En Iowa la primavera era el no va más; los campos se revestían de un verde especial. Los asados de cerdo causaban furor entre los típicos sujetos del departamento de arte y los alumnos de técnica narrativa. Como estudiante, Danny había evitado la mayoría de las fiestas del Taller Literario, pero Katie lo arrastraba a las fiestas de artistas, las cuales, en opinión de Danny, eran peores que cualquiera de los desaguisados en que se metían los escritores. Katie conocía a todo el mundo en el departamento de arte de Iowa, porque posaba para las clases de dibujo al natural; si bien Danny había posado para el dibujo al natural en New Hampshire, por entonces no estaba casado. En Iowa lo incomodaba saber que muchos de los estudiantes de posgrado en el departamento de arte —amén de algunos profesores— habían visto desnuda a su mujer. Danny no sabía ni cómo se llamaba la mayoría de ellos.
El lugar donde en aquella ocasión se iba a asar el cerdo les fue difícil de encontrar. El pequeño Joe estuvo llorando durante todo el camino hasta Tiffin por la Interestatal 6, pero Danny al volante, no permitió a Katie sacar al niño de dos años de su sillita. Abandonaron la autovía en Tiffin, pero cuando se perdieron estaban más cerca de North Liberty; o bien la carretera de Buffalo Creek no existía, o no estaba indicada, y para cuando encontraron la ruinosa granja, Danny había dejado caer algún comentario sarcástico sobre los estudiantes de arte. (En su opinión, eran tan poco verbales o tan abstractos que no sabían dar indicaciones).
—¿Y qué más te da si no encontramos esa granja de mierda? —había preguntado Katie—. En cualquier caso, nunca quieres ir a las fiestas a las que me invitan.
—Tampoco quiero ir a las fiestas a las que me invitan a mí —señaló él.
—Vamos, que eres la alegría de la huerta, ¿eh, mamonazo? —repuso Katie.
El granjero atendía a sus cerdos una vez a primera hora de la mañana y otra a media tarde; él vivía en Iowa City, concretamente en los bungalows de Rochester Avenue, que eran caros pese a su aspecto de motel, y alquilaba la decrépita casa de labranza que había en la granja a cuatro jóvenes roñosos inscritos en el posgrado de arte. Katie los llamaba artistas, como si ya hubiesen llegado a algo.
El escritor tenía una visión más cínica; en opinión de Danny, esos estudiantes de posgrado de la granja porcina eran tres pintores de medio pelo y un fotógrafo con ínfulas. Si bien Danny sabía que los tres pintores de medio pelo habían dibujado a Katie en una u otra clase de dibujo al natural, ignoraba que el fotógrafo con ínfulas la había fotografiado al desnudo —la ingrata noticia salió a la luz en el coche, cuando se perdieron de camino al asado de cerdo—, y Danny no estaba preparado para ver los dibujos y las fotos de su mujer desnuda en medio del caos reinante en la casa de aquellos alumnos de posgrado.
Joe no pareció reconocer a su madre en el primero de los esbozos que vio; en la cocina y el salón de la casa de labranza, pegados con celo a las paredes, había unos cuantos dibujos al carbón de Katie, emborronados.
—Una bonita decoración —comentó Danny a su mujer. Katie se encogió de hombros. Danny advirtió que alguien ya le había dado a ella una copa de vino. Esperaba que tuviesen cerveza; siempre conducía él, y conducía un poco mejor con cerveza.
En el coche había dicho a su mujer:
—No sabía que admitiesen a fotógrafos en las clases de dibujo al natural.
—Y no los admiten —contestó Katie—. Se organizó fuera de clase.
—Se organizó —repitió él.
—Dios, ahora te da por repetirlo todo —dijo ella—, como tu puto padre.
Mientras Danny buscaba en vano una cerveza en la nevera, Joe le dijo que necesitaba ir al baño. Danny sabía que Joe aún se lo hacía todo encima. Cuando el niño anunciaba la necesidad de ir al baño, quería decir que alguien debía cambiarle el pañal.
A Katie le molestaba llevar pañales en el bolso, pero deseaba tanto ir a aquel asado de cerdo que no se había quejado… hasta ese momento.
—Ya va siendo hora de que este crío de dos años aprenda a hacer sus cosas en el baño, ¿no te parece? —dijo a Danny mientras le entregaba un pañal limpio. Katie llamaba a Joe «crío de dos años», como si la edad del niño lo condenara al menosprecio.
En el cuarto de baño de la planta baja de la casa la ducha no tenía cortina y el suelo estaba mojado. Padre e hijo se lavaron las manos en el lavabo mugriento, pero la búsqueda de una toalla no dio mejor resultado que los anteriores esfuerzos de Danny para encontrar una cerveza.
—Podemos secarnos las manos moviéndolas —dijo Danny al niño, y éste movió una mano ante su padre como si se despidiera de él: el clásico adiós con la mano.
—Procura mover las dos manos, Joe.
—Mira: ¡es mami! —dijo el niño. Señalaba la fotografía en la pared detrás de su padre. Había unos contactos en blanco y negro y media docena de ampliaciones clavados con chinchetas a la pared por encima del toallero vacío. Desnuda, Katie se cubría los pequeños pechos con las manos, pero el pubis quedaba totalmente a la vista; era como si alguien, adrede, hubiese manipulado o desplazado su sentido del pudor al lugar que no correspondía. Una idea consciente, sin duda, una declaración intencionada, pero ¿de qué?, se preguntó Danny. ¿Y había sido idea de Katie o del fotógrafo? (Se llamaba Rolf, recordó entonces Danny; era uno de los barbudos).
—Sí, esa señora se parece mucho a mami —admitió Danny, pero le salió el tiro por la culata. Joe, arrugando la frente, observó las fotografías con más detenimiento.
—Sí, es mami —afirmó el niño.
—¿Tú crees? —preguntó su padre. Había tomado a su hijo de la mano y tiraba de él para sacarlo del inmundo cuarto de baño.
—Sí, seguro que es mami —contestó Joe con expresión seria.
Danny se sirvió un vaso de vino tinto; no quedaban copas, así que usó un vaso grande de cristal; también los había de plástico. En un armario de la cocina encontró una taza alta de café que parecía bastante robusta —aunque no del todo a prueba de niños— y sirvió a Joe un poco de ginger ale. Aun cuando hubiese encontrado leche en la nevera, no se habría fiado, y el ginger ale era allí el único refresco que podía atraer a un niño.
La fiesta se desarrollaba al aire libre, en la hierba, cerca de la porqueriza. Como era última hora de la tarde, Danny supuso que el granjero ya había dado de comer a los cerdos ese día y se había marchado. O al menos los cerdos parecían satisfechos, aunque observaban a los asistentes a la fiesta con una curiosidad casi humana; seguramente no todos los días tenían ocasión de observar a una docena de artistas o más.
Danny advirtió que en la fiesta no había otros niños, ni muchas parejas casadas.
—¿Ha venido algún profesor? —preguntó a Katie, que ya se había llenado por segunda vez la copa de vino, o se la había llenado alguien. Danny sabía que Katie albergaba la esperanza de que Roger estuviese presente. Roger daba clases a los estudiantes de posgrado de dibujo al natural; era el profesor de dibujo al natural con quien Katie se acostaba por esa época. Katie se acostaba todavía con Roger cuando le anunció a Danny que lo dejaba, pero para eso faltaba aún un par de días.
—Pensaba que Roger estaría aquí, pero no ha venido —comentó Katie, desilusionada, de pie junto a Rolf, el fotógrafo barbudo. Danny cayó en la cuenta de que en realidad hablaba con Rolf, no con él. Roger también llevaba barba, recordó Danny. Sabía que Katie se acostaba con Roger, pero sólo entonces se le ocurrió pensar que tal vez también se acostaba con Rolf. Quizá Katie atravesaba una fase «barbas», imaginó el escritor. Mirando a Rolf, Danny se preguntó cómo y dónde habían «organizado» lo de las fotografías.
—Unas fotos muy bonitas —le comentó Danny.
—Ah, las has visto —contestó Rolf con naturalidad.
—Estás por todas partes —dijo Danny a Katie, y ella respondió con un gesto de indiferencia.
—¿Has visto a tu mamá? —preguntó Rolf a Joe inclinándose sobre el niño, como si pensara que el pequeño era duro de oído.
—Apenas sabe hablar —dijo Katie, cosa que era una falsedad absoluta; Joe se expresaba excepcionalmente bien para un niño de dos años, como suele ocurrir con los hijos únicos. (Danny, quizá por ser escritor, no paraba de hablarle).
—Mami está aquí —dijo el niño señalándola.
—No, me refiero a las fotos —explicó Rolf—. Están en el baño.
—Mami es ésa —insistió Joe, y señaló otra vez a su madre.
—¿Ves a qué me refiero? —preguntó Katie al fotógrafo.
Danny no estaba aún al corriente de que Katie planeaba salvar a otro joven cretino de la guerra de Vietnam; para esa revelación faltaba también un par de días. Pero cuando Danny descubriese los propósitos de Katie, recordaría el intento de Rolf de entablar conversación con el pequeño Joe ese día en la granja porcina. Si bien el fotógrafo parecía realmente lo bastante cretino para necesitar que lo salvaran, la barba no encajaba con la imagen que tenía Danny de un «joven». Danny nunca conocería al joven que se convirtió en el siguiente padre Kennedy de Katie, pero por alguna razón el escritor no se lo imaginaba con barba.
Los tres pintores, estudiantes de posgrado, daban vueltas en torno a la fogata, encendida en un hoyo, donde se asaba el cerdo. Danny y Joe estaban cerca.
—Hemos encendido la puta fogata antes del amanecer —dijo uno de los pintores a Danny.
—El cerdo aún no está listo —comentó otro pintor; también él llevaba barba, por lo que Danny lo observó atentamente.
Habían preparado un fuego de leña —según el pintor barbudo, «uno enorme, espectacular»—, y cuando quedó reducido a brasas, colocaron sobre el hoyo el somier de una cama de matrimonio. (Habían encontrado el somier en el granero, y según el dueño de la granja, en el granero todo eran trastos inservibles). Colocaron el cerdo sobre el somier al rojo vivo, pero ahora les resultaba imposible añadir leña bajo el somier y el cerdo. Cuando intentaron levantar el somier, el cerdo empezó a deshacerse. Por el lamentable estado que presentaba el cerdo, Danny pensó que no convenía que el pequeño Joe le prestase mucha atención, y menos teniendo en cuenta la presencia de otros cerdos vivos. (Por más que aquella asquerosidad extendida sobre el somier humeante no se pareciese ni de lejos a un cerdo real, ya no. Joe no sabía qué era).
—Tendremos que esperar a que se haga el cerdo —dijo el tercer pintor a Danny filosóficamente.
Joe se agarraba con fuerza a la mano de su padre. El niño no se atrevía a acercarse a la fogata; ver un hoyo en la tierra del que salía humo ya lo intimidaba más que suficiente.
—¿Quieres ir a ver los cerdos? —preguntó Joe, tirando de la mano de su padre.
—Vale —contestó Danny.
En la porqueriza los cerdos no eran conscientes, al parecer, de que uno de los suyos estaba asándose; no hacían más que mirar a toda aquella gente a través de los tablones de la cerca. Por lo que Danny había oído decir a sus conocidos de Iowa, convenía andarse con cuidado cerca de los cerdos. En teoría, los cerdos eran muy listos, pero los más viejos podían ser peligrosos.
