13. Besos de lobo

A las siete y media del sábado por la tarde —era el 23 de diciembre, la última noche antes de cerrar el restaurante para las vacaciones de Navidad—, el Patrice estaba lleno hasta los topes. Arnaud, exultante, saludaba a los clientes de mesa en mesa como si fueran de su familia. El entusiasmo del propietario era contagioso. Se informó a todos los comensales acerca de los inminentes cambios en el restaurante; a partir de Año Nuevo les esperaban un ambiente y un menú más informales. «¡Y precios más bajos!», decía Arnaud, estrechando manos, besando mejillas. Cuando volviera a abrir el restaurante, hasta el nombre sería distinto.

—Se acabó «Patrice» —anunciaba Arnaud, pasando de mesa en mesa—. El nuevo nombre no se olvida con facilidad. ¡Tiene cierta… garra!

—¿El nuevo restaurante se llamará Gana? —preguntó Ketchum con recelo al francés. El viejo maderero era cada vez más duro de oído, especialmente del oído derecho, y Arnaud hablaba desde el lado derecho del leñador. (Esa noche se había congregado allí una clientela muy bulliciosa, y el local estaba de bote en bote). Demasiadas detonaciones de armas, pensaba Danny Ángel. Ketchum padecía lo que él llamaba «oído de cazador», pero el escritor sabía que la sordera de Ketchum se debía a la moto-sierra y afectaba a los dos oídos. Probablemente habría dado igual a qué oído se dirigiese Patrice.

—No, no, el nombre no es Garra; ¡el nombre es Beso de Lobo! —exclamó Arnaud, levantando la voz lo suficiente para que Ketchum registrara el nuevo nombre.

Danny y el maderero ocupaban una mesa para dos junto a una ventana con vistas al tramo visible de Yonge Street, por encima del cristal esmerilado. Cuando el restaurador se alejó hacia la mesa contigua. Ketchum dirigió a Danny una mirada penetrante.

—He oído lo que ha dicho ese franchute —dijo el viejo ganchero—. ¡Beso de puto lobo! ¡Joder, un nombre así sólo podía ocurrírsele a un escritor!

—No ha sido cosa mía —aseguró Danny—. Fue idea de Silvestro, y a Patrice le gustó. Mi padre tampoco ha tenido nada que ver.

—Y una montaña de mierda de alce —repuso Ketchum sin alterarse—. ¡Se diría que queréis que os encuentren!

—No nos van a encontrar por el nombre del restaurante —dijo Danny al maderero—. No digas tonterías, Ketchum. El vaquero no nos localizará por eso.

—Cari sigue buscándoos, Danny; yo sólo digo eso. No sé por qué queréis ayudar al vaquero a localizaros.

Danny calló; le parecía un disparate pensar que Cari podía establecer la conexión entre Beso de Lobo y el apellido Baciagalupo. ¡El ayudante del sheriff retirado no hablaba italiano!

—He visto lobos. También me he tropezado con los restos de sus presas —explicó el viejo leñador a Danny—. Voy a explicarte cómo es el beso de un lobo. Un lobo te desgarra la garganta. Si te persigue una manada, a ti o a otro bicho, te obliga a volverte de cara a ella, desde todas direcciones, pero siempre hay uno a punto para desgarrarte la garganta, eso es lo que buscan, la dentellada en la garganta. ¡Los besos de lobo no tienen ningún encanto!

—¿Qué te apetece comer? —preguntó Danny, sólo por cambiar de tema.

—Estoy dudando —respondió Ketchum. Llevaba gafas de lectura (¡nada menos que él!), pero no por ello tenía un aspecto más intelectual. La cicatriz de la sartén de hierro colado de veinte centímetros era demasiado pronunciada, la barba demasiado poblada. En la camisa a cuadros y el chaleco de borreguillo estaba demasiado presente Twisted River como para dar a Ketchum el menor aire urbano, y menos aún de cenas refinadas—. Estaba planteándome las chuletas de cordero asadas a la francesa o el hígado de ternera con patatas fritas yukon —dijo el leñador—. ¿Qué coño son las patatas fritas yukon? —preguntó a Danny.

—Unas patatas grandes —contestó Danny—. Patatas doradas de Yukon, cortadas a lo largo.

—También me ha llamado la atención la cote de boeuf —dijo el maderero.

—La cote de boeuf es para dos —señaló Danny.

—Por eso me he fijado —afirmó Ketchum. Había estado bebiendo Steam Whistle de barril, pero había pasado a Alexander Keith en botella; era una cerveza un poco más fuerte—. ¡Por los clavos oxidados de Cristo! —exclamó Ketchum de pronto—. ¡Hay un vino que cuesta ciento sesenta y ocho dólares!

Danny vio que era un Barolo Massolino, del Piamonte.

—Pidámoslo —propuso el escritor.

—Sólo si pagas tú —contestó Ketchum.

Como siempre, en la cocina reinaba el alboroto. El cocinero ayudaba a Scott con los profiteroles, que se servían acompañados de helado de caramelo y una crema de chocolate agridulce; Dominic preparaba también los picatostes y la rouilíe para la sopa de pescado de Joyce y Kristine. Antes, el cocinero se había encargado de los tagliatelle para los escallopini de ternera, y esa noche la pasta se serviría asimismo con el confit de pato de Silvestro. Pero Dominic había preparado los tagliatelle mucho antes de iniciarse el ajetreo en el restaurante (y en la cocina); además había empezado una reducción de vino tinto con romero.

Ese sábado por la noche había más bullicio que de costumbre en la cocina, porque Dorotea, la nueva lavaplatos, llevaba una escayola en la muñeca derecha y el pulgar y se le caían los cacharros una y otra vez. Todos hacían apuestas sobre lo que pediría Ketchum. Silvestro había propuesto el cassoulet especial, pero Dominic dijo que ningún leñador en su sano juicio comería alubias voluntariamente, no si tenía otra opción. El cocinero predijo que Ketchum pediría la cote de boeuf para dos; Joyce y Kristine dijeron que el viejo ganchero probablemente pediría las chuletas de cordero y además el hígado.

—O se partirá la cote de Boeuf con Daniel y tomará las chuletas de cordero o el hígado —especuló Dominic.

Al notar el cálido mango de la sartén donde se hacía la reducción de vino tinto algo lo distrajo, pero el cocinero no conseguía detectar el verdadero origen de su distracción. Últimamente venía notando que sus recuerdos lejanos eran más claros —más vividos, quería decir— que sus recuerdos más recientes, si es que eso era en realidad posible. Por ejemplo, de pronto había recordado algo que le había dicho Rosie a Ketchum justo antes, o justo después, de salir al hielo juntos. Pero ¿acaso había dicho Ketchum antes «Dame la mano»? El cocinero creía que sí, pero no estaba seguro.

Rosie había dicho muy claramente: «Esa mano no, te equivocas de mano». Al instante puso cierta distancia entre ella y Ketchum, pero ¿eso había ocurrido antes o de algún modo durante el condenado dos-a-dos? Dominic lo recordaba y a la vez no lo recordaba, y eso se debía a que en aquel momento estaba más borracho que Rosie e incluso que Ketchum.

En cualquier caso, ¿qué era eso de la mano equivocada?, se preguntaba el cocinero; en realidad no quería interrogar a Ketchum al respecto. Además, pensaba Dominic, ¿qué iba a recordar el maderero de ochenta y tres años de aquella noche tan lejana? ¡Al fin y al cabo, Ketchum aún bebía!

