Desde hacía ya tres inviernos, el escritor Daniel Baciagalupo —que había rescatado el nombre que le habían puesto el cocinero y la Prima Rosie— pasaba los meses de enero y febrero, y las dos primeras semanas de marzo, en la isla de Turner, en la bahía de Georgia. La isla pertenecía aún a Charlotte, el antiguo amor de su vida, pero Charlotte y su familia no tenían el menor deseo de poner los pies en el lago helado, ni en aquellas rocas cubiertas de nieve con aspecto gélido, en pleno invierno, cuando vivían felizmente en Los Angeles.
Danny había mejorado el lugar, en efecto, y no sólo con arreglo a las pautas de Ketchum. Para calentar los conductos de desagüe durante el invierno, Andy Grant había tendido cables eléctricos a lo largo de ellos. Estas mismas tuberías las envolvieron además con un revestimiento aislante metálico y las cubrieron con membrana impermeabilizante. Danny habría podido disponer de agua caliente aplicando a la tubería entre la casa y la bahía los mismos métodos de aislamiento y calefacción, pero eso habría representado mucho más trabajo para Andy y, aparte, tener que entrar el calentador de agua en la casa principal para asegurarse de que esas tuberías no se helasen. Para Danny era más sencillo abrir un agujero en el hielo y acarrear el agua desde la bahía en cubos. Eso implicaba abrir muchos agujeros en el hielo y acarrear muchos cubos, pero —como habría dicho Ketchum—, ¿y qué?
No sólo era necesario abrir agujeros en el hielo; también había que cortar montones de leña (la motosierra de Ketchum era de gran ayuda). Durante las diez semanas que Danny pasaba allí, cortaba toda la leña que iba a necesitar para el invierno que se avecinaba, dejando un remanente que usarían Charlotte y su familia alguna noche de verano cuando refrescara tanto como para encender el fuego.
Además de la estufa de leña de la casa principal, había una chimenea de propano en el dormitorio y un radiador eléctrico en el cuarto de baño, y Andy Grant había instalado un aislante de fibra de vidrio en las juntas del suelo. Ahora la casa principal estaba preparada para las condiciones meteorológicas del invierno, y Danny disponía de una segunda estufa de leña en la choza de escribir, aunque allí no habían instalado aislante térmico; como era un espacio pequeño, no hacía falta, y Danny amontonaba nieve en torno a las paredes exteriores de la choza e impedía así el paso del viento por debajo para evitar el consiguiente enfriamiento del suelo.
Cada noche, Danny echaba leña en la estufa de la casa principal; cuando el escritor despertaba por la mañana, sólo necesitaba añadir más leña y abrir el tiro por completo. Luego salía y se dirigía resueltamente a la choza de escribir y allí también encendía la estufa de leña. Por la noche, la única concesión que le hacía a su máquina de escribir IBM era taparla con una manta eléctrica; de lo contrario se congelaba la grasa. Mientras se calentaba la choza de escribir, Danny abría un agujero en el hielo del lago y acarreaba un par de cubos de agua a la casa principal. Normalmente, bastaba con un cubo diario para desaguar el inodoro, y otro para cocinar y fregar los platos. La enorme bañera de Charlotte tenía cabida suficiente para cuatro o cinco cubos, incluyendo los dos que debían calentarse (casi hasta hervir) en la estufa, pero Danny no se bañaba hasta el final del día.
Trabajaba cada mañana en su choza de escribir inspirado por la vista del pino que el viento había doblado, el arbolito en el que en otro tiempo tanto el escritor como Ketchum encontraron un parecido con el cocinero. Danny escribía diariamente hasta primera hora de la tarde; quería reservar las pocas horas restantes de luz para sus quehaceres. Siempre había más leña que cortar, y Danny iba al pueblo casi a diario. Si no había mucha basura que sacar de la isla y necesitaba pocos víveres, hacía el recorrido en esquís de fondo. Guardaba los esquís y los palos, y un pequeño trineo, en la cabaña del abuelo al lado del embarcadero de atrás. (Era la cabaña sin calefacción, posiblemente encantada, que Ketchum y Héroe preferían durante sus días y noches en la isla: la cabaña con la trampilla en el suelo, donde el abuelo de Charlotte, el astuto cazador furtivo, probablemente escondía sus ciervos abatidos ilegalmente). La distancia entre el embarcadero en la parte de atrás de la isla y tierra firme a través de la bahía de Shawanaga era corta; luego Danny seguía por South Shore Road hasta Pointe au Baril Station. Llevaba un arnés en torno al pecho y prendida a éste por detrás, entre los omóplatos, una argolla donde un mosquetón sujetaba la cuerda de arrastre del trineo. Naturalmente, si tenía que llevar mucha basura al pueblo, o si necesitaba hacer una compra mayor en Pointe au Baril, Danny utilizaba la motonieve o el hidrodeslizador Polar.
Andy Grant había advertido al escritor que necesitaría una motonieve además del hidrodeslizador. En los meses de invierno eran contados los días en que se daban condiciones de navegación desfavorables, cuando la temperatura subía por encima de cero; entonces la nieve a veces se adhería al casco, dificultando el deslizamiento de la embarcación por el hielo cubierto de nieve. En esos casos se necesitaba una motonieve. Pero a primeros de enero, cuando Danny llegaba a la isla de Charlotte, solía quedar agua abierta en el canal principal de Pointe au Baril Station y a menudo flotaban placas de hielo en las agitadas aguas del estrecho de Brignall Banks. A principios de enero el hidrodeslizador era imprescindible, y sólo en alguna que otra ocasión a mediados de marzo. (Algunos años, aunque rara vez, el hielo de la bahía empezaba a romperse en esas tempranas fechas). El hidrodeslizador podía navegar sin problemas sobre hielo, nieve y agua abierta, e incluso sobre trozos de hielo roto en flotación. Alcanzaba una velocidad máxima de 160 kilómetros por hora, aunque Danny nunca iba tan deprisa; el hidrodeslizador tenía un motor de avión y una sola hélice montada en la popa. También disponía de una cabina con calefacción, y había que ponerse orejeras para protegerse del ruido. El hidrodeslizador había sido el elemento más caro al convertir la isla de Turner en un espacio habitable para Danny durante esas diez semanas de los meses más fríos del invierno, pero Andy Grant había compartido el coste con el escritor. Andy empleaba la embarcación para su trabajo, no sólo en diciembre, cuando el hielo empezaba a formarse en la bahía, sino desde mediados de marzo hasta que el hielo se fundía por completo, normalmente a finales de abril.
A Danny le gustaba marcharse de la bahía de Georgia antes de la temporada del barro; el momento en que se rompía el hielo en la bahía no tenía para él ningún interés. (En la bahía de Georgia, la temporada del barro no era nada del otro mundo; allí no había más que rocas. Pero, para Daniel Baciagalupo, la temporada del barro era un estado de ánimo en igual medida que una temporada reconocible en el norte de Nueva Inglaterra). Como la familia de Charlotte usaba muy poco el dormitorio de la casa principal, sólo como habitación de invitados, Danny dejaba allí guardada en el armario ropa de invierno durante todo el año: sólo las botas, la parka de más abrigo, los pantalones para la nieve y los gorros de esquiar. Naturalmente, la parafernalia veraniega de Charlotte y su familia estaba por todas partes —con nuevas fotografías en las paredes cada invierno—, pero Charlotte había dejado la choza de escribir de Danny tal como estaba. Había encontrado un par de fotografías de Ketchum con el cocinero, y dos o tres de Joe, que había colgado en la choza, quizá para que Danny se sintiese allí bien acogido, pese a que ya se había esforzado más que suficiente para que se sintiera sinceramente invitado a usar la casa.
