El edificio era viejo y estaba muy deteriorado por la cercanía del río Connecticut. Algunos de los apartamentos también habían sufrido considerables deterioros, pero no exclusivamente a causa del río; en los años sesenta, un par de chicos del Windham College habían destrozado uno de ellos. En su día baratos, los apartamentos eran ahora un poco más caros. Habían depurado las aguas del Connecticut, y el pueblo de Brattleboro había ganado con el cambio. El apartamento del cocinero en el piso de arriba se hallaba en la parte de atrás del viejo edificio de Main Street y daba al río. Casi todas las mañanas, Dominic bajaba al restaurante vacío y la cocina desierta para prepararse un expreso; la cocina, también en la parte de atrás, ofrecía una buena vista del río.
En el lado de Main Street, los bajos del deslucido edificio siempre habían alojado un comercio o un restaurante de un tipo u otro, y en la otra acera, junto a una tienda de excedentes de ropa militar, estaba el cine del pueblo, conocido como el Latchis.
Si uno bajaba por Main Street y dejaba atrás el Latchis, llegaba a Canal Street y el mercado donde el cocinero hacía casi todas sus compras. Desde allí, saliendo del pueblo, se accedía al hospital y a unas galerías comerciales, y si continuabas por la Interestatal 91, te encontrabas con unas cuantas gasolineras y los habituales establecimientos de comida rápida.
Si uno se dirigía hacia el norte por Main Street, cuesta arriba, llegaba a The Book Cellar, una librería más que aceptable, donde el ya famoso autor Danny Ángel había llevado a cabo una lectura o dos y no pocas firmas de libros. El cocinero había conocido a un par de sus amigas de Vermont en The Book Cellar, donde Dominic del Popólo, nacido Baciagalupo, era para todos el señor Ángel, padre del célebre novelista y dueño y cocinero del mejor restaurante italiano de los alrededores.
Después de decidirse Daniel por ese nom de plume, Dominic también tuvo que cambiarse el apellido.
—Joder. los dos debéis llamaros Ángel, digo yo… Espero que al menos eso esté claro —había dicho Ketchum—. De tal palo, tal astilla, y todo lo que eso conlleva. —Pero Ketchum había insistido en que el cocinero se deshiciera también del «Dominic».
—¿Y qué tal Tony? —había sugerido Danny a su padre. Era el Cuatro de Julio de 1967, y Ketchum casi había incendiado la granja de Putney con su espectáculo de fuegos artificiales; el pequeño Joe siguió chillando durante cinco minutos después de estallar los últimos petardos.
El nombre «Tony» seguía sonando a italiano pero tenía un agradable aire anónimo, pensaba Danny, en tanto que a Dominic le gustaba el nombre por el afecto que le inspiraba Tony Molinari; cuando hacía sólo unas noches que se había marchado de Boston, el cocinero ya sabía lo mucho que echaría de menos a Molinari. Tony Ángel, previamente Dominic del Popólo, previamente Baciagalupo, también echaría de menos a Paul Polcari, y no tendría peor opinión de Paul cuando se enterase de lo ocurrido en agosto de ese mismo verano.
Tony Ángel echaría la culpa a Ketchum, no a Paul Polcari, por la desafortunada circunstancia de que el vaquero saliera vivo del Vicino di Napoli. El pobre Paul jamás habría sido capaz de apretar el gatillo. La culpa la tenía Ketchum, a juicio del cocinero. Porque Ketchum había dicho a todos que daba igual quién de ellos estuviera al fondo de la cocina con la escopeta. ¡Por favor! ¡Un entendido en armas como Ketchum debería haber sabido que sí importaba quién apuntara el arma y apretara (o no) el gatillo! Tony nunca se lo echaría en cara a Paul, hombre tierno y afable.
—Siempre echas la culpa a Ketchum, por todo —reprocharía Danny a su padre más de una vez, pero así eran las cosas.
Si se hubiese apostado Molinari al fondo de la cocina, Dominic del Popólo habría recuperado el nombre de Dominic Baciagalupo y habría regresado a Boston, con Carmella. El cocinero nunca se habría convertido en Tony Ángel. Y el escritor Danny Ángel, cuya cuarta novela fue su primer gran éxito —ahora, en 1983, su quinta novela se había traducido ya a más de treinta lenguas extranjeras—, habría vuelto a llamarse, como era su más profundo deseo, Daniel Baciagalupo.
—¡Maldita sea, Ketchum! —había dicho el cocinero a su viejo amigo—. Si hubiese estado Carmella al fondo de la cocina con tu bendita Ithaca, habría disparado a Cari dos veces mientras él la miraba todavía con los ojos entornados. Si el idiota del mozo hubiese estado allí al fondo, te juro que habría apretado el gatillo.
—Lo siento, Coci. Eran amigos tuyos, yo no los conocía. Tenías que haberme avisado de que había uno no apto para disparar, un puto pacifista.
—Dejaos ya de reproches —decía Danny una y otra vez.
A fin de cuentas, hacía ya dieciséis años —o los haría ese mes de agosto— que Paul Polcari había sido incapaz de apretar el gatillo de la escopeta monotiro, calibre veinte, de Ketchum. Todo había salido bien, ¿o no?, pensaba el cocinero mientras, de pie ante la ventana de su cocina, tomaba el expreso y veía correr las aguas del río Connecticut.
En su día se habían conducido troncos por el Connecticut. En el comedor del restaurante, que daba a Main Street y a la marquesina con el nombre de la película que en ese momento estuviese en cartel en el cine Latchis, el cocinero tenía colgada, en un marco, una enorme fotografía en blanco y negro de un atasco de troncos en Brattleboro. Era una foto de hacía muchos años, claro está: ni en Vermont ni en New Hampshire existía ya el transporte fluvial de madera.
El acarreo de maderadas había durado más en Maine, y por eso Ketchum había trabajado tanto en Maine en las décadas de los sesenta y los setenta. Pero la última maderada de Maine databa de 1976, conducida desde el lago Moosehead por el río Kennebec. Ketchum había estado metido de lleno, por supuesto. Había telefoneado al cocinero a cobro revertido desde un bar de Bath, en Maine, no lejos de la desembocadura del Kennebec.
—Hago lo que puedo por apartarme de un capullo que trabaja en unos astilleros; viene tentándome la paciencia y a este paso acabaré ocasionándole algún daño físico —empezó a contarle Ketchum.
—Tú recuerda que no eres de ese estado, Ketchum. Las autoridades locales se pondrán del lado del trabajador de los astilleros.
—Dios mío, Coci, ¿tú sabes cuál es el coste de trasladar troncos por el agua? Llevarlos desde el punto de tala hasta el aserradero, quiero decir. ¡Pues unos quince centavos la cuerda! Eso cuesta una maderada.
El cocinero ya había oído ese razonamiento demasiadas veces. Podría colgar, pensó Tony Ángel, pero siguió al aparato, tal vez porque le daba lástima el trabajador de los astilleros.
—¡Cuesta seis o siete dólares la cuerda transportar por tierra los troncos hasta el aserradero! —vociferó Ketchum—. ¡Para empezar, en el norte de Nueva Inglaterra la mayoría de las carreteras son una mierda, y ahora sólo circularán camioneros, los capullos ésos! Y tú dices que éste es un mundo de accidentes, Coci… ¡Pues imagínate un camión de troncos sobrecargado volcando y aplastando un coche lleno de esquiadores!
Ketchum tenía razón; se habían producido accidentes atroces en los cuales habían estado implicados camiones madereros. En el norte de Nueva Inglaterra, antes se podía conducir por cualquier sitio; según Ketchum, sólo podía matarte un alce o un conductor borracho. Ahora los camiones circulaban por las carreteras grandes y pequeñas; había camioneros por todas partes, los muy capullos.
—¡Vaya país de capullos, éste! —había bramado Ketchum por teléfono—. ¡Siempre encuentran la manera de encarecer lo que es barato, y eliminar de paso un montón de puestos de trabajo!
La conversación se interrumpió de repente. En aquel bar de Bath se elevó el confuso barullo de la discordia; siguió un violento altercado. Sin duda, alguien en el bar, muy probablemente el antedicho capullo, el empleado de unos astilleros, había protestado al oír las difamaciones de Ketchum contra todo el país. («Un capullo de patriota», como describiría Ketchum más tarde a aquel tipo). Al cocinero le gustaba escuchar la radio cuando empezaba a preparar la masa de la pizza por la mañana. Nunzi le había enseñado a dejar que la masa de la pizza subiera dos veces; quizá fuera una costumbre tonta, pero él la había conservado. Paul Polcari, un magnífico pizzero, había dicho a Tony Ángel que era mejor dejarla subir dos veces, pero la segunda no era absolutamente imprescindible. En la cocina del pabellón de Twisted River, la masa de la pizza del cocinero no incluía un ingrediente que ahora consideraba esencial.
Tiempo atrás había comentado a las gordas esposas de los trabajadores de la serrería —Dot y May, aquellas dos comadres viejas y malas— que a sus bases de pizza no les vendría mal un sabor un poco más dulce. Dot (aquella que mediante ardides lo había inducido a toquetearla) dijo:
—Tú desvarías, Coci. Haces la mejor base de pizza que he comido en la vida.
—Puede que necesite miel —había contestado el entonces Dominic Baciagalupo. Pero resultó que se le había acabado la miel; optó por agregar, pues, un poco de sirope de arce. No fue buena idea: sabía demasiado a sirope. Luego se olvidó de la idea de la miel hasta que un día May se la recordó. Embistiéndolo aposta con su enorme cadera, le entregó el tarro de miel.
El cocinero nunca había perdonado a May el comentario sobre Jane la Piel Roja: cuando dijo que él prefería a las mujeres con «la piel más roja» que Dot y ella.
—Toma, Coci —había dicho May—: miel para la masa de la pizza.
—He cambiado de idea —contestó él, pero si no probó entonces a echar miel a la masa fue únicamente por no darle la satisfacción a May.
Fue en la cocina del Vicino di Napoli donde Paul Polcari enseñó a Tony Ángel su receta para la masa de la pizza. Además de harina y agua, y levadura, Nunzi siempre añadía a la masa un poco de aceite de oliva, no más de una o dos cucharadas soperas por pizza. Paul había enseñado al cocinero a agregar una cantidad de miel casi equivalente a la de aceite. El aceite daba a la masa una textura sedosa; podía cocerse la base muy fina, sin que quedara reseca y quebradiza. La miel —como el propio cocinero casi había descubierto allá en Twisted River— confería cierto dulzor a la base, pero el sabor de la miel no llegaba a notarse.
Tony Ángel rara vez empezaba a preparar la masa de la pizza sin acordarse de que había estado a punto de inventar la incorporación de la miel a su receta. El cocinero no pensaba en la enorme Dot, ni en May, aún más enorme, desde hacía años. La mañana que pensó en ellas en su cocina de Brattleboro él ya había cumplido los cincuenta y nueve. ¿Qué edad tendrían ahora esas dos viejas brujas?, se preguntó Tony Ángel. Sin duda pasaban ya de los sesenta. Recordó que May tenía un regimiento de nietos, algunos de la misma edad que los hijos de su segundo matrimonio.
De pronto la radio distrajo a Tony de sus pensamientos; echaba de menos lo que consideraba el «Dominic» que llevaba dentro, y la radio le recordó todo lo que echaba de menos. En Boston tanto la emisora que escuchaban en el Vicino di Napoli como la propia música eran mejores. La música de los cincuenta era espantosa, pensaba el cocinero, y de pronto pasó a ser buenísima en los sesenta y los setenta; ahora rayaba otra vez en lo horrendo. Le gustaba George Strait —Amarillo by Morning y Yon Look So Good in Love—, pero ese día en concreto habían puesto dos canciones seguidas de Michael Jackson (Billie Jean y Beat It). Tony Ángel detestaba a Michael Jackson. En opinión del cocinero, Paul McCartney se había rebajado al colaborar con Jackson en The Girl Is Mine, que también habían puesto esa misma mañana. En ese momento sonaba por la radio Duran Duran: Hungry Like the Wolf.