Uno de los camareros más jóvenes aventuró la posibilidad de que el viejo ganchero no pidiera nada para cenar. Ya se había tomado tres Steam Whistles de barril y un par de Keiths; era imposible que al viejo maderero le quedara hueco para la cena. Pero el joven camarero no conocía a Ketchum.

Patrice asomó a la cocina.

—Ooh-lá-lá, Dominic —dijo Arnaud—. ¿Qué celebra tu hijo? ¡Danny ha pedido el Barolo Massolino!

—No me preocupa —respondió el cocinero—. Daniel puede permitírselo, y da por hecho que Ketchum se beberá casi todo el vino.

Era su última noche en la cocina antes de las largas vacaciones; todo el mundo trabajaba a pleno rendimiento, pero estaban de buen humor. En el caso de Dominic, sin embargo, perduraba el origen desconocido de su distracción; seguía percibiendo el cálido contacto del familiar mango de la sartén. «¿Qué es?», se preguntaba. «¿Qué pasa?». En el dormitorio del cocinero en la casa de Cluny Drive, los tableros con aquellas innumerables fotografías casi ocultaban a la vista (o a la mente) la sartén de hierro colado de veinte centímetros. Aun así, aquella sartén había cruzado estados y, más recientemente, una frontera internacional; el lugar de esa sartén era sin duda el dormitorio del cocinero, pese a que sus poderes de protección en otro tiempo legendarios probablemente habían dejado (como Carmella especuló en una ocasión) de ser reales para convertirse en simbólicos.

La sartén de hierro colado de veinte centímetros colgaba junto a la puerta en el dormitorio de Dominic, donde pasaba casi inadvertida. ¿Por qué el cocinero había estado pensando en ella de una manera tan insistente, al menos desde que había llegado Ketchum (sin anunciarse, como era su costumbre) para la Navidad?

Dominic no sabía que últimamente Danny también había estado pensando en la vieja sartén. Ese utensilio poseía cierta inmutabilidad, seguía intacto. El condenado cacharro pendía allí en el dormitorio de su padre. Para el escritor era un recordatorio constante, pero un recordatorio ¿de qué?

Sí, de acuerdo, era la misma sartén que había utilizado para matar a Jane la Piel Roja; como tal, había dado pie a la huida de Danny y Dominic. Era la misma sartén que Dominic había empleado para sacudirle a un oso, o así había empezado el mito. En realidad, era la misma sartén de hierro colado de veinte centímetros con la que el padre de Danny había arreado a Ketchum, no a un oso. Pero Ketchum era demasiado duro de pelar para matarlo así. («Únicamente Ketchum puede matar a Ketchum», había dicho el cocinero). Danny y su padre también habían pensado en eso: incluso a los ochenta y tres años, únicamente Ketchum podía matar a Ketchum.

El joven camarero regresó en ese momento a la cocina. —¡El grandullón quiere la cote de boeuf para dos!— anunció, impresionado. Dominic esbozó a duras penas una sonrisa: volvería a sonreír cuando Patrice se asomase a la cocina al cabo de un rato, sólo para decirle que su hijo había pedido una segunda botella de Barolo Massolino. Ni siquiera una cote de boeuf para dos, e incontables botellas de Barolo, podían matar a Ketchum, como el cocinero sabía. Únicamente Ketchum, y exclusivamente Ketchum, podía hacerlo.

En la cocina hacía tal calor que habían abierto la puerta trasera que daba al callejón —sólo un resquicio—, pese a que era una noche muy fría y a que un viento de una intensidad anormal abría la puerta de par en par una y otra vez. Cuando arreciaba el frío, Crown’s Lane, el callejón situado detrás del restaurante, era un lugar frecuentado por indigentes. El extractor del restaurante expulsaba el aire al callejón creando un espacio cálido, que además olía bien. De vez en cuando se presentaba ante la puerta de la cocina algún indigente con la esperanza de recibir un plato caliente.

El cocinero nunca se acordaba de si la fumadora era Joyce o Kristine, pero una vez un indigente famélico sobresaltó a una de las jóvenes cocineras mientras fumaba un cigarrillo en el callejón. Desde entonces, cuantos trabajaban en la cocina, y los camareros, eran conscientes de la presencia de indigentes que buscaban calor y acaso un bocado en las inmediaciones de la puerta de la cocina. (Ésa era también la puerta del Patrice destinada al reparto, aunque de noche nunca había reparto). En ese momento Dominic fue a cerrar una vez más la puerta, que el cortante viento había abierto nuevamente de par en par, y allí estaba Pedro el tuerto: el indigente más popular del Patrice, porque Pedro elogiaba sin falta al cocinero (o cocineros) por todo aquello que le daban. Su verdadero nombre era Ramsay Farnham, pero había sido repudiado por la familia Farnham, una rancia familia de Toronto, famosa mecenas de las artes. Ramsay, que ahora rondaba los cincuenta años, había abochornado reiteradamente a los Farnham. La última vez fue cuando, en una rueda de prensa improvisada en un acto cultural por lo demás intrascendente, Ramsay anunció que donaba su herencia a un hospicio de enfermos de sida en Toronto. También afirmó que estaba acabando unas memorias donde contaba por qué se había cegado parcialmente a sí mismo. Dijo que había deseado con lujuria a su madre durante toda su vida adulta, y si bien nunca había tenido relaciones sexuales con ella —ni asesinado a su padre—, ganas no le habían faltado. Por eso se había cegado sólo de un ojo, el izquierdo, y había adoptado el nombre de Pedro, no Edipo.

Nadie sabía si el parche en el ojo de Pedro cubría una cuenca vacía o un ojo izquierdo totalmente sano, ni por qué había elegido el nuevo nombre de Pedro. Iba más limpio que la mayoría de los indigentes; si bien sus padres no querían saber nada de él, quizás había otros miembros de la familia Farnham más compasivos que permitían a Ramsay (ahora Pedro) darse un baño de vez en cuando y lavarse la ropa. Desde luego, estaba loco, pero había recibido una educación excelente y hablaba con una corrección exquisita. (En cuanto a las memorias, o bien era una obra en curso eterna, o no había escrito una sola palabra).

—Tenga usted una buena noche, Dominic —saludó Pedro el tuerto al cocinero mientras Dominic se las veía con la puerta de la cocina empujada por el viento.

—¿Cómo estás, Pedro? —preguntó el cocinero—. Un poco de comida caliente te sentará bien en una noche tan fría como ésta.

—Yo acariciaba pensamientos afines, Dominic —contestó Pedro—, y si bien soy consciente de que el extractor es en extremo impreciso, creo percibir algo especial esta noche, algo no incluido en la carta, y a menos que me engañe el olfato, Silvestro se ha superado a sí mismo, una vez más, con un cassoulet.

Dominic sabía que a Pedro nunca lo engañaba el olfato. El cocinero entregó al caballero sin hogar una generosa ración del cassoulet, y lo previno para que no se quemase con la fuente de barro de las alubias. A cambio, Pedro se ofreció a mantener abierta la puerta de la cocina —sólo un resquicio— con el pie.

—Es un honor olfatear directamente los aromas de la cocina del Patrice, no adulterados por el extractor —dijo Pedro a Dominic.

—No adulterados —repitió el cocinero en voz baja, para sí, pero a Pedro le dijo—: No sé si sabes que vamos a cambiar de nombre… después de Navidad.

—«Después de Navidad» es un nombre curioso para un restaurante, Dominic —comentó de manera pensativa el indigente—. No todo el mundo celebra la Navidad, ¿sabe? A propósito, el pato me sabe delicioso, ¡y la salchicha está para relamerse! —añadió Pedro.