El marido de Charlotte, el francés, era a todas luces el cocinero de la familia, porque le dejaba a Danny notas en la cocina acerca de cualquier nuevo aparato que allí hubiese. Danny a su vez le dejaba notas al francés, e intercambiaban regalos todos los años: artefactos para la cocina y cacharros diversos.
Se daba por sentado que las cabañas dormitorio, reformadas más recientemente —donde dormían Charlotte y su marido, y sus hijos, cada verano—, eran coto cerrado para Danny en invierno. Las cabañas permanecían bajo llave; la electricidad y el propano se cortaban, y se desaguaba el sistema de cañerías.
Pero, cada invierno, Danny escudriñaba al menos una vez por las ventanas; en una isla privada de la bahía de Shawanaga no eran necesarias las cortinas. El escritor sólo quería ver las fotografías nuevas en las paredes, y echar un vistazo a los juguetes y libros nuevos de los niños; en realidad eso no era una intrusión en la intimidad de Charlotte, ¿o sí lo era? Y aunque sólo fuera desde una perspectiva tan invernal y lejana, a Danny Baciagalupo la familia de Charlotte le parecía feliz. El intercambio de notas con el francés prácticamente había sustituido a las llamadas telefónicas de Charlotte desde la costa oeste, ahora muy infrecuentes, y Danny seguía ausentándose de Toronto en septiembre, cuando le constaba que Charlotte y su marido director visitaban la ciudad por el festival de cine.
Ketchum había aconsejado al escritor que viviese en el campo. En opinión del veterano ganchero, Danny no era una persona urbana.
Bueno, el hecho de que el escritor pasara sólo diez semanas en la isla de Turner, en la bahía de Georgia, no equivalía exactamente a vivir en el campo; aunque por entonces Danny viajaba mucho, vivía en Toronto el resto del año. Así y todo, al menos desde primeros de enero hasta mediados de marzo, aquella isla solitaria de la bahía de Shawanaga y el pueblo de Pointe au Baril Station eran lugares en extremo aislados. (Como decía Ketchum: «Te fijas más en los abedules cuando hay nieve»). En invierno no vivían más de doscientas personas en Pointe au Baril.
Kennedy’s, que disponía de un buen surtido en materia de aumentación y ferretería, permanecía abierto casi todos los días de la semana en los meses de invierno. Estaba además el restaurante Haven en la Nacional 69, donde servían alcohol y había una mesa de billar. El Haven mostraba debilidad por las coronas navideñas y exhibía un gran número de Papá Noeles, incluida una lubina con un gorro de Papá Noel. Si bien el plato más popular entre los conductores de motonieve era las alitas de pollo con aros de cebolla y patatas fritas, Danny se mantenía fiel al bocadillo de beicon, tomate y lechuga y a la ensalada de col; eso cuando iba, cosa poco frecuente.
El Larry’s Tavern estaba también al pie de la 69 —Danny se había alojado allí con Ketchum durante sus cacerías de ciervos en la zona de Bayfield y Pointe au Baril—, aunque ya corría el rumor de que iban a vender el Larry’s para dejar espacio a la nueva autovía. Siempre estaban ensanchando la 69, pero de momento la gasolinera de Shell seguía abierta; supuestamente, la gasolinera de Shell era el único sitio de Pointe au Baril donde podían comprarse revistas pornográficas. (No muy buenas, si se podía dar crédito al criterio de Ketchum). Esa época del año podía ser triste, y no había mucho de que hablar, salvo la repetida observación de que el canal principal no se helaba del todo más que una o dos semanas. Y durante todo el invierno, tanto los chismorreos como las noticias locales proporcionaban detalles truculentos sobre los accidentes en la 69; había muchos accidentes en esa carretera. Ese invierno se había producido una colisión múltiple de cinco vehículos en el cruce con Go Home Lake Road, o cerca de Litde Go Home Bay, Danny siempre los confundía. (Los residentes locales que no sabían que Danny Baciagalupo era un autor famoso lo tomaban por otro inadaptado estadounidense). Como es natural, la licorería —en la 69, frente a la tienda de artículos de pesca— tenía siempre clientela, al igual que el dispensario de Pointe au Baril, donde el conductor de una ambulancia había detenido recientemente a Danny, que iba en la motonieve, y le había contado lo del hombre que se había hundido en el hielo con su motonieve en la bahía de Shawanaga.
—¿Se ha ahogado? —preguntó Danny al conductor.
—No lo han encontrado aún —contestó el conductor de la ambulancia.
Danny pensó que posiblemente no encontrarían al hombre hasta que se rompiese el hielo en algún momento a mediados de abril. Según el mismo conductor de ambulancia del dispensario, también hubo «un choque frontal del copón» en Honey Harbour, y un supuesto «choque por detrás de aupa» en las inmediaciones de Port Severn. La vida rural en los meses de invierno era áspera: desdibujada por la nieve y alimentada por el alcohol, violenta y rápida.
Esas diez semanas que Danny vivía en los alrededores de Pointe au Baril Station eran una fuerte dosis de vida rural; quizá no era vida en el campo suficiente para que Ketchum se hubiese dado por satisfecho, pero a Danny le bastaban. El escritor cumplía así el requisito de vida en el campo, lo hubiera dado Ketchum por bueno o no.
En el restaurante, al final de la jornada, la octava y última novela de «Danny Ángel», se publicó en 2002, siete años después de Bebé en la calle. Lo que Danny pronosticó en su conversación con Ketchum se había cumplido en gran medida: los editores, en efecto, plantearon la queja de que un libro de un escritor desconocido llamado Daniel Baciagalupo no podía de ningún modo vender tantos ejemplares como una nueva novela de Danny Ángel.
Pero Danny dejó claro a sus editores que En el restaurante, al final de la jornada era categóricamente el último libro que publicaba con el nombre de Ángel. Y en todas las entrevistas se presentaba de forma repetida como Daniel Baciagalupo; una y otra vez contó las circunstancias que lo habían obligado a adoptar un nom de plume cuando era joven y empezaba a escribir. Nunca había sido un secreto que Danny Ángel era un seudónimo, ni que el verdadero nombre del escritor era Daniel Baciagalupo; el secreto era el porqué.
La muerte del hijo del autor de superventas en un accidente —además del violento asesinato del padre del escritor y la posterior eliminación del asesino del cocinero— había sido noticia de primera plana. Danny habría podido insistir en que En el restaurante, al final de la jornada fuera la primera novela de Daniel Baciagalupo; por mucho que se quejaran, y aunque a regañadientes, los editores de Danny habrían accedido. Pero Danny aceptó que la siguiente novela (sería la novena) fuera la primera de Daniel Baciagalupo.
En el restaurante, al final de la jornada recibió una calurosa acogida y en general buenas críticas; el autor fue muy elogiado por una «contención» poco común en estos tiempos. Quizá la palabra «contención», tan repetida, fue lo que molestó al escritor, pese a la intención halagüeña. Danny nunca conocería la opinión de Ketchum sobre En el restaurante, al final de la jornada, pero la «contención» nunca había ocupado un lugar destacado en el vocabulario del maderero; no se incluía al menos en la categoría de cualidades dignas de admiración. ¿Habría considerado el antiguo ganchero que Danny Ángel, en su última novela, se había «soltado», tal como él le había instado? Es decir, ¿habría sido más atrevido como escritor? (Por lo visto, Danny no lo creía). «Sigues sorteando los temas más oscuros», había dicho Ketchum. En el caso de En el restaurante, al final de la jornada, ¿constituirían los esfuerzos nocturnos del afable segundo jefe de cocina para aprender el oficio de su ilustre padre una muestra más de esa «manera de escribir en la periferia de las cosas», tal como Ketchum lo había expresado con severidad? (Danny debía de pensar que sí; de lo contrario, ¿por qué no enorgullecerse y firmar con el nombre de Daniel Baciagalupo la nueva novela?). «Su obra más sutil», había escrito un crítico con entusiasmo sobre En el restaurante, al final de la jornada. En el lenguaje poco sutil de Ketchum, la palabra «sutil» nunca se había pronunciado como elogio.
