Desde el «complejo» del famoso escritor —como tendían a llamar a la finca los vecinos de Putney (y el padre del propio escritor)—, Hickory Ridge Road ascendía unos dos kilómetros, paralela al arroyo y cruzando alguna vez el cauce. La llamada carretera secundaria de Putney a Westminster West era de tierra, y en cierto punto, a menos de medio camino entre la finca de Danny Ángel en Putney y la casa de su mejor amigo en Westminster West, había una granja nada fea, con caballos, al final de un camino de acceso largo y empinado. Durante el buen tiempo —después de abrir su piscina en mayo y antes de darla por clausurada para el invierno cada octubre—, Danny telefoneaba a su amigo de Westminster West y le anunciaba cuándo iba a salir a correr. Eran seis u ocho kilómetros, quizá diez o doce; Danny era tan propenso al fantaseo que ya no llevaba la cuenta de la distancia que recorría.
La granja nada fea al final del largo camino de acceso, cuesta arriba, parecía focalizar las ensoñaciones del escritor, porque allí vivía una mujer mayor que él, de cabello blanco como la nieve (y el cuerpo de una bailarina de veinte años). Danny había tenido una aventura con ella hacía unos años; se llamaba Barrett. No estaba casada, ni ahora ni por aquel entonces; no había sido, pues, una relación acompañada de escándalo. Aun así, en la imaginación del escritor —una vez recorridos cuatro kilómetros más o menos—, Danny siempre prefiguraba su propio asesinato allí donde el empinado camino de acceso a la casa de la mujer confluía con la carretera. Él iría corriendo por la carretera, medio segundo después de dejar atrás el camino de acceso, y Barrett rodaría pendiente abajo en su coche, en punto muerto, con el motor apagado, de forma que cuando él oyese dispersarse la grava suelta de la carretera bajo los neumáticos, ya sería demasiado tarde para apartarse de la trayectoria del vehículo casi silencioso.
Una manera de morir espectacular para un narrador, eso había imaginado Danny: un homicidio por atropello, con el antiguo amor del famoso novelista al volante del arma del crimen.
Poco importaba que Barrett no hubiese concebido plan alguno para poner fin a la vida del escritor; habría sido una buena historia. De hecho, Barrett había tenido muchas aventuras, y (a juicio de Danny) no albergaba sentimientos homicidas hacia sus examantes; el escritor dudaba que Barrett fuera a tomarse muchas molestias por atropellar a uno solo de ellos. Vivía consagrada al cuidado de sus caballos y a mantener un físico juvenil.
Cuando en el Latchis de Brattleboro pasaban una película en apariencia interesante, Danny le proponía a menudo que fuese a verla con él, y después cenaban en el Avellino. El hecho de que Barrett, por edad, estuviese mucho más cerca del padre de Danny que de Danny le había proporcionado al cocinero un motivo para quejarse a su hijo escritor. Actualmente, Danny se veía en la necesidad de recordar con frecuencia a su padre que Barrett y él eran «sólo amigos».
Danny podía correr ocho o diez kilómetros a un ritmo de algo más de cuatro minutos por kilómetro y el último par de kilómetros lo reducía a cerca de tres minutos y medio. A sus cuarenta y un años, no había sufrido lesiones y conservaba una complexión ligera; con un metro setenta de estatura, pesaba sesenta y cinco kilos. (Su padre medía un poco menos y quizá con la cojera parecía un poco más bajo de lo que era). Como en la carretera secundaria a Westminster West se encontraba a veces con algún que otro perro agresivo, Danny corría con raquetas de squash recortadas: sólo los mangos. Si un perro lo atacaba mientras corría, Danny blandía el mango recortado ante la cara del perro hasta que el perro lo mordía. Acto seguido, con el otro mango golpeaba al perro, por lo general en el puente del hocico.
Danny no jugaba al squash. El jugador de squash era su amigo de Westminster West. Cuando Armando DeSimone rompía una raqueta, se la daba a Danny, que recortaba la pala de la raqueta y conservaba el mango. Armando se había criado en el North End más o menos una década antes de que Danny y su padre se trasladasen allí; al igual que el cocinero, Armando aún iba de forma periódica a hacer la compra en coche a su querida ciudad de Boston. Armando y Danny disfrutaban cocinándose mutuamente. Habían sido compañeros en el departamento de lengua inglesa de Windham, y cuando la universidad cerró, Armando empezó a dar clases en la Escuela de Putney. Su mujer, Mary, había sido la profesora de historia y lengua de Joe en la Academia.
Cuando Danny Ángel se hizo rico y famoso, perdió a varios de los viejos amigos que tenía, pero no a los DeSimone. Armando había leído todas las novelas de Danny Ángel en manuscrito, excepto la primera. En cinco de las seis novelas, había sido el primer lector de Danny. Uno no pierde a un amigo así.
Armando había hecho construir una pista de squash en un antiguo granero de su finca de Westminster West; había hablado de construir una piscina al lado, pero entretanto Mary y él nadaban en la piscina de Danny. Casi todas las tardes, cuando no llovía, el escritor corría hasta la casa de los DeSimone en Westminster West; luego Armando y Mary llevaban a Danny en coche a Putney, y todos nadaban en la piscina. Después de la natación, Danny les preparaba unas copas y las servía junto a la piscina.
Danny había dejado de beber hacía dieciséis años, tiempo de sobra para que no le representase ya el menor problema tener alcohol en casa o preparar copas para los amigos. Y no se le ocurriría siquiera organizar una cena y no servir vino, si bien recordaba que al principio, justo después de dejar de beber, era incapaz de acercarse a gente que estuviera consumiendo bebidas alcohólicas. En su día, en Iowa City, eso supuso un problema.
En cuanto a la segunda estancia del escritor en Iowa City, con su padre y el pequeño Joe…, en fin, fue un plácido interludio, en su mayor parte, salvo por las inoportunas reminiscencias de su etapa anterior en esa ciudad con Katie. En retrospectiva, pensaba Danny, esos últimos tres años en Iowa —a principios de los setenta, cuando Joe cursaba segundo, tercero y cuarto, y el mayor peligro al que se enfrentaba el chico era lo que pudiera ocurrirle yendo en bicicleta— se le antojaban casi felices. Por aquel entonces Iowa City era un lugar seguro.
Joe contaba siete años cuando regresó a Iowa con su padre y su abuelo, y aún tenía sólo diez cuando regresó a Vermont. Quizás esas edades eran las más seguras, imaginó el escritor mientras corría; acaso Iowa City no tuviera nada que ver.
La infancia, y cómo te moldea —más aún, cómo se revive la infancia en la vida adulta—, ése era su tema (o su obsesión), meditaba Danny Ángel fantaseando mientras corría. Desde los doce años temía por la vida de su padre; el cocinero seguía siendo un hombre perseguido. Como su padre, pero por motivos distintos, Danny se había iniciado joven en la paternidad; en realidad también había sido un padre soltero (incluso antes de abandonarlo Katie). Ahora, a los cuarenta y uno, Danny temía más por la vida del joven Joe que por la de su padre.
Tal vez no fuera sólo el gen de Katie Callahan lo que empujaba a Joe al riesgo; tampoco creía Danny que el origen del desenfreno en su hijo fuese necesariamente el espíritu libre de su abuela, aquella mujer audaz que había tentado a la suerte sobre el hielo del Twisted River a finales de un invierno. No, cuando Danny miraba al joven Joe de dieciocho años, era a sí mismo, a esa peligrosa edad, a quien veía. A partir de todo lo que habían leído (y habían malinterpretado) en las novelas de Danny Ángel, ni el cocinero ni Ketchum habrían podido entender la peligrosa configuración de las diversas balas que Danny había esquivado, no sólo en su vida con Katie, sino mucho antes de ella.
No había sido Josie DiMattia quien inició sexualmente a Danny a los quince años, antes de marcharse a Exeter; además, puede que Carmella los sorprendiera con las manos en la masa, pero no fue Josie quien se quedó embarazada. Ketchum, en efecto, había llevado a Danny a aquel orfanato de Maine con una servicial comadrona, pero fue con la DiMattia mayor, Teresa.
(Quizá Teresa había repartido tantos condones entre sus hermanas menores que había olvidado guardarse uno para sí misma). Y no fueron ni Teresa, ni Elena Calogero, la prima de Danny igualmente mayor, quienes proporcionaron a Danny su primera experiencia sexual, pese a que el chico se sentía mucho más atraído por esas muchachas mayores que por cualquier chica de su edad, incluida Josie, que era sólo un poco mayor. También una prima mayor de la familia Saetta, Giuseppina, había seducido al joven Dan, pero Giuseppina no fue la primera en seducirlo.
No señor, nada de eso: la instructiva y aleccionadora experiencia había sido a manos de la tía Filomena, la hermana menor de su madre, teniendo Danny sólo catorce años. Cuando empezaron las citas entre Filomena y su joven sobrino, ¿contaba ella veintitantos años o había cumplido ya los treinta?, se preguntaba Danny mientras se aproximaba a los tres últimos kilómetros de su recorrido.
Aún era mayo; las moscas negras eran un tormento, pero no al paso al que él corría, y que empezó a avivar. Mientras corría oía su propio corazón y el ruido que hacía al respirar, pero estas funciones aceleradas no le parecían a Danny tan sonoras o apremiantes como los latidos de su corazón o su respiración anhelante siempre que, en la adolescencia, estaba con la loca de su tía Filomena. ¿En qué estaría pensando esa mujer? Era al padre de Danny a quien adoraba, y el cocinero ni se dignaba mirarla. ¿Había supuesto acaso para Filomena premio de consolación suficiente la veneración de su sobrino (Danny no podía quitarle el ojo de encima)?
