17. A excepción de Ketchum

Danny medio intuía lo que Ketchum se traía entre manos, y esto ocurrió en torno a la festividad estadounidense de Acción de Gracias, en noviembre de 2001. Una noche el escritor cenaba —naturalmente, en el Beso de Lobo—, y su acompañante era su propia médica. No tenía con ella una relación sexual, pero sí una sólida amistad; ella había sido la lectora especialista en medicina de varias de sus novelas. Tiempo atrás le había escrito una carta como admiradora y, a partir de ese momento, iniciaron una correspondencia, mucho antes de trasladarse él a Canadá. Ahora eran íntimos amigos.

La doctora se llamaba Erin Reilly. Era casi de la misma edad que Danny —con dos hijos adultos que tenían a su vez sus propios hijos— y no hacía mucho tiempo su marido la había abandonado por la recepcionista de ella. «Tendría que haberlo visto venir», había dicho Erin a Danny filosóficamente. «Los dos me preguntaban siempre, una y otra vez…, cientos de veces al día, quiero decir…, si estaba bien». Como amiga, Erin había tenido en la vida que Danny llevaba en Toronto el mismo papel que Armando DeSimone había desempeñado en Vermont. Danny se carteaba aún con Armando, pero Armando y Mary ya no iban nunca a Toronto; el viaje por carretera desde Vermont era demasiado largo, y el avión resultaba incómodo para personas de su edad y su talante. «Los matones del servicio de seguridad del aeropuerto se han quedado con todas mis navajas suizas», se había quejado Armando a Danny.

Erin Reilly era una auténtica lectora, y cuando Danny le formulaba una pregunta médica —ya fuera una preocupación relativa a sí mismo, o parte de su investigación para el personaje de una novela—, Danny agradecía las extensas y detalladas respuestas de la doctora. Erin disfrutaba asimismo leyendo novelas extensas y detalladas.

Aquella noche, en el Beso de Lobo, Danny le dijo a su médica:

—Un amigo mío tiene el deseo recurrente de cortarse la mano izquierda, pues esa mano izquierda en cuestión le falló una vez. Si lo hace, ¿morirá desangrado?

Mujer desgarbada, con cierto aire de garza, Erin tenía el pelo canoso, muy corto, y los ojos de color avellana y expresión imperturbable. Vivía absorta en su trabajo —y en la novela o novelas que estaba leyendo—, hasta el delirio, como Danny sabía, y tal vez ese punto de delirio era la razón por la que él la adoraba. Podía abstraerse del mundo que la rodeaba hasta niveles alarmantes…, del mismo modo que, con el tiempo, el cocinero había llegado a convencerse de que el vaquero en realidad no iba tras sus pasos. Erin podía comentar en broma que debería «haberlo visto venir» —refiriéndose a la aventura de su marido con la recepcionista—, pero el hecho de que los dos le preguntaran una y otra vez si estaba bien no era (en opinión de Danny) lo que tenía que haber llamado la atención a su querida amiga. Era ella quien extendía las recetas de Viagra a su marido; debería haber sabido cuánta tomaba. Pero eso era lo que a Danny le encantaba de Erin: su profunda inocencia, que le recordaba todo aquello que se había negado a ver su padre, una circunstancia que en otro tiempo Danny también encontraba encantadora.

—Ése… amigo con el deseo recurrente de cortarse la mano izquierda —dijo la doctora Reilly lentamente—, ¿eres tú, Danny. o es un personaje sobre el que estás escribiendo?

—Ni lo uno ni lo otro. Es un viejo amigo —respondió Danny—. Te contaría la historia, Erin, pero es demasiado larga, incluso para ti.

Danny recordaba lo que Erin y él cenaron esa noche. Habían pedido las gambas con leche de coco y caldo de curry verde; de primero, los dos habían tomado ostras de Malpeque, con la salsa mignonette de chalota al champán de Silvestro.

—Cuéntamelo todo, Erin —había dicho él—. No escatimes detalles. —(Era lo que siempre le decía el escritor). Erin sonrió y tomó un pequeño sorbo de vino. Tenía por costumbre pedir una botella de vino blanco caro; nunca bebía más de una o dos copas, y donaba el resto de la botella a Patrice, que entonces la vendía por copas. En compensación, Patrice de vez en cuando pagaba el vino de Erin. Patrice Arnaud también era paciente de la doctora Reilly.

—En fin, Danny, allá va —había empezado a decir Erin esa noche de noviembre de 2001—. Probablemente tu amigo no moriría desangrado, no si se cortase la mano por la muñeca de un tajo y con una hoja afilada. —Danny no dudaba que el instrumento elegido por Ketchum, ya fuera el cuchillo Browning, un hacha o incluso la motosierra del viejo maderero, estaría bien afilado—. Pero tu amigo sangraría mucho. La sangre saldría a borbotones de las arterias radiales y ulnar, que son los dos principales vasos sanguíneos que seccionaría. Pero este desdichado amigo tuyo tendría unos cuantos problemas… Es decir, si su intención fuera matarse. —En este punto Erin guardó silencio por un momento; al principio Danny no supo por qué—. ¿Es ésa la intención de ese amigo tuyo, matarse? ¿O sólo quiere deshacerse de la mano? —preguntó la doctora.

—No lo sé —contestó Danny—. Siempre he pensado que era sólo un problema con la mano.

—Bueno, siendo así, puede que consiga su objetivo —dictaminó Erin—. Me explico: las arterias son muy elásticas. Después del corte, se retraerían hacia el interior del brazo, donde los tejidos circundantes las comprimirían, al menos en cierta medida. Los músculos de la pared arterial se contraerían de inmediato, estrechando el diámetro de las arterias y restañando en parte la pérdida de sangre. Nuestro cuerpo tiene muchos recursos para la supervivencia; en tu amigo intervendrían muchos mecanismos, aunándose todos en un esfuerzo para salvarlo de una hemorragia mortal. —Aquí Erin volvió a callar—. ¿Qué te pasa? —preguntó a Danny.

Daniel Baciagalupo seguía preguntándose si Ketchum quería matarse o no: durante todos esos años de incesantes conversaciones sobre la mano izquierda, al escritor no se le había ocurrido pensar que tal vez Ketchum albergase otras intenciones de mayor alcance.

—¿Estás mareado, te pasa algo? —preguntó la doctora Reüly a Danny.

—No, no es eso —respondió Danny—. O sea, que no se moriría desangrado. ¿Es eso lo que me estás diciendo?

—Lo salvarían las plaquetas —confirmó Erin—. Las plaquetas son diminutas partículas de sangre; no tienen siquiera el tamaño de una verdadera célula; en realidad, son escamas que se desprenden de las células y después circulan por el torrente sanguíneo. En circunstancias normales, las plaquetas son pequeñas motas de pared lisa, no adherentes. Pero cuando tu amigo se corte la mano, dejará al aire el endotelio, o la pared interior de las arterias, causando el derramamiento de la proteína llamada colágeno, la misma sustancia que emplean los cirujanos plásticos. Cuando las plaquetas se encuentran con el colágeno expuesto, experimentan una drástica transformación: una metamorfosis. Las plaquetas se convierten en partículas pegajosas, espiculadas. Se agrupan y adhieren entre sí; forman un tapón.

—¿Cómo un coágulo? —preguntó Danny; hablaba con un tono extraño. No podía comer porque no podía tragar. Por alguna razón ahora tenía la certeza de que Ketchum planeaba quitarse la vida; cortarse la mano izquierda era sólo la manera de conseguirlo, y, naturalmente, Ketchum consideraba a su mano izquierda responsable de perder a Rosie. Pero Rosie había desaparecido hacía muchos años. Danny era consciente de que Ketchum debía de exigirse cuentas por no haber matado a Cari. Por la muerte de su amigo Dominic, Ketchum se culpaba a sí mismo, es decir, a todo su ser. Ketchum no podía acusar a su mano izquierda de que el vaquero hubiera asesinado al cocinero.

—¿Demasiados detalles mientras estás comiendo, quizá? —preguntó Erin—. Lo dejo ya. Lo de los coágulos vendrá más tarde; en eso intervienen otro par de proteínas. Baste con decir que se forma un coágulo para taponar las arterias; eso contendría la hemorragia de tu amigo y le salvaría la vida. Cortándose la mano, no morirá.

Pero Danny sentía que se ahogaba; se hundía por momentos. («Bueno, los escritores deberían saber lo mucho que a veces cuesta morir, Danny», le había dicho el viejo maderero).

—De acuerdo, Erin —dijo Danny pero no era su voz; ni él ni Erin la reconocieron—. Digamos que mi amigo desea morir. Supongamos que de paso quiere cortarse la mano izquierda, pero lo que quiere realmente es morir. Entonces, ¿qué?

La médica comía vorazmente; tuvo que masticar y tragar durante unos segundos, y Danny esperó.

—Muy fácil —contestó Erin, después de otro sorbo de vino—. ¿Sabe tu amigo lo que es la aspirina? No tiene más que tomarse unas cuantas aspirinas.

—Aspirinas —repitió Danny, aturdido. Veía el contenido de la guantera de la furgoneta de Ketchum, como si la tapa estuviese aún abierta y nunca hubiese alargado el brazo para cerrarla: la pequeña pistola y el gran frasco de aspirinas.

«Calmantes para el dolor, lo uno y lo otro», los llamó Ketchum con despreocupación. «Ni muerto iría a algún sitio sin aspirinas y un arma de cualquier tipo».

—La aspirina bloquea ciertas partes del proceso que activa las plaquetas —explicaba la doctora Reilly—. Si entramos en tecnicismos, podría decirse que la aspirina impide la coagulación de la sangre; basta con dos aspirinas en el organismo de tu amigo y muy posiblemente la coagulación no se produciría con la rapidez necesaria para salvarlo. Y si de verdad quisiera morir, podría tomarse las aspirinas con un poco de alcohol; por medio de un mecanismo totalmente distinto, el alcohol impide también la activación y agrupación de las plaquetas. Entre el alcohol y las aspirinas tendría lugar una auténtica sinergia y anularía la acción de las plaquetas…, no se adherirían entre sí. En otras palabras, no se formaría el coágulo. Tu amigo sin mano moriría.

Erin dejó de hablar por fin al ver que Danny tenía la mirada fija en el plato, sin comer. También era digno de mención que Danny Baciagalupo apenas había tocado la cerveza.

—¿Danny? —dijo la doctora—. No sabía que era un amigo real. Pensaba que se trataba de un personaje de una novela, que empleabas la palabra «amigo» de una manera vaga. Lo siento.

Esa noche de noviembre Danny volvió a casa a todo correr desde el Beso de Lobo. Quería telefonear a Ketchum de inmediato, pero en privado. Era una noche fría en Toronto. A esas alturas del otoño ya habría nevado unas cuantas veces en Coos County, New Hampshire.

Ketchum ya no enviaba muchos faxes. Tampoco telefoneaba a Danny muy a menudo, no tanto como Danny lo telefoneaba a él. Esa noche el teléfono había sonado y sonado; no había recibido respuesta. Danny habría llamado a la Seis Jarras, pero no tenía su número, y nunca había sabido su apellido, como desconocía también el nombre de pila de Ketchum, si es que el viejo maderero lo tenía.

Decidió enviar a Ketchum un fax con alguna estupidez de lo más transparente, algo así como que consideraba conveniente tener el número de teléfono de la Seis Jarras por si surgía alguna emergencia y él no podía localizar a Ketchum.

