Ketchum había estado cazando osos. Había viajado en coche hasta Wilson Mills, en Maine, y Héroe y él habían vuelto en el todoterreno Suzuki a New Hampshire, cruzando la frontera aproximadamente a la altura de Half Mile Falls en el río Dead Diamond, donde Ketchum cobró un gran oso negro macho. El arma elegida para los osos era el rifle ligero de cañón corto que Barrett, la amiga de Danny, había preferido (muchos años antes) para los ciervos: una Remington. 30-06 Springfield, una carabina, lo que Ketchum llamaba «mi viejo y fiable cacharro». (El modelo había dejado de fabricarse en 1940). Ketchum tuvo ciertas complicaciones para cruzar la frontera con el oso a pesar del todoterreno. «Dejémoslo en que Héroe tuvo que caminar un buen trecho», explicaría Ketchum a Danny. Cuando Ketchum dijo «caminar», seguramente se refería a que el perro tuvo que correr todo el camino. Pero era el primer fin de semana de la temporada del oso en que se permitía la caza con perros: ese animal excelente estaba tan excitado que no le importó correr detrás del todoterreno de Ketchum. En todo caso, entre Ketchum y el oso muerto no quedaba sitio para Héroe en el Suzuki.
—Es posible que el lunes ya sea de noche cuando Héroe y yo lleguemos a casa —le había advertido Ketchum a Danny. Resultaría imposible localizar al viejo maderero durante ese largo fin de semana; Danny ni siquiera lo intentó. Ketchum había aceptado gradualmente el teléfono y el fax, pero —a sus ochenta y cuatro años— el antiguo ganchero ya no tendría un móvil. (Tampoco es que hubiera muchos móviles en Great North Woods en 2001). Además, el vuelo de Danny desde Toronto se había retrasado; para cuando aterrizó en Boston y alquiló el coche, el relajado cale que había planeado tomar con Paul Polcari y Tony Molinari acabó siendo un almuerzo rápido. Hasta primera hora de la tarde Danny y Carmella del Popólo no se marcharon del North End. Desde luego las carreteras estaban en mejores condiciones que en 1954, cuando el cocinero y su hijo de doce años hicieron ese viaje en dirección contraria, pero el norte de New Hampshire se hallaba aún a «un buen trecho» (como diría Ketchum) del North End de Boston, y ya era media tarde cuando Danny y Carmella dejaron atrás el pantano de Pontook y siguieron por la Estatal 16 paralela al alto Androscoggin, hasta llegar a Errol.
Al pasar por el pantano, Danny reconoció la carretera del embalse Dummer —de cuando había sido una vía de saca—, pero sólo le dijo a Carmella:
—Mañana volveremos aquí con Ketchum.
Carmella asintió; no hacía más que contemplar el Androscoggin por la ventanilla del copiloto. Al cabo de unos quince kilómetros, dijo:
—Es un río que parece poderoso.
Danny se alegró de que no viese el río en marzo o abril; el Androscoggin bajaba torrencialmente en la temporada del barro.
Ketchum le había dicho a Danny que septiembre era la mejor época del año para que ellos fueran, en especial Carmella. Había más posibilidades de buen tiempo, las noches refrescaban, ya no había bichos y era pronto para la nieve. Pero en una zona tan septentrional como Coos County, las hojas cambiaban de color a finales de agosto. El segundo lunes de septiembre ya parecía otoño, y refrescaba a última hora de la tarde.
A Ketchum le preocupaba la movilidad de Carmella en el bosque.
—Puedo llevaros en coche casi todo el camino, pero habrá que andar un poco para llegar al lugar exacto en la orilla del río —había dicho Ketchum.
En su imaginación, Danny veía el lugar al que se refería Ketchum: una elevación del terreno, con vistas del remanso por encima del recodo del río. Lo que no se imaginaba era lo distinto que estaría después de que hubiera desaparecido por completo el pabellón-cocina y de que Twisted River quedara arrasado por un incendio. Pero Dominic Baciagalupo no había querido que esparcieran sus cenizas allí donde se hallaba el pabellón-cocina, ni en ningún sitio cercano al pueblo; el cocinero había pedido que sus cenizas se hundieran en el río, en el remanso donde Rosie, la que en realidad no era su prima, había caído bajo el hielo quebrado. Era casi exactamente el mismo sitio donde había desaparecido bajo los troncos Angelú del Popólo. Naturalmente, ésa era en realidad la razón por la que había ido Carmella; después de tantísimos años (treinta y cuatro, si Danny calculaba bien), Ketchum había invitado a Carmella a Twisted River.
«Si algún día quiere usted ver el lugar donde falleció su hijo, sería un honor para mí enseñárselo», fueron las palabras que le dirigió Ketchum a ella. Carmella había sentido un gran deseo de ver el remanso del río donde se produjo el accidente, pero no los troncos; sabía que los troncos serían más de lo que podía aguantar. Sólo la orilla, donde su querido Gamba y el joven Dan habían estado y habían visto lo que ocurrió, y tal vez el lugar exacto en el remanso donde su único e insustituible Angelú no había salido a la superficie. Sí, puede que un día quisiera verlo, había pensado Carmella.
—Gracias, señor Ketchum —había dicho ese día, cuando el maderero y el cocinero se marchaban de Boston—. Si alguna vez quieres verme… —empezó a decir Carmella a Dominic.
—Lo sé —había atajado el cocinero, pero no la miró.
Ahora, con motivo del viaje de Danny con las cenizas de su padre a Twisted River, Ketchum había insistido en que el escritor llevara también a Carmella. Cuando Danny conoció a la madre de Ángel, el niño de doce años se fijó en sus pechos amplios, sus caderas amplias, su sonrisa amplia, sabiendo que sólo la sonrisa de Carmella era más amplia que la de jane la Piel Roja. Ahora el escritor sabía que Carmella contaba al menos la misma edad que Ketchum, o un poco más; debía de rondar los ochenta y cinco años, calculó Danny. Tenía el pelo totalmente blanco, hasta las pestañas eran blancas, en marcado contraste con su tez aceitunada y su buena salud, en apariencia inquebrantable. Carmella era amplia toda ella, pero todavía era más femenina de lo que había sido Jane jamás. Y por feliz que fuese con el nuevo hombre de su vida —Paul Polcari y Tony Molinari insistían aún en que lo era—, había conservado el apellido Del Popólo, quizá por respeto al hecho de que había perdido a su marido pescador ahogado y a su preciado y único hijo.
No obstante, durante el largo viaje hacia el norte no se lamentó por su querido Angelú, y sólo hizo un comentario sobre el fallecimiento del cocinero. «Yo perdí a mi querido Gamba hace años, Secondo; ¡ahora lo has perdido tú también!», dijo Carmella con lágrimas en los ojos. Pero se recuperó enseguida; durante el resto del viaje, Carmella no dio señales de pararse siquiera a pensar a dónde iban y por qué.
Carmella continuó refiriéndose a Dominic por su apodo, Gamba, del mismo modo que seguía llamando Secondo a Danny, como si Danny aún fuese (en su corazón) su hijo sustituto; aparentemente hacía mucho que lo había perdonado por espiarla en la bañera. Él no podía imaginarse a sí mismo haciéndolo ahora, pero no lo dijo; en lugar de eso, Danny pidió disculpas formalmente a Carmella por su comportamiento de tantos años atrás.
—Tonterías, Secondo. Supongo que me sentí halagada —le dijo Carmella en el coche, quitándole importancia al hecho con un gesto de su mano regordeta—. Lo único que me preocupaba era que verme tuviese algún efecto perjudicial en ti, que pudieses sentirte atraído permanentemente por mujeres gordas y mayores.