Ciertamente la música era mejor durante su época en Boston, allá por los años sesenta. Hasta el viejo Joe Polcari tarareaba las canciones de Bob Dylan. Paul Polcari tamborileaba en la olla de pasta al son de (I Can’t Get No). Satisfaction, y además de los Rolling Stones y todo Dylan, estaban Simón y Garfunkel y los Beatles. Tony se imaginó que aún oía cantar a Carmella The Sound of Silence; habían bailado los dos en la cocina del Vicino di Napoli al ritmo de Eight Days a Week y Ticket to Ride y We Can Work it Out. Y no olvidemos Penny Lañe y Strawberry Fields Forever. Los Beatles lo habían cambiado todo.
El cocinero apagó la radio en su cocina de Brattleboro. Intentó cantar All Yon Need Is Love para sí en lugar de escuchar la radio, pero ni Dominic del Popólo, nacido Baciagalupo, ni Tony Ángel habían sido nunca capaces de cantar, y al poco rato esa canción de los Beatles empezó a parecerse a una canción de The Doors (Light My Fire), con lo que al cocinero le vino a la memoria el muy ingrato recuerdo de su exnuera, Katie. Ella era gran admiradora de The Doors y Grateful Dead y Jefferson Airplane. Al cocinero no le desagradaban The Doors y los Dead. pero una vez Katie hizo una imitación de Grace Slick, y a partir de ese momento a Tony Ángel dejó de gustarle Jefferson Airplane, sobre todo Somebody to Love y White Rabbit.
Se acordó de aquella ocasión en que Daniel, justo antes de que él y su mujer y el bebé se mudaran a Iowa, llevó a Joe a Boston para dejarlo con el cocinero y Carmella. Daniel y Katie se iban a un concierto de los Beatles en el Shea Stadium de Nueva York; alguien de la pija familia de Katie le había conseguido entradas. Era agosto; más de cincuenta mil personas asistieron a ese concierto. A Carmella le encantaba cuidar del pequeño Joe —había nacido en marzo, como su padre, así que el niño tenía sólo cinco meses por aquel entonces—, pero tanto Katie como Daniel estaban borrachos cuando llegaron al North End para recoger al bebé.
Debían de llevar ya una buena curda al salir de Nueva York, y habían conducido borrachos todo el camino a Boston. Dominic no les permitió llevarse a Joe.
—No vas a volver en coche a New Hampshire con el bebé, no en tu estado —dijo el cocinero a su hijo.
Fue entonces cuando Katie, con un contoneo de puta, se lanzó a cantar una improvisación de Somebody to Love y White Rabbit. Después de esa interpretación provocadora y obscena, Carmella y el cocinero ya ni siquiera podían ver a Grace Slick.
—Venga, papá —dijo Dan a su padre—. No estamos tan mal como para no conducir. Deja que el pequeño Joe venga con nosotros; no podemos dormir todos en este piso.
—Pues tendréis que apañaros, Daniel —respondió su padre—. Joe puede dormir en nuestra habitación, con Carmella y conmigo, y Katie y tú tendréis que arreglaros con la cama individual de tu habitación. Ni tú ni ella sois muy corpulentos —recordó el cocinero a los jóvenes.
Danny, aunque furioso, se contuvo. Fue Katie quien exhibió un comportamiento lamentable. Entró en el cuarto de baño y orinó con la puerta abierta; todos la oyeron. Daniel dirigió una mirada a su padre como diciendo: ¿y qué esperabas? Carmella entró en su habitación y cerró la puerta. (El pequeño Joe ya estaba dormido allí dentro). Cuando Katie salió del cuarto de baño, iba desnuda.
Katie habló a Danny como si su suegro no estuviera presente.
—En marcha. Si tenemos que hacerlo en una cama individual, empecemos ya.
El cocinero sabía, claro está, que su hijo y Katie en realidad no hicieron allí el amor ruidosamente, pero eso era lo que Katie quería que el padre de Danny y Carmella creyesen; actuó como si tuviese un orgasmo por minuto. Tanto Danny como su mujer estaban tan borrachos que ni siquiera los despertó la pesadilla del pequeño Joe esa misma noche horas más tarde.
El cocinero y su hijo no cruzaron una sola palabra cuando, al día siguiente, Daniel se marchó con su mujer y su hijo; Carmella no se dignó siquiera mirar a Katie. Pero poco después de trasladarse a Iowa el aspirante a escritor Daniel Baciagalupo con su familia, el cocinero telefoneó a su hijo.
—Si sigues bebiendo así, no escribirás nada que merezca la pena leerse. Al día siguiente ni siquiera te acordarás de lo que escribiste el día anterior —dijo su padre al joven escritor—. Yo dejé de beber porque no podía controlarlo, Daniel. Bueno, puede que sea genético; quizá tú tampoco puedes controlar la bebida.
Tony Ángel no sabía qué le había ocurrido a su hijo en Iowa City, pero algo indujo a Danny a abandonar la bebida. En realidad Tony prefería no saber qué le había ocurrido a su querido hijo en Iowa, porque el cocinero estaba convencido de que Katie había tenido algo que ver.
Cuando terminó con la masa de la pizza —la masa estaba subiendo la primera de las dos veces en las grandes artesas que el cocinero cubría con paños húmedos—, Tony Ángel anduvo Main Street arriba hasta The Book Cellar. Sentía aprecio por la joven encargada de la librería; siempre lo trataba con amabilidad y comía a menudo en el restaurante. Tony le regalaba de vez en cuando una botella de vino. Siempre que entraba en The Book Cellar dejaba caer la misma broma.
«¿Tiene hoy alguna mujer que presentarme?», preguntaba Tony invariablemente. «Alguien más o menos de mi edad, o quizás un poco más joven». El cocinero se sentía muy a gusto en Brattleboro, y contento de tener su propio restaurante. Durante los primeros años no soportaba Vermont, o mejor dicho, era Putney lo que aborrecía. Putney tenía algo de estilo alternativo. («Putney es una alternativa a un pueblo», se complacía en decir ahora el cocinero a la gente). Por entonces Tony añoraba el North End —lo añoraba «una barbaridad», como diría Ketchum—, y Putney estaba plagado de hippies autopropagandísticos y otros grupos marginales. Incluso había una comuna a unos kilómetros del pueblo; su nombre incluía la palabra «trébol», pero Tony no recordaba el resto. Según creía, era una comuna sólo para mujeres, lo que inducía al cocinero a sospechar que eran todas lesbianas.
Y el carnicero, o carnicera, de la Cooperativa de Alimentación de Putney se cortaba una y otra vez; en principio, cortarse no era lo que debía hacer un carnicero, y Tony pensaba que el sexo del carnicero era «indeterminable».
—Por Dios, papá, está claro que el carnicero es una mujer —dijo Danny a su padre con exasperación.
—Eso dices tú, pero ¿le has quitado toda la ropa para comprobarlo? —preguntó su padre.
Aun así. Tony Ángel había abierto su propia pizzería en Putney, y pese a las continuas quejas del cocinero respecto al Windham College —a él no le parecía una universidad «de verdad» (a pesar de que él nunca había ido a la universidad), y todos los universitarios eran «unos capullos»—, la pizzería fue todo un éxito, gracias en gran medida a los alumnos de Windham.
«Por los clavos oxidados de Cristo, no lo llames Ángel’s Pizza, ni nada que incluya el nombre Ángel», había prevenido Ketchum al cocinero. En retrospectiva, Ketchum veía con creciente desazón que Danny y su padre hubiesen elegido el apellido Ángel, por si Cari llegaba a recordar que la muerte del Ángel original había coincidido en el tiempo con la fecha en que el cocinero y su hijo se marcharon del pueblo. En cuanto al nombre del pequeño Joe, era elección de Danny, si bien él habría preferido llamar a su hijo igual que su padre, Dominic Júnior. (A Katie no le gustaba ni el Dominic ni el Júnior). Pero Danny se había negado a poner al pequeño Joe el nom de plume del escritor. Joe seguía siendo un Baciagalupo; el niño no se convirtió en un Ángel. Tanto Danny como el cocinero recordaban que Cari era incapaz de pronunciar Baciagalupo; dijeron a Ketchum que era improbable que el vaquero supiese deletrearlo, ni aunque le fuera el pellejo en ello. ¿Qué más daba, pues, si Joe era aún un Baciagalupo? Ketchum tendría que aguantarse. ¡Y ahora Ketchum se quejaba del apellido Ángel!
El cocinero soñaba a menudo con el capullo de Gennaro Capodilupo, su padre fugado. Tony Ángel aún oía los nombres de aquellos dos pueblos montañeses que a su vez eran provincias en las inmediaciones de Nápoles, aquellas palabras que su madre, Nunzi, musitaba en sueños: Benevento y Avellino. Tony creía que su padre realmente había regresado a las inmediaciones de Nápoles, el lugar donde había nacido. Pero lo cierto era que eso al cocinero le traía sin cuidado. Cuando alguien te abandona, ¿qué más da si va a un sitio o a otro?
«Y ahora no vayas a pasarte de listo y le pongas a la pizzería “Inmediaciones de Napóles”», había advertido Ketchum al cocinero. «Ya sé que el vaquero no habla italiano, pero cualquier imbécil podría llegar algún día a la conclusión de que Vicino de Napoli, o como coño se diga, significa “en las inmediaciones de Nápoles”». Así que el cocinero había llamado Benevento a su pizzería en Putney; siempre era el primero de los dos pueblos o provincias que Annunziata susurraba en sueños, y nadie a excepción de Tony Ángel había oído a su madre pronunciarlo. Era de todo punto imposible que el condenado vaquero encontrase relación alguna entre Benevento y él.
«Desde luego suena italiano, joder, eso hay que reconocerlo, Coci», había dicho Ketchum.
La pizzería de Putney estaba a pie de carretera, en la Federal 5, poco antes de la bifurcación en el centro del pueblo, donde la Carretera Federal 5 continuaba hacia el norte pasando ante la fábrica de papel y un señuelo para el turismo llamado Basketville. El Windham College estaba un poco más al norte, en la misma Federal 5. El ramal izquierdo de la bifurcación, donde se encontraba la tienda de suministros de Putney —y la Cooperativa de Alimentación de Putney, con aquel carnicero de sexo «indeterminable» que se autolaceraba—, se desviaba en dirección a Westminster West. Por ese camino se hallaba la Escuela de Putney, un centro de enseñanza secundaria que Danny desdeñaba por considerar que no estaba a la altura de Exeter, y en Hickory Ridge Road, donde aún vivía el escritor Danny Ángel, había una escuela media independiente llamada «la Academia», que cumplía en gran medida el nivel de exigencia de Danny.
Había mandado allí a Joe, y el niño había rendido lo suficiente para acceder al Northfield Mount Hermon, un centro de secundaria que Danny sí aprobaba. El NMH, como se llamaba al colegio, se encontraba a una media hora al sur de Brattleboro, en Massachusetts, y a una hora en coche de la casa de Danny en Putney. Joe, que en la primavera de 1983 estudiaba allí el último curso, veía mucho a su padre y a su abuelo.
En su apartamento de Brattleboro, el cocinero disponía de una habitación de invitados siempre a punto para su nieto. Tony había echado abajo la cocina de ese apartamento, pero había conservado la instalación de agua: había construido un baño bastante espacioso, con vistas al Connecticut. La bañera era grande, y al cocinero le recordaba la que Carmella tenía en su cocina del piso sin agua caliente de Charter Street. Tony aún no sabía con total certeza si Daniel había espiado o no a Carmella en esa bañera, pero había leído las cinco novelas de su hijo y en una de ellas aparecía una cautivadora italiana que se solazaba con prolongados baños. El hijastro de la mujer tiene la edad a la que uno empieza a masturbarse, y el chico se la menea mientras contempla a su madrastra en la bañera. (El sagaz muchacho abre un agujero en la pared del cuarto de baño; su dormitorio, conforme a la disposición convencional, se halla contiguo al cuarto de baño). Si bien las novelas de Ángel incluían estos pequeños detalles muy reconocibles, el cocinero habitualmente se fijaba más en cosas que su hijo con toda seguridad debía de haber inventado. Mientras que Carmella había aportado un aspecto físico identificable en la bañera, el personaje de la madrastra en esa novela no estaba basado desde luego en Carmella; tampoco encontró el cocinero en las novelas de Daniel ningún elemento de sí mismo, salvo algún que otro rasgo muy superficial, ni gran cosa de Ketchum. (En una novela se menciona de pasada la fractura de muñeca de un personaje secundario; en otra, se observa la propensión de otro personaje a decir «Por los clavos oxidados de Cristo»). Tanto Ketchum como Tony Ángel habían comentado que no había nadie en las novelas que les revelara algo sobre su amado Daniel y su esencia más pura.