«Su empresa más simbólica», había comentado otro reservista.
A saber qué habría dicho Ketchum de la palabra «simbólica», se dijo Danny, pero el escritor no dudaba qué habría pensado el temerario ganchero: simbolismo y sutileza y contención equivalían a «esquivar el material más delicado», cosa que Ketchum ya le había criticado a Danny.
¿Y le habría gustado al viejo maderero cómo contestaba Danny a las reiteradas preguntas políticas que le hacían durante sus viajes de promoción para En el restaurante, al final de la jornada? (En 2005, el novelista seguía contestando a preguntas políticas, y tenía aún pendientes varios viajes para la publicación de las traducciones de En el restaurante, al final de la jornada). «Sí, es verdad, sigo viviendo en Canadá, y seguiré viviendo aquí», había dicho Danny, «aunque la razón de mi marcha de Estados Unidos, como un viejo amigo de mi familia dijo una vez, ha sido eliminada». (Había sido Ketchum, claro, quien había hecho uso de la palabra «eliminado» en alusión al difunto vaquero, y en más de una ocasión). «No, no es verdad que me “oponga políticamente”, como usted dice, a vivir en Estados Unidos», había dicho Danny, y no pocas veces, «y sólo porque viva en Canadá y sea ciudadano canadiense no pienso dejar de escribir sobre los estadounidenses, o sobre el comportamiento que relaciono con la circunstancia de ser estadounidense. Podría aducirse incluso que vivir en un país extranjero, especialmente en Canadá, justo al otro lado de la frontera, me permite ver Estados Unidos con mayor claridad, o al menos desde una perspectiva un poco menos estadounidense». (Sin duda Ketchum habría reconocido las fuentes del escritor en esta respuesta, aunque el combativo leñador no habría atribuido necesariamente gran valor al tacto con que Danny solía responder a las preguntas sobre su oposición política a su país de nacimiento). «Es demasiado pronto para saberlo», decía siempre el escritor en respuesta a cómo los atentados del 11 de septiembre, y las represalias del presidente Bush ante esos atentados, habían afectado a Estados Unidos; en respuesta a cuál sería el rumbo que tomarían las guerras de Afganistán e Irak; en respuesta a si Canadá se vería o no arrastrada a una recesión o una depresión. (Porque hacia eso, tanto a lo uno como a lo otro, avanzaba Estados Unidos a marchas forzadas, ¿o no? Cuando se trataba de periodistas canadienses, por lo general ésa era la insinuación). Hacía ya cuatro años que Ketchum había descrito Estados Unidos como «imperio en declive»; ¿cómo habría descrito el país ahora el viejo maderero? En Canadá, las preguntas que formulaban a Danny eran cada vez más políticas. Hacía muy poco, alguien del Toronto Star había lanzado a Danny una andanada de las preguntas habituales.
¿No era cierto que Estados Unidos estaba «irremediablemente desbordado desde el punto de vista militar»? ¿No estaba el Gobierno federal «estrangulado por una enorme deuda»? ¿Y le importaría al escritor hacer algún comentario sobre el «carácter hostil y belicista de Estados Unidos»? ¿No estaba el «antiguo país» del autor de superventas, como se complacía en llamar a Estados Unidos el periodista canadiense, «en decadencia»?
¿Durante cuánto tiempo más, se decía Danny, entrarían las respuestas a estas y otras preguntas insidiosas en la categoría de «es demasiado pronto para saberlo»? El escritor era consciente de que no podría escabullirse eternamente con esa respuesta. «Proceso despacio… como escritor, quiero decir», era el preámbulo preferido de Danny en sus comentarios, «y escribo ficción, con lo que quiero decir que nunca escribiré sobre los atentados del 11 de septiembre, aunque quizás utilice esos sucesos cuando no sean tan actuales, y sólo en el contexto de un relato concebido por mí». (La combinación de evasivas y vaguedades de este cauto manifiesto acaso hubiera arrancado en Ketchum el improperio «montañas de mierda de alce» o algún otro por el estilo de los que eran propios del leñador, siempre en pie de guerra). Al fin y al cabo, existía constancia de que Danny había declarado que las elecciones estadounidenses del año 2000 —las que Bush «robó» a Gore— fueron, de hecho, un «pucherazo». ¿Cómo podía el escritor no comentar la versión de 2004, cuando Bush derrotó a John Kerry con tácticas discutibles y por las peores razones? Desde el punto de vista de Danny, John Kerry había sido un héroe por partida doble: primero en la guerra de Vietnam, después en sus protestas contra ella. Aun así, Kerry chocó con la oposición de los patriotas valentones del país, todos ellos tan estúpidos u obcecados como para seguir defendiendo esa guerra descabellada.
Lo que Danny había declarado a los medios era que su antiguo país, como lo llamaban, a veces lo llevaba a recordar y valorar una frase de Samuel Johnson muy citada: «El patriotismo es el último refugio de los canallas». Por desgracia, eso no fue lo único que dijo Danny. En alguna ocasión, hablando casi como Ketchum, el escritor había llegado al punto de afirmar que en el caso de las elecciones estadounidenses de 2004, el «canalla» no fue sólo George W. Bush; lo fueron también ciertos votantes americanos, más tontos que una cagada de perro, convencidos de que John Kerry, por su «escaso» patriotismo, no daba la talla para ser presidente de Estados Unidos.
Estos comentarios se repetirían, sobre todo eso de los «patriotas valentones», subrayándose en particular lo de los votantes «más tontos que una cagada de perro». Era un hecho que el novelista Daniel Baciagalupo había escrito y publicado ocho novelas con el nom de plume de Danny Ángel, y que Danny y su padre habían huido de Estados Unidos a Canadá —una emigración forzosa para escapar de un loco que quería matarlos, un expolicía chiflado que efectivamente acabó matando al padre de Danny—, pero la impresión que tenía la mayor parte del mundo era que Danny Baciagalupo había decidido quedarse en Canadá por razones políticas.
En cuanto a Danny, empezaba a cansarse de desmentirlo; además, hablar como Ketchum era más fácil. Danny, fingiendo ser Ketchum, había comentado un reciente sondeo de opinión según el cual sólo algunos norteamericanos habían manifestado una discreta inquietud en cuanto al desenlace de la guerra de Irak, mientras que el doble de esa cantidad había expresado un desmedido desprecio ante la perspectiva del matrimonio entre homosexuales. «La regresiva homofobia de Bush es execrable», había declarado el escritor. (Un comentario parecido había potenciado aún más la fama política de Danny; hablar como Ketchum propiciaba muchas citas en la prensa). En el frigorífico de su cocina de Toronto, Danny había elaborado una lista de preguntas para Ketchum. Pero no parecían una lista; no las había reunido de una manera ordenada, sino pegando con celo un sinfín de trozos de papel a la nevera. Como Danny había fechado cada nota, la información registrada en la puerta del frigorífico semejaba una especie de calendario del desarrollo de la guerra en Irak. Pronto la nevera quedaría totalmente cubierta.
