6. In medias res

En su piso del edificio sin ascensor en Wesley Place, el teléfono, por razones que desafiaban a toda lógica, estaba en el lado de la cama correspondiente a Carmella. Durante los años que pasó Danny primero en el internado y luego en la universidad, cuando el teléfono sonaba, el joven Dan era la razón por la que el cocinero deseaba contestar: con la esperanza de que fuera Daniel y no una noticia atroz sobre él. (La mayoría de las veces, cuando sonaba el teléfono, era Ketchum). Carmella había dicho a Danny que debería llamar a casa más a menudo. «¡Eres la única razón por la que tenemos teléfono, como no se cansa de repetirme tu padre!». A partir de ese momento el chico mostró mayor disposición a llamar con cierta frecuencia.

—¿No debería estar el teléfono en mi lado de la cama? —había preguntado Dominic a Carmella—. Me refiero a que tú no quieres tener que hablar con Ketchum. Y si es Daniel o, peor aún, si es una mala noticia sobre Daniel…

Carmella no lo dejó acabar.

—Si es una mala noticia sobre Danny, quiero enterarme yo primero, para ser yo quien te la dé a ti y rodearte los hombros con el brazo, igual que tú me lo dijiste a mí y me abrazaste —explicó ella.

—Eso es un disparate, Carmella —repuso el cocinero.

Pero así quedaron las cosas: el teléfono permaneció en el lado de la cama correspondiente a Carmella. Siempre que Ketchum telefoneaba a cobro revertido, ella aceptaba la llamada y solía decir: «Hola, señor Ketchum. ¿Cuándo voy a conocerlo? Estaría encantada de conocerlo algún día». (Ketchum no era muy locuaz, al menos con ella. Carmella enseguida entregaba el auricular a Dominic; «Gamba», lo llamaba cariñosamente). Pero la primavera de 1967, cuando llegó la noticia sobre el desdichado matrimonio de Danny —aquella espantosa mujer suya; el bueno de él se merecía algo mejor— y se recibieron más llamadas a cobro revertido desde el norte de lo habitual (la mayoría acerca de aquel policía amenazador), Ketchum acabó asustando a Carmella. Más tarde Dominic pensaría que posiblemente Ketchum había obrado así aposta. En una ocasión, después de saludar ella como de costumbre al viejo leñador —Carmella se disponía ya a entregar el auricular a Dominic, al otro lado de la cama—, Ketchum añadió: «No sé si querrá usted conocerme alguna vez, porque quizá no sea en las mejores circunstancias».

Eso puso los pelos de punta a Carmella; esa primavera ya estaba bastante alterada por cómo iban las cosas, y encima el señor Ketchum le metía miedo. Y Carmella deseaba que Danny sintiera tanto alivio como ella por la marcha de Katie. Una cosa era abandonar al hombre con quien una estaba —eso Carmella lo entendía—, pero que una madre se separara de su propio hijo era pecado. Carmella sintió alivio cuando Katie se marchó, porque ésta, en opinión de Carmella, habría sido una madre de pega si se hubiera quedado. Como es lógico, Katie Callahan nunca les había caído bien ni a Carmella ni a Dominic; los dos habían visto a no pocas clientas como ella en el Vicino di Napoli. «Se huele el dinero que lleva encima», había dicho Carmella al cocinero.

«No es que lo lleve encima exactamente, sino más bien debajo», había comentado el cocinero. Se refería a que el dinero de la familia de Katie era una red de seguridad para esa muchacha alocada; podía comportarse como le viniera en gana porque allí estaba el dinero de la familia para salvarla si se caía. Dominic tenía la certeza, igual que Ketchum, de que el supuesto espíritu libre de Katie Callahan era pura pantomima. Danny había interpretado mal a su padre: el chico pensaba que Katie no caía bien al cocinero única y exclusivamente porque la joven se parecía a Rosie, la madre infiel de Danny. Pero el físico de Katie poco tenía que ver con lo que desagradaba de ella a Dominic y Ketchum; lo que los molestaba a ambos, ya desde el principio, era precisamente que no se pareciera a Rosie Calogero.