—No, no. ¡No vamos a llamar al restaurante «Después de Navidad»! —exclamó el cocinero—. El nuevo nombre es «Beso de Lobo». —El indigente dejó de comer y miró fijamente al cocinero—. No lo he elegido yo —se apresuró a aclarar Dominic.

—Está usted de broma —dijo Pedro—. Eso es una famosa película porno, una de las peores que he visto en la vida, pero es famosa. Me consta que ése es el título.

—Debes de confundirte, Pedro —señaló Dominic—. Quizá suene mejor en italiano —añadió el cocinero por decir algo.

—¡No, es una película porno italiana! —exclamó el indigente. Le devolvió el cassoulet a medio comer a Dominic, y la fuente de las alubias resbaló sobre el plato con el pato y la salchicha. (El cocinero se quemó por un instante los pulgares con la fuente de barro).

—«Beso de lobo» no puede ser una película pornográfica —replicó Dominic, pero Pedro ya retrocedía por el callejón sacudiendo su descomunal mata de pelo, agitando su barba entrecana.

—Voy a vomitar —dijo Pedro—. Me es imposible olvidar esa película: ¡era repugnante! No trata de sexo con lobos, debe usted saber, Dominic…

—¡No quiero saber de qué trata! —exclamó el cocinero—. ¡Estoy seguro de que te equivocas de título! —dijo a gritos al indigente, que desaparecía por el callejón oscuro.

—¡Hay cosas que uno nunca olvida, Dominic! —contestó Pedro a voz en cuello cuando el cocinero ya no lo veía—. ¡Sueños de incesto, desear a la propia madre…, sexo oral nefasto! —vociferó el loco; sus palabras se las llevó el viento pero fueron audibles incluso por encima del zumbido grave del extractor.

—¿A Pedro no le ha gustado el cassoulet? —preguntó Silvestro cuando el cocinero volvió a entrar con el plato y la fuente de barro llenos.

—Le ha molestado un nombre —se limitó a decir Dominic, pero ese incidente se le antojó mal augurio para «Beso de Lobo», aun cuando Pedro se hubiera equivocado sobre el título de la espantosa película porno.

Al final, resultó que ni el cocinero ni su hijo escritor encontraron una película porno titulada Beso de lobo. Ni siquiera Ketchum había visto tal película, y Ketchum sostenía que lo había visto todo, o al menos todo el material pornográfico disponible en New Hampshire.

—Creo que habría recordado ese título, Coci —dijo el viejo maderero—. De hecho, seguro que te habría enviado la película. Pero ¿qué tiene de especial? —preguntó el leñador.

—No sé qué tiene, ¡ni quiero saberlo! —exclamó el cocinero—. Sólo quiero saber si existe.

—Bueno, ahora no se te vayan a cruzar los huevos por eso —dijo Ketchum.

—Por lo visto no existe, al menos de momento —dijo Danny a su padre—. Ya sabes que Pedro está chiflado, pa; lo sabes, ¿verdad?

—¡Claro que sé que está chiflado, Daniel! —exclamó el cocinero—. Pero es que el pobre Pedro estaba tan convencido que me ha parecido verosímil.

La noche de ese sábado anterior al descanso de Navidad, la última noche en que el Patrice sería el Patrice, Danny y Ketchum habían pedido tres botellas de Barolo Massolino. Como le había dicho el cocinero a Arnaud, Ketchum se bebió casi todo el vino, pero Ketchum también había estado llevando la cuenta.

—Por más que digas que has tomado un par de cervezas y una o dos copas de vino tinto con la cena, Danny, esta noche has tomado cuatro copas de vino. E incluso tres copas de vino, después de dos cervezas, es tirando a mucho para un fulano menudo como tú. —No se advertía nada de acusador en el tono de Ketchum, simplemente ponía las cosas en su lugar, pero Danny reaccionó a la defensiva.

—No sabía que llevaras la cuenta, Ketchum.

—No te lo tomes así, Danny —dijo el maderero—. Es mi misión cuidar de vosotros.

Ketchum se había quejado de la propensión de Danny a no cerrar con llave la casa de Cluny Drive cuando volvía a casa después de cenar. Pero casi todas las noches el cocinero llegaba más tarde que su hijo, y a Dominic no le gustaba tener que abrir a tientas con la llave. El cocinero prefería echar la llave después de llegar a casa y antes de acostarse.

—Pero el vino te da sueño, ¿verdad, Danny? —había preguntado el leñador—. La mayoría de las noches, supongo, te quedas profundamente dormido en una casa abierta, antes de que tu padre vuelva.

—Una montaña de mierda de alce, como tú dirías, Ketchum —había contestado Danny.

Así era como hacían ellos las cosas en Toronto, explicaron el cocinero y su hijo al veterano ganchero. Danny y su padre ya habían cerrado con llave más de una vez dejando al otro fuera; era un incordio. Ahora, cuando salían, dejaban abierta la casa de Cluny Drive; cuando volvían por la noche, el último en irse a dormir echaba la condenada llave.

—Es el vino tinto lo que me preocupa un poco, Danny —había dicho Ketchum al escritor—. Con el vino tinto te duermes como un tronco; no oyes nada.

—Si sólo bebo cerveza, no pego ojo en toda la noche —explicó Danny al maderero.

—Eso me parece mejor —se limitó a decir el leñador.

Pero en realidad el problema no era el vino tinto. Sí, a veces Danny bebía algo más de una o dos copas, y sí lo adormecía. No obstante, el vino no era más que un factor añadido, y el nuevo nombre del restaurante no tuvo nada que ver con lo que pasó. El problema fue que después de tantos esfuerzos para eludir al vaquero —y los dudosos cambios de nombre, que resultarían inútiles—, éste sencillamente había seguido a Ketchum.

El vaquero ya había seguido antes a Ketchum, pero Cari nunca había descubierto nada. El ayudante del sheriff retirado había ido tras los pasos del maderero en sus viajes de caza a Quebec; Cari incluso le había seguido el rastro a Ketchum hasta Pointe au Baril Station un invierno, y acabó suponiendo que el hombre de menor edad con quien el leñador acampaba era un patán de Ontario. El vaquero no tenía la menor idea de quién era Danny, ni a qué se dedicaba; Cari había llegado a la descabellada conclusión de que posiblemente Ketchum era «marica», y que el hombre de menor edad era el amante del viejo maderero. Ningún tipo bajito y cojo había dado señales de vida en esas aventuras, y básicamente Cari había dejado de seguir a Ketchum.

Una palabra lo cambiaría todo: la palabra y el hecho de que Ketchum y el vaquero acudían al mismo taller de neumáticos de Milán. Los neumáticos, sobre todo los neumáticos de invierno, eran importantes en el norte de New Hampshire. Twitchell’s era el nombre del taller que Ketchum y el vaquero frecuentaban, pese a que el ayudante de mecánico que llevaba la voz cantante era un joven francocanadiense llamado Croteau.

—Eso parece la tartana de Ketchum —había dicho Cari al francocanadiense; faltaba una semana o poco más para la Navidad, y el vaquero se había fijado en la furgoneta de Ketchum en el elevador del taller de Twitchell’s. Croteau estaba cambiando los cuatro neumáticos.

—Lo es —corroboró Croteau. El ayudante del sheriff retirado observó que el francocanadiense estaba quitando los neumáticos con clavos y sustituyéndolos por unos neumáticos para nieve sin clavos.

—¿Es que a Ketchum le han dado el soplo de que éste va a ser un invierno suave? —preguntó Cari a Croteau.

—Qué va —respondió Croteau—. Es sólo que no le gusta el ruido de los clavos en la interestatal, y entre Milán y Toronto casi todo son interestatales.

