«¿Qué ha sido de mi memoria?», pensaba el cocinero: tenía casi sesenta años y la cojera más acusada. Tony Ángel intentaba recordar los mercados a los que el Hermano Pequeño lo llevaba en Chinatown. Kan Cuyo estaba en Mott Street, Kan Mano en el Boers, ¿o era al revés? Daba igual, concluyó el cocinero; aún recordaba las cosas más importantes.
El abrazo de Xiao Dee cuando se despidieron, la manera en que Ah Gou se había retorcido la falange reimplantada del dedo índice de la mano izquierda para obligarse a llorar. «¡Shé bu dé!», había dicho a voz en cuello Xiao Dee. (Los hermanos Cheng lo pronunciaban «sei bu dei»).
—¡Shé bu dé! —exclamó Ah Gou, doblando aquel primer dedo marcado con una cicatriz y ligeramente torcido.
Los inmigrantes chinos se decían unos a otros shé bu dé, había explicado Xiao Dee al cocinero a la ida o a la vuelta de una de sus maratones de dieciséis horas a Chinatown, en algún punto de la 1-80. Uno decía shé bu dé cuando se marchaba de su patria China, con destino a Nueva York o San Francisco, o a cualquier lugar lejano, donde posiblemente no volviese a ver nunca más a los amigos de la infancia o a los familiares. (Xiao Dee le había dicho a Tony Ángel que shé bu dé significaba algo así como «No soporto desprenderme». Esta expresión se suele utilizar cuando uno no quiere renunciar a algo que tiene).
—Shé bu dé —susurró el cocinero para sí en su querida cocina del Avellino.
—¿Cómo dices, jefe? —preguntó Greg, el segundo jefe de cocina.
—Hablaba con mis calamares —respondió Tony—. El truco con los calamares, Greg, es guisarlos sólo un poco o guisarlos hasta la eternidad; cualquier cosa intermedia, y parecen de goma.
Sin duda Greg había oído antes este soliloquio sobre los calamares.
—Ajá —dijo el segundo jefe de cocina.
Los calamares que el cocinero preparaba para su hijo Daniel eran de los que se guisaban hasta la eternidad. Tony Ángel los coció lentamente con tomate en lata y pasta de tomate, y con ajo, albahaca, pimentón rojo picante y aceitunas negras. El cocinero añadió los piñones y perejil picado muy al final, y sirvió los calamares sobre unas plumas, con más perejil picado a un lado. (Jamás con parmesano, los calamares no). Después del plato de pasta serviría a Danny sólo una pequeña ensalada de rácula, quizá con un poco de queso de cabra; tenía uno de Vermont bastante bueno.
Pero las pizzas pepperoni ya estaban listas, y el cocinero las sacó del horno de su estufa de leña Stanley. («She bit dé», susurró a la vieja estufa irlandesa, y Greg volvió a lanzar una mirada en dirección a él).
—Ya estás llorando otra vez, lo sabes, ¿no? —dijo Celeste a Tony—. ¿Quieres hablar de ello?
—Deben de ser las cebollas —adujo el cocinero.
—Tonterías, Tony —dijo ella—. ¿Son ésas mis dos pepperoni para las viejas comadres de ahí fuera? —Sin esperar respuesta, Celeste añadió—: Más vale que sean mis pizzas. Esas viejas parecen tan hambrientas que serían capaces de comerse a Danny de primer plato.
—Tuyas son —contestó Tony Ángel a Celeste. Ya había echado las plumas en el agua hirviendo, y cogió una con la espumadera y la probó mientras observaba la teatral salida de Celeste de la cocina, paso a paso. Loretta lo miraba como si intentara descifrar una clave—. ¿Qué? —le preguntó el cocinero.
—Un hombre misterioso —dijo Loretta—. Danny también es un hombre misterioso, ¿o no?
—Eres tan teatrera como tu madre —comentó el cocinero, sonriente.
—¿Están listos esos calamares, o les estás contando tu vida? —preguntó Loretta.
En el comedor, Dot exclamó: —¡Vaya, qué base tan fina!
—Finísima, y que lo digas —convino May con tono de aprobación.
—Nuestro cocinero prepara unas pizzas excelentes —informó Celeste—. Sus bases siempre son finas.
—¿Qué pone en la masa? —preguntó Dot a la camarera.
—Sí, ¿cuál es su ingrediente secreto? —preguntó May a Celeste.
—No sé si lo hay —respondió Celeste—. Se lo preguntaré. —Las dos viejas comadres atacaban ya sus pizzas y se desentendieron de ella—. Espero que tengan buen apetito —añadió Celeste mientras se volvía para regresar a la cocina. Dot y May siguieron comiendo; ése no era momento de charla.
Danny observó con creciente asombro cómo engullían las dos mujeres. ¿Dónde había visto a gente comer así?, pensaba. Desde luego no en Exeter, donde no se daba la menor importancia a los modales a la mesa, pero la comida era pésima. En Exeter, uno escarbaba entre la comida con el mayor recelo y hablaba sin cesar, aunque sólo fuera para distraerse de lo que estaba comiendo.
Las viejas habían estado charlando y cuchicheando (y carcajeándose) las dos (como un par de cuervos); ahora, en cambio, no decían ni pío, no se miraban siquiera. Permanecían inclinadas sobre los platos, con los antebrazos apoyados en la mesa y la cabeza gacha. Mantenían los hombros encorvados, como para protegerse de un ataque por la retaguardia, y Danny imaginó que si estuviera más cerca de ellas, tal vez las oiría emitir algún que otro gemido o gruñido inconsciente, sonidos tan asociados por naturaleza al acto de comer que las mujeres habían dejado de oírlo hacía tiempo y ya ni siquiera se daban cuenta de que salía de ellas.
Nadie en el North End comía así, recordaba el escritor. En el Vicino di Napoli la comida era una celebración, un acontecimiento que inspiraba la conversación; la gente, mientras comía, se relacionaba. En el Mao’s también: durante la comida, uno no sólo hablaba, vociferaba. Y compartía la comida. Mientras que las dos viejas comadres parecían proteger sus respectivas pizzas la una de la otra. Devoraban la cena como perros. Danny sabía que no dejarían ni una migaja.
—Los Red Sox no inspiran confianza, así de sencillo —decía Greg, pero el cocinero estaba concentrado en el plato de calamares sorpresa para su hijo; no había seguido la marcha del partido por la radio.
—A Daniel le gusta un poco cargado de perejil —explicaba a Loretta, justo cuando Celeste volvía a la cocina.
—Tony, las dos comadres quieren saber si la masa de tu pizza lleva un ingrediente secreto —dijo Celeste al cocinero.
—Claro que sí: miel —contestó Tony Ángel.
—Jamás lo habría adivinado —dijo Celeste—. Hay que ver, eso sí es todo un secreto.
En el comedor, de pronto el escritor Danny Ángel cayó en la cuenta de dónde había visto a la gente engullir como animales, exactamente igual que esas dos viejas al comer sus pizzas. Los madereros y los trabajadores de la serrería comían así, no sólo en el pabellón-cocina de Twisted River, sino también en aquellos wanigans improvisados, donde en otro tiempo él y su padre daban de comer a los gancheros durante el acarreo de maderadas por el río. Aquellos hombres comían sin hablar; a veces ni siquiera Ketchum pronunciaba una sola palabra. Pero esas dos comadres de cuidado no podían ser gancheras, pensaba Danny cuando Loretta interrumpió sus pensamientos.
—¡Sorpresa! —dijo la camarera al poner el plato de calamares delante de él.
—Tenía la esperanza de que fueran calamares —comentó Danny.
—¡Ja! —exclamó Loretta—. Se lo diré a tu padre.
May había acabado antes su pizza pepperoni, y cualquiera que viese con qué cara miraba el último trozo en el plato de Dot habría tenido motivo suficiente para advertir a Dot que no confiara nunca plenamente en su vieja amiga.
—Sospecho que a mí me ha gustado la mía un poco más que a ti la tuya —dijo May.
—A mí la mía me parece estupenda —contestó Dot con la boca llena mientras se apresuraba a coger entre el pulgar y el índice la base de ese preciado último trozo.
May desvió la mirada.
—Por fin ese escritor está comiendo algo, y tiene una pinta de lo más apetitosa —observó. Dot se limitó a gruñir mientras se terminaba la pizza—. ¿Dirías que es casi tan buena como la del Coci?
—No —contestó Dot, limpiándose la boca—. No hay pizza igual que la del Coci.
—He dicho «casi», Dot.
—Quizá le ande cerca —contestó Dot.
—Espero que las señoras hayan dejado un hueco para el postre —dijo Celeste—. Por lo que se ve, las pizzas han sido todo un éxito.
—¿Cuál es el ingrediente secreto? —preguntó May a la camarera.
—Nunca lo adivinarían —respondió Celeste.
—Seguro que es miel —dijo Dot; May y ella se carcajearon, pero dejaron de carcajearse al ver la mirada de estupefacción de la camarera. (No ocurría a menudo que Celeste se quedara sin habla).
—Alto ahí —dijo May—. Es miel, ¿no?