«¿Dónde se esconde ese chico?», había preguntado Ketchum al cocinero, porque incluso en la cuarta (y más famosa) novela de Danny Ángel, que se titulaba Los padres Kennedy, el personaje central —que se libra de la guerra de Vietnam con la misma prórroga por paternidad gracias a la que Danny quedó exento de la guerra— presenta poco parecido esencial con el Daniel que Ketchum y el cocinero conocían y amaban.
En Los padres Kennedy salía un personaje basado en Katie —Caitlin, la llamó Danny Ángel—, una menudencia de mujer con una desmedida capacidad para la infidelidad en serie. Salva de la guerra de Vietnam a muchos padres Kennedy, una cantidad difícil de creer. El personaje de Caitlin salta atropelladamente de un marido a otro con el mismo desenfado con que, suponían el cocinero y Ketchum, Katie hacía una mamada, y sin embargo Caitlin no era Katie.
—Es demasiado simpática —comentó Tony Ángel a su viejo amigo.
—¡Y que lo digas! —coincidió Ketchum—. ¡Al final le coges cariño!
Al final todos sus maridos le toman también cariño, o no son capaces de superar la separación, si es que se reduce a lo mismo. Y todos esos bebés que nacen y son abandonados por su madre… En fin, nunca llegamos a saber qué piensan de la madre. La novela concluye cuando el presidente Nixon anula la prórroga 3-A, en tanto que la guerra se alarga aún otros cinco años, y el personaje de Caitlin más o menos desaparece; en el último capítulo de Los padres Kennedy es un alma en pena. Tiene algo de mal augurio cuando telefonea a todos sus maridos y les pide que la dejen hablar con sus hijos, que no guardan el menor recuerdo de ella. Eso es lo último que sabemos de Caitlin: es un momento conmovedor.
Ketchum y el cocinero sabían muy bien que Katie no había llamado ni una sola vez a Daniel para pedirle que la dejara hablar con Joe; daba la impresión de que, sencillamente, le importaban tan poco que ni siquiera había mostrado el menor interés en saber cómo les iba, aunque Ketchum siempre decía que Danny sabría de Katie si llegaba a ser famoso.
Cuando salió a la luz Los padres Kennedy, y Danny en efecto se hizo famoso, siguió sin recibir noticias de Katie. Sí recibió noticias, en cambio, de otros padres Kennedy. La mayoría de las cartas expresaban una opinión favorable acerca de la novela. A juicio de Danny, esos padres compartían cierta culpabilidad, porque en algún momento de sus vidas todos habían tenido la sensación de que probablemente deberían haber ido a la guerra de Vietnam, o (como Danny) en realidad habían deseado ir. Ahora, por supuesto, todos eran conscientes de que habían tenido la suerte de no ir a la guerra.
La novela recibió elogios por presentar otra dimensión de los daños permanentes causados por la guerra de Vietnam a Estados Unidos, y por ver cómo el país quedaría dividido durante mucho tiempo a causa de la contienda. Los jóvenes padres de la novela quizás acabaran siendo (o no) buenos padres, y aún era pronto para saber si esos niños —esa «dispensa de Vietnam», como los llamaba Danny— quedarían trastornados. Para la mayoría de los críticos, Caitlin era el personaje más memorable, y la auténtica heroína de la historia. Se sacrifica por salvar las vidas de esos jóvenes, pese a abandonarlos —a ellos y posiblemente a sus propios hijos—, sintiéndose atormentada.
Pero en realidad Ketchum y el cocinero estaban que rabiaban con esa novela. Habían previsto que en ella Danny despotricara sobre Katie, y él, en lugar de eso, ¡había convertido a su horrible exesposa en una jodida heroína!
Un carta que recibió Danny de un padre Kennedy en concreto era digna de guardarse, y se la enseñaría a su hijo; llegó varios años después de la publicación de Los padres Kennedy, en la primavera del primer curso de Joe en el Northfield Mount Hermon, cuando el chico conducía desde hacía sólo un año y acababa de cumplir los diecisiete. A sugerencia del joven Joe, Danny también enseñó la carta a su padre y a Ketchum. Mientras que Danny y Joe hablaron de la carta —tanto acerca de lo que significaba, como de lo que no decía—, Ketchum y su padre se mostraron muy cautos en sus respuestas a Danny. Los dos sabían que los sentimientos de Danny por Katie no coincidían exactamente con los suyos.
La carta era de un «padre soltero», como él mismo se presentaba, residente en Pordand, Oregón, un tal JefF Reese. La carta empezaba así: «Como tú, soy un padre Kennedy, uno de los cretinos a quienes Katie Callahan salvó. No sé bien cuántos somos. Conozco al menos a otro —es decir, además de tú y yo—, y también a él le he escrito. Lamento informaros a los dos de que Katie no pudo salvarse a sí misma, sino sólo a unos cuantos cretinos como nosotros. No puedo decirte nada más, pero me consta que fue una sobredosis accidental». No decía de qué. Tal vez JefF Reese supuso que Danny ya sabía qué sustancia consumía Katie, pero ellos nunca habían tomado drogas en serio, sólo un poco de marihuana de vez en cuando. En su caso, el alcohol y algún que otro canuto habían sido más que suficiente. (No incluía la menor mención a Los padres Kennedy, aunque cabía suponer que JefF Reese la había leído un tanto tardíamente. Tal vez había leído lo suficiente para darse cuenta de que el personaje de Caitlin en realidad no era Katie. Y si Katie había leído Los padres Kennedy, o cualquier otra novela de Danny Ángel, JefF Reese no lo decía; al menos Katie sí debía de saber que Danny Baciagalupo se había convertido en Danny Ángel, ¿cómo si no iba a establecer la conexión Jeff Reese?). Danny había ido en coche al Northfield Mount Hermon, el colegio de su hijo, para hacer una visita improvisada a Joe. El viejo Gimnasio James estaba vacío —no era temporada de lucha—, y sentados en la pista de madera inclinada leyeron y releyeron la carta sobre la madre de Joe. Tal vez el chico pensaba que algún día tendría noticias de su madre; Danny nunca esperó saber de Katie, pero el escritor que había en él creía que tal vez ella intentaría ponerse en contacto con su hijo.
A los diecisiete años, Joe Baciagalupo a menudo parecía necesitar un afeitado y tenía los rasgos faciales bien definidos propios de un joven de veintitantos; pero su expresión traslucía cierta expectación, cierta franqueza, que a su padre le traía a la memoria a un Joe más infantil, al «pequeño». Joe que el chico había sido. Quizá fuera eso lo que indujo a Danny a decir:
—Siento que no hayas tenido una madre, o que yo no haya encontrado a alguien capaz de desempeñar bien ese papel para ti.
—Pero no es sólo un papel, ¿verdad? —preguntó Joe a su padre; aún sostenía la carta con la noticia de la muerte de su madre por sobredosis, y Danny pensaría más tarde que por la manera en que el chico de diecisiete años miraba la carta, parecía moneda extranjera: una curiosidad, de aspecto exótico, pero sin ninguna utilidad concreta por el momento—. O sea, te he tenido a ti, tú siempre has estado presente —prosiguió Joe—. Y tu padre… En fin, ya lo sabes, es como un segundo padre para mí. Y además está Ketchum.
—Sí —fue lo único que pudo decir el escritor; cuando Danny hablaba con el joven Joe, a veces no sabía si hablaba con un niño o con un hombre. ¿Era parte de aquel mismo desasosiego que Danny había sentido a los doce años por lo que ahora sospechaba que Joe le ocultaba cosas, o se debía a lo que Ketchum y el cocinero habían ocultado a Danny por lo que ahora éste se preguntaba en qué medida era (o no) comunicativo Joe?
—Sólo quiero asegurarme de que todo va bien —dijo Danny a Joe, pero el chico de diecisiete años (niño u hombre, o las dos cosas) sin duda sabía que con la palabra «bien» su padre daba a entender mucho más que «bien». El escritor quería decir «viento en popa»; Danny también quería decir «sin peligro», como si las conversaciones habituales entre padre e hijo pudieran realmente garantizar la seguridad de Joe. (Del niño o el hombre). Aun así, como Danny se plantearía algún día, quizás ésa era la carga específica de un escritor; a saber, que el desasosiego que sentía como padre se combinase con el análisis que aplicaba a los personajes de sus narraciones.
El día que Danny Ángel enseñó a Joe la carta sobre Katie experimentó la sensación de que la noticia de la muerte de Katie poseía un carácter irreal, de suceso ocurrido entre bastidores; ese remoto anuncio, a cargo de un desconocido, tuvo el efecto de convertir a Katie en un personaje ficticio secundario. Y si Danny hubiese seguido bebiendo con ella, habría acabado igual: ya fuera un accidente o un suicidio, el gran final se habría desarrollado, para decepción de todos, entre bastidores. Su padre había tenido razón en cuanto a la bebida; quizá su incapacidad para controlarla, como su padre había dado a entender, era «genética».
«Al menos no ha escrito sobre Rosie… todavía», escribió Ketchum a su viejo amigo.
A Tony Ángel le gustaban más las cartas que Ketchum le escribía antes, las de aquellos tiempos en que el viejo maderero, que ahora contaba sesenta y seis años, no sabía leer. La señora que había conocido en la biblioteca —«la maestra», la llamaba siempre Ketchum—…, en fin, había cumplido su misión, pero Ketchum estaba aún más cargado de manías ahora que sabía leer y escribir, y el cocinero tenía la certeza de que Ketchum ya no escuchaba con la misma atención de antes. Cuando no sabes leer, no te queda más remedio que escuchar; quizás esos libros que el leñador había oído eran los libros que mejor había comprendido. Ahora Ketchum se quejaba de casi todo lo que leía. También es posible que Tony Ángel echara de menos la caligrafía de la Seis Jarras. (En opinión de Ketchum, dicho sea de paso, también el cocinero se había vuelto más maniático). Danny echaba en falta sin duda la influencia de Pam la Seis Jarras en Ketchum; posiblemente su dependencia de Pam había hecho de Ketchum un hombre menos solitario de lo que ahora le parecía a Danny, y Danny había aceptado hacía mucho tiempo el papel de la Seis Jarras como intermediaria en la correspondencia de Ketchum con el joven escritor y su padre.
Danny contaba cuarenta y un años en 1983. Cuando los hombres pasan de los cuarenta, en su mayoría ya no se sienten jóvenes, pero Joe —a los dieciocho— sabía que tenía un padre relativamente joven. Incluso las chicas de la edad de Joe (y aún más jóvenes) del Northfield Mount Hermon habían comentado al muchacho que su famoso padre era muy apuesto. Tal vez Danny fuera apuesto, pero no era ni la mitad de apuesto que Joe. El joven medía casi veinte centímetros más que su padre y su abuelo. Katie, la madre del muchacho, había sido una mujer llamativamente pequeña, pero los hombres de la familia Callahan eran altos, de manera uniforme, no gruesos, pero sí muy altos. Su estatura armonizaba con «su aire aristocrático», había afirmado el cocinero.
A Carmella y a él la boda les había parecido abominable; se habían sentido tratados con soberbia en todo momento. El banquete había sido un dispendio extremo, en un club privado de Manhattan, un sitio muy caro —Katie ya estaba embarazada de dos meses—, y pese al dinero que costó la fiesta, la cena era incomible. Los Callahan no eran de buen comer: eran esa clase de gente que chupa cubitos de hielo, toma demasiados cócteles y se harta de aperitivos. Daba la impresión de que tenían tanto dinero que no necesitaban la comida; eso fue lo que Tony Ángel contó a Ketchum, quien por entonces aún conducía maderadas en el Kennebec. Le había dicho a Danny que estaba muy ocupado en Maine y no podía asistir a la boda. Pero en realidad Ketchum no había ido a la boda porque el cocinero se lo había pedido.
—Te conozco, Ketchum: te traerás el cuchillo Browning y una escopeta de calibre doce. Matarás a todos los Callahan que identifiques, incluida Katie, y luego cogerás el Browning y la emprenderás con los dedos de Danny.
—Sé que tú piensas lo mismo que yo, Coci.