—Toronto —repitió el vaquero, pero ésa no fue la palabra que lo cambiaría todo.

—Ketchum pone otra vez los neumáticos de clavos cuando vuelve a casa después de Navidad —explicó Croteau al ayudante del sheriff—. Para conducir por autopista no se necesitan clavos; en las interestatales basta con neumáticos de nieve normales.

—¿Ketchum va a Toronto en Navidad? —preguntó Cari al francocanadiense.

—Desde que tengo memoria —respondió Croteau, que no era mucho tiempo, no según los cálculos del vaquero. Croteau contaba veintipocos años; llevaba cambiando neumáticos sólo desde que acabó el instituto.

—¿Tiene Ketchum alguna amiga en Toronto? —preguntó Cari—. ¿O un novio, quizá?

—Qué va —respondió Croteau—. Ketchum me dijo que allí tiene familia.

Fue la palabra «familia» la que lo cambiaría todo. El ayudante del sheriff sabía que Ketchum no tenía familia, al menos no en Canadá. Y la familia que el viejo maderero pudiera haber tenido la había perdido; todo el mundo sabía que Ketchum se había distanciado de sus hijos. Éstos aún vivían en New Hampshire, como Cari sabía. Los hijos de Ketchum ya eran adultos, con sus propios hijos, pero nunca se habían marchado de Coos County; simplemente habían cortado sus lazos con Ketchum.

—Ketchum no puede tener familia en Toronto —dijo el vaquero al bobo del francocanadiense.

—Pues eso dijo Ketchum, que tiene familia allí, en Toronto —insistió Croteau obstinadamente.

Más tarde, a Danny lo conmovió que el viejo maderero los considerase familia a él y a su padre; pero eso fue lo que los delató ante Cari. El vaquero no sabía de nadie por quien Ketchum hubiese demostrado el menor apego —o a quien hubiese estado mínimamente unido, a modo de familia—, salvo el cocinero. Tampoco le había sido difícil al expolicía seguir la furgoneta de Ketchum sin que éste se diera cuenta. La furgoneta aquélla quemaba mucha gasolina; una nube negra de gases de escape envolvía los vehículos que iban detrás, y Cari, sabiéndolo de antemano, había alquilado un todoterreno de aspecto anónimo con neumáticos de nieve. Ese diciembre, en las interestatales del nordeste de Estados Unidos —pasarían a Canadá por Buffalo, a través del Puente de la Paz—, el coche del vaquero no podía pasar más inadvertido. Al fin y al cabo, Cari había sido policía; sabía cómo seguir a la gente.

El vaquero también sabía cómo vigilar la casa de Cluny Drive. No tardó en familiarizarse con todas sus idas y venidas, incluidas las de Ketchum. Por supuesto, el vaquero sabía que Ketchum sólo estaba de visita. Si bien Cari debió de sentir la tentación de matarlos a los tres, el ayudante del sheriff probablemente no quería arriesgarse a vérselas con el viejo maderero; Cari sabía que Ketchum iba armado. La casa de Cluny Drive nunca estaba cerrada con llave de día, tampoco de noche, no hasta que el último de ellos, normalmente el cocinero, volvía a casa para irse a dormir.

El vaquero no había tenido mayor dificultad para entrar en la casa y echarle un buen vistazo; Cari supo así quién dormía en cada habitación. Pero había otras cosas que él no sabía.

La única arma en la casa era la que estaba en la habitación de invitados, donde, como Cari enseguida dedujo, dormía Ketchum. Al vaquero se le antojó un arma extraña, o al menos rudimentaria, para Ketchum: una Winchester de calibre veinte, un modelo juvenil. («Una puta escopeta de crío», pensaba Cari). ¿Cómo iba a saber el ayudante que la Winchester Ranger era el regalo de Navidad de Ketchum para Danny? El viejo maderero no creía en el papel de envoltorio, y la escopeta de calibre veinte, de corredera, estaba cargada y oculta debajo de la cama de Ketchum, exactamente donde el vaquero habría escondido un arma. A Cari ni se le pasó por la cabeza que la calibre veinte no volvería a New Hampshire con el veterano ganchero, cuandoquiera que Ketchum regresase por fin a Coos County. El vaquero sencillamente esperaría hasta que eso ocurriera, y entonces actuaría.

Cari pensaba que tenía varias opciones. Había descorrido el pestillo interno de la puerta que daba a la escalera de incendios en el estudio de la segunda planta: si el escritor no se daba cuenta de que el pestillo estaba descorrido, el vaquero podía entrar en la casa por ahí. Pero si Danny veía que el pestillo estaba descorrido y volvía a correrlo, Cari podía entrar en la casa por la puerta de la calle, siempre abierta, en cualquier momento de la noche, cuando el cocinero y su hijo no estaban.

El vaquero había observado que Danny ya no subía al estudio después de cenar. (Eso se debía a la cerveza y el vino tinto; cuando el escritor había bebido, no quería siquiera estar en la misma habitación que su trabajo). Tanto si Cari entraba en la vivienda por la escalera de incendios de la segunda planta como por la puerta de la calle, podía esconderse sin peligro en esa habitación de la segunda planta; al vaquero le bastaba con no moverse demasiado, por lo menos hasta que el cocinero y su hijo estuviesen dormidos. El suelo crujía, había advertido Cari; también la escalera que bajaba al descansillo de la primera planta. Pero el vaquero se descalzaría. Primero mataría al cocinero, pensaba Cari; luego al hijo. Cari había visto la sartén de hierro colado de veinte centímetros colgada en la habitación del cocinero; por supuesto, el vaquero conocía el papel que había desempeñado esa sartén en la muerte de la Piel Roja, porque la Seis Jarras se lo había contado. Cari se había divertido con la idea de quedarse en el dormitorio del cocinero, después de pegarle un tiro al mamón, esperando a que el chico llegara para rescatar a su padre con la ridícula sartén. En fin, si la cosa acababa así, por lo que al vaquero se refería, ya estaba bien. Para Cari, lo importante era matarlos a los dos y cruzar la frontera estadounidense en su coche antes de que se descubrieran los cadáveres. (Con suerte, para entonces el vaquero podía estar ya de regreso en Coos County). Al viejo ayudante del sheriff le preocupaba un poco encontrarse con la mujer de la limpieza mexicana, cuyas idas y venidas no eran tan previsibles como las del cocinero, o los hábitos no menos perceptibles de su hijo escritor. En comparación con las repentinas apariciones de Lupita para poner una o dos lavadoras o atacar compulsivamente la cocina, incluso la rutina de Ketchum era relativamente sistemática. El maderero iba a un gimnasio de taekwondo en Yonge Street durante un par de horas al día. El gimnasio se llamaba Champion Centre, y Ketchum lo había encontrado por azar hacía unos años; el monitor jefe era un antiguo luchador iraní, ahora dedicado al boxeo y al kickboxing. Ketchum dijo que estaba ejercitando su «patada».

—Cielo santo —había protestado el cocinero—. ¿Qué interés puede tener un viejo de ochenta y tres años en aprender un arte marcial?

—Es más bien una mezcla de artes marciales, Coci —explicó Ketchum—. Es boxeo y kickboxing, y también técnicas de agarre. Sólo me interesa encontrar nuevas maneras de tumbar a un fulano. En cuanto consigo tumbarlo, ya sé qué hacer con él.

—Pero ¿por qué, Ketchum? —exclamó el cocinero—. ¿En cuántas peleas más planeas meterte?

—He allí la cuestión, Coci, nadie puede planear si va a meterse o no en una pelea. ¡Simplemente tienes que estar preparado!

