12. El Mustang azul

Entre su barrio, Rosedale, donde el cocinero compartía una casa de tres plantas y cuatro habitaciones con su hijo escritor, y el restaurante de Yonge Street no había una gran distancia. Pero a su edad —contaba ya setenta y seis años—, y con su cojera, que se había agravado considerablemente después de diecisiete años de aceras urbanas, Dominic Baciagalupo, que había recuperado su nombre, caminaba despacio.

El cocinero avanzaba cojeando por la acera resbaladiza; el invierno y él nunca habían sido buenos amigos. Y ese día Dominic estaba preocupado por los dos nuevos bloques de apartamentos en construcción, prácticamente en su jardín trasero. ¿Y si uno u otro tapaban la torre del reloj que se alzaba sobre la licorería de Summerhill y Danny ya no la veía desde su estudio?

«Cuando deje de ver la torre del reloj desde mi mesa, será hora de mudarse», había dicho Danny a su padre.

Hablara su hijo en serio o no, el cocinero era poco aficionado a los traslados; ya se había trasladado más que suficiente. A Dominic la vista desde la casa de Cluny Drive le traía sin cuidado. Hacía más de cincuenta y seis años que no probaba el alcohol; al cocinero tanto le daba que un par de bloques de apartamentos en obras le impidieran ver la licorería de Summerhill.

¿Acaso a Daniel le preocupaba dejar de ver la licorería porque había vuelto a beber?, se preguntaba Dominic. ¿Y durante cuánto tiempo le dañarían la vista aquellos solares en construcción?, se decía con inquietud el cocinero. (Dominic tenía una edad a la que le resultaba molesto todo aquello que causaba algún trastorno). Aun así, vivía muy a gusto en Rosedale, y le encantaba el restaurante donde trabajaba.

A Dominic Baciagalupo le encantaba también el sonido de las pelotas de tenis, que podía oír en los meses de buen tiempo cuando dejaban las ventanas abiertas en la casa de Cluny Drive, porque el cocinero y su hijo tenían a la vista, y al oído, las pistas del Club de Tenis de Toronto, y en verano les llegaban además las voces de los niños en la piscina. Incluso durante el invierno, con todas las ventanas cerradas, se dormían oyendo los trenes que serpenteaban lentamente por el centro de Toronto y cruzaban Yonge Street por el puente de caballetes, que, como ahora veía el cocinero, estaba decorado con luces navideñas, y animaba así la penumbra gris y mortecina de media tarde.

Era diciembre en la ciudad. Por todos lados se veían las luces festivas, los adornos, la gente que iba de tiendas. Mientras esperaba a que cambiase el semáforo en el cruce de Yonge Street, Dominic recordó de repente con cierto sobresalto que Ketchum iría a Toronto en Navidad; si bien ése no era un fenómeno reciente, el cocinero no conseguía acostumbrarse a la presencia poco natural del viejo maderero en la ciudad. Habían transcurrido catorce años desde la última vez que el escritor Danny Ángel y su padre pasaron las Navidades en Colorado con Joe. (Ketchum no había ido nunca. Por carretera, el viaje desde New Hampshire hasta Colorado era demasiado largo, y Ketchum se negaba en redondo a subirse a un avión). Cuando Joe iba a la universidad en Boulder, Danny alquilaba durante el invierno una casa en Winter Park para ir a esquiar. La carretera que salía de Grand Lake y atravesaba el Parque Nacional de las Montañas Rocosas permanecía cerrada en invierno, así que en coche se tardaba unas dos horas desde Boulder —había que ir por la 1-70, y luego cruzar el puerto de Berthoud por la Federal 40—, pero a Joe le encantaba esquiar en Winter Park, y su padre lo tenía muy consentido. (O eso pensó el cocinero durante la interminable espera en el semáforo de Yonge Street). Aquellas navidades en Colorado eran fantásticas, pero la tentación de la casa en Winter Park era demasiado fuerte para Joe, y más durante el resto de la temporada de esquí, cuando el padre y el abuelo del joven universitario regresaban a Toronto. Por fuerza, el chico se saltaría algún que otro día de clase, aunque quizá no siempre que hubiera nieve reciente en la estación de esquí. El mero hecho de tener la posibilidad de esquiar cerca habría resultado tentador para cualquier estudiante de Boulder, pero disponer de una casa en Winter Park —a un paso de los telesillas— fue casi con toda certeza la perdición de Joe. («Ay, Daniel, ¿dónde tenías la cabeza?», pensó Dominic Baciagalupo). Por fin cambió el semáforo y el cocinero cruzó Yonge Street atento a los descerebrados conductores urbanos que buscaban con desesperación una plaza de aparcamiento delante de la licorería de Summerhill o de The Beer Store, la bodega cervecera. ¿Cómo había definido en cierta ocasión su hijo escritor el barrio?, intentó recordar el cocinero. Ah, sí, recordó Dominic. «Zona comercial para hedonistas», había dicho Daniel.

Allí había unas cuantas tiendas de alimentación de mucho postín —cierto que vendían una fruta y una verdura excelentes, pescado fresco, magníficas carnes y embutidos, pero en opinión del cocinero todo era absurdamente caro—, y en ese momento, durante las fiestas, Dominic tenía la impresión de que todos los malos conductores de la ciudad se concentraban allí para comprar bebidas alcohólicas. (No le reprochaba a su querido Daniel que volviera a beber; el cocinero comprendía los motivos de su hijo). El gélido viento azotaba la larga cuesta de Yonge Street desde el lago Ontario mientras Dominic, enguantado, acercaba torpemente la llave a la puerta del restaurante. Los camareros y la mayoría del personal de cocina entraban en la cocina por Crown’s Lañe —el callejón paralelo a Yonge Street, detrás del restaurante—, pero el cocinero tenía su propia llave. Situándose de espaldas al viento, entró no sin esfuerzo por la puerta principal.

Los inviernos en Coos County eran más fríos —y también en Windham County, Vermont—, pero la gelidez de aquel viento húmedo y penetrante que soplaba desde el lago le recordaba a Dominic Baciagalupo el frío del North End de Boston.

Aunque entonces tenía a Carmella para darle calor, recordaba el cocinero. La echaba de menos —sólo a ella, únicamente a Carmella—, pero, por raro que fuese, Dominic no echaba de menos la presencia de una mujer en su vida, ya no, no a su edad.

¿Por qué no echaba de menos a Rosie?, pensaba el cocinero para su sorpresa. «De un tiempo a esta parte, Coci», había dicho Ketchum, «a veces descubro que no la echo de menos. ¿Te imaginas?». Sí, se lo imaginaba, debía reconocer Dominic. ¿O era la tensión entre los tres —o el severo juicio de Jane, o mantener el secreto ante Danny— lo que no echaban de menos Ketchum y el cocinero?

Dentro del restaurante, Dominic fue recibido por el olor de lo que Silvestro, el joven chef, llamaba «las salsas madre». Habían empezado a preparar la salsa de ternera —la madre de todas las salsas madre— durante el turno de la cena la noche anterior. Se le daba un primer y un segundo hervor antes de la reducción final. Las otras salsas madre eran la salsa de tomate y la bechamel. El cocinero, al colgar su abrigo y su bufanda —e intentar sin mucha convicción atusarse el pelo, alborotado como lo tenía a causa del gorro preferido de Joe—, olió, a saber cómo, todas las salsas madre de golpe.

«El viejo profesional», lo llamaban en la cocina, pese a que Dominic se conformaba con la función de segundo jefe de cocina, ayudando al magistral Silvestro, que era el sauciery se ocupaba de las carnes. Kristine y Joyce se encargaban de las sopas y el pescado —eran las primeras mujeres cocineras con las que Dominic había trabajado—, y Scott era el responsable del pan y los postres. Dominic, semijubilado, hacía un poco de todo en la cocina; iniciaba y terminaba guisos en cada sección, sustituyendo incluso a Silvestro con las salsas y las carnes. «El hombre orquesta», lo llamaban también en la cocina. Era, con diferencia, el mayor de todos, y no sólo mayor que Silvestro, su joven astro de la cocina, a quien Dominic veneraba. Silvestro era para él como un segundo hijo, pensaba el cocinero, aunque eso nunca se lo habría dicho a su querido Daniel.

Dominic también se había guardado muy mucho de mencionar a Ketchum el carácter paternal de sus sentimientos hacia el joven Silvestro, en parte porque el maderero se había convertido en un faxeador experto y temible. Los faxes de Ketchum al cocinero y a su hijo eran incesantes e indiscriminados. (¡A veces uno leía una página o más sin saber a quién iba dirigido el fax!). Y los faxes de Ketchum llegaban a todas horas del día y de la noche; para dormir en paz, Danny y su padre se habían visto obligados a colocar el fax en la cocina de su casa de Cluny Drive.

Es más, Ketchum tenía sus dudas respecto a Silvestro; el nombre del joven chef era demasiado italiano para el gusto del viejo maderero. No convenía que Ketchum supiera que su amigote el Coci consideraba a Silvestro «un segundo hijo»; no, Dominic no deseaba recibir una avalancha de faxes de Ketchum quejándose también de eso. Las quejas habituales de Ketchum ya eran más que suficientes.

CREÍA QUE ESO ERA UN RESTAURANTE FRANCÉS, DONDE TRABAJABAS A TU MANERA SEMIJUBILADA, COCI. NO ESTARÁS PENSANDO EN CAMBIAR EL NOMBRE DEL RESTAURANTE, ¿VERDAD QUE NO? ¡O AL MENOS NO PARA PONERLE UN NOMBRE ITALIANO, ESPERO! ESE FULANO NUEVO, EL JOVEN CHEF DEL QUE HABLAS… SE LLAMA SILVESTRO, ¿VERDAD? ¡PUES A MÍ, SINCERAMENTE, NO ME SUENA MUY FRANCÉS! EL RESTAURANTE AÚN SE LLAMA PATRICE, ¿NO?

Sí y no, pensaba el cocinero; existía una razón por la que no había contestado al último fax de Ketchum.

El dueño y maitre del restaurante, Patrice Arnaud, tenía la edad de Daniel: cincuenta y ocho. Arnaud había nacido en Lyon, pero se había criado en Marsella; a los dieciséis fue a una academia de hostelería en Niza. En la cocina del Patrice colgaba una antigua fotografía en sepia de Arnaud, siendo adolescente, con uniforme de chef, pero el futuro de Arnaud se centraría en la gestión; había causado una excelente impresión entre los comensales de un club de playa en las Bermudas, donde conoció al propietario del venerable hotel Wembley de Toronto.

Cuando el cocinero llegó a Toronto en 1983, Patrice Arnaud dirigía el Maxim’s, una concurrida cafetería y popular lugar de encuentro en la céntrica zona de las calles Bay y Bloor. Por aquel entonces, el Maxim’s era la tercera transformación de un café-restaurante en el viejo y cansado Wembley Para Dominic Baciagalupo, que aún se estremecía por la seria advertencia de Ketchum —a saber, que debía mantenerse totalmente al margen del mundo de los restaurantes italianos—. Patrice Arnaud y el Maxim’s eran a todas luces la opción ideal, y mejor todavía, no eran italianos. De hecho, Patrice había convencido a su hermano, Marcel, para que abandonase Marsella y fuese el chef del Maxim’s, que era un establecimiento muy francés.

«Ah, pero el barco se está hundiendo, Dominic», había advertido Patrice al cocinero; se refería a que Toronto cambiaba muy deprisa. La futura clientela de los restaurantes desearía aventurarse más allá de los rancios restaurantes de los hoteles. (Cuando Arnaud y su hermano dejaron el Maxim’s, el viejo hotel Wembley se convirtió en un aparcamiento). Durante la década siguiente, el cocinero trabajó con los hermanos Arnaud en el restaurante abierto por éstos en Queen Street West, un barrio en transición y un tanto sórdido durante la mayor parte de esa época, pero el restaurante, al que Patrice puso el nombre de Bastringue, prosperó. Daban servicio a cincuenta cubiertos en el almuerzo y en la cena; Marcel era el jefe de cocina, y Dominic aprendía de él muy gustosamente. Había foie-gras, había ostras frescas Fine de Claire llegadas de Francia. (Una vez más, el cocinero fue incapaz de instruirse en materia de postres; jamás dominó la tarta tatin con sabayón al calvados). El Bastringue —término del argot parisino para referirse a un salón de baile y bar popular donde se servían coñudas y vino— capearía incluso la recesión de 1990. Pusieron papel encerado sobre los manteles de hilo y convirtieron el restaurante en un bistró —patatas fritas, mejillones al vapor con vino blanco y puerros—, pero en 1995 venció el contrato de arrendamiento, cuando Queen Street West, en el plazo de una década, había pasado de ser una zona sórdida a ponerse de moda y acabar siendo un sitio normal y corriente. (El Bastringue se convirtió en una zapatería; Marcel volvió a Francia). El cocinero y Patrice Arnaud permanecieron juntos; trabajaron en el Avalon durante un año, pero Arnaud dijo a Dominic que «sólo estaban aguardando el momento oportuno». Patrice quería volver a tener su propio establecimiento, y en 1997 compró un restaurante fallido en Yonge Street, en Summerhill. En cuanto a Silvestro, aunque llegado de Italia, era un calabrés que había trabajado en Londres y Milán; Arnaud daba mucha importancia al hecho de haber viajado. («Implica que eres capaz de aprender cosas nuevas», explicó Patrice a Dominic cuando se decidió por el joven Silvestro para el puesto de jefe de cocina). En cuanto al nuevo nombre del restaurante, «Patrice»… En fin, ¿qué otro nombre podía ponerle Arnaud? «Te lo has ganado», dijo Dominic a Patrice. «No te avergüences de tu propio nombre». Durante los primeros años. Patrice —el nombre y, en menor medida, el restaurante— cuajó. Arnaud y el cocinero enseñaron a Silvestro algunas de las especialidades de Marcel: la langosta con sabayón a la mostaza, la sopa de pescado de Bretaña, la tarrina de foie-gras de oca con una cucharada de gelatina de oporto, el halibut en papillote, la cote de boeuf para dos, el hígado de ternera enlardado a la parrilla con cebolletas y una demiglace balsámica. Naturalmente, Silvestro añadió sus propios platos a la carta: raviolis con caracoles y mantequilla a las finas hierbas con ajo, escalopa de ternera con salsa de limón, tagliatelle caseros con confit de pato y setas porcini, conejo con ñoquis de polenta. (Dominic también hizo algunas de sus habituales aportaciones a la carta). El restaurante del número 1158 de Yonge Street era nuevo, pero no era del todo francés, ni tuvo tanto éxito en el barrio como Arnaud esperaba.

