15. El baile del alce

A Danny no le sorprendió que Ketchum no empezara a contar de inmediato la historia de su mano izquierda. Para cuando la furgoneta dejó atrás el pantano de Pontook —y Danny se fijó en los ya conocidos canales de riego de los campos mientras avanzaban por la carretera del embalse Dummer—, era obvio que Ketchum tenía sus propios planes. La historia que revelara la peculiar lógica que había inducido al viejo maderero a considerar su mano izquierda como la «buena» tendría que esperar. Danny también advirtió que Ketchum dejaba atrás la antigua vía de saca a Twisted River.

—¿Vamos a Paris por alguna razón? —preguntó el escritor.

—A West Dummer —corrigió Ketchum—, o lo que queda de él.

—¿Aún lo llama alguien West Dummer? —quiso saber Danny.

—Yo —respondió Ketchum.

Al cruzar el puente nuevo sobre el Phillips Brook, recorrieron el mismo camino que el pequeño Dan hacía cuando Jane la Piel Roja lo acompañaba en coche al colegio. Por aquel entonces, el camino desde Twisted River hasta Paris se le hacía interminable; ahora, el tiempo y la carretera parecieron desvanecerse en un instante, pero no el olor a oso.

—Que no se te vayan a cruzar ahora los huevos por esto, Danny, pero la escuela de la Compañía Manufacturera Paris, el edificio en sí, sigue en pie —advirtió Ketchum—. El lugar donde el futuro escritor pasó unos años de formación: recibiendo palizas, la mayor parte del tiempo —explicó el leñador a Carmena, que parecía pugnar por entender el concepto de «cruzar los huevos».

Probablemente Carmella no hacía más que contener las náuseas; la combinación de la superficie irregular del camino de tierra y la fetidez en la cabina de la furgoneta debía de haberla mareado. Danny que sin duda tenía náuseas, procuró pasar por alto los pelos de oso que el aire movía en torno a sus pies debido al viento que entraba por la ventanilla abierta del lado del conductor de la traqueteante furgoneta.

Incluso con un cambio de marchas de palanca, Ketchum conseguía conducir con la mano derecha. Sacaba el codo izquierdo por la ventanilla, y los dedos de su mano izquierda sólo entraban en contacto con el volante fortuitamente; Ketchum cerraba la mano derecha con fuerza en torno al volante. Cuando necesitaba cambiar de marcha, buscaba a tientas con la mano derecha el pomo, a la altura del ombligo, de la larga palanca acodada, junto a las rodillas de Carmella. Provisionalmente, sujetaba el volante con la mano izquierda, pero no más tiempo del par de segundos que mantenía la derecha en el cambio.

Ketchum conducía de un modo bastante fluido, en apariencia tan natural y espontáneo como la manera en que el viento que entraba por la ventanilla abierta de su lado le agitaba la barba. (De no haberla llevado abierta, pensó Danny, Carmella y él casi con toda seguridad habrían vomitado).

—¿Por qué no pusiste el oso en la caja de la furgoneta? —preguntó Danny a Ketchum. El escritor se preguntó si había sido algún ritual propio de cazadores la razón por la que el oso muerto había ido en la cabina de la furgoneta.

—Estaba en Maine, ¿recuerdas? —dijo Ketchum—. Maté al oso en New Hampshire, pero tuve que entrar y salir de Maine. Llevo matrícula de New Hampshire en la furgoneta. Si hubiese llevado el oso en la caja, algún guarda forestal o un agente de la policía del estado de Maine me habría parado. Tengo licencia de caza de New Hampshire —explicó Ketchum.

—¿Dónde iba Héroe?

Héroe iba en la caja; estaba chorreando sangre por todas partes —dijo Ketchum—. Los bichos vivos sangran más que los muertos, porque el corazón todavía bombea —dijo el viejo maderero a Carmella, que parecía estar conteniendo un reflejo faríngeo—. Sencillamente le puse al oso el cinturón de seguridad en tu asiento, Danny, y le calé un gorro sobre las orejas. La cabeza de la bestia parecía hundida entre los hombros…, los osos apenas tienen cuello…, pero supongo que parecíamos dos fulanos barbudos de paseo en coche.

En la cabina, Ketchum debía de parecer más alto que el oso muerto, comprendió Danny. De lejos, la barba y el pelo largo del leñador eran tan negros como los de un oso negro; había que mirar de cerca a Ketchum para verle las canas. Desde un coche circulando en sentido contrario, sobre todo a cierta velocidad, probablemente Ketchum y el oso parecían a través del parabrisas de la furgoneta dos hombres jóvenes con pobladas barbas, o al menos más jóvenes de lo que Ketchum era en realidad.

—Diantres, limpié del asiento la sangre del oso —decía el ganchero mientras la furgoneta entraba en Paris—. Aunque me pregunto cuánto tiempo durará la peste a bicho. Los osos huelen que apestan, ¿verdad?

Ketchum bajó a primera rozando fugazmente las rodillas de Carmella con su áspera mano derecha.

—No pretendo meterle mano, Carmella —dijo el maderero—. ¡No tenía previsto que la palanca de cambios acabara entre sus piernas! La próxima vez pondremos a Danny en medio.

Danny buscaba alrededor la serrería a vapor, pero no la veía. En su día, las trozas de frondosas descendían por el Phillips Brook hasta Paris; la Compañía Manufacturera de Paris, Maine, fabricaba toboganes, recordó el escritor. Pero ¿dónde estaba la vieja serrería? ¿Qué había sido del aprisco para los caballos y los talleres mecanizados? Había un comedor y una pensión —un barracón con cabida para setenta y cinco hombres, según recordaba Danny— y, para el director de la serrería, lo que (por entonces) parecía una casa bastante elegante. Ahora, cuando Ketchum detuvo la furgoneta, Danny vio que sólo quedaba la escuela. El campamento maderero había desaparecido.

—¿Qué fue de Paris? —preguntó Danny mientras se apeaba de la furgoneta. Oía el murmullo del Phillips Brook; sonaba igual que antes.

—¡West Dummer! —bramó Ketchum. Se dirigía apresuradamente hacia el montículo donde antes estaba el comedor.

—Por qué esperaron hasta el año noventa y seis para demolerlo es algo que no me explico: y menuda chapuza hicieron cuando por fin se decidieron a arrasarlo con los bulldozers —clamó el maderero. Agachándose, recogió una olla y una sartén herrumbrosas y las batió ruidosamente. Danny lo siguió, dejando a Carmella atrás.

—¿Vinieron con bulldozers? —preguntó el escritor. Veía afiladas esquirlas de metal, de la serrería, asomando de la tierra como huesos cercenados. El aprisco para los caballos se había desmoronado y formaba una pila; el barracón para setenta y cinco hombres o pensión había quedado hecho un revoltijo entre la tierra, con los infantiles restos de las literas desperdigados entre las matas bajas de enebro. Un viejo lavamanos se alzaba como un esqueleto exhumado; había un agujero circular vacío donde había estado la palangana. Incluso quedaba la mole oxidada de un tractor de arrastre a vapor Lombard, tumbado de lado, con la caldera abollada por la fuerza destructiva pero inútil de los bulldozers. El Lombard sobresalía en medio de un zarzal; parecía un cadáver profanado de dinosaurio, o alguna otra especie extinguida.

—Si uno quiere deshacerse de un sitio, tiene que quemarlo —despotricó Ketchum.

Carmella, muy rezagada detrás de ellos, se detuvo para retirar los restos de abrojo y el algodoncillo de su pantalón urbano.

—Quería que primero vieses este cagadero, Danny. Es una puta vergüenza que ni siquiera hayan sido capaces de eliminarlo como Dios manda. ¡En West Dummer siempre han sido más tontos que una cagada de perro! —bramó el viejo maderero.

—¿Por qué sigue en pie la escuela? —preguntó Danny. (Dado lo mucho que lo maltrataron aquellos niños de West Dummer, Danny habría deseado reducir a cenizas la escuela de la Compañía Manufacturera Paris).

—No lo sé —respondió Ketchum—. Esa puñetera escuela tiene un uso recreativo, supongo. Veo por aquí a esquiadores de fondo, de vez en cuando, y motonieves a todas horas, claro está. Sé por capullos obsesionados con la energía que en los montes altos van a poner esos putos molinos de viento por todas partes. Turbinas de cien metros de altura… ¡Tienen aspas de cincuenta metros! Los construirán y, para acceder a ellos, harán una carretera de servicios de diez metros de ancho con la superficie de grava, cosa que, como sabe cualquier tonto, significa que tendrán que despejar una franja de unos veinte metros de anchura sólo para el paso de la carretera. Esas torres harán un ruido de cagarse y lanzarán hielo a punta pala; tendrán que pararlas cuando haya demasiada nieve o aguanieve, o niebla helada. Y en cuanto haya pasado el tiempo de mierda, y pongan en marcha los molinos de viento otra vez, el hielo formado en las aspas saldrá despedido a doscientos cincuenta metros. El hielo saltará en láminas de más de un metro de largo pero de menos de un par de centímetros de grosor. Esas placas podrían traspasar a un fulano, o a todo un alce. Y, naturalmente, están las luces rojas intermitentes para advertir a los aviones. Es una ironía que esos capullos obsesionados con la energía sean la misma panda de ecologistas descerebrados que decían que las maderadas hacían estragos en los ríos y los bosques, o son los capullos de los hijos de esos ecologistas.