Incluso los más antiamericanos de los amigos canadienses del escritor consideraban su política del frigorífico un ejercicio inane y pueril. (Era además un derroche de celo). Y el mismo año de 2002, en que se publicó En el restaurante, al final de la jornada, Danny había contraído el hábito de escuchar una emisora de radio estadounidense, una de música country y marcado carácter patriótico. Danny localizaba la emisora sólo bien entrada la noche; sospechaba que la señal era más clara cuando soplaba viento del norte a través del lago Ontario.
¿Hacía esto Danny para enfurecerse con su antiguo país? No, nada de eso; era la respuesta de Ketchum a la inmunda música country lo que Danny deseaba oír. El escritor anhelaba oír al viejo maderero afirmar: «Te diré qué tiene de malo ese patriotismo de mierda: ¡es ilusorio! Significa sólo que los americanos necesitan ganar». ¿No habría dicho Ketchum acaso algo así?
Y ahora, con la guerra de Irak en marcha desde hacía ya casi dos años, ¿no habría despotricado Ketchum porque la mayoría de los americanos estaban tan mal informados que no se daban cuenta de que esa guerra era una distracción de la llamada guerra contra el terrorismo, y no un apoyo a esa guerra declarada?
Danny no tenía nada contra la búsqueda y la aniquilación de al-Qaeda: «¡Ya puestos, buscad y aniquilad también a Hamás y Hezbolá, joder!», había atronado Ketchum, pero el Irak de Saddam era una tiranía secular. ¿Entendían la mayoría de los americanos esa distinción? Mientras nosotros no estuvimos allí no hubo al-Qaeda en Irak, ¿verdad que no? (Danny no tardó en desorientarse políticamente; no estaba tan seguro de sí mismo como Ketchum. Danny tampoco leía tanto). ¿Qué habría dicho el furibundo leñador de Coos Country cuando Estados Unidos declaró el final de las «principales operaciones de combate» en Irak en mayo de 2003, menos de dos años después de iniciarse la guerra? Era tentador preguntárselo.
Puede que las preguntas para Ketchum en el frigorífico de Danny fuesen un recordatorio sobre la locura de la guerra, pero el escritor debía preguntarse por qué se había molestado en mantener un registro tan extremadamente obvio; a Danny no le servía para nada más que para deprimirlo.
Ante las negativas independientes pero de contenido similar del secretario de Estado estadounidense Colín Powell y el primer ministro británico Tony Blair —quienes juraron en mayo de 2003 que la información secreta sobre las armas de destrucción masiva iraquíes no se había distorsionado ni exagerado con la intención de justificar el ataque a Irak—, Danny imaginaba a Ketchum diciendo: «¡Enseñadme esas armas, tíos!».
A veces, Danny le recitaba al perro las preguntas para Ketchum. («¡Hasta el perro», habría comentado quizá Ketchum en broma, «tiene inteligencia suficiente para saber cuál sería el rumbo que tomaría esta guerra!»). Daniel Baciagalupo cumpliría sesenta y tres años en la inminente temporada del barro. Era un hombre que había perdido a su único hijo y a su padre, y vivía solo, eso además de ser escritor. No es raro que Danny hablara con el perro y le leyera en voz alta.
En cuanto a Héroe, no parecía sorprenderse por el comportamiento un tanto excéntrico de Danny. El antiguo cazador de osos estaba acostumbrado a que le hablasen; por lo general, era mejor que ser atacado por un oso.
El perro era de una edad indefinida. Ketchum no había sido muy preciso respecto a los años de ese Héroe en particular, en referencia al número de generaciones desde aquel primer «animal excelente» que el actual Héroe representaba. Héroe tenía más pelo gris en el hocico del que Danny recordaba, pero en el walker bluetick, con su pelaje gris azulado con motas blancas, no resultaba fácil distinguir los pelos grises de la vejez. Y la cojera de Héroe no sólo era indicio de la avanzada edad del perro; los zarpazos del oso se habían curado hacía mucho tiempo, si bien las cicatrices eran aún muy visibles, y la cadera, donde el oso había herido con sus zarpas a Héroe, presentaba una lesión articular. La oreja maltrecha y prácticamente desaparecida también se había curado, pero el tejido cicatricial era negro y no tenía pelo.
Lo más desconcertante para cualquiera que viese a Héroe por primera vez era que al veterano cazador de osos le faltaba un párpado en el feroz rostro, el del lado opuesto a la oreja maltrecha. El párpado lo perdió en su último enfrentamiento con el pastor alemán de la Seis Jarras, aunque —según Pam— Héroe había salido vencedor en aquella pelea, que tuvo lugar en el vallado. La Seis Jarras se vio obligada a sacrificar al pastor alemán. Con todo, nunca se lo echó en cara a Héroe; según la propia Pam, los dos perros siempre se habían odiado sinceramente.
Para el escritor, el cazador de osos herido en acto de servició era una réplica viva de Coos County, donde en general se daba rienda suelta a los odios letales. (Como en todas partes, pensaba Danny, siempre que por alguna razón echaba un vistazo a las preguntas para Ketchum en la puerta del frigorífico). En enero de 2004 el número de soldados estadounidenses caídos en Irak desde el inicio de la guerra ascendía a quinientos. «Diantres, quinientos no es nada; esto no ha hecho más que empezar», imaginaba Danny que diría el viejo maderero. «Llegaremos a cinco mil en sólo unos años más, y algún capullo nos dirá que la paz y la estabilidad están justo a la vuelta de la esquina».
—¿Qué piensas de eso, Héroe? —había preguntado Danny al perro, que enderezó su única oreja ante la pregunta—. ¿No nos habría entretenido nuestro común amigo con sus comentarios sobre esta guerra?
Danny sabía cuándo el perro escuchaba de verdad, y cuándo en realidad dormía. El ojo sin párpado lo seguía a uno cuando Héroe sólo simulaba dormir, pero cuando el perro estaba verdaderamente fuera del mundo, la pupila y el iris del ojo siempre abierto viajaba a algún lugar invisible; la órbita de color blanco nebuloso permanecía fija e inexpresiva.
El perro en otro tiempo cazador de osos dormía en la cocina de Toronto sobre una colchoneta con cremallera rellena de astillas de cedro. Al contrario de la antigua opinión de Danny, las afirmaciones de Ketchum sobre los pedos de Héroe no eran una exageración. En su cama, el juguete preferido de Héroe para mordisquear era la vieja funda del cuchillo Browning más grande de Ketchum: el de treinta centímetros que el ganchero acostumbraba guardar bajo la visera del lado del conductor de su furgoneta. La funda, que había absorbido el aceite usado por Ketchum en la muela al afilar el cuchillo, posiblemente olía aún al oso muerto que en su día viajó en la cabina de la furgoneta; a juzgar por el neurótico apego que Héroe mostraba a la mordisqueada funda, no era raro que Danny así lo creyese.
El propio cuchillo Browning de treinta centímetros resultó menos útil. Danny lo había llevado a una tienda de artículos de cocina, donde en vano habían intentado afilarlo; los repetidos esfuerzos de Danny para eliminar todo residuo del aceite de afilar de Ketchum, poniendo el cuchillo en el lavavajillas, habían empañado la hoja. Ahora el cuchillo estaba mate y aceitoso, y Danny lo había colgado en la parte más visible e inaccesible de su cocina en Toronto, donde parecía una espada ceremonial.