—Sí, es verdad —admitió el cocinero ante su mejor amigo—, e incluso Carmella está de acuerdo con nosotros. Pero debemos permitir a Daniel hacer su vida. Esa puta, la Callahan, va a tener un niño de alguien, y ese hijo mantendrá al mío fuera de esta desastrosa guerra.
Así que Ketchum se había quedado en Maine. Menos mal que el Coci había ido a la boda, diría más tarde el maderero. Con la estatura que Joe tenía, quizás el cocinero habría tendido a pensar que su querido Daniel no era el verdadero padre del chico. Al fin y al cabo, Katie follaba con quien le venía en gana, y fácilmente podría haberse quedado preñada de otro y casarse luego con Daniel. Pero la boda proporcionó la prueba de que en la familia Callahan había un gen de hombres altos, y Joe resultó ser el vivo retrato de Danny, sólo que su padre apenas le llegaba al pecho.
Joe poseía el cuerpo de un remero, pero no remaba. Se había criado principalmente en Vermont; el chico era un experto en esquí alpino. A su padre no le entusiasmaba ese deporte; como corredor que era, prefería el esquí de fondo, y eso cuando esquiaba. Danny había seguido corriendo; aún le ayudaba a pensar y a imaginar cosas.
Joe practicaba la lucha en el Northfield Mount Hermon pese a que no tenía cuerpo de luchador. Fue probablemente por influencia de Ketchum por lo que Joe se decantó por la lucha, pensaba el cocinero. (Ketchum no era más que un buscabroncas de bar, pero la lucha se acercaba más que el boxeo a su clase de pelea preferida. Normalmente, Ketchum no pegaba al otro hasta que lo tenía tumbado en el suelo). La primera vez que Ketchum asistió a uno de los combates de lucha de Joe en el NMH, el buscabroncas de bar no acababa de entender bien aquel deporte. Joe había conseguido anotar un tanto por derribo, y su adversario yacía de lado cuando Ketchum gritó:
—¡Ahora! ¡Pégale ahora!
—Ketchum —dijo Danny—, está prohibido pegar; es un combate de lucha.
—Dios mío, es el momento ideal para sacudirle a un fulano —protestó Ketchum—, cuando lo tienes así, tendido.
Después, en ese mismo combate, Joe tuvo a su adversario casi inmovilizado; Joe había practicado un medio nelson alrededor del cuello del otro luchador y presionaba para obligarlo a yacer de espaldas.
—Joe le ha pasado el brazo por el lado del cuello que no debe —se quejó Ketchum al cocinero—. Con el brazo por detrás del cuello no puedes asfixiar a un fulano; hay que tenerlo agarrado por la puta garganta.
—Joe intenta inmovilizar al otro con la espalda contra el tapiz, Ketchum; no pretende asfixiarlo —explicó Tony Ángel a su viejo amigo.
—Asfixiar es antirreglamentario —añadió Danny.
Joe ganó el combate, y cuando se acabaron todos los combates, Ketchum se acercó a estrecharle la mano al chico. Fue entonces cuando pisó un tapiz de lucha por primera vez. Cuando el leñador notó que el tapiz cedía bajo su pie, se apresuró a retroceder al suelo de madera del gimnasio; era como si hubiese pisado algo vivo.
—Joder, ése es el primer problema —dijo Ketchum—: el tapiz es demasiado blando; ahí es imposible hacerle daño en serio a alguien.
—Ketchum, no se trata de hacer daño al adversario; sólo hay que inmovilizarlo, o derrotarlo por puntos —intentó explicar Danny. Pero acto seguido Ketchum trataba de enseñar a Joe una manera mejor de obligar a alguien a caer sobre la espalda.
—Echas boca abajo al fulano y le coges un brazo por detrás de la espalda —dijo Ketchum con entusiasmo—. Luego haces un poco de palanca por debajo del antebrazo y le empujas el codo derecho hasta tocarle la oreja izquierda. Se dará la vuelta, créeme, si no quiere perder el hombro.
—No se le puede doblar el brazo a alguien más allá de un ángulo de cuarenta y cinco grados —contestó Joe al viejo maderero—. Antes las presas de sometimiento y de asfixia estaban permitidas, pero hoy día no se puede obligar a alguien a sucumbir al dolor: eso se llama presa de sometimiento, y no se puede asfixiar a nadie. Esas cosas no son reglamentarias, ya no.
—¡Por los clavos oxidados de Cristo! ¡Aquí pasa como con todo lo demás! —protestó Ketchum—. Toman lo que antes estaba bien y lo joden con sus reglas.
Pero cuando Ketchum vio unos cuantos combates más, empezó a tomarle gusto a la lucha escolar.
—Diantres, Coci, si he de serte sincero, la primera vez que lo vi pensé que esa manera de luchar era una mariconada. Pero una vez le coges el tranquillo, puedes llegar a saber quién ganaría el combate si se hiciera en un aparcamiento y sin árbitro.
A Joe le sorprendió que Ketchum asistiera a tantos combates. El viejo leñador cruzaba toda Nueva Inglaterra en coche para ver a Joe y al equipo de lucha del NMH. En el último curso de Joe en aquel centro, el colegio tenía un equipo aceptable. Durante los cuatro años que estudió Joe en el Northfield Mount Hermon, Ketchum vio sin duda más combates de lucha del chico que su padre o su abuelo.
Los combates se celebraban los miércoles y los sábados. El restaurante de Tony Ángel en Brattleboro cerraba los miércoles, y Tony podía presenciar algunos de los combates de lucha de su nieto. Pero el cocinero nunca encontraba tiempo para ver luchar a Joe los sábados, y por lo visto los combates más importantes, los torneos de final de temporada, por ejemplo tenían lugar los fines de semana. Danny Ángel llegó a ver más de la mitad de los combates de su hijo, pero el escritor viajaba mucho por la promoción de sus libros. Era Ketchum quien iba a casi todas las «peleas» de Joe, como tendía a llamarlas el maderero.
«Te has perdido una buena pelea», decía Ketchum cuando telefoneaba al cocinero o a Danny para contarles el resultado de los combates de lucha de Joe.
Danny no supo que las editoriales tenían departamento de publicidad hasta que consiguió un éxito de ventas con Los padres Kennedy. Ahora que los editores promocionaban su novela, Danny se sentía en la obligación de hacer algún que otro viaje en interés de sus libros. Y las traducciones salían a la luz en fechas distintas, casi nunca al mismo tiempo que las ediciones en lengua inglesa. Esto implicaba que raro era el año que Danny no iba a algún sitio de gira por los libros.
Cuando no era temporada de lucha y su padre estaba de viaje, Joe acostumbraba pasar los fines de semana en el apartamento de su abuelo en Brattleboro. A veces sus amigos del Northfield Mount Hermon pedían a sus padres que los llevasen a cenar al restaurante italiano de Tony Ángel. Esporádicamente, Joe ayudaba en la cocina. Era como en los viejos tiempos, y a la vez no lo era, pensaba el cocinero, viendo trabajar en la cocina, o limpiar mesas, a su nieto en lugar de su hijo. Eso le recordaba a Tony, nacido Dominic, que en aquellos años de secundaria no había visto tanto a Danny como ahora veía a Joe. Debido a esto, la relación del cocinero con su nieto tenía algo de agridulce; como por arte de magia, había momentos en que Tony Ángel llegaba a relajarse con Joe, sin juzgar ni una sola vez al chico como se había sentido obligado a juzgar (y criticar) a Daniel.
Los otros miembros del equipo de lucha de Joe habían cogido cariño a Ketchum.
—¿Es tu tío, ese hombre con la cicatriz y pinta de duro? —preguntaban los luchadores a Joe.
—No, Ketchum es un amigo de la familia; era ganchero —contestaba Joe.
Un día el entrenador preguntó a Joe:
—¿Ha practicado alguna vez la lucha, ese hombre grande que aprieta tanto al dar la mano? Por su aspecto, diría que es muy posible, incluso probable.
—Oficialmente, no —respondió Joe.
—¿Y esa cicatriz? —preguntó el entrenador a Joe—. Es de padre y muy señor mío… O al menos peor que el típico testarazo normal y corriente.
—No fue un testarazo; fue un oso —contó Joe al entrenador.
—¡Un oso!
—Pero no se lo pregunte nunca a Ketchum —dijo Joe—. Es una historia horrible. Ketchum tuvo que matar al oso, pero no quería. Los osos, en general, le gustan.
Joe Baciagalupo llevaba dentro algo del escritor Danny Ángel, eso desde luego, un elemento más profundo que el mero parecido físico. Pero Danny advertía con preocupación cierto asomo de temeridad en su hijo, y no era esa temeridad de la imaginación propia de un Baciagalupo. Tampoco se trataba de la lucha, que era algo que Danny nunca había deseado hacer, y que el cocinero no habría concebido siquiera la posibilidad de hacerlo, no con su cojera. En realidad, la lucha no parecía entrañar demasiados peligros, una vez que Joe empezó a dominarla. Había otro aspecto en el joven Joe que Danny no reconocía como algo heredado de él o su padre.
Si en el chico existía un gen activo de Katie Callahan, tal vez fuera su propensión al riesgo. Esquiaba a una velocidad excesiva, conducía también a una velocidad excesiva, y en cuanto a las chicas, decir que iba a una velocidad excesiva sería quedarse corto: en opinión de su padre escritor, Joe se arriesgaba demasiado.
—Quizá sea eso lo que hay de Katie en él —había comentado Danny a su padre.
—Quizá —contestó el cocinero; Tony Ángel aborrecía la sola idea de que algo de aquella mujer se hubiese transmitido a su nieto—. Por otro lado, también puede ser que haya salido a tu madre, Daniel. Al fin y al cabo, a Rosie le gustaba el riesgo; pregúntale a Ketchum, si no.
Durante todo el tiempo que Danny había pasado mirando aquellas fotografías de su madre, podría haber escrito una novela, si bien dejó de mirarlas, por un tiempo, cuando se enteró de la verdad sobre su madre, Ketchum y su padre. En una ocasión intentó entregar las fotos a su padre, pero Tony Ángel las rechazó.
—No, son tuyas; yo sigo viéndola con toda claridad, Daniel. —Su padre se tocó la sien con un dedo—. Aquí arriba.
—A lo mejor a Ketchum le gustaría tener estas fotos —dijo Danny.
—Ketchum tiene sus propios retratos de tu madre, Daniel —respondió el cocinero.
Con el tiempo, Ketchum fue enviando a Danny algunas de las fotos que él mismo había colocado, para que no se arrugasen, entre las hojas de los libros abandonados en Twisted River. «Ten, he encontrado este retrato en uno de sus libros», rezaba la carta adjunta de Ketchum. «He pensado que debes quedártelo tú, Danny». A su pesar, Danny había conservado las fotos. A Joe le gustaba mirarlas. Quizás el cocinero tenía razón: era posible que Joe hubiese heredado algo de la temeridad o la propensión al riesgo de su abuela, no de Katie. Cuando Danny miraba los retratos de su madre, veía a una mujer guapa, con los ojos de un intenso color azul, pero no a la rebelde borracha que había ejecutado el dos-á-dos en torno a los dos hombres borrachos sobre el hielo negro del Twisted River… En fin, ese elemento de Rosie Baciagalupo, de soltera Calogero, no se ponía de manifiesto en las fotos que su hijo guardaba.
—Tú estate atento a lo que bebe —había aconsejado el cocinero a su hijo; se refería a lo que bebía el joven Joe. (Era su manera de indagar si su nieto de dieciocho años ya bebía).
—Supongo que va a alguna que otra fiesta —dijo Danny a su padre—, pero Joe no bebe delante de mí.
—Lo que Joe podría beber delante de ti no es lo que debe preocuparnos —aseguró el cocinero.
No estaría de más vigilar si Joe bebía, imaginó Danny Ángel. Y en cuanto a la dotación genética de su hijo, Danny sabía más de lo que deseaba recordar acerca de la madre del chico, Katie Callahan; ella sí había tenido un señor problema con el alcohol. Y en el caso de Katie, no sólo le había dado a la marihuana «de vez en cuando», en los tiempos en que Danny y ella eran pareja; no había fumado únicamente «algún que otro» canuto, como Danny sabía.