—Eso ha dicho el cocinero: añade miel a la masa —admitió Celeste.
—Ya, y ahora va a decirnos que el cocinero es cojo —agregó Dot.
En ese punto las dos viejas comadres sí empezaron a desternillarse de lo lindo; Dot y May no podían parar de carcajearse por la ocurrencia, y aun así captaron el mensaje implícito en la expresión de asombro de Celeste. (La camarera habría podido decir a las claras: pues sí, el cocinero es cojo, ¡y no veas lo cojo que es!). Pero Danny había oído fragmentos de la conversación antes de que las mujeres empezaran a carcajearse de forma descontrolada. Había oído decir a Celeste que su padre añadía miel a la masa de la pizza, y entonces una de las viejas comadres había bromeado acerca de la cojera de su padre. Danny era un tanto susceptible respecto a la cojera de su padre; había oído comentarios jocosos sobre el tema más que suficientes para toda una vida, la mayoría entre los tarados de West Dummer, en aquel colegio de mala muerte de la Compañía Manufacturera Paris. ¿Y por qué repentinamente Celeste se había quedado de una pieza?, se preguntaba el escritor.
—¿No estaban interesadas las señoras en la tarta y el cobbler? —preguntó la camarera.
—Alto ahí —repitió May—. ¿Está diciendo que el cocinero es cojo?
—Cojea un poco, sí —dijo Celeste, y si bien titubeó, ya lo había dicho.
—¿Nos toma el pelo? —preguntó Dot a la camarera.
Celeste pareció ofenderse, pero a la vez se la veía asustada; sabía que algo no andaba bien, pero no sabía qué era ni por qué. Tampoco lo sabía Danny, aunque cualquiera que lo viese habría dicho que el escritor también estaba asustado.
—Oigan, ¿y qué si el cocinero es cojo y echa miel a la masa de la pizza? No tiene mayor importancia —replicó Celeste.
—A lo mejor para nosotras sí la tiene —dijo May a la camarera.
—¿Es un hombre bajito? —preguntó Dot.
—Sí… ¿y cómo se llama? —preguntó May.
—Yo diría que nuestro cocinero es… de complexión menuda —contestó Celeste con cautela—. Se llama Tony.
—Ah —dijo Dot decepcionada.
—Tony —repitió May cabeceando.
—Puede traernos una tarta de manzana y un cobbler de arándanos —pidió Dot a la camarera.
—Los compartiremos —añadió May.
La cosa podría haber quedado ahí… si Danny no hubiese intervenido; fue su voz lo que indujo a Dot y a May a observarlo con mayor detenimiento. En un primer momento debieron de pasar por alto el parecido físico del escritor con su padre de joven, pero fue la corrección con la que Danny habló lo que a Dot y a May les recordó al cocinero. En un pueblo como Twisted River, la prosodia del cocinero —y su dicción perfecta— destacaban.
—¿Son de por aquí las señoras, si no es indiscreción? —preguntó Danny a las dos comadres viejas y malas.
—Virgen santa, May —dijo Dot a su amiga—, ¿no te lleva esa voz a otros tiempos?
—A otros tiempos muy lejanos —convino May, mirando atentamente a Danny—. ¿Y no se parece al Coci?
La palabra «Coci» bastó para indicar a Danny de dónde eran aquellas dos ancianas, y por qué habían estado importunando a Celeste acerca de la miel en la masa de la pizza y el cocinero bajito, que además cojeaba.
—Tú te llamabas Danny —dijo Dot—. ¿También te has cambiado el nombre?
—No —contestó Danny con manifiesta precipitación.
—Tengo que ver a ese cocinero —declaró May.
—¿Por qué no le dices a tu padre que venga a saludarnos, quieres? —pidió Dot a Danny—. Hace mucho que no nos vemos. Tenemos que ponernos al día sobre muchas cosas.
Celeste volvió con los postres de las señoras, que, como Danny sabía, sólo serían una distracción pasajera.
—Celeste —dijo Danny—. ¿Tendrías la amabilidad de decirle a pa que aquí hay dos viejas amigas que desean verlo? Dile que son de Twisted River.
—Nuestro cocinero se llama Tony —insistió Celeste con cierta desesperación, dirigiéndose a las comadres viejas y malas. Sabía lo suficiente sobre Twisted River para no querer saber más. (El cocinero le había anunciado que todo se acabaría el día en que Twisted River diera con él).
—El cocinero se llama «Coci» —corrigió Dot.
—Usted dígale que nos hemos atragantado —indicó May a Celeste—, y entonces vendrá corriendo.
—Cojeando, querrás decir —rectificó Dot, pero esta vez contuvieron las carcajadas.
Puestos a adivinar, el escritor habría dicho que su padre tenía una deuda pendiente con esas mujeres.
—Hablas con el mismo tono de superioridad que tu padre —dijo May a Danny.
—¿Ronda por aquí la Piel Roja? —le preguntó Dot.
—No, Jane se… se fue hace tiempo —contestó Danny.
En la cocina, Celeste aún no había empezado a llorar cuando pasó por delante de su hija.
—No me habría venido mal un poco de ayuda con el grupo de ocho —le reprochaba Loretta—, y luego han llegado las tres parejas, pero tú tenías que quedarte de palique con esas dos viejecitas.
—Esas dos viejecitas son de Twisted River —anunció Celeste al cocinero—. Me han pedido que te diga que se han atragantado…, Coci.-Celeste nunca había visto tal expresión en el semblante de Tony Ángel, ni ella ni ninguno de los presentes, aunque, claro, tampoco lo había llamado nunca «Coci».
—¿Algún problema, jefe? —preguntó el segundo jefe de cocina.
—Ha sido por la miel en la pizza, ¿no? —decía Celeste—. La miel te ha delatado, supongo.
—Dot y May. Se ha acabado, cariño —dijo Tony Ángel a Celeste; ella empezó a llorar.
—¿Mamá? —dijo Loretta.
—No me conocéis —advirtió el cocinero a todos los presentes—. Nunca sabréis adonde he ido cuando me marche de aquí. —Se quitó el delantal y lo dejó caer al suelo—. Tú te quedarás al frente, Greg —indicó al segundo jefe de cocina.
—No saben tu apellido, no a menos que se lo diga Danny —consiguió decir Celeste; Loretta la sostenía entre los brazos mientras sollozaba.
El cocinero salió al comedor. Danny se hallaba de pie entre él y las dos comadres de cuidado.
—No conocen el apellido Ángel, pa —le susurró su hijo.
—Bueno, algo es algo —comentó su padre.
—Yo no diría que eso es cojear «un poco», ¿eh, May? —preguntó Dot a su vieja amiga.
—Hola, señoras —saludó el cocinero, pero no se acercó más.
—Yo lo veo más cojo que antes, si quieres saber mi opinión —contestó May a Dot.
—¿Estáis de paso? —preguntó el cocinero.
—¿Cómo es que te has cambiado el nombre, Coci? —preguntó Dot.
—Tony era más fácil de pronunciar que Dominic —contestó él—, y también suena italiano.
—Tienes mala cara, Coci. ¡Estás blanco como la harina! —observó May.
—No me da mucho el sol en la cocina —respondió el cocinero.
—Se diría que has estado escondido bajo una roca —dijo Dot.
—¿Cómo es que Danny y tú os asustáis tanto de vernos? —preguntó May.
—Siempre fueron superiores a nosotras —recordó Dot a su amiga—. Incluso de niño eras un mocoso muy superior —dijo a Danny.
—¿Dónde vivís ahora? —preguntó el cocinero. Concibió la esperanza de que vivieran cerca, en algún lugar de Vermont, o en el estado de Nueva York, pero supo por su acento, y sólo con mirarlas, que seguían viviendo en Coos County.
—Milán —respondió May—. Vemos a tu amigo Ketchum de vez en cuando.
—Tampoco es que Ketchum se digne saludarnos ni nada —añadió Dot—. Erais todos muy superiores, ¡vosotros tres y la Piel Roja!
—En fin… —empezó a decir el cocinero; su voz se apagó gradualmente—. Tengo mucho que hacer en la cocina.
—Un buen día querías añadir miel a la masa; luego decidiste que no. Después volviste a cambiar de idea, supongo —dijo May.
—Exacto —corroboró el cocinero.
—Voy a echar un vistazo a la cocina —saltó de pronto Dot—. No me trago una puta palabra de lo que dicen estos dos. Voy a ver con mis propios ojos si Jane sigue con él. —Ni Danny ni su padre hicieron nada por impedírselo. May esperó con ellos mientras Dot entraba en la cocina.
—Hay dos camareras, las dos llorando, y un cocinero joven y lo que parece un mozo de comedor, y un chaval lavando platos; ni rastro de la Piel Roja —anunció Dot al regresar.
—¡Coci, tienes toda la pinta de andar metiendo el pájaro donde no debes! —dijo May—. Y tú también —añadió, dirigiéndose a Danny—. ¿Tienes mujer e hijos, o algo así?
—No tengo mujer ni hijos —contestó Danny, otra vez con precipitación.
—¡Y una mierda! —dijo Dot—. ¡No me trago una puta palabra!