Katie era sólo una joven renegada con un colchón de dinero debajo; «una simple malhechora sexual», la había llamado Ketchum. Rosie, en cambio, quería a un muchacho y a un hombre. Había quedado atrapada por querer sinceramente a los dos, y de allí que también ellos quedasen atrapados. La fulana de la Callahan, por el contrario, no había hecho más que follar con éste y aquél; peor aún, en su arrogancia política, Katie se consideraba por encima de trivialidades tales como el matrimonio y la maternidad.

Como Carmella sabía, Dominic se apenaba al ver que Daniel consideraba a su madre una incontrolada de la misma índole que Katie. Si bien Dominic puso todo su empeño en explicar el trío con Rosie y Ketchum a Carmella, ésta tuvo que admitir que no lo entendía mucho mejor que Danny. Carmella entendía la razón por la que sucedió, pero no que se prolongara tanto. Danny tampoco había comprendido esa parte. Carmella también se había enfadado con su querido Gamba por no haberle contado antes al chico lo de su madre. Hacía tiempo que Danny tenía edad para conocer la historia, y habría sido preferible que se la contase su padre antes de descubrirse el pastel en esa conversación entre Danny y el señor Ketchum.

Fue Carmella quien atendió el teléfono aquella mañana que Danny llamó a primera hora para hablar del tema.

—¡Secondo! —dijo al oír su voz por el aparato. Ése había sido el apodo de Danny durante los años que había trabajado en el Vicino di Napoli.

«Secondo Angelo», lo había llamado el viejo Polcari por primera vez; literalmente, el «Segundo Ángel».

Todos habían tenido la cautela de llamarlo «Angelo», nunca «Angelú», y en presencia de Carmella abreviaban el apodo reduciéndolo a «Secondo» a secas, si bien la propia Carmella sentía tal afecto por Danny que a menudo hablaba de él como su secondo fíglio (su «segundo hijo»).

En la jerga de un restaurante, secondo significa también «segundo plato», y por eso le había quedado ese sobrenombre.

Pero ahora el Secondo Angelo de Carmella no estaba de humor para charlar con ella.

—Tengo que hablar con mi padre, Carmella —dijo.

(Ketchum había prevenido al cocinero de que Danny llamaría. «Lo siento, Coci», había empezado esa llamada de Ketchum. «La he cagado»). Esa mañana de abril en que telefoneó Danny, Carmella sabía que el joven estaría indignado con su padre por no habérselo contado todo. Naturalmente, oyó principalmente la conversación por la parte de Dominic; aun así, dedujo cómo se desarrollaba la llamada telefónica: mal.

—Lo siento, tenía la intención de contártelo —empezó el cocinero.

Carmella oyó la respuesta de Danny, porque le hablaba a gritos a su padre por el teléfono. —¿Y a qué esperabas?

—Quizás a que te pasara algo como esto para que entendieras lo difícil que es el trato con las mujeres —contestó Dominic. Allí en la cama, Carmella le dio un puñetazo. Con «esto», el cocinero se refería a la marcha de Katie, por supuesto, como si esa relación, que había sido un error desde el principio, pudiese compararse siquiera a lo ocurrido entre Rosie y Ketchum. ¿Y por qué había mentido al chico acerca del oso durante tanto tiempo? Carmella no alcanzaba a entenderlo; desde luego, no esperaba que Danny lo entendiera.

Se quedó allí tendida, escuchando al cocinero mientras le hablaba a su hijo de aquella noche en la cocina del pabellón, cuando Rosie confesó que se acostaba con Ketchum y de pronto Ketchum cruzó la puerta mosquitera, estando todos borrachos, y Dominic golpeó a su viejo amigo con la sartén. Por suerte, Ketchum se había visto envuelto en peleas de sobra; nunca acababa de creerse que existiera algún ser vivo cuya intención no fuera propinarle un golpe. Era un hombretón de reacciones muy arraigadas. Debió de desviar la sartén con el antebrazo, ladeando ligeramente el arma que Dominic sujetaba con la mano, de modo que sólo lo alcanzó el borde de hierro colado de la sartén, y lo alcanzó en pleno centro de la frente, no en la sien, donde, incluso tras haber frenado la agresión, un golpe con un utensilio de semejante peso podría haberle causado la muerte.