El escritor se preguntó cómo era posible diferenciar a los más viejos de los más jóvenes; sólo por el tamaño, quizá. Pero todos los cerdos en la porqueriza parecían enormes. El que estaba en el hoyo debía de ser un lechal, pensó Danny, uno relativamente pequeño, no una de aquellas criaturas descomunales.
—¿Qué te parecen? —preguntó Danny al pequeño Joe.
—¡Cerdos grandes! —contestó el niño.
—Exacto —dijo el padre—. Cerdos grandes. No los toques, porque muerden. No metas las manos entre los tablones de la cerca, ¿de acuerdo?
—Muerden —repitió el niño con tono solemne.
—No te acercarás a ellos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondió Joe.
Danny se volvió para mirar a los tres pintores que estaban de pie en torno al hoyo de brasas. No prestaban atención al cerdo asado; contemplaban el cielo. Danny también echó una mirada al cielo. Al norte de la granja porcina, en el horizonte, asomaba un pequeño avión. Todavía ganaba altitud; probablemente el ruido aún tardaría un rato en llegarles. La granja porcina debía de estar al sur de Cedar Rapids, donde había un aeropuerto; quizás el avión había despegado de allí.
—Un avión. No un pájaro —oyó Danny que decía Joe; el niño también miraba el cielo.
—Un avión, sí. No un pájaro —repitió su padre.
Rolf pasó a su lado y volvió a llenar de vino tinto el vaso grande de Danny.
—Hay cerveza, eh; por ahí he visto unas cuantas botellas en una cuba de hielo —informó el fotógrafo—. Tú bebes cerveza, ¿verdad?
Danny se preguntó cómo sabía Rolf una cosa así; Katie debía de habérselo dicho. Vio que el fotógrafo acercaba la botella de vino a Katie. Sin mirar el avión, Rolf señaló hacia el cielo con la botella, y Katie observó el pequeño avión. Ahora sí se oía pese a que volaba a gran altura, demasiada para ser una avioneta fumigadora, dedujo Danny.
Rolf susurraba a Katie algo al oído mientras ésta observaba el avión. «Aquí pasa algo», pensó el escritor, pero Danny estaba pensando que pasaba algo entre Katie y Rolf; no pensaba en el avión. En ese momento Danny vio cuchichear a los tres pintores junto al hoyo: también observaban el avión.
Joe quería que lo tomara en brazos; tal vez el tamaño de los cerdos lo había intimidado. Dos de los cerdos eran de un rosa sucio, pero los demás tenían manchas negras.
—Parecen vacas rosas y negras —dijo Danny a Joe.
—No, son cerdos; no vacas —corrió el niño.
—De acuerdo —convino Danny. Katie se acercaba a ellos.
—Mira los cerdos, mami —dijo Joe.
—Uf —exclamó ella—. No pierdas de vista el avión —dijo Katie a su marido. Volvió a alejarse, pero no antes de que Danny percibiera un aroma a marihuana; el olor debía de habérsele impregnado en el pelo. No la había visto fumar hierba, ni siquiera una calada; debía de haber sido mientras él cambiaba el pañal a Joe—. Dile al crío que siga atento al avión —añadió Katie mientras se alejaba. A Danny no le parecía bien que Katie llamara «crío» a Joe. Era como si el niño fuera hijo de otros, eso parecía.
La avioneta ya no ascendía; avanzaba a la misma altura y en ese momento se hallaba justo encima de la granja, pero seguía a una gran altitud. Daba la impresión de que había reducido la velocidad, quedando perfectamente suspendida sobre ellos, casi sin moverse.
—Tenemos que mirar el avión —dijo Danny a su hijo y le dio un beso en el cuello al niño, pero Danny miró a su mujer, que se había reunido con los pintores junto al hoyo humeante; Rolf estaba con ellos. Observaban la avioneta con expectación, pero Danny, como los miraba a ellos, se perdió el momento.
—No es un pájaro —oyó decir al pequeño Joe—. No vuela. ¡Cae!
Para cuando Danny alzó la vista, no supo con certeza —a semejante altitud— qué caía exactamente de la avioneta, pero se precipitaba a toda velocidad derecho hacia ellos. Cuando el paracaídas se abrió, los pintores y Rolf vitorearon. (Aquellos capullos de artistas habían contratado a un paracaidista para su diversión, pensaba Danny).
—¿Qué está cayendo? —preguntó Joe a su padre.
—Un paracaidista —contestó Danny al niño.
—¿Un para qué? —preguntó el niño de dos años.
—Una persona con un paracaídas —dijo Danny, pero para Joe eso no significó nada.
—¿Con un qué?
—Con un paracaídas, así la persona no cae demasiado deprisa y no le pasa nada —contestó Danny, pero Joe se aferró con fuerza al cuello de su padre. Danny olió la marihuana antes de darse cuenta de que Katie estaba a su lado.
—Esperad y seguid atentos —dijo ella y se alejó otra vez.
—¿Un para qué? —decía Joe.
—Un paracaídas —repitió Danny. Joe, boquiabierto, miraba fijamente el paracaídas que descendía hacia ellos. Era un paracaídas grande, con los colores de la bandera de Estados Unidos.
Los pechos de la paracaidista fueron el primer indicio.
—Es una señora —dijo el pequeño Joe.
—Sí, lo es —confirmó su padre.
—¿Dónde está su ropa? —preguntó Joe.
Ahora todo el mundo miraba, incluso los cerdos. Danny no había visto en qué momento los cerdos empezaron a observar a la paracaidista, pero ahora no le quitaban el ojo. No debían de estar acostumbrados a ver caer sobre ellos a personas voladoras, ni al paracaídas gigante en descenso, que ahora proyectaba su sombra sobre la porqueriza.
—¡Señora del Cielo! —exclamó Joe señalando a la paracaidista desnuda.
Cuando el primer cerdo chilló y se echó a correr, los otros gruñeron y corrieron. Quizá fue entonces cuando la Señora del Cielo vio dónde iba a aterrizar: en la porqueriza. La paracaidista, furiosa, empezó a lanzar juramentos.
Para entonces incluso los borrachos y los que iban colocados veían que estaba desnuda. «¡Putos estudiantes de arte!», pensaba Danny. No podían conformarse con contratar a una paracaidista, claro; tenía que estar desnuda, cómo no. Katie se comportaba como si aquello no fuese con ella, por celos, muy posiblemente. Tan pronto como reparó en la desnudez de la paracaidista, quizá deseó estar en su lugar. Puede que a Katie le molestara la presencia de otra modelo desnuda en el asado de cerdo que los estudiantes de arte habían organizado.
—¡Dios, acabará en la puta porqueriza! —anunciaba Rolf. ¿No se había dado cuenta hasta entonces? Debía de ser él quien fumaba con Katie. (Sin duda Rolf era lo bastante cretino para necesitar que lo salvaran, aunque no de la guerra de Vietnam, pensaría Danny con el tiempo).
—Toma —dijo Danny a su mujer, y dejó al pequeño Joe en brazos de Katie.
La mujer desnuda, colérica, los sobrevoló. Danny saltó e intentó sujetarla por los pies, pero ella pasó por encima, fuera de su alcance, lanzando un juramento tras otro. Para cuantos se hallaban en tierra, humanos y cerdos, acababa de cernerse sobre ellos una vagina voladora, y en descenso.
—Alguien debería decirle que es un ángulo poco favorecedor, si eres mujer y estás desnuda —decía Katie. Probablemente se dirigía a Rolf; para Joe el comentario carecía de sentido. (En todo caso, Katie nunca tenía gran cosa que decir al «crío»). La porqueriza era un verdadero lodazal, pero Danny ya había corrido antes por el lodo: sabía que era necesario mantener los pies en movimiento. No se paró a mirar dónde estaban los cerdos; por lo revuelto que estaba el suelo, supo que también ellos corrían. Danny no hizo más que seguir a aquella mujer a la deriva. Cuando ésta tocó tierra con los talones, resbaló por el lodo mezclado con excrementos y el paracaídas se abatió detrás de ella. Cayó sobre la cadera y el paracaídas la arrastró hacia un lado, boca abajo, antes de que Danny la alcanzara. La sorpresa de la mujer al verlo fue casi tan grande como el asombro de ambos por la fetidez de la pocilga y el enorme tamaño de los cerdos vistos de cerca. Aparte de los continuos gruñidos. Uno de los cerdos pisoteó el paracaídas, pero, por lo visto, al sentir la tela bajo las pezuñas le entró pánico: entre chillidos, cambió de dirección y se alejó de ellos.
Era una paracaidista corpulenta, de dimensiones amazónicas, casi una giganta. Danny no habría podido sacarla en brazos de la porqueriza, pero vio cómo intentaba desprenderse del arnés que la mantenía sujeta al paracaídas, difícil de arrastrar a través del estiércol, y Danny sí pudo ayudarla en eso. La paracaidista desnuda estaba embadurnada de mierda de cerdo y lodo. Danny le rozó un pezón sucio con el dorso de la mano mientras trataba de desabrochar la correa del arnés que separaba sus pechos. Sólo entonces Danny tomó conciencia de que él mismo se había caído varias veces; también tenía salpicones de mierda de cerdo y lodo por todas partes.
—¡Nadie me avisó de que esto era una puta granja de cerdos! —protestó la paracaidista. Llevaba el pelo a cepillo, y se había afeitado el vello púbico dejándose sólo una línea vertical; pero era rubia tirando a pelirroja, de arriba abajo.
—Son una panda de capullos artistas —dijo Danny—; yo no tengo nada que ver con esto.
Por la cicatriz, Danny dedujo que le habían practicado una cesárea. Aparentaba unos diez años más que él, quizá pasaba ya de los treinta. A todas luces, había hecho culturismo. No se le distinguían los tatuajes bajo la mugre, pero, sin lugar a dudas, no era el desnudo que los estudiantes de arte imaginaban; quizás era más de lo que habían negociado, esperaba el escritor.
—Me llamo Danny —se presentó.
—Amy —dijo ella—. Gracias.
Cuando se liberó del paracaídas, Danny apoyó la mano en la parte baja de su espalda y la empujó para que lo precediese.
—Corre hacia la cerca, corre sin parar —le indicó. No separó la mano de su piel húmeda ni un solo instante. Un cerdo los adelantó a trompicones, más como si les echara una carrera que como si los persiguiese. Muy posiblemente huía de ellos. Estuvieron a punto de chocar contra otro cerdo que corría en dirección contraria. Tal vez era el paracaídas, y no la mujer desnuda, lo que había alborotado a los cerdos.
—¡Señora del Cielo! —oyó Danny exclamar a Joe.
Alguien más gritó también:
—¡Señora del Cielo!
—Ante todo dime quiénes son los capullos artistas —instó Amy cuando llegaron al límite de la porqueriza. No necesitó ayuda para saltar la cerca. Danny miró alrededor en busca de Joe, pero el niño no estaba con Katie; vio a su mujer con Rolf y los tres pintores.
—Aquéllos son los cuatro que buscas —indicó Danny a Amy, señalándolos—. Los que están con esa mujer más bien baja, pero ella no; la mujer no sabía nada de esto. Han sido sólo los dos que llevan barba y los dos que no.
—Este cerdo no muerde —creyó oír Danny que decía su hijo en voz baja y contemplativa.
—¡Joe! —llamó el escritor.
—Estoy aquí, papá.