Filomena había sido la segunda mujer de los clanes Saetta y Calogero en asistir a la universidad, pero también había compartido otro honor con su hermana mayor, Rosie; a saber, cierto extravío con los hombres. Puede que Filomena estuviera en la preadolescencia —a lo sumo habría cumplido trece o catorce años— cuando mandaron a Rosie al norte. Quería a Rosie y siempre había sentido por ella una gran admiración, y al final tuvo que verla desacreditada y presentada como un mal ejemplo para las chicas más jóvenes de la familia. A Filomena la enviaron al Sagrado Corazón, un colegio católico sólo para niñas cerca de la Casa de Paul Reveré, en North Square. La habían mantenido a salvo de los chicos lo más humana y espiritualmente posible.
A medida que Ángel apretaba el paso en su largo recorrido, iba pensando que tal vez fuera ésa la causa de que su tía Filomena se interesase más en él, un chico, de lo que se interesaba aparentemente por los hombres. (Excluido el viudo de su sagrada hermana…, pero Filomena debía de saber que para ella el cocinero era una puerta cerrada, una fantasía irrealizada, mientras que Danny, que aún no se afeitaba, tenía las pestañas largas de su padre y la tez clara, casi frágil, de su madre). Y debió de causar gran impacto en Filomena que el chico, con catorce años, venerase a su tía, una mujer menuda y bonita. Según el padre de Danny, Filomena no tenía los ojos de un azul tan letal como los de Rosie, pero los ojos de su tía, y el resto de ella, eran sobradamente peligrosos para ocasionar en Danny algún daño permanente. Para empezar, gracias a Filomena, Danny perdió el interés en todas las demás chicas, es decir, hasta que conoció a Katie.
El cocinero y Ketchum, precipitadamente, habían llegado a la conclusión de que el joven Daniel vio algo de su madre en Katie. Lo que el chico quizá viese fue esa combinación de feminidad reprimida en una joven airada con una gratuita actitud autodestructiva: Katie era una versión más joven y más politizada de su tía Filomena. La diferencia entre ellas residía en que Filomena sentía mucho cariño por el chico, y sus esfuerzos sexuales para aventajar a las simples jovencitas presentes en la vida de Danny fueron un éxito absoluto. Privada de toda expresión demostrable de su sexualidad en la primera juventud, Filomena (con casi treinta años, o treinta y tantos largos) era una mujer poseída. Katie Callahan, cuando Danny la conoció, casi sentía indiferencia por el sexo; que el sexo tuviera una gran presencia en su vida no quería decir que le gustase de verdad. Para cuando Danny la conoció, Katie pensaba ya en el sexo como un medio de negociación.
Durante los años que Danny estuvo estudiando secundaria, su tía Filomena reservaba una habitación en el Exeter Inn casi todos los fines de semana. Las citas del chico en ese húmedo edificio de obra vista eran los incomparables placeres de su vida en Exeter, y una de las razones que contribuían a explicar que pasase en el North End tan pocos fines de semana. Los viernes y los sábados por la noche era cuando más trabajaban Carmella y el cocinero en el Vicino di Napoli, mientras el chico se tiraba a su juvenil tía, a menudo en una cama colonial con dosel, bajo una vaporosa gasa blanca. (Él corría, y los corredores poseen una gran resistencia). Con la considerable y licenciosa ayuda de Filomena, Danny había alcanzado una independencia adulta respecto a sus dos familias, la real y la de Exeter.
¿Cómo iba a interesarse el chico por las fiestas de Exeter, organizadas junto con diversos colegios de chicas? ¿Cómo iba a competir un abrazo casto y bajo estrecha vigilancia en la pista de baile con el contacto fogoso, en un baño de sudor, que mantenía casi semanalmente con Filomena, no sólo durante sus años en Exeter sino también durante sus dos primeros cursos universitarios en Durham?
Y todo ese tiempo las Calogero y las Saetta se compadecían de la «pobre» Filomena; por bonita que fuese, la veían como la pobre desdichada que nadie saca a bailar, la tía soltera y camino de quedarse para vestir santos. Poco sabían que durante siete ávidos años aquella mujer venía entregándose a los incesantes apetitos sexuales de un adolescente a un paso de la primera juventud. Durante esos siete años que la tía Filomena dominó la vida sexual de Danny, recuperó de sobra el tiempo perdido. La circunstancia de ser profesora del Sagrado Corazón —el mismo entorno católico y exclusivamente femenino donde Filomena había sido refrenada cuando era más joven— le proporcionaba una tapadera perfecta.
Todas esas otras Calogero, así como las Saetta, consideraban a Filomena «digna de lástima», la expresión con que su mismísimo padre la había descrito, recordó Danny mientras corría y corría. En apariencia, Filomena era la viva imagen del decoro y la represión católica, pero…, ¡ay!…, no cuando se despojaba de sus vestiduras.
«Digamos que los mantengo entretenidos durante la confesión», dijo ella a su cautivado sobrino, para quien Filomena había colocado el listón muy alto, ya que las jóvenes que vinieron detrás fueron incapaces de igualar el rendimiento erótico de su tía.
Filomena contaba entre treinta y cinco y cuarenta años —demasiado mayor para tener un hijo, en opinión de ella— cuando se planteó la cuestión de si Danny iría (o no) a Vietnam. Tal vez Filomena habría sido más feliz con la solución de Ketchum; si Danny hubiese perdido uno o dos dedos, quizás habría podido quedarse un poco más con su tía. Filomena estaba loca, pero no era tonta; sabía que no podría retener eternamente a su joven y amado Dan. Le gustó la idea de Katie Callahan más de lo que había llegado a convencerla el plan de Ketchum; al fin y al cabo, a su extraña manera, Filomena quería a su sobrino, y no conocía a Katie.
De haber conocido a aquella joven tan vulgar, acaso se hubiese decantado por el cuchillo Browning de Ketchum, pero en último extremo esa decisión no le correspondía a ella. Filomena se sentía afortunada por haber captado casi exclusivamente la atención de un joven tan vital durante los siete años que lo había tenido subyugado. Los escarceos de Danny con aquellas chicas de la familia DiMattia, o con varias de sus primas carnales, no la molestaban. Filomena sabía que Danny siempre volvería a ella, con renovado vigor. Esas torpes putillas no le llegaban a ella ni a la suela del zapato, o no al menos para el chico, que la juzgaba desde el afecto. Tampoco Katie se convertiría en una Filomena de menor edad, como quizá Danny habría deseado o como, de hecho, en su día deseó.
Filomena contaría ahora entre cincuenta y cinco y sesenta años, como el escritor sabía (apretando el paso mientras corría). Filomena no se había casado; no trabajaba ya en el Sagrado Corazón, pero aún daba clases. Aquella novela suya con el punto y coma en el título —la que todo el mundo había menospreciado (La tía soltera; o, Quedarse para vestir santos)— había recibido una sola crítica favorable, que el escritor Danny Ángel agradeció.
En su carta, Filomena escribió: «Disfruté sinceramente con tu novela, como era sin duda tu intención: una generosa dosis de homenaje con una justificada proporción de condena. Sí, me aproveché de ti, aunque sólo friese al principio. Por el hecho de que te quedases conmigo tanto tiempo me sentí orgullosa de mí misma, como ahora estoy orgullosa de ti. Y lo lamento si, por un tiempo, te impedí valorar debidamente a esas chicas inexpertas. Pero tendrías que aprender a elegir con más sensatez, querido mío, ahora que eres un poco mayor de lo que era yo cuando nos separamos».
Le había escrito esa carta hacía dos años (La tía soltera; o, Quedarse para vestir santos se había publicado en 1981). Muchas veces se había planteado volver a verla, pero ¿cómo podía visitar Danny de nuevo a Filomena sin albergar expectativas poco realistas? Un hombre de cuarenta años cumplidos, su tía soltera de entre cincuenta y cinco y sesenta años… En fin, ¿qué clase de relación podía existir entre ellos ahora?
Tampoco había aprendido a elegir con más sensatez, como Filomena le había recomendado; quizás había decidido voluntariamente no elegir a nadie en quien se adivinase el menor atisbo de permanencia. Y el escritor sabía que era demasiado mayor para considerar aún a su tía responsable de iniciarlo en el sexo cuando él era demasiado joven. Por reacio que Danny fuera a entablar una relación duradera, no podía culpar de ello a Filomena, ya no, eso desde luego.
Danny avanzaba ahora por el tramo del perro agresivo; si surgía algún problema, sería allí. Danny permanecía atento a la posible aparición del perro, que tenía un ojo distinto del otro, por el llano y estrecho camino de acceso flanqueado de vehículos abandonados —coches muertos, algunos sin neumáticos, furgonetas sin motor, una moto volcada sin manillar— cuando el enorme macho saltó de una camioneta Volkswagen sin puertas. Cruce de husky y pastor alemán, salió a la carretera a todo correr: no ladraba, no gruñía, iba a lo suyo. El sonido de las patas al golpear la tierra era el único ruido procedente del perro; ni siquiera tenía aún la respiración agitada.
Danny ya se había visto obligado antes a repeler su ataque con los mangos de las raquetas de squash, y había tenido unas palabras con el dueño, no menos agresivo, un joven de veintitantos años, posiblemente uno de esos antiguos estudiantes del Windham College que se resistían a marcharse. El individuo tenía aspecto de hippy, pero no era pacifista; tal vez fuese uno de los innumerables jóvenes instalados en Putney y alrededores que se hacían llamar «carpinteros». (En tal caso, era un carpintero que no trabajaba o estaba siempre en casa).
—¡Vigila a tu perro! —había protestado Danny en dirección al camino aquella primera vez.
—¡Vete a la mierda! ¡Corre por otro sitio! —había replicado a gritos el hippy carpintero.