—¿Y supongo que tú tampoco estás tirándote a nadie? —preguntó May al cocinero. Él no contestó; mantuvo la mirada fija en su hijo, Daniel. Los dos tenían el pensamiento muy por delante de lo que estaban viviendo en ese momento en el Avellino. ¿Cuánto tardarían en poder marcharse? ¿A dónde irían esta vez? ¿Cuánto pasaría hasta que esas comadres viejas y malas se cruzaran con Cari?, ¿y qué le dirían al vaquero cuando se tropezaran con él? (Cari vivía en Berlín; Ketchum vivía en Errol. Milán estaba a medio camino).
—Si quieres saber mi opinión, el Coci está tirándose a nuestra camarera, la mayor —dijo Dot a May—. Es la que más llora.
El cocinero se dio media vuelta y regresó a la cocina.
—Diles que la cena corre de mi cuenta, Daniel: pizza gratis, postre gratis —dijo al marcharse.
—No hace falta; ya lo hemos oído —dijo May a Danny.
—Podrías haber sido un poco más amable con nosotras… Alegrarte de vernos, o algo así —gritó Dot en dirección al cocinero, pero éste ya se había ido—. ¡No tienes por qué invitarnos a cenar, Coci! —bramó Dot hacia la cocina, pero no fue tras él.
May estaba dejando dinero en la mesa de Danny, demasiado dinero para su cena, pero Danny no hizo ademán de impedírselo.
—¡Y ni siquiera nos hemos comido la tarta y el cobbler! —dijo al escritor. May señaló el cuaderno en la mesa—. ¿Y tú qué eres? ¿El puñetero contable o algo así? Llevas las cuentas, ¿eh?
—Exacto —respondió él.
—Pues ya os podéis ir a la mierda, tu padre y tú —dijo Dot.
—El Coci siempre se daba muchas ínfulas y tú de niño también te las dabas —reprochó May.
—Lo siento —dijo Danny. Su único deseo era que se marchasen para poder concentrarse en todo lo que su padre y él tenían que hacer, y en el tiempo, el poco tiempo, del que disponían para hacerlo, empezando por avisar a Ketchum.
Entretanto había un grupo de ocho sin servir y otra mesa con tres parejas atónitas. Todos habían seguido atentamente el enfrentamiento, pero eso ya se había acabado. Dot y May se marchaban. Las dos mujeres hicieron un corte de mangas a Danny al salir por la puerta. Por un desconcertante momento fue como si las dos esposas de trabajadores de la serrería no fuesen reales, o como si nunca hubiesen llegado al Avellino; dio la impresión de que las ancianas, una vez en Main Street, no sabían en qué dirección ir. Por fin debieron de recordar que habían aparcado cuesta abajo, más allá del cine Latchis.
Cuando las comadres viejas y malas se fueron, Danny se dirigió a los inquietos y desatendidos clientes del restaurante.
—Enseguida vendrá alguien a ocuparse de ustedes —les aseguró, sin saber ni remotamente si eso era cierto; le constaba que no sería cierto si Loretta y Celeste seguían llorando.
En la cocina, las cosas iban peor de lo que Danny preveía. Lloraban incluso el chico que fregaba los platos y el mozo de comedor. Celeste se había desplomado en el suelo y Loretta estaba de rodillas junto a ella.
—¡No me grites! —decía el cocinero a voz en cuello por el teléfono—. No debería haberte llamado, así ahora no tendría que escucharte. —(Su padre debía de haber telefoneado a Ketchum, comprendió Danny).
—Dime qué debo decir, Greg, y lo diré —preguntó Danny al segundo jefe de cocina—. Tenéis una mesa de ocho y otra de seis. ¿Qué les digo?
Greg lloraba ante la reducción de vino tinto y romero.
—Tu padre ha dicho que el Avellino se ha acabado —contestó Greg—. Dice que ésta es su última noche. Va a poner el restaurante en venta, pero podemos llevarlo nosotros hasta que salga un comprador… si, como sea, nos las apañamos solos.
—Pero ¿cómo coño vamos a apañárnoslas, Greg? —exclamó Celeste.
—Yo no he dicho que sea posible —farfulló Greg.
—Para empezar, quitad a los Red Sox —recomendó Danny, y cambió de emisora—. Si vais a dejaros llevar por la histeria, poned un poco de música aquí dentro; os oye todo el mundo en el restaurante.
—¡Sí, Ketchum, ya sé que siempre has sido de la opinión de que el puto Vermont estaba demasiado cerca de New Hampshire! —vociferaba el cocinero por el teléfono—. ¿Por qué no me dices algo útil?
—Dime qué les digo a los clientes, Greg —insistió Danny al balbuceante segundo jefe de cocina.
—Diles que es mejor que no pidan nada complicado —indicó Greg.
—¡Diles que se vayan a casa, por Dios! —exclamó Loretta.
—¡No, maldita sea! ¡Diles que se queden! —corrigió el segundo jefe de cocina airadamente—. Nos las apañaremos.
—No seas gilipollas, Greg —advirtió Celeste, aún sollozando.
Danny volvió al comedor, donde el grupo de ocho discutía: sobre si se iban o se quedaban, sin duda. Las tres parejas de la mesa de seis parecían más resignadas a su destino, o al menos más dispuestas a esperar.
—Oigan —dijo Danny, dirigiéndose a todos—, se ha producido una crisis en la cocina, y no hablo en broma. Les recomiendo que se marchen ya o que pidan algo sencillo. Las pizzas, quizás, o un plato de pasta. Por cierto, el satay de ternera es excelente, y también los calamares.
Se acercó al botellero y cogió un par de buenos tintos; por más que Danny Ángel hubiese dejado de beber hacía dieciséis años, cuando todavía era Daniel Baciagalupo, el escritor conocía los nombres de las mejores botellas.
—El vino corre de mi cuenta —anunció, y les llevó también las copas. Tenía que volver a la cocina a por el sacacorchos de Loretta o Celeste, y uno de los miembros del grupo de ocho pidió tímidamente una cerveza—. Cómo no —contestó Danny—. Ningún problema con la cerveza. Le aconsejo que pruebe una Moretti.
Al menos Celeste ya estaba en pie, aunque Loretta parecía hallarse en mejores condiciones.
—Una Moretti para el grupo de ocho. He servido vino para todos los demás, corre de mi cuenta —informó Danny a Loretta—. ¿Puedes descorchar las botellas?
—Sí, estoy bien, creo —respondió Loretta.
—Puedo trabajar —aseguró Celeste en tono poco convincente.
—Más vale que apartes a tu padre del teléfono antes de que le dé un infarto —advirtió Greg a Danny.
—¡No pienso volver a cambiarme de nombre! —vociferaba el cocinero por el teléfono—. ¡No pienso marcharme de mi país. Ketchum! ¿Por qué tengo que marcharme del país?
—Déjame hablar con él, pa —pidió Danny; dio un beso a su padre en la frente a la vez que le quitaba el auricular de la mano—. Soy yo, Ketchum —se presentó el escritor.
—¡Dot y May! —bramó Ketchum—. ¡Por Dios, Danny, esas dos son capaces de darle palique a una cagarruta de mapache! En cuanto esas arpías se encuentren con Cari, el vaquero sabrá dónde buscaros.
—¿Cuánto tiempo tenemos, Ketchum? —preguntó Danny—. A ojo de buen cubero.
—Deberíais haberos marchado ayer —contestó Ketchum—. Tenéis que salir del país lo antes posible.
—¿Del país? —repitió Danny.
—¡Eres un escritor famoso! ¿Por qué tienes que vivir en este país de capullos? —preguntó Ketchum—. Puedes escribir en cualquier sitio, ¿o no? ¿Y cuánto falta para que se retire el Coci? Además, puede cocinar en cualquier sitio, ¿o no? ¡Pero no permitas que sea un restaurante italiano! Es lo que buscará el vaquero. Y el Coci necesita otro nombre.
—Dot y May no han oído el apellido «Ángel» —informó Danny al viejo maderero.
—Cari podría llegar a enterarse cuando vaya a buscaros, Danny. Por mucho tiempo que pase después de marcharos, alguien podría revelarle el apellido «Ángel» al vaquero.
—¿Y se supone que yo también tengo que cambiarme el nombre? ¡Por Dios, Ketchum, soy escritor!
—Consérvalo, pues —concedió Ketchum con tono lúgubre—. El vaquero no lee nada, eso te lo aseguro. Pero el Coci no puede conservar el nombre de Tony Ángel. ¡Para eso lo mismo daría que se llamase otra vez Dominic Baciagalupo! No le consientas cocinar en ningún restaurante con nombre italiano, ni siquiera fuera del país.
—Tengo un hijo, Ketchum. Es americano, ¿te has olvidado? —dijo Danny al viejo leñador.
—Joe estudiará en Colorado —le recordó Ketchum. Para Danny eso era un asunto espinoso: que Joe fuera a la Universidad de Colorado, en Boulder, fue en cierto modo una decepción para su padre. A juicio de Danny, su hijo habría sido admitido en centros mejores. Danny opinaba que Joe iba a Colorado por el esquí, no por la calidad de la enseñanza; el escritor también había leído que Boulder era una ciudad muy fiestera.