Danny intuyó que quizás eso fuera una invitación para que él declarase que no se sentía (ni se había sentido nunca) atraído por mujeres así, aunque en realidad —después de Katie, que era prodigiosamente menuda— muchas de las mujeres de su vida habían sido corpulentas. Según los modelos esqueléticos propuestos por la moda femenina contemporánea, Danny pensaba que incluso Charlotte —incuestionablemente el amor de su vida— podría considerarse obesa.
Al igual que su padre, Danny era de baja estatura, y si bien el escritor no respondió al comentario de Carmella, no pudo por menos de preguntarse si quizá se sentía más a gusto con mujeres que eran más grandes que él. (¡Por mucho que espiar a Carmella en la bañera o matar a Jane la Piel Roja con una sartén no tuviera nada que ver con eso!).
—Me pregunto si ahora sales con alguien, alguien especial, quiero decir —dijo Carmella, tras un silencio de un par de kilómetros o más.
—Con nadie en especial —contestó Danny.
—Si aún sé contar, tienes casi sesenta años —dijo Carmella. (Danny tenía cincuenta y nueve años.)—. Tu padre siempre quiso que estuvieras con una mujer adecuada para ti.
—Lo estuve, pero ella siguió su vida —explicó Danny.
Carmella suspiró. Se había traído consigo su melancolía en el coche; lo que había de melancólico en Carmella, junto con su vaga desaprobación hacia Danny, los había acompañado todo el camino desde Boston. Danny había detectado la presencia de esto último tan claramente como el agradable aroma de Carmella: ya fuera este último un perfume suave e indeterminado o un olor que atraía de manera tan natural como el pan recién hecho.
—Además —prosiguió Danny—, mi padre no estuvo con nadie especial, no desde que llegó a mi edad. —Después de una pausa, mientras Carmella aguardaba, Danny añadió—: Y pa nunca estuvo con ninguna mujer tan adecuada para él como tú.
Carmella volvió a suspirar, como para señalar (ambiguamente) tanto su satisfacción como su insatisfacción: le desagradaba su incapacidad para dirigir la conversación hacia donde quería llevarla. Saltaba a la vista que le preocupaba lo que se había torcido en Danny. Danny esperó a que volviese a hablar: era sólo cuestión de tiempo, como él sabía, que Carmella sacara a colación el delicado tema de lo que se había torcido en sus libros.
Durante todo el viaje desde Boston, la conversación de Carmella le había resultado aburrida: aquel tono de autoridad suyo, basado en la edad, era deprimente. Carmella perdía el hilo mientras hablaba, y entonces echaba la culpa a Danny de su despiste; daba a entender que él no le prestaba suficiente atención, o que pretendía confundirla adrede. Su padre, cayó en la cuenta Danny, había conservado una gran lucidez en comparación. Pese a que Ketchum perdía el oído por momentos, y sus exabruptos eran cada vez más explosivos —y aunque el viejo maderero tenía casi la edad de Carmella—, Danny lo disculpaba instintivamente. Al fin y al cabo, Ketchum siempre había estado loco. ¿Acaso el veterano ganchero no estaba cargado de manías y tenía un comportamiento ilógico de joven?, se decía Danny.
Justo en ese momento, bajo la luz vespertina con sus marcados contrastes, pasaron ante un pequeño cartel donde se leía:
TAXIDERMIA ANDROSCOGGIN.
—Dios bendito, «Se venden cornamentas de alce» —exclamó Carmella, intentando leer otros detalles del letrero. (Llevaba diciendo «Dios bendito» cada minuto del viaje hacia el norte, pensó Danny con irritación).
—¿Quieres parar y comprar un animal disecado? —preguntó Danny.
—¡Mientras no se haga de noche! —contestó Carmella, y se echó a reír; dio unas palmadas a Danny en la rodilla afectuosamente, y Danny se avergonzó de sentirse molesto por su compañía. La había querido de niño y en su juventud, y no le cabía duda de que ella lo quería a él, y por descontado adoraba a su padre. Así y todo, Danny la encontraba ahora pesada, y ya desde el principio no quiso llevarla en ese viaje. Había sido idea de Ketchum enseñarle el lugar donde había muerto Ángel; Danny se daba cuenta de que deseaba estar con Ketchum a solas. Ver las cenizas de su padre hundirse en el Twisted River, según había deseado el cocinero, era para Danny más importante que el cumplimiento de la promesa de Ketchum, es decir, acompañar a Carmella al remanso por encima del recodo del río, donde se había perdido su Angelú. Danny se sintió poco generoso por ver a Carmella como una carga y una distracción; se sintió poco bondadoso, pero creyó, por primera vez, que Paul Polcari y Tony Molinari hablaban en serio. Carmella realmente debía de ser feliz con su nuevo hombre y con la vida que llevaba. (¡Sólo la felicidad podía explicar que fuese tan aburrida!). Pero ¿acaso Carmella no había perdido a tres seres queridos, contando al cocinero y a su único e insustituible hijo entre ellos? ¿Cómo podía Danny que también había perdido a un hijo, no ver a Carmella como un alma compasiva? Naturalmente, ¡Carmella sí le parecía «compasiva»! Sólo que Danny no quería estar con ella, no en ese momento, cuando la doble misión de hundir las cenizas de su padre y estar con Ketchum le bastaba.
—¿Dónde están? —preguntó Carmella mientras entraban en Errol.
—¿Dónde está qué? —dijo Danny. (¡En ese momento estaban hablando de taxidermia! ¿Quería preguntar Carmella dónde se hallaban los animales disecados?).
—¿Dónde están los restos de Gamba…, sus cenizas? —preguntó Carmella.
—En un recipiente irrompible, un tarro… Es una especie de plástico, no cristal —contestó Danny un tanto evasivamente.
—¿En tu maleta, en el maletero del coche? —preguntó Carmella.
—Sí.
Danny no quiso hablarle más del recipiente en sí…, de cuál era antes el contenido del tarro y demás. Por otra parte, ya estaban entrando en el pueblo —si es que podía llamarse así— y, mientras aún hubiera luz, Danny quería situarse y echar un vistazo al lugar. Así sería más fácil localizar a Ketchum por la mañana.
—Te veré el martes bien temprano —había dicho el viejo maderero.
—¿Qué quiere decir «bien temprano»? —preguntó Danny.
—Antes de las siete, como mucho —respondió Ketchum.
—Antes de las ocho, con suerte —replicó Danny. Danny tenía sus dudas acerca de lo bien temprano que Carmella era capaz de levantarse y estar en pleno funcionamiento, aparte del hecho de que pasarían la noche a unos kilómetros del pueblo. En Errol no había ningún sitio como Dios manda donde alojarse, había asegurado Ketchum a Danny. El maderero recomendó un hotel turístico de Dixville Notch.
Por lo que vieron Danny y Carmella de Errol, Ketchum tenía razón. Tomaron la carretera hacia Umbagog dejando atrás un supermercado, que también vendía bebidas alcohólicas; un puente cruzaba el Androscoggin en el extremo oriental del pueblo, y en el lado oeste del puente había una estación de bomberos, donde Danny cambió de sentido. Cruzando de nuevo el pueblo en coche, pasaron ante la escuela primaria de Errol; la primera vez no se habían fijado en ella. También había un restaurante llamado Northern Exposure, pero el establecimiento de aspecto más próspero en Errol era una tienda de artículos deportivos: L. L. Cote.
—Vamos a ver qué hay dentro —propuso Danny a Carmella.
—¡Mientras no se haga de noche! —repitió ella. Carmella había sido uno de los primeros estímulos eróticos de su vida. ¿Cómo podía haberse convertido en una mujer tan repetitiva?, pensaba Danny.
Los dos contemplaron el letrero en la puerta de la tienda de artículos deportivos con inquietud.
SE RUEGA NO ENTRAR CON ARMAS CARGADAS —Dios bendito— exclamó Carmella; vacilaron, aunque brevemente, ante la puerta.