—No es sólo el nombre, aunque también el nombre da pena —les dijo Patrice a Dominic y a Silvestro—. He malinterpretado Rosedale por completo; este barrio no necesita un restaurante francés caro. Esto tiene que ser informal, ¡y más barato! Queremos que nuestra clientela venga dos o tres veces por semana, no cada dos meses.

El Patrice solía cerrar por Navidad, ese año desde el 24 de diciembre hasta el 2 de enero, tiempo de sobra para llevar a cabo las reformas planeadas por Arnaud. Las banquetas de los reservados se pintarían de un color más vivo, una vez restauradas; las paredes de color amarillo limón volverían a enlucirse. Se colgarían pósters de la vieja Línea Marítima Francesa. «¡Le Havre, Southampton, Nueva York. Compagine Genérale Transatlantique!», había anunciado Patrice, y había encontrado un par de reproducciones de Toulouse-Lautrec: la bailarina La Goulue y la cantante Jane Avril del Moulin Rouge. Se añadirían a la carta el pescado con patatas fritas y el steak tartar con patatas fritas; los precios por la comida y el vino bajarían un veinticinco por ciento. Sería otra vez un bistró —como en aquellos fabulosos días de la recesión en el Bastringue—, aunque Patrice ya no volvería a usar la palabra «bistró». («¡“Bistró” ya está muy visto, ha perdido su significado!», declaró Arnaud). La reinvención era vital para un restaurante, como Arnaud bien sabía.

—Pero ¿y el nombre? —había preguntado Silvestro a su jefe. El calabrés tenía su propia propuesta, y Dominic lo sabía.

—Creo que «Patrice» es demasiado francés —había contestado Patrice—. Huele a vieja escuela, huele a abolengo. Tiene que desaparecer. —Arnaud era un hombre elegante, de modales delicados; su estilo era informal pero distinguido. Dominic apreciaba y admiraba a aquel hombre, pero el cocinero temía ese aspecto del cambio, y todo por acomodarse a los peripuestos esnobs de Rosedale.

—Vosotros ya sabéis lo que pienso —dijo Silvestro con un gesto de despreocupación poco sincero; era un hombre apuesto y seguro de sí mismo, tal y como uno querría que fuese su hijo.

Al joven chef le había impresionado el efecto del cristal esmerilado en la mitad inferior del amplio ventanal del restaurante, que daba a Yonge Street. Los viandantes no veían a través del cristal opaco; los clientes, sentados a las mesas, no quedaban a la vista de la acera. Pero la mitad superior del enorme vidrio era transparente; los comensales veían la hoja roja del arce de la bandera canadiense encima de la licorería de Summerhill, en la otra acera de Yonge Street, y (con el tiempo) los dos grandes bloques de apartamentos en construcción en lo que se llamaría Scrivener Square. La parte inferior y esmerilada del vidrio hacía las veces de cortina: tal era el enrevesado razonamiento de Silvestro para el nuevo nombre del restaurante.

—La Tenda —dijo Silvestro, con pasión—. «La Cortina».

—A mí eso me suena amenazador —había dicho Dominic al joven chef—. Yo no querría comer en un sitio con ese nombre.

—Creo, Silvestro, que deberías reservar ese nombre para el primer restaurante tuyo, cuando seas propietario y chef, cosa que sin duda llegará algún día —adujo Arnaud.

—La Tenda —repitió Silvestro, con afecto, y se le empañaron los cálidos ojos castaños.

—Es demasiado italiano —explicó Dominic Baciagalupo al emotivo joven—. Puede que este restaurante no sea estrictamente francés, pero tampoco es italiano. —Si el antiguo Patrice pasaba a tener un nombre italiano, ¿qué diría Ketchum?, pensaba el cocinero, a la vez que veía lo absurdo que era su argumento, precisamente cuando su pastel de carne siciliano y sus plumas alia puttanesca se incorporarían, pasadas las navidades, a la carta más asequible.

El atónito Patrice y el estupefacto Silvestro miraron incrédulos al cocinero. Habían llegado a un punto muerto. Dominic pensó: «Debería pedirle a Daniel que proponga un nombre, ¡él es escritor!». Y entonces Silvestro rompió el silencio.

—¿Y qué tal tu apellido, Dominic? —sugirió el joven chef.

—¡Baciagalupo no! —exclamó el cocinero, alarmado. (Si no lo mataba el vaquero, lo mataría Ketchum, Dominic lo sabía).

—¡Hablando de nombres demasiado italianos! —comentó Arnaud con afecto.

—Me refiero a lo que significa tu apellido, Dominic —aclaró Silvestro. Patrice Arnaud no había adivinado el significado de «Baciagalupo», pese a que en francés las palabras se parecían—. «Beso de lobo» —tradujo Silvestro lentamente, poniendo el énfasis por igual en «beso» y en «lobo».

Arnaud se estremeció. Era un hombre bajo, de complexión robusta, con el pelo canoso cortado a cepillo y una sonrisa mundana; llevaba un pantalón oscuro, con la raya muy marca da, y siempre una camisa elegante pero con el cuello desabrochado. Era un hombre que daba a toda ceremonia un aire de naturalidad; cortés y filosófico a la vez, Patrice era un restaurador que distinguía el valor de lo anticuado al tiempo que reconocía al instante la conveniencia del cambio.

—¡Vaya! ¡Beso de lobo! ¿Por qué no me lo habías dicho, Dominic? —preguntó pícaramente Arnaud a su leal amigo—. He ahí un nombre seductor y moderno a la vez, ¡pero además tiene garra!

Desde luego tenía garra, pensaba el cocinero, aunque no sería ésa la reacción más manifiesta de Ketchum ante el nuevo nombre del restaurante. Dominic no quería ni imaginar lo que diría el viejo maderero cuando lo oyese. «¡Montañas de mierda de alce!», puede que exclamase Ketchum, o algo peor.

¿Acaso no era ya suficiente riesgo que el cocinero hubiese recuperado su verdadero nombre? En un mundo dominado por Internet, ¿qué peligros entrañaría que hubiese otra vez en acción un Dominic Baciagalupo? (¡Al menos Ketchum sintió cierto alivio al enterarse de que, en el punto culminante de su sensibilidad fonética, Nunzi había escrito mal la palabra «Baciacalupo»!). Pero, siendo realistas, ¿cabía la posibilidad de que un ayudante de sheriff retirado de Coos County, New Hampshire, descubriese que el nombre de un restaurante de Toronto, Ontario, llamado Beso de Lobo era la traducción del nombre deformado fonéticamente de Baciagalupo? «Y no olvidemos», se dijo el cocinero para tranquilizarse, «que el vaquero es tan viejo como Ketchum, ¡que tiene ochenta y tres años!». «Si ahora no estoy a salvo, nunca lo estaré», pensaba Dominic al entrar en la estrecha y bulliciosa cocina del Patrice, que pronto se llamaría Beso de Lobo. En fin, éste es un mundo de accidentes, ¿o no? En un mundo así, no sólo los nombres cambiaban una y otra vez.

Danny Ángel deseaba con toda su alma no haber abandonado nunca el nombre de Daniel Baciagalupo, no porque quisiera ser el niño y el joven más inocente que había sido en otro tiempo —y tampoco porque Daniel Baciagalupo fuera su verdadero nombre, el único que le habían dado sus padres—, sino porque el escritor de cincuenta y ocho años consideraba que aquél era un nombre mejor para un escritor. Y conforme se acercaba a los sesenta, el novelista se sentía cada vez menos un Danny o un Ángel; el hijo veía cada vez más sentido a la insistencia de su padre en conservar el nombre de Daniel. (Y no es que siempre fuera fácil para un escritor que trabajaba en casa y que rara vez salía a la calle compartir, con casi sesenta años, la vivienda con su anciano padre de setenta y seis. Podían ser una pareja mal avenida). Debido a las disputadas elecciones presidenciales de Estados Unidos —«el fiasco de Florida», como llamaba Ketchum al «robo» mediante el que George Bush arrebató la presidencia a Al Gore, el resultado de cinco contra cuatro en la votación del Tribunal Supremo con arreglo a dictados partidistas—, los faxes de Ketchum a menudo eran incendiarios. Gore había ganado el voto popular. Tanto Danny como su padre creían que los republicanos habían dado pucherazo, pero el cocinero y su hijo no compartían necesariamente los puntos de vista más radicales de Ketchum; a saber, que «salían mejor parados siendo canadienses» y que Estados Unidos, que Ketchum llamaba porfiadamente «país de capullos», se merecía su destino.

¿DÓNDE ESTÁN LOS ASESINOS CUANDO QUIERES UNO?

Eso había escrito Ketchum en un fax. No se refería a George W. Bush; Ketchum quería decir que alguien debería haber matado a Ralph Nader. (Gore habría derrotado a Bush en Florida si Nader no hubiese captado parte del voto demócrata). Ajuicio de Ketchum, había que atar y amordazar a Ralph Nader —«preferiblemente en una sillita de coche para niños defectuosa»— y hundirlo en el Androscoggin.

Durante el segundo debate presidencial de Bush y Gore, Bush criticó al presidente Clinton por haber usado tropas estadounidenses en Somalia y los Balcanes. «Creo que nuestras tropas no deberían ser para lo que ha dado en llamarse “construcción nacional”», afirmó el futuro presidente.

ESPERAD Y VERÉIS EL USO QUE DA A NUESTRAS TROPAS ESE EMBUSTERO DE MIERDA. ¿OS JUGÁIS ALGO A QUE LA «CONSTRUCCIÓN NACIONAL» NO FORMARÁ PARTE DE ELLO?

Eso había escrito Ketchum en un fax.

Pero Danny no le veía ninguna gracia a la inminente deshonra de Estados Unidos, y menos todavía desde la perspectiva canadiense. Su padre y él nunca habían deseado marcharse del país. En la medida en que era posible para un autor de éxito internacional no armar mucho revuelo con el cambio de nacionalidad, Danny Ángel había intentado quitar importancia a su postura política, aunque eso le resultaba más difícil desde la publicación de Al este de Bangor en 1984; su novela sobre el aborto sin duda era política.

El proceso de nacionalización de Danny y de su padre en Canadá fue lento. Danny hizo la solicitud como trabajador autónomo; el abogado de inmigración que lo representaba presentó al escritor como «alguien que participa en actividades culturales a nivel mundial». Danny ingresaba dinero suficiente para mantenerse ambos, su padre y él. Los dos habían superado el examen médico. Mientras vivían en Toronto con visados de visitantes, tenían que cruzar la frontera cada seis meses para sellar los visados; además se vieron obligados a pedir la nacionalidad canadiense en un consulado canadiense de Estados Unidos. (Buffalo era la ciudad estadounidense más cercana a Toronto). Un funcionario del Ministerio de Inmigración y Ciudadanía los había disuadido de solicitar el llamado procedimiento rápido. En su caso, ¿qué prisa había? El famoso escritor no tenía ninguna urgencia por cambiar de país, ¿verdad? (El abogado de inmigración había advertido a Danny que los canadienses recelaban un poco del éxito; tendían a castigarlo, no a premiarlo). De hecho, para eludir una atención excesiva, el cocinero y su hijo habían procedido lo más lentamente posible en su solicitud de la nacionalidad canadiense. El proceso se había prolongado durante cuatro años, casi cinco. Pero ahora, con el fiasco de Florida, en los medios canadienses se hablaba de la «defección» del escritor Danny Ángel; «perdiendo la fe en Estados Unidos» en el momento en que lo hizo, más de una década atrás, el autor demostró «clarividencia», o eso había dicho el Globe and Mail de Toronto.

Que la adaptación cinematográfica de Al este de Bangor llegase a las pantallas en fecha reciente —en 1999— y la película ganase un par de premios de la Academia en 2000 no fue de gran ayuda. A principios de año, el 2001, se celebraría una sesión conjunta del Congreso para ratificar el resultado electoral en Estados Unidos; ahora que tendrían un presidente antiabortista, a Danny y a su padre no les sorprendía que la postura liberal del escritor ante el aborto volviera a ser noticia. Y la prensa canadiense prestaba más atención a los escritores que la de Estados Unidos, no sólo por lo que escribían, sino también por lo que decían y hacían.

A Danny todavía le afectaba lo que leía sobre él en los medios estadounidenses, donde con frecuencia lo tildaban de «antiamericano», tanto por su obra como por su expatriación a Toronto. En otras partes del mundo —y por descontado en Europa y Canadá—, el presunto antiamericanismo del autor se veía con buenos ojos. En los medios hubo quien afirmó que el novelista expatriado «denostaba» la forma de vida de Estados Unidos, es decir, la denostaba en sus libros. También se dijo que el autor de origen estadounidense se había trasladado a Toronto «a modo de declaración». (Pese a su éxito comercial, Danny Ángel había aceptado el hecho de pagar más impuestos en Canadá de los que antes pagaba en Estados Unidos). Pero, como novelista, Danny se sentía cada vez más incómodo cuando lo condenaban o lo elogiaban por lo que se percibía como una postura antiamericana. Por supuesto, no podía explicar —y menos a la prensa— la verdadera razón de su traslado a Canadá.

Lo que sí dijo Danny era que sólo dos de sus siete novelas publicadas podían calificarse en rigor de políticas; sabía que al declararlo parecía ponerse a la defensiva, pero era la pura verdad. El cuarto libro. Los padres Kennedy, trataba de Vietnam; prácticamente se consideraba una protesta contra esa guerra. El sexto, Al este de Bangor, era una novela didáctica; en opinión de algunos críticos, una defensa del derecho al aborto, Pero ¿qué tenían de políticos los otros cinco libros? Familias disfuncionales; experiencias sexuales lesivas; la pérdida de la inocencia de diversas maneras, todas ellas causa de arrepentimiento. Dichas historias eran nimias tragedias domésticas, no condenas a la sociedad o al gobierno. En las novelas de Danny Ángel, el villano —si lo había— era más a menudo la naturaleza humana que Estados Unidos. Danny nunca había sido un activista de ninguna índole.