—Cielo santo —repitió Dominic.

Danny tenía la impresión de que Ketchum siempre había estado preparándose para una guerra. El regalo de Navidad de Ketchum al escritor, la Winchester Ranger, con la que Danny había matado tres ciervos, parecía ponerlo de relieve.

—¿Para qué quiero yo una escopeta, Ketchum? —había preguntado Danny al viejo maderero.

—No eres un gran cazador de ciervos, Danny, eso lo reconozco, y es posible que no vuelvas a cazar ciervos —respondió Ketchum—, pero en todas las casas tendría que haber una calibre veinte.

—En todas las casas —repitió Danny.

—Bueno, vale, quizá sobre todo en esta casa —corrigió Ketchum—. Has de tener a mano un arma de manejo ágil y acción rápida, algo con lo que no puedas fallar en una situación apurada.

—En una situación apurada —repitió el cocinero alzando las manos.

—No sé, Ketchum —contestó Danny.

—Tú quédate el arma, Danny —insistió el maderero—. Procura tenerla cargada en todo momento: escóndela debajo de la cama para mayor seguridad.

Los dos primeros cartuchos eran perdigones; el tercero era una bala para ciervos. En su día, había empuñado la Winchester gustosamente, no sólo para complacer a Ketchum, sino porque el escritor sabía que, aceptando la escopeta, exasperaría a su padre. Danny era experto en provocar riñas entre Ketchum y su padre.

—Cielo santo —volvió a la carga el cocinero—. No pegaré ojo sabiendo que hay un arma cargada en la casa.

—Eso me parece bien, Coci —respondió Ketchum—. A decir verdad, pienso que sería lo ideal… Me refiero a que no pegues ojo.

La Winchester Ranger tenía la caña y la culata de madera de abedul, con una cantonera de goma que el escritor se apoyaba ahora en el hombro. Danny había de reconocer que le encantaba escuchar las trifulcas entre su padre y Ketchum.

—Maldita sea, Ketchum —decía el cocinero—. Una noche me levantaré a mear y mi hijo me pegará un tiro pensando que soy el vaquero.

Danny se echó a reír.

—Venga, es Navidad, os lo digo a los dos. Procuremos tener una Navidad en paz —dijo el escritor.

Pero Ketchum estaba de buen humor.

—Danny no te pegará un tiro, Coci —dijo el maderero—. ¡Joder, sólo quiero que estéis preparados!

«In-uk-shuk», decía Danny en sueños. Charlotte le había enseñado a pronunciar esa palabra india; ¿o acaso en Canadá se suponía que había que decir palabra inuit en vez de «india»? (Una palabra inuk, había oído decir Danny también; no tenía ni idea de cuál era la expresión correcta). Danny había oído a Charlotte emplear la palabra inuksuk muchas veces.

Cuando se despertó la mañana después de Navidad, Danny se preguntó si debía retirar la fotografía de Charlotte de encima del cabezal de su cama, o tal vez sustituirla por un retrato distinto. En la foto en cuestión, Charlotte aparece de pie, mojada y goteando, en bañador, rodeándose el cuerpo con los brazos; sonríe pero parece aterida. A lo lejos se ve el embarcadero principal de la isla —Charlotte acababa de nadar allí—, pero más cerca de su esbelta figura, entre ella y el embarcadero, se alza el inescrutable inuksuk. Ese peculiar hito de piedra era un tanto antropomorfo pero en realidad no era una forma humana. Desde el agua podría haberse confundido con una señal de navegación; algunos inuksuit (ésa era la forma plural) eran indicadores de navegación, pero no ése.

Dos grandes piedras, una encima de la otra, formaban cada una de las piernas de aspecto humano; una especie de repisa o tablero de mesa representaba posiblemente la cintura o la cadera de la figura. Cuatro piedras menores formaban el tronco barrigudo. La criatura, si la intención era conferirle rasgos humanos, tenía los brazos absurdamente truncados: eran muy cortos, desproporcionados, en igual medida que las piernas eran demasiado largas. La cabeza, si aquello pretendía ser una cabeza, sugería un pelo siempre agitado por el viento. El hito de piedra era tan contrahecho como los pinos azotados por las inclemencias del invierno en las islas de la bahía de Georgia. El hito sólo le llegaba a Charlotte a la cadera, y dada la perspectiva de la fotografía encima del cabezal de la cama de Danny —es decir, con Charlotte en primer plano del encuadre—, el inuksuk parecía aún más bajo de lo que era. Así y todo, también semejaba indestructible; quizá por eso tenía Danny aquella palabra en los labios al despertar.

En esas islas había innumerables inuksuit, y muchos más en la Nacional 69, entre Parry Sound y Pointe au Baril, donde Danny recordaba un letrero que rezaba primera nación, territorio OJIBWAY. No muy lejos de esas cabañas de veraneo en torno a Moonlight Bay donde Danny había ido en barca con Charlotte un día tórrido, había unos llamativos inuksuit cerca de la reserva india de Shawanaga Landing.

Pero ¿qué eran, exactamente?, se preguntaba ahora el escritor, tumbado en la cama la mañana después de Navidad. Ni siquiera Charlotte sabía quién había construido el inuksuk de su isla.

Un carpintero de la reserva india de Shawanaga Landing formaba parte de la cuadrilla de Andy Grant el verano en que se construyeron las dos cabañas dormitorio. Otro verano, recordó Danny, uno de los hombres que habían llevado los depósitos de propano tenía una barca llamada Primera Nación. Le había contado a Danny que era un ojibway de pura cepa, pero Charlotte dijo que era «poco probable»; Danny no le había preguntado el motivo de su escepticismo.

—Quizás el abuelo construyó tu inuksuk —dijo Danny a Charlotte. Tal vez, pensaba él, los diversos indios que habían trabajado en la isla de Turner a lo largo de los años habían reconstruido el hito cada vez que encontraban las piedras caídas.

—Las piedras no se caen —dijo Charlotte—. Mi abuelo no tuvo nada que ver con nuestro inuksuk. Lo construyó un nativo; nunca se caerá.

—Pero ¿qué significan exactamente? —preguntó Danny.

—Evocan orígenes, respeto, entereza —respondió Charlotte, pero eso era demasiado vago para satisfacer al escritor que Danny Ángel llevaba dentro; recordó su sorpresa al ver que Charlotte se daba por satisfecha con una descripción tan imprecisa.

En cuanto al significado de un inuksuk concreto: «Pues, joder», había dicho Ketchum, «depende del piel roja a quien se lo preguntes, por lo que se ve». (En opinión de Ketchum, algunos inuksuit no eran más que piedras sin sentido). Danny echó una ojeada a la Winchester bajo la cama. Por órdenes de Ketchum, la escopeta cargada permanecía en una funda abierta; según Ketchum, la funda debía estar siempre abierta, «porque cualquier idiota que entre en la casa oirá la cremallera».

Era evidente, claro está, a qué idiota se refería Ketchum: ¡un ayudante de sheriff retirado de ochenta y tres años llegado del puto New Hampshire!

—¿Y el seguro? —había preguntado Danny a Ketchum—. ¿También lo quito?

Se oía un ruido, un leve chasquido, cuando se pulsaba el botón del seguro, situado un poco por delante del alojamiento del gatillo, pero Ketchum había aconsejado a Danny que dejara el seguro puesto.

El viejo maderero lo planteó así:

—Si el vaquero oye el chasquido del seguro, es que ya está demasiado cerca de ti.