En ese momento Danny cayó en la cuenta de que el pequeño Joe estaba en la porqueriza con él. El niño se hallaba junto a uno de los cerdos de color rosa y negro; el animal debía de haber estado corriendo, pues era obvio que se había quedado sin aliento, pese a que permanecía muy quieto. El único indicio de movimiento era la respiración ronca, eso y la manera en que inclinaba la cabeza hacia el niño, que lo tenía sujeto de la oreja. Tal vez a un cerdo le resultase agradable que le frotaran o le tiraran suavemente de la oreja. En todo caso, cuanto más le acariciaba la oreja el niño de dos años, tanto más ladeaba el cerdo la cabeza y agachaba la larga oreja en dirección a Joe.
—Los cerdos tienen unas orejas raras —dijo el niño.
—Joe, sal de la porqueriza… ahora mismo —ordenó su padre.
Debió de levantar la voz más de lo que pretendía; de pronto el cerdo volvió la cabeza hacia Danny, como si le molestara profundamente que interrumpiera el masaje en la oreja. Sólo los separaba un comedero a ras de suelo, y el cerdo arqueó los hombros a ambos lados de la enorme cabeza y lo miró con los ojos entornados. Danny se quedó inmóvil hasta que vio salir a Joe por entre los tablones de la cerca y ponerse a salvo.
El drama, primero con la paracaidista y después con Joe, impidió a Danny ver cómo viraba la avioneta en el cielo a escasa altitud. Probablemente el piloto y el copiloto querían asegurarse de que Amy había tomado tierra sin percances, pero Amy le hizo un gesto obsceno al avión con un dedo —con dos dedos, de hecho—, y el avión escoró un ala hacia ella, como en señal de saludo, y puso rumbo a Cedar Rapids.
—Bienvenida a la granja de Búrlalo Creek —había dicho Rolf a la paracaidista. Lamentablemente, Danny también se perdió eso: cuando Amy agarró al fotógrafo por los hombros, lo atrajo hacia sí con un violento tirón y le asestó un testarazo en el entrecejo y el puente de la nariz. Rolf, tambaleante, retrocedió y se desplomó a unos pasos del lugar en que Amy había establecido contacto con él.
Derribó al pintor de la barba con un corto izquierdazo seguido de un gancho con la derecha.
—¡Yo no salto entre cerdos! —dijo, vociferando, a los dos pintores que quedaban en pie.
Tanto Danny como Joe fueron testigos de lo que vino a continuación.
—A ver, artistas, ¿cuál de vosotros va a ir a recoger mi paracaídas? —preguntó señalando hacia la porqueriza. Para entonces, los cerdos ya se habían apaciguado; de nuevo junto a la cerca, con los hocicos entre los tablones, observaban a la panda artística. El cerdo cuya oreja había recibido las caricias de Joe, para aparente satisfacción del animal, ahora era indistinguible de los otros. Más allá, en medio del estiércol, el paracaídas rojo, blanco y azul pisoteado se extendía como una bandera caída en combate.
—El granjero nos dijo que no debíamos entrar nunca en la porqueriza —adujo uno de los pintores estudiantes de posgrado.
Danny llevó a Joe junto a Katie.
—Se suponía que ibas a quedarte con él —le reprochó.
—Se me ha meado encima en cuanto tú has entrado en la porqueriza —pretextó Katie.
—Lleva pañal —dijo Danny.
—Aun así, notaba la humedad —contestó ella.
—Ni siquiera estabas cuidando de él —dijo Danny.
Amy tenía sujeto mediante una presa de cabeza al pintor que acababa de hablar.
—Ya iré yo a por el puto paracaídas —se ofreció de pronto Katie.
—No puedes entrar ahí —le advirtió Danny.
—No me digas lo que puedo y no puedo hacer, héroe —repuso ella.
Katie siempre había competido de esa manera. Primero la paracaidista desnuda había acaparado toda la atención de los estudiantes de arte; luego la proeza de su marido la había eclipsado a ella. Pero en realidad lo que Katie quería era desvestirse, por supuesto.
—Aunque, si no tienes inconveniente, prefiero no mancharme la ropa con mierda de cerdo —dijo a Danny; empezó a entregarle su ropa al único pintor al que la paracaidista embadurnada de mierda no había tocado—. Te la daría a ti —añadió, dirigiéndose a Danny—, pero estás lleno de mierda… Tendrías que verte.
—No estaría bien que te pasara algo delante de Joe…-empezó a decir Danny.
—¿Por qué? —preguntó ella—. Un niño de dos años no se acordará. Sólo tú te acordarás, mamonazo de escritor.
Al verla desnuda y desafiante, Danny comprendió que aquello que en otro tiempo lo atraía de Katie ahora lo repelía. Había confundido lo que en ella era simple desfachatez con una especie de valentía sexual; se le había antojado a la vez sexy y progresista, pero Katie sólo era vulgar e insegura. Lo que Danny había deseado en su mujer ahora lo llenaba de repulsión, y eso había ocurrido únicamente en dos años. (Lo relativo a quererla duraría un poco más; ni Danny ni ningún otro escritor podría explicar eso jamás). Había vuelto con Joe al cuarto de baño de la planta baja para lavarse ambos, o intentarlo. (Danny no quería que Joe viese a su madre desnuda devorada por un cerdo; sin duda, el niño de dos años se acordaría de eso, aunque sólo fuera por un tiempo).
—¿Mami va a darle su ropa a la Señora del Cielo? —preguntó Joe.
—A la Señora del Cielo no le vendría bien la ropa de mami, cariño —contestó Danny a su hijo.
Amy no quería ropa; a aquellos capullos, los artistas, les dijo que lo único que quería era darse un baño. El piloto y el copiloto le llevarían su ropa; «o más les vale», añadió la paracaidista.
—Espero que tu cuarto de baño esté más limpio que el nuestro —dijo Danny a Amy mientras ella seguía escalera arriba al pintor no agredido.
—No cuento con ello —respondió Amy—. ¿Ésa era tu mujer, esa menudencia que ha ido a buscar el paracaídas? —preguntó la paracaidista a Danny en voz alta tras subir la escalera.
—Sí —le contestó.
—Tiene huevos, ¿eh? —dijo Amy.
—Sí, así es Katie —confirmó Danny.
No recordaba que no había toalla en el baño de la planta baja, pero lo importante era limpiar de mierda de cerdo al pequeño Joe y a sí mismo. ¿Qué más daba si se quedaban mojados? Además, el niño había conseguido de algún modo no mancharse la ropa; Joe tenía el pantalón un poco húmedo porque, en efecto, se había meado a más no poder en el pañal.
—Por lo que se ve te ha gustado el ginger ale, ¿eh? —preguntó Danny al niño.
También había olvidado pedir a Katie un pañal seco, pero eso no importaba tanto como limpiarle la mierda de cerdo de las manos al pequeño Joe. Danny tenía mierda por todas partes, también en la ropa; las zapatillas de deporte estaban para tirarlas. Si su mujer podía quitarse la ropa, Danny supuso que a nadie le importaría si él se quedaba en calzoncillos durante el resto de la fiesta de los artistas. Hacía un día soleado de primavera —abril en Iowa—, y la agradable temperatura permitía ir en calzoncillos.
—¿Para ti esto es una toalla limpia? —vociferaba la paracaidista.
Danny se desvistió y desnudó también al pequeño Joe, y se metieron los dos en la ducha. No había jabón, pero en su lugar usaron abundante champú. Estaban aún en la ducha cuando entró Katie en el cuarto de baño, con su ropa y una toalla. No estaba tan salpicada de mierda como Danny preveía.
—Si no corres por el estiércol, no te caes, mamonazo.
—¿Has ido hasta el paracaídas y has vuelto, así sin más? —preguntó Danny—. ¿Los cerdos no te han hecho nada?
—Los cerdos estaban muertos de miedo por el paracaídas —explicó Katie—. Apartaos, los dos. —Se metió en la ducha con ellos, y Danny le echó champú en el pelo.
—¿Mami también se ha manchado de caca de cerdo? —preguntó Joe.
—Todos tenemos caca de cerdo en algún sitio —respondió Katie.
Se turnaron con la toalla, y Danny colocó un pañal seco a Joe. Vistió al niño antes de ponerse el calzoncillo.
—¿Vas a salir así? —preguntó Katie.
—El resto de la ropa se la dejo a la granja en donación —contestó Danny—. De hecho, no pienso tocarla: va a quedarse ahí mismo —agregó señalando la pila de ropa en el suelo mojado. Katie lanzó el sujetador y las bragas a la pila. Se enfundó los vaqueros; a través de la blusa blanca se le transparentaban los pechos, en especial los pezones.
—¿Y tú vas a salir así? —preguntó Danny.
Katie se encogió de hombros.
—Supongo que también yo puedo donar mi ropa interior a la granja si quiero —respondió.
—¿Es que todo tiene que ser una competición, Katie?
Pero ella no contestó. Abrió la puerta del baño y los dejó allí, con la pila de ropa y las zapatillas de deporte que Danny había desechado.
—He perdido las sandalias en algún sitio —les dijo.
Fuera, la paracaidista, llevando sólo una toalla ceñida a la cintura, bebía cerveza.
—¿Dónde has encontrado la cerveza? —preguntó Danny. Ya había bebido demasiado vino con el estómago vacío.
Amy le enseñó el cubo de hielo. Rolf, sentado en el suelo al lado del cubo, hundía la cara una y otra vez en el agua helada. Le sangraba la nariz y había dejado rastro por todas partes. Además, tenía una brecha considerable en una ceja, todo por el testarazo. Danny sacó dos cervezas y enjugó el cuello de las botellas en el calzoncillo.
—Ha sido una idea excelente —dijo Danny al fotógrafo—. Lástima que no haya aterrizado en el hoyo de la fogata.
—Joder —dijo Rolf, y se levantó. De pie, se lo veía un poco vacilante—. Distraídos por tanta heroicidad, nadie se ha quedado vigilando el cerdo en el hoyo.
—¿Tenéis un abridor? —preguntó Danny.
—Hay uno en la cocina, no sé dónde —contestó Rolf. El pintor barbudo que había recibido el izquierdazo y el gancho de Amy sostenía una camiseta húmeda contra su cara. Sumergía una y otra vez la camiseta en el agua helada y volvía a aplicársela.
—¿Qué tal va el asado? —preguntó Danny.
—¡Dios mío, es verdad! —exclamó el pintor, y salió apresuradamente detrás de Rolf en dirección al hoyo humeante.
En la mesa del comedor había ensalada de patata y ensalada verde y una especie de pasta fría, junto con el vino y el resto de la bebida.
—¿Hay entre toda esta comida algo que te parezca interesante? —preguntó Danny a Joe. El escritor no había encontrado el abridor en la cocina y había usado el tirador de un cajón para abrir las dos cervezas. Bebió la primera muy deprisa; la segunda estaba por la mitad.
—¿Dónde hay carne? —preguntó Joe.
—Supongo que todavía estará haciéndose —respondió su padre—. Vamos a verla.
Alguien había encendido la radio de un coche para escuchar música fuera. Sonaba Mellow Yellow de Donovan. Rolf y el pintor de la barba habían conseguido retirar el somier del hoyo; el pintor de la barba se había quemado las manos, pero Rolf, tras quitarse los vaqueros, los usó como manoplas. A Rolf aún le sangraban la nariz y el corte en la ceja cuando volvió a ponerse los vaqueros. Parte del cerdo asado había caído del somier al fuego, pero quedaba de sobra para comer, y desde luego estaba más que asado; a decir verdad, se lo veía muy hecho.