Podría discutirse que el Windham College estaba en trance de extinción ya antes de terminar la guerra de Vietnam. El número decreciente de matriculados y la incapacidad de poder satisfacer la devolución de un crédito obligarían al centro a cerrar sus puertas en 1978, pero Danny Ángel intuyó futuras dificultades para Windham mucho antes. El escritor renunciaría a su plaza en 1972, fecha en que aceptó un puesto de profesor en el Taller Literario de Iowa. Aún no había escrito Los padres Kennedy; Danny todavía tenía que dar clases para ganarse la vida, y en cuanto a empleos orientados a la formación de escritores, Iowa es tan buen sitio como el que más. (Uno tiene alumnos que se lo toman en serio y andan ocupados con sus propios textos, con lo que dispone de mucho tiempo para escribir). Danny Ángel publicaría su segunda novela y escribiría la tercera durante su estancia en Iowa City. En aquellos años, antes de llegar Joe a la adolescencia, Iowa City era una localidad magnífica también para el hijo de Danny: colegios más que aceptables, como cabría esperar en una ciudad universitaria, y cierta apariencia de vida de barrio. Iowa City no era el North End, eso por descontado —no por lo que se refería a restaurantes, sobre todo—, pero a Danny aquello le gustaba.
El escritor planteó a su padre una alternativa: Tony Ángel podía marcharse a Iowa City o podía quedarse en Putney. Danny deseaba conservar la granja de Vermont. Había comprado la finca en alquiler de Hickory Ridge Road poco antes de aceptar la oferta de Iowa y presentar la renuncia en Windham, porque quería que su padre tuviese la opción de quedarse en Windham County… si ése era el deseo del cocinero.
Lo que le rondaba por la cabeza al cocinero era Carmella. Durante los cinco años que Tony Ángel tuvo la pizzería en Putney iba a comprar muchas veces a Boston. En coche era un viaje de más de dos horas, un tanto lejos para «hacer la compra». El padre de Danny sostenía que necesitaba comprar sus embutidos para la pizza en la carnicería abruza del North End, y ya que estaba en su antiguo barrio, bien podía hacer acopio de quesos, aceitunas y aceite de oliva. Pero Danny sabía que su padre procuraba «hacer el mayor acopio» de Carmella posible. En realidad no habían podido dar por concluida la relación limpiamente.
El cocinero había invertido poco esfuerzo en el Benevento; en comparación con los otros lugares donde había trabajado antes, tanto Coos County como Boston, una pizzería en una ciudad universitaria de poca monta había resultado una empresa relativamente fácil. Había comprado el local a un hippy entrado en años que se hacía llamar «rotulista»; a Tony Ángel le había parecido un pequeño negocio de capa caída, y en la ciudad corría el rumor de que el rotulista era el responsable de la falta de ortografía en la palabra «cine» del Cine Latchis de Brattleboro. (En la marquesina de la sala de Main Street aparecía escrita la palabra «Zine», no «Cine»; durante años, el Latchis había buscado fondos para enmendar el error). No era un simple rumor que la mujer del rotulista, alfarera, y un tanto estrafalaria según contaban, lo había abandonado en fecha reciente. Lo único que le había dejado al desconsolado rotulista era su horno, que le sugirió la idea al cocinero para el horno de ladrillo donde cocer las pizzas.
En la época en que Danny lo invitó a ir a Iowa City, Tony empezaba a cansarse de estar al frente de su propio restaurante —además, una pizzería no era la clase de restaurante que el cocinero quería—, y con Carmella las cosas habían completado ya su curso natural. Verse sólo de vez en cuando, había dicho Carmella al cocinero, la había llevado a sentirse como si aquélla fuese una relación ilícita, no legítima. La palabra «ilícita» sonó a Tony como un término que quizás había salido a relucir mientras Carmella confesaba sus pecados, ya fuese en San Leonardo o en San Esteban, dondequiera que Carmella hiciese sus confesiones. (Confesar los pecados era una costumbre católica que el cocinero nunca había entendido). «¿Por qué no ir a conocer el Medio Oeste?», pensó Tony Ángel. Si el cocinero vendía entonces el Benevento, quizá sacara un poco de dinero; en cambio, si esperaba, y si el Lindan College se iba a pique, como Danny preveía, ¿para qué iba a querer alguien una pizzería en Putney?
—¿Por qué no dejas que el fuego del horno se te descontrole y luego cobras el seguro? —había preguntado Ketchum a su viejo amigo.
—¿Incendiaste tú Twisted River? —preguntó el cocinero a Ketchum.
—Diantres, era un pueblo fantasma cuando ardió. ¡Hacía daño a la vista, Coci!
—Así que aquellos edificios, mi pabellón-cocina entre ellos, no tenían ningún valor para ti, Ketchum.
—Joder, si te pones así por un incendio de nada, quizá sea mejor que vendas la pizzería y listos —dijo al cocinero su viejo amigo.
No fue precisamente un incendio «de nada» lo que arrasó el pueblo conocido en su día como municipio de Twisted River. Ketchum lo había planeado a la perfección. Eligió una noche de marzo sin viento, antes de la temporada del barro; además, Cari por entonces aún no había dejado la bebida y, gracias a eso, Ketchum se salió con la suya. Nadie encontró al ayudante del sheriff, y con toda probabilidad habría sido imposible despertar al vaquero si lo hubiesen encontrado.
Si hubiese soplado el viento, a Ketchum le habría bastado con encender una sola hoguera para quemar el pueblo y el pabellón-cocina. Pero tal vez habría provocado simultáneamente un incendio forestal, aun tratándose de un mes de marzo tan lluvioso como de costumbre, todavía con mucha nieve acumulada. Ketchum no estaba dispuesto a correr riesgos. Le gustaba el bosque; era el municipio de Twisted River y el pabellón-cocina lo que aborrecía. (La noche que Rosie murió, Ketchum estuvo en un tris de cercenarse la mano izquierda en la cocina del pabellón; había oído al Coci llorar hasta dormirse, mientras Jane se quedaba arriba haciendo compañía al cocinero y al pequeño Danny). La noche que ardió Twisted River Ketchum debía de llevar tres cuartos de cuerda de leña en la furgoneta. Repartió la leña entre las dos hogueras que preparó: una en la serrería abandonada del pueblo; la otra en lo que había sido el pabellón-cocina. Encendió las dos con apenas unos minutos de diferencia y las vio arder hasta consumirse antes del amanecer. Para prender las hogueras se vahó de un selecto aceite de candil con aroma a pino; el queroseno o la gasolina quizás hubieran dejado algún residuo, y sin duda habrían dejado un tufo en el aire. En cambio, nada quedó del aceite de candil, con su inocente aroma a pino, y menos aún de la leña seca que utilizó en las hogueras.
—¿Sabes algo del incendio de anoche en Twisted River, Ketchum? —Le preguntó al otro día el resacoso ayudante del sheriff, después de visitar en su vehículo el devastado paraje—. Diría que esas huellas de neumáticos eran de tu furgoneta.
—Ah, sí, estuve allí —respondió Ketchum al policía—. Fue un incendio del copón, vaquero. ¡Tendrías que haberlo visto! Ardió casi toda la noche. Me fui a tomar un par de cervezas y luego volví y me quedé mirando. —(Era una lástima que el ayudante hubiese dejado la bebida, diría Ketchum años después). Hoy día no tenían relaciones más cordiales —el vaquero y Ketchum—, ahora que Cari sabía que Baciagalupo hijo había matado a Jane la Piel Roja con una sartén, y todo lo demás. La muerte de Jane había sido un accidente, de eso el ayudante del sheriff se hacía cargo; según Ketchum, probablemente su muerte no le importaba demasiado a Cari, pero el policía estaba que rabiaba contra Ketchum por no haberle dicho nunca la verdad. Lo que en realidad importaba al vaquero era que el Coci hubiera estado tirándose a Jane… en una época en que Cari era el «dueño» de Jane. Por eso quería Cari matar al cocinero; a ese respecto, el ayudante había dejado las cosas muy claras a Ketchum.
—Sé que no me dirás dónde está el Coci, Ketchum, pero dile a ese tullido de mi parte que lo encontraré —advirtió el vaquero—. Y a ti, si sabes lo que te conviene, más te vale guardarte las espaldas.
—Siempre me guardo las espaldas, Cari —respondió Ketchum. El viejo leñador no dijo ni media palabra sobre su perro, aquel «animal excelente».
Si el vaquero iba a por Ketchum, el veterano maderero quería que el perro fuese una sorpresa. Como es lógico, cuantos vivían todo el año en el alto Androscoggin debían de saber que Ketchum tenía un perro, Cari inclusive. El animal iba de un lado a otro con Ketchum en la furgoneta. Era la ferocidad del perro lo que Ketchum había conseguido mantener en secreto. (Por supuesto, no podía ser el mismo animal excelente que protegía a Ketchum desde hacía dieciséis años; el perro guardián actual tenía que ser hijo o nieto del primer animal excelente, el perro que había sustituido a Pam la Seis Jarras). «Yo ya os lo dije», repetiría Ketchum, tanto a Danny como a su padre. «New Hampshire está tocando a Vermont, eso, en mi opinión, es peligrosamente cerca. Me parece una idea genial que os vayáis los dos a Iowa. Seguro que a Joe también le gustará aquello. Iowa es otro nombre piel roja, ¿verdad? Chico, antes esos pieles rojas andaban por todas partes, ¿eh? ¡Y ya veis cómo los trató este país! Esas cosas lo llevan a uno a preguntarse sobre las intenciones de este país, ¿no? Vietnam no ha sido lo primero que nos ha hecho quedar mal. Y adonde va a ir a parar este país de capullos… En fin, esos pieles rojas enterrados en Iowa, y por todas partes, quizá dijeran que algún día vamos a recibir lo que nos merecemos». «¿Cómo podrían definirse las ideas políticas de Ketchum?», pensaba el cocinero mientras bajaba lentamente por Main Street, en Brattleboro, de regreso a su restaurante desde The Book Cellar.
VIVE EN LIBERTAD O MUERE Eso se leía en las matrículas de New Hampshire; Ketchum era a todas luces un exponente de ese lema, vive en libertad o muere, y siempre había pensado que el país se iba al garete, pero Tony Ángel se preguntaba si su viejo amigo había votado alguna vez. El leñador tendía a desconfiar de cualquier gobierno y de todo aquel que participase en él. En opinión de Ketchum, la única justificación para tener leyes —para acatar cualquier norma, en realidad— era que los capullos superaban en número a los fulanos sensatos. (Y las leyes no eran aplicables a Ketchum, claro está; él había vivido siempre sin más normas que las suyas propias). El cocinero se detuvo y contempló con admiración, calle abajo, su restaurante, el que siempre había querido.
AVELLINO
COCINA ITALIANA
Avelhno era el otro pueblo montañés (también provincia) en las inmediaciones de Nápoles; siempre había sido la segunda palabra que Nunzi susurraba en sueños. Y en el letrero rezaba COCINA, no CUISINE, por la misma razón que Tony Ángel se consideraba un cocinero, y así se hacía llamar, no un chef. Siempre sería un simple cocinero, pensaba Tony; opinaba que no era tan bueno como para ser chef. En el fondo, el antiguo Dominic Baciagalupo —¡cuánto echaba de menos el Dominic!— no era más que el cocinero de un campamento maderero, un pueblo creado en torno a una serrería.
Tony Molinari sí era un chef, pensaba el cocinero, y Paul Polcari también. Tony Ángel había aprendido mucho de los dos —más de lo que Nunzi habría podido enseñarle jamás—, pero el cocinero también había descubierto que nunca estaría al nivel de Molinari o Paul.
«No sabes apreciar el pescado, Gamba», le había dicho Molinari con la mayor consideración posible. Era cierto. La carta del Avellino incluía sólo un plato de pescado, y a veces era un plato de pasta, si el cocinero conseguía calamares. (Los cocía lentamente durante mucho rato, en una salsa marinara picante con aceitunas y piñones). Pero en Brattleboro los calamares que llegaban eran por lo general congelados, que ya estaba bien, y el pescado fresco más fiable era el pez espada, que Tony Molinari le había enseñado a preparar con limón y ajo y aceite de oliva —gratinado o a la parrilla—, y con romero fresco, si el cocinero encontraba, o con orégano seco.