L. L. Cote vendía motonieves y vehículos todoterreno; dentro había animales disecados, las especies autóctonas, suficientes para sugerir que el taxidermista local se mantenía ocupado. (Osos, ciervos, linces, zorros, martas pescadoras, alces, puercoespines, mofetas —un montón de «bichos», habría dicho Ketchum—, además de todos los patos y aves de presa). Había mayor cantidad de escopetas que de cualquier otro artículo; Carmella retrocedió ante semejante exhibición de arsenal letal. Una amplia selección de cuchillos Browning llevó a Danny a pensar que probablemente Ketchum había comprado allí el suyo. Había asimismo un extenso surtido de ropa para la eliminación del rastro, que Danny intentó explicar a Carmella.
—Para que los cazadores no huelan como las personas —dijo Danny.
—Dios bendito —exclamó Carmella.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó un anciano con recelo.
No parecía un dependiente, con un cuchillo Browning al cinto y aspecto corpulento. Le colgaba la tripa por encima de la hebilla del cinturón, y su camisa de franela roja y negra recordaba la que solía llevar Ketchum pese al chaleco de camuflaje de borreguillo del dependiente. (Ketchum no habría empleado ropa de camuflaje ni muerto. «No es como una guerra», había dicho el leñador. «Los bichos no pueden devolverte el disparo»).
—Tal vez pueda darnos indicaciones —respondió Danny al dependiente—. Tenemos que encontrar el camino de la Nación Perdida, pero no hasta mañana por la mañana.
—Ya no se llama así, no desde hace mucho tiempo —dijo el dependiente, cada vez más receloso.
—Me han dicho que sale de la carretera que va al embalse de Akers… —empezó a decir Danny, pero el dependiente lo interrumpió.
—Así es, pero no se llama Nación Perdida; hoy día ya casi nadie lo llama así.
—¿Tiene otro nombre, pues, el camino? —preguntó Danny.
El dependiente observaba a Carmella con desagrado.
—No tiene nombre; sólo hay un cartel que dice algo sobre reparaciones de motores pequeños. Es lo primero que se ve al dejar la carretera del embalse de Akers. No tiene pérdida —dijo el viejo, pero no con tono muy alentador.
—Bien, seguro que la encontraremos —dijo Danny—. Gracias.
—¿A quién buscan? —preguntó el dependiente, mirando aún a Carmella.
—Al señor Ketchum —contestó Carmella.
—¡Ketchum sí la llamaría carretera de la Nación Perdida! —dijo el dependiente con énfasis, como si eso dejara zanjado el error del nombre—. ¿Ketchum los espera? —preguntó el viejo a Danny.
—Pues sí, pero no hasta mañana —repitió Danny.
—Yo no iría a visitar a Ketchum si él no me esperase —dijo el dependiente—. No si estuviera en el lugar de ustedes.
—Gracias de nuevo —dijo Danny al viejo, y cogió a Carmella del brazo. Intentaban marcharse de L. L. Cote, pero el dependiente los detuvo.
—Sólo un piel roja la llamaría carretera de la Nación Perdida —dijo—. ¡Ésa es la prueba!
—Prueba ¿de qué? —preguntó Danny al dependiente—. Ketchum no es indio.
—¡Ja! —exclamó el dependiente en tono de mofa—. ¡Los mestizos son pieles rojas!
Danny percibía la creciente indignación de Carmella, casi tan físicamente como notaba su peso contra el brazo. Había conseguido conducirla hasta la puerta de la tienda de artículos deportivos cuando el dependiente dijo a voz en cuello:
—¡Ese tal Ketchum es él mismo una Nación Perdida! —A continuación, como si se lo hubiera pensado dos veces, y con cierto pánico la segunda vez, añadió:
—No le cuenten que he dicho eso.
—Supongo que Ketchum compra aquí de vez en cuando, ¿verdad? —preguntó Danny; disfrutaba del momento de pánico del dependiente viejo y gordo.
—Su dinero es tan bueno como el de cualquier otro, ¿no? —preguntó el dependiente con acritud.
—Ya se lo diré a Ketchum de su parte —anunció Danny, guiando a Carmella por la puerta hacia la calle.
—¿Es indio el señor Ketchum? —preguntó ella a Danny cuando ya estaban otra vez en el coche.
—No lo sé, quizás en parte —respondió Danny—. Nunca se lo he preguntado.
—Dios bendito. Nunca he visto un indio barbudo —comentó Carmella—. Al menos no en las películas.
Al salir del pueblo, se dirigieron hacia el oeste por la Federal 26. Había algo llamado el Errol Cream Bar reí & Chuck Wagón, y lo que parecía un camping y aparcamiento de caravanas impecablemente cuidado que se llamaba Saw Dust Alley. También dejaron atrás la Asociación de Motonieves de Umbagog. Allí parecía acabarse Errol. Danny no abandonó la carretera en el desvío al embalse de Akers; sencillamente se fijó dónde estaba. No le cabía duda de que sería fácil encontrar a Ketchum por la mañana, se llamara Nación Perdida o no.
Poco después, justo cuando empezaba a oscurecer, pasaron junto a un campo delimitado por una cerca alta. Por supuesto, Carmella leyó el letrero de la cerca en voz alta. «“Se ruega no acosar a los búfalos”; pero Dios bendito, ¿quién haría una cosa así?», dijo ella, tan indignada como de costumbre. Pero no vieron ningún búfalo, sólo la cerca y el letrero.
El hotel turístico de Dixville Notch se llamaba The Balsams; para excursionistas y golfistas en los meses de buen tiempo, supuso Danny. (En invierno, sin duda para esquiadores). Era enorme y estaba desocupado en su mayor parte un lunes por la noche. Danny y Carmella se encontraban prácticamente solos en el comedor, donde Carmella dejó escapar un profundo suspiro después de pedir la cena. Tenía una copa de vino tinto. Danny, una cerveza. Había dejado de beber vino tinto después de la muerte de su padre, aunque Ketchum no paraba de darle la lata sobre su decisión de beber sólo cerveza.
—¡Ahora ya no tienes que privarte del vino tinto! —le había dicho a gritos Ketchum.
—No me importa si ya no puedo dormir —había replicado Danny al viejo maderero.
Ahora Carmella, después de suspirar, pareció contener la respiración antes de empezar a hablar.
—De más está decir, creo, que he leído todos tus libros… más de una vez —empezó.
—¿Ah, sí? —preguntó Danny, con fingida inocencia, como si no supiera adonde iría a parar esa conversación.
—¡Claro que sí! —exclamó Carmella. «Alguien que es tan feliz, ¿por qué se enfada conmigo?», se preguntaba Danny cuando Carmella dijo:
—Ay Secondo, tu padre estaba tan orgulloso de ti, porque eres un escritor famoso y todo lo demás.
Ahora le tocó suspirar a Danny; contuvo el aliento durante un segundo o dos.
—¿Y tú? —le preguntó, esta vez sin tanta inocencia.
—Lo que pasa es que tus historias, y a veces los propios personajes, son tan… ¿Cómo lo diría?… Desagradables —comenzó a decir Carmella, pero debió de ver algo en la cara de Danny que la detuvo.
—Ya —dijo él.
Puede que Danny la hubiera mirado como si ella fuera otro entrevistador, un periodista que no había hecho los deberes, y, fuese lo que fuese lo que pensara Carmella de sus novelas, de pronto le pareció que no valía la pena decírselo —no a su querido Secondo, su hijo sustituto—, pues, ¿acaso el mundo no le había hecho tanto daño como a ella?
—Háblame de lo que estás escribiendo, Secondo —prorrumpió de pronto Carmella con una afectuosa sonrisa—. Ha vuelto a pasar mucho tiempo entre libro y libro, ¿no? Dime con qué estás. ¡Me muero por saber qué viene a continuación!