«Todos los escritores se sienten forasteros», había dicho Danny Ángel en cierta ocasión. «Me trasladé a Toronto porque me gusta sentirme forastero». Pero nadie le creyó. Además, la versión de que el autor mundialmente famoso había rechazado a Estados Unidos era mejor.

En opinión de Danny, la prensa había presentado de manera sensacionalista su marcha a Canadá, y la presunta postura política oculta detrás de su decisión exclusivamente personal había adquirido una dimensión desproporcionada. Y sin embargo lo que más molestaba al novelista era que sus novelas se habían trivializado. La obra de Danny Ángel había sido saqueada en busca de todo fragmento con apariencia autobiográfica; sus novelas habían sido diseccionadas y analizadas con minuciosidad a fin de desentrañar cualquier cosa que pudiera interpretarse como unas memorias escondidas en su interior. Pero ¿qué esperaba Danny?

Para los medios, la vida real era más importante que la ficción; los elementos de una novela basados en la experiencia personal tenían más interés para el gran público que las partes del proceso de construcción de la novela que «sencillamente» se inventaban. En cualquier obra narrativa, ¿acaso no era aquello que en verdad le había sucedido al escritor —o, quizás, a alguien muy cercano al escritor— más auténtico, más verificablemente cierto, que cualquier cosa que pudiera imaginar una persona? (Esto era una opinión generalizada, aunque el cometido de un novelista era imaginar, de una manera verosímil, toda una historia —como Danny decía de manera subversiva siempre que le daban la oportunidad de defender la ficción en las obras de ficción— porque las historias de la vida real nunca eran íntegras, nunca eran completas, del modo que podían serlo las novelas). Aun así, ¿qué público tenía Danny Ángel o cualquier novelista que defendía la ficción en las obras de ficción? ¿Los estudiantes de escritura creativa? ¿Las mujeres de cierta edad en los clubes de lectura? ¿Porque acaso los miembros de los clubes de lectura no eran normalmente mujeres de cierta edad? Aparte de éstos, ¿quién mostraba más interés en la ficción que en la supuesta vida real? No los entrevistadores de Danny Ángel, eso por descontado; lo primero que le preguntaban siempre tenía que ver con lo que era «real» en tal o cual novela. ¿Se basaba el personaje principal en una persona de carne y hueso? ¿El desenlace más memorable (queriendo decir más catastrófico, más devastador) le había sucedido realmente a alguien que el autor conocía o había conocido?

Pero, una vez más, ¿qué esperaba Danny? ¿No se lo había ganado a pulso? Bastaba con ver su último libro, Bebé en la calle; ¿cómo pensaba Danny que lo interpretarían los medios? Había empezado ese libro, su séptima novela, antes de marcharse de Vermont. Danny casi había terminado el manuscrito en marzo de 1987. Fue a finales de marzo de ese año cuando Joe murió. En Colorado, no era aún la temporada del barro. («Mierda, era casi la temporada del barro», decía Ketchum). Era el último curso de Joe en Boulder; acababa de cumplir los veintidós. La ironía era que Bebé en la calle siempre había tratado sobre la muerte de un hijo único y muy querido. Pero en la novela que Danny casi había terminado, el niño muere cuando aún va en pañales: un niño de dos años atropellado en la calle de un modo muy parecido a lo que le habría podido suceder al pequeño Joe aquel día en Iowa Avenue. La novela inacabada trataba de cómo la muerte de ese niño destruye lo que el cocinero y Ketchum sin duda habrían descrito como el personaje de Danny y el personaje de Katie, que se van cada uno por su lado, pero condenados tanto el uno como el otro al desastre.

Naturalmente, la novela cambiaría. Tras la muerte de su hijo, se pasó más de un año sin escribir. No era escribir lo que le costaba, como dijo Danny a su amigo Armando DeSimone; era imaginar. Cada vez que Danny intentaba imaginar algo, sólo veía cómo había muerto Joe; lo que el escritor también imaginaba sin cesar eran los pequeños detalles que habrían podido cambiarse, aquellos detalles infinitesimales que habrían permitido a su hijo seguir con vida. (Bastaba con que Joe hubiese hecho tal cosa, no tal otra… Si el cocinero y su hijo no hubiesen estado en Toronto en ese momento… Si Danny hubiese comprado o alquilado una casa en Boulder, no en Winter Park… Si Joe no hubiese aprendido a esquiar… Si, como Ketchum había aconsejado, nunca se hubiesen ido a vivir a Vermont… Si un alud hubiese obligado a cerrar el puerto de Berthoud… Si Joe hubiese estado demasiado borracho para conducir, en lugar de estar totalmente sobrio… Si el acompañante hubiese sido otro chico, no aquella chica… Si Danny no hubiese estado enamorado…). En fin, ¿había algo que un escritor no pudiese imaginar?

¿Qué no habría pensado Danny, aunque fuera sólo para torturarse? Danny no podía devolverle la vida a Joe; no podía cambiar lo que le había ocurrido a su hijo, del mismo modo que un escritor de narrativa revisaría una novela.

Cuando Danny Ángel, transcurrido ese año, pudo sobrellevar por fin la relectura de lo que había escrito en Bebé en la calle, tanto la muerte accidental de aquel niño de dos años en pañales, que en un principio dio inicio al libro, como el posterior tormento de los padres del pequeño muerto, se le antojaron casi intrascendentes. ¿No era peor que un hijo escapase a la muerte esa primera vez y creciese para acabar muriendo después, en la flor de la vida? Y al ofrecer una historia peor, en una novela —dicho de otro modo, al presentar lo que ocurre de una manera más conmovedora—… En fin, ¿no se ofrecía en realidad una historia mejor? Sin duda, Danny estaba convencido de ello. Había reescrito Bebé en la calle de principio a fin. Eso le había llevado otros cinco años, casi seis.

Como es lógico, el tema de la novela no cambió. ¿Cómo iba a cambiar? Danny había descubierto que la desolación de perder a un hijo seguía siendo en gran medida la misma; poco importaba que los detalles fueran distintos.

Bebé en la calle se publicó en 1995, once años después de salir a la luz Al este de Bangor y ocho años después de la muerte de Joe. En la versión revisada, el anterior niño de dos años, al crecer, se convierte en un joven con propensión al riesgo; muere a la misma edad que Joe, los veintidós años, siendo aún estudiante universitario. Según la versión oficial, la muerte había sido un accidente, si bien no podía descartarse el suicidio. A diferencia de Joe, el personaje de la séptima novela de Danny está ebrio en el momento de su muerte: además, ha ingerido barbitúricos por un tubo. Devuelve un sandwich de jamón y muere por asfixia en su propio vómito.

En la realidad, cuando Joe cursaba su último año en la universidad, parecía haber superado su comportamiento temerario. La bebida —cuando bebía, cosa que ocurría rara vez— la tenía bajo control. Esquiaba deprisa, pero no había sufrido lesiones. En apariencia, era buen conductor; durante cuatro años condujo en Colorado y no le pusieron una sola multa por exceso de velocidad. Incluso se había tranquilizado un poco con las chicas, o esa impresión tenían su abuelo y su padre. Como es natural, el cocinero y su hijo nunca habían dejado de preocuparse por el chico; no obstante, la verdad era que, a lo largo de sus años universitarios, Joe había dado pocos motivos de preocupación. Incluso sus notas eran buenas, mejores de lo que habían sido en el Northfield Mount Hermon. (Al igual que muchos chicos que habían abandonado sus casas para ir a un internado independiente, Joe siempre afirmó que la universidad era más fácil). Como novelista, Danny Ángel había puesto todo su empeño en ofrecer un retrato del hipotético suicida de Bebé en la calle lo más distinto posible de Joe. El joven del libro es sensible, con tendencias artísticas. Tiene una salud delicada —desde el principio parece predestinado a la muerte— y no es deportista. La novela está ambientada en Vermont, no en Colorado. Revisada, la díscola madre del chico no es lo bastante díscola para ser el personaje de Katie, aunque, como su malhadado hijo, tiene problemas con la bebida. En la versión reescrita, el personaje de Danny, el afligido padre del chico, no abandona la bebida, pero no es alcohólico. (Nunca se pone en peligro ni queda incapacitado por lo que bebe; sólo está deprimido). Durante los primeros años después de la muerte de Joe, el cocinero intentaría de vez en cuando convencer a su hijo de que volviese a abandonar la bebida.

—Te sentirás mejor si no bebes, Daniel. A largo plazo, te arrepentirás de haber vuelto a beber.

—Lo hago con fines de investigación, pa —diría Danny a su padre, pero esa respuesta ya no servía, no después de haber reescrito Bebé en la calle, y el libro llevaba acabado más de cinco años. En la nueva novela que Danny estaba escribiendo, los personajes principales no eran bebedores; Danny no bebía con fines de investigación, ni lo había hecho nunca.

Pero el cocinero se daba cuenta de que Danny no bebía en exceso. Tomaba un par de cervezas antes de la cena —siempre le había gustado el sabor de la cerveza— y no más de una o dos copas de tinto con la comida. (Sin el vino, no dormía). Era obvio que el querido Daniel de Dominic no había vuelto a ser la clase de bebedor de antes.

Dominic también veía con sus propios ojos que la tristeza de su hijo había perdurado. Después de la muerte de Joe, Ketchum observó que la tristeza de Danny parecía de carácter permanente. Incluso los entrevistadores, o cualquiera que acabase de conocer al autor, reparaban en ello. Así pues, no era de extrañar que en muchas de las entrevistas que Danny había concedido a diversas publicaciones sobre Bebé en la calle las preguntas acerca del tema principal de la novela —la muerte de un hijo— tuvieran un carácter personal. En toda novela hay partes incómodamente cercanas al novelista; obviamente, ésos son aspectos de la historia emocional de los que el escritor preferiría no hablar.

¿No bastaba con que Danny se hubiese esforzado al máximo por distanciarse de lo personal? Había dado realce, exagerado, forzado la historia hasta los límites de lo creíble: los personajes, imaginados de la manera más plena posible, se veían sometidos a las situaciones más espantosas. («Las supuestas personas reales nunca son tan plenas como los personajes íntegramente imaginados», había dicho el novelista repetidas veces). Aun así, los entrevistadores de Danny Ángel no le habían preguntado prácticamente nada acerca de la trama y los personajes de Bebé en la calle; en lugar de eso, habían preguntado a Danny cómo «sobrellevaba» la muerte de su hijo. ¿Su «tragedia en la vida real» había inducido al escritor a reconsiderar la importancia de la ficción, refiriéndose al peso, la gravedad, el valor relativo de lo que es «pura» invención?

Esa clase de pregunta sacaba de quicio a Danny Ángel, pero esperaba demasiado de los periodistas; la mayoría de ellos carecían de imaginación para pensar que cualquier cosa creíble en una novela había sido «totalmente imaginada». Y los antiguos periodistas que después se dedicaban a la narrativa suscribían la tediosa máxima de Hemingway sobre la conveniencia de escribir acerca de lo que uno conoce. ¿Qué estupidez era ésa? ¿Las novelas debían tratar sobre las personas que uno conoce? ¿Cuántas novelas aburridas pero soporíferamente realistas pueden atribuirse a este consejo pobre y falto de inspiración?

Pero ¿no podía aducirse que Danny debería haber previsto el carácter personal de las preguntas de sus entrevistadores en lo referente a Bebé en la calle? Incluso quienes no eran lectores se habían enterado del accidente que había costado la vida al hijo del famoso escritor. (Para alivio de Ketchum, la noticia no había llegado, por lo visto, a oídos del vaquero). Aparecieron también los previsibles artículos sobre las calamitosas vidas de hijos de celebridades; injusto en el caso de Joe, porque al parecer el accidente no había sido culpa suya, y él no había bebido. Pero Danny también tenía que haber previsto eso: antes de verificarse que el alcohol no había intervenido, hubo en los medios quienes se apresuraron a dar por sentado que ésa era la causa.

Al principio, después del accidente —y de nuevo cuando se publicó Bebé en la calle—, Dominic había hecho lo posible por proteger a su hijo del correo de sus admiradores. Danny permitía a su padre leer las cartas antes que él, comprendiendo que el cocinero decidiría qué cartas debía o no debía ver. Fue así como se perdió la carta de la Señora del Cielo.

—Tienes lectores muy raros —se había quejado el cocinero un día—. Y muchos de tus admiradores se dirigen a ti por tu nombre de pila, ¡como si fueran amigos tuyos! A mí eso me molestaría, eso de que tanta gente que no te conoce dé por supuesto que te conoce.

—Ponme un ejemplo, pa —pidió Danny.

—Pues… no sé —respondió Dominic—. Tiro a la papelera más cartas de las que te enseño, ya lo sabes. La semana pasada llegó una carta…, puede que fuera de una stripper o algo así. Al menos tenía nombre de stripper.

—¿Qué nombre? —preguntó Danny a su padre.

—Señora del Cielo —contestó el cocinero—. A mí eso me suena a stripper.

—Creo que su verdadero nombre es Amy —dijo Danny; intentó conservar la calma.

—¿La conoces?

—Sólo conozco a una Señora del Cielo.

—Lo siento, Daniel. Supuse que era una chiflada.

—¿Qué decía, pa? ¿Te acuerdas?

Como es lógico, el cocinero no recordaba todos los detalles, sino sólo que la admiradora se le antojó una mujer presuntuosa y trastornada. Había escrito una sarta de sandeces sobre proteger a Joe de los cerdos; decía que ya no volaba, como si en algún momento hubiese sido capaz de volar.

—¿Quería que yo le contestara? —preguntó Danny a su padre—. ¿De dónde venía la carta? ¿Te acuerdas?

—No sé… La carta traía remite, eso desde luego. ¡Todos quieren que les contestes! —exclamó el cocinero.

—No pasa nada, pa. No te lo echo en cara —dijo Danny—. Quizás esa mujer vuelva a escribir. —(En realidad lo dudaba mucho y le producía una profunda pena).

—No tenía la menor idea de que quisieras saber algo de una persona llamada Señora del Cielo, Daniel —dijo el cocinero.

A Amy debía de haberle sucedido algo; Danny se preguntó qué habría sido. Una no salta desnuda de un avión porque sí, pensó el escritor.

