revolución».
Velarde traza una sugestiva convergencia entre masonería, capitalismo primordial, Ilustración y libertinaje. Franklin precisamente fue uno de los grandes libertinos de su tiempo. En tal ambiente florecían además los superlibertinos impostores, que se servían de la institución masónica para sus aventuras, como el caballero Casanova, y sobre todo el gran farsante del siglo XVIII, Cagliostro, que llegó a fundar una masonería para su medro particular, la masonería egipcíaca, por lo que se convierte en el gran precursor de otros farsantes más o menos masónicos de nuestro tiempo, como el famoso Licio Gelli, creador de la logia Propaganda-2, con su triángulo de amigos —Calvi, Sindona—, que tanto han comprometido con sus disparates el delicado mundo de las finanzas de la Iglesia católica después de aprovecharse del arzobispo Paul Marcinckus. Un escritor sensacionalista y espectacular, David Yallop, ha llegado en su difundido libro En el nombre de Dios a atribuir inspiración y cobertura masónica al asesinato del papa Juan Pablo I. Ante los evidentes fallos de información que hemos detectado en ese libro, pensamos que no corresponde a la historia sino a una versión contemporánea de la leyenda negra masónica.
Al llegar el siglo XX, mientras la masonería anglosajona se mantenía en su línea deísta y patriótica, al servicio del alto interés internacional de sus sedes nacionales, la masonería europea, guiada por el Gran Oriente de Francia, seguía enzarzada en una lucha mortal contra la Iglesia católica, y empeñada en el combate de la secularización total. Hasta que llegaron uno a uno los totalitarismos, que prohibieron y persiguieron a la masonería como creación y plataforma capitalista y burguesa. Así sucedió en la Italia de Mussolini, en la Alemania de Hitler y en la Rusia soviética de Lenin y de Stalin, donde los regímenes totalitarios proscribieron y erradicaron a la masonería, que sin embargo revivió con fuerza en Alemania y en Italia después de la victoria aliada en 1945.
Se ha discutido mucho el problema de los orígenes de la masonería española. El profesor Ferrer Benimeli, entusiasmado con su tesis negativa sobre la condición masónica del rey Carlos III (en lo que probablemente tiene razón) y del conde de Aranda (en lo que probablemente no la tiene), insiste en todos los tonos en que en España, pese a algunos chispazos aislados, no existió prácticamente la masonería durante todo el siglo XVIII. Sin embargo no es así.
La masonería especulativa fue implantada en España por un gran maestre de la Gran Logia de Inglaterra —el duque de Wharton— casi a la vez que en Francia; el reconocimiento de la primera logia española, las Tres Flores de Lis, sita en la calle madrileña de San Bernardo, por la Gran Logia de Inglaterra data de 1728. Después se fundan logias en Gibraltar, en Menorca (durante la ocupación británica), en Cádiz, en Barcelona y en otros puntos de España. De forma paralela surge la masonería en Portugal, y tras las primeras prohibiciones se afianza durante la época del marqués de Pombal, el gobernante ilustrado portugués iniciado en Londres. En España la masonería tiene que proceder con mucha mayor cautela; desde su introducción en la Península y en las Indias, la Inquisición, aunque estaba en sus estertores, se lanza decididamente contra ella y los masones tratan por todos los medios de ocultarse en la clandestinidad, lo que de ninguna manera significa que no existan; aprovechan para ello los frecuentes viajes ilustrados a Europa —sobre todo a Francia— y la cobertura paralela de las Reales Sociedades Económicas de Amigos del País, que llegan a formar seguramente una infraestructura paramasónica de la que empezamos ya a tener pruebas fehacientes, no solamente indicios fundados en la coincidencia de los símbolos. Como tantas veces, las intuiciones del profesor Velarde en su citado libro han resultado certeras.
El papa Clemente XII condena formalmente a la masonería en 1738, con excomunión basada en el carácter sincrético de la institución al admitir personas de toda religión; en el juramento secreto masónico; y en la opinión pública que con unanimidad reputa perversos a los miembros de la secta. Algunos historiadores creen ver la verdadera causa de la condena en el partidismo del papa a favor de los Estuardo, derrotados en Inglaterra por la casa de Hannover. No es cierto. La masonería británica se dividió entre las dos lealtades, aunque la Gran Logia de Inglaterra se alineó con los vencedores. En el fondo de la condena, lo que realmente latía era la ya conocida hostilidad entre la Ilustración deísta y la Iglesia católica. A mediados de siglo el papa Benedicto XIV renueva la condenación, promulgada en España desde 1740. La Compañía de Jesús, bastión ilustrado de la Iglesia, es quien recibe los mayores embates de la masonería, que entabla con ella una lucha a vida o muerte. La persecución y aniquilamiento de los jesuitas en vísperas de la Revolución Francesa constituye en gran parte una empresa masónica europea. Puede que la participación del conde de Aranda, jefe del partido nobiliario, en la expulsión de los jesuitas españoles decretada por Carlos III y su corte ilustrada provocara la extendida noticia de que Aranda fue masón y director de la masonería española; y que el propio Carlos III perteneció a la secta. Los propios masones se han encargado de difundir esas noticias, aireadas probablemente por los jesuitas en los estertores de su combate ilustrado con los masones de Europa. Parece claro que Carlos III no fue masón, y además se opuso a la masonería. Parece probable en cambio que Aranda sí lo fue; mantuvo en todo caso estrechas relaciones con los masones ilustrados de Europa durante sus estancias diplomáticas. Las investigaciones suscitadas en España por el centro de estudios sobre la masonería fundado por el profesor Ferrer Benimeli y reunidas en volúmenes que contienen trabajos de valor muy desigual, demuestran con toda claridad la existencia de grupos masónicos en la España del siglo XVIII, con nombres concretos que parecen la punta del iceberg; demuestran también la relación entre la masonería y las Sociedades Económicas, especialmente la más famosa de todas, la Vascongada —los caballeritos de Azcoitia—, con nombres conocidísimos, como el conde de Peñaflorida y el eminente científico Fausto de Elhuyar, formalmente vinculados a la secta, a veces en la misma logia parisina en que actuaban Franklin y Voltaire. (Cfr. La masonería en la historia de España, Zaragoza, 1985, y La masonería en la historia del siglo XIX, Junta de Castilla y León, 1987). En esos años finales del siglo XVIII surge con fuerza un rito masónico, el rito escocés Antiguo y Aceptado, que consta de 33 grados simbólicos (treinta sobre los tres esenciales y primordiales de Aprendiz, Compañero y Maestro) y se va imponiendo en muchas obediencias masónicas, señaladamente entre las de España. Según Albert, este rito es de creación judía (ibíd., p. 140), lo que representa un nuevo acicate para quienes, sin analizar a fondo el problema, tratan de montar una relación constituyente entre la masonería y el judaísmo. Los treinta y tres grados suponen un complicado simbolismo, escasamente fundado en realidades históricas, que recoge numerosas aportaciones a la historia y sobre todo a la leyenda masónica a través de los siglos. En las iniciaciones actuales no se pasa por todos los grados, sino que se progresa por escalones de varios grados: por ejemplo el que termina en el grado 18.
Desde comienzos del siglo XIX la masonería ilustrada se mantiene con clara continuidad en el mundo anglosajón —Inglaterra y Estados Unidos—, pero evoluciona netamente en Europa, incluida España, según dos pautas sucesivas y diferentes. En primer término la masonería napoleónica, instrumentada burdamente por el Corso y su familia con motivos políticos; el rey de España, José I Bonaparte, el Intruso, es designado por su hermano gran maestre de la masonería francesa, que se extiende por los territorios dominados. Numerosas logias bonapartistas se crean en la España ocupada, con participación de militares franceses e iniciados españoles. Expulsados de Europa los napoleónidas, la masonería experimenta una restauración que trata de entroncar con su tradición ilustrada, se aproxima a los ideales de la Gran Logia de Inglaterra, sirve a los intereses imperiales del Reino Unido y se configura como apoyo multinacional a una nueva idea: el liberalismo radical que la vuelve a enfrentar con la Iglesia católica.
Por eso no tiene nada de extraño que todos los papas del siglo XIX condenaran a la masonería y demás sociedades secretas más o menos relacionadas con ella —por ejemplo, la secta de los carbonarías, muy activa en Italia contra la Santa Sede— de forma insistente y durísima, en tonos increíblemente rebajados por el jesuita Ferrer Benimeli, que llega a insinuar que Roma procedía así simplemente por ignorancia de lo que era realmente la secta; lo mismo que Albert se recrea en la teoría de que las condenas papales del siglo XVIII dependían de la protección dispensada por la Santa Sede a las pretensiones políticas de los Estuardo en Inglaterra. Una y otra son explicaciones burdas, incompletas y truncadas, indignas de historiadores serios. Pío VII condenó las sociedades secretas en una constitución apostólica de 1821. León XII agrava y amplía la condena en la constitución Qua graviora de 1825, mientras los jesuitas tratan de resucitar después de la supresión decretada por Clemente XIV, agobiado en medio de la presión ilustrada y borbónica del siglo anterior. Nuevamente se entablan, a lo largo de todo el nuevo siglo, las hostilidades a muerte entre los jesuitas, bastión del papado, y los masones, empeñados en acabar con el poder temporal del papado y con el poder social de la Iglesia católica; nos referimos a los masones continentales, porque la masonería anglosajona actúa, como decíamos, en otra onda, patriótica, deísta y más respetuosa con la religión aceptada en Inglaterra y Norteamérica. Vuelven las condenas papales: Pío VIII en 1829, Gregario XVI en 1832. Esta actitud totalmente negativa de Roma repercute con especial fuerza en España.
Sin desmentir los cada vez más reconocidos indicios masónicos en la España del siglo XVIII, que seguramente nos depararán en el futuro, cuando se agosten algunos prejuicios, descubrimientos importantes y tal vez sensacionales, parece que la primera logia española formal de que se tiene noticia fue una logia militar, y concretamente naval, formada por oficiales y capellanes de la escuadra española fondeada en el puerto de Brest por deseo de Napoleón en los primeros años del siglo; se conocen los nombres y las actas de esa logia, cuyos componentes se dispersaron al regresar a sus bases de España, y extendieron la semilla masónica por otros establecimientos militares. Cádiz fue un semillero masónico —aunque no sea más que por la proximidad de Gibraltar y los contactos con la América española—, pero no parece que la masonería ejerciera influencia apreciable en las Cortes celebradas en aquella ciudad desde 1810, que además la prohibieron en el año glorioso y constitucional de 1812. Al regresar Fernando VII, la Inquisición resucitada prohíbe las actividades masónicas, que entonces se identificaban sobre todo con el bonapartismo y el afrancesamiento. Aun así consta la existencia y actividad de varias logias en aquella época, como Los amigos del Orden en La Coruña y Los comendadores del Teyde en Tenerife. Alentaba también en 1813 una logia gaditana con tendencias liberal-radicales, según el testimonio de uno de sus miembros, Alcalá Galiana, que a estas alturas algunos historiadores pro masónicos tienden a invalidar, sin fundamento alguno; porque conviene a sus tesis rebajadoras. Allí se inician también Mexía Lequerica, Francisco Istúriz y después el liberal-progresista por excelencia Juan Álvarez Mendizábal, el hombre de Inglaterra en España. Al observar la persecución fernandina contra los diputados de Cádiz, la masonería reclutó a muchos de ellos y se identificó cada vez más con el liberalismo radical y con el anticlericalismo militante. Varios pronunciamientos de la época fernandina en sus diversas etapas reconocen un claro origen masónico. El pronunciamiento de Riego en 1820 fue preparado en las logias, para evitar el envío de la expedición militar española que hubiera podido salvar al Imperio en América; esta intervención masónica se corrobora por el testimonio de Alcalá Galiana y se confirma por historiadores tan poco sospechosos de exageración desde una óptica antimasónica como el profesor Miguel Artola, en su notable libro sobre la España de Fernando VII, editado por Espasa-Calpe. En 1821 surge, con propósitos masónico-reformistas, la Asociación de Caballeros Comuneros, sobre la que pronto convergen los carbonarios españoles. El trienio liberal de 1820-1823, presidido por la figura enloquecida y romántica de Riego, marca uno de los apogeos masónicos en España; allí gobierna, manda, hace y deshace la masonería española desbordada, aunque Ferrer y compañía traten de disimular tanta prepotencia.
La servidumbre de la masonería española al servicio de la política exterior británica se demuestra sin más con la evidente cooperación masónica a la emancipación de Hispanoamérica. Todos los grandes libertadores eran masones: Miranda, Bolívar, San Martín. Salvador de Madariaga, que conocía a fondo la historia masónica, y sentía alergia hacia las leyendas negras y rosas, atribuye un papel decisivo a la masonería —y nótese bien, a los judíos expulsados de España por los Reyes Católicos— en la trama internacional para terminar con el Imperio español del Atlántico. Puede comprobarlo el lector en una obra espléndida de don Salvador, editada por Espasa-Calpe, Auge y ocaso del imperio español en América, donde la cofradía masónica se equipara, en su acción demoledora, a las de jesuitas y judíos. Lo que naturalmente ha suscitado la reacción negativa de jesuitas, masones y judíos.