Danny miró primero la fotografía de Charlotte con el inuksuk a sus espaldas, luego la escopeta de calibre veinte bajo la cama. Quizás el hito de piedra y la Winchester Ranger representaban ambos protección, la calibre veinte de un tipo más específico. No le desagradaba tener el arma, pensaba Danny, aunque le parecía que cada Navidad llegaba acompañada de una malsana preocupación, a veces iniciada por Ketchum (como por ejemplo la Winchester), pero en otras ocasiones inspirada por Danny o su padre. Esa Nochebuena, sin ir más lejos, podía atribuirse al cocinero la responsabilidad de iniciar una espiral descendente hacia el desánimo.

—Hay que ver —había dicho Dominic a su hijo y a Ketchum—, si Joe aún viviera, tendría ahora alrededor de treinta y cinco años, y probablemente un par de hijos.

—Joe sería mayor que Charlotte cuando la conocí —intervino Danny.

—De hecho, Daniel —dijo su padre—, Joe sólo tendría diez años menos de los que tenías tú entonces…, quiero decir, cuando Joe murió.

—¡Eh! ¡Dejaos de rollos! —exclamó Ketchum—. ¡Y si Jane la Piel Roja aún viviese, tendría ochenta y ocho tacos! Y dudo que nos dirigiese la palabra a ninguno de nosotros, a menos que consiguiéramos elevar el nivel de nuestra conversación.

Pero justo al día siguiente Ketchum había regalado a Danny la escopeta de calibre veinte —no precisamente una «elevación» respecto a su conversación predominante, o su obsesión primordial—, y el cocinero, al parecer sin venir a cuento, empezó a quejarse de la «pura morbosidad» de las dedicatorias de los libros de Daniel.

Lo cual era verdad, Bebé en la carretera (como cabría esperar) llevaba la siguiente dedicatoria: «A mi hijo, Joe, in memoriam». Era la segunda dedicatoria a Joe, y en total la tercera in memoriam. A Dominic eso le parecía deprimente.

—¿Qué quieres que le haga si la gente que conozco se muere, pa? —replicó Danny.

Mientras tanto Ketchum había seguido mostrando cómo funcionaba la corredera de la Winchester, haciendo volar por todas partes los cartuchos expulsados. Uno de los cartuchos con carga —una bala para ciervos— se extraviaría durante un rato entre los envoltorios desechados de los otros regalos de Navidad, pese a lo cual Ketchum continuó cargando y descargando el arma como si liquidara a una horda de atracadores.

—Si tenemos una vida lo bastante larga, nos convertimos en caricaturas de nosotros mismos —dijo Danny para sí en voz alta, como si estuviera escribiéndolo, cosa que no hizo. El escritor seguía retorciéndose en la cama, abstraído en la foto de Charlotte con el misterioso inuksuk; es decir, cuando no se sentía atraído por la peligrosa pero emocionante presencia de la escopeta cargada debajo de su cama.

Era 26 de diciembre, día festivo en Canadá. Un escritor al que Danny conocía organizaba siempre una fiesta ese día. Todos los años por Navidad, el cocinero regalaba a Ketchum una prenda de abrigo —comprada en Eddie Bauer o en Roots— y Ketchum se la ponía para la fiesta del día 26. Invariablemente, Dominic ayudaba en la cocina; la cocina, la cocina de cualquiera, era siempre la casa del cocinero fuera de su casa. Danny se mezclaba con sus amigos presentes en la fiesta; procuraba no sentirse violento ante los exabruptos políticos de Ketchum. Pero Danny no tenía por qué sentirse violento, no en Canadá, donde las retahílas antiamericanas del viejo maderero gozaban de gran aceptación.

—Un fulano de la CBC quería sacarme en un programa de radio —les contó Ketchum a Danny y a su padre cuando el cocinero los llevaba a casa después de la fiesta del 26 de diciembre.

—Dios bendito —exclamó Dominic una vez más.

—Que estés sobrio no quiere decir que conduzcas bien, Coci; vale más que nos dejes la conversación a Danny y a mí mientras tú te concentras en el caos del tráfico.

El vaquero podría haberlos matado a todos esa noche, pero Cari era un cobarde; no estaba dispuesto a correr riesgos, no con Ketchum en la casa. El ayudante del sheriff no sabía que la calibre veinte, modelo juvenil, estaba bajo la cama de Danny, no bajo la de Ketchum, y Cari tampoco habría podido adivinar cuánto había bebido el viejo maderero en la fiesta. El vaquero habría podido entrar en la casa a tiros; es más que dudoso que Ketchum se hubiera despertado. Danny tampoco se habría despertado. Fue una de esas noches en que el supuesto par de copas de vino tinto con la cena se convertían en realidad en cuatro o cinco. Danny se despertó esa noche una vez pensando que debía mirar bajo la cama para asegurarse de que la escopeta seguía allí; al intentarlo se cayó de la cama, con un ruido sordo y reverberante que no oyeron ni su padre ni el maderero con sus ronquidos.

Ketchum nunca prolongaba su estancia en Toronto más allá de las navidades. Era una lástima que no hubiese llevado a Héroe consigo, y que no lo hubiese dejado luego —por la razón que fuera— en casa del cocinero y su hijo al cruzar otra vez la frontera. Cari no habría podido entrar en la casa de Cluny Drive, ni esconderse en el estudio del segundo piso, si Héroe, ese animal excelente, hubiese estado allí. Pero el perro se había quedado en Coos County, con Pam la Seis Jarras —aterrorizando a los perros de ésta, como se vería—, y Ketchum partió temprano a la mañana siguiente camino de New Hampshire.

Cuando Danny se levantó (antes que su padre), encontró la nota que había dejado Ketchum en la mesa de la cocina. Para sorpresa de Danny, estaba perfectamente mecanografiada. Ketchum había subido al estudio del segundo piso y empleado la máquina de escribir, pero Danny no había oído los crujidos en el suelo encima de su dormitorio, como no había oído crujir la escalera. Tampoco los había despertado ni a él ni al cocinero el tecleo de la máquina de escribir; eso no era buena señal, podría haberles dicho el viejo maderero. Pero la nota de Ketchum no hacía la menor alusión al respecto.

¡YA OS HE VISTO DE SOBRA POR UNA TEMPORADA! ECHO DE MENOS A MI PERRO Y ME MARCHO A VERLO. CUANDO LLEGUE A CASA, TAMBIÉN OS ECHARÉ DE MENOS A VOSOTROS. NO TE PASES CON EL TINTO, DANNY. KETCHUM.

Cari se alegró al ver marcharse la furgoneta de Ketchum. El vaquero debía de haber empezado a impacientarse, pero esperó a que la mujer de la limpieza mexicana llegase y se fuese; con eso se disipaban todas las dudas del ayudante del sheriff Con la habitación de invitados vacía —Lupita la había dejado como nueva—, Cari tuvo la certeza de que Ketchum no volvería. Aun así, el vaquero se vio obligado a esperar otra noche.

El cocinero y su hijo cenaron en casa la noche del 27 de diciembre. Dominic había encontrado una salchicha kielbasa en la carnicería, y tras dorarla en aceite de oliva primero, luego la había guisado con hinojo, cebolla y coliflor troceados en una salsa de tomate, y le había añadido semillas de hinojo machacadas. El cocinero sirvió el guiso con una hogaza de pan de romero y aceitunas recién hecho, aún caliente, y una ensalada verde.

—Esto le habría gustado a Ketchum, pa —comentó Danny.

—Sí, ya… Ketchum es un buen hombre —dijo Dominic, para asombro de su hijo.

Sin saber qué contestar, Danny intentó elogiar un poco más el guiso de kielbasa; sugirió que sería una incorporación idónea a la carta del Beso de Lobo, más estilo bistró o de precio económico.