—¿Qué es? —preguntó Joe a su padre.
—Lechal asado; a ti te gusta el lechal —respondió Danny al niño.
—En su día fue un cerdo —explicó Rolf al niño de dos años.
—Uno muy pequeño. Joe —dijo Danny a su hijo—. No uno de tus amigos grandotes del corral.
—¿Quién lo ha matado? —preguntó Joe. Nadie le contestó, pero Joe no se dio cuenta: estaba distraído. La Señora del Cielo se hallaba junto al somier con el cerdo ennegrecido; el pequeño Joe la miraba visiblemente impresionado, como si esperara que de un momento a otro volviese a alzar el vuelo y alejarse.
—¡Señora del Cielo! —exclamó el niño. Amy le sonrió—. ¿Eres un ángel? —preguntó Joe. (A Danny empezaba a parecerle que sí lo era).
—Bueno, a veces —contestó ella, también distraída. Un coche acababa de aparecer por el largo camino de acceso a la granja de cerdos; probablemente eran el piloto y el copiloto de la avioneta, pensó Danny. Amy echó otro vistazo al asado de cerdo sobre el somier—. Pero hay otros momentos en que sólo soy vegetariana —dijo a Joe—. Como, por ejemplo, hoy.
En la radio del coche Merle Haggard cantaba I’m a Lonesome Fugitive; alguien debía de haber cambiado la emisora. Hacía poco Katie bailaba sola en la hierba —o con su copa de vino—, pero ya había parado. Todo el mundo sentía curiosidad por el piloto y el copiloto, aunque sólo fuera para ver qué pasaba cuando llegasen. Amy se acercó al coche sin darles tiempo a salir.
—Vete a la mierda, Georgie; vete a la mierda. Pete —los saludó la paracaidista.
—Volábamos demasiado alto para ver los cerdos, Amy. No podíamos verlos cuando has saltado —argumentó uno de los hombres; le entregó la ropa.
—Vete a la mierda, Pete —repitió Amy. Se quitó la toalla y se la lanzó.
—Tranquila, Amy —dijo el otro hombre—. La gente de la granja debería habernos avisado de que había cerdos.
—Sí, bueno…, eso ya se lo he dejado claro, Georgie —respondió la paracaidista.
Georgie y Pete observaban a los artistas en el grupo reunido en torno al asado de cerdo. Debieron de advertir que Rolf sangraba y que el pintor de la barba aún sostenía una camiseta húmeda contra su cara; el piloto y el copiloto dedujeron que seguramente eso era obra de Amy.
—¿Quién es el que se ha metido en la porqueriza corriendo para ayudarte? —preguntó Pete.
—¿Ves a ese hombre bajito en calzoncillos? El padre del niño…, ha sido ése —respondió Amy—. Mi rescatador.
—Gracias —dijo Pete a Danny.
—Te estamos muy agradecidos —dijo Georgie al escritor.
Vestida, la Señora del Cielo sólo era un poco menos imponente, en parte porque vestía como un hombre, excepto por la ropa interior, que era negra y exigua. Amy llevaba una camisa vaquera azul, remetida, y unos vaqueros con un cinturón provisto de una hebilla enorme; sus botas camperas parecían de piel de serpiente de cascabel. Se acercó a donde estaba Danny con el pequeño Joe en brazos.
—Si alguna vez estás en apuros, volveré —dijo la Señora del Cielo al niño. Inclinándose hacia él, le besó la frente—. Entretanto, cuida de tu padre.
Katie bailaba otra vez sola, pero observaba las alharacas de la paracaidista a su marido y su hijo pequeño; Katie no quitaba ojo a la mujer corpulenta. Se oía por la radio una canción del álbum de los Rolling Stones Between the Buttons, pero Danny nunca recordaba el título. Para entonces había tomado ya su tercera cerveza e iba camino de la cuarta: eso encima del vino tinto, y aún no había comido. Alguien había cambiado de nuevo la emisora en la radio del coche, advirtió el escritor. Había observado a la Señora del Cielo mientras besaba a su hijo, intuyendo que el beso iba dirigido a él; Amy debía de saber que no hay mejor manera de causar buena impresión a un padre que tratar bien a su hijo querido. Pero ¿quién era esa mujer?, deseó saber Danny. La cicatriz de la cesárea debía de haberla convertido en madre de alguien, pero Danny se preguntó si alguno de los bufones que la acompañaban sería su marido o su novio.
—¿Podemos comer algo aquí? —preguntaba Georgie.
—Créeme, Georgie, no tenemos ningún interés en comer aquí —aseguró Amy—, ni siquiera Pete —añadió, sin mirarlo, como si las decisiones en materia de comida de Pete no fuesen dignas de confianza. Danny dudó mucho de que la mujer se acostase con alguno de ellos.
El piloto y el copiloto pusieron especial cuidado al guardar el paracaídas y el arnés en el maletero del coche, pero inevitablemente se mancharon de mierda de cerdo. Amy se sentó en el asiento del conductor.
—¿Conduces tú, Amy? —preguntó Georgie.
—Eso parece —contestó ella.
—Yo iré detrás —propuso Pete.
—Los dos iréis detrás —ordenó Amy—. Ya he olido a mierda de cerdo más que suficiente por hoy. —Pero antes de que los dos hombres se subieran al coche, la paracaidista añadió—: ¿Veis a esa monada de ahí, la bailarina? Ésa a la que se le ven las tetas a través de la blusa…, pues ésa es.
Danny sabía que Georgie y Pete se habían fijado ya en Katie; como ocurría con la mayoría de los hombres.
—Sí, la veo —contestó Georgie.
—¿Qué pasa con ella, Amy? —preguntó Pete.
—Si alguna vez me perdéis… Si no se me abre el paracaídas o algo así…, podéis pedirle a ella que haga cualquier cosa. Me juego lo que sea a que lo haría —dijo la paracaidista.
El piloto y el copiloto, incómodos, cruzaron una mirada.
—¿A qué te refieres, Amy? —preguntó Pete.
—¿Te refieres a que ella saltaría de un avión sin ropa? ¿A eso te refieres? —preguntó Georgie a la paracaidista.
—Me refiero a que saltaría de un avión sin paracaídas —contestó Amy—. ¿Verdad, encanto? —preguntó a Katie.
Danny se acordaría de eso: lo mucho que disfrutaba Katie cuando era el foco de atención, por la razón que fuese. Vio que su mujer había encontrado las sandalias, aunque no las llevara puestas. Las sostenía en una mano, la copa de vino en la otra, y movía los pies sin cesar, seguía bailando.
—Bueno, depende de las circunstancias —respondió Katie, balanceando la cabeza y el cuello al ritmo de la música—, pero no lo descartaría, no categóricamente.
—¿Lo veis? —preguntó Amy a Georgie y Pete mientras los dos subían al asiento trasero. A continuación, la paracaidista arrancó e hizo un gesto obsceno con el dedo en dirección a los artistas a través de la ventanilla del coche. Por la radio cantaba Patsy Cline, y Katie había dejado de bailar; alguien debía de haber cambiado otra vez la emisora.
—No quiero comer cerdo —dijo Joe a su padre.
—Vale —contestó Danny—. Intentaremos comer otra cosa.
Llevó al niño a donde estaba su madre, que había dejado de bailar; Katie sólo se mecía, como si esperase a que cambiara la música. Estaba borracha, Danny lo veía, pero ya no olía a marihuana: con el champú había desaparecido de su pelo todo rastro de hierba.
—¿En qué circunstancias saltarías de un avión sin paracaídas? —preguntó Danny a su mujer.
—Para escapar de un matrimonio aburrido, quizá —contestó Katie.
—Como conduzco yo, me gustaría marcharme antes de que oscurezca —dijo él.
—La Señora del Cielo es un ángel, mami —afirmó Joe.
—Lo dudo —respondió Katie al niño.
—Nos ha dicho que a veces es un ángel —insistió Danny.
—Esa mujer nunca ha sido un ángel —les aseguró Katie.
De regreso a Iowa City, Joe se mareó en su sillita. Un coche patrulla de la oficina del sheriff de Johnson County los había seguido todo el camino por la Interestatal 6. Danny temía llevar una luz de posición fundida, o haber estado conduciendo de manera vacilante; se planteaba ya cuánto admitiría haber bebido si la policía le daba el alto cuando el sheriff dobló hacia el norte en el bulevar de las afueras de Coralville, y Danny siguió hacia el centro de Iowa City. No recordaba cuánto había bebido en realidad. Danny sabía que, en calzoncillos, sus afirmaciones no le habrían resultado muy convincentes al sheriff.
Danny pensaba que ya estaba libre de peligro cuando Joe vomitó.
—Seguramente ha sido la ensalada de patata —dijo al niño—. No te preocupes. Llegaremos a casa dentro de un par de minutos.
—Déjame bajar de este puto coche —exigió Katie.
—¿Aquí? —preguntó Danny—. ¿Quieres ir a pie a casa desde aquí? —Vio que ella ya se había puesto las sandalias. Todavía estaban en el centro.
—¿Quién ha dicho que voy a casa?
—Ah —dijo Danny.
Poco antes de anochecer la había visto hablar con alguien por teléfono en la cocina de la granja; probablemente con Roger, concluyó Danny. Se detuvo junto a la acera en el siguiente semáforo en rojo y dejó salir a Katie del coche.
—La Señora del Cielo sí es un ángel, mami —afirmó Joe.
—Si tú lo dices —respondió Katie, y cerró la puerta.
Danny sabía que ella no llevaba ropa interior, pero si iba a ver a Roger, ¿qué más daba?
Seis años después, el tráfico de primera hora de la mañana había disminuido en Iowa Avenue. Yi-Yiing había regresado hacía rato a Court Street, de vuelta a casa tras su turno en el hospital. (Posiblemente le contó al cocinero que había visto a Danny y el pequeño Joe en Iowa Avenue a esa hora tan temprana).
—¿Por qué te habrías muerto tú también… si a mí me hubiera atropellado un coche de verdad? —preguntó a su padre el niño de ocho años.
—Porque en principio tú tienes que vivir más que yo. Si mueres antes que yo, será mi muerte también, Joe —dijo Danny a su hijo.
—¿Por qué no me acuerdo de ella? —preguntó el niño a su padre.
—¿Te refieres a mamá?
—A mamá, a los cerdos… ¿Qué pasó después? No me acuerdo de nada —respondió Joe.
—¿Y te acuerdas de la Señora del Cielo? —quiso saber su padre.
—Me acuerdo de alguien que bajó del cielo, como un ángel —dijo el niño.
—¿En serio?
—Creo que sí. No me habías hablado antes de ella, ¿verdad? —preguntó Joe.
—No.
—¿Y entonces qué pasó? —preguntó Joe a su padre—. Cuando mamá salió del coche en el centro, quiero decir.
Naturalmente, el escritor había ofrecido al pequeño Joe una versión corregida del asado de cerdo. Después de llevar al niño de dos años a casa desde la granja, ya era menos lo que el narrador debía censurar en el relato. (Sin duda porque Katie no había vuelto a casa con ellos). A última hora del día —acababa de oscurecer— sólo algún que otro transeúnte, y ningún vecino de Danny, vio entrar al escritor en calzoncillos en la planta baja de la casa de dos pisos de Iowa Avenue con el niño de dos años en brazos.