Fernando VII, el rey reaccionario y felón, se convierte en paladín de la lucha antimasónica mientras la masonería se va extendiendo en el ejército, la marina y la sociedad española. Fernando VII lanza un decreto antimasónico al restablecer el absolutismo en 1823. Cuando muere en 1833, su viuda, la reina Cristina, empeñada en una difícil transición del absolutismo al liberalismo, decreta la amnistía en favor de los masones, pero mantiene la total prohibición de sus actividades, que ellos se saltan a la torera. Va a desaparecer la anterior Gran Logia, acusada de resabios afrancesados; y se va a fundar el Gran Oriente de España, que desde el principio, y a través de todas sus transfiguraciones, se muestra liberal-radical, politizado y anti eclesiástico, además de servidor de la política británica tanto económica como exterior. Los grandes arrebatos anticlericales de los años treinta —como las quemas de conventos y matanzas de frailes— se fraguaron casi siempre en las logias, que exhibían con orgullo a sus dos prohombres de la época: el infante Francisco de Paula y el político liberal-radical Ramón María Calatrava. El Gran Oriente se divide, y las obediencias masónicas se separan por motivos casi siempre personalistas, y se acogen a diferentes obediencias extranjeras.
Los especialistas coinciden en que el desarrollo de la masonería española durante el reinado de Isabel U, que fue muy grande, está todavía por estudiar a fondo. La masonería penetró profundamente en las fuerzas armadas, en las que también se formaron agrupaciones antimasónicas que, con diversos nombres, perduraron hasta muy dentro del siglo XX. También reina el acuerdo sobre la importancia de la masonería en la Gloriosa revolución de 1868, cuyo triunfo marca el segundo de los apogeos masónicos en España tras el de 1820. En las Constituyentes que siguieron a ese triunfo, y que trajeron al rey de la dinastía saboyana y masónica, Amadeo I, otro intruso que fue, como José I, masón, se cuentan bastantes masones: el general Juan Prim, los jóvenes Segismundo Moret y Práxedes Mateo Sagasta, Manuel Becerra, Manuel Ruiz Zorrilla, Cristino Martos…, todas las figuras políticas y militares del liberalismo radical pertenecían a la secta, que por lo demás actuaba dividida en varias obediencias. Masones eran los miembros del partido demócrata en pleno y los «demócratas de cátedra». Al amparo de la Gloriosa proliferaron las logias y la masonería se identificó todavía más ante la opinión pública con el liberalismo, la ilustración y el progresismo. Las investigaciones coordinadas por Ferrer Benimeli señalan que entre 1869 y 1876 se cuentan en las Cortes, sucesivamente, nada menos que 1490 diputados masones cuyas listas se han publicado. En 1873, al producirse la crisis de la monarquía saboyana, el Gran Oriente español, desde una neutralidad aparente, apoyó la implantación de la primera República, que presidió el caos nacional de 1873, surcado por tres guerras civiles —la cantonal, la carlista y la cubana— desde un contexto político apenas disimuladamente masónico. Al producirse, por irresistible presión de la opinión pública, genialmente canalizada por Antonio Cánovas del Castillo, la Restauración de 1874, Práxedes Mateo Sagasta, que alternó con Cánovas en el turno de gobierno, fue designado en 1876 Gran Maestre del Gran Oriente de España, que se afianzaba como la principal de las obediencias masónicas españolas. Al año siguiente, como ya dijimos, el Gran Oriente de Francia rompía con la tolerancia religiosa, borraba a Dios de sus ritos y juramentos y se politizaba radicalmente en sentido anticlerical cada vez más hostil. La masonería española no necesitó imitarle; llevaba ya casi todo el siglo en esa actitud. Antonio Romero Ortiz fue elegido Gran Maestre en 1881, cuando era ministro liberal de Gracia y Justicia. Manuel Becerra le sucedió en 1884. La segunda obediencia importante era el Gran Oriente Nacional, que había sido dirigido por Calatrava. En 1882 tenía 14 358 miembros, de ellos 130 ministros, ex ministros y altos cargos; 1 033 magistrados, jueces y abogados; 1 094 militares.
Los dos Grandes Orientes trataron de fusionarse en 1888, y lo lograron bajo la inspiración y dirección del Gran Maestre Miguel Morayta, que se convierte en la principal personalidad de la masonería española en las décadas del cambio de siglo. Pero persistía la fragmentación, en la que tomaba parte la obediencia del Gran Oriente Lusitano, muy activa, amén de otras mesnadas personalistas. El gran científico Santiago Ramón y Cajal se inició en la masonería el año 1877. Predominaba el Gran Oriente de España, que renovó en 1872 sus relaciones con la Gran Logia Unida de Inglaterra. Las mujeres empezaron a incorporarse a la masonería en esta época, en la que adquiere importancia la Gran Logia Simbólica catalana-balear, que pronto asume los idea les autonomistas e incluso separatistas. Entre sus fines figuraba «Conseguir que Cataluña forme un Estado soberano».
Durante la primera época de la restauración, la masonería no estaba reconocida ni legalizada en España, pero sí tolerada en virtud de la apertura asociativa que impulsaban los liberales, a fuer de miembros de la secta muchas veces. Muchas logias, disimuladas como asociaciones de diversa cobertura, se acogieron a la Ley de Asociaciones. En una encuesta organizada entre sus afiliados por el Gran Oriente de España, los masones se declaraban unánimemente anticlericales, adversarios de la vida religiosa y enemigos de la «secta jesuítica»; partidarios de suprimir la enseñanza religiosa y de cerrar a las órdenes y congregaciones la posibilidad de enseñar; partidarios del liberalismo y en alto porcentaje republicanos.
En su espléndida historia de las Internacionales, editada por el Hoover Institute de Stanford, California, Milorad Drachkovitch demuestra la intensa participación de la masonería en la gestación y expansión de la Primera Internacional, cofundada al fin y al cabo por un masón, Carlos Marx. Las Internacionales primera y segunda, la anarquista y la marxista, aparecían en su tiempo como sociedades secretas, y hoy está fuera de toda duda su vital conexión masónica, que en España afloró espectacularmente en el caso Ferrer, el pedagogo revolucionario, anarquista y masón, fusilado con motivo de la Semana Trágica de 1909 en Barcelona. Uno de los investigadores coordinados con Ferrer Benimeli demuestra las «fuertes relaciones existentes entre anarquismo y masonería en Cataluña entre 1883 y 1893» (La masonería en España, op. cit). y señala la adscripción masónica del patriarca español del anarcosindicalismo, Anselmo Lorenzo. La Institución Libre de Enseñanza, esa central laica y progresista que condujo en España, desde la izquierda, la guerra escolar y universitaria contra la Iglesia, y que fue fundada a comienzos de la restauración como reacción contra el clericalismo docente del gobierno Cánovas, fue obra de la segunda generación krausista, y resume en su talante y andadura toda la actitud masónica de aquellos momentos (Gonzalo Fernández de la Mora, esa gran figura intelectual de la derecha española contemporánea, ha profundizado con precisión en el horizonte masónico de Krause). El jesuita Enrique M. Ureña, que es un investigador de reconocida seriedad, expone la condición masónica de ese filósofo, inspirador y maestro de este importante grupo intelectual español, en su trabajo publicado en La masonería en la España del siglo XIX (II, p. 589 y ss).. La masonería es una clave de toda su doctrina y de toda su influencia en España; para Krause la historia de la humanidad se identificaba con la historia de la masonería. Una importante rama de la Institución Libre de Enseñanza —cuya principal figura es el profesor Fernando de los Ríos— se incorporó al partido socialista en el siglo XX y representa al socialismo masónico español, que tanta influencia alcanzó en la política sectaria de la segunda República. Por otra parte, varios estudios coordinados por Ferrer Benimeli vienen a dar de lleno, aunque con infundadas reticencias, la razón al general Franco cuando, desde sus propios recuerdos de infancia, atribuía a actuaciones masónicas la desmoralización y la impreparación de las fuerzas armadas españolas en las guerras coloniales de 1898; el Katipunan filipino era una rama masónica comprobada, y las conexiones entre la masonería española y la insurrección contra España en el Caribe y las islas del Pacífico fue ya advertida con indignación por los contemporáneos. Parece como si los discípulos y colaboradores de Ferrer Benimeli tratasen de encubrir a distancia esta dimensión masónica clarísima de las insurrecciones coloniales, que testigos muy próximos, como el general historiador Carlos Martínez de Campos, subrayan en sus atinados análisis de aquel episodio.
El enfrentamiento de la masonería y la Iglesia católica se agudiza, por tanto, durante los pontificados de Pío IX y León XIII, que cubren toda la segunda mitad del siglo XIX y penetran en los primeros años del siglo XX. Es, como dice Ferrer, «el período clave de la confrontación entre la Iglesia católica y la masonería», con más de doscientos pronunciamientos papales contra la secta. Pío IX decía en 1846 de las sociedades secretas que «nacían desde el fondo de las tinieblas», en la encíclica Qui pluribus. En 1869, ya en vísperas del despojo de los Estados Pontificios por el reino masónico de Italia, el mismo papa decretaba la excomunión «contra la masonería, la carbonería u otras sectas del mismo género que maquinan contra la Iglesia y los legítimos gobiernos». La repulsa papal llega a su punto más duro con la encíclica de León XIII —que, no se olvide, era ya el papa de la apertura cultural y política de la Iglesia—, en 1884, para quien la masonería pretende «destruir hasta los fundamentos de todo el orden religioso y civil establecido por el cristianismo… y levantar a su manera otro nuevo con fundamentos y leyes sacados de las entrañas del naturalismo». León XIII detecta con claridad y precisión la finalidad esencial y secularizadora de la masonería europea en aquel momento: «Mucho tiempo ha que trabaja tenazmente para anular en la sociedad toda injerencia del magisterio y la autoridad de la Iglesia, y a este fin pregona y defiende la necesidad de separar la Iglesia y el Estado, excluyendo así de las leyes y administración de la cosa pública el muy saludable influjo de la religión católica». (Ferrer B., Masonería española contemporánea, Siglo XXI, 1980, II, p. 41). El papa señala por tanto el objetivo secularización como capital para la masonería; así era desde los primeros tiempos de la masonería especulativa, sobre todo en Europa continental, y por ello el intento del padre Ferrer, que trata de encubrir a la masonería y desviar como infundada la acusación romana, me parece especialmente torpe e inexplicable. Ferrer se recrea en la divertida estafa del publicista antimasónico León Taxil, que engañó al propio Vaticano con sus fantasmagorías masónicas y antimasónicas; atizó la reacción contra la masonería —manifestada en multitud de libros y folletos a fines de siglo— y propuso la tesis de que la secta incurría en prácticas satánicas y después declaró que todo había sido una falsedad absoluta. Pero episodios ridículos como éste no enturbian la realidad del enfrentamiento entre la masonería y la Iglesia europea por el control de la sociedad.
Masonería e Iglesia católica entraron enzarzadas en el siglo XX. El Gran Oriente de Francia atizaba la lucha anticlerical, y la exagerada tesis que se empeñó en identificar a masones y judíos creyó encontrar nuevos indicios en el affaire Dreyfus, que confirió a la extrema derecha, y a sectores de la derecha francesa (y europea, porque el asunto tuvo alcance continental) un fuerte matiz no sólo antimasónico sino también antisemita. Nuevas oleadas de libros, artículos y folletos inundaban al mundo católico con acusaciones antimasónicas de diverso calado, y buscaban el sensacionalismo atribuyendo a la masonería propósitos de dominio y gobierno universal, casi siempre en colaboración con el judaísmo. La masonería de nuestro siglo mantenía su división fundamental: la anglosajona continuaba las tradiciones deístas, patrióticas y tolerantes de antaño, aunque servía fielmente los intereses de sus hogares nacionales, Inglaterra y Estados Unidos, que durante todo el siglo XX serían convergentes; la europea continental, recientemente arrastrada por el Gran Oriente de Francia a posiciones mucho más radicales en religión y política, trataba de mantenerse también enteramente fiel a su doble legado secular, la Ilustración y el liberalismo, pero los interpretaba para el siglo XX como una exigencia todavía mayor de secularización. La Iglesia católica no bajaba la guardia, y cuando Benedicto XV promulgó en 1917, en plena guerra europea, el Código de Derecho Canónico, el pronto famoso canon 2 335 condenaba a la masonería como sociedad secreta y nido de maquinaciones contra la Iglesia católica.
En España continuaba también su marcha dominante el Gran Oriente español dirigido por Miguel Morayta, después de superar la indignada repulsa de la sociedad por las implicaciones masónicas en la pérdida de las últimas colonias ultramarinas. En 1903 el Gran Oriente conseguía su plena legalización, y se reorganizaba según un sistema federativo. Reelegido Gran Maestre en 1906, Morayta mantendría el cargo hasta 1917; sus más famosos sucesores serían, durante la época monárquica, el doctor Luis Simarro y Augusto Barcia Trelles. La otra obediencia masónica importante, aunque de menor magnitud, era la Gran Logia Española, que provenía de la Gran Logia Catalano-Balear y que, regida por el Gran Maestre Francisco Esteva, hacía la competencia al Gran Oriente.
Recientemente la profesora Dolores Gómez Molleda ha intervenido con maestría y brillantez en la historiografía masónica española con su libro La masonería en la crisis española del siglo XX, editado por Taurus en 1 986. El libro, que no ha alcanzado la difusión importante que sin duda merece, había sido inexplicablemente rechazado por Espasa-Calpe, y comprende la historia de la masonería española hasta la dimisión de Diego Martínez Barrio como Gran Maestre en 1934; la autora promete una continuación que será también muy importante. La ilustre historiadora ha fundado su investigación en los fondos del archivo masónico de Salamanca, reunido allí por orden del general Franco, y aunque por motivos de su profesión religiosa está, naturalmente, en los antípodas del ideal masónico, trata a la orden (como ella llama constantemente a la que otros llaman secta) con guante blanco y tal vez refrena un tanto las aristas del análisis que la propia masonería ofrece objetiva y duramente. A pesar de este refrenamiento, el libro es muy importante, y parece muy alejado de las evidentes complacencias prodigadas por la escuela jesuítica de Ferrer Benimeli, bastante más próxima a la masonería a fuerza de exagerada comprensión que ahoga casi por completo a la crítica histórica.