No mucho después, cuando Carmella ya se había ido a dormir, unos hombres veían Monday Night Football, el programa deportivo del lunes por la noche, pero Danny ya se había ido a su habitación, donde dejó la televisión apagada. También dejó las cortinas descorridas, confiando en su sueño ligero: sabía que la luz del amanecer lo despertaría. Sólo le preocupaba un poco levantar a Carmella y ponerla en marcha por la mañana; aunque Danny sabía que Ketchum los esperaría si se retrasaban. La lámpara de la mesilla de noche estaba encendida mientras Danny yacía en la cama, y allí en la mesilla se encontraba también el tarro con las cenizas de su padre. Ésa sería la última noche de Danny con las cenizas del cocinero, y se quedó mirándolas, como si de pronto fueran a hablar, o a darle alguna señal de la última voluntad de su padre.
—En fin, pa, ya sé que dijiste que era esto lo que querías, pero espero que no hayas cambiado de idea —declaró Danny en voz alta en la habitación del hotel.
En cuanto a las cenizas, se hallaban en lo que antes había sido un envase de especias para carne de Amos’New York —la lista de ingredientes en su día enumeraba sal marina, pimienta, hierbas aromáticas y especias— y el cocinero debió de comprarlo en el mercado de carne preferido de su barrio de Toronto, porque llevaba la etiqueta del precio de Olliffe.
Danny se había deshecho del contenido, pero no de todo; después de meter las cenizas de su padre, aún quedaba un hueco para volver a echar parte de las hierbas y especias, y eso es lo que había hecho. Si alguien lo hubiese interrogado sobre el envase en la aduana estadounidense —si hubiesen abierto el tarro y lo hubiesen olfateado—, habría seguido oliendo a especias para carne. (Quizás el policía de aduanas habría estornudado con la pimienta). Pero Danny había pasado las cenizas del cocinero por la aduana de Estados Unidos sin tener que responder a ninguna pregunta. De pronto se incorporó en la cama y, abriendo el tarro, olfateó con cuidado el contenido. Sabiendo qué guardaba el tarro, Danny no lo habría echado en un filete; de todos modos, aún olía a pimienta, hierbas y especias, no a cenizas humanas. ¡Qué apropiado para un cocinero que sus restos hubiesen acabado residiendo en un tarro de especias para carne Amos’New York!
«Dominic Baciagalupo», pensó su hijo escritor, «le habría visto la gracia a esto». Danny apagó la lámpara de la mesilla de noche y se quedó en la cama a oscuras.
—La última oportunidad, pa —susurró en la habitación en silencio—. Si no tienes nada más que decir, volvemos a Twisted River. —Pero las cenizas del cocinero, junto con las hierbas y las especias, callaron.
En una ocasión Danny Ángel dejó pasar once años entre una novela y otra: entre Al este de Bangor y Bebé en la calle. Una vez más, una muerte en la familia sería la causa del retraso, pese a que Carmella se había equivocado al afirmar que el escritor se estaba tomando otra vez «mucho tiempo entre libro y libro». Sólo habían pasado seis años desde la publicación de su novela más reciente.
Como había ocurrido con Joe, a Danny, después del asesinato del cocinero, la novela que estaba escribiendo de pronto le pareció intrascendente. Pero esta vez ni se había planteado revisar el libro; sencillamente lo había tirado entero. Y había empezado una novela nueva y totalmente distinta casi de inmediato. La elaboración del nuevo libro surgió de esos meses en que le fue arrebatado lo que le quedaba de intimidad; el hecho mismo de escribir era como un paisaje liberado repentina y nítidamente de una niebla.
«La publicidad fue espantosa», dijo Carmella sin más rodeos durante la cena. Pero esta vez Danny había previsto la publicidad. Al fin y al cabo, el padre de un escritor famoso había sido asesinado y el propio escritor había acabado con la vida del homicida; irrefutablemente, en defensa propia. Es más, Danny Ángel y su padre habían estado huyendo desde hacía casi cuarenta y siete años. El autor de éxito internacional había abandonado Estados Unidos para instalarse en Canadá, pero no por razones políticas, tal como Danny siempre había sostenido, sin revelar las verdaderas circunstancias. ¡Su padre y él huían de un exalguacil loco!
Naturalmente, en los medios de comunicación estadounidenses hubo quienes dirían que el cocinero y su hijo tenían que haber acudido a la policía en el primer momento. (¿Acaso se les escapaba el detalle de que Cari representaba la policía?). Por supuesto, la prensa canadiense expresó su indignación por el hecho de que la «violencia de Estados Unidos» hubiese seguido al autor y a su padre al otro lado de la frontera. En retrospectiva, esto era en realidad una alusión a las propias armas, tanto al absurdo Colt 45 del vaquero como al reglado de Navidad de Ketchum a Danny, la Winchester calibre veinte que había destrozado la garganta al ayudante del sheriff. Y en Canadá se habló mucho de la circunstancia de que Danny no tenía licencia para poseer la escopeta. Al final no se presentaron cargos contra él. La Ranger calibre veinte de Ketchum fue confiscada, sólo eso.
—¡Esa escopeta te salvó la vida! —había bramado Ketchum a Danny—. ¡Y era un regalo, por Dios! ¿Quién la ha confiscado? ¡Le volaré los huevos!
—Déjalo, Ketchum —contestó Danny—. No necesito una escopeta, ya no.
—Tienes admiradores, y comoquiera que se llame el polo opuesto, ¿o no? —señaló el viejo maderero—. Y juraría que más de un bicho raro hay entre ellos.
En cuanto a la pregunta que más le formularon a Danny, tanto los medios estadounidenses como canadienses, fue: «¿Va a escribir sobre esto?».
Había aprendido a contestar con frialdad a la pregunta tantas veces repetida. «No inmediatamente», decía siempre Danny.
«Pero ¿vas a escribir o no vas a escribir sobre ello?», le había preguntado Carmella una vez más durante la cena.
En lugar de responder, le habló del libro que estaba escribiendo. Iba bien. De hecho, escribía a toda vela: las palabras no dejaban de fluir. Ésta sería otra novela larga, pero Danny creía que no tardaría mucho en acabarla. No sabía por qué le salía tan fácilmente; desde la primera frase, la historia había avanzado con fluidez. Repitió la primera frase a Carmella. (Después Danny se dio cuenta de lo tonto que había sido: ¡cómo se le ocurría pensar que iba a impresionarla!). «En el restaurante cerrado, al final de la jornada, el lujo del difunto cocinero —el único miembro aún vivo de la familia del maestro— trabajaba en la cocina a oscuras». Y a partir de ese misterioso principio, Danny había extraído el título de la novela: En el restaurante, al final de la jornada.
En opinión del escritor, la reacción de Carmella fue tan previsible como su conversación.
—¿Tiene que ver con Gamba? —preguntó ella.
No, intentó explicar Danny; la historia trataba de un hombre que había vivido a la sombra de su famoso padre, un magistral cocinero que había muerto recientemente, dejando a su único hijo (ya cumplidos los sesenta años), un alma extraviada y furtiva. Ajuicio del resto del mundo, el hijo parece un tanto retrasado. Ha vivido toda su vida con su padre; ha trabajado como segundo jefe de cocina de su padre en el restaurante al que el respetado cocinero dio fama. Ahora está solo, el hijo nunca antes ha pagado sus propias facturas; ni una sola vez se ha comprado su propia ropa. Si bien el restaurante lo mantiene en su puesto, quizá debido a un duelo residual por el difunto cocinero, el hijo es prácticamente inútil como segundo jefe de cocina sin la orientación de su padre. El restaurante pronto se verá obligado a despedirlo, o bien a degradarlo a lavaplatos.