De pronto, Ketchum dejó de vociferar, porque vio que Carmella lloraba. No había avanzado mucho desde la furgoneta; o las zarzas le habían obstruido el paso, o los escombros del campamento maderero arrasado por los bulldozers se lo impedían. Con el alboroto que había organizado Ketchum, Carmella no podía haber oído el murmullo del Phillips Brook, ni podía ver el agua. El tractor de arrastre Lombard volcado, que para ella era algo totalmente desconocido y, como tal, amenazadoramente extraño, al parecer la había asustado.

—Por favor, señor Ketchum —dijo Carmella—, ¿podríamos ver dónde perdió la vida mi Angelú?

—Claro que sí, Carmella. Sólo estaba enseñándole a Danny una parte de su historia —dijo el ganchero con aspereza—. Los escritores tienen que conocer su historia, ¿o no, Danny? —Con un repentino aspaviento, el leñador estalló de nuevo—: El comedor, la casa del director de la serrería… ¡Todo arrasado por los bulldozers! Y aquí, en algún sitio, había un pequeño cementerio. ¡Los bulldozers arrasaron incluso el cementerio!

—Veo que dejaron el manzanar —observó Danny, señalando los árboles raquíticos, desatendidos desde hacía años.

—Sin razón alguna —dijo Ketchum, sin molestarse siquiera en mirar el manzanar—. Sólo los ciervos se comen esas manzanas. Yo he matado un buen montón de ciervos aquí. —(Sin duda, en West Dummer incluso los ciervos eran más tontos que una cagada de perro, pensaba Danny. Seguramente esos ciervos tontos se quedaban allí plantados cogiendo manzanas en espera de que les pegaran un tiro). Regresaron a la furgoneta, y Ketchum cambió de sentido; esta vez Danny ocupó el asiento central de la cabina, a horcajadas en torno al cambio de marchas. Carmella bajó la ventanilla del acompañante, tragando a bocanadas el aire entrante. La furgoneta se había quedado al sol, inmóvil, y la temperatura, aquella mañana, iba en aumento; el hedor del oso muerto era tan opresivo como una manta fétida y pesada. Danny sostenía las cenizas de su padre en el regazo. (El escritor habría deseado oler las cenizas de su padre, a sabiendas de que olían a especias para carne —un posible antídoto contra el oso—, pero se contuvo). En la carretera entre Paris y Twisted River —en el promontorio de tierra donde el Phillips Brook doblaba hacia el sudoeste en dirección al Ammonoosuc y el Connecticut y donde el Twisted River doblaba hacia el sudeste en dirección al pantano de Pontook y el Adroscoggin—, Ketchum volvió a detener su pestilente furgoneta. El leñador señaló por la ventanilla, a lo lejos, hacia lo que parecía un campo alargado y uniforme. Quizás en primavera era una ciénaga, pero en septiembre era tierra seca, con hierba alta y unos cuantos pinos de Virginia, y chupones de arce arraigando en el suelo llano.

—Antes, cuando retenían las aguas del Phillips Brook con un azud —empezó a contar el ganchero—, esto era un embalse, pero hace años que no retienen las aguas del río. A pesar de que aquí no hay un embalse, y no lo ha habido desde hace mucho tiempo, esto se llama aún el embalse del Observatorio del Alce. Cuando había un embalse, los alces se reunían aquí; los leñadores venían a observarlos. Ahora los alces salen por la noche y bailan donde estaba el embalse. Y los que seguimos vivos, ya no muchos, venimos a ver bailar a los alces.

—¿Bailan? —preguntó Danny.

—Sí. Es una especie de danza. Los he visto —afirmó el viejo maderero—. Y esos alces, los que bailan, son demasiado jóvenes para recordar que aquí hubo un embalse. Sencillamente lo saben, por alguna razón. Da la impresión de que los alces pretenden que vuelva el embalse —les explicó Ketchum—. Yo vengo aquí algunas noches, sólo para verlos bailar. A veces convenzo a la Seis Jarras para que me acompañe.

En ese momento no había alces —no una mañana clara y soleada de septiembre—, pero no había razón para dudar de la palabra de Ketchum, pensaba Danny.

—Tu madre bailaba bien, Danny, como me consta que ya sabes. Doy por hecho que te lo contó la Piel Roja —añadió Ketchum.

Cuando el viejo leñador siguió conduciendo, Carmella sólo dijo:

—¡Cielo santo! ¡Alces bailando!

—Si yo no hubiese visto nada más en toda mi vida…, sólo bailar a los alces… habría sido más feliz —les aseguró Ketchum. Danny lo miró; pronto las lágrimas del maderero se perdieron en su barba, pero Danny las había visto.

Ahora viene la historia de la mano izquierda, vaticinó el escritor. La sola mención de la madre de Danny. o su manera de bailar, había desencadenado algo dentro de Ketchum.

De cerca, la barba del viejo ganchero era más grisácea de lo que parecía de lejos; Danny no podía apartar la mirada de él. Pensó que Ketchum tendía la mano hacia la palanca del cambio de marchas cuando éste agarró la rodilla izquierda de Danny con su fuerte mano derecha y le dio un doloroso apretón.

—¿Qué miras? —le preguntó Ketchum con brusquedad—. No faltaría a una promesa hecha a tu madre o a tu padre, a no ser por el puto hecho de que algunas promesas que uno hace en su triste vida entran en contradicción con otras…, como, por ejemplo, mi otra promesa a Rosie: que te querría siempre y cuidaría de ti si algún día tu padre no podía hacerlo. ¡Promesas como ésa! —exclamó Ketchum; sujetó el volante con su remisa mano izquierda, con más fuerza y durante más tiempo de lo que se permitía coger el volante con la mano izquierda cuando sólo cambiaba de marcha.

Finalmente, su gran mano derecha se desprendió de la rodilla de Danny: Ketchum volvía a conducir con la mano derecha. El codo izquierdo del maderero señalaba hacia fuera por la ventanilla del lado del conductor, como si fuese un elemento permanente de la cabina de la furgoneta; Ketchum sólo rozó el volante en actitud indiferente con los dedos ahora relajados de la mano izquierda cuando tomó la vieja vía de saca en dirección a Twisted River.

La superficie del camino empeoró de inmediato. El tráfico con destino a un pueblo fantasma era poco, y Twisted River no se encontraba de camino a ninguna otra parte; la vía de saca no había tenido ningún tipo de mantenimiento. Con el primer bache que encontró la furgoneta se abrió la guantera. Los invadió el tranquilizador olor del aceite para armas, aliviándolos momentáneamente del implacable hedor del oso. Cuando Danny alargó la mano para cerrar la guantera, vio el contenido: un frasco enorme de aspirinas y una pistola pequeña en una hombrera.

—Calmantes para el dolor, lo uno y lo otro —comentó Ketchum con despreocupación, mientras Danny cerraba la guantera—. Ni muerto iría a algún sitio sin aspirinas y un arma de cualquier tipo.

En la caja de la furgoneta, con la leña bajo la lona —en compañía de la Remington. 30-06 Springfield—, como Danny sabía, llevaba una motosierra y un hacha. Enfundado tras la visera para el sol de la furgoneta, en el lado del conductor, estaba el cuchillo Browning de treinta centímetros.

—¿Por qué va siempre armado, señor Ketchum? —preguntó Carmella al ganchero.

Quizá fue la palabra «armado» lo que pilló desprevenido a Ketchum, porque no había estado armado aquella lejana noche en que el maderero y el cocinero y la prima Rosie del cocinero salieron al hielo, ejecutando el dos-á-dos sobre el río helado. Allí mismo —en la furgoneta que apestaba a oso, ante los ojos enloquecidos del leñador— debió de aparecérsele a Ketchum una visión de Rosie. Danny advirtió que la feroz barba de Ketchum había vuelto a humedecerse de lágrimas.

—He cometido… errores —empezó a decir el ganchero; le fallaba la voz, como si se ahogara—. No sólo errores de juicio, o simplemente por decir algo que no podía sostener, sino verdaderos deslices.

—No tienes por qué contar la historia, Ketchum —dijo Danny, pero ya no había manera de detener al maderero.

—Una pareja enamorada se dice cosas… Tú ya lo sabes, Danny… Sólo para que cada uno se sienta a gusto con una situación, aunque esa situación no sea buena, o aunque no debieran sentirse a gusto con ella —dijo Ketchum—. Una pareja enamorada crea sus propias normas, como si esas normas inventadas fuesen tan fiables o contaran tanto como las normas conforme a las que intentan vivir los demás… No sé si me entiendes.

—La verdad es que no —contestó Danny. El escritor vio que la vía de saca hacia lo que había sido el municipio de Twisted River había sido invadida por el agua —por una inundación, hacía años— y ahora el liquen y el musgo cubrían la pedregosa pista. Sólo perduraba el desvío en el camino —una curva a la izquierda, hacia el pabellón-cocina—, y Ketchum dobló por allí.