Entonces no había médico en Twisted River, ni había siquiera una serrería o una supuesta laguna en lo que sería la Presa de la Muerta, donde con el tiempo se instalaría un médico que era un tarado absoluto. Rosie le dio unos puntos en la frente a Ketchum sobre una de las mesas del comedor; usó el alambre de acero inoxidable ultrafino que el cocinero tenía siempre a mano para coser los pollos y los pavos. El cocinero había esterilizado previamente el alambre hirviéndolo, y Ketchum bramó como un alce durante todo el proceso. Dominic, renqueante, dio vueltas y más vueltas en torno a la mesa mientras Rosie les hablaba a los dos. Airada como estaba, no se anduvo con muchas delicadezas a la hora de dar los puntos.

«Ojalá estuviera cosiéndoos a los dos», dijo, mirando a Dominic, antes de anunciarles cómo iban a ser las cosas en adelante. «Como haya un solo acto violento más entre vosotros os abandonaré a los dos, ¿queda claro?», preguntó. «Si prometéis no haceros daño mutuamente jamás… Más aún, si prometéis cuidar el uno del otro, como buenos hermanos…, nunca abandonaré a ninguno de los dos, hasta la muerte. O sea, podéis tenerme a medias, o podéis quedaros los dos sin mí, y en este caso, me llevo a Danny. ¿Entendido?». Los dos se dieron cuenta de que ella hablaba muy en serio.

—Supongo que tu madre, orgullosa como era, no quiso volver a Boston después del aborto, y consideró que yo era demasiado joven para dejarme solo al morir mi madre —oyó Carmella que le decía Dominic a Danny—. Rosie debió de pensar que tenía que cuidar de mí, y sabía que yo la quería, claro. No me cabe duda de que también Rosie me quería a mí, pero para ella yo no era más que un buen chico, y cuando conoció a Ketchum…, en fin, él tenía su misma edad. Ketchum era un hombre. No nos quedó más remedio que conformarnos, Daniel… Tanto Ketchum como yo la adorábamos, y ella, creo, a su manera, nos quería a los dos.

—¿Qué pensaba Jane de todo eso? —preguntó Danny a su padre, porque Ketchum le había dicho que la Piel Roja lo sabía todo.

—Pues exactamente lo que cabía esperar de Jane —respondió su padre—. Decía que los dos éramos unos capullos. Jane pensaba que los tres corríamos un gran riesgo; según la india, era una apuesta peligrosa que difícilmente saldría bien. Yo también lo pensaba, pero tu madre no nos dejó otra opción, y Ketchum siempre fue más aficionado al riesgo que yo.

—Tendrías que habérmelo contado antes —insistió su hijo.

—Ya lo sé, Daniel; perdona —oyó decir Carmella al cocinero.

Más adelante, Dominic contaría a Carmella qué le había dicho Danny en ese momento.

—Lo del oso no me importa tanto: era una buena historia —dijo Danny a su padre—. Pero hay otra cosa en la que te equivocaste. Según me has dicho tú mismo, sospechas que Ketchum mató a Pinette el Suertudo. Tú y Jane, y la mitad de aquellos niños de West Dummer…, es lo que me contasteis todos.

—Creo que es posible que Ketchum lo matara, Daniel.

—Y yo creo que te equivocas. Pinette el Suertudo fue asesinado en su cama, en la vieja Boom House a orillas del Androscoggin. Cuando lo encontraron, tenía la cabeza aplastada con un martillo marcador, ¿no es eso lo que cuentan? —preguntó Daniel Baciagalupo, el escritor, a su padre.

—Así es, exactamente —contestó su padre—. Pinette el Suertudo tenía la letra «H» marcada en la frente.

—Un asesinato a sangre fría, ¿no, papá?

—Desde luego eso pareció, Daniel.