La profesora Gómez Molleda vincula el desarrollo de la masonería en el siglo XX a la nueva orientación de las clases medias de izquierda y subraya el fenómeno clarísimo de la politización en las logias. «La sobrecarga ideológica recibida en las logias —dice— condicionará al sistema de valores de un grupo de parlamentarios que instrumentalizaron la defensa de los postulados de la orden masónica al servicio de fines partidistas» (ibíd., p. 11). Insiste poco después: «Parecen dispuestos a llevar hasta sus últimas consecuencias la relación orden-política, desde una óptica claramente partidista». Y confirma de lleno la tesis que acabamos de exponer con estas palabras: «La actuación de la orden se centrará prácticamente en algunos temas políticos ideológicos: la secularización del Estado y la sociedad».
Después de la crisis de 1917, con la Revolución soviética al fondo, ingresó en la masonería española una nueva generación muy tentada por la política, hombres de unos treinta años que recibieron una extraordinaria y comprensiva acogida por parte de algunos hermanos de la generación anterior, pero todavía en juventud madura, entre los que destacaban Melquíades Álvarez, Santiago Casares Quiroga y sobre todo Diego Martínez Barrio, figura capital de la masonería andaluza que ya descollaba por su sentido de la conciliación y de la concordia entre afines, raras virtudes en la política española de todos los tiempos. Esta generación joven llegaba a la masonería con fuertes vinculaciones de tipo socialista, como en los casos de Rodolfo Llopis, Julio Álvarez del Vayo y Lucio Martínez Gil; o de tipo radical, como Rafael Salazar Alonso y Graco Marsá. Los partidos socialista, radical y radical-socialista entrarán en la segunda República con casi todos estos jóvenes masones incorporados a ellos como dirigentes importantes. Diego Martínez Barrio era masón desde sus veinticinco años de edad, en 1908. Aquí aparece con fuerza también en España la componente masónica del socialismo que nos ha expuesto Jacques Mitterrand en su libro sobre masonería y política. En 1922, en vísperas de la dictadura, el Gran Oriente español se reorganiza federalmente según un esquema de grandes logias regionales, en número de siete, y se convierte en lo que designa con acierto Gómez Molleda como «plataforma de convergencia de las fuerzas de izquierda» (ibíd., p. 65). La conjunción, no muy ortodoxa, de liberalismo y socialismo que llevó al propio José Ortega y Gasset a las puertas del PSOE, actuaba ya con fuerza en aquel contexto y estalló como un torrente anticlerical cuando, en 1919, el rey Alfonso XIII, al frente de un gobierno Maura en pleno, consagró España al Corazón de Jesús en el Cerro de los Angeles. Un testimonio del célebre predicador Mateo Crawley, citado detalladamente por el periodista Eulogio Ramírez en la revista Iglesia-mundo en 1978, revela que poco antes una comisión masónica había pedido al rey Alfonso XIII su ingreso en la orden, además de la introducción de leyes anticatólicas en la enseñanza que consagrasen la separación de la Iglesia y el Estado. El rey se negó, y, como revelan otros testimonios posteriores, debidos a sus confidentes de la Compañía de Jesús en Roma, atribuyó su destronamiento a esta repulsa, de la que siempre se mostró orgulloso.
La masonería se opuso cerradamente a la gran campaña católica que trató de desencadenar por aquellos años el director de la Asociación de Propagandistas, Ángel Herrera Oria, bajo el signo de la doctrina social de la Iglesia, y que fue cancelada por decisión del propio Alfonso XIII ante las fuertes presiones del partido liberal, muy infiltrado desde antiguo por la secta. Pero llegó la Dictadura, proclamada el 13 de setiembre de 1923 por el capitán general de Cataluña, general Miguel Primo de Rivera, y la actitud de la masonería fue, sobre todo al principio, ambigua frente al nuevo régimen, aunque pronto se decantó en su contra, con motivo de los propósitos del Dictador de reconocer la validez académica directa de los grados conseguidos en centros superiores universitarios de la Iglesia. Con este motivo la masonería formó como un solo hombre en el frente antidictatorial y arropó a los intelectuales perseguidos por el régimen. Un joven masón llegó a decir entonces: «Hemos entrado en la masonería para infiltrarle nuestra pasión política» (Martí Jara). Masones reconocidos como José Giral y Eduardo Ortega y Gasset apoyaron a Miguel de Unamuno en sus tribulaciones dictatoriales. Durante este período, numerosos militares —sobre todo en el ejército de África— entraron en las logias, como los generales Miguel Cabanellas, Riquelme y López Ochoa y oficiales como el teniente Fermín Galán, Díaz Sandino y otros muchos. Este ingreso masivo de militares repercutió en un resquebrajamiento de la unidad y la moral militar, que agravó los recelos que otros, como el joven general Franco y muchos de sus amigos alimentaban ya hacia la acción masónica en las fuerzas armadas, fomentada por políticos gratos a ellas, como el republicano Alejandro Lerroux. La Sanjuanada, conjuración militar contra la dictadura en 1926, tuvo una trama civil masónica, que continuó en el apoyo al pronunciamiento del líder conservador José Sánchez Guerra en 1929. Toda esta actividad se tradujo en un auge de logias y afiliaciones; al término de la Dictadura el Gran Oriente contaba con 62 logias y 21 triángulos o agrupaciones menores; la Gran Logia, con 52 talleres. Desde todos ellos se trabajó ardientemente en favor de la caída de la monarquía y el advenimiento de la segunda República.
Los masones saludaron con alegría la caída de la Dictadura, concedieron un crédito de confianza inicial, pronto agotado, al régimen transitorio del general Dámaso Berenguer y se identificaron muy pronto con la República. El Gran Oriente de Francia apoyaba por entonces la coalición de republicanos y socialistas, que desembocaría en el Frente Popular de 1936 (cfr. Gómez Molleda, op. cit., p. 401), y los hermanos españoles siguieron, desde 1930, un camino paralelo. Ferrer Benimeli acumula las proclamaciones masónicas de entusiasmo hacia la República española, que experimentó un inmediato incremento de logias y afiliaciones con la República, entre otras cosas porque ser masón era etiqueta importante para hacer carrera política y administrativa en el nuevo régimen. Fue designado Gran Maestre del Gran Oriente de España el ministro de Comunicaciones Diego Martínez Barrio y de los 11 ministros que formaban el Gobierno provisional 6 eran masones; luego sería designado José Giral, otro masón reconocido. Pertenecían también a la secta 5 subsecretarios, 5 embajadores, 15 directores generales, 12 altos cargos diversos y 21 generales del ejército. Como ha determinado definitivamente Dolores Gómez Molleda, en las Cortes Constituyentes de 1931-1933 figuraban nada menos que 151 diputados masones, de los que 135 correspondían a la obediencia del Gran Oriente. De ellos 35 pertenecían al PSOE, que contaba con 114 diputados; 43 al partido radical, de 90 diputados; 30 al radical-socialista, de 52; 16 al partido de Azaña, Acción Republicana, de 30; 11 a la Esquerra Republicana de Cataluña, de 30, y 7 de 12 al partido republicano federal. No era solamente por tanto el partido radical un nidal masónico, sino todo el conjunto de la izquierda. La declaración de principios comunicada por el Gran Oriente de España el 25 de mayo de 1931 equivalía a una consigna secularizadora —sobre todo en el ámbito de la enseñanza y la lucha contra la Iglesia—, que los masones de todas las obediencias se dispusieron a cumplimentar.
Al constituirse el Congreso, los diputados masones, por sugerencia del Gran Oriente, montaron una serie de reuniones para coordinar su política. Alguno de ellos, después converso, pudo así hablar con toda razón de una «logia Parlamento», en cuyas deliberaciones la dirección favorecía abiertamente a los extremistas. Dolores Gómez Molleda asume la distinción de Azaña, quien ante el debate constitucional sobre la Iglesia, la Compañía de Jesús, las órdenes religiosas y la enseñanza, divide a los diputados de izquierda en dos sectores: los extremistas, que aspiraban a la supresión total de toda influencia eclesiástica en la sociedad, con disolución de todas las órdenes y relegación de la Iglesia a la pura esfera privada de las conciencias; y los que Azaña llama moderados, que, inspirados por él mismo, se contentaban con eliminar a la Iglesia de la enseñanza, cortarle los medios de subsistencia y acabar con la Compañía de Jesús. ¡Vaya moderación! Pero las dos ramas coincidían, como se ve, en el objetivo secularizador que dividió a los españoles y precipitó en último término la guerra civil primero como persecución y después como cruzada. Para Azaña, la secularización de la enseñanza es la clave del problema; y constituía, como sabemos, un objetivo masónico primordial. 87 masones creyeron demasiado blando el artículo 26 de la Constitución, al que la Iglesia estimó persecutorio y muestra de laicismo agresivo; por eso no le votaron. Entre los diputados más extremistas de la Cámara figuraron en estos debates de 1931 los socialistas masones y los radical-socialistas o jabalíes. La masonería española, identificada con el liberalismo radical —o mejor, jacobino—, arremetía por tanto contradictoriamente contra la libertad religiosa, la libertad de asociación y la libertad de enseñanza. A esto vinieron a parar la libertad y la tolerancia de la tradición masónica.
Votada la Constitución de 1931, todos los masones se sintieron decepcionados por su blandura; la persecución suicida que en ella se encerraba les sabía aún a poco. En vista de ello, como ha demostrado Gómez Molleda de forma sobrecogedora, los masones más radicales exigen controlar la actividad parlamentaría y política de los hermanos, y en la asamblea masónica de 1932 se establecen las normas para ese control, que incluían una seria renovación del juramento personal masónico en ese sentido. Precisamente en este contexto se produce, el S de marzo de 1932, la iniciación masónica de Azaña, presidente del Gobierno en su momento de máximo poder. Parece que Azaña tomó esta decisión, pese a que los rituales le parecían ridículos, para contrarrestar políticamente la preponderancia de Lerroux, masón reconocido, en la vida política republicana, para asegurarse la cooperación de todos los masones, y porque estimaba que la masonería vivía entonces uno de sus apogeos históricos, en el que participaban muchos de sus amigos. De hecho, a lo largo de ese año los diputados masones fueron ratificando su juramento de fidelidad y quedó firmemente establecido el control masónico sobre su actividad política y parlamentaria. La verdad es que si el general Franco y el almirante Carrero se hubieran atrevido a defender esta tesis —que hoy la Historia considera como plenamente probada— alguien los habría tachado de exagerados y de sectarios.
Confirmado el control masónico de los diputados, se celebraron diversas reuniones paralelas al Parlamento para ejercerlo con vistas a la vital Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, que establecía definitivamente los objetivos secularizadores de la masonería y de la República, y que fue sostenida durante los debates y votada al término de las sesiones con unanimidad por los masones de la Cámara, sin distinción de partidos. Esta vez el control masónico funcionó plenamente.
Con la abrumadora victoria del centro-derecha en las Cortes ordinarias de 1933-1936, dominadas por la mayoría absoluta que formaban el partido republicano radical y la derecha católica, a través de la CEDA —en virtud del pacto Lerroux-Gil Robles—, el número de masones presentes en el Parlamento se redujo a menos de la mitad, y además la mayoría de ellos pertenecían al partido radical, pese a cuyo nombre estaban cada vez menos radicalizados y más próximos a posiciones de centro-derecha, que incluían una gran tolerancia en materia de relaciones con la Iglesia. Aun así, la extrema derecha tronó contra lo que consideraba un pacto monstruoso entre la masonería y el partido católico, que jamás funcionó como tal; los masones de Lerroux consintieron en la contrarreforma política que de hecho congeló casi todas las pretensiones del bienio anterior, mantuvo a las órdenes religiosas en la enseñanza, aunque de forma discreta, si bien no dio marcha atrás en la expulsión de los jesuitas, que sin embargo ejercieron bastante actividad disimulada en España. En una memorable sesión del Congreso, celebrada el 5 de febrero de 1935, el diputado Cano López leyó una lista de militares masones, que causó gran sensación; y de hecho fundamentó que los masones militares fueran apartados de los puestos de mando, lo que al año siguiente les arrojaría a casi todos al servicio del Frente Popular. En 1936 la masonería española favoreció abiertamente la victoria del Frente Popular, que retornó al poder bajo la dirección de Manuel Azaña. Por entonces una estadística aceptada por Ferrer habla de cinco mil masones agrupados en 41 logias del Gran Oriente, frente a 33 de la Gran Logia. Gil Robles, que disponía de información directa, eleva la cifra de masones españoles a once mil en vísperas de la guerra civil. En todo caso, la masonería había experimentado un claro retroceso después de los entusiasmos del primer bienio republicano. El apogeo podía darse por terminado. Corrían por Europa vientos totalitarios, de signo fascista y comunista, unos y otros contrarios al ideal masónico. La masonería se opuso firmemente al auge de los fascismos, aunque no expresó con la misma fuerza su repudio al comunismo, y de hecho favoreció la implantación de los Frentes Populares —que incluían al comunismo— en Francia y en España durante ese mismo año 1936. Los socialistas ortodoxos, en plena veta antiburguesa de 1934, el año en que organizarían su revolución antidemocrática de octubre, se declararon incompatibles con la masonería, pero los socialistas masones no hicieron el menor caso de tal declaración, como revela en sus memorias Juan-Simeón Vidarte, un masón conspicuo que llegó a ser vicesecretario general del PSOE. Durante la República se registró un notable incremento de afiliaciones entre los militares. En una carta dirigida al diario El País, el 26 de setiembre de 1978, el militar masón Urbano Orad de la Torre, que contribuiría a la rendición del cuartel de la Montaña al estallar la guerra civil en Madrid, atribuye a un proyecto masónico el asesinato de José Calvo Sotelo. El confiesa que conoció el proyecto y estuvo dentro de él.
