9. La fragilidad e imprevisibilidad de las cosas

En el bulevar de las afueras de Coralville, a la vista del Mao’s, había una pizzería llamada El Griego; los ingredientes preferidos para la pizza eran las aceitunas kalamata y el queso feta. (Como había dicho el padre de Danny en su día, «no está mal, pero no es pizza»). En el centro de Iowa City había una taberna irlandesa de imitación llamada O’Rourke’s: mesas de billar, cerveza verde el día de San Patricio, bocadillos de bratwurst o albóndigas. Para Danny, el O’Rourke’s era un establecimiento estrictamente para estudiantes, un remedo poco convincente de las tabernas de Boston al sur del Haymarket, en las inmediaciones de Hanover Street. La más antigua era la Union Oyster House, un restaurante y marisquería que con el tiempo se hallaría frente a un edificio conmemorativo del Holocausto, pero también estaba la Bell in Hand Tavern, en la esquina de las calles Union y Marshall: donde Daniel Baciagalupo, siendo aún menor de edad, se había emborrachado con cerveza en compañía de sus primos mayores de las familias Saetta y Calogero.

Esas tabernas no se hallaban tan lejos del North End como para escapar a la atención del cocinero, que un día siguió a Danny y sus primos a la Bell in Hand. Cuando el cocinero vio a su joven hijo beber cerveza, se llevó al chico de la taberna a tirones de oreja.

Mientras el escritor Danny Ángel trabajaba en el Avellino, abstraído en su cuaderno —aguardando a que su padre, el cocinero, lo sorprendiese—, lamentó que esa humillación en la Bell in Hand, delante de sus primos mayores, no hubiese bastado para inducirlo a dejar de beber antes de empezar en serio. Pero, para dejarlo, Danny había necesitado un susto mayor —y la posterior humillación— que ese primer tropiezo en un bar de Boston. El momento llegaría, pero no antes de ser padre. («Si cuando seas padre no te conviertes en una persona responsable», había dicho una vez el cocinero a su hijo, «nunca lo serás»). ¿Estaba pensando Danny como un padre cuando le escribió a máquina al hippy carpintero un mensaje de una página y recorrió en coche la carretera secundaria de Westminster West a fin de dejárselo en el buzón a aquel capullo, el dueño de los perros, antes de ir a Brattleboro para su cena sorpresa en el Avellino? ¿Era eso lo que el escritor habría deseado que hiciese el joven Joe si su hijo llegara a encontrarse en una situación análogamente hostil?

«Lamento mucho la muerte de tu perro», había escrito Danny. «Yo me he salido de mis casillas. No te haces responsable de tus perros y te niegas a entender que una vía pública no es territorio de ellos. Pero yo debería haber contenido mi mal genio. Iré a correr a otra parte. Tú has perdido a un perro. Yo renuncio a mi circuito preferido para correr. Y en paz, ¿te parece?». No era más que una simple hoja mecanografiada. El escritor no añadió su nombre. Si Armando estaba en lo cierto —si el capullo era un escritor carpintero, y/o antiguo alumno de Danny en Windham—, el exasperante dueño del perro sabía sin duda que el hombre que corría con mangos de raqueta de squash era el escritor Danny Ángel. Pero Danny no vio motivos para pregonarlo. Tampoco metió la hoja en un sobre: sencillamente la dobló por la mitad y la dejó en el buzón del dueño de los perros, allí donde el camino de acceso flanqueado de vehículos muertos confluía en la carretera.

Ahora, allí sentado en el Avellino, escribiendo, Danny supo qué diría Armando: «No pretendas hacer las paces con un capullo», o algo por el estilo. Pero Armando no tenía hijos. ¿Acaso era Armando menos timorato por eso? La idea misma de que un altercado entrase en una espiral ascendente de violencia hasta escapar a todo control… En fin, ¿no era ésa una de las prioridades en la lista de circunstancias de las que uno debía proteger a sus hijos? (En el cuaderno, donde Danny escribía para sí a vuela pluma, las palabras «un miedo indescriptible» destacaban con demitorio malestar en varias frases inacabadas). De niño, y de joven, Danny siempre había dado por supuesto que su padre y Ketchum eran distintos, básicamente porque su padre era cocinero y Ketchum ganchero, un leñador, más correoso que sus mismísimas botas de clavos, un maderero intemperante que jamás se arredraba ante una pelea.

Pero Ketchum estaba distanciado de sus hijos; él ya los había perdido. No era necesariamente cierto que Ketchum fuese más valiente, o más audaz, que el cocinero. Ketchum no era padre, ya no; no tenía tanto que perder. Sólo ahora comprendía Danny que su padre había hecho cuanto pudo para cuidar de él. Abandonar Twisted River fue una decisión de padre. Y el cocinero y su hijo intentaban ambos cuidar del joven Joe; su común temor por el chico había unido aún más a Danny y su padre.

También se había sentido unido a su padre en Iowa City, recordó el escritor. (Su interludio asiático, como Danny veía su segunda etapa en Iowa). La novia más estable de su padre durante esos años en Iowa City había sido una enfermera del servicio de urgencias del Mercy Hospital; Yi-Yiing era china. Tenía la edad de Danny —poco más de treinta años, casi veinte menos que el cocinero— y una hija, de la edad de Joe, en Hong Kong. Su marido la había abandonado al nacer la hija —él quería un hijo—, y Yi-Yiing había confiado el cuidado de su hija a sus padres mientras ella se establecía en el Medio Oeste. La profesión de enfermera había sido una buena elección, y también Iowa City. Los médicos del Mercy Hospital habían declarado que Yi-Yiing era indispensable. Tenía permiso de residencia y estaba tramitando la nacionalidad estadounidense.

Naturalmente Yi-Yiing oía de vez en cuando la palabra «amarilla», el insulto más habitual de un paciente prejuicioso en el servicio de urgencias, y de un conductor o pasajero invisibles en un coche en marcha. Pero ella ni se inmutaba cuando la confundían con la novia de guerra de algún veterano de Vietnam. La esperaba una tarea más dura, más cuesta arriba —a saber, llevar a su hija y sus padres a Estados Unidos—, pero el papeleo exigido para eso ya estaba muy avanzado. Yi-Yiing tenía sus propias razones para no permitir que nada la distrajera de su objetivo. (Le habían asegurado que sería más fácil llevar a su familia a Estados Unidos en cuanto acabase la guerra de Vietnam; era «sólo cuestión de tiempo», le había dicho una autoridad digna de crédito). Yi-Yiing le dijo a Tony Ángel que, por lo que a ella se refería, ése no era el momento oportuno para una «relación sentimental». Acaso eso fue música para los oídos de su padre, había pensado Danny en su día. Muy posiblemente, dada la irrisión heroica de Yi-Yiing, el cocinero representaba para ella una pareja reconfortante y poco exigente; después de dejar en el pasado una parte tan grande de su vida, Tony Ángel tampoco buscaba precisamente una relación sentimental, por así llamarla. Además, como el nieto del cocinero tenía la misma edad que la hija de Yi-Yiing, la enfermera desarrolló un afecto maternal por el joven Joe.