Las armas de fuego de Ketchum eran otro asunto. Danny no las quería, no en Toronto. Se las había dado a Andy Grant, con quien Danny iba a cazar ciervos todos los años en noviembre. Después de matar a Cari, a Danny le resultaba más fácil disparar a los ciervos, si bien se negaba a usar escopeta. («Nunca más», había dicho a Andy). En lugar de eso, Danny utilizaba la Remington. 30-06 Springfield de Ketchum. En una zona boscosa, incluso a una distancia razonablemente corta, era más difícil alcanzar a un ciervo con aquella preciada pieza de coleccionista, pero el retroceso de la carabina —o la resonancia de la descarga del arma de cañón corto en el oído— era muy distinto de lo que Danny recordaba de la calibre veinte.
Andy Grant se conocía la zona de Bayfield como la palma de la mano: había cazado allí de niño. Pero, por lo general, Andy llevaba a Danny de cacería a un terreno más conocido para el escritor: la zona al oeste del lago Lost Tower, entre Payne’s Road y la bahía de Shawanaga. En las inmediaciones del paso usado por las motonieves en invierno, y a veces visible desde el embarcadero de la parte de atrás de la isla de Charlotte, discurría una pista natural, prácticamente un sendero abierto por los ciervos. Así, cada noviembre, Danny contemplaba por encima del agua gris su destino en invierno. Había lugares en tierra firme, con vistas a la bahía de Shawanaga, desde donde se veía el embarcadero de atrás de la isla de Turner, e incluso el tejado de la cabaña del abuelo, adonde Ketchum había lanzado una vez la piel de la serpiente de cascabel que acababa de matar.
Durante esas cacerías de noviembre. Danny se alojaba siempre en el Larry’s Tavern. Fue en el bar del propio Larry’s donde oyó el rumor de que algún día venderían el local, en cuanto la nueva autovía llegara a esas latitudes del norte. ¿Quién era Danny para decir, como a menudo hacían los lugareños, que se debería respetar el Larry’s? Para el escritor, ni la taberna ni el motel merecían salvarse, pero era innegable que las dos secciones de ese establecimiento de carretera habían tenido una función local (aunque en gran medida autodestructiva) durante mucho tiempo.
Y cada invierno, cuando Danny llegaba a la isla de Charlotte, Andy Grant le prestaba la Remington de Ketchum. («Por si aparece algún bicho», habría comentado Ketchum). Andy le dejaba asimismo al escritor un par de cargadores de reserva. Héroe invariablemente reconocía la carabina. Era una de las pocas ocasiones en que el cazador de osos movía la cola, ya que esa Remington. 30-06 Springfield con acción de bombeo había sido el arma preferida de Ketchum para los osos, y, sin duda, Héroe recordaba la emoción de la cacería… o a su antiguo dueño.
Danny había tardado dos años en enseñar a ladrar al perro. A Héroe, los gruñidos y los pedos, así como los ronquidos al dormir, le salían de manera natural —es decir, si el cazador de osos no había aprendido esas artes tan poco delicadas de Ketchum—, pero no había ladrado nunca. En sus anteriores esfuerzos por animar a Héroe a ladrar, Danny a veces se preguntaba si quizás el viejo maderero desaprobaba los ladridos.
Cerca de la residencia de Danny en Rosedale, y contiguo a los dos nuevos bloques de apartamentos en Scrivener Square que —quiso la suerte— no impedían al escritor ver desde su mesa la torre del reloj de la licorería de Summerhill, había un pequeño parque con terreno de juego, más o menos del tamaño de un campo de fútbol. Danny paseaba a Héroe por el parque tres o cuatro veces al día, casi siempre con correa, por temor a que hubiera en el parque un pastor alemán o cualquier otro perro macho que pudiera traerle a Héroe a la memoria al difunto pastor alemán de la Seis Jarras.
En el parque, Danny ladraba para Héroe; el escritor se esforzaba con toda su alma por emitir ladridos auténticos, pero Héroe no se dejaba impresionar. Después de un año así, Danny empezó a preguntarse si Héroe no pensaría por alguna razón que los ladridos eran una debilidad en un perro.
En el pequeño parque, otros dueños de perros se quedaban desconcertados ante el aspecto duro y correoso de Héroe, y por su actitud en extremo distante con los otros perros. A eso debían sumarse las cicatrices, el andar rígido de los cuartos traseros, por no hablar ya de la mirada torva y desigual. «Es sólo porque Héroe perdió un párpado; no es que esté echando el mal de ojo a su perro ni nada por el estilo», explicaba Danny a los inquietos dueños de los otros perros en un intento por tranquilizarlos.
—¿Qué le ha pasado en la oreja? —preguntó al escritor una joven con uno de esos spaniels descerebrados.
—Ah, fue un oso —admitió Danny—. ¡Un oso!
—¿Y esa cadera, esas cicatrices horribles que tiene el pobre? —había preguntado un hombre de aspecto nervioso con un schnauzer.
—El mismo oso —contestó Danny.
Fue durante su segundo invierno en la isla de Charlotte cuando empezaron los ladridos. Danny había aparcado el hidrodeslizador Polar en el hielo frente al embarcadero donde Héroe lo esperaba mientras él descargaba. Danny intentó ladrar al perro una vez más; el escritor ya casi había desistido. Para sorpresa de Danny y del perro, el ladrido de Danny se repitió; llegó un eco de su ladrido desde la isla de Barclay. Cuando Héroe oyó el eco, ladró. Lógicamente, también se produjo un eco tras el ladrido de Héroe; el cazador de osos oyó en respuesta el ladrido de un perro misteriosamente parecido al suyo.
Así siguió durante más de una hora: Héroe ladrándose a sí mismo en el embarcadero. (Si Ketchum hubiese estado allí, pensó Danny, seguramente el antiguo ganchero le habría pegado un tiro al cazador de osos). «¿Qué he provocado?», se preguntó el escritor, pero al cabo de un rato Héroe paró.
Después de eso, el perro ladró ya con normalidad; ladró a las motonieves y al muy esporádico sonido de un lejano hidrodeslizador en el canal principal. Ladró a los pitidos de los trenes, que llegaban de tierra firme, y, con menor frecuencia, al gemido de los neumáticos de los enormes tráilers en la 69. En cuanto a los intrusos… En fin, durante esos meses de invierno no los había; Danny recibía sólo alguna que otra visita de Andy Grant. (Héroe también le ladraba a Andy). Nunca pudo llegar a decirse que el cazador de osos de Ketchum fuese un perro normal —ni casi normal—, pero el ladrido contribuyó en gran medida a paliar el espeluznante aspecto de la cara de Héroe, con una sola oreja y el ojo siempre abierto. Ciertamente, los dueños de los otros perros en el pequeño parque cerca de Scrivener Square exteriorizaban menos su inquietud ante el cazador de osos, y ahora que el perro ladraba, gruñía menos. Fue una lástima que Danny no pudiese hacer nada con los silenciosos pedos o los colosales ronquidos de Héroe.
El escritor empezaba a tomar conciencia de que hasta entonces nunca había sabido qué era tener un perro. Cuanto más hablaba Danny con Héroe, menos predispuesto se sentía el escritor a pensar en lo que Ketchum habría dicho sobre Irak. ¿Acaso uno se despolitizaba al tener perro? (Y tampoco es que Danny estuviese antes verdaderamente politizado; él nunca había sido como Katie, ni como Ketchum). Danny tomaba partido en la política; tenía opiniones políticas. Pero Danny no era antiamericano; el escritor ni siquiera se sentía un expatriado. El mundo que había capturado a grandes rasgos en el frigorífico de Toronto empezó a parecerle cada día menos importante. Ese mundo ya no era en lo que Daniel Baciagalupo quería pensar, y menos aún «como escritor», habría dicho Ketchum.