Lo que el hijo descubre, no obstante, es que puede «establecer contacto» con el espíritu del cocinero muerto cocinando afanosamente en la cocina por la noche, pero sólo después de cerrar el restaurante. Allí, al final de la jornada, el hijo se deja la piel secretamente para aprender las recetas de su padre: todo aquello que el segundo jefe de cocina no aprendió de él cuando el gran cocinero aún vivía. Y cuando el antiguo segundo jefe de cocina logra dominar una receta a entera satisfacción de su padre, el espíritu del difunto cocinero aconseja a su hijo sobre cuestiones más prácticas: dónde comprar la ropa, qué facturas pagar primero, con qué frecuencia y a qué mecánico debe llevar el coche para su mantenimiento. (El fantasma de su padre, como descubre pronto el hijo, ha olvidado unas cuantas cosas, por ejemplo el hecho de que su hijo un tanto retrasado no sabe conducir).
—¿Gamba es un fantasma? —exclamó Carmella.
—Supongo que habría podido titular la novela El retrasado segundo jefe de cocina —comentó Danny con sarcasmo—, pero En el restaurante, al final de la jornada me pareció un título mejor.
—Secondo, alguien podría pensar que es un libro de cocina —previno Carmella.
En fin, ¿qué iba a decir? ¡Difícilmente alguien pensaría que una nueva novela de Danny Ángel era un libro de cocina! Danny dejó de hablar de la historia; para aplacar a Carmella, le dijo cuál sería la dedicatoria. «A mi padre, Dominic Baciagalupo, in memoriam». Sería la segunda dedicatoria a su padre, y el número de dedicatorias «in memoriam» ascendería a cuatro. Como era de prever, Carmella se echó a llorar. Había en sus lágrimas cierta seguridad, una forma de consuelo que le resultaba familiar; Carmella casi parecía feliz cuando lloraba, o al menos su aflicción mitigaba un poco su desaprobación hacia Danny.
Mientras yacía despierto en la cama, casi convencido de que no se dormiría, Danny se preguntó por qué se había esforzado tanto en hacer comprender a Carmella qué escribía. ¿Por qué se había tomado la molestia? Sí, de acuerdo, ella le había preguntado qué estaba escribiendo, ¡había llegado incluso a decir que se moría por saber qué venía a continuación! Pero Danny siempre había sido un narrador: sabía cómo cambiar de tema.
Mientras lo vencía el sueño —aunque muy ligero—, Danny imaginó al hijo (el vacilante segundo jefe de cocina) en la cocina al final de la jornada, donde el fantasma de su padre le da indicaciones. Como Ketchum antes de aprender a leer, el hijo escribe listas de palabras que pugna por reconocer y recordar; esta noche el hijo está obsesionado con la pasta. «Orecchiette», escribe, «significa “orejitas”. Son pequeñas y en forma de disco». Poco a poco, el segundo jefe de cocina va camino de convertirse en cocinero; ¡si no es ya demasiado tarde, si el restaurante de su padre muerto le da más tiempo para aprender! «Farfalle», escribe el hijo un tanto retrasado, «significa “mariposas”, pero mi padre las llamaba también “lazos”». En su duermevela, Danny iba por el capítulo donde el fantasma del cocinero habla de manera muy personal a su hijo. «Yo había deseado tanto que te casaras, que tuvieras tus propios hijos. ¡Serías un padre fantástico! Pero te gusta esa clase de mujeres que es…». ¿Que es qué?, pensaba Danny Una nueva camarera se ha incorporado al personal en el restaurante encantado; es precisamente «la clase de mujer» contra la que el fantasma del cocinero intenta prevenir a su hijo. Pero al final el escritor se duerme; sólo entonces se interrumpe la historia.
La labor policial en lo referente al tiroteo de Toronto había concluido; incluso los tarados más irredentos de los medios de comunicación se habían retirado. Al fin y al cabo, el baño de sangre se había producido hacía casi nueve meses, prácticamente la duración de un embarazo. El asunto se había prolongado sólo en la correspondencia: las cartas de condolencia, y comoquiera que se llamase a lo contrario.
Esa correspondencia acerca del asesinato del cocinero y la posterior muerte a tiros del homicida había persistido: pésames, en su mayor parte, aunque no todas las cartas eran amables. Danny las leyó palabra por palabra, pero aún no había recibido la carta que anhelaba, si bien no preveía realmente volver a tener noticias de la Señora del Cielo. No por eso dejó Danny de soñar con ella: aquella línea vertical de vello púbico rubio rojizo, la cicatriz blanca y brillante de la cesárea, las historias imaginadas de sus tatuajes no explicados. El pequeño Joe le había puesto el nombre de un superhéroe, pero ¿era la Señora del Cielo una auténtica guerrera, o lo había sido en una vida anterior? Danny sólo podía imaginar que la vida de Amy había sido distinta en otro tiempo. «¿Acaso no ha de ocurrirle algo a uno antes de saltar desnudo de un avión? Y después de saltar, ¿qué más puede pasarle a uno?», se preguntaba Danny.
El hecho de que Amy le hubiese escrito una vez, tras la muerte de Joe, y de que también ella hubiese perdido un hijo… En fin, ésa era una de las conexiones frustradas de la vida, ¿no? Como él no le había contestado, ¿por qué habría ella de escribirle otra vez? Pero Danny leyó su correspondencia, toda —sin contestar una sola carta—, con la esperanza menguante de tener noticias de Amy. Danny ni siquiera sabía por qué quería tener noticias de ella, pero era incapaz de olvidarla.
«Si alguna vez estás en apuros, volveré», había dicho la Señora del Cielo al pequeño Joe, besando al niño de dos años en la frente. «Entretanto, cuida de tu padre». Está visto en qué quedan las promesas de los ángeles que caen desnudos del cielo, aunque —para ser justos— Amy les había dicho que sólo era un ángel «a veces». A decir verdad, y de manera muy persistente en los sueños de Danny, la Señora del Cielo no siempre estaba disponible como ángel, y obviamente no lo había estado aquella noche de nieve en que Joe y la chica desenfrenada de la mamada se cruzaron con el Mustang azul en el puerto de Berthoud.
—Me gustaría volver a verte, Amy —dijo Danny Ángel en voz alta en el frágil sueño del escritor, pero nadie lo oía en la oscuridad, excepto las mudas cenizas de su padre. Obviamente, en el drama representado aquella noche en esa habitación de hotel, las cenizas del cocinero, descansando en el tarro de especias para carne Amos’New York, habían tenido un papel sin diálogo.
Danny se despertó sobresaltado; la luz del amanecer parecía demasiado intensa. Pensó que ya llegaba tarde a su cita con Ketchum, pero no era así. Danny telefoneó a Carmella a su habitación del hotel. Le sorprendió lo despierta que parecía, como si esperase su llamada.
—La bañera es demasiado pequeña, Secondo, pero me las he arreglado —dijo Carmella. Ella lo esperaba en el comedor enorme y casi vacío cuando él bajó a desayunar.
Ketchum había tenido razón al proponer septiembre para su visita; iba a ser un día hermoso en el nordeste de Estados Unidos. Incluso cuando Danny y Carmella se marcharon del The Balsams a esa hora temprana, lucía el sol y el cielo presentaba un azul nítido y despejado. Unas pocas hojas de arce salpicaban de rojo y amarillo la carretera del embalse de Akers. Danny y Carmella habían anunciado en el hotel que se quedarían una segunda noche en Dixville Notch.
—Quizás hoy el señor Ketchum cene con nosotros —dijo Carmella a Danny en el coche.
—Quizá —contestó Danny; dudaba que el The Balsams fuese lugar para Ketchum. El hotel tenía un aspecto mastodóntico, un ambiente pensado posiblemente para congresos; Ketchum no era hombre de congresos.
Enseguida vieron el cartel que decía reparaciones de motores pequeños, con una flecha que apuntaba hacia un camino de tierra inocuo. «Estoy al final del camino», fue la única indicación que había dado Ketchum a Danny, pese a que no había ningún letrero que advirtiera que era un camino sin salida. Luego apareció el cartel (con la misma letra pulcra) donde se leía cuidado con el perro. Pero allí no había perro… ni casa, ni coches. Tal vez el cartel los prevenía de una eventualidad; a saber, si seguían adelante por el camino, casi con toda seguridad encontrarían un perro, pero entonces sería tarde para advertírselo.