¡NO NECESITO QUE NADIE ME CONTROLE!

Había contestado Ketchum por fax antes de que Danny se despertara y bajara a la mañana siguiente. Pero después de unos cuantos faxes más y una incómoda conversación telefónica, Ketchum le facilitó a Danny el número de Pam.

Era diciembre de ese mismo año, el 2001, cuando por fin Danny se armó de valor para llamar a la Seis Jarras, que por teléfono no era una gran comunicadora. Sí, Ketchum y ella habían ido un par de veces ese otoño al embalse del Observatorio del Alce y habían visto bailar a los alces —o «dar vueltas y vueltas», como dijo la Seis Jarras—. Sí, también había ido «de acampada» con Ketchum, pero sólo una vez, en una ventisca, y no pegó ojo por culpa de la cadera, pero igualmente la habría tenido en vela Ketchum con sus ronquidos.

Tampoco tuvo suerte Danny al intentar convencer a Ketchum de que fuera a Toronto a pasar las navidades ese año. «Puede que me presente, lo más probable es que no», fue la respuesta de Ketchum, tan independiente como, siempre.

En un abrir y cerrar de ojos se le había echado encima la época del año que Daniel Baciagalupo había aprendido a temer —faltaban sólo unos días para la Navidad de 2001 y se acercaba lo que sería el primer aniversario del asesinato de su padre—, y el escritor estaba cenando a solas en el Beso de Lobo. Tenía el pensamiento disperso, errante, cuando de pronto Patrice —esa presencia siempre refinada y cortés— se acercó a la mesa de Danny.

—Ha venido alguien a verte, Daniel —anunció Patrice con desacostumbrada solemnidad—. Pero, curiosamente, está en la puerta de la cocina.

—¿A verme a mí? ¿En la cocina? —preguntó Danny.

—Una persona alta, de aspecto fuerte —declamó Patrice, con cierto aire premonitorio—. No parece una gran lectora, podría no ser lo que llamarías una admiradora.

—Pero ¿por qué en la puerta de la cocina? —preguntó Danny.

—Ha dicho que no cree ir vestida como para entrar por la puerta del restaurante —contestó Patrice al escritor.

—¿Y es una mujer, dices? —preguntó Danny. ¡Cuánto deseaba que fuera la Señora del Cielo!

—He tenido que mirarla dos veces para asegurarme —dijo Patrice, encogiéndose de hombros—. Pero es, sin lugar a dudas, una mujer.

En el callejón de Crown’s Lañe detrás del restaurante, Pedro el tuerto se había fijado en la mujer alta; gentilmente la había acompañado a la entrada de servicio de la cocina. El antiguo Ramsay Farnham había dicho a Pam la Seis Jarras:

—Aunque no esté en la carta, a menudo tienen cassoulet en esta época del año. Se lo recomiendo.

—No vengo a buscar limosna —contestó la Seis Jarras—. Busco a un fulano, un tal Danny, un escritor famoso.

—Danny no trabaja en la cocina; trabajaba su padre —respondió Pedro el tuerto.

—Lo sé; es sólo que soy una de esas personas que entran por la puerta de atrás —contestó Pam—. Esto parece un sitio de mucho lujo, joder.

El antiguo Ramsay Farnham reaccionó con un momentáneo desdén; debió de tener un flashback de su vida anterior.

—No es para tanto —comentó. Además del esnobismo que llevase en los genes, Ramsay seguía molesto por el cambio de nombre de su restaurante preferido; aunque nadie la había visto, Beso de lobo sería siempre para Pedro el tuerto una película pornográfica.

Había otros indigentes en el callejón; la Seis Jarras los veía, pero se mantenían a distancia de ella. Quizá convenga precisar que Pedro el tuerto sólo era indigente a medias. Los demás en el callejón recelaban de Pam, quien, a pesar de su vestimenta rústica de los bosques del norte, no parecía una indigente.

Incluso Pedro el tuerto veía la diferencia. Pedro llamó a la puerta de servicio del Beso de Lobo, y abrió Joyce, segunda jefa de cocina. Antes de que Joyce pudiera saludarlo, Pedro obligó a la Seis Jarras a entrar en la cocina de un empujón.

—Busca a Danny —dijo Pedro el tuerto—. No se preocupe, no es una de nosotros.

—Conozco a Danny, y él me conoce a mí —se apresuró a decir la Seis Jarras a Joyce—. No soy una fan ni nada por el estilo. (En ese momento, Pam tenía ochenta y cuatro años. No es probable que Joyce la confundiera con una fan, ni siquiera la fan de un escritor). Kristine corrió a buscar a Patrice, mientras Joyce y Silvestro daban una cordial acogida a la Seis Jarras. Para cuando Patrice llevó a Danny a la cocina, Silvestro ya había convencido a Pam para que probara el dúo de foie-gras y confit de pato con una copa de champán. Cuando Danny vio a la Seis Jarras, se le cayó el alma a los pies; Pam la Seis Jarras no era una Señora del Cielo, y Danny dedujo que había pasado algo.

—¿Ha venido Ketchum contigo? —preguntó el escritor, pero Danny ya sabía que Ketchum habría entrado por la puerta de la calle, al margen de como fuese vestido.

—No me hagas hablar ya, Danny aquí no, y no antes de que coma y beba algo —respondió la Seis Jarras—. Joder, me he pasado todo el día conduciendo con el perro ese pedorro; sólo hemos parado a mear y llenar el depósito de la furgoneta. Ketchum me dijo que pidiera las costillas de cordero.

Eso comió la Seis Jarras. Cenaron juntos en la mesa habitual de Danny junto a la ventana. Prendiéndose la servilleta del cuello desabrochado de una camisa de franela de Ketchum, Pam comió las costillas de cordero con los dedos; cuando acabó, se limpió las manos en los vaqueros. La Seis Jarras bebió un par de Steam Whistles de barril y una botella de vino tinto; pidió el plato de quesos en lugar de postre.

Ketchum le había dado indicaciones muy precisas para ir a la casa de Danny, advirtiéndole de que si llegaba a la hora de la cena, probablemente encontraría a Danny en el Beso de Lobo. El maderero también había facilitado datos a la Seis Jarras para ir al restaurante, pero cuando Pam echó un vistazo al interior del Beso de Lobo —la Seis Jarras, con su estatura, podía mirar por encima de la franja del cristal esmerilado del amplio ventanal que daba a Yonge Street—, debieron de disuadirle de entrar algunos de los típicos elementos de la clientela de Rosedale, aquella gente peripuesta que frecuentaba el restaurante. En lugar de eso, fue a buscar un acceso trasero. (Aquella gente de Rosedale podía tener un aspecto muy estirado).

—He puesto la cama de Héroe en la cocina; está acostumbrado a dormir en cocinas —explicó Pam—. Ketchum me dijo que entrara sin llamar, porque tú nunca cierras con llave. Una casa bonita. He dejado mis cosas en la habitación más alejada de la tuya, donde están todas esas fotos de una mujer muy guapa. Así, si tengo una de mis pesadillas, no te despertaré.

—¿Héroe está aquí? —preguntó Danny.

—Ketchum dijo que tú debías tener un perro, pero no voy a darte uno de los míos —respondió la Seis Jarras—. Ese bicho, Héroe, no es lo que se dice muy amigo de los otros perros… Los míos no van a echarlo de menos, joder, eso te lo aseguro.

—¿Has venido hasta aquí sólo para traer a Héroe? —preguntó Danny. (Naturalmente, el escritor sabía que debía de haber algún otro motivo para la visita de Pam, aparte de llevarle al cazador de osos).

—Ketchum dijo que debía verte personalmente. Sin llamadas, ni cartas ni faxes: nada de mariconadas de ésas —dijo la Seis Jarras—. Ketchum debía de tenerlo muy claro, porque lo dejó todo por escrito. Quería dejarte también otros cachivaches: estaba todo en su furgoneta.

—¿Has traído la furgoneta de Ketchum? —preguntó Danny.

—La furgoneta no es para ti; pienso volver con ella —contestó Pam—. Tú no la querrías para ir por la ciudad, Danny; no la querrías en ningún caso, porque aún huele como si un oso se hubiera cagado dentro.

—¿Dónde está Ketchum? ¿Qué ha pasado? —preguntó el escritor.

—Tendríamos que sacar a pasear al perro, o algo —propuso la Seis Jarras.

—Ir a un sitio más privado, ¿quieres decir? —preguntó Danny.

—¡Por Dios, Danny, aquí hay gente con la nariz descoyuntada de tanto meterla donde no debe! —exclamó la Seis Jarras.

Esa noche el Beso de Lobo se hallaba abarrotado; desde el cambio de nombre, y la reforma de Patrice para volver al concepto de bistró, el restaurante se llenaba la mayoría de las noches. A veces Danny tenía la sensación de que las mesas estaban demasiado juntas. Cuando el escritor y Pam la Seis Jarras se disponían a marcharse, ella pareció doblarse a un lado a causa de la lesión de cadera, pero Danny enseguida se dio cuenta de que su intención era inclinarse sobre la mesa contigua, donde una pareja había estado mirándolos durante toda la cena. Como era famoso, Danny se había acostumbrado —casi hasta la indiferencia— a que la gente lo mirase, pero Pam (por lo visto) no se lo había tomado bien. Volcó las copas de vino y agua sobre la mesa de la pareja; como si recuperara de pronto el equilibrio, la Seis Jarras asestó un golpe con el antebrazo en plena cara al caballero allí sentado. Dirigiéndose a la sorprendida mujer de la mesa echada a perder, la Seis Jarras dijo:

—Eso es por no quitarme el ojo de encima, como si se me vieran las tetas o algo así.

Un camarero y un mozo de comedor corrieron hacia el estropicio de la mesa para repararlo; entretanto, Patrice se acercó a Danny como si flotase y lo abrazó en la puerta.

—Otra velada memorable, muy memorable. Daniel —susurró Patrice a Daniel al oído.

—Sólo soy una de esas personas que entran por la puerta de atrás —dijo la Seis Jarras modestamente al dueño y maítre del Beso de Lobo.

Una vez en Yonge Street, y mientras esperaban a que cambiara el semáforo, Danny dijo a la Seis Jarras:

—¡Cuéntamelo, por amor de Dios! Cuéntamelo todo. No escatimes detalles.

—Vamos a ver cómo está Héroe, Danny —respondió la Seis Jarras—. Aún estoy ensayando qué tengo que decir. Como te imaginarás, Ketchum me ha dejado instrucciones a punta pala.

Como se vio, Ketchum metió en la guantera de su furgoneta un sobre con varias hojas llenas de «instrucciones». Había dejado abierta la portezuela de la guantera adrede, para que Pam no pasase por alto el sobre, que estaba debajo de la pistola de Ketchum. («A falta de un pisapapeles mejor», como dijo la Seis Jarras). Danny vio entonces que la furgoneta de Ketchum estaba aparcada en el camino de acceso de Cluny Drive, como si el antiguo ganchero hubiese decidido por fin ir en Navidad. Para proteger su cama de perro, Héroe les gruñó: un hosco saludo. Pam había dejado ya la funda del cuchillo Browning de Ketchum, el de treinta centímetros, en la cama del cazador de osos: quizá para que le hiciera las veces de chupete, pensó el escritor. Había visto el largo cuchillo Browning en la encimera de la cocina y apartado rápidamente la mirada de la enorme hoja. Los pedos del perro habían saturado el aire de la cocina, y posiblemente de toda la planta baja de la casa.

—¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado a Héroe en el ojo? —preguntó Danny a Pam.

—No tiene párpado. Ya te lo contaré después. Tú procura no acomplejarlo por eso —dijo la Seis Jarras.

Danny vio que Pam había dejado la motosierra preferida de Ketchum en el gimnasio.

—¿Para qué quiero yo una motosierra? —preguntó el escritor.

—Ketchum dijo que tenías que quedártela tú —contestó la Seis Jarras. Quizá por cambiar de tema, añadió—: Yo diría que Héroe necesita salir a cagar.

Llevaron a Héroe al parque. Las luces navideñas titilaban por todo el barrio. Volvieron a dejar al perro en la cocina, donde Danny y la Seis Jarras se sentaron a la mesa; el cazador de osos se colocó a lo que parecía una distancia calculada y se quedó mirándolos. Pam se había servido un chupito de whisky.

—Sé que sabes lo que voy a decirte, Danny: sólo que no sabes el cómo —empezó a contar—. Para mí que la historia empieza con tu madre, y todo porque Ketchum se la estaba tirando en vez de aprender a leer, ¿no es así? —dijo la Seis Jarras—. En fin, da igual; éste es el final.

Después, cuando descargaron juntos la furgoneta, Danny se alegró de que la Seis Jarras hubiese dejado la historia para más tarde. Así le había dado tiempo para prepararse, y mientras aguardaba a oír lo que le había pasado a Ketchum, Danny imaginó ya algunos detalles, como es propio de los escritores.

Danny sabía que Ketchum habría deseado ver la danza de los alces una última vez, y que esa vez el viejo leñador no habría invitado a la Seis Jarras a acompañarlo. Como ese día había nevado, aunque ya había cesado —se esperaba una noche bastante fría, con temperaturas muy por debajo de cero—, Ketchum había dicho a la Seis Jarras que sabía que su cadera no estaba en condiciones para soportar una acampada en el promontorio del pabellón-cocina, pero que tal vez le apetecería reunirse con él allí para desayunar al aire libre a la mañana siguiente.

—Un sitio un tanto frío para desayunar, ¿no crees? —había preguntado ella.

Al fin y al cabo, pasaba ya de mediados de diciembre y se acercaba la noche más larga del año. El Twisted River rara vez se helaba antes de enero, pero ¿en qué estaba pensando Ketchum? Aun así (como Pam explicó a Danny), ya habían desayunado antes juntos en el promontorio del pabellón-cocina. A Ketchum siempre le había gustado encender una fogata. Apartaba unas cuantas brasas y preparaba el café a su gusto: en la sartén, usando nieve fundida para el agua y añadiendo unas cáscaras de huevo al café molido. Asaba un par de filetes de venado y escalfaba tres o cuatro huevos en la fogata. La Seis Jarras había accedido a reunirse allí con él para desayunar.

Pero algo no encajaba en el plan, y Pam lo supo. La Seis Jarras echó un vistazo a la furgoneta de Ketchum; allí no había tienda de campaña ni saco dormir. Si el veterano ganchero iba a acampar, o bien tenía la intención de morirse de frío o bien pretendía dormir en la cabina de la furgoneta con el motor en marcha. Por otra parte, Ketchum había dejado a Héroe con Pam. «Creo que el frío también le afecta a la cadera», le había dicho.

—Era la primera noticia que yo tenía —dijo la Seis Jarras a Danny.

Y cuando a la mañana siguiente la Seis Jarras se presentó en el promontorio del pabellón-cocina, supo de inmediato que el plan de Ketchum no incluía un desayuno al aire libre. No había café a medio preparar, ni comida al fuego. No había siquiera fogata. Vio a Ketchum sentado, con la espalda apoyada en lo que quedaba de la chimenea de ladrillo, como si el maderero imaginase que el pabellón-cocina seguía en pie, como si de algún modo el edificio reducido a cenizas siguiera siendo un espacio cálido y acogedor en torno a él.

Héroe corrió hacia su dueño, pero se detuvo en seco a corta distancia de donde Ketchum estaba sentado en la nieve; Pam vio que el cazador de osos tenía el lomo erizado, y de pronto el perro, con las patas rígidas, circundó al viejo maderero. «¡Ketchum!», llamó la Seis Jarras, pero no hubo respuesta del leñador; sólo Héroe volvió la cabeza para mirarla.

—No pude acercarme a él, no durante mucho rato —dijo la Seis Jarras a Danny—. Joder, me di cuenta de que ya se había ido.

Dado que el día anterior había nevado y no había cesado hasta el anochecer, vio sin dificultad cómo lo había hecho. Quedaba un rastro de sangre en la nieve virgen. La Seis Jarras siguió la sangre pendiente abajo hasta la orilla del río; grandes tocones asomaban de la tierra junto a la orilla, y vio que Ketchum había retirado la nieve en uno de ellos. La sangre caliente se había filtrado en el tocón, y el hacha de Ketchum permanecía clavada tan firmemente en la madera que Pam fue incapaz de sacarla. No se veía allí ninguna mano izquierda; obviamente, Ketchum la había lanzado al río.

Habiendo visto el punto en el remanso del río donde Ketchum disparó al tarro de zumo de manzana que contenía las cenizas del cocinero, Danny no tuvo la menor dificultad para imaginar el sitio exacto donde Ketchum había arrojado su mano izquierda. Pero debió de ser todo un esfuerzo para el viejo leñador volver a subir por la ladera hasta el lugar donde estuvo el pabellón-cocina; a juzgar por la sangre que Pam vio en la nieve, Ketchum debía de haber sangrado profusamente.

—Una vez, cuando aún acarreaban frondosas por el Phillips Brook —contó la Seis Jarras a Danny—, vi a Ketchum mientras robaba un poco de leña. Ya sabes, sólo cogía un poco de madera para pasta de papel de una pila; esos troncos de un metro veinte y poco diámetro no eran gran cosa. ¡Pero yo he visto a Ketchum convertir en yesca media cuerda de madera para papel en menos de media hora! Así nadie reconocería la madera si después alguien llegaba a ver la leña en su furgoneta. Ketchum empuñaba el hacha cerca de la hoja…, la cogía con una sola mano, ya sabes, como si fuera un hacha pequeña, y partía los troncos a lo largo, y luego volvía a partirlos, hasta que eran tan delgados que podía cortar los palos de metro veinte por la mitad, convirtiéndolos en astillas de poco más de medio metro, como si fuera puta yesca. Nunca lo vi levantar el hacha con las dos manos. Danny, era tan fuerte y tan preciso que agarraba el hacha con una sola mano, como si fuera un puto martillo. Aquellos payasos de la Compañía Manufacturera Paris nunca supieron por qué desaparecía su madera para papel. Ketchum decía que esos capullos estaban muy ocupados haciendo toboganes en Maine; se llevaban para allí casi toda la madera de frondosas. Esos imbéciles nunca supieron adonde iba a parar su madera de papel.

Sí, Ketchum podía cortar un tronco de frondosa de un metro veinte con una sola mano; Danny había visto al leñador empuñar el hacha, blandiéndola a veces como un hacha grande, a veces como una pequeña. Y después de cortarse la mano, el viejo ganchero tuvo aún fuerzas para ascender por la ladera y, en lo alto, sentarse con la espalda apoyada contra lo que quedaba de la chimenea del pabellón-cocina. Tenía al lado una botella de whisky, dijo la Seis Jarras; contó a Danny que Ketchum había conseguido bebérsela casi toda.

—¿Había algo más? —preguntó Danny a la Seis Jarras—. Quiero decir, en el suelo, a su lado.

—Sí…, un frasco grande de aspirinas —contestó Pam al escritor—. Todavía quedaban muchas aspirinas en el frasco —añadió la Seis Jarras—. Ketchum no era muy aficionado a los calmantes, pero supongo que se tomó alguna que otra aspirina para el dolor; debió de tragárselas con el whisky.

Como Danny sabía, las aspirinas no habían sido «para el dolor»; conociendo a Ketchum, creía que el viejo ganchero probablemente había disfrutado del dolor. El whisky tampoco era para el dolor. Las aspirinas y el whisky, como el escritor sabía, eran única y exclusivamente para propiciar la hemorragia; el maderero era poco comprensivo con quienes tenían un trabajo que hacer y hacían un trabajo de mierda. (Sólo Ketchum podía matar a Ketchum, ¿o no?).

—Ketchum no pudo perdonarse el fracaso en la misión de mantener al Coci con vida —explicó la Seis Jarras al escritor—. Y antes de eso, después de morir tu hijo, Danny, Ketchum se sintió incapaz de protegerte a ti. Lo único que podía hacer era obsesionarse con tus libros.

—Igual que yo —dijo el escritor a la Seis Jarras—. Igual que yo.

La Seis Jarras no se quedó a pasar la Navidad. Después de llevar las armas de Ketchum al dormitorio de Danny en la primera planta —Pam insistió en guardar todas las armas debajo de la cama de Danny, porque ésa era la voluntad de Ketchum—, y una vez acarreadas las cajas de libros de Rosie al estudio de la segunda planta, la Seis Jarras advirtió al escritor que ella madrugaba.

—¿A qué hora te levantas? —preguntó él.

La furgoneta de Ketchum y Pam la Seis Jarras ya habían desaparecido cuando Danny se despertó por la mañana; le había preparado un café y dejado una carta, que había escrito a mano en varios folios del paquete de papel que Danny tenía en el gimnasio. La letra de la Seis Jarras le resultaba muy familiar, de aquellos años en que escribía las cartas de Ketchum en lugar del maderero, por entonces analfabeto. Pero Danny había olvidado lo bien que Pam escribía, mucho mejor de lo que hablaba. Ni siquiera cometía faltas de ortografía. (El escritor se preguntó si eso sería fruto de tanto leer en voz alta a Ketchum). Como es lógico, la carta de la Seis Jarras incluía instrucciones para cuidar de Héroe, pero la mayor parte del contenido era más personal de lo que Danny esperaba. Iba a someterse a la intervención para el implante de cadera en el hospital de Dartmouth-Hitchcock, como Ketchum le había recomendado. Había hecho algunas amistades nuevas en el camping de Saw Dust Alley, aquel aparcamiento de caravanas tan agradable al pie de la Federal 26; a raíz de los atentados del 11 de septiembre había entablado relación con muchos de sus vecinos. Henry, el viejo aserrador de West Dummer al que le faltaban los dedos pulgar e índice, cuidaría de los perros de Pam mientras ella se operaba. (Henry se había ofrecido voluntariamente a cuidar de los perros mientras la Seis Jarras iba y volvía de Toronto en la furgoneta de Ketchum). La Seis Jarras también había hecho ya hacía tiempo algunas amistades en el Hospital del Valle del Androscoggin de Berlin, donde aún trabajaba por las noches en el servicio de limpieza; había telefoneado a sus amigos del hospital al encontrar el cadáver de Ketchum en el promontorio del pabellón-cocina. La Seis Jarras deseaba que Danny supiese que se había quedado sentada con Ketchum buena parte de esa mañana, cogiéndole de la mano que le quedaba, la derecha, «la única con la que a mí me tocaba», como escribió la Seis Jarras en su carta.