Se había producido un accidente en la 69, cerca de Horseshoe Lake Road. Un mamón al volante de un Hummer había embestido por detrás a un camión de ganado, y había acabado con su propia vida y con la de un puñado de vacas. Sucedió el primer invierno que Danny pasó en la isla de Charlotte, y se enteró del accidente por la mujer de la limpieza. Ésta era miembro de la Primera Nación: una joven de pelo y ojos negros, rostro bonito y unas manos toscas de aspecto fuerte. Una vez por semana, Danny iba en el hidrodeslizador a la reserva india de Shawanaga Landing; allí la recogía y volvía a dejarla al final de la jornada, pero ella, casi con toda seguridad, vivía en otro sitio. Shawanaga Landing estaba habitado sobre todo durante los meses de verano, como camping y como acceso a la bahía. La población de la reserva vivía en el pueblo de Shawanaga, aunque había unos cuantos miembros de la Primera Nación que vivían todo el año en Skerryvore, o eso había contado Andy Grant a Danny. (Las dos zonas eran accesibles por carretera durante los meses de invierno, al menos en motonieve). A la joven mujer de la limpieza parecía gustarle montar en el hidrodeslizador Polar. Danny siempre llevaba un segundo par de orejeras para ella, y cuando la joven conoció a Héroe, preguntó por qué el cazador de osos no los acompañaba en el viaje. «El hidrodeslizador hace demasiado ruido para los oídos de un perro; bueno, mejor dicho, para su único oído», explicó Danny. «No sé si Héroe oye bien con esa oreja maltrecha». Pero la mujer de la limpieza tenía mano con los perros. Indicó a Danny que pusiera las orejeras a Héroe cuando iba a Shawanaga Landing a recogerla, y cuando volvía a la isla de Turner sin ella. (Sorprendentemente, el perro no se oponía a llevarlas). Y cuando la mujer de la limpieza iba en el hidrodeslizador con Héroe, sostenía en su regazo al cazador de osos y le tapaba las orejas —incluida la que casi le había desaparecido— con sus manos grandes y fuertes. Danny nunca había visto a Héroe sentado en el regazo de nadie. El walker bluetick pesaba treinta o treinta y cinco kilos.
El perro seguía fielmente a la joven por todas partes mientras ella realizaba sus quehaceres, del mismo modo que Héroe se pegaba a Danny en sus idas y venidas por la isla cuando estaba solo. Si Danny usaba la motosierra, el cazador de osos mantenía una distancia prudencial. (El escritor tenía la certeza de que esto sí lo había aprendido de Ketchum). Existía un malentendido permanente respecto a dónde vivía la joven de la Primera Nación: Danny nunca vio a nadie esperándola en Shawanaga Landing, ni ningún vehículo que ella pudiera haber utilizado para su desplazamiento hasta el muelle. Danny se lo había preguntado sólo una vez, pero la res puesta de la joven mujer de la limpieza se le antojó soñadora o irónica —o las dos cosas a la vez— y él no le había pedido que se lo aclarase. «En territorio ojibway», había dicho ella.
Danny no entendió a qué se refería la mujer de la Primera Nación, quizás a nada en concreto. Podría haberle preguntado a Andy Grant de dónde era la joven realmente —había sido Andy quien, en un principio, lo había puesto en contacto con ella—, pero Danny lo dejó correr. A él «el territorio ojibway» le bastó como respuesta.
Y el escritor había olvidado al instante el nombre de la joven, si es que en realidad había llegado a oírlo. Una vez, a comienzos del primer invierno que trabajó para él, Danny le dijo con admiración:
—Eres incansable.
Se refería al sinfín de agujeros en el hielo que ella hacía, y a los innumerables cubos llenos de agua que acarreaba desde el lago y le dejaba en la casa principal. La chica había sonreído; le había gustado la palabra «incansable».
—Llámeme así, por favor, llámeme así —había dicho ella.
—¿Incansable?
—Ése es mi nombre —afirmó la mujer de la Primera Nación—. Esa soy yo, desde luego.
Una vez más, Danny habría podido preguntar a Andy Grant cómo se llamaba de verdad, pero a la mujer le gustaba el nombre de Incansable, y a Danny eso también le bastó.
A veces, desde su choza de escribir, veía a Incansable mostrar una actitud reverente ante el inuksuk. No se inclinaba de manera formal ante el hito de piedra, pero le quitaba la nieve con ademán respetuoso y, al hacerlo, manifestaba una especie de deferencia u homenaje. Incluso Héroe, que se quedaba misteriosamente alejado de Incansable en esas ocasiones solemnes, parecía reconocer el carácter sagrado del momento.
El día que Incansable iba a limpiar, Danny trabajaba en su choza de escribir igual que cuando estaba allí solo con Héroe; la mujer de la limpieza no lo distraía. Cuando Incansable terminaba con su trabajo en la casa principal —no importaba que los demás días Danny estuviera acostumbrado a la compañía de Héroe, que dormía (y se tiraba pedos y roncaba) en la choza de escribir mientras él trabajaba—, el escritor levantaba la vista de su trabajo y de pronto la veía de pie junto al pequeño pino doblado por el viento. Ella nunca tocaba el árbol tullido; sencillamente se quedaba junto a él, como un centinela, con Héroe de pie a su lado. Ni la mujer de la limpieza de la Primera Nación ni el perro cazador de osos miraban nunca a Danny a través de la ventana de su choza de escribir. Siempre que el escritor alzaba la vista y los veía al lado del pino maltratado por las inclemencias del tiempo, el perro y la joven estaban de espaldas a él; parecían otear la bahía helada.
Entonces Danny tamborileaba en la ventana, y los dos, Incansable y Héroe, entraban en la choza de escribir. Danny abandonaba la choza (y su trabajo) mientras Incansable la limpiaba, cosa que nunca le llevaba mucho tiempo; normalmente no más del que necesitaba Danny para prepararse un té en la casa principal.
Salvo Andy Grant —y los parroquianos de siempre con los que Danny coincidía de manera ocasional en el Larry’s Tavern, o en el restaurante Haven, y en el supermercado—, la mujer de la limpieza de la Primera Nación era el único ser humano con quien Danny tenía trato social durante sus inviernos en la isla de la bahía de Georgia, y Danny y Héroe veían a Incansable sólo una vez por semana durante las diez semanas que el escritor pasaba allí. Una vez, cuando Danny estaba en el pueblo, se encontró con Andy Grant y le habló de lo bien que trabajaba la joven de la Primera Nación.
—Héroe y yo la adoramos —había dicho—. Es un placer tenerla en casa, no incomoda en absoluto.
—Parece que estés dispuesto a casarte con ella —comentó Andy al escritor. Andy lo decía en broma, claro, pero Danny, aunque fuera sólo por un minuto, o dos, inevitablemente contempló la posibilidad en serio.
Más tarde, de nuevo en el hidrodeslizador —pero antes de arrancar el motor o ponerle las orejeras al cazador de osos—, Danny preguntó al perro:
—¿Te parezco una persona solitaria, Héroe? Debo de ser un poco solitario, ¿no?
En la cocina de la casa de Danny en Cluny Drive —sobre todo conforme avanzaba el año 2004—, las observaciones políticas pegadas al frigorífico del escritor se habían vuelto cada vez más tediosas. Cabía pensar que la política siempre había sido aburrida y el escritor no se había dado cuenta hasta entonces; o al menos las preguntas dirigidas a Ketchum resultaban triviales y pueriles en comparación con la historia más personal y detallada que Danny desarrollaba en su novena novela.