Ahora estaba allí de nuevo, el perro suelto, dispuesto a morder al corredor. Danny se desvió hacia el lado derecho de la carretera e intentó dejarlo atrás, pero el husky-pastor alemán enseguida acortó distancias. Danny se detuvo más allá del camino de acceso a la casa del hippy carpintero, al otro lado de la carretera, y el perro se detuvo también y empezó a circundarlo, con la cabeza cerca del suelo, enseñando los dientes. Cuando el perro le lanzó una dentellada al muslo, Danny le hincó una de las raquetas de squash recortadas en la oreja; cuando el husky-pastor alemán agarró el mango de la raqueta con los dientes, Danny golpeó al animal con todas sus fuerzas en el puente de la nariz y entre los ojos. (Tenía un ojo del color azul claro típico del husky siberiano y el otro era un ojo marrón oscuro, más penetrante, propio de un pastor alemán). El perro dejó escapar un gañido y soltó el mango de la primera raqueta. Danny le pegó en una oreja, luego en la otra, mientras el animal retrocedía momentáneamente.
—¡Deja en paz a mi perro, hijo de puta! —exclamó el hippy carpintero. Se acercaba por el camino de acceso a su casa entre los vehículos para desguace.
—Vigila a tu perro —se limitó a responder Danny. Se había echado a correr de nuevo antes de ver al segundo perro, tan parecido al primero que Danny pensó por un momento que era el mismo. Y de pronto eran dos los perros que intentaban morderle; el segundo permanecía siempre a su espalda—. ¡Llama a tus perros! —vociferó Danny al hippy carpintero.
—Vete a la mierda. Corre por otra parte —dijo el tipo. Volvía a alejarse por el camino de acceso; le traía sin cuidado si los perros mordían a Danny o no.
Los perros pusieron todo su empeño en morderle, pero Danny consiguió hundir uno de los mangos de raqueta en la garganta del primer perro y, con un revés afortunado, alcanzó al segundo perro en la cara, justo en un ojo, cuando el perro estaba a punto de hincarle el diente en la pantorrilla. Al perro que tenía el mango de la raqueta de squash hundido en la garganta le dio un puntapié. Cuando el perro se volvió para huir, Danny le asestó un golpe detrás de una oreja; el perro se cayó pero se levantó enseguida. El segundo perro ya se escabullía. El hippy carpintero se había perdido de vista ahora que los perros retrocedían hacia su territorio en el camino de acceso.
Cuando Danny acababa de trasladarse a Windham County, había un perro agresivo en la carretera secundaria entre Dummerston y la Escuela de Putney. Avisó a la policía del estado; era una situación similar, con un perro y un dueño hostiles. Un agente de la policía del estado se presentó allí, sólo para hablar con el dueño del perro, y cuando el perro atacó al agente, éste lo mató de un tiro allí mismo, en el camino de acceso.
—¿Qué le ha dicho al dueño del perro? —preguntó Danny al agente. (Se llamaba Jimmy; a partir de ese momento se hicieron amigos).
—Le he dicho que vigilara a su perro —contestó Jimmy.
Desde entonces, Danny decía lo mismo, pero con menos autoridad que un agente de la policía del estado, obviamente. Ahora, sin más percances, siguió corriendo hasta la casa de los DeSimone, pero durante los dos o tres últimos kilómetros ya no fue lo mismo después de haber tenido que romper el ritmo alcanzado. Comentó a Armando el episodio de los dos perros y el hippy carpintero.
—Llama a tu amigo Jimmy —sugirió Armando, pero Danny explicó que con toda probabilidad el agente se vería obligado a disparar contra los dos perros.
—¿Por qué no matar sólo a uno de ellos? —propuso Armando—. Así quizás el hippy carpintero capte la idea.
—Eso suena un poco drástico —contestó Danny. Había comprendido lo que implicaba el método propuesto por Armando para matar a uno de los perros cruce de husky y pastor alemán. El perro de los DeSimone era un pastor alemán de pura raza, un macho llamado Gallo. Incluso de cachorro, Gallo sacaba el pecho y se pavoneaba, con las patas rígidas y actitud amenazadora, en presencia de otros machos, y de ahí su nombre. Pero Gallo no faroleaba. De adulto se convirtió en asesino de perros: Gallo odiaba a los demás perros machos. Al menos uno de los perros que habían atacado a Danny era macho; el escritor no estaba del todo seguro respecto al segundo, porque lo había atacado por atrás.
Armando DeSimone no era sólo lo que para Danny equivalía al único amigo «literario» en Putney; Armando era un auténtico lector, y Danny y él conversaban sobre lo que leían de un modo razonablemente constructivo. Pero había en Armando cierta tendencia innata a la confrontación, en la que Danny veía una especie de Ketchum en versión más civilizada.
Danny procuraba eludir las confrontaciones, cosa que a menudo lamentaba. La gente que buscaba discutir o pelear con el escritor tenía la impresión de que Danny nunca se defendía; luego se llevaban una sorpresa, o se sentían dolidos, cuando Danny por fin devolvía la embestida, aunque nunca hasta la tercera o cuarta provocación. Danny había observado que esa gente que adquiría la costumbre de acosarlo y hostigarlo siempre se indignaba al descubrir que el escritor se la tenía guardada.
Armando no se guardaba nada. Cuando lo atacaban, él contraatacaba, a la primera de cambio. Danny consideraba que eso era más saludable —sobre todo para un escritor—, pero él no era como Armando, ese rasgo no formaba parte de su personalidad. En el alarmante caso de los perros indisciplinados, Danny Ángel se dejó convencer sólo porque creía que el método de Armando era mejor. («Así quizás el hippy carpintero capte la idea», había argumentado Armando). Eso sólo sucedería, como debería haber sabido el escritor, si Gallo mordía al hippy carpintero. Pero Gallo no estaba orientado en esa dirección; Gallo nunca mordía a las personas.
—Sólo un perro, Armando, promételo —dijo Mary su mujer, cuando estaban todos en el coche con Gallo, de regreso a casa de Danny.
—Eso díselo a Gallo, que te lo prometa él —contestó Armando; había sido boxeador allá por los tiempos en que los centros universitarios tenían equipo de boxeo. Armando iba al volante, con Danny junto a él en el asiento delantero del Volkswagen Escarabajo. Mary, sufrida en apariencia, viajaba detrás con el pastor alemán jadeante. A menudo daba la impresión de que Mary estaba disconforme, o molesta, con la agresividad de su marido, pero Danny sabía que Armando y Mary formaban una pareja temible; en el fondo se apoyaban incondicionalmente. Quizá Mary se parecía más a Armando que el propio Armando. Danny recordó su comentario cuando despidieron a otro profesor compañero suyo, un antiguo colega de Mary en la Academia, y después de Armando en la Escuela de Putney.
«La justicia da tanto placer por lo infrecuente que es», había comentado Mary. (Ahora Danny se preguntaba si Mary sólo simulaba que desaprobaba el hecho de que su marido hubiese nombrado verdugo a Gallo). Al final, Danny Ángel (en su propio descargo) sólo podría haber aducido que él no dio su consentimiento al asesinato del perro —pese a tratarse de un perro que lo había atacado— a la ligera. Aun así, de algún modo, siempre que intervenía Armando —sobre todo en cuestiones de autoridad moral—, Danny daba su consentimiento.
—Ah, te referías a este capullo —dijo Armando cuando Danny señaló el camino de acceso lleno de coches muertos.
—¿Lo conoces? —preguntó Danny.
—¡Tú lo conoces! —contestó Armando—. Seguro que fue alumno tuyo.
—¿En Windham?
—En Windham, claro —respondió Armando.
—No lo he reconocido. Dudo mucho que haya sido alumno mío —dijo Danny a su amigo.
—¿Te acuerdas de todos tus alumnos mediocres, Danny? —preguntó Mary.
—No es más que otro hippy carpintero, o no carpintero, como quizá sea el caso —comentó Danny, pero no parecía (ni siquiera en su fuero interno) muy convencido al respecto.
—Quizá sea un escritor carpintero —aventuró Armando.
Danny no se había planteado que quizás aquel joven supiese quién era Danny Ángel. En Putney casi había tantos aspirantes a escritor como hippies que se hacían llamar carpinteros. (La animadversión, o la envidia, que uno, como escritor, encontraba en Vermont era con frecuencia propia de una mentalidad de carretera comarcal). Por lo general un perro cruce de husky y pastor alemán no es rival para un pastor alemán de pura raza, pero ellos eran dos. Aunque, claro está, quizá dos perros no eran rivales para Gallo. Danny se apeó del Volkswagen y abatió el respaldo para dejar salir a Gallo del asiento trasero. Nada más poner las patas delanteras en el suelo lo atacaron los dos perros mestizos. Danny se limitó a volver a subir al Volkswagen y observar. Gallo mató a un perro tan deprisa que ni Danny ni los DeSimone habrían podido decir con seguridad si el segundo perro era macho o hembra; se había metido a rastras debajo del Volkswagen Escarabajo, donde Gallo no podía alcanzarlo. (El pastor alemán había agarrado al primer perro por la garganta y le había roto el cuello con un par de sacudidas). Armando llamó a Gallo, y Danny dejó entrar al pastor alemán en el Escarabajo. El hippy o escritor carpintero había salido de la casa y contemplaba atónito a su perro muerto; aún no había deducido que su otro perro estaba encogido bajo el minúsculo coche.