—¿Aún hueles los cerdos? —había preguntado el pequeño Joe a su padre cuando entraron.
—Sólo en mi cabeza —contestó el escritor.
—Yo sí los huelo, pero no sé dónde están —dijo el niño.
—Quizás es el vómito lo que hueles, cielo —sugirió Danny. Bañó al niño y le lavó otra vez el pelo.
En el apartamento hacía calor pese a que las ventanas estaban abiertas. Danny acostó al pequeño Joe sólo con el pañal. Si refrescaba durante la noche, le pondría el pijama. Pero cuando Joe se quedó dormido, Danny imaginó que aún olía los cerdos o la vomitera. Se puso unos vaqueros y fue al coche; llevó la sillita a la cocina y la limpió. (Probablemente al pequeño Joe le habría sentado mejor el cerdo que la ensalada de patata, pensaba su padre). Más tarde, Danny se duchó y volvió a enjabonarse el pelo. Debía de haberse tomado cinco cervezas, además del vino. A Danny no le apetecía otra cerveza, pero tampoco quería irse a la cama, y había bebido demasiado para plantearse escribir. Katie no volvería en toda la noche, de eso estaba seguro.
Había vodka —era lo que bebía Katie cuando no quería que le oliera el aliento como si hubiera bebido— y ron de Barbados. Danny encontró una lima en la nevera; cortó un trozo, lo echó en un vaso alto con hielo y llenó el vaso de ron. Llevaba unos calzoncillos limpios cuando se sentó para quedarse un rato en el salón a oscuras junto a una ventana abierta, observando el tráfico decreciente en Iowa Avenue. Era esa época de la primavera en que las ranas y los sapos parecen especialmente ruidosos («Quizá porque los hemos echado de menos en invierno», pensaba el escritor).
Se preguntaba cómo habría sido su vida si hubiese conocido a alguien como la Señora del Cielo en lugar de Katie. Posiblemente la paracaidista no le llevaba a Danny tantos años como le había parecido en un principio. Tal vez le habían ocurrido desgracias, cosas debido a las cuales aparentaba más edad, imaginó el escritor. (Danny no pensaba en la cicatriz de la cesárea; pensaba en cosas peores). Danny se despertó en el retrete, donde se había quedado dormido con una revista en el regazo; el vaso vacío con el trozo de lima lo miraba desde el suelo del cuarto de baño. Había refrescado. Danny apagó la luz de la cocina, donde vio que se había tomado más de un vaso de ron —la botella estaba casi vacía—, aunque no recordaba haberse servido el segundo (ni el tercero). Tampoco recordaría lo que hizo con la botella casi vacía.
Pensó que debía echar una ojeada a Joe antes de marcharse, tambaleante, a la cama, y quizá convenía ponerle un pijama al niño, pero Danny tenía la sensación de que carecía de la destreza necesaria para vestir al niño dormido. Optó, pues, por cerrar las ventanas de la habitación del niño y se aseguró de que las barandas de la cuna estuvieran fijas.
Joe no podía caerse de la cuna con las barandas bajadas, y el niño tenía edad para saltar de la cuna tanto si las barandas estaban bajadas como subidas. A veces las barandas no tenían puesto el seguro en ninguna de las dos posiciones y entonces podían deslizarse y atraparle los dedos al niño. Danny comprobó que las barandas estaban trabadas en la posición más alta. Joe dormía profundamente boca arriba, y Danny se agachó para besarlo. Lo cual no resultaba fácil cuando las barandas estaban subidas, y Danny había bebido tanto que no pudo besar a su hijo sin perder el equilibrio.
Dejó abierta la puerta de la habitación de Joe para cerciorarse de que oiría al niño si se despertaba y lloraba. Además, Danny dejó abierta la puerta del dormitorio principal. Pasaban de las tres de la madrugada. Danny vio la hora en el despertador de la mesilla de noche al acostarse. Katie no había vuelto de su visita a Roger, si era a él a quien había acudido.
En cuanto Danny cerraba los ojos, la habitación empezaba a dar vueltas. Se quedó dormido con los ojos abiertos, o eso se imaginó, porque tenía los ojos abiertos, y se los notaba muy secos, cuando por la mañana lo despertaron los gritos de un hombre.
—¡Hay un bebé en la calle! —vociferaba un idiota.
Danny olió la marihuana; debía de estar medio dormido, o sólo medio despierto, porque imaginó que el hombre que gritaba estaba colocado. Pero el olor a hierba le llegaba de más cerca, de la almohada contigua. Katie dormía allí desnuda, destapada, y su pelo despedía un tufo a marihuana. (Danny tenía la impresión de que Roger fumaba a todas horas).
—¿De quién es este bebé? —gritaba el hombre—. ¡Este bebé tiene que ser de alguien!
En ocasiones les llegaba el enloquecido vocerío del bullicioso colegio mayor femenino situado más al oeste en Iowa Avenue, o del centro, pero no durante lo que venía a ser la hora punta de la mañana.
—¡Un bebé en la calle! —repetía una y otra vez el demente. Además hacía frío en la habitación, notó entonces Danny; se había quedado traspuesto con las ventanas abiertas, y Katie, al llegar, no se había molestado en cerrarlas.
—Ese puto bebé no es el nuestro —dijo Katie: tenía la voz empañada, o hablaba con la cara hundida en la almohada—. ¡Nuestro bebé está en la cama con nosotros, mamonazo!
—¿Ah, sí? —preguntó Danny, y se incorporó. Le palpitaba la cabeza. El pequeño Joe no estaba con ellos en la cama revuelta.
—Pues estaba —aseguró Katie; también ella se incorporó. Tenía las mejillas un poco irritadas, o enrojecidas, tal como queda la cara después de besar a alguien con una barba rasposa, imaginó el escritor—. El crío estaba alborotando por no sé qué y lo he traído a la cama con nosotros —explicaba Katie.
Danny ya había enfilado el pasillo. Vio la cuna de Joe vacía y las barandas bajadas; Katie, por su corta estatura, no podía sacar al niño de la cuna sin bajar antes las barandas.
El tráfico se había detenido en Iowa Avenue —y en dirección este la cola llegaba hasta la curva de Muscatine—, como si se hubiese producido un accidente en la avenida, justo enfrente del apartamento de la planta baja de Danny. Danny salio corriendo en calzoncillos por la puerta de la casa de dos pisos. Dada su desnudez, el conductor de una camioneta de un color blanco sucio —el vehículo que obstruía el tráfico de entrada al centro— debió de considerarlo un candidato probable a padre negligente.
—¿Este bebé es suyo? —preguntó a Danny el conductor de la camioneta levantando la voz. Es posible que el bigote de guías curvas y las pobladas patillas hubieran asustado al pequeño Joe tanto como el incesante griterío del hombre, eso y el hecho de que el conductor de la camioneta había conseguido acorralar a Joe en la mediana cubierta de hierba de Iowa Avenue, sin cogerlo en brazos ni tocarlo siquiera. Joe, inmóvil e indeciso, permanecía en la hierba con su pañal; había salido de la casa y cruzado la acera, y una vez en el carril del tráfico entrante, la camioneta de color blanco sucio había sido el primer vehículo que estuvo a punto de atropellarlo.
En ese momento, una mujer que viajaba en el coche que se había detenido detrás de la camioneta blanca corrió a la mediana y cogió al niño en brazos.
—¿Es ése tu papá? —preguntó a Joe, señalando a Danny en calzoncillos. Joe empezó a llorar.
—Es mi hijo; me he quedado dormido —dijo Danny.
Cruzó la calle hasta la mediana, pero la mujer —cuarentona, con gafas, collar de perlas (Danny no recordaría nada más específico sobre ella)— pareció reacia a entregarle el bebé.
—Este bebé estaba en la calle, amigo; casi lo atropello —dijo a Danny el conductor de la camioneta—. Ha sido el puto pañal, tan blanco, lo que me ha llamado la atención.
—No parece que estuviera usted buscando al bebé, ni que supiese que el bebé había desaparecido —recriminó la mujer a Danny.
—Papá —dijo Joe tendiendo los brazos.
—¿Tiene madre este niño? —quiso saber la mujer.
—Está dormida; los dos estábamos dormidos —contestó Danny. Cogió al pequeño Joe de los brazos de la mujer, medio extendidos, en actitud vacilante—. Gracias —dijo Danny al conductor de la camioneta.
—Aún estás borracho, tío —señaló el conductor—. ¿Tu mujer también está borracha?
—Gracias —repitió Danny.
—Tendríamos que denunciarlo —dijo la mujer.
—Sí, es verdad —admitió Danny—, pero no lo hagan, por favor.
Los coches daban bocinazos, y Joe volvía a llorar.
—Desde casa no veía el cielo —decía el niño entre sollozos.
—¿No veías el cielo? —preguntó su padre. Cruzaron el carril hasta la acera y entraron en la casa en medio de los continuos bocinazos.
—No veía si bajaba la Señora del Cielo —explicó Joe.
—¿Buscabas a la Señora del Cielo? —preguntó su padre.
—No la veía. A lo mejor me buscaba —dijo el niño.
La avenida de doble carril era ancha; desde el centro de la calzada, o desde la mediana, comprendió Danny, su hijo de dos años podía ver el cielo. El niño tenía la esperanza de que la Señora del Cielo descendiese otra vez, a eso se reducía todo.
—Mami está en casa —dijo Joe a su padre cuando entraron en el apartamento, que el niño de dos años llamaba «apartamiento»; desde que empezó a hablar, un apartamento era un «apartamiento».
—Sí, ya sé que mami está en casa —respondió Danny. Vio que Katie había vuelto a dormirse. En la mesa de la cocina, el escritor advirtió también que la botella de ron estaba vacía. ¿La había apurado antes de acostarse o se había terminado Katie lo que quedaba de la botella al llegar a casa? («Probablemente he sido yo», pensó Danny; sabía que a Katie no le gustaba el ron). Llevó a Joe a la habitación del niño y le cambió el pañal. Le costaba mirar a su hijo a los ojos, imaginándolos abiertos y fijos, sin vida, mientras el pequeño de dos años, con su pañal de un blanco intenso, yacía muerto en la calle.
—Y entonces dejaste de beber, ¿verdad? —preguntó el pequeño Joe a su padre. Durante la larga historia, habían permanecido de espaldas a la casa donde vivieron con Katie.
—Aquel poco de ron que quedaba fue lo último que bebí —contestó Danny al niño de ocho años.
—Pero mamá no dejó de beber, ¿verdad? —preguntó Joe a su padre.
—Tu madre no podía dejarlo, cariño; probablemente aún no lo ha dejado —respondió Danny.
—Y estoy castigado, ¿no? —preguntó el joven Joe.
—No, tú no estás castigado; puedes ir a donde quieras, a pie o en autobús. Es tu bicicleta la que está castigada —respondió Danny al niño—. A lo mejor le regalamos tu bicicleta a Max. Seguro que él puede usarla de reserva, o para piezas de repuesto.
Joe alzó la vista hacia el azul luminoso del cielo otoñal. Ningún ángel descendente iba a sacarlo de aquel aprieto.
—Nunca pensaste que la Señora del Cielo era un ángel, ¿verdad? —preguntó el niño a su padre.
—Sí la creí cuando dijo que a veces era un ángel —contestó Danny.