Pam dijo a Danny que buscase algunas fotografías guardadas entre las hojas de los libros que en otro tiempo pertenecieron a la madre de Danny. A la Seis Jarras le había costado no quemar los retratos de Rosie, aunque no sólo tuvo que dejar de lado sus celos. La Seis Jarras reconoció que, según creía ahora, Ketchum había querido al cocinero incluso más de lo que había querido en su día a Rosie. Eso la Seis Jarras podía sobrellevarlo, pese a toda esa historia de la mano izquierda. Además, añadía la Seis Jarras, era voluntad de Ketchum que Danny tuviese esas fotos de su madre.

«Sé que no es asunto mío», escribió también Pam a Danny, «pero yo que tú escribiría y dormiría en ese segundo piso. Allí arriba se está tranquilo, en mi opinión, y es la mejor habitación de la casa. Pero sospecho, Danny (y ahora no se te vayan a cruzar los huevos por esto), que en tu vida has tenido ya no pocos fantasmas. Supongo que una cosa es trabajar en una habitación con un fantasma y otra muy distinta dormir en esa misma habitación. Yo no puedo saberlo: no he tenido hijos, a propósito. Mi filosofía siempre ha sido prescindir de aquellas cosas que no me atrevía a perder… a excepción de Ketchum». Danny escribió las palabras «a excepción de Ketchum» en un trozo de folio y lo pegó con celo a una de sus anticuadas máquinas de escribir, otra Selectric II de IBM, la que usaba actualmente en la habitación de la segunda planta que compartía con el fantasma de Joe. Al escritor le gustó la frase «a excepción de Ketchum»: quizá pudiera usarla.

Todo eso había ocurrido hacía tres años, y el tiempo seguía pasando. La única razón por la que Danny no había tirado su reliquia de fax, todavía en la cocina de la casa de Cluny Drive, era que de vez en cuando la Seis Jarras le mandaba un fax y él se lo devolvía. Pam debía de tener ochenta y ocho u ochenta y nueve años —los mismos que tendría Ketchum si el viejo maderero aún viviese—, y sus mensajes por fax habían perdido la chispa literaria que en otro tiempo exhibió como corresponsal.

La Seis Jarras se había vuelto más lacónica con la edad. Cuando leía algo, o lo veía en los noticiarios de televisión —y siempre y cuando el asunto entrase en la categoría de estupidez humana, «más tonto que una cagada de perro»—, la Seis Jarras mandaba un fax a Danny. Pam expresaba resueltamente lo que habría comentado Ketchum acerca de tal o cual cosa, y Danny jamás vacilaba en devolver el fax con su versión de la jerga del ganchero.

No era necesariamente lo que Ketchum acaso hubiera dicho sobre la guerra de Irak o el interminable caos en Oriente Medio lo que en concreto interesaba a Danny o a la Seis Jarras. Era lo que Ketchum habría dicho sobre cualquier cosa. Era la voz del viejo maderero lo que Danny y la Seis Jarras deseaban oír.

Así intentamos mantener vivos a nuestros héroes; de ahí que los recordemos.

La tormenta de mediados de febrero había soplado a través del lago Hurón desde el oeste de Canadá, pero cuando el viento y la nieve azotaron las islas de la bahía de Georgia, cambió la dirección del viento y siguió nevando; el viento soplaba ahora desde el sur, desde Parry Sound hasta la bahía de Shawanaga. Desde su choza de escribir, Danny ya no veía dónde terminaba la bahía y empezaba la tierra firme. Debido a las condiciones de whiteout creadas por la tormenta, los abetos de lo que Danny sabía que era tierra firme se mostraban como el espejismo de un bosque flotante, o como si los árboles crecieran en la bahía helada. El viento elevaba espirales de nieve hacia el cielo; estos remolinos semejaban pequeños tornados de nieve. A veces, cuando el viento soplaba en dirección norte, a lo ancho de la bahía de Shawanaga, se producían tornados reales, no muy distintos de los que se ven en el Medio Oeste de Estados Unidos o en las praderas de Canadá, como Danny sabía. (Andy Grant había prevenido al escritor de que se cuidase de ellos). Incansable había telefoneado a Danny al móvil. Ese día no le apetecía ser una mujer de la limpieza en una isla; no era buena idea salir a bordo del hidrodeslizador Polar, no con tan mala visibilidad. En una tormenta parecida, hacía sólo unos años, contó Incansable a Danny, un gañán descerebrado de Ohio había embarrancado con su hidrodeslizador en O’Connor Rocks, justo al oeste de Moonlight Bay. (Danny tenía que pasar por allí para recoger a Incansable en la reserva india de Shawanaga Landing).

—¿Qué le pasó a ese gañán descerebrado de Ohio? —preguntó Danny.

—A ese pobre tonto lo encontraron congelado, tieso como un palo —respondió Incansable—. Déle un beso a Héroe de mi parte —dijo ella.

—No doy muchos besos a Héroe —contestó Danny a Incansable—. O al menos no siento grandes deseos de hacerlo.

—Pues debería besarlo más —dijo la mujer de la Primera Nación—. Creo que Héroe sería más amable con usted si le besara mucho.

Durante toda la mañana, en la choza de escribir, Héroe había estado tirándose unos pedos que eran un horror, un horror casi comparable a la ventisca que contemplaba Danny por la ventana. Era una mañana en la que el escritor se sentía poco tentado de estrechar su relación con el cazador de osos. «¡Por Dios, Héroe!», había exclamado Danny varias veces en el transcurso de la hedionda mañana, pero el mal tiempo no permitía dejar fuera al walker bluetick. Y a pesar de la inexorable flatulencia del perro, el trabajo fluía bien; Danny se aproximaba decididamente al principio de su primer capítulo.

Ciertas frases acudían ahora a su cabeza completas, intactas; incluso la puntuación parecía ya fija. Cuando dos frases así nacían consecutivamente, una justo detrás de la otra, el escritor se abstraía aún más en la labor. Había escrito el primer par de la mañana en un folio y lo había clavado a la tosca pared de pino de la choza de escribir. Danny miraba aún las frases, releyéndolas.

«En cuanto al río, seguía su curso, como es propio de los ríos… como es propio de los ríos. Bajo los troncos, el cadáver del joven canadiense siguió el curso del río, que lo zarandeó de aquí para allá…, de aquí para allá». A Danny le complacía la repetición. Sabía que ése era material para el primer capítulo, pero el pasaje correspondía al final del capítulo; no sonaba a principio, eso desde luego. Danny había trazado un círculo alrededor de «Bajo los troncos», frase que, según consideraba el escritor, no sería mal título para el capítulo. Aun así, el primer capítulo parecía centrarse sobre todo en el cocinero; no se centraba en el muchacho que había resbalado y caído bajo los troncos.

«En presencia del cocinero no podía mencionarse “el pasado” ni “el futuro” sin que él arrugara el entrecejo», escribió Daniel Baciagalupo. Había otras frases aisladas sobre este joven cocinero; para Danny eran como mojones o postes indicadores que le ayudaban a orientarse mientras elaboraba la trama del primer capítulo. Otra frase era: «En opinión del cocinero, el Twisted River, el “Río Tortuoso”, no tenía recodos suficientes para justificar tal nombre». Habría mucho más sobre el cocinero, por supuesto; seguían saliendo cosas. «El cocinero pudo ver que el cuadrillero de la muñeca rota había llegado a la orilla empuñando su propio bichero con la mano ilesa», escribió Danny.

El cocinero sería un personaje central para expresar el punto de vista en el primer capítulo, imaginó el escritor, como asimismo imaginó que lo sería el hijo de doce años del cocinero. «El cocinero sabía de sobra que el joven canadiense era quien, en efecto, había caído bajo los troncos», escribió Daniel Baciagalupo. Y había una frase sobre el cocinero que el escritor dejó inacabada, al menos de momento. «En el cocinero se advertía un halo de aprensión contenida, como si por norma esperase los desastres más imprevistos…», en fin, ése era el límite al que Danny quería llegar con esa oración, que, como sabía, debería completar otro día. Por ahora, bastaba con mecanografiar todos esos pensamientos sobre el cocinero en un único folio y clavar el papel a la pared de la choza de escribir.

«En un pueblo como Twisted River, lo único que no cambiaba era la meteorología», había escrito también Danny; quizás ésa serviría como primera frase del capítulo, pero el escritor sabía que podía mejorarse. Aun así, la frase sobre la meteorología era digna de conservarse; Danny podía usarla en otro sitio. «Ahora había llegado otra vez la temporada del barro, la época del año en que el río bajaba crecido», escribió Daniel Baciagalupo, una frase inicial mejor, pero en realidad no era eso lo que el escritor buscaba.

Sobre el personaje de Ketchum, todo era más fragmentario. Sobre el personaje de Ketchum no acudió a Danny nada en forma de frase completa, todavía no. Tenía algo en la línea de «para Ketchum, una muñeca rota durante la conducción de una maderada era poca cosa en comparación con todo el daño que ya se había hecho a sí mismo»; a Danny le gustaba esa idea, pero no veía adonde iría la frase. En otro fragmento se aludía a que Ketchum no era «precisamente un neófito en cuanto al carácter traicionero de la maderada». Danny sabía que podía utilizar eso y lo utilizaría, pero no veía claro dónde; quizá cerca de una frase todavía dudosa sobre Ketchum tendido de espaldas en la orilla del río «como un oso embarrancado». No obstante, estos fragmentos acabaron también en la pared de la choza de escribir, donde quedaron clavados junto con los otros postes indicadores o mojones.

En este punto, el escritor veía el personaje de Ángel con mayor nitidez que el personaje de Ketchum, pese a que para Daniel Baciagalupo era evidente que el personaje de Ketchum tendría más protagonismo. (Tal vez era el que tendría más protagonismo de todos, pensaba Danny). En ese preciso momento —en medio de lo que vino a ser una andanada más tóxica de pedos procedentes del perro—, volvió a sonar el móvil de Danny.

—Buenos días, Señor Escritor —dijo Lupita.

—Buenos días, Lupita —contestó Danny.

La mujer de la limpieza mexicana no telefoneaba muy a menudo. Durante esas diez semanas del invierno que Danny pasaba en la isla de la bahía de Georgia, Lupita cuidaba la casa de Cluny Drive; abría y leía el correo del autor, escuchaba los mensajes del contestador, también estaba atenta al fax. Una vez por semana, Lupita confeccionaba una lista de lo que consideraba importante comunicarle a Danny; en esencia, lo que creía que no podía esperar hasta su regreso a Toronto. Le enviaba por fax la lista de mensajes prioritarios al despacho de Andy Grant en Pointe au Baril Station.

Danny siempre dejaba un par de talonarios con cheques en blanco firmados para Lupita, que pagaba las facturas mientras él estaba ausente. Saltaba a la vista que la mujer de la limpieza mexicana disfrutaba sobre todo leyendo el correo del escritor y decidiendo qué era importante y qué no. Esto alimentaba sin duda su orgullo, la sensación de que poseía una autoridad inconmensurable, un control casi gerencial sobre la vida doméstica del autor de superventas.

Danny sabía que Lupita habría aprovechado cualquier oportunidad que se presentara para hacerse cargo también de la triste vida personal del escritor. Si hubiese tenido hijas, se las habría presentado. Pero Lupita en cambio sí tenía sobrinas; dejaba descaradamente sus fotografías en la encimera de la cocina y llamaba (después de marcharse a casa) para decirle que había «perdido» unas fotos que le eran muy queridas. ¿Tal vez él las había visto por algún sitio?

—Lupita, las fotos están en la encimera de la cocina, donde se cae de su peso que las ha dejado usted —decía él.