Danny y su padre siempre pensaban en Joe antes de aceptar a mujeres nuevas en sus vidas. Danny había sentido simpatía por Yi-Yiing —siendo buena parte del motivo la sincera atención que prestaba a Joe—, si bien resultaba incómodo que Yi-Yiing tuviera la misma edad que Danny, y que el escritor se sintiera atraído por ella.

Durante aquellos tres años, Danny y su padre habían alquilado tres casas distintas en la Court Street de Iowa City, todas ellas de profesores titulares de la universidad en año sabático. Court Street era una calle arbolada con casas amplias de tres plantas, una especie de zona residencial para profesores. La calle también se hallaba a una distancia razonable a pie del centro de enseñanza primaria Longfellow, donde Joe cursaría segundo, tercero y cuarto. Court Street estaba un tanto alejada del centro de Iowa City, y Danny nunca tenía que pasar en coche por Iowa Avenue, donde en otro tiempo había vivido con Katie; nunca, en cualquier caso, en el camino de ida y vuelta al Edificio de Filosofía y Letras a orillas del río Iowa. (El EFL, como se lo conocía, era donde Danny tenía su despacho del Taller Literario). Pese a lo espaciosas que eran esas viviendas de alquiler de Court Street, Danny no escribía en casa, sobre todo por la irregularidad de los horarios de Yi-Yiing en el servicio de urgencias del Mercy Hospital. A menudo dormía en la habitación del cocinero hasta mediodía, y entonces bajaba a la cocina y se preparaba algo de comer vestida con su pijama de seda. Cuando no trabajaba en el hospital, Yi-Yiing se pasaba el día en pijama, aquel provocativo pijama de Hong Kong.

A Danny le gustaba acompañar a Joe al colegio e irse luego a escribir al Edificio de Filosofía y Letras. Cuando dejaba la puerta del despacho cerrada, sus alumnos y los demás profesores sabían que no debían molestarlo. (Yi-Yiing era de corta estatura, baja pero asombrosamente robusta, de rostro agraciado y cabello largo de color azabache. Tenía muchos pijamas de seda, de los más diversos colores, en tonos vibrantes; como recordaba Danny, incluso sus pijamas negros parecían vibrar). Este non sequitur en forma de paréntesis, mucho después de haber empezado a escribir por la mañana —la tentadora imagen de Yi-Yiing con su vibrante pijama, dormida en la cama de su padre—, era una distracción permanente. Yi-Yiing y su pijama, o su seductora presencia, viajaban hasta el Edificio de Filosofía y Letras con Danny.

—No entiendo cómo puedes escribir en un edificio tan aséptico —dijo el escritor Raymond Carver refiriéndose al EFL. Ray fue compañero de Danny Ángel en el taller durante esos años.

—No es tan… aséptico como tú crees —contestó Danny a Ray.

Otro colega escritor, John Cheever, comparó el EFL con un hotel —«un hotel para congresos»—, pero a Danny le gustaba su despacho en la cuarta planta. La mayoría de las mañanas, los despachos y las aulas del Taller Literario estaban vacíos. Allí no había nadie aparte de la auxiliar administrativa, y a ésta se le daba bien tomar nota de los mensajes y no pasarle llamadas, a menos que fueran del joven Joe o del padre de Danny.

Al margen de la estética de un lugar de trabajo determinado, los escritores tienden a sentir apego por el sitio donde trabajan a gusto. Como gran parte del día Joe estaba a salvo en la escuela, Danny desarrolló gran apego por el EFL. La cuarta planta era silenciosa, prácticamente un santuario, siempre y cuando se marchase a primera hora de la tarde.

«Por lo común, los escritores no restringen su obra a las cosas buenas, ¿verdad que no?», pensaba Danny Ángel mientras escribía a vuela pluma en su cuaderno en el Avellino, donde Iowa City ocupaba el primer plano de su pensamiento. «El bebé en la calle», había escrito: el título de un capítulo, posiblemente, pero la cosa no se reducía sólo a eso. Había tachado «Él» y escrito «Un bebé en la calle», pero no le convencía ninguno de los dos artículos; se apresuró a tachar también «Un». Más arriba, en la misma hoja del cuaderno, se advertían otras muestras de la reticencia del escritor al uso del artículo: «El Mustang azul», corregido, quedaba «Mustang azul». (¿Era quizá «Bebé en la calle» simplemente la mejor opción?). Para cualquiera que viese la expresión del escritor de cuarenta y un años, saltaba a la vista que este ejercicio era algo más significativo y más doloroso a la vez que la simple búsqueda de un título. A Dot y May, el joven autor de aspecto atribulado les resultaba extrañamente atractivo y familiar; mientras esperaban su comida, ambas lo observaron con atención. A falta de rótulos que leer en voz alta, May había enmudecido por un momento; Dot, en cambio, susurró a su amiga:

—No sé qué escribe, pero no se lo está pasando bien.

—¡Yo sí se lo haría pasar bien! —respondió May, también en susurros, y las dos empezaron a carcajearse a su inimitable manera.

En esos momentos no cualquier cosa habría distraído a Danny de su texto. El Mustang azul y el bebé en la calle habían capturado la atención del escritor casi por completo; el hecho de que uno u otro pudieran servir como título era intrascendente. Tanto el Mustang azul como el bebé en la calle eran catalizadores para la imaginación de Danny, y para él representaban mucho más que simples títulos. Aun así, las peculiares carcajadas de las dos ancianas indujeron a Danny a apartar la vista del cuaderno, ante lo cual Dot y May desviaron rápidamente la mirada. Estaban observándolo, eso Danny lo vio claro, y habría jurado que ya había oído antes las risas burlonas e indelebles de esas gordas. Pero ¿dónde y cuándo?

Había pasado demasiado tiempo para que Danny se acordase, obviamente, absorto como estaba en esos detalles más cercanos y memorables, el Mustang azul a toda velocidad y ese bebé indefenso en la calle. Danny se hallaba muy lejos del niño de doce años que él era en el pabellón-cocina, donde (y cuando) las carcajadas de Dot y May habían sido tan asiduas como signos de puntuación. El escritor volvió a concentrarse en el cuaderno. Tenía Iowa City en la imaginación, pero estaba más cerca de aquella época en Twisted River de lo que él podía saber.

Durante el primer año en Court Street, Danny y su padre y Joe se acostumbraron poco a poco a compartir la casa con Yi-Yiing y sus vibrantes pijamas. Había organizado sus horarios en el hospital de modo que solía estar en casa cuando Joe volvía de la escuela. Eso sucedió antes de que Joe empezara a ir mucho en bicicleta, y por entonces las novias de Danny eran todas asuntos pasajeros; las fugaces parejas del escritor rara vez pasaban la noche en la casa de Court Street. El cocinero salía camino de la cocina del Mao’s a primera hora de la tarde, eso cuando no coincidía con uno de sus viajes de ida y vuelta al Lower Manhattan en compañía de Xiao Dee Cheng.