—No, no —dijo el cocinero desechando la idea—, la kielbasa es demasiado rústica incluso para el Beso de Lobo.

—Es un buen plato, papá —se limitó a decir Danny—. Podría servírsele a un rey, pienso yo.

—Tenía que habérsela hecho a Ketchum; a él nunca se la he hecho —fue lo único que dijo Dominic.

La última noche de su vida el cocinero cenó con su querido Daniel en un restaurante portugués cerca de Litde Italy. Se llamaba Chiado; era uno de los establecimientos preferidos de Dominic en Toronto. Arnaud se lo había dado a conocer cuando los dos trabajaban en Queen Street West. La noche de ese jueves 28 de diciembre Danny y su padre pidieron conejo.

Durante la visita de Ketchum por Navidad había nevado y llovido, todo se había helado y deshelado, y luego todo volvió a helarse. Para cuando el cocinero y su hijo cogieron un taxi de regreso a casa desde el Chiado, había empezado a nevar una vez más. (A Dominic no le gustaba ir en coche al centro). Las pisadas del vaquero en la nieve vieja y crujiente de la escalera de incendios exterior eran leves y difíciles de ver a la luz del día; ahora que había oscurecido y nevaba, el rastro de Cari había quedado completamente cubierto. El exalguacil se había quitado la parka y las botas. Se había tendido en el sofá del estudio de Danny en la segunda planta con el revólver, el Colt 45, contra el pecho: en la escena que había imaginado, el viejo ayudante del sheriff no necesitaba pistolera.

Las voces del cocinero y su hijo escritor le llegaron a Cari desde la cocina, aunque nunca sabremos si el vaquero comprendió su conversación.

—A tus cincuenta y ocho años deberías estar casado, Daniel. Deberías vivir con tu mujer, no con tu padre —decía el cocinero.

—¿Y tú qué, pa? ¿No te vendría bien una mujer? —preguntó Danny.

—Yo he tenido mis oportunidades, Daniel. A mis setenta y seis años, para mí sería bochornoso tener esposa. ¡Me pasaría la vida pidiéndole disculpas! —adujo Dominic.

—¿Por qué? —preguntó Danny a su padre.

—Incontinencia ocasional, tal vez. Los pedos, eso sin duda, y cómo no, hablar dormido —confió el cocinero a su hijo.

—Deberías buscar a una mujer dura de oído, como Ketchum —sugirió Danny. Los dos se echaron a reír; el vaquero por fuerza oyó sus risas.

—Lo decía en serio, Daniel; al menos deberías tener una novia estable, una auténtica compañera —decía Dominic mientras subían por la escalera hacia el descansillo de la primera planta. Incluso desde el segundo piso, Cari habría podido distinguir el característico sonido de la cojera del cocinero en la escalera.

—Tengo amigas —empezó a decir Danny.

—No hablo de fans, Daniel.

—No tengo fans, pa. Ya no.

—Jóvenes admiradoras, pues. Recuerda que leo el correo de tus admiradores…

—No contesto a esas cartas, papá.

—Jóvenes… ¿Cómo se llaman? ¿«Colaboradoras editoriales», quizá? Jóvenes libreras, también, Daniel… Te he visto con una o dos. ¡Todas esas jóvenes del mundo editorial!

—Es más fácil encontrar mujeres sin compromiso entre las jóvenes —señaló Danny a su padre—. La mayoría de las mujeres de mi edad están casadas o son viudas.

—¿Qué tienen de malo las viudas? —preguntó su padre. (Ante eso, los dos volvieron a reírse; esta vez fueron unas carcajadas más breves).

—No busco una relación estable —respondió Danny.

—Eso ya lo veo. Pero ¿por qué? —quiso saber Dominic. Se hallaban en extremos opuestos del pasillo de la primera planta, ante las puertas de sus respectivos dormitorios. Hablaban en voz más alta; sin duda el vaquero oía cada una de sus palabras.

—También yo he tenido mis oportunidades, pa —dijo Danny a su padre.

—Yo sólo quiero lo mejor para ti, Daniel —afirmó el cocinero.

—Has sido un buen padre, el mejor —declaró Danny.

—También tú fuiste un buen padre, Daniel…

—Podría haberlo hecho mejor —se apresuró a contestar Danny.

—Te quiero —dijo Dominic.

—Yo también te quiero, papá. Buenas noches —se despidió Danny; entró en su dormitorio y cerró la puerta con delicadeza.

—¡Buenas noches! —respondió el cocinero desde el pasillo. Fue una invocación muy sincera; casi es concebible que el vaquero sintiera la tentación de darles también él las buenas noches. Pero Cari permanecía inmóvil en el piso de arriba, sin emitir el menor sonido.

¿Esperó el ayudante del sheriff una hora larga después de oírles lavarse los dientes? Probablemente no. ¿Soñó Danny una vez más con el pino azotado por el viento de la isla de Charlotte en la bahía de Georgia, en concreto con la imagen de ese tenaz arbolito que se veía desde la que había sido su choza de escribir? Probablemente. ¿Pidió el cocinero, en sus plegarias, más tiempo? Probablemente no. Dadas las circunstancias, y conociendo a Dominic Baciagalupo, el cocinero no debió de pedir gran cosa…, y eso si rezó. Como mucho, Dominic pudo haber expresado la esperanza de que su solitario hijo «encontrase a alguien», sólo eso.

¿Crujieron las tablas del suelo sobre ellos bajo el peso de aquel vaquero gordo cuando Cari decidió por fin actuar? Si fue así, ellos no lo oyeron; o si Danny oyó algo, acaso imaginase felizmente (en su sueño) que Joe había vuelto de Colorado.

Como no sabía lo oscura que estaría la casa de noche, el vaquero había probado a bajar por esa escalera desde el estudio de la segunda planta con los ojos cerrados; también había contado en el pasillo de la primera planta el número de pasos hasta la puerta del dormitorio del cocinero. Y Cari sabía dónde estaba el interruptor: al lado de la puerta, nada más entrar, junto a la sartén de hierro colado de veinte centímetros de diámetro.

Resultó que Danny siempre dejaba una luz encendida en el tramo de escalera desde la cocina hasta el descansillo de la primera planta, así que había luz de sobra en el pasillo. El vaquero, caminando con sigilo, en calcetines, recorrió el pasillo hasta el dormitorio del cocinero y abrió la puerta.

—¡Sorpresa, Coci! —dijo Cari a la vez que encendía la luz—. Ha llegado la hora de tu muerte.

Puede que Danny lo oyera, puede que no. Pero su padre se incorporó en la cama —parpadeando bajo la repentina luz blanca— y dijo, con voz muy alta:

—¿Cómo es que no has venido antes, tarado? Debes de ser más tonto que una cagada de perro, vaquero, como decía Jane. —(Eso Danny sin duda lo oyó).

—¡Vaya un mierdecilla estás tú hecho, Coci! —exclamó Cari. Danny también oyó eso; estaba ya de rodillas en el suelo, sacando la Winchester de la funda abierta debajo de la cama.

—¡Más tonto que una cagada de perro, vaquero! —vociferaba su padre.

—¡Tan tonto no soy, Coci! ¡Eres tú quien va a morir! —bramaba Cari; no oyó el chasquido del arma cuando Danny retiró el seguro, ni los pasos del escritor al correr descalzo por el pasillo. El vaquero apuntó con el Colt 45 y disparó al cocinero en el corazón. Dominic Baciagalupo salió lanzado contra el cabezal de la cama; murió al instante, sobre las almohadas. El ayudante del sheriff no tuvo tiempo de comprender la peculiar sonrisa del cocinero, que contraía la cicatriz blanca en su labio inferior, y sólo Danny entendió las palabras pronunciadas por su padre antes de recibir el disparo.