—La belleza morena con la camiseta rosa sin mangas, la de la sonrisa maravillosa y la piel magnífica…, es de hecho mi preciosa sobrina. Señor Escritor.

—Lupita, parece una adolescente —señalaba Danny.

—No, es mayor…, un poco —contestaba Lupita.

En una ocasión Lupita le había dicho:

—Usted no se case con otra escritora. Lo único que conseguirían es deprimirse el uno al otro.

—No voy a casarme con nadie, nunca —contestó él.

—En vez de eso, ¿por qué no se da una puñalada en el corazón? —preguntó ella—. ¡Pronto estará tratando con prostitutas! Sé que le habla al perro… ¡Lo he oído!

Si Lupita lo llamaba a Pointe au Baril, es que estaba desconcertada por algo, Danny lo sabía.

—¿Qué pasa, Lupita? —preguntó él por el móvil—. ¿Nieva allí en Toronto? Aquí tenemos una buena ventisca. Héroe y yo estamos aislados.

—Por lo que se refiere a ese desdichado perro, no sé, pero creo que a usted desde luego le gusta estar aislado, Señor Escritor —dijo Lupita. Era evidente que no era el tiempo el motivo de su preocupación: no llamaba por eso.

A veces Lupita estaba convencida de que alguien vigilaba la casa de Cluny Drive; de vez en cuando, así era. Unos cuantos admiradores tímidos al año, lectores un tanto obsesionados con la esperanza de ver al autor. O granujas de los medios de comunicación, tal vez… con la esperanza de ver ¿qué? (Otro intercambio de disparos, quizá). Una sórdida revista canadiense había publicado un mapa indicando dónde vivían los famosos de Toronto; habían incluido la casa de Danny en Cluny Drive. No muy a menudo, pero sí una vez al mes o algo así, se presentaba ante la puerta un coleccionista de autógrafos; Lupita los ahuyentaba como si fueran mendigos. «¡Le pagan por escribir libros, no por firmarlos!», decía la mujer de la limpieza.

Un imbécil de la prensa incluso había llegado a escribir sobre Lupita: «La novia con la que convive el escritor propenso a la reclusión es una persona robusta de aspecto hispano, una mujer de cierta edad con una extrema tendencia a la protección». Lupita no le había visto la gracia a eso; tanto lo de «robusta» como lo de «cierta edad» la agraviaron profundamente. (En cuanto a la tendencia de Lupita, ahora era más protectora que nunca).

—Alguien lo busca. Señor Escritor —dijo Lupita por el móvil—. No me atrevería a decir que esa mujer lo acosa… Todavía no… Pero está decidida a encontrarlo, eso se lo aseguro.

—¿Muy decidida? —preguntó Danny.

—¡Yo no le permitiría entrar! —exclamó Lupita—. No le dije dónde está usted, por supuesto.

—Por supuesto —repitió Danny—. ¿Qué quería?

—No lo dijo; es muy altiva. Te traspasa con la mirada… ¡Ay, si las miradas mataran, como suele decirse! Y tuvo la osadía de insinuar que sabía dónde está usted. Andaba a la caza de más información, creo, pero yo no mordí el anzuelo —contestó Lupita, muy orgullosa.

—Tuvo la osadía de insinuar, ¿cómo? —preguntó Danny.

—Tenía más información de la natural —contestó Lupita—. Preguntó si usted estaba en esa isla donde antes vivía con la guionista. Yo dije: «¿Qué isla?». Y, bueno…, ¡tendría que haber visto con qué cara me miró!

—¿Como si supiese que mentía? —preguntó Danny.

—¡Sí! —exclamó Lupita—. Puede que sea una bruja.

Pero todos los admiradores de Danny Ángel sabían que había vivido con Charlotte Turner, y que por entonces veraneaban en la bahía de Georgia; incluso se había publicado en algún sitio que el escritor supuestamente propenso a la reclusión pasaba los inviernos en una isla remota del lago Hurón. (Bueno, sí que era «remota» en invierno). Para un lector de Danny Ángel, aquello era básicamente una deducción lógica; de ahí no podía extraerse la conclusión de que la mujer que le buscaba tenía poderes de bruja.

—¿Cómo era esa mujer, Lupita? —preguntó Danny; estuvo tentado de preguntar a la mujer de la limpieza mexicana si había visto una escoba, o si la mujer con más información de la natural iba acompañada de un olor a humo o el chisporroteo de una hoguera.

—¡La verdad es que daba miedo! —declaró Lupita—. Tenía los hombros grandes… ¡Cómo un hombre! ¡Era una mole!

—Una mole —repitió Danny y al hacerlo, se acordó de su padre. (Era a todas luces hijo del cocinero: llevaba la repetición en los genes).

—Daba la impresión de que viviese en un gimnasio —explicó Lupita—. Yo no buscaría pelea con ella, créame.

La palabra «culturista» acudió a los labios del escritor, pero no la articuló. La amalgama de impresiones de Lupita indujeron de pronto a Danny a invocar el espíritu de la Señora del Cielo, pues ¿acaso Amy no tenía el aspecto de quien vive en un gimnasio? ¿No era la Señora del Cielo capaz de traspasarte con la mirada? (¡Si las miradas matasen, desde luego!). ¿Y no era Amy una mole? Por alguna razón la palabra «altiva» no se correspondía con la Señora del Cielo, pero el escritor comprendió que eso podía ser una mala interpretación de Lupita.

—¿Tenía algún tatuaje? —preguntó Danny.

—¡Señor Escritor, estamos en febrero! —exclamó Lupita—. La obligué a quedarse fuera, en el frío. ¡Parecía una exploradora del Ártico!

—¿Vio de qué color tenía el pelo? —preguntó Danny. (Amy lo tenía entre rubio y rojizo, recordó: nunca la olvidaría).

—Llevaba una parka… ¡con capucha! —declaró Lupita—. ¡No le veía ni el color de las cejas!

—Pero era grande —insistió Danny—. No sólo ancha de hombros, sino también alta, ¿no?

—¡Cómo una torre! —exclamó Lupita—. ¡Es una giganta!

No tenía sentido preguntar a Lupita si había visto un paracaídas en algún sitio. Danny buscaba algo más que preguntar. Al principio la Señora del Cielo le pareció mayor que él, pero luego cambió de idea; tal vez se acercaba más a su edad de lo que él había pensado.

—¿Qué edad debía de tener, Lupita? —preguntó Danny—. ¿Calcula que era como yo, o un poco mayor, quizá?

—Más joven —contestó Lupita con convicción—. No mucho más joven, pero desde luego más joven que usted.

—Ah —dijo el escritor; sabía que su decepción era perceptible.

Danny sintió desesperación por haber imaginado que tal vez Amy había vuelto a caer del cielo. Los milagros no ocurren dos veces. La propia Señora del Cielo había dicho que era un ángel sólo «a veces». Pero Lupita había empleado la palabra «decidida» para referirse a la misteriosa visitante; la Señora del Cielo sin duda le había parecido decidida. (¡Y con qué adoración la había mirado el pequeño Joe!).

—Bueno, sea quien sea —dijo Danny a Lupita por el teléfono—, no se presentará aquí hoy, no con esta tormenta.

—Se presentará allí algún día, o volverá aquí… Lo sé —advirtió Lupita—. ¿Cree usted en las brujas, Señor Escritor?

—¿Cree usted en los ángeles? —preguntó Danny.

—Esa mujer tiene un aspecto demasiado peligroso para ser un ángel —respondió Lupita.

—Estaré atento por si aparece —aseguró Danny—. Le diré a Héroe que es un oso.

—Estaría más a salvo si se encontrara con un oso, Señor Escritor —afirmó Lupita.

En cuanto acabó su conversación telefónica, Danny no pudo evitar pensar que —pese al cariño que le tenía— Lupita era una vieja mexicana muy supersticiosa. ¿Creían los católicos en las brujas?, se preguntaba el escritor. (Danny no sabía en qué creían los católicos, y menos en qué creía Lupita concretamente). Estaba exasperado por la interrupción en su trabajo; además. Lupita se había olvidado de decirle cuándo había tenido lugar su enfrentamiento con la giganta en Toronto. ¿Esa mañana, quizás, o la semana anterior? Poco antes se sentía en vena, elaborando la trama de su primer capítulo. Por una llamada absurda, había descarrilado por completo; ahora incluso el mal tiempo era una distracción.

El inuksuk estaba enterrado bajo la nieve. («Eso nunca es buena señal», imaginó el escritor que diría Incansable). Y Danny no soportaba contemplar ese pequeño pino doblado por el viento. Aquel día el pino tullido se parecía demasiado a su padre. Daba la impresión de que estaba a punto de perecer, encogido, cargado de nieve, bajo la tormenta.

Si Danny miraba hacia el sudeste —en dirección a la isla de Pentecost, en la desembocadura del río Shawanaga—, veía sólo un vacío blanco. No había absolutamente nada más a la vista. Ninguna demarcación indicaba dónde terminaba el cielo blanco arremolinado y dónde empezaba la bahía nevada: no había horizonte. Cuando miraba al sudoeste, la isla de Burnt parecía invisible: como si hubiera desaparecido, se hubiera extraviado en la tormenta. Al este, Danny sólo distinguía las copas de los árboles más altos en tierra firme, pero no la propia tierra. Como ocurría con el horizonte perdido, no se veía el menor rastro de tierra. En la parte más estrecha de la bahía se hallaba la choza de un pescador; quizá la ventisca se la había llevado, o la choza del pescador sencillamente se había perdido de vista (como todo lo demás).

Danny pensó que más valía acarrear unos cuantos cubos de agua de más a la casa principal mientras aún se viese el lago. La nieve recién caída habría ocultado el último agujero abierto en el hielo; Danny y Héroe deberían andar con cuidado para no pisar la fina capa de hielo del agujero y caerse dentro. Era absurdo arriesgarse a ir al pueblo ese día; Danny podía sacar algo del congelador. Tampoco cortaría leña.

Fuera, la nieve arrastrada por el viento le escocía a Héroe en el ojo abierto, sin párpado. El perro se pasaba la pata por la cara una y otra vez.

—Sólo cuatro cubos. Héroe; sólo dos viajes a la bahía ida y vuelta —dijo Danny al cazador de osos—. No pasaremos mucho rato fuera.

Pero de repente el viento cesó por completo, justo cuando Danny acarreaba el segundo par de cubos desde la bahía. Ahora la nieve caía recta en forma de copos más grandes y blandos. La visibilidad no era mejor, pero resultaba menos incómodo estar bajo la tormenta.

—Sin viento no hay dolor. Héroe, ¿qué te parece eso? —preguntó Danny al walker bluetick.

El ánimo del perro había mejorado considerablemente. Danny observó a Héroe correr detrás de una ardilla roja, y acarreó dos cubos más (un total de seis) desde la bahía. Ahora tenía agua de sobra en la casa principal para capear la tormenta, por más que nevase. ¿Y qué más daba hasta cuándo duraba? No había caminos que despejar.

Tenía mucha carne de venado en el congelador. Dos filetes se le antojaban demasiado, pero uno tal vez no bastara; Danny decidió descongelar dos. Tenía pimientos y cebollas en abundancia, y champiñones; podía rehogarlo todo junto, y hacerse además una pequeña ensalada de lechuga. Preparó una marinada para el venado: yogur y limón recién exprimido con comino, cúrcuma y chile. (Era una marinada que recordaba del Mao’s). Danny avivó el fuego de la estufa de leña de la casa principal; si dejaba la carne marinada cerca de la estufa, los filetes se habrían descongelado a la hora de la cena. Sólo era media mañana.