Los once mil masones españoles entraron divididos, geográfica y políticamente, en la guerra civil de 1936, que terminó por aniquilarlos en España. La gran mayoría permanecieron fieles a la República y sufrieron durísima persecución en la zona nacional, donde varios centenares de ellos fueron ejecutados solamente por ser masones. El general Franco inspiró y alentó la persecución contra la masonería, y depuró sin contemplaciones cualquier presencia masónica en el ejército y la administración de su zona. Disolvió las logias y ordenó que todo su material incautado se reuniera en Salamanca, donde un equipo formado por guardias civiles seguros redujo a fichas toda la información sobre personas y entidades relacionadas con la masonería. Incluyó a la masonería entre las actividades condenables que figuran en la Ley de Responsabilidades Políticas, de 9 de febrero de 1939, y promulgó al comenzar el mes de marzo de 1940 una Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo —que identificaba indebidamente las dos asociaciones—, a la que se había opuesto, hasta su cese, el ministro católico y monárquico de Educación Pedro Sainz Rodríguez, a quien Franco se obstinó siempre en identificar como el misterioso hermano Tertuliano, que aparece en varios documentos masónicos de Salamanca. En zona republicana, los masones tomaron posición pública a favor del Frente Popular el 6 de julio de 1938, pero contribuyeron de forma importante al final de las hostilidades en la zona centro-sur tras el golpe del coronel Segismundo Casado —un masón reconocido—, al comenzar el mes de marzo de 1939. Casado atendió los buenos oficios de la embajada británica —muy dentro de la tradición masónica española— y quiso negociar en el bando nacional con uno de los mejores jefes de división de Franco, el general Barrón, que según Casado pertenecía también a la masonería. Con tan humanitario proceder terminaba la actuación de la masonería en la guerra civil española, que se había iniciado con la sorprendente adscripción del general Miguel Cabanellas, jefe de la Quinta División Orgánica en Zaragoza y masón conocidísimo, al bando rebelde. Cabanellas, guiado por su oficialidad joven, ordenó la captura de otro general masón reconocido, Núñez de Prado, que había llegado a Zaragoza para negociar con él en nombre del Gobierno de Madrid. No mucho después sería fusilado.
La masonería, pese a que apoyó al Frente Popular durante la guerra civil, tampoco llevó una vida cómoda en la zona republicana. La figura de Alejandro Lerroux, tomado materialmente entre dos fuegos el 18 de julio de 1936 mientras veraneaba en la sierra madrileña, y obligado a escapar a uña de caballo para no ser fusilado en una o en otra zona, es todo un símbolo. Antes que se consumase la agonía de la zona republicana y se produjese la victoria del genera l Franco, las obediencias masónicas españolas decidieron prudentemente abatir columnas; es decir, clausurar las logias y cesar en toda actividad ritual, en espera de tiempos mejores. La vida masónica española se trasladó, cuando pudo, al exilio, mientras en la España unificada por la victoria de Franco las autoridades y luego el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo mantenían viva la hostilidad y la persecución contra quienes habían sido miembros de la secta. El general Franco pudo afirmar al final de su mandato vitalicio que la masonería ya no era un problema para España: había dejado de existir. Lo dijo en las conversaciones reservadas con su primo, ayudante y confidente Franco Salgado; pero, sin embargo, dejaba también traslucir en ellas su permanente obsesión masónica.
De la que ofreció pruebas abundantes durante sus décadas de Gobierno, sobre todo en la serie de artículos en el diario oficioso Arriba, que después, a su término, publicó juntos en forma de libro, con este título, Masonería y el seudónimo de Jakim Boor; los artículos llevan la fecha de 1946 a 1952 y la colección se publicó por una imprenta, sin pie editorial. Su contenido no merece despacharse con un gesto despectivo y alguna vez habrá que emprender la tarea de analizarlo para comprender en profundidad un aspecto de la mentalidad de Franco, a quien en esta materia seguía fielmente como discípulo, y con aportación de observaciones e investigaciones propias, el almirante Luis Carrero Blanco. El libro de Franco-Boor puede considerarse como el resumen de la leyenda negra antimasónica, y en su página 10 expone la tesis de la obra: «Desde que Felipe Wharton, uno de los hombres más pervertidos de su siglo, fundó la primera logia de España hasta nuestros días, la masonería puso su mano en todas las desgracias patrias. Ella fue quien provocó la caída de Ensenada. Ella quien eliminó a los jesuitas, quien forjó a los afrancesados, quien minó nuestro Imperio, quien atizó nuestras guerras civiles y quien procuró que la impiedad se extendiera. Y en nuestro siglo la masonería fue quien derribó a Maura y quien se afanó siempre por atarnos de pies y manos ante el enemigo, la que apuñaló a la monarquía y finalmente quien se debate rabiosa ante nuestro gesto actual de viril independencia. ¿Cómo se nos puede negar el derecho a defendernos de ella? ¿Es que puede alguien escandalizarse porque España la haya puesto fuera de la ley? Los masones en España significan esto: la traición a la patria y la amenaza de la religión; abyectas figuras que, por medrar, son capaces de vender sus hermanos al enemigo». Un solo comentario antes de ese análisis que alguna vez hemos de emprender: podrían fácilmente aducirse testimonios de historiadores y testigos importantes que corroborasen todas y cada una de estas tesis yuxtapuestas de Franco-Boor. A las que sólo me interesa ahora ofrecer una crítica general; demasiado exclusivistas. En alguno de esos casos la masonería seguramente no intervino; y en otros no lo hizo ella sola. Franco rubricó el libro de Boor con un curioso rasgo de humor negro. Una vez la Casa Civil anunció que, al final de una jornada de audiencias, tan apretada como todas, el Caudillo había recibido «al señor Hakim Boor». Y se quedó tranquilo y regocijado tras el anuncio.
Durante toda la posguerra, iniciada en 1945, la Iglesia católica mantuvo su tradicional prohibición contra la masonería. Escritores pro masónicos y encubridores, como Albert y Ferrer Benimeli, conceden desmesurada importancia a unas intervenciones del original obispo de Cuernavaca, en México, don Sergio Méndez Arcea, gran patrocinador después de esa nueva herejía contemporánea que se llama teología de la liberación, y uno de los pocos obispos del mundo que se ha declarado espectacularmente marxista, en las que pidió al concilio tolerancia de la Iglesia para la masonería. La verdad es que don Sergio estaba ya tan desprestigiado que nadie le hizo el menor caso en el concilio, pese a lo cual algunos comentaristas pro masónicos consideran su aislada intervención poco menos que como una retractación de la Iglesia respecto a la masonería. Monseñor Jesús Iribarren, profundo conocedor de las relaciones entre la masonería y la Iglesia, dejó las cosas bien claras en el artículo que sobre este problema publicó en YA —el YA serio, informado y orientado de entonces, no el periódico desorientado y degradado que le siguió, que fue una verdadera vergüenza para el catolicismo y hasta para el periodismo español—, el artículo «Concilio y masonería», en el que todo es claridad, excepto el prestigio que atribuye al detonante monseñor mexicano.
El trabajo es tan importante que me permito reproducirlo:
«Amigo de los periodistas —y “cultivado” por algunos de ellos—, el obispo era especialmente sensible en el tema de la libertad religiosa y del ecumenismo, precisamente dos puntos negros para un relativamente importante sector del Episcopado y, por qué no decirlo, del Episcopado español. Cuando en la sesión del 28 de setiembre de 1964 el cardenal Ruffini acusó genéricamente a los judíos de sostener por todo el mundo la actividad masónica, cediendo a un tópico que requeriría infinitas matizaciones, hubo un monseñor norteamericano que replicó desde Stockton que había masonerías que prohíben la afiliación de judíos y que las masonerías eran entre sí tan diversas como para no permitir generalizaciones ni ligerezas.
»Es en ese clima donde se desenvuelven tres intervenciones entre las trece de Méndez Arcea. La primera vez que habla sobre la masonería es en la sesión del 6 de diciembre de 1962, tratando de extender el concepto de ecumenismo no sólo a los ortodoxos, protestantes, musulmanes y judíos, sino a cuantos tienen una concepción religiosa aunque sea informal: los masones.
»Pero Méndez Arcea sugiere y el concilio no hace el menor caso. La verdad es que el obispo argumenta débilmente: la presencia de católicos en la masonería podría contribuir a hacer desaparecer de ésta los elementos anticristianos y anticatólicos. No faltan algunos indicios “aunque mínimos” de una posible reconciliación.
»El 20 de noviembre de 1963 (segunda etapa conciliar) Méndez Arcea insiste: Cristo mandó respetar la cizaña para no dañar el trigo. “Me refiero a la masonería, en la cual se encuentran no pocos anticristianos, pero en la cual hay también muchos que creen en Dios revelado y que se llaman cristianos, o al menos no conspiran ni contra la Iglesia ni contra la sociedad civil”.
»Será vano intentar encontrar en el aula del concilio un solo padre que haga cualquier manifestación de apoyo a la petición del obispo mexicano. Fuera sí hay reacciones en la prensa, porque el tema tiene mordiente periodístico. Frente a ciertos entusiasmos de los corresponsales, La Civiltà hizo notar que a los ingenuos intentos irenistas, salvo alguna excepción muy aislada, los masones respondieron con una actitud muy distante. Lo que interesaba al obispo no parecía interesarles a los masones. La revista jesuítica hacía notar que de la apertura de Juan XXIII podía esperarse poco: acababa de aprobar el Sínodo romano, cuyo artículo 247 remachaba la condenación del canon 2 335. El artículo 156 del Sínodo de Astí en 1962 marcaba la misma postura.
»Inasequible al desaliento, Méndez Arceo volvió sobre el tema, con una frase de pasada, el 29 de setiembre de 1964. A propósito de la reconciliación con los judíos, a quienes se atribuye influencia en el origen o actividades de todo movimiento contra la Iglesia, aludió a “otros”: “La masonería, por ejemplo, con la que no dudo que inmediatamente podríamos firmar la paz”. De nuevo, por parte de los padres conciliares, ningún eco.
»Tres breves intervenciones de un solo obispo entre los dos mil quinientos que participaron en el concilio, y ellas recogidas en las crónicas, sin respuesta ni resonancia alguna por parte de nadie, son todo lo que el Vaticano II aporta. Nadie podrá seriamente afirmar que el Concilio marca un cambio de actitud. Nos hemos limitado a estudiar ese solo punto: un obispo vapuleado, un obispo insistente, un concilio impávido; así es la historia. Jesús Iribarren».
Por entonces se había vinculado ya a la masonería uno de los grandes farsantes masónicos de nuestro tiempo, comparable al famoso Cagliostro de la época ilustrada, y que como él intentaba instrumentar a la masonería para su servicio y provecho. Y lo mismo que Cagliostro fundó una masonería personal para su medro, la masonería egipciaca, en la que muchos picaron, Licio Gelli, que es el nombre de nuestro personaje, ingresó en la masonería italiana en 1960 con la finalidad de aprovecharse de ella. Y a fe que lo consiguió.
Hombre polifacético, de procedencia fascista (había participado como voluntario en las divisiones italianas que ayudaron a Franco durante la guerra civil), poseedor de una extensa red de relaciones personales y comerciales en todo el mundo atlántico, Licio Gelli, que había pertenecido a varios partidos políticos, fundó —de acuerdo con la masonería italiana oficial, cosa que suele negarse— la famosísima Logia Propaganda-2 o P-2 en 1971, a la que convirtió en un formidable nudo de negocios, influencias y socorros mutuos entre los socios, que comprendían figuras importantes de las finanzas, la política, la cultura y las fuerzas armadas de Italia. La masonería oficial sintió por fin el olor a chamusquina y apartó a Gelli de la obediencia del Gran Oriente de Italia en 1976. No se arredró el aventurero, quien implicó a otros financieros sospechosos —Michele Sindona, Roberto Calvi—, involucrados en operaciones de altos vuelos que acabaron por salpicar, y algo más, al prestigioso Banco Ambrosiano y, a través de él, al Instituto para las Obras de Religión o Banco del Vaticano, dirigido por el arzobispo Paul Marcinckus, un guardaespaldas papal convertido en banquero del papa. La historia es conocida, aunque se ha exagerado muchísimo y se ha tergiversado de todas las maneras posibles. La administración italiana conoció una tremenda lista con 953 nombres afiliados a la logia de Gelli P-2 y el escándalo resultó descomunal; hasta el punto que provocó una crisis de gobierno y afectó a varios partidos, entre ellos a la Democracia Cristiana, prendida en las redes de Gelli. Sus colaboradores Calvi y Sindona fueron suicidados en extrañas circunstancias, tras habérselas con la justicia. Gelli, detenido en 1982, huyó de una prisión suiza al año siguiente y se entregó en 1987 a la justicia suiza, pero nadie imagina que su carrera equívoca haya terminado aún, ni siquiera después de su extradición a Italia, donde pronto fue dejado en libertad.