—La mano izquierda es con la que tocaba a tu madre, Danny. Nunca la tocaba con la derecha; la mano con la que había tocado, y tocaría, a otras mujeres —dijo Ketchum.

—¡Pare! —exclamó Carmella. (Al menos no había dicho «Cielo santo», pensó Danny; sabía que Ketchum no se detendría, ahora que había empezado.).

—Ésa fue nuestra primera norma: yo era su amante zurdo —explicó el maderero—. En la cabeza de ambos, mi mano izquierda le pertenecía a ella; era la mano de Rosie, y por eso mismo mi mano más importante, mi mano buena. Era mi mano más delicada, la mano que menos se parecía a mí —dijo Ketchum. Era la mano que había asestado menos golpes, pensaba Danny, y Ketchum nunca había apretado un gatillo con el índice de la mano izquierda.

—Entiendo —dijo Danny.

—Pare, por favor —suplicó Carmella. (¿Aquello suyo eran arcadas o llanto?, se preguntó el escritor. No se le había ocurrido a Danny que no era la historia lo que Carmella quería parar; era la furgoneta).

—Has dicho que hubo un lapsus. ¿Cuál fue el error? —preguntó Danny al viejo leñador.

Pero por entonces coronaban ya el promontorio donde había estado el pabellón-cocina. Sólo entonces —en la furgoneta traqueteante y vomitiva— apareció a la vista el remanso del río engañosamente sereno, y debajo del remanso se hallaba el recodo del río cuya corriente había arrastrado a Rosie y a Ángel. Carmella ahogó una exclamación al ver el agua. Lo que conmocionó a Danny fue no ver nada ahí —no quedaba ni una sola tabla del pabellón-cocina—; y en cuanto a la vista del pueblo desde donde había estado el pabellón-cocina: no había pueblo.

—¿El error? —clamó—. ¡Digamos que fue un lapsus! Estábamos todos borrachos y gritando cuando salimos al hielo, Danny. Eso ya lo sabes, ¿no?

—Sí, me lo contó Jane —respondió Danny.

—Y yo dije, o creí decir, a Rosie: «Dame la mano». Te juro que eso es lo que le dije —declaró Ketchum—. Pero, como estaba borracho, y soy diestro, instintivamente le tendí la mano derecha. Yo llevaba a cuestas a tu padre, pero él también quería deslizarse por el suelo, así que lo dejé. —Por fin, Ketchum detuvo la furgoneta.

Carmella abrió la puerta del lado del acompañante y vomitó en la hierba; la pobre mujer siguió con las arcadas mientras Danny examinaba la chimenea desmoronada del pabellón-cocina. Donde antes estuvo el horno para pizzas del cocinero sólo quedaban en pie unas hileras de ladrillos de poco más de medio metro.

—Pero tu madre conocía nuestras normas —prosiguió Ketchum—. Rosie dijo: «Esa mano no, te has equivocado de mano». Y, bailando, se alejó de mí: se resistió a darme la mano. Entonces tu padre resbaló y se cayó, y yo empecé a empujarlo por el hielo, como si el Coci fuera un trineo humano, pero no pude acortar la distancia entre tu madre y yo. No le cogí la mano, Danny, porque le tendí la derecha, la mala. ¿Lo entiendes?

—Entiendo —contestó Danny—, pero parece algo tan insignificante. —Y sin embargo el escritor lo visualizó, vividamente: lo insalvable que era la distancia entre su madre y Ketchum, sobre todo cuando los troncos se abrieron paso cauce abajo desde los embalses de Dummer y saltaron sobre el hielo del remanso del río, donde enseguida cobraron gran velocidad.

Carmella, de rodillas, parecía rezar; la vista que tenía del lugar donde su amado Angelú se había perdido era en realidad la mejor de Twisted River, razón por la que el cocinero había querido que se construyese allí el pabellón-cocina.

—No te cortes la mano izquierda, Ketchum —dijo Danny.

—No lo haga, por favor, señor Ketchum —suplicó Carmella al viejo leñador.

—Ya veremos —se limitó a decirles Ketchum—. Ya veremos.

A finales del otoño del mismo año en que había incendiado Twisted River, Ketchum volvió al solar del pabellón-cocina con una azada y semillas de hierba. No se molestó en sembrar nada en lo que había sido el municipio de Twisted River, pero en la zona del pabellón-cocina —y en toda la ladera por encima del remanso del río, donde las cenizas del incendio se habían posado en la tierra—, Ketchum removió las cenizas y la tierra con la azada y esparció las semillas de hierba. Había elegido un día que sabía que iba a llover; a la mañana siguiente, la lluvia se había convertido en aguanieve, y a lo largo de todo el invierno las semillas de hierba permanecieron bajo la nieve. En la primavera siguiente salió la hierba, y ahora se extendía una pradera allí donde había estado el pabellón-cocina. Nadie había segado la hierba, que ahora estaba alta y ondulada.

Ketchum agarró a Carmella del brazo y bajaron por la ladera entre la alta hierba donde estuvo el pueblo. Danny los siguió, llevando las cenizas de su padre y —por insistencia de Ketchum— la carabina Remington. No quedaba nada en pie del municipio de Twisted River, salvo el otrora solitario centinela que había montado guardia en el callejón embarrado junto a lo que había sido el salón de baile; es decir, el tractor de arrastre a vapor Lombard. El fuego debió de arder con tal intensidad que el Lombard había quedado ennegrecido para siempre, inmune a la herrumbre, pero no a las cagadas de pájaro y, sin embargo, absolutamente negro. Los robustos patines permanecían intactos, pero las orugas, semejantes a las de un bulldozer, habían desaparecido; quizás alguien se las había llevado de recuerdo o las había devorado el fuego. Donde antes se sentaba el conductor —en la parte delantera del Lombard, encaramado sobre los patines—, el volante, inactivo durante muchos años, parecía listo para usarse (si hubiese quedado vivo aún un conductor capaz de llevarlo). Como había pronosticado en su día el cocinero, el antiquísimo tractor de arrastre había sobrevivido al pueblo.

Ketchum acompañó a Carmella más cerca de la orilla del río, pero ni siquiera en aquella mañana seca y soleada de septiembre pudieron acercarse más allá de dos metros del agua; la orilla estaba peligrosamente resbaladiza, la tierra esponjosa bajo los pies. Ya no retenían las aguas de los embalses de Dummer, pero por encima del remanso del río la corriente bajaba rápida —incluso en otoño— y a menudo el Twisted River se desbordaba. Más cerca del río, Danny sintió el viento en la cara; procedía del agua del remanso, como si soplara aguas abajo desde los embalses de Dummer.

—Tal como sospechaba —dijo Ketchum—. Si intentamos esparcir las cenizas del Coci por el río, no podremos acercarnos lo suficiente al agua. Las cenizas nos vendrán con el viento a la cara.

—¿Por eso el rifle? —preguntó Danny. El leñador asintió.

—Por eso también el tarro de cristal —explicó Ketchum; cogió la mano de Carmella y señaló con el dedo índice de ella—. No exactamente a medio camino de la otra orilla, pero casi en la mitad del remanso: allí es donde vi a su chico resbalar y caer bajo los troncos —dijo el ganchero—. Te lo juro, Danny no fue a más de un metro de donde tu madre se hundió en el hielo.

Los tres fijaron la mirada al otro lado del cauce. En la orilla opuesta del Twisted River, vieron a un coyote que los observaba.

—Dame la carabina, Danny —dijo Ketchum. El coyote bebió largamente y con ansiedad del río; el animal seguía observándolos, pero no furtivamente. Le pasaba algo.

—Señor Ketchum, no lo mate, por favor —dijo Carmella.

—Debe de estar enfermo si está a la vista en pleno día y no huye de nosotros —explicó el leñador. Danny le entregó la Remington. 30-06 Springfield. El coyote se sentó en la otra orilla, observándolos con creciente indiferencia. Era casi como si el animal hablase solo.

—Hoy no matemos nada, señor Ketchum —insistió Carmella. Bajando el arma, Ketchum alcanzó una piedra y la lanzó al río en dirección al coyote, pero el animal ni se inmutó. Parecía aturdido.

—Ese bicho está enfermo, de eso no hay duda —afirmó Ketchum. El coyote volvió a beber largamente del río; esta vez ni siquiera los miró—. Mirad la sed que tiene. Está muriéndose de algo —aseguró Ketchum.

—¿Es temporada de caza de coyotes? —preguntó Danny al viejo maderero.

—Para el coyote siempre es temporada de caza —dijo Ketchum—. Son peores que las marmotas: son alimañas. No sirven para nada. No hay un límite de piezas para el coyote. Se pueden cazar incluso de noche, desde el primero de enero hasta finales de marzo. Para que os hagáis una idea de hasta qué punto el estado quiere deshacerse de esos bichos.

Pero Carmella no se dejó convencer.