El escritor deambularía en coche por toda Iowa City buscando el Mustang azul, pero no daría con él. La policía tampoco localizaría nunca al vehículo infractor. Pero, de nuevo allí en Iowa Avenue, Danny se limitó a rodear los hombros del niño de ocho años con el brazo.
—Piénsalo así —aconsejó a su hijo—: ese Mustang azul todavía te busca. Hace seis años, cuando te plantaste en medio de esta calle, sin nada más que un pañal, quizás el Mustang azul quedó atrapado en el atasco. Había unos cuantos coches detrás de la camioneta blanca; puede que ya entonces ese Mustang azul fuera a por ti.
—No es verdad que me busca, ¿verdad que no? —preguntó Joe.
—Te conviene creer que sí te busca —dijo su padre—. El Mustang azul anda detrás de ti; por eso debes tener cuidado.
—De acuerdo —respondió el niño de ocho años a su padre.
—¿Conoces a algún niño de dos años? —preguntó Danny a su hijo.
—No —contestó el niño—, o no que yo recuerde.
—Pues te iría bien conocer a alguno —dijo su padre—, sólo para que veas el aspecto que tenías en medio de la calle.
Fue entonces cuando por el carril entrante de Iowa Avenue apareció el cocinero en coche y se detuvo junto al bordillo, donde se hallaban padre e hijo.
—Subid los dos —ordenó Tony Ángel—. Dejaré a Joe en el colegio y luego te llevaré a ti a casa.
—Joe no ha desayunado —dijo Danny a su padre.
—Le he preparado una comilona para el mediodía; puede tomarse la mitad de camino al colegio, Daniel. Subid —repitió—. Nos encontramos ante… una situación delicada.
—¿Qué pasa, pa? —preguntó Daniel.
—Por lo visto, Youn sigue casada —contestó el cocinero mientras Danny y Joe subían al coche—. Por lo visto, Youn tiene una hija de dos años, y su marido y su hija están aquí de visita, para ver cómo le va eso de escribir.
—¿Están en casa? —preguntó Danny.
—Menos mal que, cuando han llegado, Youn ya estaba levantada y en su habitación, escribiendo —contestó el cocinero.
Danny imaginó cómo había salido del dormitorio: meticulosamente, sin dejar el menor rastro, excepto el camisón gris perla escondido bajo la almohada, o quizá fuera el beige.
—¿Youn tiene una hija de dos años? —preguntó Danny a su padre—. Quiero que Joe vea a la niña.
—¿Estás loco? —dijo el cocinero a su hijo—. Joe tiene que ir al colegio.
—¿Youn está casada? —preguntó Joe—. ¿Tiene una niña?
—Eso parece —contestó Danny; pensaba en la novela de Youn, en cómo estaba escrita de manera exquisita pero no todas las piezas encajaban. Pese a la general nitidez de la prosa, el libro siempre había adolecido de cierta falta de claridad—. Creo que debes ir al colegio, cariño —dijo Danny—. Ya conocerás a un niño de dos años en otro momento.
—Pero tú quieres que conozca a uno, ¿verdad? —preguntó Joe.
—¿Y eso a qué viene? —quiso saber el cocinero; iba hacia el colegio de Joe sin esperar indicaciones en otro sentido.
—Es una larga historia —contestó Danny—. ¿Cómo es el marido? ¿Es un gánster?
—Es cirujano en Corea, según me ha contado —respondió Tony Ángel—. Ha venido para un congreso de cirugía en Chicago, pero ha traído a su hija, y se les ocurrió dar una sorpresa a la mami y dejar que Youn cuide de la niña un par de días mientras Kyung asiste a las sesiones. Menuda sorpresa, ¿eh? —preguntó el cocinero.
—¿Se llama Kyung? —dijo Danny. En el libro de Youn, el marido gánster se llama Jinwoo; Danny supuso que ése no era el único elemento inventado del argumento. ¡Y él que pensaba desde el principio que la novela era demasiado autobiográfica!
—El marido parece buena persona —comentó Tony Ángel.
—¿Voy a conocer entonces a la hija de dos años de Youn? —preguntó Joe cuando salía del coche.
—Come algo —sugirió el cocinero a su nieto—. Ya he llamado al colegio para avisar de que llegabas tarde.
—Según parece, es posible que conozcas a la niña, sí —contestó Danny a su hijo—. Pero, dime, ¿a qué debes estar siempre atento? —preguntó a Joe mientras el niño abría la fiambrera y escrutaba el contenido.
—Al Mustang azul —contestó Joe sin titubeos.
—Chico listo —dijo su padre.
Cuando casi habían llegado a la casa de Court Street, el cocinero le contó a su hijo:
—Yi-Yiing y yo hemos decidido que lo más conveniente es simular que Yi-Yiing y tú sois pareja.
—¿Por qué habríamos de ser pareja Yi-Yiing y yo? —preguntó Danny.
—Porque sois de la misma edad. Mientras ande por aquí el marido coreano, debéis fingir que estáis juntos. Ni siquiera un cirujano de Corea sospechará que yo me acuesto con su mujer —aclaró el cocinero—. Ya soy muy viejo.
—¿Cómo vamos a fingirlo? —preguntó Danny a su padre.
—Eso déjalo en manos de Yi-Yiing —instó su padre.
En retrospectiva, pensaba el escritor, la simulación no había sido la parte más difícil de ese engaño improvisado. Yi-Yiing interpretó bien el papel de novia de Danny; es decir, mientras el marido de Youn estuvo en la casa de Court Street. A Danny el cirujano de Seúl le pareció un buen hombre, orgulloso y abochornado a la vez por haber «dado una sorpresa» a su esposa escritora. Youn, por su parte, no pudo ocultar la felicidad que sentía por ver a su hija, Soo. La escritora coreana había escrutado los ojos de Danny en busca de alguna señal tranquilizadora, y Danny esperaba habérsela transmitido; a decir verdad, tenía la sensación de haberse quitado un peso de encima, porque había estado contemplando ya la inevitable separación con más culpabilidad que de costumbre.
Sí, con toda seguridad permanecería en Iowa City todo ese curso académico —ya había solicitado al Taller Literario otro año de permanencia—, pero Danny sabía que probablemente no se quedaría en la ciudad hasta que Youn terminara la novela. (Y desde el principio Danny había dado por supuesto que, cuando él regresara a Vermont, Youn volvería a Seúl). El cirujano, que sólo iba a pasar unos días en Chicago, dio un beso de despedida a su mujer y a su hija. Todas las presentaciones y los adioses tuvieron lugar en la cocina de Court Street, donde el cocinero ofició de supuesto dueño de la casa, y Yi-Yiing, colocándose dos o tres veces detrás de Danny, lo había rodeado con los brazos y atraído hacia sí, y en una ocasión le había dado un beso en la nuca. Como era un cálido día de otoño, el escritor llevaba sólo camiseta y vaqueros, y sintió en la espalda el roce del sedoso pijama de Yi-Yiing. En esos abrazos se traslucía familiaridad entre ellos, supuso el escritor, sin saber cómo interpretaría Youn ese contacto íntimo, ni si Yi-Yiing y el cocinero habían informado a la adúltera coreana del plan de que Danny y la enfermera de Hong Kong «fingieran» que eran pareja.
La hija, Soo, era una joya.
—¿No lleva pañal? —preguntó Danny al cirujano, acordándose de Joe a esa edad.
—Las niñas aprenden antes que los niños a hacer sus cosas en el baño, cielo —le explicó Yi-Yiing, con un énfasis exagerado en la palabra «cielo», o esa impresión tuvo el escritor, pero el cocinero se echó a reír, y Youn también. Daniel se preguntaría más tarde si acaso Youn también se había quitado un peso de encima porque se había puesto punto final tan eficazmente a su relación con el profesor de técnica narrativa. (¿Qué necesidad había de explicaciones?). Los días que el médico coreano estuvo en Chicago no acarrearon complicaciones, y Joe vio con sus propios ojos lo inocente que era en realidad una niña de dos años… en cuanto a los peligros de la calle, obviamente, pero también en cuanto a los ángeles que caían del cielo. El niño de ocho años pudo observar por sí mismo que la pequeña Soo era capaz de creerse cualquier cosa.
El fragante camisón bajo la almohada en el lado de la cama de Youn resultó ser el beige, y Danny encontró un momento discreto para devolvérselo. Ahora no quedaba de ella prueba alguna en su dormitorio. Youn durmió con su hija pequeña en el cuarto donde trabajaba; las dos eran muy menudas, y les bastó con la cama de esa habitación de más, pese a que Danny había propuesto a Youn instalar a Soo en otra habitación aparte. (Había advertido que el marido de Youn dormía, él solo, en esa habitación). «Una niña de dos años no debe dormir desatendida», había contestado Youn a Danny, que comprendió que había interpretado mal la curiosidad con que Youn observaba a Joe; simplemente se preguntaba qué cambios debía esperar en su hija entre los dos y ocho años. (En cuanto a lo que había escrito, y el porqué, nunca encontraría una explicación satisfactoria, supuso Danny). Cuando Kyung regresó de Chicago y partió poco después con su hija pequeña —volvieron juntos a su casa de Seúl—, Youn buscó sin pérdida de tiempo otro sitio donde vivir y, para el siguiente semestre, solicitó el traslado al taller de técnica narrativa de otro profesor. Para el escritor Danny Ángel carecía de la menor trascendencia si Youn alguna vez terminaba su novela en curso. Si un día Youn llegaba a convertirse en una novelista publicada, tampoco tenía gran importancia para Danny, quien sabía de primera mano que —durante la etapa de Youn en Iowa City— su ficción había sido de un éxito casi absoluto.
Fue el éxito de Yi-Yiing, haciéndose pasar por novia de Danny, lo que perduraría un poco más. La enfermera de urgencias no era coqueta por naturaleza, pero meses después de darse la necesidad de fingir que Danny y ella eran pareja, Yi-Yiing rozaba aún de vez en cuando al escritor, o le acariciaba la mejilla con los dedos o el dorso de la mano. Daba la impresión de que eran sinceros descuidos, ya que se detenía instintivamente tan pronto como empezaba. Danny creía que el cocinero nunca le había visto hacerlo; si Joe la vio, el niño de ocho años no se dio por enterado.
—¿Preferirías que me vistiera con normalidad estando en casa? —preguntó un día Yi-Yiing al escritor—. O sea, que «ya está bien de pijamas», como si dijéramos.
—Pero si tú eres la Señora del Pijama…, ésa eres tú —contestó Danny de manera evasiva.
—Ya sabes a qué me refiero —insistió Yi-Yiing.
Dejó de llevarlos, o quizá sólo se los ponía para dormir. Su ropa normal era una barrera más segura entre ellos, y lo que no había pasado de ser algún que otro contacto esporádico —un roce en la espalda al cruzarse con él, la caricia con las yemas de los dedos o los nudillos de sus pequeñas manos— también cesó no mucho después.
—Echo de menos los pijamas de Yi-Yiing —dijo Joe a su padre una mañana cuando iban al colegio.
—Yo también —respondió Danny, pero para entonces ya salía con otra mujer.