El caso Gelli resulta muy divertido, pero para nosotros tiene mucha mayor importancia la reorientación de la masonería continental europea hacia el socialismo, sin abandonar sus antiguas vinculaciones radicales, en la época que sigue a la segunda guerra mundial. Causó sensación en este sentido el reportaje publicado por la revista Le Point —de centro-derecha— el 9 de diciembre de 1985, pero la revelación ya había sido hecha desde el corazón de la propia masonería francesa en el libro de Jacques Mitterrand La politique des Francmaçons, publicado en París por Roblot en 1973. Jacques Mitterrand había recorrido él mismo, como un símbolo, la trayectoria que lleva desde el partido radical al partido socialista de Francia. Masón desde 1933, participó en la resistencia y fue Gran Maestre del Gran Oriente de Francia en 1962 y en 1969. Ahora es militante socialista y se declaró siempre ardoroso partidario de la masonería politizada frente al apoliticismo aséptico de la masonería anglosajona. En el prólogo de su importante libro podemos leer esta tesis que ya recordábamos al principio: «La francmasonería se despega a la vez del cristianismo, del que se quiere alejar, y del marxismo, al que sin embargo se acerca» (p. 24). Mitterrand ataca brutalmente al Concilio Vaticano II, pero no nos confiesa una gran realidad: que la masonería no ha tenido su concilio equivalente. Expone la tesis sobre la existencia de dos masonerías: una, teórica, lejana, deísta; otra, política —la suya—, socialista y anticlerical. Consecuentemente toma partido a favor de Salvador Allende, socialista, anticlerical y masón; y marca claramente un camino que cabría preguntar si siguen los masones españoles de hoy. Sospechamos, por indicios más que provisionales, que al menos una parte de ellos sí que lo siguen. Insisto: la masonería, y menos la española, no ha experimentado su concilio de reforma y refundación interior.
Y con esto llegamos, en esta síntesis histórica sobre la realidad de la masonería entre sus diversas leyendas, la negra, la rosa y la gris, a la transición española después de la muerte de Franco y a la situación actual. También en este capítulo final, aunque sea tan próximo, algunos lectores van a encontrarse con algunas sorpresas, estoy seguro.
La verdad es que durante los últimos años del régimen de Franco no se registró actividad masónica importante, quizá porque, como había dicho el propio Franco en la intimidad, su régimen había terminado con esa actividad, de la que no se notaban señales de rebrote. Por su parte, el almirante Carrero sí que seguía preocupado por la reaparición de la masonería ante una transición democrática que todo el mundo —incluso él mismo— consideraba inevitable y próxima. En febrero de 1973, como le constaba mi interés por la historia y la realidad de la masonería en España, me envió un curioso informe de la jefatura superior de policía de Zaragoza, fechado el 23 de enero anterior, que se refería detalladamente al padre Ferrer Benimeli, de quien Carrero sospechaba, según me comunicó personalmente, que era masón. En el informe, tras relatar la tesis del profesor de Zaragoza sobre la masonería en el siglo XVIII, se añadía: «Se le podría calificar de librepensador y capaz de alguna colaboración aislada o circunstancial de encubridor de actividades políticas desafectas al régimen, pero no de una actuación sistemática activa». El informe resume con detalle la conferencia dada por el profesor Ferrer en el Centro Mercantil Industrial y Agrícola de Zaragoza con el título: ¿Puede un católico ser masón? Asistieron unas doscientas cincuenta personas, en su mayoría universitarios, además de varios sacerdotes y religiosas. Era el 22 de enero de 1973.
El conferenciante —sigue el informe de la policía— agradece a los masones la colaboración que le han prestado en su investigación histórica. Reconoce las condenas de la Iglesia contra la orden, pero les quita hierro. «No olvidemos tampoco —dijo— que en esta línea la masonería, a lo largo del siglo XVIII, a pesar de las prohibiciones pontificias, lo cual demuestra el desconocimiento que se tenía de esta organización, la masonería estaba llena de sacerdotes, de religiosos y de obispos masones». No cabe una posición más anacrónica que la de Ferrer sobre la masonería del XVIII en relación con la Iglesia; y ésta es observación mía, no del informe policial que comento. Adujo Ferrer los casos de más de dos mil clérigos masones en el siglo XVIII; y la fundación de logias en el interior de los conventos, lo que por supuesto expone sin la menor crítica, como una prueba de la bondad masónica. Y sin la menor referencia al rampante anticlericalismo de la masonería continental se atreve a decir que «la primera condición para ser masón es la creencia en Dios; esto incluso en nuestros días», lo que es simplemente falso e ignora el viraje del Gran Oriente de Francia —seguido por el de España— en 1877. Como estoy seguro de que Ferrer conocía ya entonces ese viraje, debo concluir que está engañando a su auditorio deliberadamente. Tal vez sea más que un compañero de viaje.
Expone luego sin crítica alguna que «la segunda condición es no hablar ni meterse en política», tesis desmentida por la historia contemporánea de la masonería continental, en concreto la española, que no ha hecho otra cosa en los siglos XIX y XX. Luego rectifica y, tras negar dogmáticamente la existencia de toda masonería en la España del siglo XVIII, lo cual también es falso, reconoce la politización de la masonería liberal española en el XIX; reconoce «que se hizo atea y […] se dedicó a la política». Menos mal. Parece salir de la confusión al distinguir —atinadamente— las dos masonerías, la deísta y la persecutoria, a lo que ya nos hemos referido antes.
Después aborda el problema de la Iglesia en relación con la masonería. Habla del contacto de Pablo VI con el Rotary Club el 20 de marzo de 1965, donde el papa, según Ferrer, pidió excusas a los rotarios por la incomprensión que habían encontrado en la Iglesia. Cita como sobre ascuas la discusión sobre la masonería en el Concilio Vaticano II, de lo que ya hemos hablado desde fuentes más seguras. Afirma que la Conferencia Episcopal escandinava decidió permitir en 1968-1969 «que los católicos se hicieran masones, puesto que en ese país (sic) la masonería no era anticlerical». Se refiere a una mesa redonda para el diálogo cristiano-masónico mantenida en Italia en 1971. Enumera luego el profesor Ferrer varios contactos pacificadores entre Iglesia y masonería, como el Gran Maestre del Perú en su visita al papa: «pasos dados en París, donde recientemente algunos católicos se han hecho masones con autorización del cardenal». En la revista romana de los jesuitas se han introducido algunos artículos abogando por el acercamiento. Y el conferenciante resume su posición:
«Aun sin reformar el derecho canónico, no hay problema de conciencia en pertenecer a la masonería en aquellos países donde la misma no coincida con la definición del derecho canónico». Y acaba «Con un deseo de diálogo y fraternización».
El fallo principal que encuentro en esta tesis de Ferrer Benimeli es doble: primero no analiza si la masonería en España —ya en trance de resurrección— ofrecía garantías serias de abandonar sus antiguas posiciones ateas y persecutorias; y en segundo lugar, expone con suma confusión la doctrina actual de la Iglesia sobre la masonería. En los párrafos que siguen vamos a intentar esa clarificación desde fuentes más seguras que las de Ferrer, a las que por cierto no cita, al menos según el resumen policial de la conferencia.
Murió el general Franco y los masones españoles se dispusieron al retorno. Siendo Fraga ministro de la Gobernación en la primavera de 1976, recibió a una comisión masónica que le pidió la autorización para reiniciar las actividades de la masonería en España, como ha revelado Ángel María de Lera en su libro que pronto citaremos. A mí me reveló algo más: que los masones le pidieron que ingresara él mismo en la institución, sin éxito. No me detalló el origen de la embajada masónica; sospecho que bien pudo ser alguien de la logia P-2, que por entonces se encontraba en apogeo. El 29 de noviembre de 1977 el diario El País, que desde entonces se ha mostrado excepcionalmente receptivo y benévolo con la restauración masónica en España, sorprendía a los lectores españoles con un artículo ilustrado en que informaba que el día anterior la masonería había reaparecido públicamente en España y que los masones «apoyan al Estado monárquico», ya asentado democráticamente después de las primeras elecciones generales celebradas en junio de ese mismo año. La presentación fue presidida por las tres «cabezas visibles del Gran Oriente», como llamaba El País al Gran Maestre de la masonería renovada, Jaime Fernández Gil de Terradillos, y sus colaboradores Antonio de Villar Massó (que pronto le iba a suceder) y Antonio García Horcajo. Jaime Fernández había sido delegado gubernativo en Melilla al estallar allí la guerra civil española el 17 de julio de 1936; fue encarcelado, pero logró huir con segura colaboración masónica. Villar Massó se declaró católico practicante en la emisión Frontera de Radio Nacional de España dirigida por Abel Hernández, y en mi presencia, dentro de un interesante diálogo radiofónico en que no quiso explicar la participación de la masonería en episodios turbios de la historia de España que yo le aduje. El Gran Oriente venía a España, desde México, «reconocido como legal y legítimo por los Grandes Comendadores del Grado 33», según el diario. Fernández Gil volvía al concepto tradicional de la masonería, y parecía adscribirse a la orientación anglosajona cuando reafirmaba su deísmo —la creencia en el Gran Arquitecto del Universo— y su ausencia total de anticlericalismo. «Nosotros —añadía— apoyamos al Estado monárquico como Estado de derecho; si éste no existiera, la masonería no podría funcionar como tal». No quiso pronunciarse sobre la posible adscripción masónica de Franco en África (que por cierto es una patraña) y reconoció que la Institución Libre de Enseñanza «nació como una idea masónica», lo cual es muy importante como confirmación histórica. También es muy significativo que el señor Villar Massó, grado 33 de la masonería, participara activamente en los movimientos para la refundación del partido socialista en la España de la transición. En mi libro Historia del socialismo en España (Barcelona, Planeta, 1983) he demostrado la conexión entre la masonería europea, la Internacional Socialista y esa refundación del PSOE sobre la base del clan sevillano de Felipe González y Alfonso Guerra, que no se hizo con el nuevo poder socialista en la transición hasta que los grandes masones de la Internacional Socialista se decidieron por ellos frente al grupo dirigido por Enrique Tierno Galván. Véase el capítulo que dedico en mi libro España, la sociedad violada a la conexión masonería-Internacional Socialista.
En 1979 se produjo un hecho jurídico de suma importancia. La Dirección General de Política Interior había denegado la inscripción legal del Gran Oriente español al amparo de la Ley de Asociaciones por la calificación de secreta —y por tanto anticonstitucional— atribuida por el Gobierno a la masonería. Recurrió entonces el Gran Oriente ante la Audiencia Nacional, quien revocó la prohibición, y por tanto dio vía libre a la legalización de la masonería, en un fallo del que fue ponente el magistrado don Fernando Ledesma (luego ministro socialista de Justicia) y participó también el magistrado Jerónimo Arozamena, luego miembro del Tribunal Constitucional. Creo que la firma de estos dos nombres en el fallo de la Audiencia resulta especialmente significativa. Conviene reproducir el documento:
«Considerando que el director general de Política Interior denegó la inscripción solicitada por los promotores de la Asociación Grande Oriente Español (Masonería Española Simbólica Regular) por estimar que se trata de una asociación cuyos estatutos mantienen ocultas determinadas cláusulas, incurriendo así en la prohibición del artículo 22.5 de la Constitución (referente a las secretas), calificación y pronunciamiento denegatorio que se basan única y exclusivamente en los siguientes presupuestos de hecho:
1) uno de los promotores apareció en el Boletín Oficial del Estado de 3 de febrero de 1979 como candidato por el partido de Izquierda Republicana para las elecciones al Senado; 2) los estatutos determinan con ambigüedad e imprecisión las actividades por medio de las cuales la asociación va a realizar las finalidades que persigue; 3) en los estatutos se hace referencia a actividades rituales internas desconocidas por los socios en el momento de su afiliación, lo que, según la Administración, demuestra que hay una actividad interna y oculta distinta de la externa y pública, y 4) se ocultan también las distintas categorías de los socios, a las que, sin embargo, se hace referencia en los estatutos de otra asociación en constitución, escindida de la que es objeto este proceso;
»Considerando que el acto recurrido es contrario a derecho porque, excediéndose de la restringida habilitación legal que la Constitución confiere a la autoridad gubernativa en cuanto al ejercicio del derecho de asociación, el director general de Política Interior ha efectuado a priori una valoración de la legalidad de los fines y actividades de la asociación que no puede llevar a cabo, pues, como ya hemos dicho, las asociaciones se constituyen libremente en la actualidad, y tan sólo deben sus promotores facilitar a la Administración los datos exigidos por la ley a los efectos de su inscripción, requisito cumplido en nuestro caso, ya que el acta de constitución identifica plenamente a las personas naturales que, con capacidad de obrar, la promueven, y en los cinco títulos y veintitrés artículos de los estatutos se regulan todos los extremos a que se refiere el artículo 3 de la Ley 191/1964, y muy especialmente sus fines que, por otra parte, reputa formalmente correctos el considerando tercero de la resolución impugnada;
»Considerando que el acto combatido es también contrario a derecho porque deduce el carácter “secreto” de la asociación de presupuestos que —juzgando a partir de la documentación aportada, como así debe ser en el momento en que nos encontramos— no permiten llegar a tal conclusión porque la publicidad exigida por la Constitución (y por tanto excluyente del carácter secreto) se extiende a los datos del acta de constitución y de los estatutos determinados en el artículo 3 de la Ley 191/1964, sin que ninguna norma exija precisar con todo detalle la naturaleza y alcance de las actividades programadas para el cumplimiento de sus fines, dependientes de la voluntad mayoritaria de los asociados y de las coyunturales circunstancias de cada momento, ni tampoco determinar con igual precisión los aspectos rituales de su funcionamiento interno; finalmente no cabe justificar la denegación de la inscripción invocando la actividad política de uno de los promotores, o basándose en las diferencias advertidas entre los estatutos de esta asociación y los de otra escindida de la misma, pues, en cuanto a lo primero, ningún precepto prohíbe a los promotores de asociaciones ejercitar sus derechos políticos, produciendo efectos meramente internos a la incompatibilidad establecida en el artículo 11 de los estatutos, y en cuanto a lo segundo, basta resaltar que unos y otros estatutos son independientes entre sí, y que cada uno de ellos refleja la diferente organización que las respectivas asociaciones han acordado darse a sí mismas;
»Considerando que, coincidiendo con las alegaciones evacuadas por el Ministerio Fiscal, procede la estimación de este recurso por los motivos expuestos, sin que sea preciso examinar el fundamento de derecho contenido en la demanda sobre la “desviación de poder”, debiendo declararse la anulación del acto administrativo recurrido, reconociéndose el derecho de los actores a la inscripción en el Registro Nacional de Asociaciones de la Asociación Grande Oriente Español (Masonería Española Simbólica Regular), todo ello sin expresa condena en costas.