No preparaba dulce. Fue Paul Polcari quien, con delicadeza, señaló que el cocinero no sabía apreciar tampoco los postres, y menos todavía los postres italianos, pensaba Tony Ángel. Lo que sí hacía bien era el rancho habitual del campamento maderero y del pueblo en torno a la serrería; tartas y cobblers. (En Vermont era imposible equivocarse con los arándanos y las manzanas). En el Avellino, el cocinero servía también un plato de fruta y queso; muchos de sus clientes habituales preferían eso a otros postres.
Mientras admiraba su propio restaurante. Tony Ángel había dejado de pensar en las ideas políticas de Ketchum, pero volvió sobre el asunto cuando reanudó la marcha cuesta abajo hacia el Avellino. Con respecto a lo que otros llamaban progreso —la mayoría de los motores y la maquinara de toda índole—, Ketchum tenía algo de erudita. No sólo añoraba las maderadas por el río; sostenía también que le gustaba más el oficio de leñador antes de incorporarse la motosierra. (Sin embargo Ketchum era en extremo aficionado a las armas, pensó el cocinero; las armas entraban en una categoría de maquinaria que el viejo maderero aprobaba). Ni liberal ni conservador, Ketchum podía definirse más bien como libertario… Bueno, el leñador era también un libertino, se dijo Tony Ángel, y (en su juventud) un tanto tronera y crápula. ¿Por qué cuando el cocinero pensaba en Ketchum veía inevitablemente al leñador desde una óptica sexual? (El antiguo Dominic Baciagalupo sabía de sobra el porqué; era sólo que se deprimía cuando sus reflexiones en torno a Ketchum tomaban ese derrotero). Ketchum se había puesto como un basilisco cuando padre, hijo y abuelo regresaron a Vermont desde Iowa, pero el Taller Literario ya había mostrado gran generosidad al permitir a Danny dar clases durante tanto tiempo. Le habían ofrecido un contrato de dos años; Danny había solicitado un tercero y se lo habían concedido, pero en el verano de 1975, cuando Joe tenía diez años, la familia volvió a Windham County. Danny adoraba su vieja granja de Putney. Su padre no quería saber nada de vivir allí. La guerra de Vietnam había terminado; la inminente extinción del Windham College saltaba ya a la vista. Además, Tony Ángel nunca se había sentido a gusto en Putney.
Mientras que ni la segunda ni la tercera novela de Danny le habían dado dinero, el cocinero sí había visto incrementados sus ahorros en Iowa, hasta el punto de permitirle comprar un local, más el apartamento situado encima, en Main Street de Brattleboro. Ése fue el año que nació el Avellino, y coincidió con la época en que Danny se desplazaba diariamente al Mount Holyoke College de South Hadley, Massachusetts. Fue el empleo más cercano que el escritor encontró como docente, pero el distinguido y un tanto estancado centro universitario femenino se hallaba a bastante más de una hora en coche (casi dos) de Putney, un largo desplazamiento en los meses invernales si nevaba. Aun así, para Danny era importante vivir en Putney. Ello se debía en buena parte al elevado concepto que tenía de la Academia —a un paso de casa—, donde Joe terminaría octavo antes de ir al Northfield Mount Hermon.
Al entrar en su restaurante, el cocinero meneaba la cabeza pensando que Danny debía de sentirse muy a gusto viviendo en el campo. No era el caso de Tony Ángel; el North End lo había transformado en un hombre urbano, o al menos ahora le gustaba la vida de barrio. Pero a Daniel no. Antes de la publicación de Los padres Kennedy en 1978, llevaba tres años desplazándose diariamente a aquel centro universitario femenino; ahora el éxito de la novela lo había liberado para siempre de la necesidad de dar clases.
De pronto disponían de más dinero, como es lógico, y al cocinero empezó a preocuparle —todavía le preocupaba— el posible efecto de eso en el joven Joe. Cuando fue descubierto por la industria de los superventas, Daniel ya tenía una edad (treinta y seis), y era poco probable que la fama o la buena fortuna lo afectasen. Pero Joe, con sólo trece años, despertó una mañana siendo hijo de un padre famoso. ¿No podía ser eso un estigma perjudicial para un chico de su edad? Y, por otro lado, estaban las mujeres con las que Daniel se liaba, tanto antes de ser famoso como después.
El escritor vivía con una exalumna del Windham College cuando él, Tony, y Joe se mudaron a Iowa City. La chica con nombre de chico —«Franky, con y», se complacía en decir ella con un mohín— no se había trasladado con ellos.
Gracias a Dios, pensó en su día el cocinero. Franky era una criatura de apariencia montaraz, casi un animal salvaje.
—No era alumna mía cuando empecé a acostarme con ella —había argumentado Danny en una discusión con su padre. No, pero Franky había sido una de sus alumnas de composición hacía sólo uno o dos años; era una de los muchos estudiantes del Windham College que parecían no marcharse nunca de Putney. Iban al Windham, se licenciaban, o colgaban los libros, pero seguían rondando por allí; se negaban a irse.
La chica se dejó caer un día por casa de su antiguo profesor, y sencillamente se quedó.
—¿Qué hace Franky durante todo el día? —había preguntado a Danny su padre.
—Pretende llegar a escritora —respondió Danny—. A Franky le gusta rondar por aquí, y trata bien a Joe; a él le cae bien.
Franky limpiaba un poco la casa y cocinaba alguna que otra vez, si es que podía llamársele así, pensaba el cocinero. La chica salvaje iba descalza casi todo el tiempo, incluso durante los meses invernales, cuando las corrientes de aire frío se filtraban por todas partes en aquella vieja casa, que Daniel calentaba con un par de estufas de leña. (Putney era la clase de pueblo que veneraba las estufas de leña, había observado Tony Ángel. ¡En aquel pueblo incluso tenían una alternativa a la calefacción! El cocinero sencillamente aborrecía aquel sitio). Franky tenía el pelo lacio, de un rubio sucio, y una postura desgalichada. Lucía estrafalarios vestidos anticuados de los que el cocinero recordaba haber visto a Nunzi, salvo que Franky nunca se ponía sujetador y llevaba las axilas —lo que el cocinero veía de ellas— sin afeitar. Y Franky no podía pasar de los veintidós o veintitrés años cuando vivía con Daniel y el joven Joe. Daniel acababa de cumplir los treinta cuando se fueron a Iowa.
Otras jóvenes pasaron por la vida del escritor en Iowa City, entre ellas una alumna del taller, y si bien ahora no había nadie especial —ni había tenido ninguna relación duradera desde que Danny Ángel alcanzó la fama—, Joe, para cuando llegó a la adolescencia, había visto a su padre con numerosas jóvenes. (Y con tres o cuatro mujeres considerablemente mayores, recordaba el cocinero; dos de dichas damas se contaban entre las editoras extranjeras de Daniel). En la actualidad la finca de Putney era prácticamente un complejo residencial. El escritor había convertido la antigua casa de labranza en su pabellón de invitados; había hecho construir una casa nueva para él y para Joe, y tenía una dependencia aparte donde Danny escribía. Su «choza de escriba», la llamaba Daniel. «¡Menuda choza!», pensaba Tony Ángel. El edificio era pequeño, pero incluía un aseo; también tenía teléfono, televisor y una pequeña nevera.
Puede que a Danny le gustase vivir en el campo, pero no llevaba lo que se dice una existencia recluida, y de ahí el pabellón de invitados. En su vida como escritor había conocido a numerosas personas de la ciudad, que iban allí a visitarlo, incluida alguna que otra mujer. ¿Acaso verse expuesto a la promiscuidad de su padre había convertido al adolescente Joe en una especie de playboy en la escuela secundaria?, se preguntaba Tony Ángel. Se preocupaba por su nieto, al menos tanto como el padre del chico, si no más. Sí, convenía vigilar lo que el chico de dieciocho años bebía, el cocinero era muy consciente de ello. Joe poseía la díscola despreocupación de un chico aficionado a las fiestas.
Con la guerra de Vietnam, muchos estados habían reducido a dieciocho años la edad mínima para el consumo de alcohol, y la lógica en que se apoyaba dicha medida era que si mandaban a los chicos, casi niños, a morir a esa edad, ¿no debían permitirles al menos beber? Una vez finalizada la guerra, la edad mínima para el consumo de alcohol volvería a incrementarse a veintiuno —pero no hasta 1984—, aunque hoy día muchos chicos de la edad de Joe falsificaban sus documentos de identidad. El cocinero los veía continuamente en el Avellino; sabía que su nieto tenía uno.
La aceleración de Joe con las chicas era lo que de verdad preocupaba a Tony Ángel. Acelerarse, precipitarse, con las chicas podía acarrearle a uno tantas complicaciones como la bebida, como bien sabía Dominic del Popólo, nacido Baciagalupo. Había acarreado complicaciones al cocinero, en su opinión, y también a Daniel.
Pese a los esfuerzos de Carmella, Tony estaba al corriente de que ella había pillado infraganti a su sobrina Josie con Daniel; el cocinero tenía la certeza de que su hijo se había cepillado a más de una de aquellas chicas DiMattia, e incluso a una Saetta y a una Calogero o dos. Pero al menos el joven Joe había visto, o tal vez incluso oído a escondidas, a su padre en algunas relaciones más adultas que los devaneos de Daniel, fueran como fuesen, con aquellas primas carnales. Y su abuelo sabía que Joe había pasado no pocas noches en la residencia de las chicas en el NMH. (Era asombroso que el muchacho no hubiese sido descubierto y expulsado ya del centro; ahora, en el trimestre de primavera de su último año, quizás acabara así la cosa). Había asuntos que el padre de Joe no conocía, pero su abuelo sí.
En su desesperada última noche en Twisted River, el cocinero había rezado, por primera y única vez hasta la fecha. «Por favor. Señor, dame tiempo», había implorado Tony Ángel en su plegaria hacía mucho, al ver la pequeña cara de su hijo de doce años detrás del parabrisas salpicado de lluvia de la Chieftain Deluxe. (Daniel aguardaba en el asiento del acompañante, como si en ningún momento hubiese perdido la fe en que su padre regresaría sano y salvo después de dejar el cadáver de Jane la Piel Roja en casa de Cari). Pese a las muchas conversaciones que el cocinero y Ketchum mantenían sobre las novelas de Danny Ángel —no sólo sobre lo que contenían, sino, más importante aún, sobre lo que el escritor omitía adrede—, ambos señalaban indefectiblemente hasta qué punto los libros trataban sobre los temores de Danny. Quizás eso sea efecto de la imaginación, pensó Tony mientras echaba una ojeada bajo los paños húmedos que cubrían la masa de las pizzas; la masa no había subido aún lo suficiente para aplanarla. Las novelas de Danny Ángel tenían mucho que ver con lo que el escritor temía que ocurriese. En sus argumentos se dejaba llevar demasiado por las pesadillas, a saber, lo que todo padre más teme: perder a un hijo. En las novelas de Danny Ángel siempre aparecía algo o alguien que representaba una inquietante amenaza para los niños, o para un niño. Los jóvenes se hallaban en peligro… ¡en parte porque eran jóvenes!
Tony Ángel ya apenas leía, pese a que compraba incontables novelas (por recomendación de su hijo y de Ketchum) en The Book Cellar. Había leído muchos primeros capítulos y abandonado los libros. Algo en la relación entre Ketchum y Rosie había apartado al cocinero de la lectura. Las únicas novelas que terminaba realmente —y leía de principio a fin— eran las de su hijo. Tony no era como Ketchum, que lo había leído (u oído) todo.
El cocinero conocía los peores temores de su hijo: Danny sentía un profundo terror ante la posibilidad de que les ocurriese algo a sus seres queridos; eso lo obsesionaba, así de sencillo. De ahí surgía la tremenda imaginación del escritor: de los terrores de la infancia. El escritor Danny Ángel parecía impulsado a imaginar los peores hechos que podían llegar a producirse en cualquier situación dada. En cierto modo, como escritor —es decir, en su imaginación—, el hijo del cocinero (a los cuarenta y un años) era todavía un niño.
En la silenciosa cocina de su preciado Avellino, el cocinero rezó para que se le permitiese vivir un poco más; deseaba ayudar a su nieto a sobrevivir a la adolescencia. Acaso los chicos no estuviesen fuera de peligro hasta bien pasados los veinticinco, caviló Tony; al fin y al cabo. Daniel tenía veintidós cuando se casó con Katie. (¡Eso sí había sido un riesgo!). ¿Y si Joe tenía que cumplir los treinta para estar a salvo? El cocinero, en su plegaria, imploró seguir con vida para cuidar de Daniel si algo le ocurría a Joe; sabía la mucha ayuda que necesitaría su hijo en ese caso.