Esas dos noches por semana que Tony Ángel pasaba en la carretera, Yi-Yiing no se quedaba en la casa de Court Street. Había conservado su apartamento, cerca del Mercy Hospital; tal vez supo desde el principio que Danny se sentía atraído por ella (Yi-Yiing nunca hizo nada para alentarlo). Eran el cocinero y el pequeño Joe quienes recibían toda su atención, aunque fue ella la primera en hablar con Danny cuando Joe empezó a ir en bicicleta al colegio. Para entonces se habían trasladado todos a la segunda casa de Court Street; estaba más cerca de Muscatine Avenue, que absorbía el tráfico procedente de la periferia, pero entre Court Street y el centro de enseñanza primaria Longfellow sólo había pequeñas calles secundarias. Aun así, Yi-Yiing aconsejó a Danny que obligase a Joe a circular en bicicleta por la acera, y a que en las travesías se bajara de la bicicleta y cruzara a pie.

—En esta ciudad atropellan a niños en bicicleta continuamente —dijo Yi-Yiing a Danny. Él intentó no fijarse en el pijama que ella llevaba puesto en ese momento; era consciente de que debía concentrar toda su atención en la experiencia de ella como enfermera en el servicio de urgencias—. Lo veo una y otra vez; anoche había un niño en urgencias.

—¿Un niño iba en bicicleta por la noche? —preguntó Danny.

—Lo atropellaron en Dodge Street cuando aún era de día, pero pasó toda la noche en urgencias —aclaró Yi-Yiing.

—¿Se pondrá bien? —preguntó Danny.

Yi-Yiing negó con la cabeza; estaba preparándose un té en la cocina de la segunda casa de Court Street y un fino trozo de tostada pendía de su labio inferior como un cigarrillo. Joe no había ido a la escuela porque estaba enfermo, y Danny se había quedado escribiendo en la mesa de la cocina.

—Tú dile a Joe que vaya en bicicleta por la acera —repuso Yi-Yiing—, y si le apetece ir al centro, o a la piscina o al zoo del City Park, oblígalo a ir a pie o a coger el autobús, por lo que más quieras.

—De acuerdo —accedió Danny. Ella se sentó a la mesa con él, con su té y el resto de la tostada.

—¿Qué haces en casa? —preguntó Yi-Yiing—. Estoy yo, ¿no? Estoy despierta. Deberías irte a tu despacho a escribir. Soy enfermera, Danny; puedo cuidar de Joe.

—De acuerdo —repitió Danny.

¿Acaso podía estar Joe más seguro?, se preguntó el escritor. El niño tenía a una enfermera de urgencias para cuidar de él, además de dos canguros japonesas.

Casi todas las noches, el cocinero y la enfermera de urgencias trabajaban; Danny se quedaba en casa con Joe o, si no, cuidaba del niño una de las gemelas japonesas. Los padres de Sao y Kaori eran de Yokohama, pero las gemelas habían nacido en San Francisco y se habían criado allí. Una noche el cocinero había vuelto del Mao’s con ellas; había despertado a Danny para presentarle a las gemelas y había llevado a Sao y Kaori a la habitación de Joe para dejarles ver al niño dormido. «¿Lo veis?», susurró Tony a las gemelas mientras Danny se quedaba en su cama, desconcertado y apenas despierto. «Este niño es un ángel; es fácil cuidar de él». El cocinero no veía con buenos ojos que Danny recurriese a sus alumnas del taller como canguros para Joe. Las alumnas de Danny eran escritoras, y por tanto se distraían o preocupaban fácilmente, en opinión de Tony Ángel. Los escritores jóvenes vivían en la imaginación, ¿o no?, había preguntado el cocinero a su hijo. (Danny sabía que su padre siempre había desconfiado de la imaginación). Por otra parte, esas jóvenes escritoras eran alumnas de posgrado; muchas de ellas mayores, además, que el alumno de posgrado medio. «¡Son demasiado mayores para ser canguros competentes!», había dicho el cocinero. Para Danny, la teoría de su padre era nueva, pero Sao y Kaori, las gemelas idénticas, le cayeron bien pese a que nunca consiguió distinguirlas. (Con el tiempo, Joe sí las distinguiría, ¿y acaso no era eso lo importante?). «Las Yokohama», como Danny llamaba a las gemelas —como si Yokohama fuese su apellido—, eran universitarias y camareras a tiempo parcial en el Mao’s. Por lo tanto, Iowa City tenía un marcado sabor asiático no sólo para el cocinero, sino también para Danny y el joven Joe. Las gemelas hablaban en japonés entre sí, cosa que a Joe le encantaba pero a Danny lo distraía. La mayoría de las noches, cuando Sao trabajaba en el Mao’s, Kaori era la canguro de Joe, o viceversa. (En cuyo caso, no se hablaba japonés). Las Yokohama al principio mantuvieron una distancia respetuosa con respecto a Yi-Yiing, cuyo horario en urgencias rara vez le permitía coincidir en la casa con Sao o Kaori. Era más probable que se encontraran en el Mao’s, adonde de vez en cuando Yi-Yiing, ya tarde (y sola), iba a cenar, aunque prefería el turno de noche en urgencias a trabajar durante el día.

Una noche, cuando Xiao Dee hacía de maitre, confundió a Yi-Yiing con una de las camareras que trabajaban en el Mao’s.

—¡Llegas tarde! —le dijo.

—Soy una clienta; tengo mesa reservada —contestó Yi-Yiing al Hermano Pequeño.

—Ah. ¡Mierda, eres la enfermera de Tony! —exclamó Xiao Dee.

—Tony aún es joven para necesitar a una enfermera —respondió Yi-Yiing.

Más tarde el cocinero intentó salir en defensa de Xiao Dee. («Es buen conductor, y un maitre de mierda»). Pero Yi-Yiing era muy susceptible.

«Los americanos creen que soy vietnamita, ¡y un payaso de Shanghai nacido en Queens cree que soy camarera!», dijo a Tony.

Por desgracia, una de las gemelas japonesas, que sí trabajaba como camarera —en ese momento era, además, la canguro del joven Joe—, oyó decir aquello a Yi-Yiing. «¿Qué tiene de malo ser camarera?», preguntó Sao o Kaori a la enfermera.