Como siempre, empezó por el final de la historia. No sólo había escrito lo que, según creía, sería la última frase, sino que tenía una idea ya bastante elaborada de la trayectoria de la nueva novela, la primera firmada con el nombre de Daniel Baciagalupo. Danny se retrotraía lenta pero gradualmente en la narración hacia donde pensaba que debía empezar el libro. Siempre trabajaba así: construía la trama de atrás hacia delante; por tanto concebía el primer capítulo al final. Para cuando Danny llegaba a la primera frase —es decir, el momento real en que escribía la primera frase—, a menudo habían pasado dos o más años, pero para entonces conocía la historia entera. A partir de esa primera frase, el libro fluía hacia delante; o, en el caso de Danny, volvía al lugar por donde había empezado.
Como siempre, además, cuanto más inmerso estaba Danny en una novela, más se distanciaba de lo que pasaba por ser su pensamiento político. Si bien las opiniones políticas del escritor eran sinceras, Danny habría sido el primero en reconocer que desconfiaba de toda forma de política. ¿Acaso no era novelista, en parte, porque veía el mundo de una manera más subjetiva? Y escribir obras de ficción no sólo era lo que Daniel Baciagalupo sabía hacer mejor: en realidad, escribir novelas era lo único que hacía. Era un artesano, no un teórico; era un narrador, no un intelectual.
Así y todo, Danny se acordaba inevitablemente de aquellos dos últimos helicópteros que abandonaron Saigón, aquella pobre gente aferrada a los patines de los helicópteros, y los centenares de survietnamitas desesperados que se quedaron atrás en el patio de la embajada de Estados Unidos. Al escritor no le cabía duda de que veríamos eso (o algo parecido) en Irak. Reminiscencias de Vietnam, pensaba Danny, o así lo veía él, como cualquier persona de su generación, porque en realidad Irak no era exactamente otro Vietnam. (Daniel Baciagalupo era un fulano muy de los sesenta, como lo describía Ketchum; era imposible reformarlo). Con escasa convicción, Danny le habló al perro, cuya única respuesta fue un bostezo.
—Te apuesto una caja de galletas para perros, Héroe, a que todo irá muy a peor antes de mejorar un poco.
El cazador de osos ni siquiera reaccionó al ofrecimiento de las galletas para perros; a Héroe la política le aburría tanto como a Danny. El mundo seguiría igual que siempre, ¿o no? ¿Quién de ellos cambiaría algo en la dinámica del mundo? Un escritor no, eso desde luego; Héroe tenía tantas posibilidades de cambiar el mundo como Danny. (Por suerte, Danny no se lo dijo a Héroe; no quería ofender al noble perro). Era una mañana de diciembre de 2004, Danny acababa de pegar la última pregunta (ya olvidada) para Ketchum en la puerta del frigorífico, cuando Lupita —la muy leal y sufrida mujer de la limpieza mexicana— encontró al escritor en la cocina, donde estaba nada menos que escribiendo. Eso alteró a Lupita, quien —en su necesaria compartimentación de la casa— tenía un enfoque totalitario en cuanto a la función de las distintas habitaciones en la casa de un escritor.
Lupita estaba acostumbrada, si bien lo desaprobaba, a las tablillas sujetapapeles y el paquete de folios para mecanografiar en el gimnasio, donde no había máquina de escribir; el sinfín de notas en Post-It, repartidas por toda la casa, también era motivo de irritación para ella, pero se contenía. En cuanto a las preguntas políticas dirigidas al señor Ketchum, y pegadas a la puerta de la nevera, Lupita las leía con menguante interés, si es que se molestaba siquiera en leerlas. Las trivialidades adheridas con celo eran un incordio para Lupita, porque le impedían limpiar la puerta del frigorífico, como ella habría deseado.
Para Lupita, cuidar de la casa de Danny en Cluny Drive, como ella hacía, había supuesto básicamente una sucesión de disgustos. El hecho de que el señor Ketchum ya no visitase Toronto en Navidad hacía llorar a la mujer de la limpieza mexicana, sobre todo en esa época del año, a finales de diciembre, y eso por no hablar del esfuerzo que le había representado poner en orden la habitación del difunto cocinero después del doble homicidio, que casi había acabado con ella. Por supuesto, se habían llevado la cama ensangrentada y habían cambiado el papel de la pared, pero Lupita había limpiado una a una todas las fotos salpicadas de sangre en el tablero de Dominic, y había restregado el suelo hasta que creyó que le sangrarían las rodillas y los pulpejos de las manos. También había convencido a Danny para que sustituyera las cortinas, o de lo contrario el olor a pólvora permanecería en el dormitorio donde se había producido el crimen.
Cabe observar que, en esta etapa de la vida de Danny, las dos mujeres con quienes mantenía un contacto más continuo eran ambas mujeres de la limpieza, aunque desde luego Lupita ejercía una mayor influencia en el escritor que Incansable. Fue por Lupita por lo que Danny se deshizo del sofá de su estudio en la segunda planta, y eso fue resultado exclusivamente de la insistencia de ella, quien sostenía que en ese sofá se veía (lo veía ella) la huella del cuerpo del despreciable ayudante del sheriff. «Todavía lo veo ahí tumbado, esperando a que usted y su padre se duerman», había dicho Lupita a Danny.
Naturalmente, Danny retiró el sofá; si bien Daniel Baciagalupo nunca había visto en el sofá la huella del cuerpo gordo del vaquero, pero una vez que la mujer de la limpieza mexicana afirmó que había visto la huella de Cari en el sofá, el escritor no tardó en imaginarla.
Lupita no se había conformado con eso. Poco después de la llegada de Héroe a la casa, recordaba Danny, Lupita propuso un cambio más monumental. Aquellos tableros con la historia familiar reunida —los centenares de instantáneas traslapadas que el cocinero había conservado, y los otros centenares que había guardado en los cajones del escritorio de Danny—…, en fin, uno ya puede imaginar lo que pensó la mujer de la limpieza mexicana. No tenía sentido, había dicho Lupita, dejar expuestas esas fotos especiales en una habitación donde ahora nadie las veía. «Deberían estar en su dormitorio, Señor Escritor», había dicho Lupita a Danny. (Espontáneamente había empezado a llamarlo así, «Señor Escritor», Danny no recordaba cuándo). Y de ello se desprendía, claro está, que esas fotografías de Charlotte tendrían que quitarse. «Ya no son apropiadas», había dicho Lupita a Danny; quería decir que él no debía dormir con esas imágenes nostálgicas de Charlotte Turner, que era una mujer casada con su propia familia. (Sin la menor palabra de resistencia por parte del Señor Escritor, Lupita se ocupó personalmente). Ahora tenía sentido. La habitación del difunto cocinero pasó a emplearse como segundo cuarto de invitados; rara vez se usaba, pero era especialmente útil si una pareja con un niño (o niños) iba a visitar al escritor. La cama de matrimonio de Dominic había sido sustituida por dos individuales. El homenaje a Charlotte en esta alejada habitación de invitados —en el extremo opuesto del pasillo respecto al dormitorio de Danny— parecía más acorde con la relación que en esos momentos mantenían.