—Me parece que conozco al perro —comentó Danny básicamente para tranquilizar a Carmella—. Se llama Héroe, y en realidad no es un mal perro, por lo que yo he visto.
El camino siguió adelante, cada vez más estrecho, hasta que era tan estrecho que ya no podía darse la vuelta. Naturalmente, quizás ése no era el camino, pensaba Danny. Tal vez existía aún un camino de la Nación Perdida, y el dependiente chiflado de la tienda de artículos deportivos les había dado mal las indicaciones intencionadamente; desde luego había manifestado hostilidad hacia Ketchum, pero el viejo maderero siempre había atraído la hostilidad incluso de las personas de apariencia más normal.
—Parece que el camino está cortado —dijo Carmella, y apoyó sus manos regordetas en el salpicadero, como para impedir una inminente colisión. Pero el camino terminaba en un claro que podía confundirse con un vertedero, o tal vez fuese un cementerio de furgonetas y remolques abandonados. Muchas de las furgonetas habían sido diseccionadas para extraer piezas. Había varias dependencias desperdigadas por el recinto; una choza decrépita por la acción de los elementos parecía un ahumadero, y por las rendijas entre los troncos de las paredes se filtraba tal cantidad de humo que toda la construcción parecía a punto de prender. Una columna de humo más pequeña y concentrada se elevaba del tubo de una estufa en un remolque: un antiguo wanigan, reconoció Danny. Probablemente el wanigan contenía una estufa de leña.
Danny apagó el motor y prestó atención por si se oía un perro. (Había olvidado que Héroe no ladraba). Carmella bajó la ventanilla.
—El señor Ketchum debe de estar guisando —dijo, olfateando el aire. Por la piel de oso tensada en un tendedero entre dos remolques, Danny supuso que el oso desollado estaba en el ahumadero, no «guisándose» precisamente.
«Un tipo que conozco me despieza los osos si le doy parte de la carne», había dicho Ketchum a Danny, «pero, sobre todo cuando hace buen tiempo, siempre ahumo el oso antes». Por el olor que flotaba en el aire, sin duda era un oso lo que estaba ahumándose, pensó Danny. Abrió con cautela la puerta del coche —pendiente de la aparición de Héroe, y suponiendo que el sabueso asumiría que debía vigilar el oso ahumado. Pero no salio ningún perro de las dependencias, ni de detrás de ninguna de las pilas de chatarra que daban cobijo.
—¡Ketchum! —llamó Danny.
—¿Quién pregunta? —oyeron exclamar a Ketchum antes de abrirse la puerta del wanigan con el tubo de estufa humeante.
Ketchum apartó de inmediato el rifle.
—¡Vaya, no habéis llegado tan tarde como pensabas! —los saludó con actitud cordial—. Encantado de volver a verla, Carmella —dijo, casi a modo de coqueteo.
—Encantada, señor Ketchum —respondió ella.
—Entren a tomar un café —invitó Ketchum—. Trae las cenizas del coci, Danny; quiero ver dónde las has metido.
También Carmella sentía curiosidad por ver el recipiente. Tuvieron que pasar al lado de la apestosa piel de oso del tendedero para entrar en el wanigan, y Carmella desvió la mirada para no ver la cabeza seccionada del oso; seguía unida al pellejo, pero colgaba con el hocico hacia abajo, casi rozando el suelo, y una resplandeciente gota de sangre había burbujeado y se había coagulado. Donde antes había goteado sangre de la nariz del oso, ahora parecía haber un adorno navideño en el hocico del animal muerto.
—Especias para carne Amos’New York —leyó Ketchum en voz alta con orgullo, sosteniendo el tarro en una mano—. Vaya, una excelente elección. Si no te importa, Danny, voy a meter las cenizas en un tarro de cristal; ya verás por qué cuando lleguemos allí.
—No, no me importa —dijo Danny. De hecho, sintió alivio; había pensado que le gustaría conservar el envase de plástico de las especias para carne.
Ketchum había preparado el café como se hacía antes en los wanigans. Había echado cascaras de huevo, agua y café molido en una fuente de horno y lo había puesto a hervir sobre la estufa de leña. Teóricamente, los cascarones de huevo atraían los posos del café; podía verterse el café desde un ángulo de la fuente, y la mayor parte de los posos se quedaban en la fuente junto con los cascarones. El cocinero se mofaba de ese método, pero Ketchum aún preparaba el café así. Era fuerte, y lo servía con azúcar, quisieras azúcar o no: fuerte y dulce, y un poco cenagoso, «como el café turco», comentó Carmella.
Ella procuraba con toda su alma no mirar alrededor en el wanigan, pero aquel asombroso batiburrillo (aunque bien organizado) resultaba demasiado tentador. Danny, como buen escritor, prefería imaginar dónde estaba el fax en lugar de verlo. Pero no pudo por menos de advertir que el interior del wanigan era en esencia una amplia cocina, en la que había una cama donde Ketchum (supuestamente) dormía rodeado de armas de fuego, arcos y flechas, y un despliegue de cuchillos. Danny supuso que además debía de haber un alijo de armas que no estaban a la vista, al menos una pistola o dos, ya que el wanigan había sido pertrechado como un arsenal, como si Ketchum viviese con la idea de que algún día sería atacado.
Casi perdido entre los rifles y las escopetas, donde el walker bluetick cazador de osos debía de haberse sentido más a gusto, había una cama de perro de lona rellena de astillas de cedro. Carmella ahogó una exclamación al ver a Héroe tendido en su cama, si bien las heridas del cazador de osos eran más llamativas que graves. En un costado, en el pelaje de color blanco y gris azulado moteado, tenía arañazos de las garras del oso. Ya no sangraba, y los cortes en la cadera estaban cubiertos de costras, pero el perro había sangrado en la cama durante la noche; se lo veía acartonado por el dolor.
—No me había dado cuenta de que Héroe había perdido media oreja —comentó Ketchum—. Ayer había tanta sangre que pensé que aún seguía allí la oreja entera. ¡Sólo cuando la oreja dejó de sangrar un poco vi que había volado la mitad!
—Dios bendito… —empezó a decir Carmella.
—¿No deberías llevarlo a un veterinario? —preguntó Danny.
—Héroe no hace buenas migas con el veterinario —contestó Ketchum—. Se lo llevaremos a la Seis Jarras de camino al río. Pam tiene un potingue que hace maravillas con las heridas de garras, y yo tengo un antibiótico para la oreja; mientras cicatriza lo que queda de ella. ¿Te está bien merecido o no, Héroe? —preguntó Ketchum al perro—. Ya te lo dije: te adelantaste demasiado. —Volviéndose hacia Carmella, Ketchum explicó—: Este perro tonto alcanzó al oso cuando aún no lo tenía a tiro.
—Pobre animal —fue lo único que pudo decir ella.
—Ah, se pondrá bien; ¡acabo de darle un poco de carne del oso! —dijo Ketchum—. Pongámonos en marcha —propuso a Danny, y descolgó la Remington. 30-06 Springfield de dos estaquillas en la pared; se apoyó la carabina en el antebrazo y se dirigió hacia la puerta del wanigan—. Vamos, Héroe —llamó al sabueso, que se levantó de la cama con movimientos rígidos y lo siguió cojeando.
—¿Para qué es el arma? Por lo que se ve, ya tienes a tu oso —dijo Danny.
—Ya lo descubrirás —respondió Ketchum.
—No irá usted a dispararle a nada, ¿verdad que no, señor Ketchum? —preguntó Carmella.