Tony Ángel contempló la radio callada; estuvo a punto de encenderla, sólo para apartar de su mente esos pensamientos morbosos. Se planteó escribir una carta a Ketchum en vez de encender la radio, pero no hizo ni lo uno ni lo otro; se limitó a seguir con su plegaria. Era como si la plegaria se hubiese desencadenado por sí sola, así sin más, y lamentó no saber cómo detenerla.
Allí en su cocina, al lado de sus libros culinarios, guardaba varias ediciones de las novelas de Danny Ángel, que el cocinero tenía por orden cronológico. No había sitio más reverenciado para esas novelas que entre los libros de cocina de su padre, Danny lo sabía. Pero contemplar los libros de su famoso hijo no ayudó al cocinero a apaciguarse.
Después de Vida de familia en Coos County, Daniel había publicado El Mickey, como el cocinero bien sabía, pero ¿fue en 1972 o en 1973? La primera novela estaba dedicada al señor Leary, y la segunda debería haberlo estado, teniendo en cuenta el tema. No obstante, como más o menos había prometido, Danny dedicó a su padre la segunda novela. «Para mi padre, Dominic Baciagalupo», rezaba la dedicatoria, lo cual se prestaba a cierta confusión, porque el autor era conocido como Danny Ángel, y Dominic se llamaba ya Tony o señor Ángel.
«¿Eso no es como quitarse la careta, o el nom de plume, y dejar a la vista lo que esconde el nom de plume?», había protestado Ketchum, pero al final todo fue para bien. Cuando Danny saltó a la fama con su cuarta novela, la cuestión de escribir con un nom de plume ya no era tema de conflicto desde hacía tiempo. En el mundillo literario casi todos sabían que Danny Ángel era un nom de plume, pero muy pocos recordaban su verdadero nombre, o les traía sin cuidado. (El señor Leary tenía razón al afirmar que había nombres más fáciles de recordar que Baciagalupo, y ¿cuánta gente —incluso en el mundillo literario— sabe cuál es el verdadero nombre de John le Carré?). Danny, como no era de extrañar, había defendido su decisión ante Ketchum aduciendo que dudaba que el ayudante del sheriff participara mucho en el mundillo literario; incluso el leñador debía reconocer que el vaquero no leía nada. Además, casi nadie leyó El Mickey tras publicarse inicialmente. Cuando su cuarta novela trajo la fama a Danny, y los lectores se remontaron a los libros anteriores, entonces sí que hubo mucha gente que leyó El Mickey.
Un personaje secundario pero importante de El Mickey es un irlandés reprimido que da clases de lengua en el colegio Michelangelo; la novela se centra en el último encuentro del personaje principal con su antiguo profesor de lengua durante un espectáculo de striptease en el Oíd Howard. Al cocinero se le antojó una coincidencia muy nimia para construir todo un libro alrededor: el bochorno y la vergüenza mutua del exalumno (con una pandilla de amigos de Exeter, donde está por entonces) y el personaje claramente inspirado en el señor Leary. Era muy posible que el episodio en el Oíd Howard hubiese ocurrido de verdad, o eso sospechaba el padre del novelista.
La tercera novela salio a la luz en 1975, poco después de regresar todos a Vermont tras su paso por Iowa. El cocinero se preguntaría si la suya era la única familia en la que se había dado por sentado, erróneamente, que «primos carnales» hacía referencia a esos primos y primas que sentían un recíproco interés sexual, o mantenían una relación. La tercera novela de Danny se tituló Parientes carnales. (En principio, la expresión «pariente carnal» aludía a todo familiar con un lazo de consanguinidad cercano; no se refería a lo que el padre de Danny siempre había pensado). Para el cocinero fue un alivio que su hijo no dedicase ese tercer libro a las primas de las familias Saetta y Calogero, porque acaso los miembros varones de esas familias no habrían sabido apreciar la ironía de la dedicatoria. La historia trata de la iniciación sexual de un joven en el North End: es seducido por una prima mayor que trabaja de camarera en el mismo restaurante donde el chico limpia mesas en un empleo a media jornada. La prima mayor de la novela estaba claramente inspirada, como el cocinero sabía, en aquella putilla, Elena Calogero; o mejor dicho, la descripción física del personaje era un retrato fiel de Elena. Así y todo, Carmella y el cocinero tenían casi la total certeza de que la primera experiencia sexual de Daniel había sido con Josie DiMattia, la sobrina de Carmella.
Quizá la novela era pura fantasía, o vanas ilusiones, suponía el cocinero. Pero contenía detalles que habían molestado especialmente al padre del escritor: por ejemplo, cómo rompe la prima mayor su relación con el chico cuando éste se marcha al internado. La camarera le dice al muchacho que desde el principio quería follarse al padre del chico, no al chico. (Poco se dice sobre el personaje del padre; aparece descrito muy vagamente como «el nuevo cocinero» en el restaurante donde su hijo limpia mesas). El chico rechazado se va al colegio odiando al padre, porque imagina que al final la prima mayor seducirá al padre.
Eso no podía ser verdad de ninguna de las maneras… ¡Era indignante!, pensaba Tony Ángel mientras buscaba en el libro el párrafo donde el tren sale de North Station y el chico mira por la ventanilla a su padre, de pie en el andén. De pronto el chico ya no soporta seguir mirando a su padre; dirige la atención a su madrastra. «Sabía que cuando volviese a verla seguramente habría engordado unos kilos», escribió Danny Ángel.
—¿Cómo has sido capaz de escribir una cosa así sobre Carmella? —había reprochado el cocinero a voz en grito a su hijo escritor al leer por primera vez la hiriente frase.
—No es Carmella, papá —respondió Daniel. (Bueno, quizás el personaje de la madrastra en Parientes carnales no fuese Carmella, pero Danny Ángel le dedicó la novela). «Supongo que es mala suerte tener a un escritor en la familia», había dicho Ketchum al cocinero. «O sea, nos ponemos como fieras si Danny escribe sobre nosotros, o sobre algún conocido nuestro, pero también nos ponemos como fieras con él por no escribir sobre nosotros, o por no escribir realmente sobre sí mismo, sobre su verdadera identidad, quiero decir. ¡Para colmo, va y presenta a esa puñetera exmujer suya como una persona mejor de lo que era!». Todo eso era verdad, pensó el cocinero. En cierto modo lo que lo sorprendía de las narraciones de Daniel era lo que tenían de autobiográficas y, a la vez, de no autobiográficas. (Danny discrepaba, naturalmente. Tras sus tentativas literarias en el colegio, que sólo mostró al señor Leary —y esos relatos no eran más que una confusa mezcla de reminiscencias y fantasías, ambas exageradas, y casi tan «confusas» para Danny como lo eran para el difunto Michael Leary—, el joven novelista no había escrito en realidad textos autobiográficos ni mucho menos, no en su opinión). El cocinero no encontró el párrafo que buscaba en Parientes carnales. Volvió a dejar la tercera novela de su hijo en el estante, deslizando la mirada rápidamente por encima de la cuarta; «El salto a la fama», la llamaba Ketchum. A Tony Ángel ni siquiera le gustaba ver Los padres Kennedy, la novela en la que salía la falsa Katie, que era lo que él pensaba de aquel libro. La novela no sólo había dado la fama a su hijo; era un éxito de ventas internacional y el primer libro de Daniel adaptado al cine.
Casi todos decían que no era una mala película, pese a que no había arrasado como la novela ni de lejos. A Danny no le gustaba la versión cinematográfica, pero tampoco la detestaba; sencillamente prefería no saber nada del proceso de elaboración del filme. Dijo que no quería escribir un guión en la vida, y que no vendería los derechos cinematográficos de ninguna de sus otras novelas a menos que alguien escribiese antes una adaptación medio aceptable, y Danny leyese el guión antes de vender los derechos de la novela para el cine.
El escritor había explicado a su padre que no era así como operaba el mundo del cine; generalmente, los derechos para hacer una película a partir de una novela se vendían incluso antes de asignarse un guionista al proyecto. Con la exigencia de ver un guión acabado antes de contemplar la posible venta de los derechos sobre la novela. Danny Ángel se aseguraba en gran medida de que nunca se hiciese una película a partir de otro de sus libros, o no al menos mientras él viviese.
«Sospecho que en realidad Danny si detestó la película de Los padres Kennedy», había dicho Ketchum al cocinero.
Pero el maderero y el padre del autor debían andarse con cuidado al hablar de Los padres Kennedy en presencia del joven Joe. Danny había dedicado la novela a su hijo. A Ketchum y al cocinero les complació que como mínimo no dedicase el libro a Katie. Como es natural, Danny era consciente de que los dos viejos amigos no eran admiradores ni mucho menos de su famosa cuarta novela.
Era natural, había dicho al cocinero una de las editoras de Daniel —una de las extranjeras, una de las mujeres mayores con quienes se había acostado el escritor—, que cualquier novela de Danny Ángel posterior a Los padres Kennedy fuese criticada por no estar a la altura del innovador libro y clamoroso éxito que había sido la famosa cuarta novela. Con todo, Danny no se hizo un gran favor a sí mismo escribiendo una quinta novela densa y a la vez sexualmente perturbadora. Y como más de un crítico escribió, el autor sentía debilidad por el punto y coma; ¡incluso había usado este signo en el título!
El título —La tía soltera; o, Quedarse para vestir santos, como Daniel le había puesto— era una estupidez, simple y llanamente. «¡Por los clavos oxidados de Cristo!», había exclamado Ketchum en su conversación con el autor de superventas. «¿No podrías haberle puesto lo uno o lo otro?». En las entrevistas, Danny declaraba siempre que el título reflejaba la clase de narración decimonónica y anticuada que era la novela.
—Chorradas —había dicho el cocinero a su hijo—. Con ese título, da la impresión de que no has sido capaz de decidirte.
—Ese signo, comoquiera que se llame, parece una coma con una mosca aplastada encima —dijo Ketchum a Danny, refiriéndose a la ingente cantidad de puntos y coma—. Yo sólo escribo las cartas que os mando a tu padre y a ti, pero he escrito muchas, y dudo que en todas esas cartas haya usado esa mierda tanto como la usas tú en una puta página de esta novela.
—Se llama punto y coma, Ketchum —precisó el escritor.
—Me da igual cómo se llame —repuso el maderero—. ¡Sólo digo que lo usas demasiado!
Pero lo que de verdad sulfuró a Ketchum y al cocinero de la quinta novela de Danny Ángel fue, claro está, la puta dedicatoria: «A Katie, in memoriam».
Lo único que Tony Ángel pudo decir a Ketchum al respecto fue: «La cabrona de la Callahan partió el corazón a mi hijo y abandonó a mi nieto». (No era buen momento, comprendió Ketchum, para recordar a su viejo amigo que esa mujer también había librado a su hijo de la guerra y le había dado un nieto). Y para colmo estaba el tema de La tía soltera; o, Quedarse para vestir santos, pensó el cocinero, mirando con recelo la novela en el estante de la cocina. Aunque ambientada también en el North End, esta vez el chico que llega a la adolescencia es iniciado sexualmente por una tía suya —no por una prima mayor—, y la tía soltera, la que se queda para vestir santos, es un retrato de la hermana menor de Rosie, la desventurada Filomena Calogero.
«¡Esto no pudo ocurrir de ninguna de las maneras!», esperaba el cocinero, pero ¿acaso había deseado Daniel en su día que sí ocurriese, o es que casi había ocurrido? Una vez más (como en cualquier novela de Danny Ángel) los vividos detalles eran de lo más convincentes, y las descripciones sexuales de la tía del chico —¡aquella mujer menuda, tan digna de lástima y propensa a la autocompasión!— al cocinero le resultaron muy dolorosas, aunque no por ello dejó de leer una sola palabra.