—Cari ni siquiera sabe que tienes un hijo —le recordó también Ketchum—. Si os vais del país, yo cuidaré de Joe.
—¿En Colorado? —preguntó Danny.
—Todo a su debido tiempo, Danny —dijo Ketchum—. Marchaos de Vermont por piernas. ¡Los dos, tú y tu padre! Entretanto, yo puedo cuidar del chico; al menos hasta que se vaya a Colorado.
—Pa y yo podríamos ir también a Colorado —planteó Danny—. No es muy distinto de Vermont, imagino: hay montañas, sólo que más grandes. Boulder es una ciudad universitaria, y a todos nos gustaba Iowa City. Los escritores encajan bien en una ciudad universitaria. Un cocinero también podría encajar en Boulder, ¿o no? No tendría por qué ser un italiano…
Ketchum lo interrumpió.
—¡Debes de tener menos luces que una cagarruta de mapache, Danny! Huisteis la primera vez y ahora tenéis que seguir huyendo. ¿Te crees que a Cari le importa mucho que seáis una familia? ¡El vaquero no tiene familia; es un puto asesino, Danny, y tiene una misión!
—Ya te comunicaré nuestros planes, Ketchum —dijo el escritor al viejo amigo de su padre.
—Cari no sabe una mierda de países extranjeros —declaró Ketchum—. Diantres, Boston no era lo bastante extranjero para él. ¿Te crees que Colorado está lo bastante lejos para que el vaquero os encuentre? Colorado se parece mucho a New Hampshire, Danny. Allí hay armas, ¿no? En Colorado podrías llevar un arma y nadie te miraría dos veces, ¿es verdad o no?
—Supongo —respondió Danny—. Sé que nos quieres, Ketchum.
—¡Prometí a tu madre que cuidaría de vosotros! —exclamó Ketchum, y se le quebró la voz.
—En fin, eso haces, creo yo —dijo Danny, pero Ketchum había colgado. El escritor recordaría la canción que se oía por la radio; era After the Gold Rustí de Neil Young, una canción de los años setenta. (Al cambiar de emisora para quitar el partido de los Red Sox, Danny, sin querer, había sintonizado la música de Greg en Melodías de ayer).
I was thinking about what a
Friend liad said.
I was hoping it was a lie.
[Estaba pensando en lo que
había dicho un amigo.
Esperaba que fuese mentira.]
Danny vio que su padre revolvía las salsas una vez más; a continuación, el cocinero empezó a extender la masa para lo que parecían tres o cuatro pizzas más. Greg asaba algo, pero el segundo jefe de cocina interrumpió lo que estaba haciendo para sacar un plato del horno. No había en la cocina ninguna camarera, pero el mozo de comedor llenaba un par de paneras.
El lavaplatos esperaba más vajilla sucia; era un muchacho de aspecto formal, y leía un libro de bolsillo. Probablemente para una tarea del colegio, pensó Danny; hoy día, los chicos rara vez leían por iniciativa propia. Danny preguntó al muchacho qué estaba leyendo. El joven lavaplatos esbozó una tímida sonrisa y enseñó al autor un ejemplar muy manoseado de una novela de Danny Ángel, en una edición para el gran mercado. Pero ésa fue una noche tan difícil, ésa en la que Dot y May hicieron su perturbadora aparición en el Avellino, que el escritor no recordaría qué libro leía el chico.
Y la mala noche no había acabado ni mucho menos; para Danny, no había hecho más que empezar.
«Ya encontrarás a alguien», había dicho Kurt Vonnegut a Danny cuando el joven escritor se iba de Iowa City por primera vez; Katie lo había abandonado recientemente. Pero aquello no había ocurrido, todavía no. Danny suponía que aún le quedaba tiempo para encontrar a alguien; tenía cuarenta y un años, y no se habría atrevido a afirmar que lo había intentado de corazón. ¿Creía acaso que la Señora del Cielo iba a caer otra vez en su vida, sólo porque él fuese incapaz de olvidarla?
En cuanto a lo otro que le dijo Vonnegut al escritor por entonces inédito —aquello de que «quizás el capitalismo sea benévolo contigo»—… En fin, Danny se preguntaba (mientras volvía en coche a Putney desde Brattleboro) cómo lo había adivinado Kurt.
La noche en que Dot y May visitaron el Avellino, cuando Danny y su padre no tardarían en ponerse otra vez en marcha, el complejo donde vivía el famoso escritor en Putney resplandecía de luz. Para cualquiera que circulase por Hickory Ridge Road, las luces encendidas —en todas las habitaciones, en cada uno de los edificios— parecían pregonar lo benévolo que había sido el capitalismo con el autor superventas Danny Ángel.
¿Se celebraba en el complejo una fiesta multitudinaria? ¿Estaban ocupadas todas las habitaciones de la vieja casa de labranza (ahora de invitados) tal como lo estaba, obviamente, la nueva casa que Danny había hecho construir para Joe y él? También se veían encendidas las luces de la «choza de escribir» del famoso escritor, como si los asistentes a la fiesta hubiesen llevado su celebración incluso hasta allí.
Pero Danny sólo había dejado encendida la luz de la cocina, en el edificio nuevo; había dejado a oscuras las demás habitaciones (y los otros edificios). La música sonaba a todo volumen y en conflicto: procedía tanto del nuevo edificio como de la casa de invitados, y todas las ventanas debían de estar abiertas. Era raro que nadie hubiese avisado a la policía para quejarse del ruido; aunque el complejo del escritor no tenía vecinos cercanos, cualquiera que pasara por delante oiría las distintas músicas en pugna. Danny las oyó y vio todas las luces encendidas incluso antes de entrar por el camino de acceso, donde paró el coche y apagó el motor y los faros. No había en las inmediaciones ningún otro coche excepto el de Joe. (Estaba aparcado en el garaje abierto, donde Joe lo había dejado cuando visitó por última vez la casa, durante unos días de asueto en el colegio). Desde el extremo opuesto del camino de acceso, Danny observó que estaban encendidas incluso las luces del garaje. Si alguna vez Amy renunciaba a llegar en paracaídas, pensó el escritor, quizá fuese así como se anunciaría.
¿O era una broma pesada? Las bromas pesadas no eran propias de Armando DeSimone. Aparte de Armando, Danny no tenía amigos íntimos en la zona de Putney, y desde luego ninguno que se hubiera sentido tan a sus anchas entrando en la finca del escritor sin ser invitado. ¿Habían avisado ya Dot y May a Cari? Pero las dos comadres viejas y malas no sabían dónde vivía Danny, y si de algún modo el vaquero había conseguido localizar a Danny Ángel, ¿no habría preferido la oscuridad? Era obvio que el antiguo alguacil y ahora ayudante de sheriff no habría encendido todas las luces y puesto la música. ¿Por qué iba a querer anunciarse así Cari?
Además, no había motivo para una fiesta sorpresa, o al menos al escritor no se le ocurría ninguno. O quizá sí fuera idea de Armando, reconsideró Danny, pero la elección de la música no podía ser de Armando o de Mary. A los DeSimone les gustaba bailar; lo suyo eran los Beatles. Aquello sonaba a música de los ochenta, las cosas que Joe ponía cuando estaba en casa. (Danny no reconocía la música, pero eran dos sonidos distintos, los dos atroces, en guerra entre sí). El golpeteo de la linterna en la ventanilla del conductor sobresaltó a Danny. Vio que era su amigo Jimmy, el agente de la policía del estado. Jimmy debía de haber apagado las luces de su coche patrulla al entrar en el camino de acceso y aparcar detrás de Danny; también había apagado el motor del coche de policía, aunque Danny, con la música, en ningún caso habría oído la llegada del agente.
—¿Qué pasa con la música, Danny? —preguntó Jimmy—. Está un poco alta, ¿no? Creo que deberías bajarla.
—Yo no la he puesto, Jimmy —contestó el escritor—. No he encendido las luces ni los aparatos de música.
—¿Quién hay en tu casa? —preguntó el agente.
—No lo sé —respondió Danny—. No he invitado a nadie.
—Quizás han venido y se han ido ya. ¿Echo un vistazo? —preguntó Jimmy.
—Te acompaño —dijo Danny al agente.
—¿Has recibido últimamente cartas de algún admirador desquiciado? —preguntó Jimmy al escritor—. ¿O algún tipo de amenaza por correo, tal vez?
—No desde hace tiempo —respondió Danny. Había llegado la habitual correspondencia de los fanáticos religiosos y de los capullos que se quejaban continuamente del vocabulario «indecoroso» del escritor o del sexo «demasiado explícito».
«Hoy día todo el mundo es un puto censor», había dicho Ketchum.
En cuanto publicara Al este de Bangor —su supuesta novela sobre el aborto—, tal vez las amenazas por correo aumentasen por un tiempo, Danny lo sabía. Pero últimamente no había recibido nada intimidatorio.
—No hay nadie que te la tenga jurada, o nadie que tú sepas, ¿verdad? —preguntó Jimmy.
—Cierta persona cree que tiene un ajuste de cuentas pendiente con mi padre, una persona peligrosa —dijo Danny—, pero esto no puede estar relacionado con eso.