—Sólo si aparece un bicho al que deba pegarle un tiro —contestó Ketchum. Luego, como para cambiar de tema, dijo a Danny:
—Supongo que nunca habrás visto un oso despellejado sin cabeza. En ese estado, un oso parece un hombre. Algo que usted no debe ver, creo —se apresuró a añadir el maderero, dirigiéndose a Carmella.
—¡Quieto! —ordenó de pronto Ketchum a Héroe, y el perro se quedó inmóvil junto a Carmella, que también se había detenido en seco.
En el ahumadero, el oso desollado se hallaba suspendido sobre el hoyo con brasas como un murciélago gigante. Sin cabeza, el oso parecía, en efecto, un hombre descomunal, si bien el escritor nunca había visto a un hombre despellejado.
—Casi se te corta la respiración, ¿verdad? —preguntó Ketchum a Danny, que se había quedado sin habla.
Salieron del ahumadero y vieron a Carmella y el perro cazador de osos inmóviles justo donde los habían dejado, como si sólo un violento cambio meteorológico hubiese inducido a la mujer y al perro a replantearse sus posiciones.
—Vamos, Héroe —dijo Ketchum, y Carmella siguió obedientemente al sabueso hasta la furgoneta, como si el viejo ganchero le hubiese hablado también a ella. Ketchum levantó a Héroe en brazos y dejó al perro herido en la caja de la furgoneta.
—Tendrás que perdonar a la Seis Jarras, Danny —dijo mientras entraban en la cabina de la furgoneta, donde Carmella, en medio, ocupaba más espacio del que le correspondía—. Pam tiene una cosa que deciros a los dos —prosiguió Ketchum—. La Seis Jarras no es mala persona, y sospecho que sencillamente quiere disculparse. La culpa fue mía por no saber leer, recuérdalo. Nunca le eché en cara a Pam que le contase a Cari lo que le sucedió de verdad a Jane la Piel Roja. Era la única arma que tenía la Seis Jarras contra el vaquero, y él debió de obligarla a emplearla.
—Tampoco yo se lo he echado en cara a la Seis Jarras —dijo Danny; trató de interpretar la expresión de Carmella, que parecía un tanto ofendida pero no decía nada. La cabina olía mal; tal vez era el olor lo que ofendía a Carmella.
—En cualquier caso, será sólo un momento: la Seis Jarras tendrá que atender a Héroe —dijo Ketchum—. Héroe apenas tolera a los perros de Pam cuando no está lleno de zarpazos. Esta mañana puede ser interesante. —Salieron del camino donde se leía el cartel de las reparaciones de motores pequeños, aunque por alguna razón Danny dudaba que ese letrero fuera de Ketchum, o que Ketchum se hubiera dedicado en algún momento al negocio de reparar los motores pequeños de otras personas; quizás el maderero sólo arreglaba los suyos, pero Danny no se lo preguntó. Aquel olor insoportable tenía que ser del oso, pero ¿por qué el oso había viajado en la cabina?
—Nos encontramos con un hombre que te conoce, un dependiente de L. L. Cote —comentó Danny a Ketchum.
—¿Ah, sí? —dijo el ganchero—. ¿Era un fulano simpático o debo suponer que habéis conocido al único capullo que trabaja allí?
—Creo que conocimos a ése, señor Ketchum —contestó Carmella. El espantoso olor los acompañaba; decididamente el oso había viajado en la cabina.
—Un fulano gordo, vestido siempre con ropa de camuflaje… ¿Era ése el capullo? —preguntó Ketchum.
—El mismo —respondió Danny; casi tenía arcadas por el olor a oso—. Por lo visto, piensa que eres medio indio.
—La verdad es que no sé lo que soy… O al menos cuál es la mitad de mí que falta —exclamó Ketchum atronadoramente—. Yo no tengo inconveniente en ser medio piel roja, o tres cuartos, si a eso vamos. Los pieles rojas son una nación perdida, cosa que ya me pega, además.
—Al parecer ese fulano pensaba que el camino que va hasta donde vives ya no se llama Camino de la Nación Perdida —explicó Danny al viejo leñador.
—¡Debería despellejar a ese fulano y ahumarlo junto con el oso! —vociferó Ketchum—. Pero ¿sabe qué le digo? —preguntó a Carmella en un tono más de coqueteo.
—¿Qué, señor Ketchum? —preguntó ella temerosamente.
—¡Ese fulano no sabría tan bien como un oso! —bramó Ketchum, y soltó una carcajada. Doblaron por la carretera del embalse de Akers y se encaminaron hacia la estatal. Danny llevaba bien sujeto en el regazo el nuevo tarro de cristal con las cenizas de su padre; el otro recipiente, ahora vacío, lo tenía inmovilizado entre los pies en el suelo de la cabina. El tarro de cristal era más grande; las cenizas del cocinero, junto con las hierbas y las especias, ocupaban sólo las dos terceras partes. Antes había sido un tarro de zumo de manzana, como vio Danny en la etiqueta.
Ketchum condujo hasta el camping de caravanas bien cuidado al pie de la Federal 26, en las afueras de Errol: el camping Saw Dust Alley, donde Pam la Seis Jarras tenía una caravana. La casa de la Seis Jarras, que ya no era móvil —estaba sostenida sobre bloques de hormigón y medio rodeada de un huerto—, se componía en realidad de dos caravanas unidas. Un vallado impedía entrar a los perros en el huerto, y una gran puerta con bisagras, una especie de gatera, daba libre acceso a los perros de Pam entre el vallado y las caravanas.
—He intentado decirle a la Seis Jarras que un fulano adulto podría pasar por esa puta puerta para perros, aunque sospecho que por aquí ningún fulano se atrevería a hacerlo —dijo Ketchum. Héroe ofrecía un aspecto hostil cuando Ketchum lo tomó en brazos de la caja de la furgoneta—. Que no se te crucen las pelotas —advirtió Ketchum al sabueso.
Danny y Carmella no habían visto a la Seis Jarras, que estaba de rodillas en el huerto. En esa postura, era casi tan alta como Carmella de pie. Pam se levantó, con movimientos vacilantes y apoyándose en un rastrillo. Sólo entonces recordó Danny lo grande que era, no gorda, sino de grandes huesos, y casi tan alta como Ketchum.
—¿Cómo va esa cadera? —preguntó Ketchum—. Enderezarte cuando estás de rodillas no es lo que más te conviene, supongo.
—Mi cadera está mejor que tu pobre perro —respondió la Seis Jarras—. Ven aquí. Héroe —dijo al sabueso, que se acercó a ella—. ¿Mataste al oso tú solo, o este capullo de cazador consiguió darle un tiro por fin?
—Este capullo de perro cazador de osos se me adelantó demasiado. Cuando Héroe llegó hasta el oso, éste estaba fuera del alcance de la escopeta —protestó Ketchum otra vez.
—El viejo Ketchum ya no es tan rápido como antes, ¿verdad que no, Héroe? —dijo la Seis Jarras al perro.
—Maté al puñetero oso —afirmó Ketchum, irritado.
—No jodas… ¡Claro que lo mataste! —dijo Pam—. Si no hubieras matado al puñetero oso, tu pobre perro estaría muerto.
—Le estoy dando a Héroe un antibiótico para la oreja —comentó el maderero a la Seis Jarras—. He pensado que igual podrías ponerle un poco del mejunje ese que tienes para los zarpazos.
—No es un mejunje: es sulfamida —dijo la Seis Jarras.
El puñado de perros que se encontraba en el vallado tenía un aspecto de lo más ansioso, mestizos en su mayor parte, aunque había uno que parecía cercano a un pastor alemán de raza. Aun con la valla de por medio, Héroe no le quitaba el ojo de encima.
—Siento mucho lo que te trae por aquí, Danny —dijo Pam la Seis Jarras—. Lo lamento por la parte que me corresponde, aunque haya pasado mucho tiempo —añadió, esta vez mirando directamente a Carmella al hablar.