—Vigila a tu perro —dijo Danny mientras Armando retrocedía lentamente, por encima del otro husky-pastor alemán. Se oyó sólo un golpetazo, cuando una de las ruedas delanteras pasó sobre el perro, y el correspondiente gruñido del animal. El husky-pastor alemán se levantó con movimientos rígidos y se sacudió. Era otro macho, advirtió Danny. Vio al perro acercarse a su compañero muerto y olfatear el cuerpo mientras el capullo del hippy observaba cómo salía el Escarabajo marcha atrás del camino de acceso. Pero ¿era eso a lo que se refería Mary (o Armando) al hablar de «justicia»? Tal vez habría sido preferible llamar a Jimmy pensó Danny, aun cuando al final el agente de la policía del estado hubiera matado a los dos perros. Era el dueño de los perros a quien alguien debería haber pegado un tiro, pensaba el escritor; eso habría sido mejor, como historia.
«Hay cosas de Vermont que echaré de menos si algún día tengo que marcharme», pensaba Danny Ángel; «pero sobre todo echaré de menos a Armando y Mary DeSimone». Admiraba su certidumbre.
Mientras los tres amigos nadaban en la piscina de la finca de Danny en Putney, el pastor alemán asesino de perros velaba por ellos. Gallo no nadaba, pero bebió de un gran cuenco de agua fría que le había puesto Danny mientras preparaba gin tónics para Armando y Mary. Volviendo la vista atrás, ése sería el recuerdo más nítido que guardaría Danny de Gallo: el perro jadeaba con aparente satisfacción cerca del extremo más hondo de la piscina. El gran pastor alemán adoraba a los niños pero odiaba a otros perros machos; debía de ser por algo en la historia pasada del animal, algo que ni Danny ni los DeSimone sabrían jamás.
Gallo resultaría muerto un día en una carretera secundaria, arrollado por un coche mientras perseguía ciegamente un autobús escolar. La violencia engendra violencia, como Ketchum y el cocinero sabían, como un hippy carpintero casi olvidado, con un perro muerto y otro vivo provisionalmente, quizá descubriese algún día.
Danny no lo sabía, pero había corrido por última vez siguiendo la carretera secundaria entre Putney y Westminster West. Éste era un mundo de accidentes, ¿o no? Tal vez en un mundo así lo sensato fuese no buscar demasiado la confrontación.
Sus dos maridos se habían jubilado de la serrería de Milán. Ante ellos se extendía un futuro de pequeñas reparaciones de motores y otras chapuzas. Las obesas mujeres de los trabajadores de la serrería —Dot y May, esas comadres viejas y malas— aprovechaban la menor ocasión que se les presentaba, por muchos kilómetros que tuvieran que recorrer, para abandonar el pueblo y a sus inaguantables maridos. Los hombres jubilados eran un incordio, habían descubierto las dos ancianas; Dot y May preferían su mutua compañía a la de nadie más. Ahora que los hijos menores de May (y sus nietos mayores) producían más hijos, se acogía a la excusa de que la necesitaban siempre que una u otra madre (y el nuevo niño de quien fuera) volvía a casa del hospital. Estuviera donde estuviese la casa en cuestión, ésa era una manera de marcharse de Milán. Siempre conducía Dot.
Las dos tenían sesenta y ocho años, un par más que Ketchum, a quien veían de vez en cuando; Ketchum vivía en Errol, Androscoggin arriba. El viejo maderero nunca reconocía a Dot y May, ni les habría prestado la menor atención en caso de reconocerlas, pero todo el mundo se fijaba en Ketchum; el leñador había quedado marcado por su fama de salvaje, en igual medida que la cicatriz de la frente pregonaba a las claras su violento pasado. Pero Dot había engordado otros treinta kilos, o algo así, y May otros cuarenta; tenían el pelo blanco, y esas caras ajadas por la intemperie que uno ve en el norte, y se pasaban el día comiendo, cosa habitual en los climas fríos, como si estuvieran siempre famélicas.
Habían recorrido el norte de New Hampshire por la carretera de Groveton, pasando por Stark —gran parte del camino siguieron el cauce del Ammonoosuc—, y en Lancaster atravesaron el Connecticut y entraron en Vermont. Llegaron a la 1-91 justo por debajo de St. Johnsbury y continuaron por la interestatal en dirección sur. Les quedaba un largo camino por delante, pero no tenían prisa por llegar. La hija o nieta de May había dado a luz en Springfield, Massachusetts. Si Dot y May llegaban a la hora de la cena, forzosamente tendrían que ayudar a dar de comer a un puñado de críos pequeños y recogerlo todo después. Las dos ancianas no eran tan tontas como para eso; habían decidido parar a cenar en el camino. Así disfrutarían de una buena comida a solas y llegarían a Springfield mucho después de la hora de la cena; con suerte, alguien habría fregado ya los platos y acostado a los más pequeños.
Más o menos cuando las dos comadres viejas y malas dejaban atrás Mclndoe Falls en la 1-91, el cocinero y su personal terminaban su comida de primera hora de la tarde en el Avellino. Después de haber ofrecido a su personal una buena comida, y mientras los veía recoger y prepararse para servir la cena, Tony Ángel siempre sentía nostalgia. Rememoraba los años en Iowa City, en los setenta, aquel interludio de su vida en Vermont, como lo recordaban el cocinero y su hijo.
En Iowa City, Tony Ángel había trabajado como segundo jefe de cocina en el restaurante chino de los hermanos Cheng en la Primera Avenida, que el cocinero llamaba el bulevar de las afueras de Coralville. Quizá los hermanos Cheng habrían tenido más clientela si el local se hubiese hallado más cerca del centro; era un restaurante con demasiada categoría para Coralville, y fácilmente pasaba inadvertido entre los baruchos de comida rápida y los moteles baratos de la zona, pero a los hermanos les gustaba estar cerca de la interestatal, y durante la liga de fútbol universitario del Medio Oeste, los fines de semana que un equipo de Iowa jugaba en casa, el restaurante atraía a mucha gente de fuera. Además, era demasiado caro para los estudiantes —a menos que pagaran sus padres—, y los profesores universitarios, a quienes los Cheng consideraban su clientela preferente, tenían coche y no se veían limitados a los bares y restaurantes más cercanos al núcleo del campus, en el centro.
En opinión de Tony Ángel, el nombre del restaurante de los Cheng era otra decisión comercial discutible —Mao’s habría estado más acertado entre los estudiantes víctimas del desencanto político que de cara a sus padres, o a los hinchas deportivos llegados de fuera—, pero los hermanos Cheng se hallaban totalmente inmersos en las protestas antibelicistas de la época. La opinión pública, sobre todo en una ciudad universitaria, se había vuelto contra la guerra; desde 1972 hasta 1975 hubo muchas manifestaciones delante del Viejo Capitolio, en el campus de Iowa. Debe admitirse que Mao’s habría sido más acertado en Madison o Ann Arbor. En el bulevar de las afueras de Coralville, los patriotas que pasaban por allí —a bordo de un coche o una furgoneta que se daba rápidamente a la fuga— arrojaban a veces un ladrillo o una piedra contra la ventana del restaurante.
«Un granjero guerrero», decía Ah Gou Cheng con desdén; era el hermano mayor. Ah Gou significaba, en el dialecto de Shanghai, «Hermano Grande».
Era un cocinero excelente; había estudiado cocina en el Instituto Culinario de América y se había criado trabajando en restaurantes chinos. Nacido en Queens, se había trasladado primero a Long Island y luego a Manhattan. A Iowa lo había atraído una mujer que conoció en una clase de karate, pero una vez allí lo había abandonado. Para entonces, Ah Gou estaba convencido de que el Mao’s saldría adelante en Iowa City.
Ah Gou tenía la edad justa para eludir la guerra de Vietnam pero no el ejército de Estados Unidos; había sido cocinero del ejército en Alaska. («Allí no había ningún ingrediente auténtico, aparte del pescado», explicó a Tony Ángel). Ah Gou lucía un bigote y una coleta negra a lo Fu Manchú, con un mechón teñido de naranja.
Ah Gou había aleccionado a su hermano menor sobre cómo librarse de la guerra de Vietnam. Para empezar, el hermano menor no esperó a que lo llamaran a filas; se ofreció voluntario. «Sólo di que no matarás a otros asiáticos», le había aconsejado Ah Gou. «Por lo demás, pon mucho ardor». El hermano menor había dicho que conduciría cualquier vehículo en cualquier sitio y que cocinaría para cualquiera. («¡Llévenme al frente! ¡Estoy dispuesto a conducir hasta una emboscada! ¡A cocinar bajo fuego de mortero! Lo único que no haré será matar a otros asiáticos»). Entrañaba sus riesgos, claro está; el ejército podría haberlo aceptado igualmente. Al margen de ese buen aleccionamiento, pensaba Tony Ángel, el hermano menor no necesitaba hacerse el loco: era un loco declarado. El hecho de haber librado a su hermano pequeño de la guerra de Vietnam —y de matar a otros asiáticos, o acabar muerto a manos de ellos— dejó en Ah Gou cierto resquemor.
El Mao’s servía cocina francesa clásica o una mezcla de estilos asiáticos, pero Ah Gou mantenía separados los platos asiáticos y los franceses, con unas pocas excepciones. La versión del Mao’s de las ostras Rockefeller llevaba una capa de panko, pan rallado japonés, y Ah Gou empleaba aceite de pepitas de uva y chalote al preparar la mayonesa para sus tortitas de cangrejo. (Mezclaba el cangrejo con el pan rallado japonés y estragón picado; el panko no se reblandecía en la nevera, como sucedía con otras clases de pan rallado). El problema era que estaban en Iowa. ¿De dónde iba a sacar panko Ah Gou, por no hablar ya de las ostras, el aceite de pepita de uva y los cangrejos? Ahí era donde intervenía el chiflado del hermano menor. Era un conductor nato. Xiao Dee significaba «Hermano Pequeño» en el dialecto de Shanghai; el Xiao se pronunciaba sho. Xiao Dee conducía el furgón frigorífico de los hermanos Cheng, equipado con dos unidades de congelación, hasta el Lower Manhattan, ida y vuelta, una vez por semana. Tony Ángel lo acompañaba en sus ambiciosos desplazamientos por carretera. Era un viaje de dieciséis horas desde Iow7a City hasta Chinatown, a los mercados de las calles Pell y Mott, donde compraban el cocinero y Xiao Dee.