»Fallamos: Anulamos por no estar ajustada a derecho la resolución del director general de Política Interior de 7 de febrero de 1979 y declaramos el derecho de los recurrentes a que sea inscrita en el Registro Nacional de Asociaciones la Asociación denominada Grande Oriente Español (Masonería Española Simbólica Regular); todo ello sin expresa condena en costas. Así, por esta nuestra sentencia, definitivamente juzgando en la instancia, lo pronunciamos, mandamos y firmamos. Jerónimo Arozamena, Jaime Santos, Fernando Ledesma. Rubricados. Publicación.
La anterior sentencia ha sido leída y publicada por el Ilmo. Sr. Magistrado Ponente don Fernando Ledesma Bartret, celebrando audiencia pública el Tribunal en el día de su fecha, de que doy fe. Ante mí G. Rivera. Rubricado.
»Concuerda con su original. Y para que conste y su unión al rollo extiendo la presente en Madrid a diez de mayo de mil novecientos setenta y nueve».
En 1980, y con notable sentido de la oportunidad, Editorial Planeta publicó el libro —interesante pero desigual— del llorado escritor Ángel María de Lera La masonería que vuelve, que alcanzó gran éxito; el problema seguía interesando vivamente en España, y la opinión pública seguía pidiendo clarificaciones. Por eso recibió con interés redoblado la espléndida serie de tres artículos publicados en aquel YA en diciembre del mismo año, y firmados por el notable especialista monseñor Jesús Iribarren, quien, en el último de ellos (del 21 de ese mes), se refiere a la posición de la Iglesia ante ciertas declaraciones episcopales aisladas. El artículo refleja con precisión las circunstancias de la relación Iglesia-masonería; y subraya la declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe emitida en 1974.
Conviene que lo reproduzcamos:
«A la primera condenación de la masonería por el papa Clemente XII en 1738 siguieron las de Benedicto XIV en 1751, Pío VII en 1821, León XII en 1825, Pío IX en 1846 y siete veces más, León XIII en 1884 y a lo largo de todo su pontificado. Uno de los buenos especialistas en masonería, el jesuita y profesor Ferrer Benimelli, recuerda que durante el papado de León XIII emanaron de la Santa Sede al menos 173 documentos condenando más o menos explícitamente las sociedades secretas, y la primera de ellas, la masonería.
»Siguió la condenación de san Pío X en 1906. Pero la situación se agrava y cristaliza en el vigente Código de Derecho Canónico, que Benedicto XV promulga en 1917.
»Dice así el canon 2 335: “Los que dan su nombre a la secta masónica o a otras asociaciones del mismo género que maquinan contra la Iglesia o contra las potestades civiles legítimas incurren ipso facto en excomunión simplemente reservada a la Sede Apostólica”.
»Para los clérigos que ingresen en la orden, las penas son más graves: el canon 2 336 añade que incurren en suspensión y que “deben además ser denunciados a la Sagrada Congregación del Santo Oficio”.
»El cuadro queda ensombrecido todavía por otros cánones: el 1 065 reprueba el matrimonio con masón y prohíbe al párroco asistir conscientemente a tales bodas; el canon 1 240 priva a los masones de la sepultura eclesiástica; según el canon 765, un masón no puede ser padrino de bautismo. Debe notarse que ninguno de estos cánones está formalmente derogado, aunque estamos a las puertas de un nuevo derecho canónico.
»Las razones de tanta severidad son difícilmente discutibles a la luz de la historia, aunque tengan peso diferente. La primera razón es el secreto en que se refugian todas las actividades masónicas, muy lelos de aquel legítimo secreto que defendía las fórmulas técnicas de los constructores de catedrales. Es cierto que el secreto puede no significar nada cuando de veras no se ha hecho nada; pero ahí entra la fuerza de la segunda razón.
»En la Francia e Italia del siglo XIX, los masones ejercieron una vasta y profunda acción subversiva de tipo político contra las monarquías, los gobiernos y muy especialmente contra el papado y los Estados Pontificios. La base documental es hoy abrumadora, y aunque los papeles no fueran conocidos en la época de las condenaciones, a los papeles les suplía con ventaja la evidencia.
»La tercera razón es que la masonería no se limitó a los ataques anticlericales explicables en la pasión de las campañas políticas, sino que adoptó posturas doctrinales radicalmente antirreligiosas. Quiero en este punto ser estricto y justo: me estoy refiriendo a las masonerías de los países latinos, que motivaron de manera directa la excomunión. Estamos en el momento de un cisma abierto de la masonería irregular, frente a la regular y tradicional que forma el núcleo histórico constante de las logias de Inglaterra, Escocia y Estados Unidos.
»El Gran Oriente francés borró en 1877 de sus estatutos la obligación de la creencia en Dios y en la inmortalidad del alma y la prescripción de jurar sobre la Biblia abierta.
»La admisión de los masones ateos y materialistas provoca la excomunión de un sector de las masonerías continentales por parte de la Gran Logia madre de Londres, y la unidad masónica se quiebra como un cristal (pero eso obliga a la vez a no formular acusaciones en bloque).
»Los rechazos, exclusiones y condenaciones de la masonería francesa por parte de la inglesa se repiten en 1935, 1 951, 1962 y otra larga serie.
»En 1938, y de nuevo en 1949, Inglaterra, Irlanda y Escocia ratifican que la fe en el Ser supremo es “condición esencial y no admite compromiso”, subrayan la obligatoriedad de la Biblia abierta en todas las logias, y repiten sustancialmente el precepto de neutralidad religiosa (positiva) de la constitución de Anderson, que citamos en el artículo segundo de esta serie. La nueva postura dice:
»“La Gran Logia de Inglaterra sostiene y ha sostenido siempre que la creencia en Dios es el primer distintivo de toda verdadera y auténtica masonería, y fuera de esta creencia, profesada como principio esencial, ninguna asociación tiene derecho a decirse heredera de las tradiciones y de las prácticas de la antigua y pura masonería”.
»Es conocida no sólo la existencia de obispos anglicanos consiliarios de las logias, garantes de la continuación de esa fe esencial, sino la participación del arzobispo de Canterbury en las grandes solemnidades masónicas. Cálculos aproximados dan por cifra de masones ateos la del 1 por 100, entre un total de cuatro o cinco millones en el mundo (las cifras son siempre discutibles).
»Hecha así una división fundamental entre la masonería inglesa y sus cismas, se vino planteando ya antes del Concilio Vaticano II y se planteó abiertamente en él si la excomunión dictada en el canon 2 335 es aplicable a todos los masones. El texto sugiere la duda al condenar “a la secta masónica o a otras… que maquinan contra la Iglesia o contra las potestades civiles legítimas”. ¿Y si no maquinan? Fue el obispo mexicano Méndez Arcea —y bastó ello para que un sector católico haya enfocado desde entonces hacia él las baterías de una hostilidad casi visceral— el que preguntó si no había llegado la hora de una clarificación y, en ciertos casos, de una reconciliación.
»Es en este contexto en el que hay que enmarcar las visitas de la calificada representación de la masonería española que el libro de Ángel María de Lera historia y con cuya cita abría yo el primero de estos tres artículos. En resumen venían a exponer, lo pasado no puede negarse.
Pero la realidad de hoy es que muchos cristianos no encuentran en su fe obstáculos para pertenecer a una asociación tolerante con todas las creencias religiosas, y que, dando por supuesto lo fundamental en que todas coinciden, ni pretende la subversión política ni ataca a la Iglesia.
»Estoy actuando ahora como informador de los lectores de un periódico, lo cual me exime de cualquier protagonismo. No importa mi parecer, sino los hechos.
»La pertenencia a la masonería de muchos jerarcas y clérigos anglicanos y la participación de muchos más en sus actos importantes ha quedado indicada. Los contactos y visitas de sacerdotes y obispos católicos son en los últimos años relativamente frecuentes, siempre supuesta la cuidadosa distinción entre obediencias masónicas ortodoxas e irregulares.
»Pero los obstáculos graves para fundamentar una postura de acercamiento oficial subsisten.
»La Congregación para la Doctrina de la Fe, en julio de 1974, subrayó simultáneamente dos cosas: que las Conferencias Episcopales consultadas habían presentado tal variedad de situaciones concretas que a la Santa Sede le era imposible adoptar una decisión única y cambiar sin elementos de juicio más decisivos su postura tradicional; y que, como toda ley penal, los términos del canon 2 335 han de interpretarse restrictivamente, de modo que la excomunión sólo afecta a los católicos inscritos en asociaciones que conspiran efectivamente contra la Iglesia. Los clérigos católicos, se añade, e incluso los miembros de institutos seculares tienen en todo caso prohibida su pertenencia a la masonería.
»Pero la inaplicabilidad de la excomunión en un caso dado, ¿significa la eliminación de toda reserva? La cláusula relativa a los clérigos y religiosos es de por sí elocuente.
»Tal vez la última declaración a este propósito es la del Episcopado alemán, en este verano último. Después de registrar la existencia de conversaciones a partir de 1974, los obispos parecen encontrar que la neutralidad religiosa reduce las creencias masónicas a un lejano “deísmo” impersonal y sigue dejando en el terreno de la duda la figura de Cristo, esencial para el cristiano.
»Por lo que a España toca, la historia político-religiosa justifica igualmente una postura de expectativa. El pasado no se destruye con declaraciones de buena voluntad, sino con un presente y un futuro inequívocos. La prueba está sólo iniciada.
El 11 de junio de 1981 publiqué en ABC un artículo —«El día en que se alzaron las columnas»— que reflejaba la reaparición definitiva de la masonería en España y alcanzó cierta resonancia. Decía así:
«En su primer noticiario, Televisión Española brindaba amplio espacio a una personalidad masónica para que explicase lo que es la institución, lo que ha sido, lo que pretende. El distinguido abogado evocó los tristes momentos en que, bajo el régimen anterior, la masonería “abatió columnas”, es decir, cerró sus templos y pasó a la clandestinidad. Ahora, bajo la democracia, las columnas se alzan, las logias se reabren, la masonería resucita y reflorece. Caía la tarde cuando, al regresar de Alcalá, oí que Radio Nacional de España pregonaba también el retorno. Ignoro si el 2 de junio es una festividad masónica. Pero en mi borrador para la historia de la transición ya tiene fecha el día en que se alzaron las columnas.
»Se han dedicado en los últimos tiempos algunos estudios y algunos reportajes a la masonería. Mientras en Italia un escándalo masónico derriba un Gobierno, aquí no faltan políticos de alto coturno que guardan cola ante las logias; y la masonería, antaño proscrita y condenada como secta, amenaza con transformarse en moda e incluso en preciado florón para más de un currículum. El detonante y oportuno libro de Ángel María de Lera ha captado el interés general por la Masonería que vuelve. En un clima de convivencia democrática no tengo nada contra ese retorno; es una consecuencia de la libertad. Espero que los masones comprendan también que, dentro de la misma libertad, un historiador pueda exponer con nitidez lo que adivina sobre la masonería; y un periodista pueda manifestar su aprensión ante el poderoso cargamento de ruedas de molino con que las vanguardias masónicas se presentan, estas semanas, ante el general papanatismo.
»Para alimentar su propaganda, la masonería cuenta hoy con dos recursos importantes, además de su cuota en las rentas del antifranquismo: su leyenda negra y su leyenda rosa. La leyenda negra de la masonería se formó durante los dos siglos —1760-1960— en que se desarrolló el enfrentamiento mortal entre la masonería y la Iglesia católica; los siglos de las grandes conspiraciones masónicas y los grandes anatemas eclesiásticos. Dos estadistas españoles —el generalísimo Franco y el almirante Carrero Blanco— recopilaron, ampliaron y a veces publicaron las exageraciones de esa tradición, como “Jakim Boor” (seudónimo del propio Franco) en su libro Masonería, editado en Madrid, 1952. Tuve ocasión de hablar con ellos sobre el tema. Las opiniones de Carrero eran más absolutas; las de Franco, más pragmáticas y relativas. Unas y otras, exageradas y distorsionadas, iban desde la identificación diabólica (Carrero) hasta la atribución exclusiva de todos los desastres históricos de la España moderna (Franco) a la secta. Pero el caudillo y el almirante eran profundos conocedores de la Historia y la realidad de España; sus expresiones acerca de la masonería podían resultar inadecuadas y deformantes; pero bajo ellas latía una realidad profunda, que no era simplemente producto, sino causa de su parcial alucinación.