—Hoy no quiero presenciar ninguna muerte —dijo a Ketchum; éste la vio lanzar besos por encima del agua, o bien para bendecir el lugar donde había perecido su Angelú o para desearle larga vida al coyote.

—Ponte en paz con esas cenizas, Danny —dijo el leñador—. Ya sabes a qué parte del río debes tirar el tarro, ¿no?

—Ya estoy en paz —contestó el escritor. Besó las cenizas del cocinero y se despidió del tarro de zumo de manzana—. ¿Estás listo? —preguntó al tirador.

—Tú lánzalo —dijo Ketchum. Carmella se tapó los oídos con las manos, y Danny lanzó el tarro casi hasta la mitad del cauce en el remanso del río. Ketchum apuntó la carabina y esperó a que el tarro asomara a la superficie del agua; de un solo tiro de la Remington hizo añicos el tarro de zumo de naranja, dispersando eficazmente las cenizas de Dominic Baciagalupo en el Twisted River.

En la otra orilla, el coyote, al oír el disparo, se agazapó en la orilla, pero insensatamente permaneció donde estaba.

—Pobre desgraciado —dijo Ketchum al animal—. Si no sabes ni echarte a correr, seguro que estás muriéndote. Lo siento —dijo el viejo maderero; esto lo añadió como un aparte, para Carmella. Era un rifle de acción suave: el «puñetero chisme de corredera viejo y fiable». El leñador disparó al coyote en lo alto del cráneo, justo cuando el animal enfermo se agachaba para beber otra vez.

—Eso es lo que debería haber hecho con Cari —dijo Ketchum sin mirar a Carmella—. Habría podido hacerlo en cualquier momento. Tenía que haberle pegado un tiro al vaquero, como a cualquier alimaña. Me arrepiento de no haberlo hecho, Danny.

—Tranquilo, Ketchum —dijo Danny—. Siempre entendí por qué no podías matarlo sin más.

—¡Pero debería haberlo hecho! —vociferó el maderero, furioso—. ¡Sólo me lo impidió esa gilipollez de la moralidad!

—La moralidad no es una gilipollez —empezó a aleccionarlo Carmella, pero cuando miró el coyote muerto, se abstuvo de decir lo que iba a decir; el coyote quedó inmóvil en la orilla con la punta del morro en contacto con el agua en movimiento.

—Adiós, pa —dijo Danny a la corriente. Se volvió y contempló la colina cubierta de hierba donde había estado el pabellón-cocina, donde él había tomado por un oso a Jane la Piel Roja con consecuencias desastrosas, cuando desde el principio había sido la amante de su padre.

—¡Adiós, Coci! —exclamó Ketchum por encima del agua.

—Dormi pur —entonó Carmella, santiguándose; a continuación dio la espalda bruscamente al río, donde Ángel se había hundido bajo los troncos—. Al paso que voy, mejor que me ponga ya en marcha o me quedaré otra vez rezagada —dijo a Danny y Ketchum, e inició el lento ascenso cuesta arriba a través de la hierba alta, sin volver la vista atrás ni una sola vez.

—¿Qué cantaba? —preguntó el maderero al escritor.

Era una antigua grabación de Caruso, recordó Danny. Quartetto Notturno, se titulaba: una nana de una ópera. Danny no recordaba qué ópera, pero la nana debía de ser lo que Carmella cantaba a Angelú cuando era pequeño y lo acostaba.

—Dormí pur —repitió Danny para Ketchum—. «Duerme limpio».

—¿Limpio? —preguntó Ketchum.

—Quiere decir «Duerme bien», supongo —aclaró Danny.

—Joder —se limitó a decir Ketchum, pateando el suelo—. Joder —repitió el leñador.

Los dos hombres observaron la trabajosa ascensión de Carmella por la cuesta. La hierba alta y ondulante le llegaba a la cintura de su cuerpo truncado, parecido al de un oso, y el viento soplaba a sus espaldas desde el río, agitándole el pelo a ambos lados de la cabeza inclinada. Cuando Carmella coronó el promontorio, allí donde antes estaba el pabellón-cocina, bajó la cabeza y apoyó las manos en las rodillas. Durante un segundo o dos —no más de lo que Carmella tardó en recobrar el aliento—, Danny vio en su cuerpo ancho y agachado un parecido fantasmal con Jane la Piel Roja. Era como si Jane hubiese regresado al lugar de su muerte para despedirse de las cenizas del cocinero.

Ketchum había levantado la cara hacia el sol. Tenía los ojos cerrados pero movía los pies: unos pasos mínimos, sin rumbo aparente, como si caminase sobre troncos en flotación.

—Repítelo, Danny —pidió el viejo ganchero.

—Duerme bien —dijo Danny.

—No, no, ¡en italiano! —ordenó Ketchum. El ganchero tenía aún los ojos cerrados y seguía moviendo los pies; Danny sabía que el veterano maderero intentaba mantenerse a flote.

—Dormí pur —dijo Danny.

—¡Joder. Ángel! —exclamó Ketchum—. Dije: «Mueve los pies, Ángel. ¡Tienes que mover los pies sin parar!». Joder.

Había sido una mañana de gran confusión para Pam la Seis Jarras, a quien le gustaba trabajar en el huerto a primera hora, incluso antes de dar de comer a los perros o prepararse un café, y mientras le aguantara la cadera. Primero se había presentado Ketchum y lo había alterado todo, a su manera inimitable, y ella le había aplicado la sulfamida en polvo a Héroe en las heridas, todo eso antes de dar de comer a sus queridos perros y preparar el café. Debido a ese trastorno en su rutina, causado intencionadamente por Ketchum, y a que estuvo curando al desdichado perro atacado por un oso, la Seis Jarras había encendido la televisión un poco más tarde que de costumbre, pero aun así la encendió a tiempo.

Pam pensaba que, en parte, la culpa la tenía ella: a fin de cuentas, ella había pedido ver a Danny y a esa mujer italiana que había sido amante del cocinero: la sustituta de Jane la Piel Roja, como la Seis Jarras veía a Carmella. Pam deseaba hacer las paces con ellos, pero ahora se sentía en conflicto. Fue una conmoción ver a Danny con casi treinta años más que su padre, es decir, con treinta años más que cuando la Seis Jarras vio por última vez al pequeño cocinero. Y sólo después de pedir disculpas a Danny y a Carmella, Pam cayó en la cuenta de que era el perdón de Ketchum el que deseaba; también eso la confundía. Por otra parte, tratarle las heridas a Héroe la había hecho llorar, como si fueran las heridas de Ketchum las que, contra todo pronóstico, intentaba curar. Fue exactamente en ese momento desconcertante —en el punto culminante de su amarga decepción, o eso imaginó la Seis Jarras— cuando encendió la tele.

También el mundo estaba a punto de desbordarla, pero la Seis Jarras no lo sabía cuando vio los estragos ocasionados por el primer avión de pasajeros secuestrado; el vuelo 11 de American Airlines, procedente de Boston, se había estrellado contra la torre norte del World Trade Center, donde el aparato abrió un enorme agujero en el edificio y lo incendió. «Debía de ser una avioneta», dijo alguien en televisión, pero Pam la Seis Jarras lo dudaba.

—¿Eso te parece el agujero que haría una avioneta, Héroe? —preguntó la Seis Jarras al walker bluetick herido. El perro no quitaba ojo al pastor alemán macho de la Seis Jarras. Los dos perros estaban debajo de la mesa de la cocina. El estoico cazador de osos no respondió a la pregunta de Pam. (Gracias a la convivencia con Ketchum, Héroe estaba más que habituado a que le hablasen; con Ketchum, el perro sabía que no se esperaba respuesta de él). Pam siguió viendo las noticias sobre el accidente de aviación. Por la tele daba la impresión de que también en Nueva York hacía un día claro y soleado, no la clase de día en que un piloto tiene problemas de visibilidad, pensaba la Seis Jarras.

La Seis Jarras lamentaba haber dicho que en su día «medio me encapriché del Coci», ¿no fue así como lo dijo? Pam se habría dado cabezazos contra la pared por haber dicho eso en presencia de Ketchum pese a su creciente sordera. Cada vez que le parecía que la relación entre ellos mejoraba, aunque no volviera exactamente a su cauce anterior, la Seis Jarras tenía la impresión de que decía la peor inconveniencia, o bien de que la decía Ketchum.

Había dejado a muchos hombres, y otros la habían dejado a ella, pero la ruptura con Ketchum había sido el golpe más duro, incluso si la Seis Jarras se paraba a pensar que, al abandonar a Cari, el vaquero casi la había matado. El ayudante del sheriff la había violado una noche en un muelle, en la rampa de botadura del embalse Success. Después una pareja que lo había presenciado llevó a Pam al hospital del valle del Androscoggin en Berlin, donde ella había estado internada unos días recuperándose. Gracias a eso la Seis Jarras había encontrado un empleo en el hospital que le gustaba; trabajaba en el servicio de limpieza la mayoría de las noches, mientras sus perros dormían. Al hablar con algunos de los pacientes, Pam sentía menos lástima de sí misma. Estampada en pequeñas y nítidas letras de su uniforme del hospital llevaba la palabra SANITIZACIÓN. La Seis Jarras dudaba de que muchos pacientes la confundieran con una enfermera o auxiliar de enfermera, pero aun así creía que proporcionaba consuelo a algunos de ellos, como ellos se lo proporcionaban a ella.