Danny dio agua a Héroe y se preparó un almuerzo ligero. La ventisca lo había eximido de sus habituales quehaceres vespertinos; con un poco de suerte, podría volver a trabajar en la choza de escribir. Tenía la sensación de que ese primer capítulo lo aguardaba. Sólo los pedos del cazador de osos lo distraerían.

—Bajo los troncos —dijo el escritor en voz alta a Héroe, probando cómo sonaba la frase como título de capítulo. Era un buen título para un primer capítulo, pensó Danny—. Vamos, Héroe —dijo al perro, pero no habían salido aún de la casa principal cuando volvió a sonar el móvil de Danny: la tercera llamada del día. La mayor parte de los días, en la vida invernal del escritor en la isla de Charlotte, el teléfono no sonaba ni una sola vez.

—Es el oso, Héroe —dijo Danny al perro—. ¿Qué te juegas a que la osa enorme viene hacia aquí? Pero la llamada era de Andy Grant.

—Llamo para ver cómo estás —dijo el constructor—. ¿Cómo sobrevivís Héroe y tú a la tormenta?

Héroe y yo sobrevivimos perfectamente; de hecho, estamos muy a gusto —respondió Danny—. Estoy descongelando la carne de un ciervo que cazamos tú y yo.

—No tienes previsto venir a hacer la compra, ¿verdad que no? —preguntó Andy.

—No tengo previsto ir a ningún sitio —contestó Danny.

—Me parece buena idea —convino Andy—. En esa zona tienes condiciones de whiteout, ¿verdad?

—Whiteout absoluto —confirmó Danny—. No veo la isla de Burnt; ni siquiera veo tierra firme.

—¿Ni desde el embarcadero de atrás? —preguntó Andy.

—Eso no lo sé —contestó Danny—. Héroe y yo estamos hoy muy perezosos. No nos hemos atrevido a ir ni al embarcadero de atrás. —Se produjo un largo silencio, tan largo que Danny echó un vistazo a la pantalla del móvil para asegurarse de que no se había cortado la comunicación.

—Quizá convenga que Héroe y tú vayáis a ver qué se ve desde el embarcadero de atrás, Danny —recomendó Andy Grant al escritor—. Yo que tú esperaría diez o quince minutos, y luego iría a echar un vistazo.

—¿Qué debo buscar, Andy? —preguntó el escritor.

—Una visita —respondió el constructor—. Alguien te busca, Danny, y parece muy decidida a encontrarte.

—Muy decidida —repitió Danny.

La mujer se había presentado en el dispensario de Pointe au Baril pidiendo indicaciones para ir a la isla de Turner. La enfermera la había remitido a Andy. En el pueblo, todo el mundo sabía que Andy Grant velaba por la intimidad del famoso novelista.

La mujer grande y de aspecto fuerte no tenía hidrodeslizador; tampoco tenía motonieve. Ni siquiera llevaba esquís, sólo palos de esquí. Su mochila era enorme y colgaban de ella unas raquetas de nieve. Si había viajado en coche, debía de ser de alquiler, y ya se había desprendido de él. Tal vez había pasado la noche en el Larry’s Tavern, o en algún motel cercano a Parry Sound. No era posible que hubiese recorrido toda la distancia entre Toronto y Pointe au Baril Station por carretera, no esa mañana, no con esa ventisca. La nieve había tapado la bahía de Georgia, desde la isla de Manitoulin hasta Honey Harbour, y —según Andy— aún nevaría toda la noche.

—Dice que te conoce —explicó Andy al escritor—. Pero si resulta que es sólo una admiradora chiflada, o una coleccionista de autógrafos psicópata, en esa mochila hay espacio suficiente para tus ocho libros, tanto en tapa dura como en rústica. Por otra parte, en esa mochila cabría también una escopeta.

—Me conoce, ¿cómo? ¿Cuándo me conoció? ¿Y dónde? —preguntó Danny.

—Sólo ha dicho: «Lo nuestro viene de lejos». No estarás esperando la visita de una novia enfadada, ¿eh, Danny?

—No espero a nadie, Andy —contestó el escritor.

—Desde luego, se la ve una mujer poderosa, Danny —comentó el constructor.

—¿Es muy grande? —preguntó Daniel Baciagalupo.

—Entra en la categoría de giganta —respondió Andy—. Unas manos como zarpas; las botas más grandes que las mías. En su parka cabríamos tú y yo juntos; incluso habría espacio para Héroe.

—Debe de parecer una exploradora del Ártico, supongo —aventuró el escritor.

—Desde luego lleva la ropa adecuada para este tiempo —dijo Andy—. Los pantalones de nieve, los guantes de motonieve… y la parka va provista de una buena capucha.

—No le habrás visto el color del pelo, ¿verdad? —dijo el escritor.

—¿Con esa capucha? ¡Qué va! Ni siquiera sabría decirte el color de sus ojos —respondió Andy.

—¿Y qué edad dirías que tiene? —preguntó Danny—. ¿Más o menos la mía, quizás, o un poco mayor?

—¡Qué va! —repitió el constructor—. Es más joven que tú de lejos, Danny. Al menos lo que he visto de ella. Está en muy buena forma.

—Si llevaba tanta ropa, ¿cómo sabes que estaba en forma? —preguntó el escritor.

—Ha entrado en mi despacho… sólo para consultar el mapa de la bahía —informó el constructor a Danny—. Mientras localizaba la isla de Turner en el mapa, he sopesado su mochila; sólo la he levantado del suelo y la he vuelto a dejar. Pesa unos treinta y cinco kilos, Danny; esa mochila pesa tanto como Héroe, y esa mujer ha salido de aquí cargando con ella como si fuera una almohada.

—Se parece a alguien que conocí una vez —dijo Danny—, pero la edad no se corresponde. Si es la mujer en la que pienso, no puede ser más joven que yo ni «de lejos», como tú has dicho.

—En eso podría equivocarme —admitió Andy—. La gente envejece de manera distinta, Danny. Algunas personas se quedan igual; otras, pasas un tiempo sin verlas y no las reconoces.

—Pues ha pasado mucho tiempo si es la que yo creo —dijo Danny—. ¡Casi cuarenta años! No puede ser ella —añadió el escritor; parecía impaciente consigo mismo. Danny no se atrevía a acariciar la esperanza de que fuese la Señora del Cielo. Cayó en la cuenta de que hacía ya mucho tiempo desde que no acariciaba ninguna esperanza. (En otro tiempo acarició la esperanza de que a su querido Joe no le ocurriese ninguna desgracia. También acarició la esperanza de que su padre sobreviviese largamente al vaquero, y de que Ketchum muriese de forma plácida, dormido, con las dos manos intactas. Daniel Baciagalupo no tenía un buen historial en cuestiones de esperanza).

—Danny, es una tontería pensar que puedes adivinar siquiera cómo será una persona al cabo de cuarenta años —señaló Andy—. Unos cambian más que otros, yo sólo digo eso. Oye —añadió el constructor—, ¿qué te parece si me paso por allí? Quizá la alcance con mi motonieve. Podría llevarla el resto del camino, y si no te gusta, o no es la persona que tú crees, la traigo otra vez a Pointe au Baril.

—No, Héroe y yo nos las arreglaremos —respondió Danny—. Siempre puedo llamarte si necesito ayuda para obligarla a marcharse, o algo así.

—Mejor que Héroe y tú os pongáis en camino hacia el muelle de atrás —aconsejó Andy—. Ha salido de aquí hace ya un rato, y tiene una zancada muy larga.

—De acuerdo, nos ponemos en marcha. Gracias, Andy —dijo Danny.

—¿Seguro que no quieres que me pase por ahí, o que haga algo por ti? —preguntó el constructor.

—He estado buscando la primera frase para mi primer capítulo —contestó el escritor—. Tú no tendrás una primera frase para mi, ¿verdad?

—En eso no puedo ayudarte —dijo Andy Grant—. Tú llámame si tienes algún problema con esa mujer.

—No habrá ningún problema —respondió Danny.

—Danny, coge la vieja Remington cuando vayas al embarcadero de atrás. Es buena idea que lleves un arma… y asegúrate de que la ve, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —contestó el escritor.

Héroe, como siempre, se excitó al ver que salía a pasear con la carabina Springfield. 30-06 de Ketchum.

—No te hagas muchas ilusiones. Héroe —advirtió Danny al perro—. Lo más probable es que no sea un oso.

En el ancho camino desde la casa principal hasta la choza de escribir la nieve le llegaba hasta las rodillas, pero no era tan profunda en el estrecho sendero que llevaba a través del bosque desde el lugar de trabajo de Danny hasta el embarcadero de atrás.

Cuando pasó por delante de la choza de escribir, el escritor dijo en voz alta: «Volveré, primer capítulo. Pronto nos veremos, primera frase».

Héroe se había adelantado a todo correr. Había un bosquecillo de cedros, resguardado del viento, donde una pequeña manada de ciervos había pasado la noche. O bien héroe los había ahuyentado o habían seguido su camino al amainar el viento. Héroe olfateaba; probablemente había excrementos de ciervo bajo la nieve. La nieve en el bosquecillo de cedros estaba aplanada allí donde se habían acurrucado los ciervos.

—Se han ido, Héroe; se te han escapado —dijo Danny al cazador de osos—. A estas horas, esos ciervos se encuentran ya en la isla de Barclay o en tierra firme. —El perro se revolcaba en la nieve donde había dormido la manada—. Si te revuelcas sobre las cagadas de ciervo, Héroe, te daré un baño, con champú y todo.

Héroe aborrecía los baños; a Danny tampoco le entusiasmaba lavar a ese perro poco cooperador. En la casa de Cluny Drive, en Toronto, era Lupita quien bañaba al perro. Parecía gustarle reñir a Héroe mientras lo hacía. («¿Qué, señor Macho? ¿Qué le parece tener sólo un párpado? Pero eso es lo que uno consigue por meterse en peleas, señor Macho, ¿o no?»). Debía de haberse acumulado un metro de nieve sobre el tejado de la cabaña del abuelo, a la que ni el escritor ni el perro miraron más que de pasada. Si esa cabaña había estado encantada antes, ahora lo estaba aún más; ni Danny ni Héroe habrían agradecido un encuentro con el fantasma de Ketchum. Si el viejo maderero era un fantasma, Danny sabía que la cabaña del cazador furtivo era el sitio ideal para él.

En la puerta trasera, la nieve se había amontonado hasta la altura del muslo. Más allá de la bahía helada se veían partes de tierra firme en el whiteout, pero la orilla opuesta no se perfilaba con claridad; la tierra firme aparecía desdibujada. El contorno de la orilla asomaba fugazmente. A lo lejos, fragmentos del paisaje cobraban forma por un momento para desaparecer al cabo de un instante. No había ninguna señal de identificación que permitiese a Danny ver exactamente el lugar donde desembocaba el paso de motonieves de Payne’s Road en la bahía, pero desde la posición elevada del embarcadero el escritor distinguía la silueta de la choza del pescador. No se la había llevado la tormenta, y sin embargo la choza se veía tan borrosa bajo la constante nieve que Danny supo que, para cuando pudiera verla, la raquetista habría recorrido media bahía.