Si una mujer de una clase de karate había atraído a Ah Gou hasta Iowa, Xaao Dee tenía a dos mujeres que lo traían de cabeza, una en Regó Park, la otra en Bethpage. Al cocinero no le importaba en absoluto con qué mujer se veía el Hermano Pequeño. Tony Ángel echaba de menos el North End, y apreciaba por igual a las pequeñas comunidades chinas de Queens y Long Island; la gente era amable con él, y tenían entre sí un trato afectuoso. (El cocinero, personalmente, habría preferido la chica de Regó Park, que se llamaba Spicy, a la de Bethpage, cuyo nombre no era capaz de recordar ni de pronunciar). Y a Tony le encantaba hacer la compra en Chinatown, pese al largo viaje de regreso a Iowa por la 1-80. En la interestatal, el cocinero sustituía a ratos al volante al Hermano Pequeño, pero en la ciudad de Nueva York dejaba el furgón en manos de Xiao Dee.
Partían de Iowa los martes por la tarde y viajaban toda la noche hasta el amanecer; salían del túnel de Holland a las calles Hudson y Canal antes de la hora punta de la mañana del miércoles. Cuando abrían los mercados, ya habían aparcado en los alrededores de las calles Pell o Mott de Chinatown. El miércoles pernoctaban en Queens, o en Long Island, y se marchaban antes de la hora punta de la mañana del jueves. Viajaban todo el día hasta llegar a Iowa City, y descargaban el género en el Mao’s pasada la hora de la cena del jueves. Los fines de semana el Mao’s estaba muy concurrido. Incluso las ostras y los mejillones y el pescado fresco de Chinatown seguían frescos la noche del viernes; con suerte, también la noche del sábado.
El cocinero nunca se había sentido más fuerte; en la época de Iowa tenía cuarenta y ocho, cuarenta y nueve y cincuenta años, pero con la carga y descarga del furgón frigorífico de Xiao Dee había desarrollado los músculos de un transportista profesional. Llevaban mucho material pesado: las cajas de cerveza Tsingtao, la cuba de agua salada con los bloques humeantes de hielo seco para los mejillones, las tinas de hielo picado para las ostras. En el camino de vuelta solían parar a cargar más hielo en una licorería de Indiana o Illinois. También llevaban en hielo las platijas, el rape, las lubinas, el salmón escocés, las vieiras, las gambas, las salchichas lap xuong y todos los cangrejos. En el camino hacia el oeste, el hielo se fundía y se oía el chapoteo dentro de las cámaras. Una de ellas olía siempre a calamares, que llevaban congelados. Era necesario envolver con papel de periódico los grandes tarros marrones de arcilla con encurtidos de Tianjin (China) o, al chocar entre sí, se agrietaban y se rompían. Colocar las anchoas secas japonesas cerca de los huevos de pato chinos en conserva equivalía a «llamar al mal tiempo», sostenía Xiao Dee.
Una vez, cuando cruzaban el puente del Mississippi, a la altura de East Moline, giraron bruscamente para esquivar un autocar que había sufrido un reventón, y todos los aromas de Asia los acompañaron hasta casa: los tarros rotos de salsa de pescado Golden Boy para el curry verde tailandés; los restos desperdigados de salsa de soja china (tofu fermentado) y el rousong de Formosa; los contornos serrados de los fragmentos de los frascos de salsa dulce de chile Thai Mae Ploy, y la pasta de curry rojo y verde. El furgón estaba inundado de aceite de sésamo y salsa de soja, pero fue sobre todo la salsa de chile con ajo de Hong Kong lo que había persistido. Los efluvios del ajo quedaron impregnados de algún modo por la duradera esencia del atún desmigado japonés y las gambas chinas secas. Las setas negras shiitake aparecieron por todas partes durante semanas.
El cocinero y Xiao Dee abandonaron la 1-80 inmediatamente al oeste de Davenport, sólo con la idea de abrir el portón trasero de la furgoneta y examinar el desparrame causado por el viraje para evitar la colisión sobre el Mississippi, pero un olor indescriptible desaconsejaba abrir el furgón hasta que llegasen al Mao’s. Algo indefinido goteaba por debajo del portón trasero.
—¿A qué huele? —preguntó Xiao Dee al cocinero. Era un líquido parduzco con espuma de cerveza: eso los dos lo veían.
—A todo —contestó Tony Ángel, se arrodilló en la acera y olfateó la ranura inferior del portón.
Se acercó un policía motorizado y les preguntó si necesitaban ayuda. El Hermano Pequeño guardaba en la guantera todos los recibos de las compras por si alguna vez la policía los paraba con la sospecha de que transportaban mercancías robadas. El cocinero explicó al policía el brusco viraje en el puente para esquivar el autocar accidentado.
—Quizá deberíamos seguir adelante e inspeccionar los daños cuando lleguemos a Iowa City —propuso Tony. Xiao Dee, recién afeitado y con cara de niño, asentía con la cabeza, sujetaba su coleta negra y brillante con una cinta rosa, obsequio de Spicy o de la otra chica en prenda de afecto.
—Huele a restaurante chino —comentó el policía motorizado al cocinero.
—Eso es precisamente —dijo Tony.
Tanto el Hermano Pequeño como el cocinero se dieron cuenta de que el agente deseaba ver el estropicio interior; ahora que se habían detenido, no les quedaba más remedio que abrir el portón trasero. Allí estaba Asia, o al menos los aromas culinarios de todo el continente: el perol de licliis en gelatina de leche de almendras, el penetrante impacto del jengibre fresco esparcido y las hojas de miso de la marca Mitoku Trading Company, que daban a las paredes y al techo del furgón un aspecto de hongo. Para colmo, un rape macabro los miraba fijamente desde un mar hediondo de salsa de soja y hielo de color marrón oscuro: un aspirante al título de Pescado Más Feo del Mundo, en el mejor de los casos.
—Santo cielo, ¿y eso qué es? —preguntó el policía motorizado.
—Un rape, la langosta de los pobres —aclaró Xiao Dee.
—¿Cómo se llama su restaurante en Iowa City? —preguntó el agente.
—Mao’s —contestó Xiao Dee con orgullo.
—¡Ah, es ése! —exclamó el agente motorizado—. Padecen ustedes el vandalismo de los conductores de paso, ¿no?
—A veces —admitió el cocinero.
—Es por la guerra —dijo Xiao Dee a la defensiva—. Los granjeros son unos fachas.
—¡Es por el nombre! —corrigió el policía—. Mao’s… ¡Cómo no van a padecer vandalismo! Estamos en el Medio Oeste, ¿es que no se dan cuenta? ¡Iowa City no es Berkeley!
De nuevo en el furgón, que olería para siempre como las calles Pell y Mott en un mal día (como cuando había huelga de recogida de basuras en el Lower Manhattan), el cocinero dijo al Hermano Pequeño:
—Al poli no le falta razón, ¿sabes? Con lo del nombre, quiero decir.
Xiao Dee estaba hiperexcitado a fuerza de caramelos de café, que llevaba en la guantera junto con los recibos y comía sin cesar mientras conducía, sólo para mantenerse en un estado de vigilia rayano en fanatismo. Si el cocinero tomaba más de dos o tres durante el viaje de dieciséis horas, tenía el corazón acelerado hasta el día siguiente —y sus tripas le iban dando señales de un inminente acceso de diarrea explosiva—, como si se hubiese tomado dos docenas de tazas de café exprés largo.
—¿Qué le pasa a este país? ¡Mao no es más que un nombre! —exclamó Xiao Dee—. ¡Hace diez años que están cortándole los huevos a este país en Vietnam! ¿Qué tiene que ver Mao con eso? ¡No es más que un nombre! —La provocativa cinta rosa prendida por Spicy (o la otra chica) en torno a su coleta se había desatado; Xiao Dee parecía una levantadora de pesas histérica al volante de todo un restaurante chino, uno en el que con toda seguridad cualquiera moriría intoxicado.
—Volvamos a casa y descarguemos el camión —propuso el cocinero con la esperanza de apaciguar al Hermano Pequeño. Tony Ángel intentaba olvidar la imagen del rape nadando en el aceite de sésamo y todo lo demás que flotaba en la parte de atrás del furgón.
Se había derramado el agua marina de la cuba; habían perdido todos los mejillones. Ese fin de semana no servirían mejillones al vapor de sake en salsa de judías negras. Tampoco habría ostras Rockefeller. (Por si eso fuera poco, cuando Xiao Dee y el cocinero llegaron a Iowa City, Ah Gou ya había troceado las espinacas y cortado el beicon para las ostras Rockefeller). La lubina se había pasado durante el camino, pero el rape podía rescatarse: aunque, de todos modos, la cola era la única parte utilizable, y Ah Gou la sirvió cortada en medallones.
El cocinero había aprendido a comprobar la frescura del salmón escocés quitándole la espina; si costaba extraerla, Ah Gou decía que el pescado era aún bastante fresco. Las salchichas lap xuong, las platijas frescas y los calamares congelados habían sobrevivido al viraje por evitar la colisión con el autocar, pero no las gambas ni las vieiras ni los cangrejos. El mascarpone preferido de Ah Gou y el parmesano estaban a salvo, pero tuvieron que tirar los demás quesos. Las esterillas de bambú, o los rollos nori —para enrollar los sushi—, habían absorbido mucho aceite de sésamo y cerveza Tsingtao. Xiao Dee daría a diario un manguerazo al furgón durante meses, pero siempre olería al amago de accidente sobre el Mississippi.