En Iowa City, las gemelas japonesas también habían sido confundidas con novias de guerra vietnamitas. Pero en su San Francisco natal, la mayoría de la gente, había explicado Sao, o Kaori, a Danny, sabía distinguir entre un japonés y un vietnamita; por lo visto, en el Medio Oeste no ocurría lo mismo. Ante tan vergonzosa tendencia a meterlos a todos en el mismo saco, ¿qué podía decir Danny sin faltar a la verdad? ¡A fin de cuentas, tampoco él distinguía aún a Sao y Kaori! (Y después de emplear Yi-Yiing la palabra «camarera» como epíteto, la ya respetuosa distancia de las Yokohama con respecto a la enfermera de Hong Kong se hizo aún mayor). «Formamos todos una familia feliz», intentaría explicar después Danny a una de sus alunarías de mayor edad en el taller. Youn era una escritora de Seúl; se incorporó al taller de narrativa de Danny el segundo año tras el regreso de éste a Iowa City. Por entonces había unos cuantos veteranos de Vietnam entre los alumnos del taller, también ellos de mayor edad. Y había unas cuantas mujeres escritoras que habían interrumpido su vida literaria para casarse y tener hijos, y divorciarse. Estos estudiantes de posgrado de mayor edad contaban con una ventaja sobre los escritores más jóvenes que habían llegado al Taller Literario recién salidos de la facultad; los mayores tenían algo de que escribir.

Youn lo tenía, eso desde luego. Había sido víctima de un matrimonio concertado en Seúl: «prácticamente concertado», fue como describió en un principio su matrimonio en la novela que escribía.

Danny había criticado el uso de ese «prácticamente». «O bien fue un matrimonio concertado o no lo fue, ¿de acuerdo?», había preguntado a Youn.

La mujer tenía la piel tan clara como la leche. El pelo, muy negro, lo llevaba corto, con flequillo, bajo el cual sus grandes ojos de color castaño oscuro le daban cierto aspecto de niña desvalida, pese a que Youn tenía más de treinta años —era exactamente de la edad de Danny—, y sus esfuerzos por conseguir que su marido en la vida real le pidiera el divorcio, en lugar de verse arrastrada al «galimatías coreano» de intentar solicitar ella el divorcio, conferían a su novela en curso una trama laberíntica.

Eso si podía darse crédito a su historia real o a su novela, había pensado el escritor Danny Ángel. Cuando la conoció y hubo leído los primeros capítulos, Danny no supo si era de fiar, como mujer y como escritora. Pero le cayó bien desde el principio, y la creciente atracción de Danny por Youn mitigó al menos sus indecorosas fantasías con la novia de su padre en sus incontables pijamas.

—Bien —había dicho el cocinero a su hijo después de presentarle éste a Youn—, si hay en la casa una enfermera china y dos chicas japonesas, ¿por qué no una escritora coreana?

Pero todos ellos escondían algo, ¿o no? Sin ir más lejos, el cocinero y su hijo estaban escondiéndose: eran fugitivos. Danny tenía el pálpito de que la enfermera china de su padre se callaba algo. En cuanto a la escritora coreana de Danny, a él le constaba que exhibía una falta de claridad aparentemente voluntaria, y no se refería sólo a su prosa.

No había reparo que hacer, en cambio, a las canguros japonesas, cuyo afecto por el pequeño Joe era sincero, y cuyo cariño por el cocinero surgía del compañerismo nacido del trabajo común en el ambicioso caos de la cocina asiática y francesa del Mao’s.

No es que la arrobada atención que Yi-Yiing le dedicaba a Joe fuese falsa: la enfermera de urgencias era ciertamente un trozo de pan. Era su relación con el cocinero la que tenía algo de componenda, quizá para ambos. Pero hacía tiempo que Tony Ángel recelaba de las mujeres, y ya no solía poner toda la carne en el asador; era Yi-Yiing quien no debería haber tolerado los escarceos de Tony con aquellas viajeras que conocía en las fiestas del Taller Literario, pero incluso eso le consentía la enfermera al cocinero. A Yi-Yiing le gustaba vivir con un niño de la misma edad que su hija ausente; le gustaba ser la madre de alguien. Por otro lado, formar parte de la familia íntegramente masculina del cocinero quizá se le antojaba a Yi-Yiing una aventura bohemia, una en la que no le sería tan fácil adentrarse una vez que su hija y sus padres se reunieran por fin con ella en Estados Unidos.

A aquellos audaces y jóvenes médicos del Mercy Hospital que se interesaban por sus circunstancias —¿está casada o tiene novio?, deseaban saber—, Yi-Yiing siempre les contestaba, para sorpresa de ellos: «Vivo con el escritor Danny Ángel». Debía de gustarle decirlo, y no sólo como recurso para atajar la conversación, ya que sólo con sus amigos y allegados se molestaba Yi-Yiing en añadir: «Bueno, en realidad salgo con el padre de Danny. Es cocinero del Mao’s. aunque no el chino». Sin embargo, el cocinero entendía que Yi-Yiing tenía unas circunstancias complicadas: una mujer de más de treinta años con una vida inestable, tan lejos de su tierra natal, y con una hija que sólo conocía por las fotografías.

Una vez, en una fiesta, alguien que trabajaba en el Mercy Hospital dijo a Danny:

—Ah, conozco a tu novia.

—¿Qué novia? —había preguntado Danny; eso ocurrió antes de que Youn se incorporase al taller de narrativa y (no mucho después) se instalase en la segunda casa de Court Street.

—Yi-Yiing… Es china, una enfermera del…

—Ésa es la novia de mi padre —se apresuró a aclarar el escritor.

—Ah…

Más tarde Danny preguntó a su padre:

—¿Qué pasa con Yi-Yiing? Hay quien piensa que vive conmigo.

—Yo no interrogo a Yi-Yiing, Daniel. Y ella no me interroga a mí —señaló el cocinero—. ¿Y no se porta de maravilla con Joe? —preguntó su padre. Los dos sabían de sobra que era el mismo argumento que Danny había esgrimido respecto a Franky, su exalumna del Windham College, allá en Vermont, y aun así resultaba extraño, pensó Danny. ¿Era el cocinero, a punto de cumplir los cincuenta, más bohemio que su hijo escritor (al menos hasta que Youn se instaló en la segunda casa de Court Street)?

¿Y cuál era el problema de esa casa? Había espacio de sobra para todos; eso no era. Disponía de habitaciones suficientes para que cada uno tuviese su propio dormitorio; Youn usaba una de las habitaciones sobrantes como espacio donde escribir, y para guardar todas sus cosas. Para ser una mujer de más de treinta años, sin hijos, metida en un incomprensible divorcio coreano —«incomprensible» al menos en su novela en curso, o eso opinaba Danny—, Youn tenía muy pocas cosas, curiosamente. ¿Lo había dejado todo en Seúl, y no sólo a su exmarido, un individuo, al parecer, francamente aterrador?

—Soy una estudiante —dijo a Danny—. Por eso resulta tan liberador volver a ser una estudiante: no tengo nada.

Fue una respuesta inteligente, pensó el escritor, pero Danny no sabía si creerla.