—Estaba convencido de que era una loca, Daniel. —Dicho esto, el cocinero hizo una pausa—. Decía que también ella había perdido a un hijo —explicó Dominic a Danny—. Pensé que podía ahorrarte las cartas como ésa. Había muchas por el estilo.

—Quizá deberías enseñármelas, papá —dijo Danny.

Después de descubrir que la Señora del Cielo le había escrito, Danny recibió unas cuantas cartas más de admiradores que habían perdido hijos, pero no había sido capaz de contestar a una sola. No había nada que decir a esas personas. Danny lo sabía, porque él era una de ellas. Se preguntaba cómo lo habría sobrellevado Amy; en su nueva vida, sin Joe, Danny pensaba que no sería tan difícil saltar desnudo de un avión.

En el estudio, en la segunda planta de la casa de Cluny Drive, había una claraboya además de la ventana con vistas a la torre del reloj por encima de la licorería de Summerhill. Aquella habitación había sido antes el dormitorio de Joe; ocupaba toda la segunda planta y tenía su propio cuarto de baño, con ducha pero sin bañera. La ducha bastaba para un universitario como Joe, pero el cocinero había cuestionado el tamaño desmedido de la habitación, por no hablar ya de la privilegiada vista. ¿No era eso un despilfarro para un joven que estudiaba en Estados Unidos? (Joe nunca pasaría mucho tiempo en Toronto). Pero Danny había aducido que quería que Joe tuviese la mejor habitación, porque quizás así su hijo estaría más dispuesto a visitar Canadá. El aislamiento de la habitación en la segunda planta también la convertía en el dormitorio más privado de la casa, y como —por razones de seguridad— ninguna habitación en una segunda planta debía carecer de escalera de incendios, Danny había construido una. La habitación disponía, por consiguiente, de su propia entrada. Cuando Joe murió, Danny transformó el dormitorio del chico en un estudio y dejó los objetos personales de su hijo tal como estaban; sólo retiró la cama.

La ropa de Joe permaneció en el armario y la cómoda; incluso sus zapatos seguían allí. Y todos los cordones estaban desatados. Joe jamás se había quitado un par de zapatos desatándose antes los cordones. Se desprendía de los zapatos a patadas sin desatárselos, y siempre los llevaba bien atados, con un nudo doble, como si fuera aún un niño a quien se le desataban a menudo los zapatos. Danny había contraído hacía mucho la costumbre de coger los zapatos de su hijo con el nudo doble y desatarle los cordones. Habían pasado unos meses, o más, desde la muerte de Joe cuando Danny desató los últimos cordones de los zapatos de Joe.

Con aquel sinfín de fotografías en las paredes de Joe practicando la lucha y el esquí, lo que daban en llamar estudio era prácticamente un santuario del chico muerto. En opinión del cocinero, era un acto de masoquismo por parte de su hijo elegir ese sitio para escribir, pero una cojera como la de Dominic le impedía investigar el estudio de esa segunda planta con regularidad; Dominic rara vez se aventuraba a subir allí, ni siquiera cuando Daniel no estaba. Una vez retirada la cama, nadie más dormiría allí; por lo visto, ésa era la intención de Danny.

Las temporadas que Joe había pasado con ellos en Toronto, tanto el cocinero como su hijo oían al chico dejar caer los zapatos al suelo (como dos piedras) sobre sus cabezas, o los crujidos más sutiles de las tablas del suelo cuando se paseaba por allí (incluso descalzo, o con calcetines). También se oía la ducha de la segunda planta desde las tres habitaciones de la primera. Cada habitación de la primera planta tenía su propio baño, hallándose el dormitorio del cocinero y el de su querido Daniel en los extremos opuestos del largo pasillo, con la habitación de invitados entre ambos, por lo que padre e hijo disfrutaban de cierta intimidad.

Esa habitación de invitados con baño estaba recién arreglada —en espera de la prevista llegada de Ketchum, en lo que por entonces se había convertido en la visita anual por Navidad del leñador—, y como la puerta había quedado abierta, Danny y su padre no pudieron por menos de advertir que la mujer de la limpieza había colocado en lugar destacado, en el tocador de la habitación de invitados, un jarrón con flores recién cortadas. El ramo se reflejaba en el espejo del tocador, creando la impresión, desde el pasillo del primer piso, de que había dos jarrones con flores. (Aunque Ketchum no se habría fijado ni reconocido siquiera la presencia de una docena de jarrones con flores en su habitación, pensó el escritor). Danny sospechaba que la mujer de la limpieza se había encaprichado con Ketchum, aunque el cocinero sostenía que Lupita debía de sentir lástima por Ketchum debido a su edad. Las flores eran en previsión de lo cerca que estaba Ketchum de la muerte, dijo absurdamente Dominic, «tal como la gente pone flores en una tumba».

—Eso no lo piensas de verdad —dijo Danny a su padre.

Pero las flores y Lupita eran un misterio. La mujer de la limpieza mexicana nunca ponía un jarrón de flores en la habitación de invitados para ningún otro visitante de aquella residencia de Rosedale, y esa habitación de invitados de Cluny Drive se ocupaba con relativa frecuencia, no sólo en Navidad. Salman Rushdie, el autor sobre el que pesaba una amenaza de muerte, se alojaba a veces allí cuando visitaba Toronto; los otros amigos escritores de Danny Ángel, tanto europeos como estadounidenses, iban a menudo de visita. Armando y Mary DeSimone visitaban la ciudad al menos dos veces al año, y siempre se alojaban con Danny y su padre.

Muchos editores extranjeros de Danny habían dormido en esa habitación de invitados, lo que reflejaba el prestigio internacional del autor; la mayor parte de los libros en aquella habitación eran traducciones de las novelas de Danny Ángel. También colgaba en esa habitación de invitados un póster enmarcado de la edición francesa de Bebé en la calle: Bebé dans la me. (En el cuarto de baño contiguo había un póster de gran tamaño de la traducción alemana de esa misma novela: Baby auf der Strasse). Pero ajuicio de la mujer de la limpieza mexicana, sólo Ketchum merecía flores.

Lupita era un alma herida, y sin lugar a dudas reconocía el daño infligido a otros. Era incapaz de limpiar el estudio de Danny en la segunda planta sin llorar, pese a que no había conocido a Joe; durante los años que iba a Canadá desde Colorado, Joe nunca se quedaba mucho tiempo, y Danny y su padre no habían conocido aún a «la maravilla mexicana», como la llamaba el cocinero.

Lupita era un hallazgo relativamente reciente, pero la conmovían de manera perceptible aquellos dos caballeros tristes que habían perdido, respectivamente, a su hijo y su nieto. Le había comentado al cocinero que le preocupaba Danny, pero a Danny le decía simplemente: «Su hijo está en el cielo, en un lugar más alto que la segunda planta, señor Ángel».

—Acepto su palabra, Lupita —había contestado Danny.

—¿Enfermo? —preguntaba Lupita siempre, no al cocinero de setenta y seis años, sino a su deprimido hijo de cincuenta y ocho.

—No, no estoy enfermo, Lupita —contestaba Danny invariablemente—. Yo sólo soy un escritor. —(Como si eso explicara el aire de pesadumbre que ella debía de ver en él). Lupita también había perdido a un hijo; era incapaz de hablarle de ello a Danny, pero sí se lo contó al cocinero. No incluyó detalles, y apenas hizo mención al padre del niño, un canadiense. Si Lupita alguna vez había tenido un marido, lo había perdido también. Danny dudaba que hubiese muchos mexicanos en Toronto, pero probablemente pronto llegarían más.

Con su tersa piel morena y su larga melena negra, Lupita parecía no tener edad, aunque Danny y su padre le calculaban una edad intermedia entre las de ellos, alrededor de sesenta, y si bien no era alta, sí era robusta, visiblemente obesa, aunque no gorda en un sentido condenatorio.

Como Lupita tenía una cara agraciada, y acostumbraba dejar los zapatos en el suelo de la planta baja de la casa (se deslizaba por los pisos superiores descalza o con calcetines), Danny dijo una vez a su padre que Lupita le recordaba a Jane la Piel Roja. El cocinero no vio el parecido por ninguna parte; Dominic movió la cabeza en un severo gesto de negación ante la sola idea. O bien el padre de Danny se negaba a reconocer el evidente parecido entre Lupita y Jane, o a Danny le engañaba la memoria en cuanto a la imagen de la lavaplatos india, tal como a los novelistas los engaña la memoria con frecuencia.

A media tarde, mientras el cocinero se afanaba con los preparativos de la cena en el Patrice, Danny salía a menudo de su estudio en la segunda planta cuando los últimos rayos del sol, si es que lo había, penetraban débilmente por la claraboya. Esa tarde gris de diciembre no había el menor asomo de sol, con lo que al novelista le fue más fácil apartarse de su escritorio. La exigua luz de poniente apenas llegaba al pasillo del primer piso. Descalzo, Danny se encaminó con andar quedo hacia el dormitorio de su padre. En ausencia del cocinero, su hijo entraba en esa habitación para ver las instantáneas que Dominic había clavado en los cinco tableros colgados de las paredes.

En el dormitorio de su padre había un escritorio antiguo, con cajones, y Danny sabía que esos cajones contenían centenares de fotografías más. Con la ayuda de Lupita, Dominic reorganizaba incesantemente las instantáneas de los tableros; el cocinero jamás tiraba una foto: cada imagen que retiraba la devolvía a los cajones del escritorio. Así, fotos usadas dos veces (o usadas tres veces) volvían a parecer nuevas, expuestas una vez más en los tableros, siendo el único indicio de que se habían colgado con anterioridad el número excesivo de orificios casi invisibles.

En los tableros, las instantáneas se traslapaban intrincadamente conforme a una disposición confusa pero acaso temática, ya fuera por idea de Dominic o de Lupita, porque Danny sabía que sin la ayuda de la mujer de la limpieza mexicana su padre habría sido incapaz de desclavar y volver a clavar las fotografías con tan ostensible ardor y reiteración. Era un trabajo arduo, y debido al lugar que ocupaban en las paredes las instantáneas era necesario encaramarse al brazo del sofá o subirse a una silla a fin de llegar a las zonas más altas, labor que el cocinero, con su cojera, no podía llevar a cabo fácilmente. (Dado el peso de Lupita, y su edad estimada, Danny veía con preocupación que la mexicana ejecutase ese número de equilibrismo en un sofá o una silla). Pese a su considerable imaginación, Danny Ángel no alcanzaba a desentrañar la lógica de su padre; las instantáneas traslapadas no admitían interpretación histórica o visual alguna. En una antigua fotografía en blanco y negro, Ketchum, sorprendentemente joven, parecía bailar con Jane la Piel Roja en lo que, como Danny recordaba con toda claridad, era la cocina del pabellón de Twisted River. El hecho de que esa vieja foto apareciese yuxtapuesta a otra (en color) de Danny con Joe (en su tierna infancia) en Iowa era inexplicable, salvo porque en esa fotografía, según recordaba Danny, salía también Katie, y el cocinero, hábilmente, la había tapado por completo con una foto de Carmella junto a Paul Polcari, de pie ante el horno para pizzas del Vicino di Napoli; Tony Molinari o el viejo Giusé Polcari debían de haber tomado aquella foto.

De ese modo, Vermont se solapaba con Boston, y viceversa; el Avellino y el Mao’s eran en apariencia intercambiables, y los rostros asiáticos del interludio en Iowa del propio cocinero aparecían al lado de otros más actuales de Toronto. Los primeros tiempos en el Maxim’s, que dieron paso al Bastringue en Queen Street West, quedarían registrados con Ketchum en una u otra de sus furgonetas con caja descubierta, wanigans a todos los efectos, o en compañía de Joe durante su etapa universitaria en Colorado —a menudo con esquís, o en una carrera de mountain-bikes—, y había incluso una fotografía de Max, el amigo de Joe en Iowa City que (junto con Joe) casi resultó muerto en aquel callejón detrás de la casa de Court Street arrollado por el Mustang azul a toda velocidad. Para desconcierto de Danny, el retrato de los dos niños de ocho años estaba prendido al lado de uno del joven maestro culinario Silvestro, besado en ambas mejillas por las segundas jefas de cocina Joyce y Kristine.

¿Era posible, se preguntaba Danny, que Lupita hubiese clavado a los tableros la mayor parte de las fotografías no sólo con sus manos regordetas sino, también, con arreglo a sus ingenuos designios? Si los collages de instantáneas habían sido casi por entero obra de Lupita, si el cocinero no había intervenido apenas en la concepción general, eso explicaría la disposición en apariencia aleatoria. (Eso podría explicar asimismo, pensó el escritor, por qué ninguna fotografía de Ketchum había vuelto a los cajones del escritorio, no desde que Lupita había empezado a trabajar para Danny y su padre). ¿Cómo había conseguido el maderero de ochenta y tres años causar ese impacto romántico en la mujer de la limpieza mexicana de sesenta y tantos?, pensaba Danny. El cocinero parecía asqueado ante la sola idea; Lupita no podía haber coincidido con Ketchum más de dos o tres veces. «¡Debe de ser por el fervoroso catolicismo de Lupita!», había exclamado Dominic.

En opinión de su padre, como Danny sabía, sólo podían existir razones supersticiosas o absurdas para que una mujer en su sano juicio se sintiera atraída por Ketchum.

Ahora, en su propio dormitorio, Danny se puso la ropa de gimnasia. En el dormitorio de Danny no había fotografías de Joe; Danny Ángel tenía ya bastantes problemas de insomnio sin que hubiera retratos de su hijo muerto. Salvo por las noches —cuando salía a cenar o iba al cine—, Danny casi siempre estaba en casa, y la mayoría de las noches su padre trabajaba. La idea de semijubilación de Dominic consistía en que normalmente se marchaba del restaurante y volvía a casa a acostarse entre las diez y media y las once cada noche, incluso cuando el Patrice estaba de bote en bote; eso para él ya era jubilación suficiente.