Aquella época en Iowa City le había encantado, incluidos los viajes por carretera con Xiao Dee Cheng, pensaba Tony Ángel. Todas las noches, en el menú del Avellino, había un plato o dos que el cocinero había aprendido trabajando con Ah Gou en el Mao’s. En el Avellino, el cocinero indicaba las incorporaciones francesas y asiáticas a su carta escribiendo simplemente «Algo de Asia» o «Algo de Francia», como hacía Ah Gou en el Mao’s. En los casos de emergencia, cuando todo el pescado (y las ostras y los mejillones) se había echado a perder antes de la noche del sábado, Ah Gou pedía al cocinero que preparara una pasta especial o una pizza.
«Algo de Italia», se leía entonces en la carta del Mao’s.
Los camioneros de largo recorrido que se detenían en la interestatal se quejaban invariablemente.
—¿Cómo que «Algo de Italia»? ¿Qué coño es esto? Pensaba que era un restaurante chino.
—Somos un poco de todo —les decía Xiao Dee: el Hermano Pequeño acostumbraba actuar de maitre los fines de semana, mientras el cocinero y Ah Gou trabajaban como esclavos en la cocina.
El resto del personal del Mao’s lo constituía un conjunto multicultural y muy inteligente de universitarios asiáticos, muchos de ellos originarios no de Asia, sino de Seattle y San Francisco, o de Boston, o de Nueva York. Tzu-Min, la novia relativamente nueva de Ah Gou, era una estudiante de derecho china que había empezado la carrera hacía dos o tres años en Iowa; había decidido quedarse en Iowa City (y no volver a Taiwán) por el Mao’s y Ah Gou y la facultad de derecho. Las noches de los jueves, cuando Xiao Dee aún padecía la hiperexcitación posterior a los caramelos de café, Tzu-Min lo sustituía en la función de maitre.
En el Mao’s no había radio, recordaba Tony Ángel mientras supervisaba la disposición de los cubiertos en las mesas del Avellino, que esa noche de finales de la primavera de 1983 aún no había abierto sus puertas, pero no tardaría en hacerlo. En el Mao’s, Ah Gou tenía un televisor en la cocina, causa de muchos cortes en los dedos y otros accidentes con cuchillos, ajuicio del cocinero. Pero a Ah Gou le gustaban los deportes y las noticias; a veces se televisaban los partidos de fútbol o de baloncesto de los equipos de Iowa, y así la cocina sabía por adelantado si después del partido debía esperar desanimado a la clientela o en actitud de celebración.
En esos años el equipo de lucha de Iowa rara vez perdía —y menos aún en casa—, y esos encuentros arrastraban al Mao’s a una multitud especialmente enardecida y famélica. Daniel había llevado al joven Joe a la mayoría de los enfrentamientos en casa, recordó de pronto el cocinero. Tal vez fuera el éxito del equipo de lucha de Iowa lo que despertó en Joe el deseo de luchar cuando fue al Northfield Mount Hermon; muy posiblemente la fama de Ketchum como buscabroncas de bar no había tenido nada que ver.
En su cocina del Avellino, Tony Ángel tenía un fogón Garland de ocho quemadores, con dos hornos y un gratinador; también tenía calientaplatos de vapor para sus caldos de pollo. En el Víaos, en los momentos de máxima concurrencia, podían acomodar a ochenta o noventa personas durante una noche, pero el Avellino era más pequeño. Tony rara vez daba de comer a más de treinta o cuarenta personas, cincuenta a lo sumo.
Esa noche el cocinero preparaba una reducción de vino tinto para las costillas de ternera guisadas, y tenía un caldo de pollo oscuro y otro claro en el calientaplatos de vapor. En la categoría de «Algo de Asia», servía el satay de ternera de Ah Gou con salsa de cacahuete y surtido de tempura: sólo de gambas, judías verdes y espárragos. Estaban los platos de pasta habituales —entre ellos, plumas cubiertas con calamares, aceitunas negras y piñones— y las dos pizzas que gozaban de mayor aceptación, la de pepperoni con salsa marinara y una pizza de setas a los cuatro quesos. Tenía pollo asado con romero, que se servía sobre un lecho de rácula e hinojo a la brasa, y una pierna de cordero lechal con ajo, y también un risotto de setas.
Greg, el joven segundo jefe de cocina, había asistido a una escuela culinaria de la calle Noventa y dos en Manhattan y aprendía deprisa. Tony había permitido a Greg preparar una salsa grenobloise, con mantequilla de avellana y alcaparras, para él paulará de pollo: ése era el discreto «Algo de Francia» para esa noche. Y las dos camareras preferidas de Tony estaban a mano, una madre soltera y su hija universitaria. Celeste, la madre, trabajaba para el cocinero desde 1976, y la hija, Loretta, era más madura que los habituales estudiantes de instituto de Brattleboro que contrataba como mozos de comedor, lavaplatos y camareras.
Loretta era mayor que gran parte de los alumnos de su curso; había tenido un hijo en el último año de instituto. Loretta no estaba casada y había cuidado de su hijo en la casa de su madre hasta que el niño alcanzó la edad suficiente (cuatro o cinco años) para no enloquecer a Celeste. Entonces Loretta se había matriculado en una universidad local cercana, no muy accesible, pero había conseguido agrupar todas sus clases en un horario de martes a jueves. Pasaba en su casa de Brattleboro donde seguía viviendo con su madre y su hijo, desde el jueves por la noche hasta el siguiente martes por la mañana.
Como el cocinero se acostaba con Celeste —sólo desde el año anterior, iba ya para dieciocho meses—, ese arreglo le había venido bien a Tony Ángel. Se quedaba a dormir en casa de Celeste, con Celeste y su nieto de primero de primaria, sólo dos noches por semana, una de las cuales, los miércoles, el restaurante cerraba. El cocinero regresaba a su apartamento siempre que Loretta volvía a Brattleboro. Había sido más incómodo el verano anterior, cuando Celeste se instalaba en el pequeño apartamento de Tony encima del Avellino para estancias de tres o cuatro noches sucesivas. Pelirroja, con unas pecas muy favorecedoras en el pecho, era una mujer corpulenta, aunque no tanto, ni remotamente, como Jane la Piel Roja o Carmella. Celeste había cumplido ya los cincuenta, y el cocinero le llevaba tantos años como ella le llevaba al hijo del cocinero.
En la cocina del Avellino no había entre ellos el menor asomo de jugueteo —por decisión mutua—, aunque todo el personal (incluida Loretta, por supuesto) sabía que Tony Ángel y Celeste eran pareja. Las mujeres que el cocinero había conocido en The Book Cellar se habían marchado ya, o ahora estaban casadas. Tony había dejado de hacerle a la librera la vieja broma; aquella broma inocente en que el cocinero preguntaba a la librera si conocía a alguna mujer a quien presentarle. (Ella no conocía a ninguna o no estaba dispuesta a presentársela, no con Celeste de por medio. Brattleboro era un pueblo pequeño, y allí Celeste gozaba de gran predicamento). En Iowa había sido más fácil conocer a mujeres, recordaba Tony Ángel. Debía reconocer que ahora tenía más años, y Brattleboro era un pueblo muy pequeño en comparación con Iowa City, donde Danny invitaba a su padre a todas las fiestas del Taller Literario; esas escritoras sabían pasárselo bien.
Muchas veces Danny llevaba a sus alumnos del taller a pasar la velada en el Mao’s, en especial para celebrar el Año Nuevo chino, cada enero o febrero, cuando Ah Gou ofrecía un menú de diez platos a precio fijo durante tres noches consecutivas. Poco antes del Año Nuevo chino de 1973 —era el Año del Buey, recordó el cocinero— el furgón de Xiao Dee se había averiado en Pennsylvania, y Tony Ángel y el Hermano Pequeño estuvieron a punto de no regresar a Iowa City a tiempo con la mercancía.
En 1974 —el Año del Tigre, pensó Tony—, Xiao Dee había convencido a Spicy para que los acompañara a Iowa City desde el mismísimo Queens. Por suerte Spicy era menuda; aun así, iban muy apretados en la cabina del furgón y, en algún lugar de Indiana o Illinois, Spicy dedujo que Xiao Dee se había estado viendo con una mujer en Bethpage: «Ese putón de Nassau County», la llamaba. El cocinero los había oído discutir durante el resto del camino.
Por alguna razón, pensar en Iowa City y el Mao’s había llevado a Tony Ángel a plantearse que al Avellino le faltaba ambición, pero una de las cosas que más le gustaban al cocinero de su restaurante de Brattleboro era que resultaba relativamente fácil de dirigir; los verdaderos chefs, como Ah Gou Cheng y Tony Molinari y Paul Polcari, podían considerar el Avellino poco ambicioso, pero el cocinero (a sus cincuenta y nueve años) no pretendía competir con ellos.
Un motivo de tristeza para Tony Ángel era que no estaba dispuesto a invitar a sus viejos amigos y mentores a que lo visitaran en Vermont y comiesen en el Avellino. El cocinero tenía la sensación de que su restaurante de Brattleboro no era digno de esos chefs superiores que tanto le habían enseñado, pese a que seguramente ellos se habrían sentido conmovidos y halagados al advertir sus manifiestas buenas influencias en la carta del Avellino, y con toda certeza habrían afianzado el orgullo del cocinero por tener su propio restaurante, que —aunque fuera sólo en Brattleboro— era todo un éxito local. Dado que Molinari y Polcari estaban jubilados, podían haber viajado a Vermont cuando les hubiera venido en gana: más difícil habría sido encontrar el momento para los hermanos Cheng.