En el otoño del 73, cuando Joe empezaba tercero, el cocinero tenía siempre una caja de manzanas en el porche trasero de su casa de Iowa City. El porche daba a un estrecho callejón pavimentado; éste discurría por detrás de la larga hilera de casas con entrada por Court Street. En apariencia, el callejón no se usaba para nada, excepto para la recogida de basuras. Sólo circulaban por allí algún que otro coche, muy despacio, y —con mayor frecuencia, incluso a todas horas— niños en bicicleta. Algo de grava o arenilla cubría aquel pavimento poco transitado, con lo que los niños podían practicar derrapadas en sus bicicletas. Joe se había caído de la bicicleta en ese callejón trasero. Yi-Yiing había limpiado al niño la rodilla raspada.

Un porche, adosado a la cocina, daba al callejón, y algo se comía las manzanas que el cocinero dejaba en el porche; un mapache, sospechó Danny al principio, pero en realidad era una zarigüeya, y un día, a última hora de la tarde, cuando el pequeño Joe salió al porche a coger una manzana, metió la mano en la caja y la zarigüeya lo asustó. Gruñó o bufó o enseñó los dientes; el niño se asustó tanto que ni siquiera supo decir si aquel animal de aspecto primitivo lo había mordido.

—¿Te ha mordido? —preguntaba Danny una y otra vez. (Examinaba sin cesar los brazos y las manos de Joe en busca de una mordedura).

—¡No lo sé! —gimoteaba el niño—. ¡Era blanco y rosa…, feísimo! ¿Qué era?

—Una zarigüeya —repetía Danny una y otra vez; la había visto escabullirse. Las zarigüeyas eran criaturas monstruosas.

Esa noche, cuando Joe se durmió, Danny entró en la habitación del niño y volvió a examinarlo de arriba abajo. Lamentó que Yi-Yiing no estuviese en casa, pero se había ido al servicio de urgencias. Ella sabría si las zarigüeyas podían tener la rabia —cosa que en Vermont ocurría a menudo con los mapaches—, y la buena enfermera sabría qué hacer si el animal había mordido a Joe, pero Danny no encontró ninguna mordedura en el cuerpo perfecto de su hijo.

Youn se había quedado en el umbral de la puerta abierta del dormitorio del niño; había observado a Danny mientras buscaba alguna señal de mordedura animal.

—¿No crees que Joe lo sabría si le hubiese mordido? —preguntó.

—Estaba demasiado sobresaltado y asustado para saberlo —contestó Danny. Youn contemplaba al niño dormido como si para ella fuese un animal salvaje o desconocido, y Danny cayó en la cuenta de que a menudo la coreana miraba a Joe con esa fascinación atónita, como de otro mundo. Si Yi-Yiing adoraba a Joe porque ansiaba estar con su hija de la misma edad, Youn miraba a Joe con algo parecido a incomprensión; era como si nunca hubiese tenido cerca a niños de ninguna edad.

Aunque, claro, si uno daba crédito a su historia (o su novela), había obtenido el divorcio de su marido —más importante aún, lo había inducido a él a iniciar el procedimiento tan supuestamente complicado— gracias a su propia incapacidad para quedarse embarazada y tener un hijo. Ésa era la tortuosa trama de su novela: su marido suponía que ella intentaba quedarse embarazada cuando en realidad, desde el principio, tomaba la píldora anticonceptiva y además usaba un diafragma, o sea, hacía todo lo posible para no quedarse embarazada y no tener nunca un hijo.

Youn escribía su novela en inglés, no en coreano, y su inglés era excelente, pensaba Danny; su redacción era buena, aunque no por eso ciertos elementos coreanos resultaban menos desconcertantes. (¿Qué era en todo caso la ley coreana del divorcio? ¿Por qué era necesaria la farsa de fingir que intentaba quedarse embarazada? Y según Youn, ella aborrecía tomar la píldora anticonceptiva). El marido —a la larga exmarido, suponía Danny—, en la novela de Youn, era una especie de gánster-hombre de negocios. Quizás era un asesino a sueldo bien pagado, o quizá contrataba a sicarios de segunda para hacerle el trabajo sucio; en la novela en curso de Youn, por lo que Danny había leído, eso no quedaba claro. Se deducía que el marido era peligroso, eso sí, tanto en la vida real como en la novela. Danny no podía evitar sentir cierta curiosidad por los detalles sexuales. Se advertía una actitud comprensiva en el marido, pese a los esfuerzos de Youn por demonizarlo; el pobre hombre imaginaba que él tenía la culpa de que su maquinadora mujer no se quedase embarazada.

Youn, para colmo, le contaba por la noche a Danny en la cama los peores detalles de su desdichado matrimonio, incluida la inagotable necesidad de sexo de su marido. (Pero su propósito era dejarte embarazada, ¿verdad?, quería preguntar Danny, aunque nunca llegó a hacerlo. Tal vez tanto el desventurado marido de Youn como la propia Youn vivían el sexo como una obligación. Todo aquello que ella contaba a Danny en la oscuridad y los detalles de sus novelas empezaban a confundirse, ¿o eran acaso intercambiables?). ¿No debería el marido ficticio, el cruel ejecutivo asesino de su novela, llevar un nombre distinto del de su exmarido real?, había preguntado Danny a Youn. ¿Y si su antiguo marido leía la novela? (En el supuesto de que llegara a publicarse). ¿No se enteraría entonces de que ella lo había engañado, procurando adrede no quedarse embarazada durante su matrimonio?

«Mi vida anterior se ha acabado», contestó Youn misteriosamente. Ahora ya no parecía asociar el sexo a una obligación, aunque Danny no podía por menos de tener sus dudas también acerca de eso.

Youn era en extremo ordenada con sus escasas posesiones. Incluso guardaba sus artículos de tocador en el pequeño aseo contiguo al dormitorio no utilizado donde escribía. Tenía la ropa en el armario de ese dormitorio, o en la solitaria cómoda que allí había. En una ocasión, cuando Youn no estaba en casa, Danny miró en el botiquín del aseo que ella usaba. Vio sus anticonceptivos; según el rótulo, recetados en una consulta de Iowa City.

Danny siempre se ponía condón. Era una vieja costumbre, y no una mala costumbre, teniendo en cuenta su propensión a mantener de vez en cuando relaciones sexuales con más de una pareja al mismo tiempo. Pero Youn le había dicho en una ocasión, casi con indiferencia: «Gracias por usar condón. Me he pasado la vida tomando anticonceptivos. No quiero volver a tomarlos».

Y sin embargo los tomaba, ¿o no? En fin, si el padre de Danny no interrogaba a Yi-Yiing, ¿por qué debía esperar Danny que Youn le respondiera a todo? ¿Acaso su vida no había sido también complicada?