Cuando Danny estaba de viaje por la promoción de un libro, o fuera de la ciudad por alguna otra razón, su padre entraba en el dormitorio de su hijo, sólo para recordar cómo podrían haber sido las cosas si Joe no hubiese muerto. A Dominic Baciagalupo le entristecía que en el dormitorio de su querido Daniel sólo hubiese fotografías de la guionista Charlotte Turner, que tenía quince años menos que su hijo, y caray si se le notaban. Charlotte contaba sólo veintisiete años cuando conoció a Daniel, en 1984, y entonces él tenía cuarenta y dos. (Eso fue poco después de trasladarse a Canadá el cocinero y su hijo. Al este de Bangor acababa de publicarse, y Joe terminaba su primer curso en Colorado). Charlotte era sólo ocho años mayor que Joe, y los suyos eran unos veintisiete años muy bien llevados.

Ahora llevaba muy bien sus cuarenta y tres, reflexionó el cocinero. A Dominic le dolía ver los retratos de Charlotte, y detenerse a pensar en el afecto que sentía por la joven; a juicio del cocinero, Charlotte habría sido la esposa ideal para su solitario hijo.

Pero un trato es un trato. Charlotte quería hijos —«Un solo hijo, si es lo único que puedes asumir», había dicho a Danny—, y Danny le había prometido que la dejaría embarazada y le concedería un hijo. Sólo puso una condición. (Bueno, quizá «condición» no era la palabra exacta; acaso fuera más bien una «petición»). ¿Esperaría Charlotte a quedarse embarazada hasta que Joe terminase la carrera? Por aquel entonces a Joe le quedaban aún tres años en la Universidad de Colorado, pero Charlotte accedió a esperar; tendría sólo treinta cuando Joe obtuviese el título. Además, como el cocinero recordaba, ella y Daniel se querían mucho. Habían sido muy felices juntos; esos tres años no les parecieron un tiempo demasiado largo.

A los veintisiete años, Charlotte Turner se complacía en decir, teatralmente, que había vivido en Toronto «toda su vida». Y lo que es más, nunca había vivido con nadie, ni le había durado ningún novio más de seis meses. Cuando conoció a Danny, ella vivía en casa de su difunta abuela en Forest Hill; sus padres querían vender la casa, pero ella los convenció para que se la alquilasen. En vida de su abuela, la casa estaba llena de trastos y era un caos, pero Charlotte había subastado los muebles viejos y convertido la planta baja en su despacho, más una pequeña sala de proyección; en el piso de arriba, que contaba con un único cuarto de baño, había unido tres habitaciones muy pequeñas, casi inservibles, en un amplio dormitorio. Charlotte no sabía cocinar, y la casa no permitía recibir invitados; había dejado la anticuada cocina de su abuela tal como estaba, porque a ella le bastaba con eso. Ninguno de los novios de corta duración de Charlotte había pasado la noche en aquella casa —Danny sería el primero— y, en sentido estricto, Charlotte nunca llegó a instalarse en la casa de Cluny Drive.

El cocinero se había ofrecido a marcharse a vivir a otro sitio. Se veía como una potencial intromisión en la intimidad de su hijo, y Dominic deseaba a toda costa que la relación entre Daniel y Charlotte prosperase. Pero Charlotte no quiso ni oír hablar de «desahuciar» al padre de Danny, como ella lo planteó, o no hasta después de la boda, que se programó (con más de dos años de antelación) para junio de 1987, tras la licenciatura de Joe, que sería el padrino.

En su momento había parecido sensato esperar para la boda, y para el embarazo de Charlotte, y para tener un bebé en la casa. Era el deseo de Danny «encarrilar» a Joe —ésa era la palabra que el escritor empleaba— durante los años universitarios.

Pero había en Toronto quienes conocían el historial de Charlotte con los hombres; tal vez se habrían apostado cualquier cosa a que una boda a dos años vista tenía pocas probabilidades de celebrarse, o a que la joven guionista, en uno de sus numerosos viajes a Los Angeles, sencillamente no volvería. Durante los tres cortos años que habían pasado juntos, Charlotte apenas dejaba ropa en el armario del dormitorio de Danny. pese a que ella pasaba más noches en esa casa de Cluny Drive que Danny en la casa de ella en Forest Hill. Sí dejaba en cambio, en el cuarto de baño de Danny, sus no pocos artículos de tocador y un sinfín de cosméticos.

Tanto Charlotte como Danny eran madrugadores, y mientras Charlotte se dedicaba al cuidado de su pelo y de su piel —tenía una piel preciosa, recordó de pronto el cocinero—, Danny preparaba el desayuno. A continuación Charlotte cogía el metro en Yonge Street hasta St. Clair, desde donde iba a pie a su casa de Forest Hill; allí la esperaba una larga jornada de trabajo.

Incluso después de casada, decía siempre Charlotte, se proponía tener un despacho fuera de la casa de Cluny Drive. («Además, allí no hay espacio para toda mi ropa», dijo a Danny. «Incluso cuando tu padre se vaya, necesitaré al menos un despacho, si no una casa entera, para mi ropa»). Eso de la ropa podía llevar a engaño respecto a Charlotte, recordaba a menudo Dominic, sobre todo cuando veía retratos suyos. Sin embargo, al igual que Danny con sus novelas, Charlotte era con sus guiones una adicta al trabajo y no lo fue menos en el caso de la adaptación que propuso de Al este de Bangor, motivo del encuentro entre ella y Danny.

Charlotte conocía de sobra las innegociables condiciones de Danny Ángel en cuanto a la venta de los derechos cinematográficos de sus novelas; había leído las entrevistas en que Danny declaraba que alguien tendría que escribir una adaptación «medianamente aceptable» antes de que él se desprendiese de los derechos cinematográficos de tal o cual libro.

La guionista, una mujer alta de veintisiete años —aventajaba en una cabeza a Daniel, recordaría el cocinero, con lo que Charlotte se acercaba más en estatura y edad a Joe que a Danny o a su padre—, había accedido a escribir el borrador de un guión sobre Al este de Bangor «y a ver si había suerte». No habría intercambio de dinero, no se cederían derechos para el cine; si a Danny no le gustaba el guión, Charlotte tendría que aguantarse, así de simple.

—Seguro que ya has visto la manera de sacar una película de esta novela —había comentado Danny en su primera reunión. (No interrumpía la jornada a la hora del almuerzo. Quedarían a cenar en el Bastringue, adonde, por aquel entonces, Danny debía de ir tres o cuatro noches por semana).

—No, sencillamente quiero hacerlo, en cuanto a la manera… no tengo la menor idea —contestó Charlotte. Llevaba unas gafas de montura oscura y tenía todo el aspecto de una chica aplicada, pero el suyo no era un cuerpo de ratón de biblioteca; además de su estatura, poseía una figura voluptuosa. (Debía de pesar unos cuantos kilos más que Daniel, según recordaba el cocinero). Era una chica corpulenta para llevar un vestido rosa, había pensado Danny esa primera noche, y lucía un carmín rosa a juego, pero Charlotte trabajaba mucho en Los Angeles; ya por 1984 parecía más de Los Angeles que de Toronto.

A Danny le complació sinceramente el primer borrador de su guión basado en Al este de Bangor; le complació lo suficiente para vender a Charlotte Turner los derechos cinematográficos de su novela por un dólar canadiense, que por aquel entonces equivalía a unos setenta y cinco centavos estadounidenses. Habían colaborado en posteriores borradores del guión, así que Danny había visto con sus propios ojos el ahínco que Charlotte ponía en su trabajo. Por esas fechas, Danny tenía el estudio en la planta baja de la casa de Cluny Drive, donde ahora estaba el gimnasio. Charlotte y él trabajaban allí, y en la casa de la abuela de ella en Forest Hill. La película tardaría quince años en realizarse, pero el guión de Al este de Bangor se fraguó en cuatro meses; para entonces, Charlotte Turner y Danny Ángel ya eran pareja.

En el dormitorio de Danny, dedicado a la memoria de Charlotte del mismo modo que el estudio de la segunda planta era un santuario en recuerdo de Joe, a menudo el cocinero se había maravillado por lo bien que Lupita quitaba el polvo y sacaba brillo a todos los marcos con las fotografías de la exitosa guionista. La mayoría de las fotos se habían tomado durante los tres años que Daniel y Charlotte estuvieron juntos; muchas eran de sus breves meses de verano en el lago Hurón. Al igual que otras familias de Toronto, los padres de Charlotte tenían una isla en la bahía de Georgia; según contaban, el abuelo de Charlotte ganó la isla en una partida de póquer, pero había quienes afirmaban que la había cambiado por un coche. Como el padre de Charlotte padecía una enfermedad terminal, y su madre (médica) pronto se jubilaría, Charlotte heredaría la isla, que se hallaba en la zona de Pointe au Baril Station. A Daniel le fascinaba esa isla, recordaría el cocinero. (Dominic había visitado la bahía de Georgia sólo una vez, y no le había gustado nada). Las únicas instantáneas de Charlotte que el cocinero seguía reciclando en el tablero de su dormitorio eran las de ella con Joe, porque Daniel no podía dormir con fotos del muchacho muerto en su dormitorio. El cocinero admiraba el afecto exento de celos que Charlotte sentía por Joe, quien pudo ver con sus propios ojos lo feliz que era su padre al lado de ella; Joe había simpatizado con Charlotte desde el primer momento.

Charlotte no era aficionada al esquí; aun así, toleraba aquellos fines de semana invernales y las vacaciones navideñas en Winter Park. donde el cocinero había preparado fabulosas cenas en la casa alquilada sobre la falda de la montaña. Los restaurantes de Winter Park no eran malos, o eran aceptables para Joe y sus amigos universitarios, pero no estaban a la altura de las exigencias del cocinero, y para Dominic Baciagalupo era un placer la oportunidad de cocinar para su nieto; el chico no iba a Canadá con la debida frecuencia, no en opinión de Dominic. (Ni en opinión del escritor Danny Ángel). La poca luz que esa tarde de finales de diciembre todavía quedaba un rato antes se había extinguido ahora por completo; en las ventanas se veían la oscuridad y, en contraste, las luces de la ciudad mientras Danny hacía estiramientos en la colchoneta de su gimnasio. Como había sido su estudio antes de convertirse en gimnasio —y Danny a partir de cierta edad, había empezado a escribir sólo en horario diurno—, no tenía cortinas en las ventanas. En los meses de invierno, a menudo había oscurecido ya cuando comenzaba con sus ejercicios, pero a Danny le traía sin cuidado si alguien del barrio lo veía en las máquinas aeróbicas o con las pesas libres. Tanto cuando era su despacho como desde que se había convertido en gimnasio, lo habían fotografiado en esa habitación; también lo habían entrevistado allí, porque nunca permitía a ningún periodista entrar en su estudio de la segunda planta.

En cuanto se casasen, había dicho Charlotte, pondría cortinas o persianas en el gimnasio, pero como la boda se suspendió —junto con todo lo demás—, las ventanas de esa habitación seguían como antes. Era un gimnasio poco habitual, porque continuaba habiendo estanterías contra las paredes; aun después de instalarse a trabajar en el antiguo dormitorio de Joe en la segunda planta, Danny había dejado muchos de sus libros en ese cuarto de la planta baja.

Cuando Danny y su padre ofrecían una cena en la casa de Cluny Drive, todo el mundo dejaba los abrigos en el gimnasio; los colgaban en las barandillas de la cinta de andar, o sobre el simulador de escalera, o en la bicicleta estática, y los apilaban también en el banco de pesas. En esa sala había, además, un par de tablillas sujetapapeles y un paquete de papel de impresora en blanco, junto con muchos bolígrafos. A veces Danny tomaba notas mientras pedaleaba en la bicicleta estática a media tarde o cuando andaba en la cinta. Tenía las rodillas deshechas de tanto correr, pero aún podía caminar bastante deprisa en la cinta, y en la bicicleta estática o el simulador de escalera las rodillas no le molestaban.

Para un hombre de cincuenta y ocho años, Danny estaba en una forma física medio aceptable; conservaba aún una complexión más bien ligera, pese a que se había puesto unos kilos desde que bebía otra vez cerveza y vino tinto, aunque con moderación. Si Jane la Piel Roja viviese aún, le habría dicho a Danny que para alguien de su escaso peso, incluso un par de cervezas y una o dos copas de vino tinto eran excesivas. («En fin, la Piel Roja era muy severa con el tema del “agua de fuego”», había dicho siempre Ketchum, a quien la moderación no preocupaba mucho, ni siquiera a los ochenta y tres años). Era imposible saber cuándo llegaría Ketchum para pasar las navidades, pensaba Danny mientras alcanzaba un buen ritmo en el simulador de escalera; en Navidad, Ketchum sencillamente se presentaba. Para ser un fanático del fax, al que recurría una docena de veces por semana para comunicarse con Dominic o con Danny aparte de telefonearlos espontáneamente a cualquier hora del día y de la noche, Ketchum llevaba muy en secreto sus viajes por carretera, no sólo sus viajes a Toronto por Navidad, sino sus salidas de caza a cualquier lugar de Canadá. (Cuando salía de caza —no a Québec, sino hacia el norte en Ontario— a veces también se dejaba caer por Toronto). Ketchum iniciaba sus cacerías en septiembre, al principio de la temporada del oso en Coos County. El viejo leñador sostenía que la población de osos negros en New Hampshire superaba los cinco mil animales, y la captura anual de osos era «sólo de unos quinientos o seiscientos bichos»; la mayoría de los osos se cobraban en las regiones del norte y el centro del estado, así como en las Montañas Blancas. A partir de la segunda semana de septiembre y hasta finales de octubre, estaba autorizado a llevar al perro cazador de osos, el antedicho «animal excelente» (a esas alturas ya nieto —¡o bisnieto!— de aquel primer animal excelente, cabía suponer).

El perro era un cruce, lo que Ketchum llamaba un walker bluetick. Era alto y flaco, como un walker foxhound, pero con el pelaje blanco del bluetick —con manchas y motas de un gris azulado—, y dotado de la superior viveza del bluetick. Ketchum conseguía sus walker blueticks en un criadero de Tennessee; siempre elegía un macho y lo llamaba Héroe. El perro nunca ladraba, pero gruñía cuando dormía —según Ketchum, el perro nunca dormía—, y soltaba un lastimero aullido siempre que daba caza a un oso.