Ah Gou y Xiao Dee habían regresado al este siguiendo los buenos consejos de Tzu-Min, la joven abogada china que había contraído matrimonio con el Hermano Grande: le había brindado una sólida asesoría empresarial, y nunca había vuelto a Taiwán. Connecticut estaba más cerca del Lower Manhattan, donde el Hermano Pequeño iba a comprar; no tenía sentido que los Cheng se mataran en sus esfuerzos por la autenticidad en Iowa. El primer nombre de su nuevo restaurante, Baozi, en chino significaba «envuelto». (El cocinero recordaba los dorados rollos de primavera con carne de cerdo y los baozi de cerdo guisados que Ah Gou preparaba siempre para el Año Nuevo chino. Las bolas de masa al vapor se partían en dos, como un bocadillo, y se rellenaban de paletilla de cerdo estofada, desmenuzada y mezclada con polvo de cinco especias). Pero Tzu-Min era quien tenía la visión de negocio en la familia Cheng; cambió el nombre del restaurante y le puso Lemongrass, «limoncillo», que era más comercial y comprensible en Connecticut.
«Algún día», pensó Tony Ángel, «quizá Daniel y yo podamos ir en coche a Connecticut y comer en el Lemongrass; podríamos pasar la noche en algún sitio cercano». El cocinero añoraba a Ah Gou y Xiao Dee, y les deseaba lo mejor.
—¿Qué te pasa, Tony? —preguntó Celeste. (El cocinero estaba llorando, aunque no se había dado cuenta).
—No me pasa nada. Celeste. De hecho, soy muy feliz —afirmó Tony. Le sonrió y se inclinó sobre su reducción de vino tinto, degustando el aroma. Había escaldado una ramita de romero fresco en agua hirviendo, sólo para extraer el aceite antes de echar el romero al vino tinto.
—Ya, pero es que estás llorando —dijo Celeste.
—Los recuerdos, supongo —contestó el cocinero. Greg, el segundo jefe de cocina, también lo observaba. Loretta entró en la cocina procedente del comedor.
—¿Vamos a abrir las puertas esta noche o tendrán que echarlas abajo los clientes? —preguntó al cocinero.
—Ah, ¿ya es la hora? —dijo Tony Ángel. Debía de haberse dejado el reloj en el dormitorio, donde no había terminado de leer aún las galeradas de Al este de Bangor.
—¿Por qué llora? —preguntó Loretta a su madre.
—Eso mismo querría saber yo —respondió Celeste—. Los recuerdos, supongo.
—Serán buenos, ¿no? —dijo Loretta al cocinero: alcanzó un paño limpio del estante y le enjugó la mejilla. Incluso el lavaplatos y el mozo de comedor, dos chicos del instituto de Brattleboro, observaban a Tony Ángel con preocupación.
El cocinero y su segundo jefe de cocina no eran muy rígidos a la hora de repartirse sus respectivas tareas, aunque normalmente Greg se ocupaba de la parrilla, la plancha y el gratinador, en tanto que Tony se ocupaba de las salsas.
—¿Quieres que esta noche sea yo el salsero, jefe? —preguntó Greg al cocinero.
—Estoy bien —contestó Tony a todos ellos, negando con la cabeza—. ¿Vosotros nunca tenéis recuerdos?
—Ah, me olvidaba: ha llamado Danny —informó Loretta al cocinero—. Vendrá esta noche.
—Sí, parece que Danny ha tenido un día de lo más emocionante… para un escritor —dijo Celeste a Tony—. Lo han atacado dos perros. Gallo ha matado a uno. Quería una mesa a la hora de siempre, pero sólo para uno. Ha dicho que a Barrett no le haría ninguna gracia la historia del perro. Ha dicho: «Dile a pa que lo veré dentro de un rato».
Eso de «pa» tenía su origen en Iowa City: al cocinero le gustaba.
Barrett era oriunda de Inglaterra; pese a que vivía en Estados Unidos desde hacía muchos años, a Tony Ángel su acento británico se le antojaba más marcado cada vez que lo oía. En Estados Unidos el acento británico impresionaba más de la cuenta, pensaba el cocinero. Quizás ante el acento británico muchos norteamericanos se sentían incultos.
Tony sabía qué había querido decir su hijo con eso de que a Barrett no le haría ninguna gracia la historia del perro. Aunque a Danny ya le habían mordido varios perros cuando salía a correr, Barrett era una de esas amantes de los animales que siempre se ponía del lado del perro. (No había perros «malos», sino sólo malos dueños de perros; la Policía del Estado de Vermont no debería disparar contra el perro de nadie bajo ninguna circunstancia; si Danny no corriera con los mangos de las raquetas de squash, quizá los perros no intentarían morderlo, y así de forma sucesiva). Pero el cocinero sabía que su hijo corría con los mangos de las raquetas precisamente porque lo habían mordido cuando corría sin ellos; había necesitado puntos de sutura dos veces, pero la vacuna antirrábica sólo una.
Tony Ángel se alegraba de que su lujo no fuese a cenar con Barrett. Al cocinero le molestaba que Daniel se hubiese acostado con una mujer casi tan mayor como su propio padre. Pero a Tony le molestaba aún más la pose inglesa de Barrett y su convicción de que no existían los perros malos. En fin, ¿acaso no debía esperarse un amor indiscriminado a los perros de una persona aficionada a los caballos?, se preguntó el cocinero.
Tony Ángel empleaba una antigua estufa de leña Stanley traída de Irlanda para sus pizzas; sabía cómo mantener el horno a trescientos grados sin que hiciera demasiado calor en el resto de la cocina, pero había tardado dos años en descubrirlo. Estaba rellenando la Stanley de leña cuando oyó a Loretta abrir la puerta de la entrada e invitar a los primeros clientes a pasar al comedor.
—Ha habido otra llamada —dijo Greg al cocinero.
Tony esperaba que Daniel no hubiera cambiado de idea en cuanto a ir a cenar, o que su hijo no hubiese decidido llevar a Barrett, pero el otro mensaje era de Ketchum.
El viejo maderero le había hablado largo y tendido a Greg sobre el milagroso invento del fax. A saber cuánto tiempo hacía que se había inventado el fax, pensó el cocinero, pero no era la primera vez que oía decir a Ketchum que quería uno. Danny había estado en Nueva York y había visto funcionar un fax rudimentario en el departamento de producción de su editorial; en opinión de Daniel, recordó su padre, era un aparato voluminoso que producía papeles untuosos con el texto casi ilegible, pero eso no disuadió a Ketchum. El leñador antes analfabeto quería que Danny y su padre tuviesen faxes. Entonces Ketchum conseguiría uno, y así podrían ponerse todos en contacto al instante.
«Dios santo», pensaba el cocinero, «no pararían de llegar faxes; tendré que comprar toneladas de papel. Y se acabarán las mañanas plácidas». Le encantaba el café de la mañana y su vista preferida del Connecticut. (Al igual que el cocinero, Ketchum era madrugador). Tony Ángel nunca había visto dónde vivía Ketchum en Errol, pero se imaginaba algo propio de los tiempos de los wanigans, una caravana tal vez, o varias. Antes casas rodantes, pero ya no, o una camioneta Volkswagen con una estufa de leña dentro, y sin ruedas. La circunstancia de que Ketchum (a sus sesenta y seis años) hubiese aprendido a leer en fecha reciente pero quisiera ahora un fax se le antojaba inconcebible. Hacía poco Ketchum no tenía siquiera teléfono.
El cocinero sabía por qué había llorado, y no tenía nada que ver con sus «recuerdos». En cuanto se le ocurrió la idea de viajar con su hijo para ver a los Cheng en su restaurante de Connecticut, Tony Ángel supo que Daniel nunca encontraría el momento. El escritor era un adicto al trabajo; en opinión del cocinero, una especie de logorrea se había adueñado de su hijo. A Tony, el hecho de que Daniel fuese a cenar solo al Avellino le parecía bien, pero el hecho de que su hijo estuviese solo (y probablemente siguiese siempre así) provocaba el llanto del cocinero. Si su nieto, Joe, le preocupaba —debido a todos los peligros obvios a los que un muchacho de dieciocho años sólo con suerte podía escapar—, por su hijo, Daniel, sentía lástima, ya que lo veía como un espíritu melancólico, víctima de una soledad terminal. «Es incluso más melancólico y solitario que yo», pensaba Tony Ángel.
—Mesa para cuatro —decía Loretta a Greg, el segundo jefe de cocina—. Una pizza de setas, una pepperoni —pidió al cocinero.
Celeste entró en la cocina desde el comedor.
—Danny ha llegado, solo —dijo a Tony.
—Una de plumas con calamares —prosiguió Loretta, recitando.
Cuando el restaurante no daba abasto, dejaba las comandas a los dos cocineros por escrito, pero cuando no había casi nadie en el Avellino, Loretta parecía deleitarse en la teatralidad de una presentación a viva voz.
—¿En la mesa para cuatro no quieren primeros platos? —preguntó Greg.
—Quieren todos la ensalada de rácula con virutas de parmesano —añadió Loretta—. Y esto te va a encantar. —Hizo una pausa para causar mayor efecto—. Un paulará de pollo, pero sin alcaparras.
—Por Dios —dijo Greg—. En una salsa grenobloise las alcaparras lo son todo.
—Dale a ese fulano la reducción de vino tinto con romero: sirve tanto para el pollo como para la ternera guisada —sugirió Tony Ángel.
—El pollo quedará morado, Tony —protestó el segundo jefe de cocina.
—Vaya un purista estás tú hecho, Greg —reprochó el cocinero—. Pues dale a ese individuo el paulará con un poco de aceite de oliva y limón.
—Danny dice que lo sorprendas —comunicó Celeste a Tony. Observaba detenidamente al cocinero. También lo había visto llorar dormido.