Fue en este mundo despreocupado de preguntas no formuladas o no respondidas —no sólo en cuanto a asuntos asiáticos, sino incluidos también algunos secretos muy arraigados entre el cocinero y su hijo escritor— donde el Mustang azul los obligó a poner los pies en el suelo (aunque momentáneamente) por lo que a la fragilidad e imprevisibilidad de las cosas se refería.

En otoño, los sábados por la mañana, cuando el equipo de fútbol de Iowa jugaba en casa, Danny oía la banda de música de Iowa; nunca sabía de dónde llegaba el sonido. Si la banda ensayaba en el estadio de Kinnick, al otro lado del río Iowa, en lo alto de la colina, ¿era posible que oyese la música desde tan lejos, en Court Street, en el extremo oriental de la ciudad?

Aquel sábado hacía buen tiempo y lucía el sol, y Danny tenía entradas para llevar a Joe al partido. Había madrugado y preparado al niño unos panqueques. La noche del viernes el cocinero había tenido que quedarse hasta tarde en el Mao’s, y la noche del sábado después de un partido en casa tendría que quedarse hasta más tarde aún. Esa mañana el padre de Danny seguía en la cama; también Yi-Yiing, que había terminado su habitual turno de noche en el Mercy Hospital. Danny no preveía la aparición de la Mujer del Pijama antes de las doce del mediodía. El primero en llamar a Yi-Yiing la «Mujer del Pijama» fue Max, amigo y vecino de Joe, hijo de un profesor de Iowa y, como Joe, también alumno de tercero en el centro de enseñanza primaria Longfellow. (El niño de ocho años era incapaz de recordar el nombre de Yi-Yiing). Danny fregaba los platos del desayuno, el suyo y el de Joe, mientras Joe jugaba fuera con Max. Estaban otra vez con las bicicletas en el callejón trasero; habían cogido unas manzanas de la caja del porche, pero no para comérselas. Los niños usaban las manzanas a modo de conos de slalom, comprendería después Danny. Max le caía bien, pero el niño iba en bicicleta por toda la ciudad; el hecho de que Joe no estuviese autorizado a hacer eso mismo era motivo de cierta tirantez entre Danny y Joe.

Max era un fanático del coleccionismo de pósters, adhesivos e insignias para la ropa, todo ello publicidad de marcas de cerveza. El niño había regalado docenas a Joe, quien había pedido a Yi-Yiing que le cosiera varias insignias en la cazadora vaquera; los adhesivos estaban pegados a la nevera, y los pósters colgaban de la habitación de Joe. Tenía su gracia, pensaba Danny, y era de una inocencia absoluta; al fin y al cabo, los niños de ocho años no bebían cerveza.

Lo que más recordaría Danny del coche fue el repentino chirrido de los neumáticos; sólo vio pasar un borrón azul por la ventana de la cocina. El escritor salió corriendo al porche trasero, donde antes pensaba que la única amenaza para su hijo era una zarigüeya.

—¡Joe! —llamó Danny pero no hubo respuesta; sólo oyó, en el otro extremo del callejón, el estrépito de unos cubos de basura embestidos por el coche azul.

—¡Señor Ángel! —exclamó Max; el niño casi nunca se bajaba de la bicicleta, pero esta vez Danny lo vio aparecer corriendo.

Varias de las manzanas, colocadas como conos de slalom, habían quedado aplastadas en el callejón. Danny vio las dos bicicletas tumbadas junto a la calzada; Joe yacía hecho un ovillo, en posición fetal, al lado de su bicicleta. Danny advirtió que Joe estaba consciente, y parecía más asustado que herido.

—¿Te ha atropellado? ¿Te ha atropellado el coche? —preguntó a su hijo. El niño negó de inmediato con la cabeza, pero no se movió; se quedó allí, encogido.

—Hemos chocado al apartarnos; el Mustang venía derecho hacia nosotros —explicó Max—. Era el Mustang azul; siempre va muy deprisa —dijo Max a Danny—. Tiene que ser una pintura personalizada. Es un azul raro.

—¿Ya habías visto antes ese coche? —preguntó Danny. (Era obvio que Max entendía de coches).

—Sí, pero no aquí, no en el callejón —contestó el niño.

—Ve a buscar a la Mujer del Pijama, Max —dijo Danny al niño—. Ya sabes dónde encontrarla. Está arriba, con pa. —Danny nunca había llamado «pa» a su padre; era difícil saber de dónde salía la palabra, pero sin duda tenía algo que ver con el susto del momento. Se arrodilló junto a Joe, casi con miedo a tocarlo; el niño temblaba. Parecía un feto anhelando volver al útero a toda costa, o intentándolo, pensó el escritor.

—¿Joe? ¿Te duele algo? ¿Te has roto algo? ¿Puedes moverte?

—No he visto al conductor. El coche iba solo —dijo el niño, todavía sin moverse, salvo por el temblor. Probablemente el sol se reflejaba en el parabrisas, pensó Danny.

—Algún adolescente, seguro —comentó Danny.

—No había conductor —insistió Joe. Después Max afirmaría que nunca había visto al conductor, pese a haber visto ya antes al Mustang azul pasar a toda velocidad por el barrio.

—¡Mujer del Pijama! —oyó Danny gritar a Max—. ¡Pa!

El cocinero se había incorporado en la cama junto a Yi-Yiing, soñolienta.

—¿Quién crees tú que será ese «pa»? —preguntó a Yi-Yiing.

—Supongo que la Mujer del Pijama soy yo —contestó Yi-Yiing, adormilada—. Pa debes de ser tú.

Siguió un revuelo cuando Yi-Yiing y el cocinero se enteraron de que Joe se había caído de la bicicleta y de que había un coche implicado. Seguramente Max recordaría aquella imagen mientras viviera: la rapidez con que la Mujer del Pijama corrió descalza hasta el lugar del accidente, donde en aquel momento Joe, ya sentado, se mecía entre los brazos de su padre. El cocinero, con su cojera, tardó más en llegar; para entonces, Youn había interrumpido su novela en curso para ver qué ocurría.

Desde el otro extremo del callejón, una señora elegantemente vestida —el Mustang azul, desaparecido ya como por arte de magia, había volcado sus cubos de basura— se acercó temerosa. Era una mujer muy mayor y frágil, pero quería ver si los niños de las bicicletas estaban bien. Al igual que Max, la regia anciana ya había visto antes el Mustang azul en el barrio, pero nunca al conductor.

—¿Qué clase de azul? —preguntó Danny.

—No es un azul corriente —contestó la anciana dama—. Es demasiado azul.

—Es una pintura personalizada, señor Ángel, ya se lo he dicho —repitió Max.

—Estás bien, estás bien —decía Yi-Yiing una y otra vez a Joe mientras palpaba su cuerpo—. No te has dado un golpe en la cabeza, ¿verdad? —preguntó. El niño negó con un gesto. A continuación ella empezó a hacerle cosquillas, quizá para que ambos se distendieran. Esa mañana su pijama de Hong Kong era de un verde escama de pez iridiscente.