¿Qué había dicho el pequeño Joe aquel día en el asado de cerdo? «Avión. No es un pájaro». Y luego, mientras Danny observaba a Katie en lugar de la avioneta, había oído decir a Joe: «No vuela. ¡Cae!». Fue entonces cuando Danny la vio: la paracaidista descendía en caída libre, precipitándose a través del cielo, cuando el escritor la avistó por primera vez, sólo segundos antes de abrirse el paracaídas. Y la propia Amy se hizo más visible progresivamente. Primero quedó claro que era una mujer paracaidista; luego, de pronto, resultó que iba desnuda. Sólo cuando Danny estuvo junto a ella, en la porqueriza —entre el barro y la mierda de cerdo—, cayó en la cuenta de lo grande que era. ¡Era muy maciza!

Ahora el escritor escrutó la bahía con los ojos entornados, a través de la nieve que caía, como si esperase que otra avioneta surgiese del horizonte borrado, o que otro paracaídas rojo, blanco y azul se abriera de repente.

Quienquiera que fuese, esta vez no iría desnuda, eso el escritor lo sabía. Pero también sabía que, como la paracaidista, saldría de la nada, igual que un ángel cae a la tierra desde el cielo. La buscaba y la buscaba, pero Danny entendió que, en medio del whiteout de la ventisca, la mujer simplemente aparecería, como por arte de magia. No habría nada ante sus ojos y al cabo de un segundo ella habría recorrido ya media bahía y seguiría acercándose, una larga zancada tras otra.

Pero el escritor no había tenido en cuenta que Héroe era cazador; el cazador de osos conservaba el oído en una de sus orejas y tenía un olfato muy fino. El gruñido se inició en el pecho del perro, y el primer ladrido quedó amortiguado, medio ahogado en la garganta. No había nadie allí fuera, en la bahía helada, pero el cazador de osos sabía que la mujer iba hacia allí; el perro empezó a ladrar en serio sólo segundos antes de que Danny la viese.

—Calla, Héroe, no la asustes —ordenó Danny. (Por supuesto, el escritor era consciente de que si se trataba de la Señora del Cielo, nada podía asustarla). La raquetista avanzaba a toda marcha, casi corría, cuando Danny la vio. A ese paso, y con una mochila tan pesada, sudaba a mares. Se había bajado la cremallera de la parka para refrescarse; la capucha, que se había echado hacia atrás, descansaba en sus anchos hombros. Danny vio su cabello rubio rojizo; lo llevaba un poco más largo que antes, cuando era paracaidista. El escritor comprendió por qué a Lupita y Andy Grant les pareció más joven que Danny; Amy parecía más joven que el escritor, aunque no «de lejos». Cuando llegó al embarcadero, Héroe dejó de ladrar por fin.

—No irás a pegarme un tiro, ¿eh, Danny? —preguntó Amy. Pero el escritor, que no había tenido mucha suerte con la esperanza, no pudo contestar. Danny había enmudecido y no podía apartar la vista de ella.

Como nevaba, las lágrimas en la cara de Danny se habían mezclado con la nieve; probablemente no sabía que lloraba, pero Amy le vio los ojos.

—Eh, aguanta, espera un poco, ya llego —dijo—. He venido lo antes posible, ¿sabes? —Desde abajo, lanzó la mochila al embarcadero junto con los palos de esquí, trepó por las rocas y, en cuanto pisó el embarcadero, se quitó las raquetas.

—Señora del Cielo —dijo Danny; no pudo decir nada más. Sintió que se deshacía.

—Sí, soy yo —dijo ella, y lo abrazó; atrajo la cara de Danny contra su pecho. Él se limitó a estremecerse—. Vaya, estás aún más hecho polvo de lo que pensaba —observó Amy—, pero ahora ya estoy aquí, y te tengo: te recuperarás.

—¿Dónde has estado? —consiguió preguntar él.

—Tenía otro proyecto: dos, de hecho —contestó ella—. Resultaron pérdidas de tiempo. Pero llevo pensando en ti… años y años.

A Danny no le importaba si ahora el proyecto de la Señora del Cielo era él; imaginaba que ella había tenido un sinfín de proyectos, más de dos. ¿Y qué?, pensó el escritor. Pronto cumpliría sesenta y tres años; Danny sabía que no era una bicoca.

—Habría podido venir antes, pedazo de cabrón, si hubieses contestado a mi carta —dijo Amy.

—No llegué a ver tu carta. La leyó mi padre y la tiró. Pensó que eras una stripper —contestó Danny.

—Eso fue hace mucho tiempo, antes del paracaidismo —explicó Amy—. ¿Estuvo tu padre alguna vez en Chicago? No he vuelto a hacer striptease desde Chicago.

Danny encontró la idea graciosa, pero antes de poder aclarar el malentendido, la Señora del Cielo miró más detenidamente a Héroe. El cazador de osos había estado olfateando con recelo las raquetas desechadas por Amy, como si estuviera a punto de mearse en ellas.

—Eh, tú —dijo Amy al perro—. Como te atrevas a levantar la pata sobre mis raquetas, puede que pierdas la otra oreja, o el pito. —Héroe sabía cuándo le hablaban a él; lanzó a Amy una mirada malévola, enloquecida, con su ojo sin párpado, pero se alejó de las raquetas. Algo en el tono de voz de Amy debió de recordarle a Pam la Seis Jarras. De hecho, en ese momento, la Señora del Cielo también le había recordado a Danny a la Seis Jarras, una Seis Jarras joven, una Seis Jarras de aquellos tiempos lejanos en que vivía con Ketchum.

—Caramba, cómo tiemblas. Esa arma podría dispararse sola —comentó Amy al escritor.

—He estado esperándote —dijo Danny—. He estado haciéndome ilusiones.

Amy lo besó; tenía un chicle de menta en la boca, pero a él le dio igual. Despedía calor, y aún sudaba, pero no se había quedado sin aliento, ni siquiera después de la caminata con raquetas.

—¿Podemos entrar en algún sitio? —preguntó Amy. (A simple vista, era obvio que la cabaña del abuelo era inhabitable, a menos que uno fuese Ketchum o un fantasma. Desde el embarcadero en la parte de atrás de la isla era imposible ver las otras construcciones, incluso cuando no nevaba). Danny recogió las raquetas y los palos de esquí procurando mantener la carabina apuntada hacia el embarcadero, y Amy se echó a hombros la enorme mochila. Héroe se les adelantó corriendo, como antes.

Se detuvieron en la choza de escribir, para que Danny le enseñase dónde trabajaba. El reducido espacio aún olía a los deplorables pedos del perro, pero el fuego de la estufa de leña no se había apagado; el interior de la choza parecía una sauna. Amy se quitó la parka y un par de las varias capas de ropa que llevaba debajo, hasta quedarse en pantalones de nieve y camiseta. Danny le dijo que en otro tiempo creyó que ella era mayor que él —o quizá que eran de la misma edad—, pero ¿cómo era posible que ahora pareciese más joven? Danny no quería decir más joven que aquel día en la granja porcina, en Iowa. Quería decir que no había envejecido tanto como él, ¿y eso por qué podía ser?

Amy le contó que había perdido a su hijito cuando era mucho más joven; ya lo había perdido cuando la conoció Danny como paracaidista. El único hijo de Amy había muerto a los dos años, a la edad del pequeño Joe en el asado de cerdo. Esa muerte había envejecido a Amy cuando ocurrió, y durante los años inmediatamente posteriores a la muerte del niño. No era que Amy hubiese superado la muerte de su hijo; uno nunca superaba una pérdida así, como le constaba que Danny sabría ahora. Era sólo que la pérdida no se notaba en la misma medida, después de tantos años. Puede que la muerte de un hijo, con el tiempo, fuera menos visible para los demás. (Joe había muerto en fecha más reciente; para cuantos conocían a Danny, el escritor había envejecido perceptiblemente a causa de eso).

—Tenemos la misma edad, más o menos —dijo Amy al escritor—. Cumplí los sesenta hace un par de años, creo, o al menos eso digo a los que me preguntan.

—Aparentas cincuenta —observó Danny.

—¿Pretendes liarte conmigo o algo así? —preguntó Amy. Leyó las frases, y los fragmentos de frases, del primer capítulo, las que había clavado a la pared de pino de la choza de escribir. Preguntó—: ¿Qué son?

—Son frases, o partes de frases, que se me han adelantado; ahora esperan a que les dé alcance —explicó él—. Todas pertenecen al primer capítulo; pero no he encontrado aún la primera frase.

—A lo mejor yo puedo ayudarte a encontrarla —dijo Amy—. No voy a ir a ningún sitio por un tiempo. No tengo ningún otro proyecto.

Danny podría haberse echado a llorar otra vez, pero justo entonces volvió a sonar el jodido teléfono móvil…, ¡por cuarta vez aquel día! Era Andy Grant, claro, para ver cómo iban las cosas.

—¿Aún sigue ahí esa mujer? —preguntó Andy—. ¿Quién es?

—Es la que esperaba —contestó Danny—. Es un ángel.

—A veces —le recordó la Señora del Cielo cuando colgó—. O al menos esta vez.

¿Qué habría dicho el cocinero a su hijo si le hubiese dado tiempo de pronunciar unas últimas palabras como es debido antes de que el vaquero le disparase en el corazón? En el mejor de los casos, Dominic tal vez habría expresado la esperanza de que su solitario hijo «encontrase a alguien», nada más que eso. Pues bien, Danny la había encontrado; en realidad, ella lo había encontrado a él. Teniendo en cuenta a Charlotte, y ahora a Amy, el escritor era consciente de que —como mínimo en ese aspecto de su vida— había tenido suerte. Algunos no encuentran siquiera a una sola persona; Daniel Baciagalupo había encontrado a dos.

Había vivido en Minnesota durante los últimos años, le contó Amy. («Si crees que en Toronto hace frío, prueba Minneapolis», dijo). Amy había practicado el grappling en un club de lucha llamado Minnesota Storm. Había andado en compañía de «una panda de ex Gophers», el equipo universitario de lucha de la ciudad, una combinación que a Danny no le fue fácil asimilar.

Amy Martin —Martin había sido su apellido de soltera, y lo había recuperado «hacía años»— era canadiense. Había vivido mucho tiempo en Estados Unidos y ya tenía la nacionalidad, pero «en el fondo de su alma» era canadiense, afirmó Amy, y siempre había deseado regresar a Canadá.

¿Por qué se había marchado a Estados Unidos, pues?, preguntó Danny. «Por un tío que conocí», respondió Amy, encogiéndose de hombros. «Luego nació allí mi hijo, y pensé que debía quedarme». En cuanto a política, se definió como «ahora en esencia indiferente». Estaba harta de lo poco que los americanos sabían del resto del mundo, o lo poco que les interesaba saber. Después de dos mandatos, la política fallida de la presidencia de Bush seguramente dejaría al país (y al resto del mundo) en medio de un caos espantoso. Lo que Amy Martin quería decir con eso era que entonces sería el momento oportuno para que irrumpiese algún héroe a caballo, pero ¿qué iba a hacer un solo héroe a lomos de un solo caballo?