Danny siguió al agente primero a la cocina de la casa nueva. Se advertían irregularidades nimias: la puerta del horno abierta; una botella de aceite de oliva volcada pero con el tapón bien enroscado, por lo que el aceite no se había derramado. Danny entró en el salón, donde pudo apagar la más ensordecedora de las estridentes músicas, y reparó en que la lamparilla de la mesa de centro estaba sobre el sofá, pero no se apreciaban daños. Aquellas alteraciones menores pero intencionadas se habían llevado a cabo a modo de travesura, no por vandalismo; la televisión estaba encendida, pero sin sonido.
Pese a que Danny había cruzado el comedor de camino al salón, de donde salía la mitad de la música, sólo se dio cuenta de que una de las sillas del comedor estaba del revés. Pero Jimmy se había quedado allí, junto a la mesa. Cuando Danny apagó la música, Jimmy preguntó:
—¿Sabes de quién es este perro, Danny? Si no me equivoco, es uno de los dos perros que conozco de la carretera secundaria de Westminster West. El dueño de los perros es Roland Drake. Puede que lo conozcas: estudió en Windham.
El perro muerto se había quedado rígido desde la última vez que Danny lo vio: era el husky-pastor alemán, el que Gallo había matado. Completamente extendido sobre la mesa del comedor, conservaba un gruñido fijo en las fauces. Una de las patas del perro, contraída por el rigor mortis, pisaba la nota que Danny había escrito al hippy carpintero. Donde Danny había mecanografiado «Y en paz, ¿te parece?», el hippy había contestado algo a mano.
—No me lo digas, déjame adivinarlo —dijo el escritor al agente de la policía del estado—. Seguro que ese capullo ha escrito «¡Vete a la mierda!», o algo por el estilo.
—Eso ha escrito, Danny —confirmó Jimmy—. Deduzco que lo conoces.
«¡El muy capullo de Roland Drake!», pensaba Danny. Armando DeSimone tenía razón. Roland Drake había estudiado técnica narrativa en el Windham College, aunque por muy poco tiempo. Drake abandonó el curso después de la primera reunión con su profesor, cuando Danny dijo a aquel gilipollas arrogante que rara vez se conseguía un buen texto sin corrección. Roland Drake escribía desatinos en versión borrador: tenía una imaginación medio aceptable pero era muy descuidado. No prestaba atención a los detalles concretos, ni al lenguaje.
—Yo me dedico a escribir, no a reescribir —había dicho Drake a Danny—. Sólo me gusta la parte creativa.
—Pero reescribir es escribir —explicó Danny al joven—. A veces reescribir es la parte más creativa.
Roland Drake, esbozando una sonrisa sarcástica, se había marchado del despacho de Danny. Ésa fue su única conversación. Por entonces el chico no tenía el pelo tan largo; quizá Drake no se sentía tan atraído por las tendencias hippies cuando era más joven. Y Danny era mal fisonomista. Ése era un verdadero problema para alguien famoso: uno se encontraba continuamente con personas que creía ver por primera vez, y en cambio ellas sí recordaban que ya lo conocían. Con toda seguridad Drake se sintió doblemente insultado al ver que Danny no se acordaba de él, amén de que le hubiera dicho que cuidase de su perro (o perros).
—Sí, conozco a Roland Drake —contestó Danny a Jimmy Se lo contó todo al agente de la policía del estado, incluso cómo había matado Gallo al perro que ahora yacía rígido en la mesa del comedor. Por la nota mecanografiada de Danny, Jimmy vio con sus propios ojos que el escritor había intentado hacer las paces con aquel capullo de hippy. El escritor carpintero, como lo había llamado Armando, no sabía cuándo convenía dejar las cosas en paz, como tampoco sabía que reescribir era escribir, y que ésa podía ser la parte más creativa del proceso.
Danny y Jimmy recorrieron el resto de la casa principal apagando las luces y poniendo las cosas en orden. En el cuarto de baño de Joe encontraron la bañera llena. El agua estaba fría, pero por lo demás todo seguía en orden; no había charcos en el suelo. En el dormitorio de Joe, una de las fotos del equipo de lucha del chico había sido descolgada de la pared y se hallaba apoyada contra el cabezal de la cama (junto a una almohada). En el cuarto de baño de Danny, una de sus americanas (en una percha) colgaba de la barra de la cortina de la ducha; su maquinilla de afeitar eléctrica y un par de zapatos de vestir estaban en la bañera, por lo demás vacía. Todas las toallas del baño habían sido apiladas al pie de la cama del dormitorio principal.
—Drake no es más que un gamberro de tres al cuarto, Danny —dijo el agente—. Es uno de esos gilipollas que viven de las rentas de su familia; nunca se atreven a causar verdaderos daños, porque saben que tendrían que pagarlo los padres.
Pequeñas impertinencias del mismo estilo se observaban en todas partes, en toda la casa. Cuando fueron a apagar las luces del garaje, Danny descubrió un tubo de dentífrico en el asiento del conductor del coche de Joe; bajo la visera del lado del conductor asomaba un cepillo de dientes.
Encontraron más travesuras pueriles en la casa de invitados —la casa de labranza original—, donde la música sonaba tan alto como permitía el volumen del aparato y el televisor estaba en marcha, sin sonido. Se veían lámparas tumbadas, y sus pantallas, dispuestas en pirámide, decoraban la mesa de la cocina; habían descolgado y vuelto a colgar varios cuadros (del revés), y las camas estaban deshechas, como si alguien hubiese dormido en ellas.
—Es irritante, pero no pasa de ser una chiquillada —dijo Danny al agente.
—Coincido contigo —declaró Jimmy.
—En todo caso voy a vender la finca —le contó Danny.
—No por esto, espero —dijo el agente de la policía del estado.
—No, pero esto simplifica las cosas —contestó el escritor. Como Danny sabía que se marchaba, y que tendría que vender la finca de Putney, tal vez no sintiera que la profanación de los efectos personales por parte de Roland Drake fuera una violación de su intimidad en tan gran medida como en realidad lo era; es decir, hasta que Danny y Jimmy llegaron a la «choza de escribir» del autor. Sí, estaban todas las luces encendidas, y algunos papeles fuera de sitio, pero allí Drake se había pasado de la raya: había ocasionado un daño real.
Danny había estado corrigiendo las galeradas de Al este de Bangor. Como testimonio de la constante necesidad del novelista de reescribir —de modificar, de revisar incesantemente—, Daniel había escrito más notas y dudas en los márgenes de las galeradas que de costumbre. Esta demostración —de que Danny Ángel era escritor y reescritor— debió de ser superior a las fuerzas de un escritor fracasado (un escritor carpintero) como Roland Drake. La prueba de la reescritura en las galeradas de la siguiente novela a punto de publicarse hizo que Drake traspasara el límite de lo soportable.
Con un rotulador de tinta permanente, de color negro muy oscuro, Roland Drake había garabateado en la portadilla de las pruebas de imprenta de Al este de Bangor; y dentro de las galeradas, en cada página, Drake había escrito sus comentarios con rotulador rojo de punta fina. Los comentarios del escritor carpintero no eran precisamente perspicaces ni elaborados, pero Drake sí se había tomado la molestia de ensuciar cada página; las galeradas de Al este de Bangor tenían más de cuatrocientas páginas. Danny había corregido tres cuartas partes de la novela y —pese a lo reescritor que era—, sólo había introducido notas y dudas en unas quince o veinte páginas. Roland Drake había tachado las notas y dudas de Danny; había dejado ilegibles las correcciones del autor. Drake había estropeado intencionadamente las galeradas, pero aquello no tenía por qué representarle a Danny más de dos semanas de trabajo extra, ni siquiera eso, en circunstancias normales, a pesar de que la destrucción de las pruebas de imprenta del escritor por parte de Drake parecía algo más que una agresión simplemente simbólica.
Pero en un momento en que el cocinero y su hijo se enfrentaban al caos de volver a huir, el ataque de Roland Drake a la sexta novela de Daniel podía retrasar varios meses la publicación de Al este de Bangor, hasta medio año cabía suponer. La publicación de la novela estaba programada para otoño de 1983. (Ahora quizás ya no; posiblemente el libro no se publicaría hasta el invierno de 1984. Con todas las novedades que estaban surgiendo en la vida de Danny, el autor tardaría un tiempo en recordar las correcciones que ya había introducido en las galeradas, y en encontrar tiempo para revisar la cuarta y última parte de la novela). «¡Replantéate esta cagada de título!», había anotado Drake en la portadilla de Al este de Bangor con el rotulador negro muy oscuro. «¡Cambia el nombre falso del autor!». Y en rojo, a lo largo de toda la novela, aunque las críticas del escritor carpintero no revelaban gran alcance ni profundidad de percepción, Drake había subrayado frases o trazado círculos en torno a palabras —en más de cuatrocientas páginas— y añadido crípticos comentarios, aunque sólo uno por página. «¡Esto da pena!» y «¡Reescribir!», eran los que más se repetían, junto con «¡Eliminar!» y «¡Mataperros!». Menos frecuentes eran «¡Pobre!» y «¡Flojo!». Más de una vez «¡Demasiado largo!», aparecía garabateado de punta a punta de la página. Sólo dos veces, pero de manera memorable, Drake había escrito: «¡Yo también me tiré a Franky!». (Tal vez Drake sí se había acostado con Franky, pensó Danny en ese momento por primera vez; eso quizás hubiera contribuido a la animadversión del otrora estudiante de técnica narrativa hacia el autor de éxito).