Los críticos comentaron asimismo que «el quizá sobrevalorado autor… se repetía»; Daniel tenía treinta y nueve años cuando se publicó su quinta novela, en 1981, y todas esas críticas debieron de escocerle, pero se lo calló. Si la prima de Parientes camales anuncia al chico la ruptura admitiendo que siempre ha deseado acostarse con su padre, en la novela sobre la tía neurótica, ésta le dice al chico que imagina que tiene relaciones sexuales con el padre siempre que tiene relaciones sexuales con el hijo. («¿Qué manifestación de autotortura es ésta?», se había preguntado el cocinero al leer por primera vez La tía soltera; o, Quedarse para vestir santos). Quizá sí ocurrió en realidad, imaginaba ahora el hombre que añoraba el Dominic que llevaba dentro. Siempre había pensado que la hermana de Rosie, Filomena, estaba mal de la cabeza. Era incapaz de mirarla sin verse asaltado por la sensación de que era la máscara grotesca de Rosie; «una suplantadora de Rosie», tal como se la había descrito una vez a Ketchum. Pero al parecer Daniel, contra todo pronóstico, se había encaprichado con Filomena; el chico no podía quitarle el ojo de encima, y por lo visto no la miraba como a una tía. ¿Acaso la inconstante Filomena, que seguía sumida en la amargura y sin casarse (o eso suponía el cocinero), había aceptado realmente o incluso incitado a su afligido sobrino?
«¿Por qué no vas y, sin más rodeos, le preguntas a Danny si lo “estrenó” su tía la chiflada?», había preguntado Ketchum al cocinero. Ésa era una expresión vulgar de Coos County, y el cocinero la detestaba. (Si hubiese estado más atento a las conversaciones que se desarrollaban en torno a él en Boston, el cocinero se habría dado cuenta, quizá, de que «estrenar» era una expresión vulgar usada también en el North End). Había una parte de La tía soltera; o, Quedarse para vestir santos que les había encantado tanto a Ketchum como a Tony Ángel: la boda, ya al final. El chico ha crecido y se casa con el gran amor de su juventud, la chica que conoció en sus años de universidad, una novia indiferente donde las haya, y mucho más cercana al personaje de Katie en la vida real que la Caitlin de Los padres Kennedy. Danny también había puesto de vuelta y media a los hombres de la familia Callahan, aquellos chupadores de cubitos de hielo, unos republicanos aristocráticos y reprimidos que, en opinión de Danny, habían convertido a Katie en la transgresora anarquista que era. Era una cría que vivía de sus rentas familiares y se había reinventado a sí misma como radical, pero era una revolucionaria de pega. Katie sólo había hecho una pequeña revolución, una revolución sexual.
En el estante de la cocina del Avellino faltaba uno de los libros escritos por Danny Ángel. Era su sexta novela, todavía inédita. Pero el cocinero casi había acabado de leerla. Tony Ángel tenía unas galeradas arriba en su dormitorio. Ketchum disponía de otra copia. La novela les había causado a los dos una impresión ambivalente, y ninguno tenía prisa por terminarla.
Al este de Bangor estaba ambientada en un orfanato de Maine, allá por los años sesenta, cuando el aborto aún no se había legalizado. Prácticamente el mismo chico de las anteriores novelas de Danny Ángel —el puñetero chico de Boston que al final se marcha al internado— deja preñadas a dos de sus primas del North End, a una cuando todavía es alumno de Exeter (antes de aprender a conducir) y a la segunda ya en la facultad. Va a la Universidad de New Hampshire, naturalmente.
En el orfanato de Maine hay una vieja comadrona que practica abortos, una mujer de profunda benevolencia, inspirada, pensó el cocinero, en una inverosímil fusión entre el tierno y afable Paul Polcari (el «puto pacifista», como Ketchum insistía en llamarlo) y Jane la Piel Roja.
La primera prima que va a Maine tiene un hijo y lo deja allí; tan grande es su desconsuelo por haber tenido un niño y no saber qué ha sido de él que aconseja a la otra prima embarazada que no haga lo que ella hizo. La segunda prima embarazada va también a Maine, al mismo orfanato, pero para someterse a un aborto. El problema es que acaso la vieja comadrona no viva lo suficiente para realizar la intervención. Si al final es la joven comadrona en prácticas quien lleva a cabo la dilatación y legrado, es posible que la prima pague las consecuencias. La joven comadrona no sabe bien lo que se trae entre manos.
Ketchum y el cocinero tenían la esperanza de que la novela acabase bien, y a la segunda prima no le ocurriese ninguna gran desgracia. Pero, conociendo las novelas de Danny Ángel, los dos viejos lectores albergaban sus temores… Y había algo más que los preocupaba.
Hacía alrededor de un año Joe había dejado encinta a una chica en el Northfield Mount Hermon. Como su padre era famoso —para ser escritor, a Danny Ángel lo reconocía mucha gente—, y como Joe ya sabía algo sobre el tema de la novela que su padre estaba escribiendo, el chico no le había pedido ayuda. Los grupos antiabortistas formaban piquetes ante la mayoría de las clínicas y las consultas de los médicos donde era posible abortar; Joe no quería que su padre los llevase a la desventurada chica y a él a uno de esos sitios donde se apostaban los manifestantes. ¿Y si alguno de los llamados «provida» reconocía a su famoso padre?
«Un chico listo», dijo Ketchum a Joe cuando el hijo de Danny le escribió. El joven Joe había preferido no decírselo tampoco a su abuelo, pero Ketchum insistió en que el cocinero los acompañase.
Habían ido juntos a una clínica de abortos en Vermont. Ketchum y el cocinero ocuparon los asientos delanteros del coche del cocinero; Joe y la triste y asustada chica se sentaron detrás. Había sido una situación incómoda, porque los chicos ya no eran pareja. Habían roto casi un mes antes de que ella descubriese que estaba embarazada, pero los dos sabían que Joe era el padre de la criatura; estaban actuando como debían (en opinión del cocinero y Ketchum), pero para ellos era un trago difícil.
Ketchum intentó darles consuelo, pero —siendo Ketchum quien era— estuvo poco acertado. El maderero se fue de la lengua.
—Una cosa sí es de agradecer —dijo a la pareja visiblemente abatida del asiento de atrás—. Cuando esto mismo le pasó a tu padre y a una chica que él conocía, Joe, el aborto no era legal… ni era necesariamente seguro.
¿Se había olvidado el leñador de que el cocinero viajaba también en el coche?
—¡Así que por eso llevaste a Danny y a aquella DiMattia a Maine! —Exclamó Tony Ángel—. ¡Lo sabía! Dijiste que querías enseñarles el Kennebec. Lo llamaste «El último gran río en el acarreo de maderadas», o alguna chorrada por el estilo. Pero esa DiMattia, una boba de remate, le contó a Carmella que los habías llevado a Danny y a ella a algún sitio al este de Bangor. Yo sabía perfectamente que Bangor no estaba cerca del Kennebec ni mucho menos.
Ketchum y el cocinero habían discutido durante todo el camino hasta la clínica de abortos, donde había piquetes; Joe hizo bien en mantener a su famoso padre alejado de los manifestantes. Y en el camino de regreso —la exnovia y Joe pasarían el fin de semana en Brattleboro con el abuelo del muchacho— Joe tuvo abrazada a la chica en el asiento trasero, donde ella lloró y lloró. No podía tener más de dieciséis años, diecisiete como mucho. «No te pasará nada», decía una y otra vez Joe, que aún no había cumplido los diecisiete. Ketchum y el cocinero esperaban que así fuera.
Y ahora los dos hombres de mayor edad habían interrumpido la lectura en el último capítulo de Al este de Bangor, la novela de Danny Ángel sobre el aborto, como la llamarían. El cocinero veía algo de Ketchum en el personaje que llevaba al chico (y a su primera prima embarazada) a Maine. Por la descripción, el hombre campechano de cierta edad le recordaba también a Tony Molinari; Danny Ángel lo presentaba como jefe de cocina del restaurante del North End donde las dos primas embarazadas trabajan de camareras. Fue la manera de conducir la furgoneta que los lleva a Maine: eso fue lo que indujo a Tony Ángel a concebir al supuesto jefe de cocina como «el personaje de Ketchum». El parecido con Molinari fue un disfraz del que Danny revistió al personaje, porque naturalmente el escritor no sabía, cuando estaba terminando el último borrador de su novela sobre el aborto, que Ketchum ya había contado a su padre lo del embarazo de la DiMattia, y que el leñador los llevó a los dos a un orfanato en algún lugar al este de Bangor, en Maine.
El libro iba dedicado a esos dos cocineros a quienes Danny Ángel y su padre tanto apreciaban, Tony Molinari y Paul Polcari: «Un abbraccio para Tony M. y Paul R», había escrito el autor, respetando en cierta medida la privacidad de los dos hombres. («Un abrazo» para ellos del antiguo mozo de comedor/camarero/segundo jefe de cocina y pizzero suplente en el Vicino di Napoli). Los dos, como sabía el cocinero, estaban retirados; el Vicino di Napoli ya no existía, y otro restaurante con otro nombre ocupaba su lugar en North Square.
Tony Ángel viajaba aún periódicamente al North End para comprar algunas cosas. Quedaba con Molinari y Paul en el Caffe Vittoria para tomar un espresso. Ellos siempre le aseguraban que a Carmella le iban bien las cosas; se la veía razonablemente a gusto con cierto fulano. Para el cocinero no fue ninguna sorpresa que Carmella acabase con otro hombre; era hermosa y encantadora a la vez.
Quizás Al este de Bangor fuese una novela difícil de leer para el joven Joe, cuandoquiera que el texto cayese en sus manos: Joe no tenía tiempo para leer las novelas de su padre cuando estudiaba en el Northfield Mount Hermon. Por lo que el cocinero sabía, su nieto apenas había leído uno de los libros de su padre: Los padres Kennedy, por supuesto, aunque fuese sólo con la esperanza de saber algo más sobre su madre. (Dada la opinión de Ketchum acerca del personaje de Katie, lo que el joven averiguase acerca de su madre en esa novela «no valía ni una cagarruta de mapache», según el maderero). «En fin, ya estamos otra vez, preocupándome por Joe y todo lo que eso conlleva», pensaba el cocinero. Miró bajo los paños húmedos que tapaban la masa para la pizza; estaba lista para aplanarla, cosa que el cocinero hizo. Tony Ángel humedeció de nuevo los paños; los escurrió sólo parcialmente antes de volver a tapar las artesas para que la masa de la pizza subiera por segunda vez.
Pensó que podía empezar así su siguiente carta a Ketchum: «Son tantas las cosas de que preocuparse que no puedo dejar de hacerlo. Y te reirías de mí, Ketchum, porque he estado rezando». Pero el cocinero no empezó esa carta. Se sentía anormalmente agotado, y había dejado pasar la mañana sin hacer casi nada, aparte de la preparación de la masa y el paseo de ida y vuelta hasta la librería. Ya era hora de ocuparse de la compra. El Avellino no abría para el almuerzo, sino sólo para la cena. Tony Ángel compraba al mediodía; su personal se presentaba a media tarde.
En cuanto a preocupaciones, el cocinero no estaba solo; Danny también tendía a preocuparse mucho. Y ninguno de los dos se preocupaba tanto como Ketchum, pese a que era casi junio, ya habían superado ampliamente la temporada del barro en el sur de Vermont y en el norte de New Hampshire llevaban varias semanas sin barro. Era sabido que Ketchum se sentía casi eufórico en esas primeras semanas posteriores a la temporada del barro. Pero no ahora, y en realidad no desde que el cocinero había regresado a Vermont desde Iowa con su hijo y su nieto. A Ketchum no le gustaba que anduviesen cerca de New Hampshire, en particular su viejo amigo, ahora con ese nombre nuevo al que tan difícil le resultaba acostumbrarse.
Lo curioso era que el cocinero, pese a todas sus preocupaciones, no le daba la menor importancia a eso. Pues había pasado mucho tiempo; habían transcurrido dieciséis años desde su marcha de Boston, y veintinueve desde su última y accidentada noche en Twisted River. Dominic del Popólo, nacido Baciagalupo, que era ahora Tony Ángel, no sentía la menor preocupación por un vaquero viejo e irascible de Coos County, no cuando tenía otras cosas entre manos.
El cocinero debería haberse preocupado más por Cari, porque Ketchum tenía razón. Vermont estaba tocando a New Hampshire, peligrosamente cerca. Y el ayudante del sheriff, que contaba sesenta y seis años, se había jubilado; disponía de mucho tiempo libre, y el vaquero aún buscaba al pequeño tullido que le había arrebatado a su Jane la Piel Roja.