—Todo en orden, ¿no? —preguntó Youn a Danny. Probablemente la coreana divorciada quería volver a su novela.

«No, no está todo “en orden”», pensó el escritor Danny Ángel —no con el Mustang azul sin conductor suelto por ahí—, pero le sonrió (Youn también iba descalza, en camiseta y vaqueros) y sonrió también a su padre, visiblemente preocupado. El cocinero debía de haber salido desnudo al pasillo del piso de arriba sin darse cuenta de que no se había vestido, porque llevaba sólo un pantalón corto de deporte que Danny usaba para hacer footing; Danny lo había dejado colgado de la barandilla en lo alto de la escalera.

—¿Te vas a correr, pa? —preguntó Danny a su padre, y esa nueva palabra se les antojó a ambos extrañamente natural, como si una bala esquivada marcase un punto de inflexión, o un nuevo inicio, en la vida de ambos y del pequeño Joe. Y quizás así fuera.

El policía se llamaba Colby. «Agente Colby», lo llamaba el cocinero una y otra vez, en la cocina de la casa de Court Street, quizá con afectado respeto, acordándose de aquel otro policía con quien se había cruzado mucho tiempo atrás. Salvo por el mal corte de pelo, el joven policía de Iowa City no se parecía en nada a Cari. Colby tenía la tez clara, los ojos de un azul escandinavo y un bigote rubio bien recortado; se disculpó por no haber acudido antes a la llamada de Danny acerca del conductor temerario, pero esos fines de semana en que el equipo de fútbol de Iowa jugaba en casa daban mucho trabajo a la policía local. La actitud del agente era a la vez amistosa y formal: Danny sintió de inmediato simpatía por él. (El escritor no pudo dejar de observar lo observador que era el policía; Colby tenía buen ojo para los detalles más nimios, tales como los adhesivos de marcas de cerveza pegados en la nevera). El agente Colby informó a Danny y a su padre de que se habían recibido ya denuncias sobre un Mustang azul; como había dicho Max, el coche probablemente tenía una pintura personalizada, pero se advertían varias incoherencias en los distintos testimonios.

El adorno del capó era el mustang original o —según un ama de casa histérica en el aparcamiento de un supermercado cerca del cruce de Fairchild y Dodge— una versión obscena de un centauro. Otros testigos identificaron una matrícula indeterminada pero sin duda de otro estado, en tanto que un universitario motorista, a quien había sacado de la calzada en Dubuque Street, declaró que con toda seguridad el Mustang llevaba matrícula de Iowa. Como el agente Colby dijo al cocinero y a su hijo escritor, no se disponía de ninguna descripción del conductor.

—Los niños llegarán de la escuela de un momento a otro —dijo Danny al policía, que había echado una discreta ojeada a su reloj—. Puede hablar con ellos. Yo no vi nada aparte de un color azul poco común.

—¿Me permite ver la habitación de su hijo? —preguntó el agente.

Una petición curiosa, pensó Danny, pero no había motivo para oponerse. Fue sólo un momento, y Colby no hizo el menor comentario acerca de los pósters de cerveza; los tres hombres regresaron a la cocina para esperar allí a los niños. En cuanto al callejón trasero, donde el Mustang azul casi había arrollado a los pequeños en sus bicicletas, el agente Colby lo declaró seguro para la circulación en bicicleta «en circunstancias normales». Aun así, por lo visto el agente compartía la impresión general de Yi-Yiing en cuanto a los desplazamientos de niños en bicicleta por Iowa City. Era preferible que los niños fueran a pie o cogieran el autobús, y por supuesto en ningún caso debían ir en bicicleta al centro. Cada vez eran más los estudiantes al volante de vehículos, muchos de ellos recién llegados a la ciudad universitaria, por no hablar ya de los forasteros que visitaban Iowa los fines de semana cuando había grandes acontecimientos deportivos.

—Joe no va al centro en bicicleta, sólo se mueve por este barrio, y siempre se baja de la bicicleta para cruzar la calle —explicó Danny al policía, que pareció poner en duda sus palabras—. No, en serio —afirmó el escritor—. En cuanto a Max, nuestro vecino de ocho años, no estoy ya tan seguro. Creo que los padres de Max son más permisivos… en lo que se refiere a los sitios por donde Max puede ir en bicicleta.

—Aquí están —anunció el cocinero; había permanecido atento al callejón trasero para cuando apareciesen Joe y Max en sus bicicletas.

Dio la impresión de que los niños de ocho años se sorprendieron al ver en la cocina al agente Colby; como alumnos de tercero que eran, y casi como si se transmitiesen un mensaje secreto en clase, cruzaron una rápida mirada y a continuación fijaron la vista en el suelo de la cocina.

—Los niños de los camiones de cerveza —comentó Colby—. Quizá, niños, deberíais tener en cuenta que ese Mustang azul ha sido visto por toda la ciudad. —El agente centró su atención en Danny y su padre—. Son buenos chicos, pero les gusta pedir a los repartidores de cerveza adhesivos o pósters, y esas insignias que se cosen en la ropa. He visto a estos niños en los bares del centro. Yo sólo les recuerdo que no pueden entrar en los bares, y de vez en cuando debo decirles que no sigan a los camiones de cerveza de bar en bar, no en bicicleta. Las calles Clinton y Burlington son especialmente peligrosas para las bicicletas.

Joe era incapaz de mirar a su padre o a su abuelo.

—Los niños de los camiones de cerveza —repitió el cocinero.

—Tengo que irme a casa —anunció Max, y tan pronto como lo dijo, desapareció.

—Cuando veo a estos niños en el City Park —prosiguió Colby—, les digo que espero que no vayan en bicicleta por Dubuque Street. Es más seguro ir por el puente peatonal situado detrás de la asociación estudiantil, y seguir en bicicleta por el otro lado del río, donde está el Hancher Auditórium. Pero por ese camino, supongo, se tarda más en llegar al parque o al zoo, ¿no es así? —preguntó el agente Colby a Joe. El niño se limitó a asentir; sabía que lo habían pillado.

A la mañana siguiente, muy temprano, cuando Youn dormía profundamente y Yi-Yiing aún no había vuelto de su turno de noche en el Mercy Hospital, Danny entró en la habitación de Joe y observó al niño de ocho años dormido en lo que venía a ser un santuario a varias marcas de cerveza.

—Despierta —dijo a su hijo, sacudiéndolo con delicadeza.

—¿No es demasiado pronto para el colegio? —preguntó Joe.

—Puede que esta mañana faltes al colegio —contestó su padre—. Diremos que estás enfermo.

—Pero estoy bien —dijo el niño.

—Levántate y vístete, Joe. No estás bien —aseguró su padre—. Estás muerto; ya te has muerto.

Salieron de casa sin desayunar y recorrieron Muscatine Avenue. A primera hora de la mañana siempre había tráfico en Muscatine, que desembocaba en Iowa Avenue, una vía rápida dividida por una mediana cubierta de césped que separaba los dos sentidos de la marcha.