Pam la Seis Jarras sabía que necesitaría un implante de cadera, y cada vez que le dolía la cadera pensaba en el vaquero tirándosela en el muelle —cómo le había aplastado la cara contra una cornamusa, motivo por el que tenía la cicatriz en el labio superior—, pero lo peor era que le había dicho a Ketchum que debía matar a Cari. Eso era lo peor, porque la Seis Jarras no sabía en ese momento hasta qué punto Ketchum creía que debería haber matado al vaquero hacía ya años. (Y cuando el ayudante del sheriff mató al Coci, Ketchum ya nunca dejó de reprochárselo). Pam también lamentaba haberle contado a Ketchum lo que Cari había hecho después de un choque fatal en la Federal 110; fue en el tramo entre Berlín y Groveton, donde la carretera corría paralela al Dead River. Dos adolescentes sin los cinturones de seguridad habían chocado de frente contra un camión de pavos. Los pavos ya estaban muertos; habían sido «procesados», como decían en el sector avícola. El camionero sobrevivió, pero había sufrido una lesión en el cuello y perdido brevemente el conocimiento; cuando volvió en sí, el camionero se encontró ante los dos adolescentes muertos. Al chico, que iba al volante, lo había atravesado la columna de dirección, y la chica, que se hallaba inmovilizada en el asiento del acompañante, estaba decapitada. Cari fue el primero de las fuerzas del orden en presentarse en el lugar de los hechos, y —según el conductor del camión de pavos— el vaquero había acariciado a la chica muerta y decapitada.

Cari afirmó que el camionero había perdido el juicio; al fin y al cabo, se había lastimado el cuello y desmayado, y al volver en sí obviamente tuvo alucinaciones. Pero el vaquero le había contado a Pam la verdad. ¿Qué más daba si había jugueteado con las tetas de la chica sin cabeza? Estaba muerta, ¿no?

A lo que Ketchum había dicho, no por primera vez ni por última: «Debería matar a ese vaquero».

La Seis Jarras les dijo ahora a Héroe y al pastor alemán:

—Parad ya de miraros de esa manera.

Eran poco más de las nueve de la mañana —exactamente dieciocho minutos después de estrellarse el primer avión de pasajeros contra la torre norte— cuando el segundo aparato secuestrado, el vuelo 175 de United Airlines (procedente también de Boston) chocó contra la torre sur del World Trade Center y estalló. Los dos edificios estaban en llamas cuando la Seis Jarras dijo a los perros reunidos:

—Decidme que eso es otra avioneta y os preguntaré qué habéis bebido con vuestro pienso.

Héroe probó a lamerse un poco la sulfamida en polvo de los zarpazos, pero desistió al notar el sabor.

—¿Verdad que tiene un sabor especial? —preguntó Pam al cazador de osos—. Lámetelo, Héroe, tengo más.

En lo que pareció un non sequitur calculado, Héroe se abalanzó sobre el pastor alemán; los dos perros estaban enzarzados, bajo la mesa de la cocina, cuando la Seis Jarras consiguió separarlos con la pistola de agua. La tenía cargada de lavavajillas y zumo de limón, y lanzó chorros a los dos perros en los ojos: lo detestaban. Pero se había hecho daño en la cadera al agacharse y arrastrarse a cuatro patas bajo la mesa de la cocina tras los perros peleándose, y no estaba de humor para oír al presidente Bush, que salió por televisión a las 9:30, hablando desde Sarasota, Florida.

La Seis Jarras no despreciaba a George W. Bush en igual medida que Ketchum, pero opinaba que el presidente era un papanatas autosuficiente y un niño de papá atontado, y coincidía con Ketchum en que Bush sería tan inútil como una cagada húmeda incluso en la crisis más insignificante. Si estallaba una pelea entre dos perros pequeños, por ejemplo, Ketchum sostenía que Bush avisaría a los bomberos y les pediría que acudieran con una manguera; luego el presidente se situaría a una distancia prudencial de la pelea y esperaría a que apareciesen los bomberos. La parte que a Pam más le gustaba sobre esta valoración era que, según Ketchum, el presidente se daría importancia de inmediato, y simularía participar activamente… Es decir, después de llegar los bomberos y su manguera, y siempre y cuando en el ínterin quedara algo de los dos perros.

Fiel a este retrato, el presidente Bush declaró por televisión que el país había sufrido un «aparente atentado terrorista».

—¿Ah, sí? —preguntó la Seis Jarras al presidente en el televisor. Como era propio de las personas que vivían solas, excluyendo a sus perros, Pam hablaba con la gente que salía por la tele, como si, al igual que los perros, la gente de la televisión pudiera oírla realmente.

Para entonces la Administración de Aviación Federal había cerrado los aeropuertos de Nueva York, y la Autoridad Portuaria de Nueva York y Nueva Jersey había ordenado el cierre de todos los puentes y túneles del área de Nueva York.

—¿A qué esperan esos cretinos? —preguntó la Seis Jarras a los perros—. ¡Deberían cerrar todos los aeropuertos!

Al cabo de diez minutos la Administración de Aviación Federal interrumpió todos los vuelos en los aeropuertos de Estados Unidos; era la primera vez en la historia de Estados Unidos que el tráfico aéreo se interrumpía a nivel nacional.

—¿Lo veis? —preguntó la Seis Jarras a los perros—. Alguien debe de estar escuchándome. —(Aunque no Ketchum, y desde luego tampoco los perros). La Seis Jarras había empapado una esponja limpia en agua fría y limpiaba el lavavajillas y el zumo de limón de los ojos del pastor alemán.

—Luego vas tú, Héroe —dijo Pam al cazador de osos, que los miraba, a ella y al pastor alemán, impasible.

Al cabo de tres minutos, el vuelo 77 de American Airlines se estrelló contra el Pentágono y levantaba una columna de humo; dos minutos después, evacuaron la Casa Blanca.

—¡Hay que joderse! —dijo la Seis Jarras a los perros—. Esto se parece cada vez más a un aparente atentado terrorista, ¿no?

Sosteniendo la cabeza de Héroe en su regazo, estaba limpiándole el lavavajillas y el zumo de limón al cazador de osos herido cuando, a las 10:05, la torre sur del World Trade Center se derrumbó. Después de desplomarse la torre en las calles, una descomunal nube de polvo y escombros se elevó sobre el edificio; la gente corría entre las olas de polvo.

Pasados cinco minutos se vino abajo una parte del Pentágono; al mismo tiempo que el vuelo 93 de United Airlines, que también había sido secuestrado, cayó a tierra en Somerset County, Pennsylvania, al este de Pittsburgh.

—Me pregunto adonde iba ése, Héroe —dijo la Seis Jarras al perro.

El pastor alemán se había situado detrás de Pam, y Héroe estaba nervioso porque no lo veía; la inquietud del cazador de osos alertó a la Seis Jarras sobre la aviesa presencia del pastor alemán. Se apresuró a llevar una mano atrás y agarró un puñado de pelo y piel, apretando con todas sus fuerzas hasta que oyó al pastor alemán gañir y sintió que el perro se zafaba de ella.

—¡Ni se te ocurra intentar sorprenderme por la espalda! —dijo la Seis Jarras mientras el pastor alemán se escabullía por la gatera al vallado exterior.

A continuación anunciaron por la televisión que habían evacuado el edificio de las Naciones Unidas, y los departamentos de Estado y de Justicia, junto con el Banco Mundial.

—Veo que todos esos fulanos importantes se ponen a cubierto —dijo la Seis Jarras a Héroe.

El perro la observaba con cautela, como si se planteara su contradictoria conducta de la siguiente manera: primero me pone ese mejunje amarillo que sabe fatal en las heridas, después me echa en los ojos un chorro de ese líquido que escuece y por último intenta aliviarme; por otro lado, ¿dónde está ese mierda de pastor alemán que ataca a traición?

—Ahora no se te vayan a cruzar los huevos, Héroe; no voy a hacerte daño —dijo Pam al cazador de osos, pero Héroe la miró con desconfianza; el perro habría preferido arriesgarse con un oso.

A las 10:24 la Administración de Aviación Federal informó de que todo el tráfico aéreo transatlántico entrante en Estados Unidos había sido desviado a Canadá.

—¡Qué brillante! —dijo la Seis Jarras a la televisión—. ¡A mí se me habría ocurrido esa puta idea hace meses! ¡Os pensabais, supongo, que esos fulanos a bordo de los dos primeros aviones eran de Boston! —Pero el televisor no le prestó atención.

Al cabo de cuatro minutos, la torre norte del World Trade Center se desplomó; alguien dijo que la torre pareció pelarse, de arriba abajo, como si una mano hubiese aplicado un cuchillo a una larga hortaliza.