—Echa un vistazo, Jimmy —dijo Danny al agente entregándole la copia profanada de las galeradas.
—Caray…, esto va a darte más trabajo, supongo —comentó Jimmy pasando las hojas—. «¡El año del perro no publicaría esta mierda!» —leyó en voz alta el agente de la policía del estado con una perplejidad absoluta. Jimmy parecía dolido por lo que no entendía, afligido y desconcertado a la vez. Para ser un policía que había liquidado a tiros a no pocos perros, Jimmy tenía los ojos tristes y los párpados caídos de un labrador retriever; alto y delgado, con la cara alargada, el agente miraba a Danny con expresión interrogativa en busca de una explicación a los delirios de Roland Drake.
—El año del perro era una revista literaria —aclaró Danny—. La publicaba el Windham College, o puede que la publicase de manera independiente un grupo de alumnos del Windham College, ya no me acuerdo.
—¿Franky es una chica? —preguntó Jimmy mientras seguía leyendo.
—Sí —contestó el escritor.
—Esa que vivió aquí un tiempo, ¿verdad? —quiso saber el agente.
—La misma, Jimmy.
—«¡Escribes a la pata coja!» —leyó entonces Jimmy en voz alta—. Caray…
—Drake debería enterrar a su perro, ¿no crees, Jimmy? —preguntó Danny al agente.
—Le llevaré el perro a Roland. Mantendremos una charla —dijo Jimmy—. Podrías pedir una orden de alejamiento…
—No la necesito, Jimmy. Me marcho, ¿recuerdas? —respondió Danny.
—Sé cómo hablar a Roland —afirmó el agente.
—Cuidado con el otro perro, Jimmy. Ataca por la espalda —lo previno Danny.
—No dispararé si no es necesario, Danny; sólo disparo cuando es necesario —aseguró el agente.
—Lo sé —dijo Danny.
—Cuesta imaginar que alguien se la tenga jurada a tu padre —aventuró a decir Jimmy—. No concibo que alguien quiera ajustar cuentas con el cocinero. ¿Quieres contármelo, Danny? —preguntó el policía.
«He aquí otra encrucijada en el camino», pensó el escritor. ¿Qué eran esas bifurcaciones, donde dar un giro brusco hacia la izquierda o hacia la derecha respecto al camino elegido previamente podía suponer una posibilidad tentadora? ¿Acaso no habían tenido Danny y su padre la oportunidad de regresar a Twisted River como si nada le hubiera ocurrido a Jane la Piel Roja? Y estaba asimismo la ocasión en que mandaron a Paul Polcari al fondo de la cocina en el Vicino di Napoli con la monotiro calibre veinte de Ketchum, en vez de mandar a alguien capaz de apretar el puto gatillo.
¿Y acaso no era ésta otra oportunidad para librarse del dilema? ¡Cuéntaselo todo a Jimmy, y listos! Lo de Jane la Piel Roja, lo de Cari y Pam la Seis Jarras; lo del ayudante del sheriff retirado con su Colt 45 de cañón largo, ¡el puto vaquero! Como no fuera pedirle a Ketchum que matase al muy cabrón, ¿qué otra escapatoria había? Y Danny sabía que si su padre o él se lo pedían a Ketchum a las claras, Ketchum mataría al vaquero. El viejo leñador no había asesinado a Pinette el Suertudo en su cama con un martillo marcador; el Suertudo debía de estar dormido en ese momento, pero el asesino no pudo ser Ketchum, porque de haberlo sido, nada le habría impedido matar a Cari.
Pero Danny se limitó a decir a su amigo el agente de la policía del estado:
—Fue por una mujer. Hace mucho tiempo mi padre se acostó con la novia del alguacil de un campamento maderero. Después, el alguacil del campamento pasó a ser ayudante del sheriff del condado, y cuando se enteró de lo que le había ocurrido a su novia, fue en busca de mi padre. Ahora el ayudante del sheriff está retirado, pero tenemos motivos para pensar que quizá siga buscando… Está loco.
—Un expolicía loco…, mala cosa —comentó Jimmy.
—El exayudante del sheriff se hace viejo… Ése es el lado bueno. No puede seguir buscando durante mucho más tiempo —explicó Danny al agente, que parecía pensativo; también se lo veía receloso.
Ésa no era toda la historia, claro está, y tal vez el agente de la policía del estado lo adivinó por la manera anormalmente vaga con que el escritor la contó. (¿Y qué podía pasarle a Danny por matar a una mujer a la que confundió con un oso cuando tenía doce años?). Pero Danny no contó nada más, y Jimmy se dio cuenta de que su amigo se conformaba con mantener el asunto entre él y su padre. Además, tenía que resolver el problema del perro muerto; la tarea pendiente, la charla con Roland Drake, debió de parecerle más apremiante.
—¿Tienes una de esas bolsas grandes de basura, esas de color verde? —preguntó Jimmy—. Ya me ocuparé yo del perro. ¿Por qué no te vas a dormir un rato, Danny? Ya seguiremos hablando del viejo expolicía loco cuando quieras.
—Gracias, Jimmy —dijo Danny a su amigo. Así sin más, pensaba el escritor, había dejado atrás la encrucijada en el camino. Ni siquiera entraba en la categoría de decisión, pero ahora al cocinero y a su hijo no les quedaba más remedio que seguir adelante. Y, por cierto, ¿cuántos años tenía el vaquero ya? Cari era de la misma edad que Ketchum, que era de la misma edad que Pam la Seis Jarras. El ayudante del sheriff retirado tenía sesenta y seis años, no demasiados para apretar un gatillo, todavía no.
Desde el camino de acceso, Danny observó cómo se alejaban por Hickory Ridge Road las luces de posición del coche patrulla de la policía del estado. El agente no tardaría en llegar al camino de acceso a la casa de Roland Drake, con sus vehículos abandonados y el husky-pastor alemán superviviente. De pronto adquirió suma importancia para Danny saber qué ocurriría cuando Jimmy devolviese el perro muerto a aquel capullo de hippy. ¿De verdad acabaría ahí la historia? ¿Quedaban alguna vez las cosas en paz? ¿O acaso la violencia se perpetuaba? Es decir, cuando algo empezaba de manera violenta.
Danny tenía que saberlo. Subió a su coche y avanzó por Hickory Ridge Road hasta que vio titilar ante sí las luces de posición del agente; en ese momento Danny aminoró la marcha. Perdió de vista las luces de posición del coche patrulla, pero lo siguió de lejos. Jimmy debió de ver los faros de Danny, aunque fuese por un instante. Sin duda el policía del estado se había dado cuenta de que lo seguían; conociéndole, habría adivinado que era Danny. Pero éste sabía que no necesitaba ver qué ocurría cuando el agente se detuviera en aquella especie de desguace que Roland tenía por camino de acceso. El escritor sabía que le bastaba con acercarse lo suficiente para oír el disparo, si había un disparo.
Resultó que Danny y su padre disponían de más tiempo del que creían, pero tuvieron la sensatez de no contar con ello. En esta ocasión no desoyeron las advertencias de Ketchum, porque ¿acaso no había tenido razón Ketchum la última vez? Vermont no estaba lo bastante lejos de New Hampshire, como les había prevenido el viejo leñador. ¿Habrían aparecido Dot y May en el Mao’s, en Iowa City? Probablemente no. Por eso mismo, Danny se preguntó si alguien de Coos County llegaría a encontrar algún día al cocinero y a su lujo en Boulder, Colorado, donde pronto empezaría a estudiar Joe. También eso era poco probable, pero el escritor estaba convencido de que no debían correr el riesgo, aunque abandonar el país no resultaría fácil, no al menos como proponía Ketchum, ya que el maderero se refería a algo permanente. (Ketchum también tenía cierta idea de dónde). Ketchum telefoneó al cocinero y a su hijo durante la resaca o la precaria sobriedad del leñador a la mañana siguiente de la calamitosa visita de Dot y May al Avellino. Naturalmente, Ketchum los llamó por separado, pero resultó irritante que el maderero les hablase a cada uno como si los dos, Danny y su padre, estuvieran presentes.
«Durante trece años el vaquero creyó que estabais en Toronto, porque Cari pensaba que Ángel era de allí, ¿me equivoco? ¡Podéis estar bien seguros de que es así!», bramó Ketchum.