—Bien, será divertido —dijo el cocinero. («Por fin una sonrisa, aunque sea pequeña», pensó Celeste).
May era una pasajera locuaz. Mientras Dot conducía —meneando la cabeza, pero por lo general no al ritmo de la basura que sonase por la radio en ese momento—, May leía casi todos los indicadores de carretera en voz alta, como a veces hacen los niños que han aprendido a leer recientemente.
—Beilows Falls —había anunciado May al dejar atrás esa salida de la 1-91, hacía quizás un cuarto de hora o más—. ¿A quién se le ocurre vivir en Beilows Falls?
—¿Tú has estado? —preguntó Dot a su vieja amiga.
—No. Es sólo que el nombre en sí no atrae —explicó May.
—Parece que va acercándose la hora de la cena, ¿no crees? —preguntó Dot.
—Yo podría comer alguna cosilla —admitió May.
—¿Como qué? —preguntó Dot.
—Ah, sólo medio oso o una vaca entera, supongo —dijo May, y soltó una carcajada. Dot se carcajeó con ella.
—Yo incluso me conformaría con media vaca, supongo —propuso Dot, ya más seriamente.
—Putney —leyó May en voz alta al pasar junto al indicador de la salida.
—¿Qué clase de nombre será ése? ¿Tú qué crees? No suena indio —comentó Dot.
—No. Indio no —convino May. Se acercaban las tres salidas de Brattleboro.
—¿Qué tal una pizza? —sugirió Dot.
—Brat-el-ba-rrou —enunció May, rayando la perfección.
—Ése, desde luego, no es un nombre indio —declaró Dot, y las dos ancianas se carcajearon un poco más.
—En Brattleboro tiene que haber una pizzería, ¿no te parece? —preguntó May a su amiga.
—Echemos un vistazo —dijo Dot. Se desvió por la segunda salida a Brattleboro, que la llevó a Main Street.
—The Book Cellar —leyó May en voz alta mientras circulaban despacio frente a la librería, a su derecha.
Cuando llegaron al siguiente semáforo, y el tramo empinado de la cuesta, vieron la marquesina del cine Latchis. Ponían una par de películas del año anterior: una sesión doble con Sylvester Stallone como protagonista, Rocky III y Rambo.
—Yo las he visto —anunció Dot con orgullo.
—Las viste conmigo —le recordó May.
Las dos se distrajeron fácilmente con la marquesina del Latchis, y Dot iba conduciendo; Dot no podía conducir y mirar a ambos lados de la calle al mismo tiempo. De no haber sido por May, su famélica acompañante y lectora compulsiva de letreros, acaso hubieran pasado de largo ante el Avellino. La palabra «Avellino» tenía su miga para May; se trabucó con ella pero logró decir: «Cocina italiana».
—¿Dónde? —preguntó Dot; ya se habían pasado.
—Ahí atrás. Aparca donde puedas —indicó May a su amiga—. Decía «italiana», lo sé.
Para cuando Dot consiguió desplegar sus aptitudes para la conducción, ya estaban en el aparcamiento del supermercado.
—Ahora tendremos que ir a pata —anunció a May.
A Dot no le apetecía «ir a pata»; tenía un juanete que la estaba matando y, por culpa de eso, renqueaba, cosa que a May le recordaba la cojera del Coci, de modo que últimamente el Coci les rondaba a las dos comadres viejas y malas por la cabeza. (Además, la conversación acerca de los nombres indios en el coche podría haberlas inducido a rememorar sus tiempos ya lejanos en Twisted River).
—Yo andaría un kilómetro por una pizza, o dos —dijo May a su vieja amiga.
—Al menos por una de las pizzas del Coci —añadió Dot, y eso las decidió.
—¡No me dirás que no estaban ricas! —exclamó May. Con su balanceo, ya habían llegado hasta el Latchis, en la acera contraria, y casi perdieron la vida al cruzar Main Street a tontas y a locas. (Tal vez en Milán fueran más tolerantes con los peatones que en Brattleboro). Tanto Dot como May hicieron un corte de mangas al conductor que había estado a punto de arrollarlas.
—¿Qué era aquello que quería echarle el Coci a la masa de la pizza? —preguntó Dot a May.
—¡Miel! —contestó May, y las dos soltaron una carcajada—. Pero al final cambió de idea —recordó May.
—Me pregunto cuál sería su ingrediente secreto —dijo Dot.
—Quizá no lo tenía —contestó May con un gesto de indiferencia. Se habían detenido delante de la vidriera del Avellino, donde May, con Dios y ayuda, articuló en voz alta el nombre del restaurante.
—Desde luego suena a italiano auténtico —decidió Dot. Las dos leyeron la carta colgada del cristal de la vidriera—. Dos clases de pizza —observó.
—Yo sigo fiel a la de pepperoni —declaró May a su amiga—. Puedes morirte si comes setas.
—Lo bueno del Coci era que hacía las bases muy finas y podías comer mucha más pizza sin llenarte —recordaba Dot.
Dentro, una familia de cuatro acababa de cenar; Dot y May vieron que los dos niños habían pedido pizza. Había un hombre atractivo, cuarentón, solo en una mesa cercana a las puertas de vaivén de la cocina. Escribía en un cuaderno, la clase de cuaderno de papel pautado que usan los estudiantes. Las ancianas no reconocieron a Danny, lógicamente. Contaba doce años cuando lo vieron por última vez, y ahora tenía dos lustros más que su padre cuando Dot y May vieron al cocinero por última vez.
Danny había alzado la vista al entrar las ancianas, pero había vuelto a concentrar la atención de inmediato en lo que estaba escribiendo. Posiblemente ni siquiera se habría acordado de cómo eran Dot y May en 1954; veintinueve años después, Danny no tenía la más remota idea de quiénes eran aquellas dos comadres viejas y malas.
—¿Mesa para dos, señoras? —les preguntó Celeste. (A Dot y May siempre les hacía gracia cuando alguien las consideraba «señoras»). Les asignaron una mesa junto a la vidriera, bajo la vieja fotografía en blanco y negro del ya lejano atasco de troncos en Brattleboro.
—Antes conducían troncos por el Connecticut —explicó Dot a May.
—Esto, en su día, debió de ser un pueblo maderero —comentó May—. Serrerías, papel, quizá; también industria textil, supongo.
—Aquí hay un manicomio, según tengo entendido —dijo Dot a su amiga. Cuando se acercó la camarera para servirles agua, Dot se lo preguntó a Celeste—. ¿Todavía hay aquí una loquería?
—Se llama «retiro» —explicó Celeste.
—¡Una puta palabreja para no llamar a las cosas por su nombre! —exclamó May.
Dot y ella se carcajeaban de nuevo cuando Celeste fue a buscarles la carta. (Al llevar el agua a las viejecitas se había olvidado de las cartas. Celeste seguía distraída por el llanto del cocinero). Entró una pareja joven, y Dot y May observaron a una camarera más joven —la hija de Celeste, Loretta— mientras los acompañaba a su mesa. Cuando Celeste volvió con las cartas, Dot dijo:
—Pizza pepperoni para las dos. —(May y ella ya habían echado un vistazo a la carta en la vidriera).
—¿Una para cada una o una para compartir? —preguntó Celeste. (A Celeste le bastaba con mirar a aquellas dos para conocer la respuesta).
—Una para cada una —contestó May.
—¿Les apetece una ensalada, o un primer plato? —preguntó Celeste a las ancianas.
—No. Me reservo para la tarta de manzana —respondió May.
—Creo que yo tomaré el cobrar de arándanos —dijo Dot.
Las dos pidieron Coca-Cola, «la auténtica», hizo hincapié May al dirigirse a Celeste. Para el trecho de camino que aún tenían por delante, por no hablar ya de la patulea de niños y nietos, Dot y May necesitaban tanta cafeína y azúcar como pudieran echarse al cuerpo.
—Como mis hijos y nietos sigan teniendo hijos —comentó May a Dot—, tendrás que ingresarme en el retiro ese, puedes creerme.
—Ya vendré a verte —dijo su amiga Dot. Y añadió:
—Si la pizza vale la pena.
En la cocina del Avellino, el cocinero quizás había oído las carcajadas de las ancianas.
—Dos pizzas pepperoni —informó Celeste—. Dos probables clientas para la tarta y el cobrar.
—¿Quiénes son? —preguntó el cocinero; normalmente no mostraba tanta curiosidad—. ¿Son de por aquí?
—Son un par de comadres viejas y malas, si quieres que te diga la verdad… De aquí o de donde sea —contestó Celeste.
Estaba a punto de empezar el partido de los Red Son por la radio. El equipo de Boston jugaba en casa, en el Fenda Park, pero Greg estaba escuchando en otra emisora un programa de música sentimental titulado Melodías de ayer. El cocinero en realidad no había prestado atención, pero el disco elegido ese día era la grabación de 1967 de Surrealista Pulo, el viejo álbum de Jefferson Aeroplano.
Cuando Tony Ángel reconoció la voz de Grace Clic cantando Somebody to Love, se dirigió con una brusquedad impropia de él al segundo jefe de cocina.
—Es la hora del partido, Greg —dijo el cocinero.
—Déjame oír sólo… —empezó a decir el segundo jefe de cocina, pero Tony cambió en el acto de emisora. (Todos habían percibido la impaciencia en el tono de su voz y visto el ademán iracundo con que había alargado el brazo hacia la radio). Lo único que pudo decir el cocinero en su defensa fue:
—Esa canción no me gusta.
Encogiéndose de hombros, Celeste dijo a todos:
—Los recuerdos, imagino.
A sólo un fino tabique y una puerta doble de vaivén de distancia había otros dos viejos recuerdos. Por desgracia, el cocinero no se quitaría de encima a Dot y May con la misma facilidad con que había interrumpido la canción en la radio.