—Déjalo correr —dijo Danny a la Seis Jarras—. Era inevitable, supongo.
—Todo el mundo pierde a alguien —dijo Carmella.
—En su día medio me encapriché del Coci —admitió la Seis Jarras, ahora mirando a Danny—. Pero él no quiso saber nada de mí. Supongo que en parte fue eso lo que me provocó.
—¿O sea que te iba el Coci? —preguntó Ketchum—. ¡A buenas horas me entero!
—No estoy diciéndotelo a ti; se lo digo a él —repuso la Seis Jarras, señalando a Danny—. Tampoco te estoy pidiendo disculpas —añadió Pam.
Ketchum pateó el suelo con la bota.
—En fin, joder, volveremos a por el perro dentro de un rato, esta misma mañana, o quizás ya por la tarde —dijo a la Seis Jarras.
—Da igual cuando vuelvas —repuso Pam—. Héroe estará bien conmigo; ¡yo no tengo intención de ir a cazar osos con él!
—Dentro de poco te traeré carne de oso —anunció Ketchum, con expresión hosca—. Si no te gusta, siempre puedes dársela a esos chuchos. —Ketchum señaló el vallado con un gesto brusco al pronunciar la palabra «chuchos» y los perros de la Seis Jarras empezaron a ladrarle.
—Muy propio de ti, Ketchum, crearme problemas con mis vecinos. —Pam se volvió hacia Carmella y Danny cuando agregó—: ¿Podéis creeros que este capullo es el único capaz de sacar de quicio a mis perros?
—Lo creo —afirmó Danny, sonriente.
—¡Callaos todos! —gritó la Seis Jarras a sus perros; los animales dejaron de ladrar y se apartaron encogidos de la valla, todos excepto el pastor alemán, que mantuvo el hocico apretado contra la valla y la mirada fija en Héroe, que también lo miraba fijamente a él.
—Yo que tú mantendría separados a estos dos —aconsejó Ketchum a Pam, señalando a su cazador de osos y al pastor alemán.
—¡No hace falta que me lo digas! —replicó la Seis Jarras.
—Joder —dijo el maderero a Pam—. Estaré en la furgoneta —dijo Ketchum a Danny—. ¡Tú te quedas! —ordenó a Héroe, sin mirar en dirección al sabueso; una vez más, Ketchum consiguió que Carmella se quedara petrificada.
La vejez no había tratado bien a la Seis Jarras, que tenía los mismos años que Ketchum, y conservaba un rubio oxigenado que daba miedo. Tenía una cicatriz en el labio superior, que Danny no recordaba. Con toda probabilidad era obra del vaquero, pensó el escritor. (Sus problemas con la cadera quizá fueran también cosa del ayudante del sheriff). Cuando el leñador se encerró en la cabina de la furgoneta y encendió la radio, la Seis Jarras les dijo a Danny y Carmella:
—Todavía quiero a Ketchum, ¿sabéis?, aunque él no acaba de perdonarme… A la hora de juzgar a los demás por sus errores, o por lo que no has podido evitar de ti mismo, puede ser muy capullo.
Danny sólo pudo asentir, y Carmella se había quedado petrificada; Pam no continuó hasta después de un momentáneo silencio; —Habla con él, Danny. Dile que no haga ninguna estupidez… Que no se la haga en la mano izquierda, para empezar.
—¿Qué pasa con la mano izquierda de Ketchum? —preguntó Danny.
—Pregúntaselo a Ketchum —respondió la Seis Jarras—. No es mi tema preferido. ¡Esa mano izquierda no es con la que me tocaba! —exclamó de pronto.
El viejo maderero bajó la ventanilla del lado del conductor de la furgoneta.
—¡Cállate ya, Seis Jarras, y déjalos marcharse, por Dios! —dijo a voz en grito; los perros de Pam empezaron a ladrar de nuevo—. Ya te has disculpado, ¿no? —vociferó Ketchum.
—Vamos, Héroe —ordenó la Seis Jarras al cazador de osos. Pam dio media vuelta y entró en la caravana, seguida por Héroe, con andar renqueante y rígido.
Apenas pasaban de las siete de la mañana, y en cuanto Danny y Carmella se reunieron con Ketchum en la furgoneta, los perros de la Seis Jarras dejaron de ladrar. En la caja de la furgoneta había media cuerda de leña; la leña estaba cubierta con una lona de aspecto resistente, y Ketchum había dejado su rifle debajo de la lona. Si alguien seguía a la furgoneta, no vería la vieja Remington con corredera, oculta en la pila de leña. Sin embargo, era imposible esconder el olor a oso de la cabina.
En la radio sonaba una canción de Kris Kristofferson de los años setenta. A Danny siempre le había gustado esa canción, y el cantautor, pero ni siquiera Kris Kristofferson en una hermosa mañana pudo distraer al escritor del intenso hedor de oso en la furgoneta de Ketchum.
Titis could be our íast good night together; We may never pass this way again.
[Ésta podría ser nuestra última buena noche juntos; es posible que no volvamos a pasar por aquí.] Cuando Ketchum tomó la Estatal 16 en dirección sur, con el Androscoggin discurriendo ahora paralelo a ellos por el lado del conductor, Danny alargó el brazo por encima del regazo de Carmella y apagó la radio.
—¿Qué es eso que he oído de tu mano izquierda? —preguntó Danny al viejo maderero—. No seguirás pensando en cortártela, ¿verdad?
—Joder, Danny —respondió Ketchum—, no pasa un día sin que lo piense.
—Cielo santo, señor Ketchum —empezó a decir Carmella, pero Danny no le permitió seguir.
—¿Por qué la izquierda, Ketchum? —preguntó Danny al leñador—. Eres diestro, ¿no?
—Joder, Danny… ¡Prometí a tu padre que no te lo diría nunca! —dijo Ketchum—. Aunque sospecho que el Coci se olvidó por completo de eso.
Danny sostuvo las cenizas del cocinero entre las dos manos y las agitó.
—¿Tú qué dices, pa? —preguntó Danny a las cenizas mudas—. No oigo a mi padre poner ninguna objeción, Ketchum —dijo Danny al maderero.
—Joder… ¡Se lo prometí también a tu madre! —exclamó Ketchum.
Danny recordó lo que Jane la Piel Roja le había contado. La noche que su madre desapareció bajo el hielo, Ketchum cogió un cuchillo en el pabellón-cocina. Se había quedado inmóvil en la cocina con la mano izquierda en el tajo, empuñando el cuchillo con la derecha. «No lo hagas», había dicho Jane al ganchero, pero Ketchum seguía mirándose la mano izquierda en el tajo, quizás imaginándose sin ella. Jane había dejado allí a Ketchum; tenía que ocuparse de Danny y su padre. Después, cuando Jane regresó a la cocina, Ketchum había desaparecido. Jane había buscado la mano izquierda del maderero por todas partes; estaba segura de que la encontraría en algún sitio. «No quería que la encontrarais tu padre o tú», había dicho al pequeño Dan.
A veces, sobre todo cuando Ketchum estaba borracho, Danny había visto cómo el maderero se observaba la mano izquierda; era tal como el ganchero se había mirado la escayola de la muñeca derecha después de desaparecer Ángel bajo los troncos.
Ahora avanzaban junto al Androscoggin en silencio, hasta que por fin Danny dijo:
—Me da igual qué le prometiste a mi padre o a mi madre, Ketchum. Lo que me pregunto es: si te odiaras, si de verdad quisieras desquitarte o exigirte responsabilidades, ¿no decidirías cortarte la mano buena?
—¡Mi mano buena es la izquierda! —exclamó Ketchum.
Carmella se aclaró la garganta; tal vez por el atroz olor a oso. Sin volver la cabeza para mirar a ninguno de los dos, hablando al salpicadero de la furgoneta —o quizás a la radio en silencio—, Carmella dijo:
—Cuéntenos la historia, señor Ketchum, por favor.