«Dios bendito», pensaba el cocinero en su adorada cocina del Avellino, donde se había preparado un espresso muy cargado y se preguntaba por qué Ketchum levantaba siempre la voz para hacerse oír. Según Ketchum, Dot y May tenían considerablemente menos imaginación que una cagarruta de mapache; aunque con toda seguridad «las dos brujas chismosas» le contarían al vaquero lo que sabían, serían incapaces de ponerse de acuerdo en cómo contárselo, o cuándo. Dot sería partidaria de esperar a que el ayudante del sheriff retirado hiciese algo especialmente deplorable, o las tratase con una actitud de superioridad, en tanto que May preferiría insinuar que sabía algo, hasta que Cari se muriese por saber qué era. En resumidas cuentas, el hábito de la manipulación malévola de las viejas comadres quizá proporcionase a Danny y a su padre un poco de tiempo.
Al hablar con Danny por teléfono, Ketchum fue más preciso: «He aquí la cuestión: vosotros dos. Ahora que Cari sabe que os fuisteis a Boston, no a Toronto, y que muy pronto sabrá que luego os fuisteis a Vermont, al vaquero ni se le pasara por la cabeza la posibilidad de que estéis en Toronto. Ése es el último sitio donde buscaría, y es ahí adonde debéis ir. En Toronto hablan inglés. Tienes editor allí, ¿verdad, Danny? E imagino que hay empleos de sobra para un cocinero… ¡Nada italiano, Coci, o te juro que iré a pegarte un tiro yo mismo!».
No soy el Coci, estuvo a punto de decir Danny, pero se limitó a apretar el auricular con la mano.
Toronto no era tan mala idea, pensaba el escritor Danny Ángel mientras esperaba a que se extinguiese la creciente histeria de la llamada telefónica de Ketchum. Danny había viajado allí para la promoción de un par de libros. Era una buena ciudad, pensaba, en la medida en que Danny se molestaba en pensar en ciudades. (El cocinero era más urbano que su hijo). Canadá era un país extranjero, con lo que satisfacía el criterio de Ketchum, pero Toronto, por su proximidad a Estados Unidos, le permitiría mantener el contacto con Joe; sería fácil llegar a Toronto desde Colorado. Lógicamente Danny deseaba saber qué pensaba Joe de aquella idea, y también, cómo no, qué pensaba el cocinero sobre la sugerencia de Ketchum.
Cuando Ketchum puso fin a su llamada a Danny, el teléfono del escritor sonó casi de inmediato. Por supuesto, era el padre de Danny.
—No tendremos paz mientras ese loco tenga su propio teléfono, Daniel —dijo el cocinero a su hijo—. Y si llega a tener fax algún día, estaremos condenados a las letras mayúsculas y los signos de exclamación por el resto de nuestras vidas.
—Pero ¿qué opinas de la idea de Ketchum? ¿Qué te parece Toronto? —preguntó Danny.
—Me da igual adonde vayamos… Siento mucho haberte metido en esto. ¡Sólo buscaba tu seguridad! —dijo su padre; a continuación, el cocinero se echó a llorar—. No quiero ir a ningún sitio —declaró Tony Ángel—. ¡A mí me gusta esto!
—Ya lo sé…, lo siento, pa. Pero en Toronto estaremos bien, sé que allí estaremos bien —aseguró el escritor a su padre.
—No puedo pedirle a Ketchum que mate a Cari, Daniel… No puedo —dijo el cocinero a su hijo.
—Lo sé; tampoco yo soy capaz —admitió Danny.
—Tienes editor en Canadá, ¿verdad, Daniel? —preguntó su padre. Por primera vez Danny percibió vejez, algo cercano ya a la senectud, en la voz de su padre. El cocinero iba ya para sesenta, pero lo que Danny había percibido en la voz de su padre reflejaba una edad mayor que ésa: había percibido algo más que desasosiego, algo rayano en la fragilidad—. Si tienes editor en Toronto —decía su padre—, seguro que nos ayuda a instalarnos allí, ¿no?
—Editora, en Canadá tengo editora —aclaró Danny a su padre—. Me consta que nos ayudará, pa; allí será fácil. Y buscaremos algo en Colorado donde podamos visitar a Joe, y Joe podrá visitarnos a nosotros. No debemos considerar este traslado como algo permanente por fuerza, o al menos no por un tiempo. Ya veremos si Canadá nos gusta, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —accedió el cocinero, pero seguía llorando.
«Podría marcharme de Vermont hoy», pensaba el escritor. Danny no sentía por su finca de Putney un apego ni remotamente aproximado al amor de su padre por el Avellino en Brattleboro, o por su vida allí. Después de la aparición de Dot y May en el restaurante —por no hablar ya de la visita de Roland Drake, o del perro muerto de Drake sobre la mesa del comedor—, Danny tenía la sensación de que podía marcharse de Vermont para siempre, y sin volver la vista atrás.
Cuando Cari se encontró por fin con aquellas comadres viejas y malas, Dot y May, ya era tarde para sorprenderlos en Vermont. Para entonces, con la ayuda de Armando y Mary DeSimone, Danny había vendido la finca de Putney; ya no existía el complejo de ningún escritor en Hickory Ridge Road. Y el Windham College, donde el escritor Danny Ángel dio clases, había cambiado de nombre (y de objetivo); ahora era el Landmark College, una destacada institución para alumnos con discapacidad en el aprendizaje. Para cuando el vaquero se presentó en Brattleboro, el propio Avellino había desaparecido, y allí adonde se marchó Greg, el segundo jefe de cocina. Cari no lo encontraría. A instancias del cocinero, Celeste y su hija, Loretta (y el hijo de Loretta), abandonaron el pueblo. El vaquero volvería de vacío, una vez más, pero sin lugar a dudas Dot y May se habían despachado a gusto con él.
¿Era posible que Cari fuese tan imbécil como Ketchum, a veces, sostenía? ¿No poseía el vaquero más dotes detectivescas que las tan denostadas cagarrutas de mapache de Ketchum? ¿O se debía simplemente a que durante las investigaciones en Vermont del ayudante del sheriff retirado no había surgido en ningún momento el apellido «Ángel»? En Brattleboro, el vaquero no había hecho indagaciones sobre el cocinero y su hijo en The Book Cellar, obviamente.
—Sabías que el Coci estaba en Vermont, lo sabías desde el principio, ¿verdad que sí, Ketchum?
—¿El Coci? ¿Aún anda por ahí? —dijo Ketchum al vaquero—. Jamás habría imaginado que un fulano bajito y tan cojo como ése duraría tanto, ¿y tú, Cari?
—Sigue por ese camino, Ketchum; tú sigue por ese camino —dijo Cari.
—Sí, eso haré: seguiré por este camino, no lo dudes —respondió Ketchum al vaquero.
Pero Danny estaba impaciente por marcharse de Vermont; desde la noche en que Jimmy y él encontraron el perro muerto en la mesa del comedor, Danny Ángel deseó irse.
Aquella noche, en la carretera secundaria de Westminster West, no fue más allá del pie del largo y empinado camino de acceso de Barrett. Marcha atrás, había metido el coche en la finca de la amante de los animales. Danny sabía que Barrett se acostaba temprano, y que no se daría cuenta de que un coche había aparcado en su camino de acceso, tan lejos de su granja de caballos que ni siquiera los caballos se alteraron por su presencia. Además, Danny había apagado el motor y los faros. Se limitó a quedarse sentado en el coche, que se hallaba de cara a Westminster West con todas las ventanas abiertas.
Era una noche cálida y no soplaba el viento. Danny sabía que en una noche así oiría un disparo a cuatro o cinco kilómetros de distancia. Lo que en un primer momento no sabía era lo siguiente: ¿de verdad quería oírlo? ¿Y qué significaría exactamente oír o no oír la detonación del arma? El escritor estaba pendiente de algo que iba mucho más allá de la supervivencia o la muerte del perro de Roland Drake, cruce de husky y pastor alemán, proclive a morder por la espalda.
A los cuarenta y un años, Danny se sentía otra vez como un niño de doce; no ayudó la circunstancia de que empezase a llover. Recordó la noche brumosa en que su padre y él abandonaron Twisted River en el Pontiac Chieftain: cómo se había quedado esperando en la ranchera, aparcada cerca del apartamento de Pam la Seis Jarras. Danny estaba pendiente de la descarga del Colt 45 de Cari, que significaría que su padre había muerto. Con el sonido de ese disparo, el niño habría corrido escalera arriba hasta el apartamento de la Seis Jarras; le habría suplicado que lo dejase entrar, y entonces Ketchum se habría ocupado de él. Ése era el plan, y Danny hizo su parte; se quedó en la ranchera, bajo la lluvia, esperando a oír la detonación que nunca se produjo, aunque había momentos en que Danny tenía la sensación de que aún estaba esperando a oírla.
En la carretera secundaria de Westminster West —al pie del camino de acceso de su antigua amante—, el escritor Danny Ángel escuchaba tan atento como podía. Confiaba en no oír ese disparo —la ensordecedora descarga del Colt 45 del vaquero—, pero con ese disparo en mente el escritor empezó a abandonarse al peligroso lado de su imaginación dominado por el «y si». ¿Y si el agente de la policía del estado no tenía que disparar contra el otro perro de Roland Drake? ¿Y si de algún modo Jimmy convencía al escritor carpintero y a su husky-pastor alemán de que, francamente, había que dejar las cosas en paz? ¿Podía significar eso el fin de la violencia, o de la amenaza de violencia?