En New Hampshire, el final de la temporada del oso coincidía parcialmente con la temporada de caza del ciervo con armas de avancarga, pero durante poco tiempo, sólo desde finales de octubre hasta la primera semana de noviembre. La temporada de caza del ciervo con armas estándar se prolongaba el resto del mes de noviembre hasta principios de diciembre, pero en cuanto Ketchum mataba un ciervo en Coos County (siempre abatía uno con su arma de avancarga) se marchaba al norte, a Canadá; allí la temporada con armas estándar terminaba antes.

El viejo maderero nunca había sido capaz de despertar el interés del cocinero en la caza del ciervo; a Dominic no le gustaban las armas, ni el sabor de la carne de venado, y con su cojera andar por el bosque no resultaba especialmente divertido. Pero cuando Danny y su padre se trasladaron a Canadá, y Danny conoció a Charlotte Turner, invitaron a Ketchum a ir a la isla de Charlotte en el lago Hurón; era el primer verano que Danny y ella pasaban en pareja, y también invitaron al cocinero a ir a la bahía de Georgia. Fue allí —en la isla de Turner— y entonces —en agosto de 1984— cuando Ketchum convenció a Danny para que probase la caza del ciervo.

Dominic Baciagalupo aborrecía la rusticidad impuesta por el veraneo en aquellas cabañas de las islas de la bahía de Georgia; en 1984, la familia de Charlotte aún usaba el retrete exterior. Y si bien disponían de lámparas de propano y nevera de propano, extraían del lago el agua que necesitaban (con el método del cubo).

Por otra parte, la familia de Charlotte parecía haber amueblado la casa principal y las dos cabañas dormitorio anexas con los sofás desechados, la vajilla desportillada y las camas mortalmente incómodas que habían sustituido en su casa de Toronto hacía mucho; peor aún, dedujo el cocinero, existía una tradición entre los veraneantes de las islas de la bahía de Georgia a favor de ese comportamiento cicatero. Toda innovación —como por ejemplo, la electricidad, el agua caliente o el inodoro con cisterna— se consideraba deplorable por alguna razón.

Lo que el cocinero más detestaba era lo que comían. Las provisiones traídas de Pointe au Baril Station —en tierra firme—, en concreto la fruta y verdura y todo aquello que pasaba por «fresco», eran rudimentarias, y la gente chamuscaba en sus barbacoas al aire libre lo que asaba, ennegreciéndolo hasta dejarlo irreconocible.

En su primera y única visita a la isla de Turner, Dominic se mostró cortés y ayudó en la cocina —en la medida en que eso era tolerable—, pero el cocinero regresó a Toronto al final de un largo fin de semana aliviado por saber que nunca volvería a poner a prueba su cojera en aquellas escabrosas rocas, ni pisaría un muelle de Pointe au Baril Station.

«Aquí está demasiado presente Twisted River; no es sitio para el Coci», había explicado Ketchum a Charlotte y Danny cuando Dominic regresó a la ciudad. Si bien el maderero lo dijo para disculpar a su viejo amigo, Danny no tuvo al principio una reacción muy distinta de la de su padre ante la vida insular. La diferencia estribó en que Danny y Charlotte habían hablado de los cambios que introducirían en la isla, sin duda después (si no antes) de la muerte del padre de ella, y cuando su madre ya no pudiera subir y bajar sin peligro de un bote, o trepar por aquellas escarpadas rocas desde el embarcadero hasta la casa principal.

Danny aún usaba una máquina de escribir antigua; tenía media docena de Selectrics de IBM, que se averiaban continuamente. Quería electricidad para sus máquinas de escribir. Charlotte quería agua caliente —hacía tiempo que soñaba con lujos como una ducha exterior y una bañera enorme—, además de varios inodoros con cisterna. Tampoco estaría de más un poco de calefacción eléctrica, habían coincidido Danny y Charlotte, ya que por la noche refrescaba incluso en verano —aquello estaba muy al norte—, y al fin y al cabo pronto tendrían un bebé.

Danny también quería construir «una choza para escribir», como él la llamaba —sin duda recordaba el cobertizo de la granja de Vermont donde antiguamente escribía—, y Charlotte quería levantar una enorme veranda cerrada, algo de tamaño suficiente para unir la casa principal con las dos cabañas dormitorio, para que nadie tuviera que salir bajo la lluvia (ni exponerse a los mosquitos, que eran una plaga al anochecer).

En otras palabras, Danny y Charlotte tenían planes para aquel lugar, como es propio de las parejas enamoradas. Desde niña, Charlotte seguía acudiendo a su entrañable isla durante el verano; quizá lo que entusiasmaba a Danny eran las posibilidades mismas del lugar, la vida con Charlotte que había imaginado allí.

Ay, planes, planes, planes… ¡Cómo hacemos planes para el futuro como si el futuro fuera un hecho seguro! Al final, la pareja enamorada no esperó a que el padre de Charlotte muriera, ni a que su madre estuviera físicamente incapacitada para las asperezas de una isla en el lago Hurón. En los siguientes dos años, Danny y Charlotte instalarían la electricidad, los inodoros con cisterna y el agua caliente, incluso la ducha al aire libre de Charlotte y también su bañera enorme, amén de la espaciosa veranda cerrada. Y se introdujeron otras «mejoras» sugeridas por Ketchum; el viejo leñador había empleado literalmente la palabra «mejoras» en su primerísima visita a la bahía de Georgia y la isla de Turner. En el verano de 1984, Ketchum era un dinámico hombre de sesenta y siete años, joven aún para tener sus propios planes.

Ese verano, Ketchum llevó al perro. El animal estuvo tan alerta como una ardilla desde el instante en que puso las patas en el embarcadero de la isla. «Debe de haber un oso por aquí; Héroe entiende de osos», dijo Ketchum. El cuello del sabueso se tensaba y, allí donde antes había piel suelta, ahora le sobresalía una cresta de pelo erizado; el perro permaneció tan cerca de Ketchum como la propia sombra del leñador. Héroe no era un perro al que uno acariciaría por iniciativa propia.

Ketchum no era amigo de veraneos; no pescaba ni tonteaba con barcas. El veterano ganchero no sabía nadar. Lo que Ketchum vio en la bahía de Georgia, y en la isla de Turner, era cómo debía de ser aquel lugar a finales del otoño y durante el largo invierno, y cuando el hielo se rompía en primavera. «Juraría que por aquí hay muchos ciervos», comentó el viejo maderero; estaba aún en el embarcadero, poco después de su llegada y antes de descargar sus pertenencias. Parecía husmear el aire en busca del oso, como su perro.

«Tierra de pieles rojas», comentó con aprobación. «Bueno, al menos lo fue antes de que esos misioneros intentaran cristianizar el puto bosque». De niño había visto las fotografías en blanco y negro de una barrera flotante de troncos para papel en la bahía de Gore, en la isla de Manitoulin. El negocio maderero en la bahía de Georgia debía de estar en su apogeo alrededor de 1900, pero Ketchum había oído la historia y memorizado los ciclos anuales de la explotación forestal. (En los meses de otoño talaban los árboles, construían las pistas forestales y preparaban los ríos para el acarreo de maderadas en primavera, todo antes de la primera nevada. En invierno seguían talando y arrastraban los troncos por la nieve hasta los aguaderos del río. En primavera, conducían los troncos flotantes por las torrenteras y los ríos hasta la bahía). «Pero, en los años noventa, todos vuestros bosques bajaban en almadías hasta Estados Unidos, ¿no es así?», preguntó Ketchum a Charlotte. A ella la sorprendió la pregunta; no conocía la respuesta, pero Ketchum sí.

Al fin y al cabo, la explotación maderera era igual en todas partes. Los grandes bosques habían sido talados; los aserraderos habían sido desmantelados o desaparecido en incendios. «Los aserraderos se extinguieron por puro abandono», como le gustaba decir a Ketchum.

«Quizás el oso esté en una isla cercana», comentó Ketchum, echando una ojeada alrededor. «Si el oso estuviera en esta isla, Héroe se habría alterado más». (En opinión de Danny y Charlotte, aquel flaco sabueso parecía tan alterado como si hubiera un oso en el embarcadero). Resultó que ese verano un oso visitó la isla de Barclay. Un oso podía salvar a nado fácilmente la corta distancia entre las dos islas —Danny y Ketchum habían descubierto que podían vadearla—, pero el oso no apareció en la isla de Turner, quizá porque había olido al perro de Ketchum.

«Quemad la grasa de la parrilla de la barbacoa después de usarla», les aconsejó Ketchum. «No dejéis fuera la basura y guardad la fruta en la nevera. Os dejaría a Héroe, pero lo necesito para que cuide de mí». Había una cabaña de madera desocupada, la primera construcción que se hizo en la isla de Turner, cerca del embarcadero de atrás. Charlotte se la enseñó a Ketchum. Las mosquiteras estaban un poco rotas, y la cama consistía en un par de literas arrancadas y unidas luego mediante clavos, una al lado de la otra, con un colchón de matrimonio que sobresalía de los bastidores. La manta estaba apolillada y el colchón enmohecido; nadie se había alojado allí desde que el abuelo de Charlotte dejó de ir a la isla.

Ésa había sido su cabaña, explicó Charlotte, y al morir el viejo, ningún otro miembro de la familia Turner se había acercado siquiera a la decrépita construcción que, según Charlotte, estaba encantada (o eso creía ella de niña).

Apartó una alfombra raída y sucia; quería enseñarle a Ketchum la trampilla oculta en el suelo. La cabaña se asentaba sobre unos pilones de cemento, no mucho más altos que bloques de hormigón —no tenía cimientos—, y bajo la trampilla no había nada aparte de tierra desnuda, a poco más o menos un metro por debajo del suelo de la cabaña. Rodeada de pinos, el viento había arrastrado la pinaza y la había acumulado bajo la cabaña, lo que confería a la tierra un aspecto engañosamente mullido y cómodo.

—No sabemos para qué usaba el abuelo la trampilla —explicó Charlotte a Ketchum—, pero como le gustaba el juego, sospechamos que escondía aquí su dinero.

Héroe olisqueaba la abertura en el suelo cuando Ketchum preguntó:

—¿Tu abuelo cazaba, Charlotte?

—Uy, sí —exclamó Charlotte—. Cuando murió, por fin tiramos sus armas. —(Ketchum hizo una mueca).

—Esto es un escondrijo para la carne —explicó Ketchum—. Seguro que tu abuelo venía aquí en invierno.

—¡Pues sí! —respondió Charlotte, impresionada.

—Probablemente después de la temporada del ciervo, cuando la bahía estaba congelada —dedujo Ketchum—. Supongo que cuando cazaba un ciervo…, la Policía Montada oía sin duda los disparos por lo silencioso que debe de estar esto en invierno, con toda la nieve… Y cuando venía la Policía Montada y le preguntaba a qué había disparado, imagino que tu abuelo les salía con cualquier cuento. Como que había disparado por encima de la cabeza de una ardilla roja porque la ardilla lo enloquecía con su parloteo, o que una manada de ciervos estaba comiéndose sus cedros preferidos, y él había disparado por encima de sus cabezas para que fueran a comerse todos los cedros en la isla de otro…, y mientras él hablaba, el ciervo, que tu abuelo habría destripado sobre esta abertura para no dejar manchas de sangre en la nieve y conservar la carne en frío… En fin, ya me entiendes, ¿verdad que sí, Charlotte? —preguntó Ketchum—. ¡Esta abertura es el escondrijo para la carne de un cazador furtivo! Ya te lo he dicho, por aquí hay muchos ciervos, me juego lo que sea.

Ketchum y Héroe se habían alojado en esa cabaña de madera decrépita, encantada o no. («Diantres, casi siempre he vivido en casas encantadas», había comentado Ketchum). Las cabañas dormitorio, de construcción más reciente, no eran del agrado del viejo leñador; en cuanto a las mosquiteras rotas de la cabaña del abuelo, Ketchum dijo: «Si no te pican un par de mosquitos, no puede decirse que estás en el bosque». Y por lo visto al fondo de la bahía, detrás de la isla, se observaba mayor actividad entre los somorgujos, porque había menos embarcaciones; Ketchum también había deducido eso el primer día. Le gustaba el canto de los somorgujos. «Además, Héroe se tira unos pedos que no veas. ¡No te gustaría que apestara tus cabañas dormitorio, Charlotte!». Al final del día, Charlotte ya no se extrañaba que su abuelo hubiese sido cazador furtivo. Había muerto arruinado y alcohólico; las deudas de juego y el whisky habían podido con él. Ahora, al menos, la trampilla del suelo tenía una explicación, y eso pronto llevó a Ketchum a proponer sus mejoras. Al viejo ganchero ni se le pasó por la cabeza que a Charlotte jamás le hubiera interesado vivir en su querida isla en los gélidos meses invernales, cuando el viento imperante soplaba de tal modo que había inclinado de manera permanente los árboles, cuando las aguas de la bahía estaban heladas y se amontonaba la nieve y no había un alma alrededor salvo algún que otro hombre pescando a través del hielo y los chiflados que circulaban por el lago en motonieve.

—No sería muy complicado acondicionar la casa principal para vivir en invierno —empezó a decir Ketchum—. Cuando pongáis los inodoros con cisterna, aseguraos de instalar dos sistemas sépticos: el principal y otro más pequeño que nadie debe conocer. Olvidaos de usar las cabañas dormitorio; saldría demasiado caro calentarlas. Limitaos a la casa principal. Un poco de calefacción eléctrica bastará para evitar que se congelen las tuberías del retrete y el fregadero, y de esa bañera grande que tú quieres, Charlotte. Sólo tenéis que poner aislante térmico en las cañerías que bajan a la fosa séptica pequeña. Así podréis tirar de la cadena y desaguar el fregadero, y también la bañera. Es imposible bombear agua desde el lago, o calentar agua, al menos con un calentador de propano. Tendréis que abrir un agujero en el hielo y traer el agua con cubos; para los baños y para fregar los platos tendréis que calentar el agua en el fogón de gas. Dormiríais en la casa principal, claro, y la mayor parte del calor vendría de la estufa de leña. Tú también necesitarás una estufa de leña en la choza de escribir, Danny, pero nada más. El agua de detrás de la isla, la parte de la bahía que está más cerca de tierra firme, será la primera en congelarse; podéis traer la compra en un trineo tirado por una motonieve, y llevar la basura al pueblo de la misma manera. Diantres, desde aquí hasta tierra firme podríais ir esquiando o con raquetas —añadió Ketchum—. Basta con que no piséis el agua helada del principal canal de salida de Pointe au Baril Station. Sospecho que el hielo en ese canal no es muy sólido.