Cuando Youn desapareció de sus vidas —y sobre todo más adelante, durante su último año en Iowa City, instalados ya en la tercera casa de Court Street—, reanudaron sus costumbres de siempre como si nunca se hubiesen visto interrumpidas. La tercera casa estaba en la otra acera de Court Street, cerca de Summit, donde Danny mantuvo una discreta aventura diurna con la infeliz esposa de un profesor que a su vez la engañaba a ella. El callejón trasero, donde Joe había sentido la tentación de autocompadecerse —mientras veía a Max practicar las derrapadas con su bicicleta «de reserva»—, también había desaparecido de sus vidas, al igual que la zarigüeya. Las Yokohama, Sao y Kaori, seguían turnándose para cuidar a Joe, y todos —todos ellos— se reunían en el Mao’s con una necesidad (o desesperación) en apariencia cada vez mayor.
El cocinero sabía de antemano lo mucho que añoraría a los hermanos Cheng, casi tanto como añoraría a Yi-Yiing. Lo que añoraría Danny era no saber nunca cómo habría sido estar con la enfermera de Hong Kong, aunque su regreso a Vermont se vio precedido por otra clase de final.
Al mismo tiempo que concluía su aventura en Iowa. terminaba también —y ya iba siendo hora— la guerra de Vietnam. En el Mao’s no se respiraba un ambiente muy propicio para los finales felices. La «Operación Viento Frecuente», como se llamó a la evacuación de Saigón en helicóptero —«Operación Más Chorradas», la había llamado Ketchum—, resultó ser una distracción devastadora mientras se preparaba la cena en el restaurante asiático-francés. El televisor en la pequeña cocina del bulevar a las afueras de Coralville se convirtió en un imán para el descontento.
Abril del año 1975 había sido un mal mes para el Mao’s. Se produjeron cuatro ataques con lanzamiento de ladrillo por parte de conductores anónimos (de hecho, una de las veces fue un trozo de cemento del tamaño de un bloque de hormigón lo que rompió el cristal, y otra una piedra). «¡Putos granjeros patriotas!», había gritado Xiao Dee a los vándalos. El cocinero y él habían suspendido un viaje a Chinatown para hacer sus compras porque Xiao Dee estaba convencido de que el Mao’s era víctima de un ataque, o de que, al caer Saigón, el restaurante se vería sometido a un asedio mayor. Ah Gou empezaba a andar escaso de sus ingredientes preferidos. (Con la ayuda de Tony Ángel, la carta incluyó unos cuantos platos italianos más que de costumbre). A lo largo de ese año, los soldados survietnamitas estaban desertando en tropel. Los soldados fugitivos habían reunido a sus familias y confluido en Saigón, donde debían de creer que los estadounidenses los ayudarían a escapar del país. Durante las dos últimas semanas de abril, Estados Unidos había transportado por aire a sesenta mil extranjeros y survietnamitas; pronto cientos de miles más tendrían que buscar una manera de salir del país por su cuenta. «Será un caos absoluto», había vaticinado Ketchum. («¿Qué esperábamos?», diría más tarde el leñador). «¿Acaso nos importaba cómo acabara aquello?», pensaba Danny. Joe y él tenían una mesa en el Mao’s, y esa noche Yi-Yiing cenaba con ellos. Se había saltado el turno en urgencias por un resfriado; no quería que por su culpa empeoraran muchas personas enfermas o heridas, explicó a Danny y a Joe.
—Por mi culpa ya vais a enfermar vosotros dos… Vosotros dos y pa —les dijo con una sonrisa.
—Muchas gracias —contestó Danny. Joe se reía; adoraba a Yi-Yiing. El niño echaría de menos tener a su propia enfermera cuando volviese a Vermont. («Y yo echaré de menos tener una enfermera para él», pensaba el escritor). Dos parejas ocupaban una mesa, y tres hombres con aspecto de ejecutivos otra. Era una noche tranquila para el Mao’s, pero aún quedaba mucho tiempo por delante. La ventana tapiada no mejoraba precisamente la imagen de la entrada, estaba pensando Danny cuando una de las Yokohama salió de la cocina. Estaba tan blanca como su delantal y le temblaba el labio inferior.
—Dice tu padre que deberías ver lo que están dando por televisión —comunicó la chica japonesa al escritor—. La tele está en la cocina.
Danny se levantó de la mesa, y cuando Joe hizo ademán de acompañarlo, Yi-Yiing intervino:
—Quizá sea mejor que te quedes conmigo, Joe.
—Sí, tú quédate —dijo Sao, o Kaori, al niño—. ¡Mejor que no lo veas!
—Pero yo quiero ver qué es —afirmó Joe.
—Obedece a Sao, Joe —dijo su padre—. Enseguida vuelvo.
—Soy Kaori —aclaró la gemela japonesa a Danny. Entonces rompió a llorar—. ¿Por qué tengo la sensación de que todos los «amarillos» somos iguales para vosotros los americanos?
—¿Qué dan por televisión? —le preguntó Yi-Yiing.
Las dos parejas se reían de algo, y no habían oído el exabrupto de Kaori. Pero los hombres con aspecto de ejecutivos se habían quedado inmóviles, paralizados sobre sus cervezas al oír la palabra «amarillos».
Esa noche hacía de maitre la novia lista de Ah Gou, Tzu-Min. A Xiao Dee, exaltado por los granjeros patriotas y el lanzamiento de ladrillos, no le permitían salir de la cocina, por miedo a que perdiera el control.
—Vuelve a la cocina, Kaori —ordenó Tzu-Min a la chica llorosa—. Aquí no se puede llorar.
—¿Qué están dando por televisión? —preguntó Yi-Yiing a la maitre.
—Joe no debe verlo —contestó Tzu-Min. Danny ya había entrado en la cocina.
Aquello era una casa de locos. Xiao Dee hablaba a gritos al televisor. Sao, la otra gemela japonesa, vomitaba en el fregadero grande, el que usaba el lavaplatos para restregar cazos y sartenes.
Ed, el lavaplatos, permanecía a un lado; alcohólico en fase de recuperación, era un veterano de la segunda guerra mundial con varios tatuajes desvaídos. Los hermanos Cheng le habían dado un empleo en una época en que nadie más se lo daba, y Ed sentía lealtad hacia ellos, aunque a veces la pequeña cocina de Coralville le producía cierta claustrofobia, y para él las conversaciones políticas del Mao’s eran territorio extranjero. Ed no sentía el menor interés en el extranjero; a él le parecía bien que saliésemos de Vietnam. Había servido en la armada, en el Pacífico. En ese momento una de las gemelas japonesas vomitaba en su fregadero y la otra estaba hecha un mar de lágrimas. (Quizás Ed pensaba que había matado a algún pariente suyo; si era así, no lo lamentaba).
—¿Cómo va eso, Ed? —preguntó Danny al lavaplatos.
—Ahora mismo no muy bien —contestó Ed.
—¡Kissinger es un criminal de guerra! —exclamaba Xiao Dee. (En la televisión había aparecido, aunque brevemente, Henry Kissinger). Ah Gou, que en ese momento troceaba chalotes, blandió el cuchillo ante la sola mención del aborrecido Kissinger, pero ahora la televisión volvía a mostrar la imagen de los tanques enemigos por las calles de Saigón; los tanques estrechaban el cerco en torno a la embajada de Estados Unidos, o de eso informó una voz anónima. Era casi finales de abril; aquéllos eran los últimos rescates aéreos, el día anterior a la rendición de Saigón. Unos setenta helicópteros americanos habían estado yendo y viniendo entre el patio tapiado de la embajada y los buques de guerra estadounidenses anclados a cierta distancia de la costa; ese día se rescató a seis mil doscientas personas. Los dos últimos helicópteros que abandonaron Saigón trasladaron al embajador de Estados Unidos y a los soldados de la infantería de marina que custodiaban la embajada. Horas más tarde Vietnam del Sur se rindió.
Pero no era eso lo que dolía ver en el pequeño televisor de la cocina del Mao’s. Había más gente que deseaba abandonar Saigón que helicópteros. Varios centenares se quedarían en el patio de la embajada. Docenas de vietnamitas se colgaron de los patines de los dos últimos helicópteros; murieron al caer mientras los helicópteros se elevaban. La televisión ofrecía esas imágenes una y otra vez.
—Esas pobres personas… —había comentado el cocinero segundos antes de que Sao vomitase en el fregadero de Ed.
—No son personas, no para la mayoría de los americanos. ¡Son amarillos! —vociferaba Xiao Dee.
Ah Gou permanecía atento al televisor en lugar de mirar los chalotes; se cortó la primera falange del dedo índice de la mano izquierda. Kaori, todavía llorosa, se desmayó; el cocinero la apartó a rastras del fogón. Danny cogió un paño de cocina y empezó a hacerle a Ah Gou un torniquete en la parte superior del brazo. La punta del dedo del Hermano Grande quedó en medio de un charco de sangre, entre los trozos de chalote.
—Ve a buscar a Yi-Yiing —ordenó el cocinero a Sao. Ed cogió un paño húmedo y enjugó la cara a la chica. Sao tenía un aspecto tan etéreo como su gemela desmayada, pero ya no vomitaba y, como un fantasma, flotó en dirección al comedor.
Cuando se abrió la puerta de vaivén que daba al comedor, Danny oyó decir a uno de los ejecutivos:
—¿Qué clase de manicomio de mierda es éste?
—Ah Gou se ha cortado el dedo —oyó Danny que le decía Sao a Yi-Yiing.
A continuación se cerró la puerta, y a Danny no le llegó qué le contestaba Sao o Tzu-Min o Yi-Yiing al ejecutivo, ni si alguna de ellas había intentado contestar. (Con la caída de Saigón, esa noche el Mao’s era realmente un manicomio de mierda). La puerta que daba al comedor volvió a abrirse, y todos entraron en la cocina: Yi-Yiing con el pequeño Joe, Tzu-Min y Sao. Danny se sorprendió un poco de que los tres hombres con aspecto de ejecutivo y las dos parejas no estuviesen con ellos, pese a que no cabía nadie más en la caótica cocina.
—Gracias a Dios todos han pedido pintada —decía el cocinero.
Kaori se había incorporado en el suelo.
—Las dos parejas quieren pintada —corrigió ella—. Los ejecutivos han pedido raviolis.
—Sólo me refería a las parejas —afirmó Tony Ángel—. Voy a preparar lo suyo primero.
—Los ejecutivos están a punto de marcharse, os lo advierto —dijo Tzu-Min.
Yi-Yiing encontró la punta del dedo de Ah Gou entre los chalotes. Xiao Dee rodeó a Ah Gou con los brazos para sujetarlo mientras el cocinero vertía vodka en el muñón del dedo índice de la mano izquierda. El Hermano Grande gritaba aún cuando Yi-Yiing tendió la falange del dedo y Tony Ángel vertió más vodka sobre ella; luego Yi-Yiing volvió a colocar la punta del dedo en su sitio.
—Tú sujétalo ahí —indicó al Hermano Grande— y deja de gritar.
Danny lamentó que Joe estuviera viendo la televisión; el niño de diez años parecía absorto en las imágenes de la gente que se aferraba a los patines de los helicópteros y después caía.
—¿Qué les pasa? —preguntó el niño a su padre.
—Están muriendo —respondió Danny—. No hay sitio para ellos en los helicópteros.
Ed tosía; salió a la calle por la puerta de la cocina. Detrás había un callejón —utilizado para el reparto y la recogida de basuras—, y todos pensaron que Ed salía a fumar un cigarrillo. Pero el lavaplatos nunca volvió.
Acompañado por Yi-Yiing, Ah Gou salió por la puerta de vaivén y atravesó el comedor; se sujetaba la falange seccionada en su sitio, pero ahora que Danny no mantenía ya la presión del torniquete en torno a la parte superior del brazo, el Hermano Grande sangraba profusamente. Tzu-Min se fue con ellos.