Fue entonces cuando el escritor tomó conciencia de qué era aquello de lo estaba pendiente: nada. No esperaba oír nada.
Era la ausencia de un disparo lo que quizás implicase que su padre estaba a salvo, que el vaquero, como Paul Polcari, quizá nunca apretase el gatillo.
Danny procuraba no pensar en lo que Jimmy le había dicho referente al tubo de dentífrico y el cepillo de dientes en el coche de Joe. Posiblemente no los había puesto allí Roland Drake; tal vez el dentífrico y el cepillo no formaban parte de la pequeña fechoría de Drake.
«Lamento decírtelo, Danny, pero he pillado a muchos chicos que habían estado bebiendo en sus coches», le contó el agente. «A menudo los chicos tienen a mano dentífrico y un cepillo… para que, al llegar a casa, sus padres no huelan en su aliento lo que han bebido». Pero Danny prefería pensar que el dentífrico y el cepillo eran una más de las pueriles ocurrencias de Drake. Al escritor no le gustaba pensar en su hijo bebiendo y conduciendo.
¿Era supersticioso Danny? (La mayoría de los escritores que creen en la trama lo son). A Danny tampoco le gustaba pensar en lo que había dicho la Señora del Cielo a Joe. «Si alguna vez estás en apuros, volveré», había dicho al niño de dos años, y le dio un beso en la frente. Bueno, no en una noche tan oscura como ésta, pensó el escritor. En una noche tan oscura como ésta, ninguna paracaidista —ni siquiera la Señora del Cielo— vería dónde aterrizar.
La lluvia había difuminado la escasa luz de la luna; la lluvia entraba por las ventanas abiertas del coche de Danny, y el agua permanecía en forma de gotas en el parabrisas, con lo que la oscuridad era aún más impenetrable.
Sin duda el agente de la policía del estado había llegado ya a la chatarrería que Drake tenía por camino de acceso. ¿Y qué haría entonces Jimmy?, se preguntaba Danny. ¿Quedarse sentado en el coche patrulla hasta que Drake advirtiera la presencia del vehículo y saliera a hablar con él? (¿Y saldría Roland solo o iría acompañado del perro proclive a morder por la espalda?). Aunque llovía, claro está; por consideración al hippy carpintero, y debido a la avanzada hora de la noche, quizás el agente se había apeado del coche y llamado a la puerta de Drake.
Al mismo tiempo que pensaba en eso alguien llamó a la puerta del acompañante del coche de Danny; una linterna iluminó la cara al escritor.
—¡Pero si eres tú! —oyó exclamar a Barrett. Su antigua amante, que empuñaba un rifle, abrió la puerta del coche y se sentó a su lado. Llevaba las botas de goma de establo, altas hasta las rodillas, y un poncho de hule. Se había echado atrás la capucha al entrar en el coche, y la melena blanca le caía suelta, como si se hubiera ido a dormir hacía horas y de pronto se hubiese despertado. Los muslos desnudos de Barrett asomaron por debajo del poncho; no llevaba nada más. (Danny sabía, claro está, que Barrett dormía desnuda.)—. ¿Me echabas de menos, Danny? —preguntó.
—Hoy trasnochas, ¿no? —dijo Danny.
—Hace más o menos una hora he tenido que sacrificar a un caballo; era demasiado tarde para llamar al condenado veterinario —le contó Barrett. Se sentaba como un hombre, con las rodillas muy separadas; la carabina, con el cañón apuntando hacia abajo, estaba apoyada entre sus bonitas piernas de bailarina. Era una Remington antigua con corredera: una Springfield. 30-06, le había explicado ella hacía unos años, al presentarse en su finca de Putney, donde estaba cazando ciervos. Barrett aún cazaba ciervos allí; había un manzanar abandonado en esos terrenos, y había abatido a más de un ciervo en ese sitio. (¿Cómo la había llamado el cocinero? Una amante de los animales «selectiva», ¿no? Danny conocía a más de uno como ella).
—Siento lo de tu caballo —comentó.
—Y yo lo siento por el arma; sé que no te gustan las armas —dijo ella—. Pero no he reconocido tu coche. Es nuevo, supongo, y una tiene que tomar sus precauciones cuando un desconocido aparca en su camino de acceso.
—Sí, te echaba de menos —mintió—. Me voy de Vermont. Tal vez intentaba grabarme esto en la memoria antes de irme.
Esto último era verdad. Además, el narrador no podía contar a una amante de los animales selectiva como ella la historia del perro muerto —aparte de que aún esperaba oír cuál era el destino del segundo perro—, no al menos en una noche tan lúgubre como la que habían creado Dot y May.
—¿Te marchas? —preguntó Barrett—. ¿Por qué? Pensaba que es to te gustaba. Tu padre adora ese restaurante suyo en Brattleboro, ¿no?
—Nos marchamos los dos. Nos sentimos… solos, supongo —contestó Danny.
—Cuéntamelo —instó Barrett; dejó la culata del arma apoyada en su muslo mientras le cogía una mano a Danny y se la guiaba bajo el poncho hasta su pecho. Era tan pequeña (tan menuda como Katie, tomó conciencia el escritor), y a la luz argéntea de la luna iluminada, en la casi absoluta oscuridad del interior del coche, el pelo blanco de Barrett resplandecía como el cabello del fantasma de Katie.
—Puede que quisiera despedirme —afirmó Danny. Lo decía en serio; ahí no mentía. ¿No sería acaso un consuelo yacer entre los brazos cálidos de aquella mujer elástica y mayor que él, sin pensar en nada más?
—Eres muy tierno —dijo Barrett—. Eres demasiado triste para mi gusto, pero eres muy tierno.
Danny le besó los labios, y la blanquísima mata de pelo de Barrett proyectó un espectral resplandor sobre su rostro alargado, que había vuelto hacia él a la vez que cerraba los ojos de color gris pálido y mirada fría. Eso permitió a Danny mirar más allá de ella, por la ventanilla abierta; quería asegurarse de que veía el coche patrulla de Jimmy si pasaba por la carretera.
¿Cuánto se tardaba en entregar un perro muerto al dueño del animal y dar el sermón que Jimmy tenía pensado dar a aquel capullo de hippy?, se preguntaba Danny. Casi con toda seguridad, si el agente se hubiera visto obligado a disparar contra el otro perro de Drake, Danny habría oído ya la detonación; había permanecido atento, con los cinco sentidos, incluso durante la conversación con Barrett. (Era mejor besarla que hablar; los besos eran silenciosos. No dejaría de oír el disparo si se producía).
—Vamos a mi casa —musitó Barrett, interrumpiendo el beso—. Acabo de matar a mi caballo; quiero darme un baño.
—Claro —contestó Danny, pero no tendió la mano hacia la llave de contacto. El coche patrulla no había pasado ante el camino de acceso de Barrett, ni se había oído disparo alguno.
El escritor intentó imaginarlos: a Jimmy y al escritor carpintero. Tal vez el agente y Roland Drake, ese gilipollas que vivía de las rentas familiares, estaban sentados a la mesa de la cocina del hippy. Danny intentó representarse a Jimmy dando unas palmadas al perro cruce de husky y pastor alemán, o acaso rascándole las suaves orejas; a la mayoría de los perros les gustaba eso. Pero a Danny le costaba concebir la escena: por eso vaciló antes de poner el coche en marcha.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Barrett.
El disparo fue más sonoro de lo que Danny esperaba; pese a que el camino de acceso de Drake se hallaba a cuatro o cinco kilómetros, Danny había infravalorado el sonido del arma de Jimmy. (Creía que el agente llevaba un 38, pero —como no entendía de armas, y en particular de pistolas y revólveres— Danny no sabía que la preferida de Jimmy era una Wildey Magnum 475, conocida también como la Wildey del Superviviente). Se oyó un estampido amortiguado, aún mayor que el del Colt 45 del vaquero, advirtió Danny cuando Barrett dio un respingo entre sus brazos, desplazando los dedos hacia el gatillo de su Remington pero apenas rozándolo.
—Un condenado cazador furtivo; mañana por la mañana llamaré a Jimmy —dijo Barrett y volvió a relajarse entre sus brazos.
—¿Para qué vas a llamar a Jimmy? —preguntó Danny—. ¿Por qué no al guardabosques?
—El guardabosques es un inútil; al muy cretino le dan miedo los cazadores furtivos —respondió Barrett—. Además, Jimmy conoce a todos los cazadores furtivos. Todos le tienen miedo.
—Ah —se limitó a decir Danny. Él no sabía nada de cazadores furtivos.
Danny puso el motor en marcha; encendió las luces y el limpiaparabrisas, y Barrett y él subieron los cristales de las ventanillas del coche. El escritor dio la vuelta en la carretera y ascendió por el largo camino de acceso hacia la granja de caballos, sin saber qué pieza del rompecabezas faltaba, ni estar muy seguro de qué parte de la historia no había terminado aún.
Una cosa sí estaba clara, mientras tenía allí a Barrett, sentada junto a él con la carabina ahora sobre el regazo, el corto cañón del arma ligera apuntado hacia la puerta del acompañante: las cosas nunca quedaban en paz; era imposible contener la violencia.