—Pero ¿para qué vamos a venir aquí en invierno? —preguntó Danny al viejo leñador; Charlotte sencillamente mantenía la mirada fija en Ketchum con cara de incomprensión.

—¿Y si venimos aquí este invierno, Danny? —preguntó Ketchum al escritor—. Te enseñaré por qué podría gustarte.

Ketchum no se refería al «invierno», no exactamente. Se refería a la temporada del ciervo, que era en noviembre. La primera temporada del ciervo en que Danny se reunió con Ketchum en Pointe au Baril Station, el hielo no tenía grosor suficiente para cruzar la parte de la bahía que quedaba entre la isla de Turner y tierra firme; ni siquiera las raquetas o unos esquís de fondo habrían sido seguros, y la motonieve de Ketchum se habría hundido con toda seguridad. Además de la motonieve y un amplio surtido de equipo para el mal tiempo, Ketchum había llevado las armas, pero había dejado a Héroe en casa; en realidad, había dejado a ese animal excelente con Pam la Seis Jarras. La Seis Jarras tenía perros, y Héroe «toleraba» a sus perros, dijo Ketchum. (La caza del ciervo era «inapropiada» para perros, añadió Ketchum). De todos modos, no importaba si ese primer año no podían ir a la isla de Charlotte. El constructor no terminaría todas las mejoras antes del verano siguiente; el ingenioso acondicionamiento propuesto por Ketchum también tendría que esperar hasta entonces. El constructor. Andy Grant, era lo que Ketchum llamaba afectuosamente «un fulano del lugar». De hecho, Charlotte había crecido con él; eran amigos desde la infancia. Andy no sólo había reformado la casa principal para los padres de Charlotte hacía unos años, sino que, más recientemente, también había restaurado las dos cabañas dormitorio con arreglo a las instrucciones de Charlotte.

Andy Grant indicó a Ketchum y a Danny dónde encontrar ciervos en la zona de Bayfield, y Ketchum conocía ya a un fulano, un tal LaBlanc, que se presentaba como guía de caza; LaBlanc mostró a Ketchum y Danny una zona al norte de Pointe au Baril, en las inmediaciones de la ensenada de Byng y el río Still. Pero, en el caso de Ketchum, daba igual dónde cazaba; había ciervos por todas partes.

Al principio Danny se sintió un poco insultado por el arma que Ketchum había elegido para él; una Winchester Ranger, que se fabricó en New Haven, Connecticut, a mediados de los ochenta y luego dejó de producirse. Era una escopeta de repetición de calibre veinte, con acción de bombeo, lo que Ketchum llamaba una «corredera». Lo que al principio insultó a Danny fue que la escopeta era un modelo «juvenil».

—Ahora no se te vayan a cruzar los huevos por algo así —dijo Ketchum al escritor—. Es una buena arma para un principiante. Cuando empiezas a cazar, más vale ir a por lo sencillo. He visto a más de un fulano volarse los dedos de los pies.

Por el bien de los dedos de sus pies, supuso Danny, Ketchum indicó al principiante que mantuviera siempre tres cartuchos en la Winchester: uno en la recámara y dos más en el cargador tubular.

—Nunca olvides cuántos cartuchos llevas —dijo Ketchum.

Danny sabía que los dos primeros cartuchos eran perdigones; el tercero era una bala para ciervos, lo que Ketchum llamaba «tiro mortal». No tenía sentido cargar más de tres cartuchos, fuera cual fuese la capacidad de la escopeta.

—Si necesitas un cuarto o un quinto disparo, es que ya has fallado —indicó Ketchum a Danny—. El ciervo se ha ido hace rato.

Por la noche, a Danny le costó mantener a Ketchum alejado del bar que albergaba el motel Larry’s Tavern, al sur de Pointe au Baril Station, en la Nacional 69. Las paredes del motel eran tan delgadas que se oía a quienquiera que estuviese echando un polvo en la habitación de al lado.

—Un capullo de camionero y una fulana —declaró Ketchum la primera noche.

—No creo que haya fulanas en Pointe au Baril —comentó Danny.

—Entonces es un ligue de una noche —contestó Ketchum—. Por lo que se oye, desde luego no parecen casados.

Otra noche se oyeron ciertos maullidos femeninos, interminables.

—Ésta no parece la misma de anoche, ni la de la noche anterior —dijo Ketchum.

Quienquiera que fuese la mujer, no paró.

—¡Me corro! ¡Me corro! —repitió una y otra vez.

—¿Lo estás cronometrando, Danny? Podría ser un récord —observó Ketchum, pero salió desnudo al pasillo y aporreó la puerta del orgasmo más largo del mundo—. Eh, tío —advirtió el viejo ganchero—. Está claro que esa mujer miente.

Abrió la puerta un joven amenazador, con ánimo de pelea, pero la pelea —si podía llamarse así— se acabó enseguida. Ketchum sometió al individuo mediante una presa asfixiante antes de que el fulano consiguiera lanzar más de uno o dos puñetazos.

—Yo no mentía —protestó la mujer desde la habitación a oscuras, pero para entonces ni siquiera el joven la creía.

No era ésa la clase de incomodidades que Danny había previsto en sus acampadas con Ketchum mientras cazaban ciervos. En cuanto a los ciervos, el primer macho que Danny abatió en Bayfield requirió los tres cartuchos, incluido el tiro mortal.

—Bueno, los escritores deberían saber lo mucho que cuesta morir a veces, Danny —fue lo único que dijo Ketchum.

Ketchum consiguió su ciervo en la ensenada de Byng, con un solo disparo de su calibre doce. La siguiente temporada en Ontario cazaron otros dos ciervos —ambos en el río Still— y para entonces las llamadas mejoras en la isla de Charlotte habían terminado, incluido el acondicionamiento para el invierno. Ketchum y Danny volvieron a Pointe au Baril Station a primeros de febrero, cuando el hielo de la bahía entre la isla y tierra firme tenía más de medio metro de espesor. Siguieron el remolque de la motonieve desde Payne’s Road, saliendo de Pointe au Baril, y atravesaron el hielo y la nieve suelta hasta el embarcadero de detrás y la cabaña del abuelo.

Había acabado la temporada del ciervo, pero Ketchum llevaba su calibre doce.

—Por si acaso —dijo a Danny.

—Por si acaso ¿qué? —preguntó Danny—. No vamos a dedicarnos a la caza furtiva de ciervos, Ketchum.

—Por si acaso hay algún otro bicho —contestó Ketchum.

Más tarde Danny vio a Ketchum asar un par de filetes de venado en la barbacoa, que Andy había conectado al propano en la nueva veranda cerrada de Charlotte; la veranda estaba tapiada en invierno para que no entrara la nieve, porque los muebles de verano exteriores y las dos canoas se guardaban allí. Aunque Danny no lo sabía, Ketchum había llevado asimismo su arco.

Danny no recordaba que Ketchum también cazaba con arco, y que la temporada de caza del ciervo con arco en New Hampshire duraba tres meses; Ketchum tenía mucha práctica.

—Eso es caza furtiva —dijo Danny al maderero.

—La Policía Montada no ha oído ningún disparo, ¿verdad que no? —preguntó Ketchum.

—Aun así, es caza furtiva, Ketchum.

—Si no oyes nada, viene a ser como si no fuera nada, Danny. Ya sé que al Coci no le entusiasma el venado, pero a mí me parece que así queda muy rico.

A Danny en realidad no le gustaba la caza del ciervo —o al menos lo relativo a matar—, pero se lo pasaba bien en compañía de Ketchum, y ese febrero de 1986, cuando estuvieron unas noches en la casa principal de la isla de Turner, Danny descubrió que el invierno en la bahía de Georgia era extraordinario.

Desde su nueva choza de escribir, Danny veía un pino al que el viento había moldeado; estaba doblado casi en ángulo recto respecto a sí mismo. Cuando caía nieve nueva y se daban condiciones próximas al whiteout o luminosidad blanca —de modo que se desdibujaba el límite entre las rocas de la costa y la bahía helada—, Danny tenía la impresión de que el pequeño árbol se aferraba de una manera tenaz y a la vez precaria a su propia supervivencia.

Danny, sentado sin moverse en su choza de escribir, contemplaba ese pino doblado por el viento; en realidad, imaginaba cómo sería pasar todo un invierno en la isla del lago Hurón. (Sabía naturalmente que Charlotte no lo habría tolerado durante más de un fin de semana). Ketchum había entrado en la choza de escribir; había subido agua del lago y la había puesto a hervir en ollas de pasta en el fogón de gas. Había ido para preguntar a Danny si quería darse el primer baño o el siguiente.

—¿Ves ese árbol, Ketchum? —preguntó Danny, señalando el pequeño pino.

—Te refieres a ese que el viento ha jodido, supongo —dijo Ketchum.

—Sí, ése —contestó Danny—. ¿A qué te recuerda?

—A tu padre —respondió Ketchum sin vacilar—. Ese árbol lleva la palabra Coci escrita por todas partes, pero seguirá adelante, Danny, como tu padre. El Coci saldrá adelante.

Ketchum y Danny fueron a cazar ciervos en los alrededores de Pointe au Baril en noviembre de 1986 —su tercera y última temporada del ciervo juntos— y también fueron de «acampada», como lo llamaban ellos, a la isla de Turner a finales de enero del 87. Por insistencia de Danny, y para considerable consternación de Ketchum, no hubo más caza con arco fuera de temporada. En lugar del arco y las flechas de caza, Ketchum llevó a Héroe, junto con la calibre doce —«por si acaso»—, que nunca llegó a dispararse.

Danny sospechaba que la fama de pedorro del perro cazador de osos era una exageración; ese enero, Ketchum volvió a poner el perro como excusa para dormir en la cabaña de madera del abuelo, que no tenía calefacción. Con tanto acondicionamiento para el invierno, en la casa principal hacía demasiado calor (y era demasiado cómoda) para el viejo leñador, a quien, según decía, le gustaba ver su aliento por la noche, eso cuando veía algo. Danny no imaginaba qué podía ver Ketchum por la noche en la cabaña del abuelo, porque allí no había electricidad ni lámparas de propano. El maderero se llevaba una linterna cuando iba a acostarse, pero la empuñaba como una porra; Danny nunca lo vio encenderla.

Ketchum sólo había ido una vez a la isla de Charlotte en verano, la misma que el cocinero había ido y se había marchado. Charlotte no llegó a enterarse de que Ketchum llevaba también entonces la calibre doce, pero Danny sí lo supo. Había oído a Ketchum disparar a una serpiente de cascabel en el embarcadero de la parte de atrás. Charlotte se había ido en el bote a Pointe au Baril Station; no oyó el disparo.

—Las serpientes de cascabel son una especie protegida… y en peligro de extinción, creo —dijo Danny al ganchero. Ketchum ya había despellejado la serpiente y cortado los anillos de la cola.

En verano, Charlotte llevaba el bote para su mantenimiento a Desmasdons, el varadero donde invernaban los barcos. Ahora, mientras Danny observaba a Ketchum despellejar la serpiente, se acordó de un cartel en la nevera de helados del Desmasdons: mostraba las diversas serpientes de Ontario, entre ellas la cascabel massasauga del este. Esas cascabeles estaban muy protegidas, intentaba hacerle comprender Danny a Ketchum, pero el leñador lo atajó.

Héroe tiene inteligencia suficiente para no dejarse picar por una puta serpiente, Danny; a él no necesito protegerlo —prorrumpió Ketchum—. Pero, en cuanto a Charlotte y a ti, no estoy tan seguro. Vais los dos de un lado al otro de esta isla… ¡Os he visto! Charlando y sin mirar por dónde pisáis. Los enamorados no andan atentos por si aparece una serpiente de cascabel, tampoco aguzan el oído por si las oyen. Y Charlotte y tú vais a tener un niño, ¿no es así? No son las serpientes de cascabel las que necesitan protección, Danny. —Dicho esto, Ketchum le cortó la cabeza a la serpiente con su navaja Browning. Vació el veneno de los colmillos en una roca; luego lanzó la cabeza desde el embarcadero de atrás hacia la bahía—. Comida para peces —dijo—. Soy todo un ecologista, a veces. —Arrojó la piel de la serpiente al tejado de la cabaña del abuelo, donde el sol la secaría, dijo, y añadió:

—Si las gaviotas y los cuervos no la encuentran antes.

Las aves la encontraron, y armaron tal alboroto por la piel de serpiente a la mañana siguiente temprano que Ketchum estuvo tentado de volver a disparar su calibre doce, esta vez para ahuyentar a las gaviotas y los cuervos del tejado de la cabaña de madera. Pero se contuvo sabiendo que Charlotte oiría la detonación; Ketchum optó por salir y tirar piedras a las aves. Vio a una gaviota alejarse con los restos de la piel de serpiente. («No se ha desperdiciado nada», según describió el maderero más tarde el episodio a Danny). Ese día, se presentó la Policía Montada a bordo de su embarcación para indagar acerca del disparo del día anterior. ¿Alguien lo había oído? Una persona en la isla de Barclay dijo que le había parecido oír un disparo en la isla de Turner. «Yo también lo oí», tomó la palabra Ketchum y captó la atención de los dos jóvenes policías. Ketchum incluso recordaba la hora con impresionante precisión, pero dijo que sin duda el disparo procedía de tierra firme. «A mí me sonó a calibre doce», declaró el veterano leñador, «pero sobre el agua las detonaciones pueden amplificarse y distorsionarse». Los dos policías asintieron ante tan sabia apreciación; la hermosa pero incauta Charlotte asintió también.

Después murió Joe, y Danny perdió la poca afición que tenía por matar. Y cuando Danny perdió a Charlotte, Ketchum y él renunciaron a sus viajes en pleno invierno a la isla de Turner en la bahía de Georgia.