—Me temo que al final contagiaré mi resfriado a todo el mundo en urgencias —decía Yi-Yiing.
—¿Qué coño está pasando? —vociferó uno de los ejecutivos—. ¿Aquí trabaja alguien o qué?
—¡Racistas! ¡Criminales de guerra! ¡Cerdos fascistas! —les gritó Ah Gou, todavía sangrando.
En la cocina, el cocinero anunció a su hijo y a su nieto:
—Ahora sois ayudantes del chef, y más vale que nos pongamos manos a la obra.
—Sólo hay que atender dos mesas, pa; creo que nos las arreglaremos —contestó Danny.
—Si no hacemos caso a esos ejecutivos, se marcharán, creo —comentó Kaori.
—¡De aquí no se va nadie! —clamó Xiao Dee—. Yo voy a enseñarles qué clase de manicomio de mierda es éste… y más vale que les guste.
Salió al comedor por la puerta de vaivén —la coleta atada con aquella absurda cinta rosa que posiblemente pertenecía a Spicy—, e incluso después de cerrarse la puerta oían al Hermano Pequeño desde la cocina:
—¿Quieren la mejor comida que han probado en la vida, o quieren morir? —preguntaba Xiao Dee a voz en cuello—. ¡Están muriendo asiáticos, pero ustedes pueden comer bien! —gritó a los ejecutivos.
—La pintada lleva una guarnición de espárragos, y un risotto con gírgolas y salsa de salvia —explicaba el cocinero a Danny y el pequeño Joe—. No desparraméis el risotto en los platos, por favor.
—¿De dónde son las pintadas, pa? —preguntó Danny.
—De Iowa, claro; se nos ha acabado casi todo lo de fuera de Iowa —dijo el cocinero.
—¿Quieren ver cómo se hacen los raviolis al mascarpone y setas? —preguntaba Xiao Dee a los hombres con aspecto de ejecutivos—. ¡Se preparan con parmesano y aceite de trufa blanca! ¡Son los mejores raviolis de mierda que comerán en su vida! ¿Creen que el aceite de trufa blanca es de Iowa? —les preguntó—. ¿Quieren entrar en la cocina y ver morir a un puñado de asiáticos? Ahora mismo, si quieren verlos, están muriendo en la televisión —vociferaba el Hermano Pequeño.
Tony Ángel se volvió hacia las gemelas japonesas.
—Id a rescatar a esos ejecutivos de las garras de Xiao Dee —les ordenó—, las dos.
El cocinero acompañó a las Yokohama al comedor, donde sirvieron las pintadas a las parejas.
—Enseguida les traeremos la pasta —anunció Tony a los ejecutivos; poco antes se preguntaba por qué los ejecutivos habían escuchado tan callados la diatriba de Xiao Dee. En ese momento vio que el Hermano Pequeño se había llevado al comedor el cuchillo ensangrentado.
—¡Te necesitamos en la cocina! ¡Te queremos desesperadamente ahí dentro! ¡Nos morimos por tenerte ahí! —decían las gemelas japonesas a Xiao Dee mientras lo rodeaban con los brazos procurando no tocar el cuchillo ensangrentado. Los hombres con aspecto de ejecutivos se quedaron allí sentados, esperando, incluso cuando el cocinero (y Xiao Dee, con Kaori y Sao) había vuelto a la cocina.
—¿Qué beben los cerdos fascistas? —preguntaba Xiao Dee a las Yokohama.
—Tsingtao —respondió Kaori o Sao.
—Llevadles más —ordenó el Hermano Pequeño—. ¡Que corra la cerveza!
—¿Qué llevan los raviolis, pa? —preguntó Danny a su padre.
—Guisantes —contestó el cocinero—. Usa la espumadera o quedarán chorreando aceite.
A Joe no acababa de interesarle el puesto de ayudante de chef, no con los helicópteros todavía en la televisión. Cuando sonó el teléfono, Joe era el único que no tenía las manos ocupadas en algo; contestó él. Todos sabían que no había maitre en el comedor, y pensaron que quizá fuera Yi-Yiing o Tzu-Min desde el Mercy Hospital para informar si era posible o no salvar el dedo de Ah Gou.
—Es a cobro revertido, de Ketchum —anunció Joe.
—Acéptala —indicó su abuelo.
—Acepto —contestó el niño.
—Habla tú con él, Daniel; yo estoy ocupado —dijo el cocinero.
Pero mientras el teléfono cambiaba de manos todos oyeron lo que Ketchum tenía que decir desde New Hampshire.
—Este país de capullos…
—Hola, soy yo, Danny —dijo el escritor al viejo leñador.
—Muchacho, ¿aún lamentas no haber ido a Vietnam? —bramó Ketchum.
—No, no lo lamento —contestó Danny, pero tardó demasiado en decirlo; Ketchum ya había colgado.
En la cocina había sangre por todas partes. En la televisión, los desesperados vietnamitas quedaban suspendidos y luego caían de los patines de los helicópteros. Las imágenes del desastre se repetirían durante días, en todo el mundo, supuso el escritor mientras veía a su hijo de diez años contemplar el final de la guerra a la que no había ido su padre.
Las gemelas japonesas apaciguaban a los ejecutivos con más cerveza. Xiao Dee estaba dentro de la cámara frigorífica con la puerta abierta.
—Casi se ha acabado la Tsingtao, Tony —decía el Hermano Pequeño. Salió de la cámara y cerró la puerta; entonces advirtió que la puerta del callejón seguía abierta—. ¿Qué ha sido de Ed? —preguntó Xiao Dee. Salió al callejón con cautela—. ¡Igual uno de esos putos granjeros patriotas lo ha confundido con un «amarillo» y lo ha matado!
—Me parece que el pobre Ed simplemente se ha marchado a casa —observó el cocinero.
—He vomitado en su fregadero, a lo mejor ha sido por eso —dijo Sao. Kaori y ella habían vuelto a la cocina para llevar los platos de pasta a los ejecutivos.
—¿Puedo apagar el televisor? —preguntó Danny a todos los presentes.
—¡Sí! ¡Apágalo, por favor! —respondió una de las Yokohama.
—¡Ed se ha ido! —proclamaba Xiao Dee desde el callejón—. ¡Los putos patriotas lo han secuestrado!
—Puedo llevar a Joe a casa y acostarlo —sugirió la otra gemela a Danny.
—Antes el niño debe cenar —recordó el cocinero—. Puedes hacer de maitre un rato, ¿verdad, Daniel?
—Claro que sí —contestó el escritor. Se lavó las manos y la cara y se puso un delantal limpio. Cuando salió al comedor, los hombres con aspecto de ejecutivos se sorprendieron al ver que no era asiático, o no parecía especialmente indignado.
—¿Qué pasa en la cocina? —preguntó uno de ellos con tono vacilante; no quería que Xiao Dee lo oyese, eso era obvio.
—Ha acabado la guerra, por televisión —explicó Danny.
—La pasta está estupenda, a pesar de todo —comentó otro de los hombres con aspecto de ejecutivos—. Felicite al chef.
—Se lo diré —aseguró Danny.
Más tarde aparecieron unos cuantos hombres con aspecto de profesores y varios padres orgullosos que invitaban a cenar a sus queridos estudiantes universitarios, pero si uno no estaba en la cocina del Mao’s con los asiáticos iracundos, quizá no se enteraba de que la guerra había terminado, ni de cómo. (No retransmitieron esas imágenes en todas partes, ni durante mucho tiempo, al menos no en la mayor parte de Estados Unidos). Ah Gou conservaría la falange del dedo. Esa noche Kaori o Sao llevaron al joven Joe a su casa y lo acostaron, y Danny regresó a casa en coche con Yi-Yiing. Cuando cerrase el Mao’s, el cocinero volvería a casa en su coche solo.
Se produjo un momento incómodo —después de irse la canguro japonesa y antes de llegar a casa el cocinero— cuando Joe dormía arriba y Danny estaba solo en la cocina de la tercera casa de Court Street con la enfermera de Hong Kong. Al igual que Danny y su padre, Yi-Yiing no bebía. Se estaba preparando un té, algo en teoría bueno para su resfriado.
—Aquí estamos, pues, solos por fin —dijo Yi-Yiing—. O al menos casi solos, supongo —añadió—. Solos tú, yo y este maldito resfriado.
El agua aún no hervía, y Yi-Yiing cruzó los brazos sobre los pechos y lo miró.
—¿Qué? —preguntó Danny.
—Ya sabes qué —contestó ella. Fue la primera en bajar la vista.
—¿Cómo va ese complicado asunto de traer a tu hija y tus padres aquí? —preguntó él. Al final ella se volvió de espaldas.
—Poco a poco estoy cambiando de idea a ese respecto —respondió Yi-Yiing.
Mucho más adelante el cocinero se enteraría de que había regresado a Hong Kong; trabajaba allí de enfermera. (Ninguno de los dos supo qué había sido de las Yokohama, Kaori y Sao). La noche que acabó la guerra, Yi-Yiing se llevó el té al piso de arriba, dejando a Danny solo en la cocina. La tentación de encender el televisor fue grande, pero Danny salió a la acera de Court Street. No era muy tarde —ni siquiera habían dado las doce—, pero la mayoría de las viviendas de la calle estaban a oscuras, o las únicas luces encendidas eran las de los pisos de arriba de las casas. Gente que leía en la cama o veía la televisión, imaginó Danny. En varias de las casas vecinas, Danny reconoció la luz mortecina del televisor: un azul verdoso antinatural, un resplandor azul grisáceo. Ese color tenía algo de desagradable.
En Iowa, a finales de abril las temperaturas permitían ya abrir algunas ventanas, y si bien no alcanzó a distinguir el idioma exacto proveniente del televisor, Danny reconoció por la monotonía de aquel sonsonete la voz incorpórea de un noticiario, o eso creyó imaginar el escritor. (Si alguien hubiese estado viendo una historia de amor o una película de otra clase, ¿cómo iba a saberlo Danny?). Si había estrellas en el cielo, Danny no las vio. Vivía en Court Street desde hacía tres años; durante su estancia allí no había experimentado ninguna sensación de amenaza, excepto por el Mustang azul sin conductor, y ahora el escritor y su familia se disponían a regresar a Vermont. «Este país de capullos…», había empezado a decir Ketchum; estaba demasiado enfadado o demasiado borracho, o las dos cosas, para completar siquiera su pensamiento. En todo caso, ¿no era un juicio demasiado severo? Eso esperaba Danny.
—Por favor, cuida de mi padre y de mi niño —dijo el escritor en voz alta, pero ¿a qué le hablaba, o a quién? ¿A la noche sin estrellas por encima de Iowa City? ¿A la única alma inquieta y alerta de Court Street que habría podido oírlo? (Quizás a Yi-Yiing, si seguía despierta). Danny bajó el bordillo y se plantó en medio de la calle vacía, como si desafiara al Mustang azul a fijarse en él.
—Por favor, no le hagas daño ni a mi padre ni a mi hijo —rogó Danny—. Si tienes que hacer daño a alguien, házmelo a mí.
Pero ¿quién había allí, bajo el firmamento invisible, para cuidar de ellos o hacerles daño? «¿La Señora del Cielo?», preguntó el escritor en voz alta, pero Amy nunca había dicho que fuese un ángel a jornada completa, y hacía ocho años que no la veía. No hubo respuesta.