»En el fondo esa leyenda negra ha sido fomentada conscientemente por la masonería, mientras sus escritores trazaban la leyenda rosa; las dos leyendas coinciden en gran parte. Consiste la leyenda rosa en aceptar la influencia decisiva de la masonería en todos los grandes acontecimientos históricos, de acuerdo con las exageraciones de sus detractores; y en investir como masones a personajes que tal vez no lo fueron, como el conde de Aranda, según Franco y la masonería española, que le llama fundador; o como hizo en televisión el dignatario mencionado cuando proclamó masones nada menos que a Daoiz y Velarde, lo cual es un infundio imposible. Las pretensiones del historiador masón Eugen Lehnhof, las exageraciones de los libros masónicos publicados en España a principios de siglo o las tajantes tesis del general Franco son equivalentes en cuanto al error por exceso.
»¿Qué podemos decir hoy, con rigor, desde la Historia? Sabemos mucho mejor lo que no es la masonería que lo que es. El profesor José A. Ferrer Benimeli. S. J., a quien el almirante Carrero puso policías de vista porque le creía masón, y los masones de la leyenda rosa aborrecen, porque no la acepta, publicó en la fundación del profesor Sainz Rodríguez (a quien Franco llamaba masón sabiendo que no lo fue jamás), una importante tesis —“Masonería, Iglesia e Ilustración”— en que intenta demostrar que no hubo masonería en España durante el siglo XVIII. Pero cuando el mismo autor expone en reciente librito la trayectoria masónica nacional en los siglos XIX y XX, su síntesis resulta decepcionante. Sigue diciéndonos lo que no es la masonería; seguimos sin saber Jo que es.
»A partir de unas doce tesis universitarias ya aprobadas, de una copiosa documentación localizada, aunque no aprovechada a fondo, y de numerosas notas e intuiciones dispersas, propongamos ya, como simples hipótesis de trabajo, algunos adelantos, mientras roturamos el tema con vistas a una exposición histórica seria. Primero, la masonería, en España, no afloró abiertamente hasta comenzar el siglo XIX, y en ambientes militares; la primera logia española se fundó entre nuestros marinos destacados en Brest por Carlos IV; la primera proliferación se originó en medios militares afrancesados y simultáneamente en el Cádiz de las Cortes. Segundo, la influencia de la masonería en la destrucción del Imperio español durante las tres primeras décadas del siglo XIX y en la pérdida de los jirones de ese Imperio durante la crisis del 98 está más que demostrada. Tercero, la presencia masónica en las Fuerzas Armadas españolas desde el reinado de Fernando VII hasta el comienzo de la guerra civil española de 1936 fue decisiva y a veces, como en el pronunciamiento de Riego o la guerra de África desde 1909, disgregadora y nefasta. Cuarto, la masonería fue, en todo ese siglo largo, una poderosa central de influencias políticas, presiones económicas, actividades antieclesiásticas, auxilios mutuos y servidumbres ante la política exterior británica, para la que la masonería española actuó siempre como una especie de agencia servil. Quinto, las pretensiones de la masonería como centro serio para la discusión de altas ideas filosóficas son pura filfa; las creencias y tradiciones masónicas carecen de rigor y seriedad, y oscilan alrededor de un deísmo superficial e inconcreto. Sexto, los masones favorecieron casi unánimemente a la segunda República, pero se dividieron —eran unos once mil— casi por igual ante la guerra civil; el primer jefe de Estado de la Cruzada fue un conspicuo masón, como el general que dirigió el más brillante hecho de armas en el Norte, como el jefe de la mejor división de Franco, como los dos generales que negociaron, entre bastidores, la paz final. Séptimo, la masonería ha actuado ritualmente durante los dos últimos siglos, como el vivero psicodélico del liberalismo español y, sin duda, trata de resucitar como tal. Octavo, entre los parlamentarios, los diversos miembros de los órganos de gobierno en la España actual —hasta muy arriba—, los medios de comunicación, las nuevas instituciones sociopolíticas y los centros de poder económico, hay instalados ya enjambres de masones, y van en aumento; sin la menor manía persecutoria sería interesante conocer los detalles.
»La Iglesia española no dice nada. Y debe orientar a sus fieles. Los partidos, infiltrados ya por la masonería, tampoco hablan. Una central de influencias capaz de reclutar a un hombre como Manuel Azaña en 1932 —con todo el sentido de ridículo que almacenaba el personaje—, no puede instalarse de nuevo en España sin que le hagamos, en medio de la mayor comprensión, tolerancia y libertad, algunas preguntas. Hoy, cuando se han alzado las columnas, no hemos hecho más que empezar».
En el artículo que acabo de reproducir acepté demasiado pronto la tesis de Ferrer Benimeli sobre la inexistencia de masonería en la España del siglo XVIII; algo que ya hemos corregido y matizado en este libro. Al poco tiempo el jesuita Jesús M. Granero puntualizaba una de las afirmaciones de mi artículo en interesante carta que se publicó en ABC el 14 de junio en estos términos:
La doctrina de la Iglesia sobre la masonería
Señor director: En el ABC del jueves día 11 de junio de 1981 aparece un largo editorial de don Ricardo de la Cierva sobre la masonería. Su título: «El día en que se alzaron las columnas». No estoy en las condiciones propicias para valorarlo ni en un sentido ni en otro. Pero sí desearía añadir algo a una de sus últimas observaciones. En el último párrafo de su artículo dice el señor De la Cierva: «La Iglesia española no dice nada. Y debe orientar a sus fieles». Supongo que se refiere al Magisterio de la Iglesia española. Tampoco ahora quiero referirme en concreto a los silencios y deberes de la Iglesia española. Pero debo añadir algo que el señor De la Cierva seguramente sabe y que, además, conviene sepan todos los españoles, y muy en especial los que últimamente se han afiliado a la masonería o están en trámites de hacerlo. El órgano supremo de la Iglesia universal, competente en estas materias, es la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Y hace muy poco tiempo, el 17 de febrero de 1981, hizo pública su última e inequívoca Declaración. Apareció en L’Osservatore Romano (Lunedi-Martedi, 2-3 marzo 1981). Lo que taxativamente hace a nuestro caso es lo siguiente: «Sin prejuzgar las eventuales disposiciones del nuevo Código, confirma y precisa lo que sigue: 1) No ha sido modificada de ningún modo la actual disciplina canónica, que permanece en todo su vigor; 2) Por tanto, no ha sido abrogada la excomunión, ni las otras penas previstas». Esta declaración se refiere al canon 2 335, donde se habla de «los que dan su nombre a la secta masónica o a otras asociaciones del mismo género, que maquinan contra la Iglesia o contra las legítimas potestades civiles».
JESÚS M. GRANERO.
Doctor en Teología por la Universidad de Innsbruck.
El 5 de agosto de 1981 la revista sensacionalista Tiempo abordó el problema con buena información (número 10). Y el articulo «Masones en los partidos» demostró que la masonería seguía interesando a la opinión pública. Recordaba el articulista —basándose en la voz común, sin aducir pruebas— que diecisiete presidentes USA han sido masones, hasta Ford y Carter, lo mismo que otros personajes como David Rockefeller y Henry Kissinger. Incluía en la lista de masones al presidente de Venezuela Carlos Andrés Pérez, al panameño Ornar Torrijos, a los escritores Pablo Neruda y Mario Vargas Llosa. El 37 por ciento del Consejo de Europa pertenece a las logias, aunque no su presidente, José María de Areilza, sobre cuya adscripción masónica corren rumores que Tiempo no admite. Sí que admite en cambio la condición masónica de Bruno Kreiski, Gaston Thom, Pierre Mauroy, Roland Dumas —mano derecha de François Mitterrand—, mientras que Giscard d’Estaing vio rechazada su solicitud de ingreso cuando pretendió entrar por la puerta grande del grado 33. Masones son, según la revista, Bernardo de Holanda, Carlos Gustavo de Suecia y Felipe de Edimburgo. El principal masón de Alemania es el presidente de la Internacional Socialista Willy Brandt; con acierto indudable el articulista señala que tanto Brandt como Carlos Andrés Pérez apoyan al PSOE impulsados precisamente por su propia dimensión masónica. «En el PSOE —sigue el artículo—, cuya historia va indefectiblemente ligada a la masonería tanto en el exilio como en los años anteriores a nuestra guerra civil, conviven actualmente críticos, católicos y masones. Otro dato más: la mayor parte de las agrupaciones iberoamericanas del PSOE, de gran potencialidad económica, están controladas por masones. Las de mayor relieve masónico son las de Buenos Aires y Río de Janeiro».
Tiempo cita los nombres de varios diputados socialistas de 1981: Germinal Bernal Soto, Ángel Cristóbal Montes, Diego Pérez Espejo, Enrique Sopena Granell, Francesc Ramos, Francisco Vázquez. No hay seguridad sobre los Solana, sobrinos de don Salvador de Madariaga a quien Tiempo hace masón sin dudarlo. Entre los senadores socialistas Tiempo cita a Virtudes Castro, Alberto de Armas, Fernando Baeza, Manuel Díaz Marta, Rafael Fernández, Javier Paulino Pérez, José Andreu Abelló, José Prat y Víctor Manuel Arbeloa. Otros prohombres socialistas masones (en 1981) son Carlos Revilla, Feliciano Páez-Camino, Joaquín Leguina, Rodolfo Vázquez, Javier Angelina, Eduardo Ferreras, Paulino Barrabés y otros.
Casi todos estos nombres tienen relación con la masonería; el articulista parece bien informado. No sé si se puede decir lo mismo en cuanto a los nombres presuntamente masónicos que cita en el centro y la derecha. Insiste la revista en la condición masónica del primer presidente del Tribunal Constitucional, Manuel García Pelayo, así como otros miembros del alto organismo.
Los años 1984 y 1985 registran una extraordinaria proliferación de noticias referentes a la masonería en España. Se distingue para su difusión el diario El País, que siempre se muestra proclive a la masonería y empeñado en esa difusión. Precisamente por entonces (1984) el profesor Ferrer Benimeli funda el Centro de Estudios de la Masonería Española, que consigue para sus congresos y trabajos subvenciones importantes y realiza una labor tan estimable como sesgada y desde luego netamente promasónica; es el curiosísimo punto de encuentro de dos fuerzas que durante dos siglos y medio habían sido ferozmente antagónicas, la masonería y la Compañía de Jesús.
Desde el extremo opuesto —la extrema derecha— el diario de Madrid El Alcázar prestó también durante esa época una excepcional atención a los temas masónicos. Por ejemplo, el 12 de enero de 1984 informa sobre la «pugna masónica entre jacobinos y liberales» en Lisboa, donde las dos tendencias se disputan la dirección del Gran Oriente lusitano, de origen y obediencia francesa; lo cual preocupa al masón Mario Soares, líder de una tendencia masónica liberal, compatible con el socialismo. El cardenal de Lisboa reaccionó duramente contra los ataques a la libertad de enseñanza con signo masónico.
El 28 de febrero de ese mismo año 1984 Diario 16 publicaba una noticia muy curiosa sobre la utilización de la masonería por la KGB «para espiar a la sociedad británica». Se basa en un libro del periodista Knight, Brotherhood (la hermandad) en el que se sugiere que la colosal red de influencias de la Gran Logia Unida de Inglaterra, «la madre de todas las masonerías del mundo», como se la ha llamado y ya recordábamos, podría incubar un escándalo explosivo semejante al que hizo saltar por los aires a la masonería italiana en el asunto de la logia P-2, y con participación del propio Licio Gelli. Como en España las noticias sobre la reaparición masónica afectaban sobre todo al Gran Oriente, otra rama resucitada, la Gran Logia Simbólica pretendió llamarse a la parte y salió a una relativa luz en ese mismo año. El 4 de noviembre de 1984 titulaba El Alcázar: «La Gran Logia Simbólica sale a la superficie». Con mal pie; porque ampara, en su primera aparición, la figura siniestra del «pedagogo» revolucionario y anarquista Francisco Ferrer Guardia, a cuya memoria quiere la Gran Logia dedicar toda una fundación. El periodista Ismael Medina, con quien se podrá discrepar en cuanto a métodos y criterios, pero que indudablemente posee y comunica una información seria y profunda sobre las actividades masónicas, expone en ese artículo varias observaciones sobre historia e influencia de la masonería y sugiere la inspiración masónica de la reforma educativa promovida por el ministro socialista José María Maravall. Poco después, el 26 de diciembre de 1984, El País destacaba la figura del Gran Maestre de la Gran Logia de España, Luis Salat y Gusils, emparentado con el anterior presidente de la CEOE Carlos Ferrer Salat y con el presidente de la Caixa, Josep Vilarasau Salat. Según Salat, la Gran Logia cuenta ya con un millar de afiliados en esa fecha.
Las informaciones sobre la masonería toman caracteres de una verdadera campaña de relanzamiento en 1985, en vísperas del congreso que las diversas obediencias de la masonería «liberal» proyectan celebrar en Madrid a principios de la primavera. El País —junto a una foto del papa Juan Pablo II— comenta el endurecimiento antimasónico que se ha notado en el Vaticano desde la llegada del papa actual a la Santa Sede (25 de febrero de 1985). En un artículo de Juan Arias, el periódico de Madrid reproduce la información del Osservatore Romano —subrayada por tres asteriscos, lo que denota su importancia y su carácter cuasioficial en que se dice que «la masonería profesa ideas filosóficas y concepciones morales opuestas a la doctrina católica» y que, por tanto, «la afiliación a las asociaciones masónicas continúa prohibida por la Iglesia». Hasta el punto que «los fieles que lo hagan están en estado de pecado grave y no pueden acceder a la santa comunión». El diario del Vaticano titulaba su artículo así: «Incompatibilidad entre fe cristiana y masonería». Y ratifica la postura de la Santa Sede en la declaración del Santo Oficio fechada el 26 de noviembre de 1983.