—Si esto no es el fin del mundo, desde luego es el principio de algo parecido —dijo la Seis Jarras a los perros. (Héroe buscaba aún a ese descerebrado pastor alemán). A las 10:54 Israel evacuó todas sus misiones diplomáticas. La Seis Jarras pensó que debía tomar nota de eso. Ketchum siempre decía que los israelíes eran los únicos que sabían lo que se tenían entre manos; el hecho de que los israelíes cerraran sus misiones diplomáticas implicaba que los extremistas musulmanes, esos activistas islámicos resueltos a borrar del mapa a los judíos, iniciaban su guerra religiosa borrando del mapa a Estados Unidos, porque sin Estados Unidos Israel habría dejado de existir hacía mucho tiempo. Nadie más en el cobarde mundo supuestamente democrático tenía los huevos de salir en defensa de los israelíes, o eso decía también Ketchum, y la Seis Jarras prácticamente hacía suyas las opiniones políticas del viejo maderero libertario. (Ketchum admiraba a los israelíes, y casi a nadie más). La Seis Jarras a menudo se había preguntado si Ketchum era medio piel roja y medio judío, porque el ganchero amenazaba periódicamente con trasladarse a Israel. Pam, más de una vez, había oído decir a Ketchum: «¡Habría sido un hombre de más provecho si hubiese matado a esos capullos de Hamás y Hezbolá en lugar de meterme con los pobres ciervos y osos!».

Poco después de las once de esa mañana, el alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, instó a los neoyorquinos a quedarse en casa; el alcalde ordenó asimismo la evacuación de la zona de la ciudad al sur de Canal Street. Para entonces, Pam estaba irritada con Ketchum y los otros dos por haber pasado casi toda la mañana esparciendo las cenizas del pequeño cocinero. Pero, conociendo a Ketchum, la Seis Jarras supuso que el maderero habría insistido en enseñarle a Danny lo que el leñador llamaba el «vandalismo» perpetrado en Paris —o West Dummer, como Ketchum se obstinaba en llamarlo— y, de camino a Paris o de regreso, Ketchum se habría detenido para hacer una puta apología de los confusos y conmovedores alces que movían el flaco culo en su danza en el embalse del Observatorio del Alce.

Pam sintió una punzada de dolor por no haber aceptado muchas veces las periódicas invitaciones de Ketchum para acompañarlo durante sus escapadas en plena noche para ver la danza de los alces. (La Seis Jarras creía que los alces no hacían más que dar «vueltas y vueltas» sin norte). Con una punzada de dolor la Seis Jarras también lamentó no haber acompañado a Ketchum en muchas de las «acampadas» de una noche, como ella las llamaba, en el promontorio cubierto de hierba donde antes estaba el pabellón-cocina; sabía que eso era tierra sagrada para Ketchum, y que nada le gustaba más que pasar la noche allí. Ketchum simplemente levantaba una tienda y dormía en un saco de dormir, pero sus ronquidos la tenían despierta media noche, y a Pam le dolía la cadera en el suelo duro. Además, Ketchum prefería acampar en el emplazamiento del pabellón-cocina cuando más frío hacía; sobre todo en cuanto nevaba. Con el frío, a la Seis Jarras le palpitaba la cadera.

«Eres tú la que retrasa una y otra vez el implante de cadera», le contestaba por norma Ketchum; también la Seis Jarras se arrepentía de haber retrasado la intervención. ¿Y cómo podía pretender que el viejo ganchero reanudara su antigua relación si ella no iba a acampar con él cuando se lo pedía?

Cuando ella, como plan alternativo, proponía ir al cine en Berlin, Ketchum alzaba la vista al cielo. La Seis Jarras conocía la opinión de Ketchum sobre el cine y Berlin. Se complacía en decir: «Para eso prefiero quedarme en casa y ver tirarse pedos a Héroe».

La Seis Jarras comprendió de pronto que quería que Ketchum se casara con ella, pero ¿cómo lograrlo?

Poco después de las doce, cuando Ketchum y los otros dos llevaban ya desaparecidos toda la mañana —y Pam estaba en extremo sulfurada con ellos, y con el resto del mundo—, el Servicio de Inmigración y Nacionalización declaró que las fronteras de Estados Unidos con México y Canadá estaban en el nivel máximo de alerta, pero no se había tomado ninguna decisión relativa al cierre de las fronteras.

—¡Los fanáticos no son canadienses! —gritó la Seis Jarras absurdamente a los perros—. ¡Los terroristas no son mexicanos! —aulló. Se había contenido toda la mañana, pero la Seis Jarras empezaba a perder la paciencia. Héroe salio por la gatera al vallado exterior, pensando sin duda que tendría más opciones con el pastor alemán que con Pam.

Cuando por fin llegó Ketchum, con Danny y Carmella, y el maderero vio al sufrido Héroe («ese animal excelente») con los perros de Pam en el vallado exterior —entre ellos el pastor alemán poco digno de confianza—, no es de extrañar que llegara a la conclusión de que la Seis Jarras había descuidado al cazador de osos herido.

—Pam debe de estar matando el rato, de pedo en pedo, viendo cualquiera de esos programas abominables que dan a estas horas por televisión —fue como se expresó el leñador, siempre crítico, ante Danny y Carmella.

—Uy uy uy —dijo Danny a Carmella.

—Deberías ser amable con la Seis Jarras, Ketchum —aconsejó Danny al viejo maderero—. En realidad, creo que deberías casarte con ella, o al menos intentar vivir con ella otra vez.

—¡Por los clavos oxidados de Cristo! —exclamó Ketchum, y cerró la furgoneta de un portazo. Los perros de Pam empezaron a ladrar de inmediato, pero no así el estoico Héroe.

La Seis Jarras salió de la caravana por la puerta de la cocina.

—¡Están atacando el país! —anunció Pam a voz en cuello—. ¡Bush va de aquí para allá en el Air Forcé One! ¡El muy cobarde debe de estar escondiéndose! ¡Los israelíes han vuelto todos a casa para defenderse! ¡Es el principio del fin del mundo! —gritó la Seis Jarras a Ketchum—. ¡Y a ti no se te ocurre otra cosa, capullo cascarrabias, que provocar a mis perros!

—¿Casarme con ella? —dijo Ketchum a Danny—. ¿Para qué iba a querer vivir con ella? ¿Tú te imaginas volver a casa cada día y encontrarte con un estado mental así de deteriorado?

—¡Es verdad! —aulló la Seis Jarras—. Ven a verlo tú mismo, Ketchum. ¡Lo han dicho por televisión!

—¡Por televisión! —repitió Ketchum, y guiñó un ojo a Carmella, lo que sin duda sacó de sus casillas a la Seis Jarras—. Si sale por televisión, debe de ser más verdad que la mayoría de las cosas, digo yo.

Pero ni la Seis Jarras ni Ketchum se habían detenido a pensar mucho dónde estaban: en un aparcamiento de caravanas pacífico e impecablemente cuidado, en el camping Saw Dust Alley donde había muchas amas de casa con niños pequeños, y unos cuantos ancianos jubilados o en paro (tanto hombres como mujeres), y varios adolescentes desatendidos que hacían novillos sin que sus padres trabajadores se enterasen.

Fue Ketchum quien a todas luces no se enteraba de cuánta gente los había oído a él y a Pam, y ni Ketchum ni la Seis Jarras estaban preparados para la variedad de opiniones que había entre los residentes del aparcamiento de caravanas, los cuales llevaban toda la mañana pegados a sus televisores. Como las paredes de las caravanas eran finas como el papel y muchos de ellos habían estado hablando mientras se desarrollaban los acontecimientos del día, habían expresado los más diversos puntos de vista —en relación con lo que algunos consideraban el primer episodio del Apocalipsis—, y ahora ese intruso, famoso beligerante, había irrumpido en su pequeña comunidad bramando, y Ketchum, conocido vocinglero (ya que el antiguo ganchero era, en efecto, muy conocido en Errol), parecía ignorar la noticia en curso.

—¿Es que no lo sabes, Ketchum? —preguntó un viejo. Estaba encorvado, casi doblado, vestía un pantalón de caza de lana rojo y negro en ese cálido día de septiembre, con los tirantes que le pasaban nacidamente por encima de sus huesudos hombros y los brazos desnudos y descarnados colgando de una camiseta blanca sin mangas.

—¿Eres tú, Henry? —preguntó el maderero al viejo. Ketchum no veía al aserrador desde que habían cerrado la serrería de Paris, años antes de que los bulldozers la hubiesen medio enterrado.

Henry levantó la mano izquierda sin pulgar ni índice.

—Claro que soy yo, Ketchum —contestó el aserrador—. Es la guerra en Oriente Medio, la guerra entre los musulmanes y los judíos… Ha empezado aquí, Ketchum —explicó Henry.

—Empezó hace mucho —dijo Ketchum al aserrador—. ¿Qué ha pasado? —preguntó el maderero a la Seis Jarras.

—¡Eso intentaba decirte! —vociferó la Seis Jarras.

Había una joven con un bebé en brazos.

—Ha sido un atentado terrorista… No hay ningún aeropuerto a salvo. Los han cerrado todos —explicó a Ketchum.

Dos adolescentes, unos hermanos que hacían novillos, iban descalzos, con vaqueros y sin camiseta bajo el sol del mediodía.