—Shé bu dé —consiguió decir Dominic, tal como le habían enseñado Ah Gou y Xiao Dee: el Shé bu dé que significa «No soporto desprenderme».

Naturalmente, esa expresión china carecía de sentido para Cari, quien, al volver la cara hacia el hombre desnudo en el umbral de la puerta, debió de comprender a medias por qué el cocinero había muerto con una sonrisa. Dominic no sólo sabía que todo ese vocerío salvaría a su hijo; el cocinero sabía asimismo que su amigo Ketchum había proporcionado a Daniel un arma mejor que la sartén de hierro colado de veinte centímetros. Y tal vez en el último momento asomó una mínima toma de conciencia a los ojos del vaquero al ver que Danny lo tenía ya encañonado con la Winchester de Ketchum, el tan vilipendiado modelo juvenil.

El largo cañón del Colt 45 de Cari seguía apuntando hacia el suelo cuando la primera descarga de perdigones de la calibre veinte le desgarró media garganta; el vaquero saltó hacia atrás contra la mesilla de noche, donde la bombilla de la lámpara estalló entre sus omóplatos. La segunda andanada de perdigones se llevó lo que quedaba de la garganta del vaquero. La bala para ciervos, el llamado «tiro mortal», no era realmente necesaria, pero Danny —ahora a quemarropa— disparó el tercer y último cartucho de la escopeta contra el cuello destrozado de Cari, como si la propia herida abierta fuese un imán.

Si había que dar crédito a Ketchum —es decir, si había hablado de manera literal cuando contó cómo mataban los lobos a su presa—, ¿no eran estos tres disparos de la Ranger calibre veinte tal como debían de ser los besos de lobo? Ciertamente, no tenían ningún encanto, ¿verdad que no?

Todavía desnudo, Danny bajó por la escalera. Avisó a la policía desde el teléfono de la cocina, y les dijo que dejaría abierta la puerta de la calle y que lo encontrarían en el primer piso con su padre. Después de retirar el cerrojo, regresó a su dormitorio y se puso un chándal viejo. Danny pensó en llamar a Ketchum, pero ya era tarde y no había ninguna prisa. Cuando volvió a entrar en el dormitorio de su padre, le fue imposible pasar por alto los besos de lobo que habían desgarrado al vaquero —desparramándolo por doquier—, pero Danny sólo lamentó por un instante el estropicio que le dejaba a Lupita. La alfombra empapada de sangre, las paredes salpicadas de sangre, las fotografías ensangrentadas en el tablero por encima de la mesilla de noche hecha añicos… En fin, Danny no dudaba de que Lupita se las arreglaría. Sabía que a la mujer le había ocurrido algo peor: había perdido a un hijo.

Ketchum tenía razón con lo del vino tinto, pensaba el escritor cuando se sentó en la cama junto a su padre. Si sólo hubiese bebido cerveza, pensó Danny, tal vez habría oído al vaquero unos segundos antes; Danny podía haber abierto fuego con la escopeta antes de que Cari tuviese ocasión de apretar el gatillo.

—No te castigues con eso, Danny —diría más tarde Ketchum—. Es a mí a quien siguió el vaquero. Esto tendría que haberlo visto venir.

—No te castigues tú con eso, Ketchum —diría Danny al viejo maderero, pero Ketchum sí se castigaría, claro está.

Cuando llegó la policía, las casas del vecindario tenían todas las luces encendidas, y ladraban muchos perros; normalmente a esa hora de la noche Rosedale era un barrio muy apacible. La mayoría de quienes vivían cerca del lugar del tiroteo nunca habían oído detonaciones tan sonoras y aterradoras como aquéllas; algunos perros ladrarían hasta el alba. Pero cuando llegó la policía, encontraron a Danny acunando en silencio la cabeza de su padre sobre su regazo, ambos acurrucados en las almohadas ensangrentadas contra el cabezal de la cama. En su informe, el joven inspector de homicidios dejaría constancia de que el autor de éxito los esperaba en el primer piso de la casa —tal como había dicho— y de que el escritor parecía estar cantando, o quizá recitando un poema, a su padre asesinado.

«Shé bu dé», repetía Danny una y otra vez al oído de su padre. Ni el cocinero ni su hijo habían sabido nunca si la traducción del mandarín ofrecida por Ah Gou y Xiao Dee era en esencia correcta —es decir, si Shé bu dé significaba literalmente «no soporto desprenderme»—, pero, en realidad, ¿qué más daba? «No soporto desprenderme» era lo que el escritor creía estar diciendo a su padre, quien había mantenido a su querido hijo a salvo del vaquero durante casi cuarenta y siete años; ése era el tiempo transcurrido desde que se marcharon los dos de Twisted River.

Ahora, por fin —ahora que la policía estaba allí—. Danny se echó a llorar. Justo en ese momento empezó a desprenderse. Frente a la casa de Cluny Drive había aparcados una ambulancia y dos coches patrulla con las luces de emergencia encendidas. Los primeros policías que entraron en el dormitorio del cocinero estaban al corriente de la rudimentaria historia, tal como había sido comunicada por teléfono; se había producido un allanamiento de morada, y el intruso armado había disparado contra el padre del famoso escritor causándole la muerte; Danny a su vez había disparado contra el intruso causándole la muerte. Pero sin duda había algo más detrás de esa historia, pensaba el inspector de homicidios. El inspector sentía el mayor respeto por el señor Ángel, y, dadas las circunstancias, deseaba conceder al escritor todo el tiempo que necesitase para serenarse. No obstante, los daños causados por esa escopeta —repetidamente, y a distancia tan corta— eran tan excesivos que el inspector debió de intuir que detrás de ese allanamiento de morada y ese asesinato, y de la represalia del escritor famoso, se escondía una larga historia.

—¿Señor Ángel? —preguntó el joven inspector de homicidios—. Si está usted en condiciones, quizá podría contarme cómo ha ocurrido esto.

Las lágrimas de Danny eran distintas porque lloraba como lloraría un niño de doce años, como si de algún modo Cari hubiese matado a su padre aquella última noche en Twisted River. Danny no pudo hablar, pero consiguió señalar algo; se hallaba cerca de la puerta del dormitorio de su padre.

El joven inspector lo entendió mal.

—Sí, ya lo sé, estaba usted allí en la puerta al disparar —dijo el policía de homicidios—. Al menos, en el primer disparo. Luego ha entrado en la habitación y se ha acercado, ¿no?

Danny movió la cabeza en un vehemente gesto de negación. Otro joven policía había reparado en la sartén de hierro colado de veinte centímetros junto a la puerta del dormitorio —un sitio insólito para una sartén— y tocó el fondo de la sartén con el dedo índice.

—¡Sí! —consiguió articular Danny entre sollozos.

—Trae aquí esa sartén —ordenó el inspector de homicidios.

Sin soltar a su padre —Danny seguía acunando la cabeza del cocinero en su regazo—, alargó la mano derecha hacia la sartén de hierro colado de veinte centímetros, y cuando cerró los dedos en torno al mango, remitió un poco su llanto. El joven inspector de homicidios aguardó; se daba cuenta de que esa historia no admitía prisas.

Danny levantó la pesada sartén con la mano derecha y luego la apoyó en la cama.

—Empezaré por la sartén de hierro colado de veinte centímetros —comenzó por fin el escritor, como si tuviese una larga historia que contar, una historia que conocía bien.