Las ambigüedades de la época de Pablo VI —que impulsaron a bastantes eclesiásticos a pedir su ingreso en las logias— se acabaron al llegar Juan Pablo II, bajo el cual la Santa Sede hizo su primera declaración antimasónica el 17 de febrero de 1981.
A primeros de marzo de 1985 la internacional masónico-liberal celebra en Madrid su anunciada reunión. Con este motivo la prensa (por ejemplo, El País, de 3 de marzo de 1985) recordó, esta vez con sorprendente objetividad, la posición final de la Iglesia ante la masonería. Es cierto que a l promulgarse el nuevo código de Derecho Canónico en 1983 la mención expresa de la masonería que figuraba en el anterior canon 2 335 no se conserva en la nueva compilación. Pero inmediatamente antes de que entrara en vigor el nuevo código la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe advertía a los fieles sobre el mantenimiento de la prohibición, según acabamos de ver en el citado artículo del Osservatore. La Santa Sede, ante la información enviada por varias conferencias episcopales, había preferido no mencionar expresamente a la masonería en vista de que algunas obediencias demostraban el espíritu de tolerancia y respeto a la religión que aconsejaba levantar la prohibición; pero no excluía en manera alguna la posibilidad, desgraciadamente demostrada en muchos casos, de que otras obediencias masónicas persistieran en su hostilidad e incompatibilidad tradicional contra la Iglesia y en favor de una secularización radical.
Es todavía pronto para dictaminar si la renacida masonería española se adscribe definitivamente a la posición tolerante —como proclaman sus directores— o recae en las actitudes excluyentes que mantiene, por ejemplo, el Gran Oriente de Francia, según las declaraciones de Jacques Mitterrand. Los proyectos de secularización radical que el socialismo ha llevado a cabo en España dentro de los delicadísimos campos de la política educativa y familiar, el descarado apoyo de la Internacional Socialista a los movimientos de falsa liberación en América y las vinculaciones demostradas entre el PSOE y la masonería, no presagian precisamente una etapa de reconciliación con la Iglesia católica. Pero habrá que esperar y ver, sin bajar la guardia.
El jesuita Pedro Alvarez Lázaro, colega de Ferrer Benimeli en la cruzada de reivindicación masónica, publicaba el 7 de marzo de 1985 en El País, con motivo del congreso masónico liberal, un artículo, «Masonería española hoy», en que llama «preocupante» al documento vaticano «que niega la confesionalidad católica a los masones». Se refiere a la reunión masónica de Madrid, organizada por la Gran Logia Simbólica española bajo la dirección del «correcto señor Leveder». Distingue el padre Álvarez cuatro obediencias actuales en la masonería española: la Gran Logia Simbólica Española, con sede en Barcelona, dirigida por Rafael Vilaplana; la Gran Logia Española con sede en Madrid, dirigida —desde Barcelona— por Luis Salat; el Gran Oriente Español, cuyo gran maestre es Antonio de Villar Massó, con sede en Madrid, y una masonería mixta, Derecho Humano, que admite mujeres en pie de igualdad. Está en formación, en Barcelona, una Gran Logia Femenina Autónoma. Para el padre Álvarez, el número total de masones españoles no rebasa la cifra de 650, muy inferior a la alegada por las propias directivas masónicas.
El 8 de marzo de 1985 El País saludaba al congreso masónico (jornadas CLIPSAS) de las obediencias liberales. Como era de esperar el diario, en solemne editorial, se apunta a la leyenda y al horizonte rosa de la masonería; y declara desde este momento a los masones ciudadanos de primera en España. Una confirmación significativa de lo que ya adelantábamos: en ABC el 9 de agosto de 1987 se afirma que la tercera parte de los diputados en el Parlamento europeo pertenece a la masonería.
Recientemente las diversas obediencias y ramificaciones masónicas en España han reclamado del Estado español la «devolución» de su patrimonio tras las persecuciones de la época franquista. El ex ministro y abogado del Estado, José Manuel Otero Novas, se opuso a esa pretensión con un argumento tomado de mis artículos sobre masonería; que las obediencias españolas de 1936 dependían de los centros masónicos europeos (Gran Oriente de Francia y Gran Logia de Inglaterra), mientras las obediencias actuales —por ejemplo, el Gran Oriente de España, que parece la más importante—, dependen genéticamente de la masonería mexicana, que a su vez es una dependencia de la norteamericana. La Audiencia Nacional estimó esa argumentación histórica y denegó la devolución de esos bienes, pero cuando el abogado del Estado citó mi nombre al exponer esa tesis de las dependencias masónicas, los representantes de todas las obediencias presentes en la sala, que por cierto resultaron numerosísimas al calorcillo de un patrimonio que podría venirles como una lotería, me dedicaron un estimulante abucheo que constituye una de las grandes satisfacciones de mi vida; por lo que tiene de confrontación y porque los masones españoles se quedaron sin un patrimonio que evidentemente no es suyo. Creo que conviene investigar más sobre esa transmutación de dependencias vía mexicana del exilio; explica algunas claves ocultas de la transición en España.
Con relativa frecuencia siguen apareciendo noticias de sumo interés acerca de la vitalidad masónica en España y en el mundo. Siempre he pensado que realmente hay dos masonerías: una aparente e inocente, que se encarga de asumir los aspectos públicos y muchas veces ridículos de la «Orden»; otra, real y profunda, que adapta a cada tiempo y lugar la tradición ya más que trisecular de la masonería especulativa. Desarrollo esa tesis en forma de novela, dentro de mi trilogía isabelina El triángulo, sobre cuyo tercer tomo trabajo por estos días. En este sentido me han interesado mucho unas recientes declaraciones de grandes financieros internacionales como Carlo de Benedetti.
Carlo de Benedetti, en un libro incensado que le dedica uno de sus acólitos en los medios de comunicación, Giuseppe Turani (Madrid, eds. Temas de Hoy, 1988), deja caer como si tal cosa su afiliación a la masonería.
La masonería tradicional y decimonónica, de signo radical y anticlerical, pervive hoy muy arraigadamente en Iberoamérica, sin excepciones, y especialmente en México y Brasil, aparte de Uruguay, que ha sido durante los últimos cien años una República masónica. Pervive, como puede comprobarse en el espléndido volumen dedicado a la Iglesia de Iberoamérica por Quintín Aldea S. J., dentro de la Historia general de la Iglesia de Jedin (Bilbao, Herder, 1987, pp. 506-532), y convive con los espectaculares avances de la Internacional Socialista, tan infiltrada hoy por la nueva orientación masónica inspirada en las logias de Francia, dentro de una persistencia en los ideales y las estrategias de secularización absoluta y división de la Iglesia católica mediante el fomento de los movimientos teológico-políticos de liberación, como puede comprobar el lector en mis citados libros sobre este tema. Es interesante señalar la coincidencia entre el trasplante de la teología de la liberación a los países del Tercer Mundo a partir de los primeros años ochenta y la nueva ofensiva de penetración masónica en esos países, de la que poseemos una prueba documental muy importante (por la dificultad habitual en encontrar pruebas documentales auténticas que se refieran a la masonería) en la declaración de la Conferencia Episcopal del océano Indico, fechada en mayo de 1990 y reproducida en la revista 30 días, año 4 (7 de julio de 1990), p. 30: «La conferencia ha reafirmado enérgicamente la incompatibilidad entre pertenecer a la masonería y a la Iglesia católica. […] En nuestra región asistimos en la actualidad a esfuerzos de presentación y vulgarización de la masonería bajo las diferentes denominaciones… La campaña de los medios de comunicación social presenta a la masonería como una dinámica de iniciación para el desarrollo del hombre y la armonización de la sociedad a través de la espiritualidad y la ayuda recíproca. […] Pero hay incompatibilidad. La perfección masónica y la perfección cristiana son diametralmente opuestas». Y terminan los obispos advirtiendo que los fieles adscritos a la masonería «cometen pecado grave y no pueden tener acceso a la santa comunión».
En 1990, no se olvide.
Un reportaje de la RAI implica a la CIA y a la masonería en el asesinato del líder socialista sueco Olof Palme (ABC, 24 de julio de 1990, p. 29). Licio Gelli, director de la logia P-2, está implicado en esa operación, «para hacer un favor a Bush y Reagan». Ante las protestas del gobierno italiano, el director de la RAI garantizaba que «las fuentes son serias y seguras». Dejamos para el final de este trabajo una noticia interesantísima difundida en España por la agencia EFE el 9 de julio de 1990 y que no ha encontrado eco, que sepamos, en los medios de comunicación.
«París, 9 de julio (EFE). “La masonería resurge en algunos de los países del Este de Europa en transición hacia la democracia, y en este proceso han intervenido el Gran Oriente y la Gran Logia de Francia”, informa hoy el vespertino parisiense Le Monde.
»“Se trata de una de las consecuencias menos espectaculares, pero no la menos original ni la más importante para el futuro de los cambios habidos en dichos países”, señala el diario.
»La masonería se ha reavivado en Checoslovaquia y en Hungría, y Moscú ha admitido una demanda de los masones franceses para la apertura de una logia en la Unión Soviética.
»En el caso de Polonia y de Rumanía, en opinión de Jean Robert Ragache, gran maestre del Gran Oriente de Francia (GODF), no existe por el momento posibilidad alguna de implantación.
»Ragache visitó el pasado mes de abril Praga y fue recibido con simpatía por el presidente Vaclav Havel y otros dirigentes checoslovacos. El GODF ofreció un padrinazgo inicial para la masonería del país, que gozará de obediencia propia en cuanto el número de logias existentes la justifiquen.
»El resurgimiento de la masonería en Hungría ha sido emprendido por la Gran Logia de Francia (GLF) y ya se ha abierto una logia en Budapest, que pronto será seguida por otra en la ciudad de Szeged, al sur del país.
»Geza Supka, el último gran maestre de la masonería húngara, se suicidó en 1950 para escapar a la persecución comunista.
»En opinión de los dirigentes masónicos franceses, la influencia de la Iglesia católica en Polonia hace descartar por el momento cualquier tipo de acción y lo mismo sucede en Rumania, aunque en este caso la influencia religiosa no sea tan determinante.
»La Unión Soviética, por su parte, parece mostrarse ahora mucho más amable con la masonería, cosa impensable hasta hace pocos años.
»Un representante de la embajada de la URSS en París visitó recientemente la sede de la GODF para explicar la política de Gorbachov y transmitió a Moscú una demanda oficial de creación de una logia. La decisión del Kremlin al respecto quedó aplazada hasta la promulgación de una futura reglamentación de asociaciones.
»La masonería francesa, según dicen sus dirigentes, desea actuar concertadamente con las obediencias masónicas de los demás países de la CE para favorecer, en todos los ámbitos, la emancipación política de los países del Este».
Los medios de comunicación de España no han prestado más que atención formularía a esta gravísima noticia.
Pero Roma ha tocado alarma general. La revista de Comunión y Liberación 30 días, que refleja el ambiente del Vaticano, insiste durante el año 1990 en el resurgimiento masónico de la Europa oriental.
Bastan estas consideraciones para demostrar lo que realmente ha sido la masonería en los tres últimos siglos de la Historia, y la pujanza que la masonería real, pese a los tapujos de la masonería aparente, adquiere en nuestro tiempo, sin haber abandonado ni uno sólo de sus postulados esenciales. Sí se puede decir pública y fundadamente que seis ministros del último gobierno de UCD eran masones, que masones son los dirigentes esenciales de la Internacional Socialista, así como los miembros de la familia real británica desde hace más de dos siglos, que las redes masónicas se conciertan con un importante sector financiero mundial en manos de personalidades judías (por cierto, algunos testigos próximos han resaltado el interés que siempre han sentido por la historia y la cultura de Israel, afición que por supuesto comparto con ellos desde hace muchos años; creo tener la biblioteca privada sobre Israel más importante que hay hoy en España); si la masonería ha influido decisivamente en la lucha contra la Iglesia católica y en la historia contemporánea española, se trata de un problema capital, que no puede enmascararse, como hace la tropa del jesuita Ferrer, con nubes de humo gris y sospechoso. En las notas que preceden tiene el lector algunas claves y algunas pistas documentadas y sugestivas.
Ya en pruebas este libro, me llegan dos nuevos datos que no quiero que se me vayan vivos. Una editorial que no debe de andar lelos de los compases y triángulos, Penthalon Ediciones, ha publicado en 1989 un libro para los estudiantes jóvenes —es decir, para niños— titulado Introducción a la historia de la masonería española cuyo autor es Juan Blázquez Miguel, con prólogo del inevitable jesuita Ferrer Benimeli. El libro es una destilación de la leyenda rosa masónica y puede resultar gravemente perturbador para los chicos y chicas a quienes se dirige; deseo dar a los padres la voz de alerta. La segunda viñeta se debe al incansable padre Ferrer Benimeli, quien declara en ABC del 25 de agosto de 1990 en Aguadulce: «Sólo hay masonería donde hay libertad». Que se lo pregunte a sus compañeros de la misma orden supervivientes de la persecución masónica durante la República en 1931-1933, cuando en nombre de esa libertad fueron privados de la libertad de enseñanza, de asociación y de reunión, y expulsados de España por una República bendecida por la masonería y en virtud de unas leyes que como acabamos de demostrar llevaban la impronta masónica. Ni como locura de verano se puede decir, en 1990, esa enormidad.