Tenía más sentido asimismo que Danny durmiese ahora con esas fotografías de la familia inmediata y amplia del cocinero, incluidas algunas instantáneas del hijo muerto del escritor, Joe. Danny debía agradecer a Lupita que esto fuese posible, pues ella era quien se encargaba de los tableros; elegía las fotografías nuevas y recicladas con las que quería que Danny durmiese. Una o dos veces por semana, Danny observaba con atención las imágenes en los tableros, sólo para ver cómo las había redistribuido Lupita.
De vez en cuando Charlotte asomaba brevemente entre las instantáneas, casi siempre eran imágenes de ella con Joe. (Por alguna razón, habían superado el insondable radar de la aprobación de Lupita). Y había montones de retratos de Ketchum, claro, incluso unos cuantos recién incorporados del leñador, y de la joven madre de Danny con su padre aún más joven. Estas instantáneas de la Prima Rosie guardadas desde hacía mucho tiempo habían pasado a manos de Danny junto con Héroe, y las armas de Ketchum, amén de la motosierra. Las viejas fotografías, guardadas entre las páginas de los amados libros de Rosie para que no se arrugaran, no habían estado expuestas a la luz, y los libros también habían llegado a manos de Danny, ahora que el viejo maderero ya no podía leerlos. ¡Menuda cantidad de libros había acumulado Ketchum!
Esa mañana de diciembre de 2004, cuando Lupita se encontró con Danny escribiendo en la cocina, él resolvía un par de escenas que, según imaginaba, podían caer cerca del principio de la novela, llegando incluso a redactar alguna frase. Sin duda se acercaba al principio del primer capítulo, pero el punto donde empezaría exactamente —la primera frase, por ejemplo— se le resistía aún. Escribía en una sencilla libreta de espiral de papel blanco pautado; Lupita sabía que el escritor tenía una pila de libretas iguales en su estudio de la segunda planta, donde (pensaba con plena convicción) debería haber estado trabajando.
—Está usted escribiendo en la cocina —aseveró la mujer de la limpieza. Fue una frase enunciativa, directa, pero Danny advirtió cierto retintín; a juzgar por el tonillo crítico de las palabras de Lupita, era como si hubiese dicho: «Está usted fornicando en el camino de entrada». (A plena luz del día). Danny se quedó un poco desconcertado por el tácito reproche de la mujer de la limpieza mexicana.
—No estoy escribiendo exactamente, Lupita —se defendió Danny—. Estoy tomando unas cuantas notas para mí sobre lo que voy a escribir.
—Sea lo que sea, está haciéndolo en la cocina —insistió Lupita.
—Sí —contestó Danny con cautela.
—Supongo que puedo empezar por arriba, en la segunda planta, digamos, por su estudio, donde no está escribiendo —dijo la mujer de la limpieza.
—Me parece muy bien —contestó Danny.
Lupita suspiró, como si para ella el mundo fuera una fuente infinita de dolor; y lo había sido, como Danny sabía. Si bien podía ser una mujer complicada, Danny la toleraba, y en general aceptaba su presunta autoridad; el escritor sabía que uno debía aceptar mejor la autoridad de alguien que había perdido a un hijo, como era el caso de la mujer de la limpieza, y ser más tolerante con ella. Pero antes de marcharse Lupita de la cocina —para ocuparse de lo que a todas luces consideraba su primera tarea del día, en total desarreglo con lo que era habitual (si no del todo errónea)—, Danny le dijo:
—¿Le importaría limpiar hoy la nevera, Lupita? Tírelo todo, y listos.
La mexicana no se sorprendía fácilmente, pero Lupita se quedó inmóvil, como pasmada. Al recobrarse, abrió la puerta de la nevera, que había limpiado hacía sólo unos días: estaba prácticamente vacía. (Casi siempre lo estaba, salvo cuando Danny tenía invitados a cenar).
—No, me refiero a la puerta —aclaró Danny—. Por favor, límpiela de arriba abajo. Tire todas las notas.
En ese momento, la desaprobación de Lupita se convirtió en inquietud.
—¿Enfermo? —preguntó de pronto a Danny. La mujer le tocó la frente al escritor con su mano morena y rechoncha; según su experto tacto, Danny no parecía tener fiebre.
—No, no estoy mal, Lupita —respondió Danny a la mujer de la limpieza—. Sencillamente estoy harto de las distracciones que me he buscado.
Era una época del año difícil para el escritor, quien no acababa de salir del cascarón precisamente, como Lupita sabía. La Navidad era el momento más difícil para las personas que habían perdido a la familia; a ese respecto, la mujer de la limpieza no tenía la menor duda. De inmediato hizo lo que Danny le había pedido. (De hecho, agradeció la oportunidad de interrumpir el trabajo de él, puesto que estaba haciéndolo donde no debía). Lupita arrancó gustosamente los pequeños trozos de papel de la puerta de la nevera; el maldito celo le llevaría más tiempo, lo sabía: tendría que retirar los residuos con las uñas. Además rociaría la puerta con un líquido bactericida, pero eso lo haría más tarde.
Es poco probable que a la mujer de la limpieza se le pasara siquiera por la cabeza que estaba tirando a la basura lo que, a fin de cuentas, era la obsesión de Danny por la interpretación que acaso hiciera Ketchum acerca de la pifia de Bush en Irak; pero eso estaba haciendo. Tal vez Danny fuera consciente —muy en el fondo, en algún lugar de su pensamiento— de que en ese momento se desprendía al menos de una pequeña parte de la ira que sentía hacia su antiguo país.
Ketchum había descrito Estados Unidos como una nación perdida, pero Danny no sabía si afirmar algo así era justo, si la acusación aún tenía validez. A Danny Baciagalupo, como escritor, sólo le importaba que su antiguo país era para él una nación perdida. Desde la reelección de Bush, Danny había asumido que, para él, Estados Unidos se había perdido, y que él era —desde ese minuto en adelante— un forastero que vivía en Canadá, y que lo sería hasta el final de sus días.
Mientras Lupita trajinaba ante la puerta del frigorífico, Danny entró en el gimnasio y telefoneó al Beso de Lobo. Dejó un mensaje muy minucioso en el contestador automático; dijo que deseaba hacer una reserva en el restaurante para todas las noches que el Beso de Lobo estuviese abierto, es decir, hasta que Patrice y Silvestro cerrasen por Navidad. Lupita tenía razón: la Navidad era siempre una época difícil para Danny. Primero había perdido a Joe, y también aquellas navidades en Colorado; después había muerto su padre, asesinado de un tiro. Y cada Navidad desde aquella Navidad, también memorable, de 2001, el escritor recordaba cómo se enteró de lo que le había sucedido a Ketchum, a quien también había perdido.
Danny no era Ketchum; el escritor ni siquiera se parecía a Ketchum, aunque en algunos momentos había intentado parecerse al viejo maderero. ¡Dios, con qué empeño lo había intentado! Pero ése no era el trabajo de Danny, por emplear la palabra «trabajo» en el sentido que Ketchum le había dado. El trabajo de Danny era escribir, y Ketchum eso lo había comprendido mucho antes que Danny.
«Tienes que hundir la nariz en lo peor e imaginarlo todo, Danny», había dicho el veterano ganchero. Daniel Baciagalupo lo intentaba; si el escritor no podía ser Ketchum, al menos podía heroificar al maderero. Pero ¿acaso era muy difícil presentar a Ketchum como héroe?, pensaba el escritor.
«Bueno, los escritores deberían saber lo mucho que cuesta morir a veces, Danny», había dicho Ketchum cuando Danny necesitó tres tiros para abatir a su primer ciervo.
Joder, debería haber sabido entonces a qué se refería Ketchum, pensaba el escritor el día que Lupita limpiaba como una posesa alrededor de él. (Sí, debería haberlo sabido).