Durante los primeros años de vida de Joe, cuando Danny vivía con Katie en una casa de dos plantas de Iowa Avenue, la joven pareja se quejaba del ruido del tránsito en la calle; las residencias de la zona (en concreto, un colegio mayor femenino especialmente bullicioso, más cerca del campus y el centro) eran entonces alojamientos de nivel medio alto, fuera del campus, para alumnos de posgrado y estudiantes universitarios de clase acomodada. Pero en el otoño del 73, cuando Danny iba por Iowa Avenue con su hijo de tercero, las casas a lo largo de la calle dividida en dos y arbolada eran aún más caras; allí vivían profesores no numerarios y probablemente algún que otro titular.

—¿No vivías en esta calle con mamá? —preguntó Joe a su padre mientras caminaban en dirección al campus y el centro de la ciudad.

—Vivíamos los dos con mamá, querrás decir; sí, es aquí —contestó Danny.

En algún sitio entre las calles Johnson y Gilbert, el escritor reconoció la casa revestida de tablones grises cuya planta baja constituía el apartamento que en su día había compartido con Katie y su hijo pequeño. Desde entonces habían pintado la casa —a finales de los años sesenta los tablones eran de color amarillo claro— y quizás ahora fuese una vivienda unifamiliar.

—¿La gris? —preguntó Joe, porque su padre se había detenido en la acera delante de la casa que se alzaba más próxima al carril con dirección al centro. En ese momento el número de vehículos que giraban por Iowa procedentes de Muscatine era mayor.

—Sí, la gris —contestó Danny; estaba de espaldas a la casa y miraba hacia la avenida. Reparó en que habían embellecido los parterres de la mediana en los últimos seis años, desde que él no vivía en Iowa Avenue.

—Dice el abuelo que no te gustaba Iowa Avenue, que ni siquiera quieres pasar por delante en coche —dijo Joe a su padre.

—Es verdad, Joe —respondió Danny. Se quedaron inmóviles allí de pie, juntos, viendo pasar los coches.

—¿Qué pasa? —preguntó el niño a su padre—. ¿Estoy castigado?

—No, no estás castigado; ya estás muerto —respondió su padre. Danny señaló hacia la avenida—. Te moriste ahí, en medio de la calle. Fue en la primavera de 1967. Todavía ibas en pañales; sólo tenías dos años.

—¿Me atropello un coche? —preguntó Joe a su padre.

—Es lo que tenía que haber sucedido —contestó su padre—. Pero si de verdad te hubiese atropellado un coche, yo también habría muerto.

Desde el carril del lado opuesto de la avenida, en dirección hacia la periferia, una conductora los vería allí parados: era Yi-Yiing, de camino a Court Street procedente del Mercy Hospital. En el carril hacia el centro, un colega de Danny del Taller Literario, el poeta Marvin Bell, pasó por delante de ellos en coche y tocó la bocina. Pero ni el padre ni el hijo lo reconocieron.

Quizá Danny y Joe en realidad no estaban en la acera, de cara al tráfico; tal vez se habían retrotraído a la primavera de 1967. Al menos el escritor Daniel Baciagalupo, que por entonces no había elegido aún un nom de plume, sí se había retrotraído. A menudo, Danny tenía la sensación de que en realidad nunca había abandonado ese momento en el tiempo.

En el Avellino, Loretta llevó al escritor su primer plato sorpresa. En la categoría de «algo de Asia», el cocinero había preparado a su hijo el satay de ternera con salsa de cacahuetes de Ah Gou; la ternera se asaba ensartada en pinchos de madera. Incluía asimismo un surtido de tempura: gambas, judías verdes y espárragos. Loretta también le llevó unos palillos a Danny, pero vaciló antes de entregárselos.

—¿Los usas? Ya no me acuerdo —preguntó. (El escritor supo que mentía).

—Claro que los uso —contestó.

Loretta siguió con los palillos en la mano.

—¿Quieres saber una cosa? Pasas demasiado tiempo solo —dijo ella.

—Sí, paso demasiado tiempo solo —confirmó Danny. Los dos coqueteaban, pero nunca pasaban de ahí; sencillamente a ambos les resultaba horrible la sola idea de acostarse cuando la madre de Loretta y el padre de Danny también se acostaban juntos.

Cada vez que Danny contemplaba la posibilidad, imaginaba a Loretta diciendo: «¡Eso se parecería demasiado a ser hermanos, o algo así!».

—¿Qué escribes? —preguntó ella: mientras sostuviera los palillos, él seguiría mirándola, pensó Loretta.

—Sólo un diálogo —contestó Danny.

—¿Como el nuestro de ahora? —preguntó Loretta.

—No, es… distinto —respondió él. Loretta sabía cuándo dejaba de prestarle atención; le entregó los palillos. Por la manera en que estaba abierto el cuaderno sobre la mesa, Loretta habría podido leer el diálogo que Danny escribía, pero él parecía incómodo, y ella decidió no insistir.

—Bueno, espero que te guste la sorpresa —dijo Loretta.

El cocinero sabía que eso era lo que había pedido Danny en el Mao’s tal vez un centenar de veces.

—Dile a mi padre que ha sido la elección perfecta —comentó Danny mientras Loretta se marchaba.

Echó una mirada al dialogo que había escrito en el cuaderno. Danny quería que la frase fuese muy literal, tal y como un niño de ocho años formularía la pregunta a su padre, con mucha atención. («¿Por qué te habrías muerto tú también… si a mí me hubiera atropellado un coche de verdad?», había escrito el escritor). Dot y May, que aún esperaban sus pizzas, habían observado la escena entre Danny y Loretta. Les repateó no oír el diálogo.

—La camarera quiere tirárselo, pero hay algún problema —conjeturó Dot.

—Sí, él está más interesado en lo que escribe —dijo May.

—¿Qué está comiendo? —preguntó Dot a su vieja amiga.

—Algo pinchado en un palo —respondió May—. No parece muy apetecible.

—Tengo el presentimiento de que nos decepcionarán las pizzas —comentó Dot.

—Sí, no me extrañaría —dijo May.

—¡Míralo! —susurró Dot—. Tiene la comida delante y no puede dejar de escribir.

Pero la comida era buena; en general Danny conservaba buenos recuerdos del Mao’s, y de todos los platos que preparaban allí. El diálogo que había escrito también era bueno; quedaría bien, había decidido Danny. Sólo que ése no era el momento oportuno en la narración, y como no quería olvidar el momento exacto en que debía emplear esa frase, antes de dirigir la atención hacia el satay de ternera, el escritor se limitó a trazar un círculo en torno al diálogo e incluyó una nota al margen en el cuaderno a modo de recordatorio.

«Ahora no», escribió Danny. «Cuenta antes lo del asado de cerdo».