—Han muerto cientos de personas, puede que miles —dijo uno.

—¡Saltaban de los rascacielos! —añadió el otro muchacho.

—¡El presidente ha desaparecido! —dijo una mujer con dos niños pequeños.

—¡Vaya, eso es una buena noticia! —afirmó Ketchum.

—Bush no ha desaparecido. Sólo va de aquí para allá en avión, por seguridad. Ya te lo he dicho —dijo la Seis Jarras al maderero.

—Igual han sido los judíos, para que pensemos que han sido los árabes —aventuró un joven con muletas.

—Si es el cerebro lo que tienes tocado, no necesitas muletas —dictaminó el viejo leñador—. ¡Por los clavos oxidados de Cristo! Déjame ir a verlo por televisión —dijo Ketchum a la Seis Jarras. (El antiguo ganchero, ahora lector, era posiblemente el único vecino de Errol sin televisor). Entraron en tropel en la cocina de Pam, y no sólo Ketchum, con Danny llevando del brazo a Carmella, sino también Henry el viejo aserrador con muñones en lugar de dedos pulgar e índice, y dos de las mujeres con niños de corta edad.

El joven con muletas se había alejado renqueando. Fuera, se oía a los adolescentes junto al vallado. Después de cruzar los cumplidos de rigor con los perros, uno de los adolescentes dijo:

—Mira a ese hijo puta de cuidado, al que le queda una sola oreja. Ha tenido una pelea.

—Menuda pelea —comentó el segundo chico—. Habrá sido con un gato.

—¡Menudo gato! —dijo el primero con admiración.

En la tele de la cocina de Pam ponían una y otra vez el momento en que el vuelo 175 se estrellaba contra la torre sur del World Trade Center, y por supuesto los momentos en que primero la torre sur y luego la torre norte se venían abajo.

—¿Cuánta gente había en esas torre? ¿Cuántos policías y cuántos bomberos había debajo de esos edificios cuando se han derrumbado? —preguntó Ketchum, pero nadie le contestó. Aún era pronto para datos estadísticos.

A las 13:04, desde la base de las Fuerzas Aéreas en Barksdale, Louisiana, el presidente Bush anunció que se estaban tomando todas las medidas de seguridad necesarias, incluido el estado de máxima alerta para las tropas estadounidenses en todo el mundo.

—¡No te jode! ¡Seguro que ahora nos sentimos más seguros! —exclamó Ketchum.

«No lo duden», declaró Bush por televisión. «Los Estados Unidos perseguirán y castigarán a los responsables de estos actos cobardes».

—Vaya, vaya —comentó Ketchum—. ¡Yo diría que de eso es de lo que deberíamos tener miedo ahora!

—Pero nos han atacado —dijo la joven con el bebé en brazos—. ¿No debemos devolver el ataque?

—Son terroristas suicidas —afirmó Ketchum—. ¿Cómo vamos a devolverles el ataque?

A las 13:48, el presidente Bush partió de Barksdale a bordo del Air Forcé One y viajó a otra base en Nebraska.

—Más vueltas en avión —comentó la Seis Jarras.

—¿Cuántas guerras más, calculáis vosotros, va a empezar ese tonto del culo? —les preguntó Ketchum.

—Venga, Ketchum, es el presidente —dijo el aserrador.

Ketchum alargó el brazo y cogió la mano del viejo aserrador, la que ya no tenía ni pulgar ni índice.

—¿Te has equivocado alguna vez, Henry? —preguntó el veterano ganchero.

—Un par de veces —respondió Henry; todo el mundo veía los dos muñones.

—Pues espera y verás, Henry —dijo Ketchum—. Ese gili de la Casa Blanca no es el más indicado para el puesto… Tú espera y verás cuántas veces se equivoca ese soplapollas. En el turno de guardia de ese mierdoso, vamos a ver un puto fárrago de equivocaciones.

—Un puto ¿qué? —preguntó la Seis Jarras; parecía asustada.

—¡Un fárrago! —repitió Ketchum a voz en grito.

—Una cantidad indefinidamente grande…, incontable —explicó Danny a la Seis Jarras.

La Seis Jarras tenía de pronto mala cara, como si hubiera perdido el aplomo de golpe.

—Igual esta noche te apetecería ir a ver bailar a los alces —propuso a Ketchum—. Igual tú y yo… y también Danny y Carmella… podríamos ir de acampada. Hoy hará buena noche allí donde el pabellón-cocina, y entre los dos, Ketchum, seguro que reunimos sacos de dormir de sobra, ¿no crees?

—Joder —dijo Ketchum—. ¡Hay en marcha una guerra no declarada y tú quieres ir a ver bailar a los alces! Seis Jarras, esta noche no —contestó Ketchum—. Además, Danny y yo tenemos asuntos importantes de que hablar. Imagino que en The Balsams, allá en Dixville Notch, tienen bar y tele, ¿no? —preguntó el maderero a Danny.

—Yo quiero marcharme a casa —dijo Carmella—. Quiero volver a Boston.

—Esta noche no —repitió Ketchum—. Los terroristas no van a poner ninguna bomba en Boston, Carmella. Dos de los aviones han salido de Boston. Si pretendieran atacar Boston, ya lo habrían hecho.

—Te llevaré a Boston mañana —dijo Danny a Carmella; no podía mirar a la Seis Jarras, que parecía desesperada.

—Déjame el perro, pemíteme cuidar de Héroe —dijo Pam a Ketchum—. En The Balsams no admiten perros, y tendrás que pasar la noche allí, Ketchum, porque beberás.

—Mientras pagues tú —dijo Ketchum a Danny.

—Claro que pago yo —respondió Danny.

Todos los perros habían entrado por la gatera y se apiñaban en la cocina. No se había oído ya más griterío, no desde que Ketchum bramó «¡Un fárrago!», y los perros estaban inquietos viendo a tantos seres humanos de pie en la pequeña cocina de la Seis Jarras sin vociferar.

—No se te vayan a cruzar los huevos por eso, ¿de acuerdo, Héroe? Mañana volveré —dijo Ketchum al perro cazador de osos—. ¿Esta noche no trabajas en el hospital? —preguntó el antiguo ganchero a la Seis Jarras.

—Puedo arreglarlo —respondió ella como quien no quiere la cosa—. En el hospital me aprecian.

—Joder, yo también te aprecio —contestó Ketchum, incómodo, pero la Seis Jarras calló; había visto cómo se le escapaba la oportunidad. Lo único que Pam pudo hacer fue situar su dolorido cuerpo entre los dos niños (hijos de una de las jóvenes) y aquel pastor alemán poco digno de confianza; ese perro sencillamente estaba mal de la azotea. La Seis Jarras sabía que tenía muchas más probabilidades de impedir que el pastor alemán mordiese a los niños que de convencer a Ketchum para que volviese a vivir con ella. Ketchum incluso se había ofrecido a pagarle el implante de cadera en aquel puto hospital de lujo cerca de Dartmouth, pero Pam, en sus especulaciones, pensaba que la generosidad de Ketchum hacia su cadera lesionada guardaba más relación con el infinito arrepentimiento del maderero por no haber matado al vaquero que con una prueba del imperecedero afecto de Ketchum por ella.

—Todo el mundo afuera. Quiero recuperar mi cocina. Todo el mundo afuera, ya —dijo de pronto la Seis Jarras; no quería venirse abajo delante de un puñado de desconocidos. Todos menos uno de los chuchos de Pam. como Ketchum los llamaba, se marcharon furtivamente por la gatera antes de que la Seis Jarras pudiera decirles «Vosotros no». Pero los perros estaban acostumbrados a la orden «todo el mundo afuera», y se movían más deprisa que las dos mujeres con niños pequeños o el viejo Henry, el antiguo aserrador y víctima de una doble amputación digital.

Haciendo caso omiso a la orden de Pam. el pastor alemán grillado y Héroe permanecieron donde estaban; ambos perros mantenían un pulso de machos en rincones opuestos de la cocina.

—Vosotros dos, como me deis más problemas —dijo Pam—, os muelo a palos.

Pero ya se había echado a llorar, y su voz carecía de la habitual firmeza. Ninguno de los dos perros temía ya a la Seis Jarras; los perros percibían la derrota de una criatura afín.

Los tres viajaban otra vez en la furgoneta que apestaba a oso —Danny de nuevo en medio y Carmella tan cerca de la ventanilla del acompañante como le era posible— cuando Ketchum encendió la radio de la hedionda cabina. No eran aún las tres de la tarde, pero el alcalde Giuliani concedía una rueda de prensa. Alguien preguntó al alcalde el número de fallecidos, y Giuliani contestó: «No creo que convenga especular a ese respecto… Más de los que cualquiera de nosotros podemos tolerar».

—Eso parece un cálculo acertado —comentó Danny.

—Así pues, piensas trasladarte otra vez aquí, ¿no es así? —preguntó Ketchum a Danny de pronto—. ¿No te he oído decir que no tenías ninguna razón de peso para quedarte en Canadá, ya no, y que te interesaba volver a tu país? ¿No te quejabas últimamente en nuestras conversaciones de que en realidad no te sentías canadiense y a fin de cuentas naciste aquí, eres de hecho americano? ¿No es eso?