Algo de Pointe au Baril Station permaneció en Danny a pesar de que dejó de ir. De hecho, su ruptura con Charlotte fue tan civilizada que ella, incluso cuando ya no estaban juntos, le ofreció compartir su isla de veraneo. Tal vez Danny pudiera ir en julio, y ella iría en agosto, propuso. Al fin y al cabo, él también había puesto dinero en las mejoras. (El ofrecimiento de Charlotte era sincero, no sólo cuestión de dinero). Pero no era la bahía de Georgia en verano lo que había entusiasmado a Danny en el pasado. Él había disfrutado estando allí con ella; habría disfrutado en cualquier sitio estando con Charlotte, pero desde el momento en que ella salio de su vida siempre que Danny pensaba en el lago Hurón pensaba sobre todo en aquel pino torcido por el viento en invierno. ¿Cómo podía pedirle permiso a Charlotte para disponer de la vista invernal de ese pequeño árbol desde su choza de escribir: el pino maltratado por las inclemencias del tiempo que ahora sólo veía en la imaginación?

¿Y cómo habría podido Danny tener otro hijo después de perder a Joe? El día que murió Joe supo que también perdería a Charlotte, porque percibió casi de inmediato que su corazón no soportaría la pérdida de otro hijo; no resistiría la angustia, o ese terrible final, otra vez.

Charlotte lo supo también, incluso antes de que él reuniera el valor para comunicárselo.

—No te exigiré que cumplas tu promesa —dijo ella—, aunque eso signifique que yo tenga que seguir con mi vida.

—Deberías seguir con tu vida, Charlotte —le aconsejó él—. Me resulta imposible.

Ella se casaría con otro poco después. Un buen hombre: Danny lo había conocido y le había caído bien. Era del mundo del cine, un director francés instalado en Los Angeles. Además tenía una edad más cercana a la de Charlotte. Charlotte ya tenía un bebé, una niña, y ahora esperaba su segundo hijo, uno más de lo que Danny le había prometido.

Charlotte había conservado su isla en la bahía de Georgia, pero se había marchado de Toronto y ahora vivía en Los Angeles. Regresaba a Toronto cada septiembre para el festival de cine, y esa época del año —principios del otoño— a Danny siempre le parecía un buen momento para irse de la ciudad. Aún hablaban por teléfono —siempre era Charlotte quien llamaba; Danny no la llamaba nunca—, pero tal vez fuera más fácil para los dos no verse.

Charlotte Turner estaba muy embarazada —a punto de tener su primer hijo— cuando ganó el Oscar al mejor guión adaptado por Al este de Bangor en marzo del año 2000. Danny y su padre vieron por televisión cómo Charlotte aceptaba la estatuilla. (El Patrice cerraba los domingos por la noche). En cierto modo, verla por televisión —desde Toronto, cuando Charlotte estaba en Los Angeles—… en fin, eso no era lo mismo que verla realmente, ¿no? Tanto el cocinero como Danny le desearon lo mejor.

Fue mala suerte. «Sucedió en el peor momento, ¿verdad?», había dicho Ketchum. (Si Joe hubiese muerto tres meses después, es probable que Danny ya hubiera dejado embarazada a Charlotte. Realmente había sido un mal momento). Joe y la chica habían coincidido en unas cuantas asignaturas en Boulder —ella también estaba en el último curso de la universidad—, y su viaje a Winter Park juntos quizá fuera un regalo de cumpleaños tardío que Joe decidió concederse. Según sus amigos comunes, Joe y la chica se acostaban desde hacía poco tiempo. Era la primera vez que la chica iba sola con Joe a la casa de Winter Park, si bien Danny y su padre se acordaban de que ella había pasado un par de noches en la casa durante las últimas vacaciones de Navidad, cuando un grupo de amigos universitarios de Joe —chicos y chicas, sin una relación perceptible entre ellos (al menos que vieran el cocinero y su hijo)— estaba también en la casa de Winter Park, de acampada.

Al fin y al cabo era una casa grande y —como había dicho Charlotte, que por edad estaba más cerca de Joe y sus amigos que de Danny y Dominic— era imposible saber quién dormía con quién. Eran muchos y parecían amigos de toda la vida. Esa última Navidad en Colorado los jóvenes habían sacado los colchones de todas las habitaciones de invitados y los habían amontonado en la sala de estar, donde los chicos y las chicas se habían acurrucado y dormido delante de la chimenea.

Así y todo, a pesar de aquel tumulto, y en medio del sinfín de turnos de ducha —a Danny y a su padre les había sorprendido que algunas de las chicas se ducharan juntas—, el cocinero y su hijo advirtieron algo especial en aquella chica. Charlotte no lo había visto. Fue sólo por un brevísimo instante, y quizá no significara nada, pero cuando Joe murió con la chica, el escritor y el cocinero no pudieron olvidar aquello.

Ella era bonita y menuda, casi etérea, y, como es natural, Joe puso especial interés en contar a su padre y a su abuelo que había conocido a Meg en una clase de dibujo al natural, en la que ella posaba como modelo.

«Una mirada a la chica no es suficiente; no basta ni remotamente», diría el cocinero a Ketchum poco después esa Navidad.

No era sólo porque fuese una exhibicionista, aunque Meg lo era sin lugar a dudas; como ocurría con Katie, había comprobado Danny esa primera vez, sólo con posar la vista en Meg ya resultaba casi doloroso apartar la mirada. (En cuanto uno la veía, le era difícil mirar en otra dirección).

—Vaya una distracción es esa chica —comentó Danny a su padre.

—Ésa es de las que traen problemas —contestó el cocinero.

En cierto momento, los dos hombres de mayor edad iban por el pasillo de la primera planta de la casa de Winter Park. El ala donde estaban las habitaciones de invitados era un curioso anexo en forma de ele que salía de ese pasillo, tan extraño desde un punto de vista arquitectónico que uno no podía pasar por la confluencia sin echar al menos un vistazo al pasillo del ala de invitados, y por eso Danny y Dominic repararon en el ligero revuelo. Por otra parte, también es posible que volvieran la cabeza en esa dirección por los penetrantes chillidos y risas de las jóvenes: lo cual no era una circunstancia cotidiana en las vidas del cocinero y su hijo.

Meg y otra chica salían de una de las habitaciones de invitados, las dos envueltas en toallas. Tenían el pelo mojado —debían de acabar de salir de la ducha— y corrían torpemente, con sus toallas bien ceñidas, hacia la puerta de otra habitación de invitados; la otra chica desapareció en la habitación, y Meg se quedó sola en el pasillo del ala de invitados justo en el momento en que Joe doblaba el recodo de la ele. Todo ocurrió tan repentinamente que Joe no llegó a ver a su padre ni a su abuelo, y Meg tampoco los vio. Vio sólo a Joe, y sin duda él la vio a ella, y antes de escabullirse en la habitación de invitados y cerrar la puerta —en medio de más chillidos y risas procedentes del interior de la habitación—, Meg se abrió la toalla para mostrarse a Joe.

«¡Sacudió las tetitas delante de él!», describiría el cocinero el episodio a Ketchum pasado un tiempo.

—Una distracción, sin duda —se limitó a decir Danny en ese momento.

Fue lo que Charlotte habría llamado una «frase prescindible» —alusión a cualquier diálogo superfluo en un guión—, pero después del accidente que costó la vida a Joe y a Meg, la palabra «distracción» perduró.

¿Por qué no llevaban el cinturón de seguridad, por ejemplo? ¿Había estado la chica haciéndole una mamada? Probablemente; Joe tenía la bragueta abierta y el pene le asomaba del pantalón cuando se descubrió el cadáver. Había salido despedido del coche y muerto en el acto. Meg tuvo menos suerte. La chica fue hallada con vida, pero tenía la cabeza y el cuello en un ángulo antinatural; quedó encajonada entre los pedales del freno y el acelerador. Murió en la ambulancia antes de llegar al hospital.

Al principio, lo que había llevado a Joe y a Meg a saltarse dos días de clase en Boulder y viajar en coche a Winter Park parecía bastante obvio; sin embargo, los dos días de nieve nueva e ininterrumpida no fueron la razón dominante. Además, era la nieve propia de finales de marzo, húmeda y densa: el esquí debía de ser lento, la visibilidad en la montaña traicionera. Y a juzgar por el aspecto de la casa en Winter Park —es decir, antes de que la mujer de la limpieza entrara apresuradamente e intentara restablecer un poco de orden—, Joe y la chica habían pasado casi todo el tiempo dentro. No parecía que hubieran esquiado mucho. Es posible que aquello no tuviera más trascendencia que la mayoría de los experimentos juveniles, pero por lo visto la joven pareja, a modo de juego, había dormido en todas las camas de la casa.

Como es natural, quedarían algunas preguntas sin respuesta. Si no habían ido a Winter Park a esquiar, ¿por qué habían esperado hasta la noche del segundo día para regresar a Boulder? Joe sabía que pasadas las doce de la noche, y antes del amanecer, la patrulla de montaña tenía por costumbre cerrar el puerto de Berthoud en la Federal 40 siempre que existía peligro de aludes; con una nieve tan densa y húmeda, y dado que era la época de aludes, posiblemente Joe no quiso arriesgarse a salir antes del amanecer del día siguiente, cuando quizás aún estuvieran provocando aludes con dinamita por encima del puerto de Berthoud. Por supuesto, los dos amantes podían haber esperado hasta entrada la mañana, pero tal vez Joe y Meg pensaron que faltar dos días a clase ya era más que de sobra.

Cuando se marcharon, nevaba copiosamente en Winter Park, pero apenas había tráfico de esquiadores en la Federal 40 en dirección a la Interestatal 70, y ésa era una autovía muy transitada. (Bueno, era una noche de entre semana; para la mayoría de los colegios y facultades que tenían un descanso en marzo, las vacaciones habían terminado). Joe y Meg debieron de adelantar a la máquina quitanieves en lo alto del puerto de Berthoud; el operario de la quitanieves se acordaría del coche de Joe, aunque sólo había visto al conductor. Al parecer, el operario no había reparado en la acompañante: quizá la mamada ya se había iniciado. Pero Joe había saludado con la mano al operario, y el operario, según recordaba, le devolvió el saludo.

Sólo segundos después el operario avistó el otro coche; venía en dirección contraria, de la 1-70, y el operario supuso que era «un condenado conductor de Denver», porque el conductor iba demasiado deprisa para unas condiciones meteorológicas casi de ventisca. En opinión del operario. Joe conducía con prudencia, o al menos relativamente despacio, dada la tormenta y la resbaladiza calzada a causa de la nieve húmeda. Mientras que el coche de Denver —si el conductor realmente era de Denver— derrapaba sin control al pasar por el puerto. El operario le lanzó una advertencia con los faros, pero el otro coche no aminoró la marcha.

«Sólo era un borrón azul», dijo el operario en su declaración a la policía. («¿Qué clase de azul?», le preguntaron). «Con tanta nieve, no estoy muy seguro del color», reconoció el operario, pero Danny siempre imaginaría el otro coche de un tono poco habitual de azul: una pintura personalizada, como lo había llamado Max.

En cualquier caso, el coche misterioso desapareció sin más; el operario no llegó a ver al conductor.

La quitanieves se abrió paso después cuesta abajo, más allá del puerto —en dirección a la 1-70—, y fue entonces cuando el operario se encontró con el accidente en la Federal 40: el coche de Joe del revés. No habían pasado más automóviles por el puerto, o el operario los habría visto, así que la interpretación que hizo el operario de las marcas de neumáticos en el momento del derrape probablemente era correcta. El otro coche —girando las ruedas, resbalando hacia un lado la parte de atrás— había derrapado en el carril ascendente e invadido el carril de bajada, por el que circulaba Joe; a juzgar por las huellas en la nieve, el operario vio que Joe se había visto obligado a cambiar de carril para evitar la colisión de frente. Pero los dos coches no habían entrado en contacto; habían cambiado de carril sin tocarse.

En una carretera nevada y húmeda, como sabía el operario, un coche cuesta arriba puede enderezarse después de un derrape: basta con levantar el pie del acelerador y el coche reduce la velocidad y deja de derrapar. En el caso de Joe. claro está, el coche siguió adelante; chocó contra el enorme montículo de nieve que había enterrado la valla de seguridad en el lado escarpado de la Federal 40, allí donde los conductores que atraviesan el puerto de Berthoud prefieren no mirar abajo. En ese tramo de la carretera, la altura era considerable, pero el montículo de nieve de aspecto blando estaba densamente apisonado y muy duro; el coche rebotó en dicho montículo y volvió al carril ascendente de la Federal 40, donde dio una vuelta de campana. Por las marcas en la nieve, el operario supo que el coche de Joe se había deslizado hacia abajo sobre el techo por el tramo más empinado de la carretera. Tanto la puerta del conductor como la del acompañante se habían abierto.

¿Cómo había expresado la pregunta uno de los que entrevistaron a Danny Ángel?

—¿No le parece a usted, señor Ángel, considerando lo despacio que conducía su hijo, así como el hecho de que no chocó contra el otro vehículo, que, con toda probabilidad, su hijo y la chica habrían sobrevivido si hubiesen llevado puestos los cinturones de seguridad?

—Con toda probabilidad —había repetido Danny.

La policía dijo que era imposible imaginar que el conductor del otro coche no se diese cuenta del peligro en que se hallaban Joe y Meg; pese a todos sus derrapes, el supuesto conductor de Denver debió de haber visto lo que le ocurría al coche de Joe. Pero no se detuvo, quienquiera que fuese, hombre o mujer. Si acaso, según el operario, el otro coche aumentó la velocidad, como para alejarse del accidente.

Danny y su padre rara vez hablaban del accidente en sí, pero naturalmente el cocinero sabía qué pensaba su hijo escritor. Para cualquiera con imaginación, la pérdida de un hijo conlleva una maldición especial. Dominic comprendió que su querido Daniel perdía a su querido Joe una y otra vez, quizá de una manera distinta en cada ocasión. Danny se preguntaría asimismo si el otro coche tenía conductor, porque sin duda era el Mustang azul. Ese vehículo infractor había estado buscando a Joe a lo largo de todos esos años. (En el momento del accidente en el puerto de Berthoud habían transcurrido casi catorce años desde el semiaccidente en el callejón detrás de la casa de Court Street en Iowa City, cuando Max —que había visto el Mustang azul más de una vez— y el propio Joe, a sus ocho años, juraron que no había conductor). Era un Mustang azul sin conductor, y tenía una misión. Tal como Danny se había representado en la imaginación a su hijo de dos años en pañales, asesinado en Iowa Avenue, así había encontrado el operario de Winter Park el cuerpo real de Joe: muerto en la carretera.