No cambiaría gran cosa, dijo la Señora del Cielo. Ella había aterrizado en un país que no creía en los ángeles; y sin embargo los meapilas habían aupado a uno de los dos principales partidos políticos. (Con los meapilas, poca cosa cambiaría nunca). Además, estaban aquéllos a quienes Amy llamaba «el contingente de chupapollas del país» —lo que Danny conocía como esos elementos «más tontos que una cagada de perro», aquellos «patriotas valentones»—, y éstos estaban tan anquilosados en sus hábitos y tan poco educados (o lo uno y lo otro) que no veían más allá de las baladronadas nacionalistas y el incesante flameo de banderas. «Los conservadores son una especie extinta», dijo la Señora del Cielo, «pero ellos aún no lo saben». Para cuando Danny había enseñado a Amy la casa principal —la bañera enorme, el dormitorio y los filetes de venado que había puesto a marinar para la cena—, ya se habían declarado afines, al menos políticamente. Si bien Amy sabía más sobre Danny de lo que él sabía sobre ella, eso era sólo porque Amy había leído hasta la última palabra escrita por él. Había leído asimismo casi toda la «mierda» escrita sobre él. (La «mierda» era el término que empleaban ambos instintivamente para referirse a los medios de comunicación, de modo que en cuanto al tema de los medios, como descubrieron, también eran afines). Amy sabía, sobre todo, cuándo y cómo había perdido Danny al pequeño Joe, y también cuándo había muerto su padre, y cómo. Él tuvo que hablarle de Ketchum, de quien ella no sabía nada, y aunque le fue difícil —excepto con la Seis Jarras, Danny no hablaba de Ketchum—, el escritor descubrió, mientras describía a Ketchum, que el viejo maderero seguía vivo en la novela que Danny soñaba, y, por tanto, habló y habló sobre esa novela y su esquivo primer capítulo.

Con ollas para pasta calentaron agua del lago en el fogón de gas casi hasta hervir, y con sus dos cuerpos dentro de aquella enorme bañera, la bañera se llenó hasta el borde; Danny no había imaginado que fuera posible llenar esa bañera gigante, pero ni siquiera el novelista había imaginado jamás esa bañera con una giganta dentro.

Amy le contó la historia de sus incontables tatuajes, uno por uno. El cuándo y el dónde y el porqué de los tatuajes retuvo la atención de Danny durante casi una hora, o más, tanto en el agua templada de la bañera como en la cama de ese dormitorio con la chimenea de propano. Él no había mirado antes los tatuajes de Amy con detenimiento, no cuando estaba salpicada de barro y mierda de cerdo, ni después, cuando llevaba sólo una toalla. Danny consideró en su momento que habría sido indecoroso y fuera de lugar quedarse mirándola fijamente.

Ahora sí la miró fijamente, sin perderse detalle. Muchos de los tatuajes de Amy tenían por tema las artes marciales. Había probado el kickboxing en Bangkok; durante un par de años había vivido en Río de Janeiro, donde compitió en una fallida temporada de prueba de Ultímate Fighting para mujeres. (Algunas de esas brasileñas eran más brutales que las kickboxers tailandesas, dijo la Señora del Cielo). Los tatuajes tenían sus propias historias, y Danny las oyó todas. Pero, para Amy, el más importante era el nombre de Bradley; así se llamaba su hijo, y su padre. Ella llamaba al niño tanto Brad como Bradley, y cuando murió se hizo tatuar el nombre de su hijo de dos años en la cadera derecha, donde sobresalía, en el lugar exacto donde ella lo llevaba apoyado cuando el niño aún gateaba.

Al contar cómo había sobrellevado el peso de la muerte de su hijo, Amy señaló a Danny que sus caderas eran la parte más fuerte de su cuerpo. (Danny no lo dudó). Amy se alegró al descubrir que Danny sabía cocinar, porque ella no sabía. El venado estaba bueno, pero era poca cantidad para los dos. Danny había cortado unas patatas en rodajas muy finas y las había rehogado junto con las cebollas, los pimientos y los champiñones, para no quedarse con hambre. Danny sirvió una ensalada de lechuga después de la comida, porque el cocinero le había enseñado que ésa era la manera «civilizada» de servir una ensalada, aunque casi nunca se servía así en los restaurantes.

Al escritor le complació sobremanera que la Señora del Cielo fuese bebedora de cerveza.

—Hace tiempo me di cuenta —explicó ella— de que me tomo cualquier bebida alcohólica tan deprisa como una cerveza, así que mejor no salirse de la cerveza, si no quiero matarme. Eso de matarme ya lo tengo bastante superado —añadió Amy.

El eso también lo tenía bastante superado, dijo Danny. Había aprendido a disfrutar de la compañía de Héroe, con pedos y todo, y el escritor contaba con los cuidados de dos mujeres de la limpieza; todos se sentirían defraudados con él si se mataba.

Amy había conocido a una de las mujeres de la limpieza, claro está, y —si el tiempo lo permitía— la Señora del Cielo, casi con toda probabilidad, conocería a Incansable al día siguiente o al otro. En cuanto a Lupita, Amy aseguró que la mujer de la limpieza mexicana era mejor perro guardián que Héroe; la Señora del Cielo tenía la convicción de que Lupita y ella acabarían siendo grandes amigas.

—No tengo derecho a la felicidad —dijo Danny a su ángel mientras se dormían el uno en brazos del otro esa primera noche.

—Todo el mundo tiene derecho a un poco de felicidad, capullo —contestó Amy.

A Ketchum le habría gustado cómo empleaba la palabra «capullo» la Señora del Cielo, pensaba el escritor. Era una de las palabras con las que el viejo maderero se identificaba, como Danny sabía, cosa que, mientras dormía lo llevó de nuevo a la novela con la que estaba soñando.

Amy Martin y Daniel Baciagalupo tenían un mes por delante en la isla de Charlotte Turner en la bahía de Georgia; fue su manera de ir conociéndose en la naturaleza antes de iniciar su vida juntos en Toronto. No siempre podemos elegir la manera de ir conociéndonos. A veces, la gente entra limpiamente en nuestras vidas —como caída del cielo, o como si hubiese un vuelo directo desde el firmamento hasta la tierra—, de la misma manera que perdemos a personas que, pensábamos, siempre formarían parte de nuestras vidas.

El pequeño Joe se había ido, pero no pasaba un solo día en la vida de Daniel Baciagalupo sin que Joe fuese querido o recordado. El cocinero había muerto asesinado en su cama, pero Dominic Baciagalupo había sido el último en reír, para desgracia del vaquero. La mano izquierda de Ketchum viviría eternamente en el Twisted River, y la Seis Jarras había sabido qué hacer con el resto de su viejo amigo.

Un día de mediados de febrero sopló una ventisca a través del lago Hurón desde el oeste de Canadá; una capa de nieve cubrió toda la bahía de Georgia. Cuando el escritor y la Señora del Cielo se despertaron, la tormenta había cesado. Hacía una mañana deslumbrante.

Danny dejó salir al perro y preparó el café; cuando el escritor le llevó una taza al dormitorio, vio que la Señora del Cielo se había dormido otra vez. Había hecho un largo viaje, y la vida que había llevado cansaría a cualquiera; Danny la dejó dormir. Dio de comer al perro y escribió una nota a Amy, sin decirle que estaba enamorándose de ella. Sólo le decía que ella ya sabía dónde encontrarlo: en su choza de escribir. Danny pensó dejar el desayuno para más tarde, cuando la Señora del Cielo volviera a despertarse. Se llevaría el café a la choza de escribir y allí encendería el fuego en la estufa de leña: ya había avivado el fuego en la estufa de la casa principal.

—Vamos, Héroe —dijo el escritor, y salieron juntos a la nieve recién caída. Danny sintió alivio al ver que la réplica de su padre, aquel pino pequeño doblado por el viento, había sobrevivido a la tormenta.

No era el personaje de Ketchum quien debía dar inicio al primer capítulo, opinaba Daniel Baciagalupo. Mejor mantener escondido el personaje de Ketchum por un tiempo, para que el lector tuviera que esperar a conocerlo. A veces, esos personajes más importantes necesitan cierta ocultación. Sería mejor, pensaba Danny, si el primer capítulo —y la novela— empezaba con el chico perdido. El personaje de Ángel, que no era quien parecía, era un buen señuelo; en términos narrativos, Ángel era un «gancho». El joven canadiense (que no era canadiense) debía ser el punto de partida del escritor.

Ya no faltaba mucho, creía Daniel Baciagalupo. Y en cuanto encontrara esa primera frase, habría alguien en su vida a quien el escritor deseaba leérsela con toda su alma.

«Legal o ilegalmente, con o sin la documentación debida», escribió Danny, «Ángel Pope había cruzado la frontera canadiense y entrado en New Hampshire». «Esto está bien», pensó el escritor, «pero no es el principio; la errónea idea de que Ángel ha cruzado la frontera viene más adelante». «Aguas abajo, en Berlín, el Androscoggin alcanzaba un desnivel de setenta metros en un tramo de cinco kilómetros; dos fábricas de papel parecían dividir el río a la altura de los canales de clasificación de Berlín», escribió Danny. «No era inconcebible imaginar que el joven Ángel Pope, de Toronto, fuese de camino hacia ahí». «Sí, sí», pensó el escritor, ahora más impaciente. Pero estas dos últimas frases eran demasiado técnicas para un comienzo; clavó las frases en la pared junto con las anteriores, y luego añadió esta otra a la mezcla: «La alfombra de maderos en movimiento se había cerrado por completo sobre el joven canadiense, que ya no volvió a salir a la superficie; no asomó nada de él sobre aquella agua marrón, ni tan siquiera una mano o una bota».

«Casi», pensó Daniel Baciagalupo. Inmediatamente después surgió otra frase, como si el propio Twisted River permitiera que aquellas frases salieran a la superficie. «El reiterado golpeteo de los bicheros al hincarse en los troncos quedó brevemente interrumpido por las voces de los gancheros que habían localizado el bichero de Ángel a más de cincuenta metros de donde el muchacho había desaparecido». Bien, bien, pensó Danny, pero había demasiado ajetreo para una frase inicial; en esa frase confluían excesivas distracciones.

Quizá la idea misma de «distracciones» lo distraía. El pensamiento del escritor dio un salto adelante —demasiado adelante—, hasta Ketchum. La siguiente frase tenía inequívocamente algo de paréntesis. «(Sólo Ketchum puede matar a Ketchum)». Sin duda valía la pena conservarla, pensó Danny. pero desde luego no era material para el primer capítulo.

Danny temblaba en su choza de escribir. El fuego de la estufa de leña tardaba lo suyo en calentar el pequeño espacio. Normalmente, Danny estaba abriendo un agujero en el hielo y acarreando un par de cubos de agua de la bahía mientras se calentaba la choza de escribir; esa mañana se había saltado el agujero y el acarreo. (Más tarde en ese magnífico día contaría con la ayuda de la Señora del Cielo en sus quehaceres). Justo entonces, sin esforzarse siquiera en pensar —de hecho, en ese momento Daniel Baciagalupo había alargado el brazo para frotar a Héroe detrás de la oreja sana—, se le ocurrió la primera frase. El escritor sintió que se elevaba ante sus ojos, como si saliese del agua; la frase quedó a la vista del mismo modo que el tarro de zumo de manzana con las cenizas de su padre había asomado a la superficie poco antes de alcanzarlo el disparo de Ketchum.

«El joven canadiense, que tendría a lo sumo quince años, había vacilado más de la cuenta». «Dios mío, allá vamos una vez más, ¡estoy empezando!», pensó el escritor.

Había perdido muchas cosas que le eran queridas, pero Danny sabía que toda historia era un prodigio, que sencillamente era imposible detenerla. Sintió que la gran aventura de su vida no había hecho más que empezar, lo mismo que debió de sentir su padre en las difíciles circunstancias y las avanzadas horas de su última noche en Twisted River.