—Supongo —contestó Danny; el escritor sabía de sobra que debía andarse con pies de plomo ante el derrotero que tomaba el interrogatorio de Ketchum—. Nací aquí; soy americano. Obtener la nacionalidad canadiense no me ha convertido en canadiense —afirmó Danny con más convicción.

—Vaya, pues eso te demuestra lo tonto que soy. Soy uno de esos fulanos sin dos dedos de frente que se tragan lo que leen —dijo arteramente el viejo ganchero—. Debes saber, Danny que quizá me llevase mucho tiempo aprender a leer, pero hoy día leo bastante bien… y mucho.

—¿Adónde quieres llegar, Ketchum? —preguntó Danny.

—Pensaba que eras escritor —dijo Ketchum—. Leí en algún sitio que, en tu opinión, el nacionalismo es «restrictivo». Según creo, decías algo así como que todos los escritores se sienten «forasteros», y que tú te veías como alguien situado fuera, alguien que miraba hacia dentro.

—Eso dije —reconoció Danny—. Era una entrevista, naturalmente; había un contexto…

—¡A la mierda el contexto! —exclamó Ketchum—. ¿A quién le importa si no te sientes canadiense? ¿A quién le importa si eres americano? Si eres escritor, deberías ser forastero: deberías situarte fuera, mirar hacia dentro.

—Un exiliado, quieres decir —precisó Danny.

—Tu país se va al garete…, está yéndose al garete desde hace tiempo —dijo Ketchum—. Lo verás mejor, y escribirás mejor sobre ello, si te quedas en Canadá, lo sé.

—Nos han atacado, señor Ketchum —adujo Carmella débilmente, pero no ponía el alma en la discusión—. ¿Nos estamos yendo al garete porque nos atacan?

—Es nuestra reacción al ataque lo que cuenta —dijo Ketchum—. ¿Cómo va a responder Bush? ¿No es eso lo que importa? —preguntó a Danny el viejo maderero, pero el escritor no estaba a la altura del pesimismo de Ketchum. Danny siempre había subestimado la capacidad del antiguo ganchero para desarrollar un razonamiento hasta la peor conclusión posible—. Quédate en Canadá —insistió Ketchum—. Si vives en un país extranjero, verás qué es verdad y qué no lo es en los viejos Estados Unidos… Es decir, lo verás con más claridad.

—Sé que eso es lo que piensas —dijo Danny.

—La pobre gente de esas torres… —empezó a decir Carmella, pero se interrumpió. Carmella estaba a la altura del pesimismo de Ketchum.

Se hallaban los tres en el bar de The Balsams, viendo la televisión a las cuatro de la tarde, cuando alguien de la CNN anunció que existían «buenos indicios» de que el activista saudí Osama bin Laden, sospechoso de haber coordinado los actos terroristas contra dos embajadas estadounidenses en 1998, estaba implicado en los atentados al World Trade Center y el Pentágono; esto se basaba en información «nueva y concreta», es decir, desde los atentados.

Al cabo de una hora y media, cuando Ketchum había consumido cuatro cervezas y tres whiskies, y mientras Danny bebía su tercera cerveza, la CNN comunicó que el avión caído en Pennsylvania podía llevar rumbo a tres posibles objetivos: Camp David, la Casa Blanca o el edificio del Capitolio.

Carmella, que estaba tomándose sólo su segunda copa de vino tinto, dijo:

—Seguro que era la Casa Blanca.

—¿De verdad crees que debería casarme con la Seis Jarras? —preguntó Ketchum a Danny.

—Tú intenta al menos vivir con ella —propuso Danny.

—Bueno, ya lo probé… hace tiempo —le recordó el viejo ganchero—. ¡Me cuesta creer que la Seis Jarras quisiera follarse al Coci! —exclamó Ketchum. Acto seguido, por consideración a Carmella, añadió—: Con perdón.

Los tres entraron en el comedor y tomaron una cena enorme. Danny siguió bebiendo cerveza, para indignación de Ketchum, pero éste y Carmella apuraron dos botellas de vino tinto, y Carmella se retiró temprano.

—Para mí ha sido un día difícil —les dijo—, pero quiero darle las gracias, señor Ketchum, por enseñarme el río… y por todo lo demás.

Carmella daba por sentado que no vería a Ketchum por la mañana, y no lo vio: aun bebiendo, Ketchum madrugaba cada vez más. Los dos caballeros se ofrecieron a acompañar a Carmella a su habitación del hotel, pero ella se negó; los dejó en el comedor, donde Ketchum pidió de inmediato otra botella de vino tinto.

—No voy a ayudarte a bebería —dijo Danny.

—No necesito tu ayuda, Danny —contestó Ketchum.

Para una persona de poco tamaño, como era el caso de Danny, el problema de beber sólo cerveza era que empezaba a sentirse lleno antes de sentirse ebrio, pero Danny tenía la firme determinación de no dejarse tentar por Ketchum con el vino tinto. Danny creía todavía que el vino tinto había desempeñado algún papel en el asesinato de su padre a manos del vaquero. El mismísimo día que esparcieron las cenizas del cocinero en el Twisted River, Danny no quería desvirtuar el recuerdo de esa horrenda noche en que Cari mató a su padre y él descargó los tres cartuchos de la calibre veinte en el vaquero.

—Tienes que dejarte llevar, Danny —decía Ketchum—. Ser más atrevido.

—Soy bebedor de cerveza, Ketchum; para mí, nada de vino tinto —dijo Danny.

—Como escritor, quiero decir, por Dios —aclaró Ketchum.

—¿Cómo escritor? —preguntó Danny.

—Sigues sorteando los temas más oscuros —dijo Ketchum—. Tienes una manera de escribir en la periferia de las cosas.

—¿Ah, sí? —preguntó Danny.

—Sí. Pareces esquivar el material más delicado —dijo Ketchum—. Tienes que hundir la nariz en lo peor e imaginarlo todo, Danny.

En su momento, a Danny le pareció que, más que un comentario en el espíritu de la crítica literaria, aquélla era una invitación directa a pasar la noche en la cabina de la furgoneta de Ketchum, o en el ahumadero con el oso desollado y humeante.

—¿Y el oso? —preguntó Danny de pronto al leñador—. ¿No se apagará el fuego del ahumadero?

—Ah, el oso ya estará ahumado más que suficiente por ahora. Puedo encender el fuego otra vez mañana —contestó Ketchum con impaciencia—. Hay otra cosa… Bueno, dos cosas. Primero, no se te ve una persona de ciudad, o eso me parece a mí. Creo que tu sitio es el campo… Es decir, como escritor —dijo Ketchum, bajando la voz—. En segundo lugar, aunque diría que ésta es más importante, ya no necesitas el puto nom de plume. Como me consta que la sola idea del seudónimo te afectó en su día negativamente, creo que ya es hora de que recuperes tu nombre. «Daniel» fue siempre el nombre elegido por tu padre para ti, y te he oído decir, Danny, que Daniel Baciagalupo es un buen nombre para un escritor. Para mí seguirás siendo Danny, claro está, pero…, repito, como escritor… deberías ser Daniel Baciagalupo.

—Imagino lo que dirán mis editores sobre esta idea —respondió Danny al maderero—. Me recordarán que Danny Ángel es un famoso autor de superventas. Van a decirme, Ketchum, que un escritor desconocido con el nombre de Daniel Baciagalupo no venderá muchos libros.

—Yo sólo te digo lo que más te conviene… como escritor —dijo Ketchum casi con aspereza.

—Veamos si te he entendido bien —dijo el escritor con cierta irritación—. Debería adoptar el nombre de Daniel Baciagalupo; debería vivir en el campo, en Canadá; debería dejarme llevar… O sea, ser más atrevido como escritor —recitó Danny aplicadamente.

—Veo que vas entendiendo —dijo el maderero.

—¿Tienes alguna otra recomendación? —preguntó Danny.

—Somos un imperio en declive desde que guardo memoria —afirmó Ketchum categóricamente; no hablaba en broma—. Somos una nación perdida, Danny. Deja de perder el tiempo.

Los dos hombres cruzaron una mirada, inmóviles ante sus bebidas, Danny obligándose tanto a seguir bebiendo como a continuar mirando a Ketchum. Danny quería mucho al viejo maderero, pero éste le había herido; eso era algo que se le daba bien a Ketchum.

—Bueno, esperaré con ilusión tu visita en Navidad —dijo Danny—. Ahora ya no falta mucho.

—Quizás este año no —respondió Ketchum.

El escritor sabía que se arriesgaba a recibir un golpe de la poderosa mano derecha de Ketchum, pero alargó el brazo hacia la mano izquierda del maderero y se la retuvo contra la mesa.

—No lo hagas, simplemente no lo hagas —dijo Danny, pero Ketchum apartó la mano fácilmente.

—Tú haz tu trabajo, Danny —dijo el viejo ganchero—. Tú haz tu trabajo, y yo haré el mío.