—Pues en ese caso no fue Ketchum —dijo Danny—. Si a Ketchum le resultó tan fácil asesinar a Pinette el Suertudo en la cama, ¿por qué no mata ahora a Cari y sanseacabó? Ketchum tendría un sinfín de maneras de matar al vaquero…, siempre y cuando Ketchum fuera un asesino.

Dominic sabía que Daniel tenía razón. («¡A lo mejor el chico sí es un escritor!», diría el cocinero al contárselo a Carmella). Porque si Ketchum fuese un asesino, el vaquero ya estaría muerto. Ketchum había prometido a Rosie que cuidaría de Dominic —los dos habían prometido cuidarse mutuamente—, y, dadas las circunstancias, ¿qué mejor manera que ésa para cuidar de Dominic? Simplemente matando al vaquero, en la cama o allí donde el leñador sorprendiera a Cari traspuesto.

—¿Es que no lo entiendes, papá? —había preguntado Danny—. Si Pam se lo cuenta todo a Cari, y el vaquero no nos encuentra ni a ti ni a mí, ¿por qué no iba a ir a por Ketchum? Sabrá que Ketchum siempre lo ha sabido todo… ¡Se lo dirá la Seis Jarras!

Pero padre e hijo conocían la respuesta. Si el vaquero iba a por Ketchum, Ketchum sí lo mataría, eso lo sabían los dos, Ketchum y Cari. Como la mayoría de los hombres que pegan a las mujeres, el vaquero era un cobarde; probablemente Cari no se atrevería a ir a por Ketchum, ni siquiera armado de un rifle con mira telescópica. El vaquero sabía que no resultaría fácil matar al maderero, a diferencia del cocinero.

—¿Papá? —preguntó Danny—. ¿Cuándo demonios vas a largarte de Boston?

Por la cara de culpabilidad y temor con que Dominic se volvió en la cama para mirar a Carmella, ésta debió de saber cuál era el nuevo tema de conversación. Habían hablado de la posibilidad de que Dominic se marchara de Boston, pero el cocinero no pudo o no quiso decirle a Carmella cuándo se iría.

Cuando Dominic se lo contó todo a Carmella al principio, dejó especialmente claro un asunto; si alguna vez Cari iba a por él, y el cocinero tenía que huir, Carmella no podría acompañarlo. Había perdido a su marido y a su único hijo. Sólo se había librado de una cosa: no los había visto morir. Si Carmella huía con Dominic, tal vez el vaquero no la matara a ella, pero ella tendría que presenciar la muerte del cocinero.

—Eso no lo permitiré —había añadido Dominic—. Si ese capullo viene a por mí, me marcho solo.

—¿Por qué Danny y tú no se lo contáis a la policía, sin más? —había preguntado Carmella—. ¡Lo que le pasó a Jane fue un accidente! ¿Acaso no puede comprender la policía que Cari está loco y que es peligroso?

Para alguien que no fuera de Coos County resultaba difícil de entender. De entrada, el vaquero era la policía, o lo que allí en el norte pasaba por policía. En segundo lugar, no era delito estar loco y ser peligroso; no lo era en ningún sitio, y menos en el norte de New Hampshire. Tampoco era un gran delito que Cari hubiera enterrado el cadáver de Jane o de algún modo se hubiera deshecho de él sin decírselo a nadie. La cuestión era que no la había matado el vaquero, sino Danny. Desde un principio, el cocinero tenía edad más que suficiente para saber que no debía huir, y si se hubiese quedado y sencillamente hubiese contado la verdad a alguien… En fin, en ese caso tal vez todo se hubiese resuelto de la mejor manera posible. (O Dominic podría haber vuelto a Twisted River con Daniel. El cocinero podría haber salido del paso con un farol, como pretendía Ketchum, como quería también el pequeño Dan). Naturalmente ya era demasiado tarde para cambiar las cosas. El cocinero contó a Carmella todo esto muy al comienzo de la relación; ella aceptó las condiciones. Ahora que lo amaba, y no poco, lamentaba ese pacto. No irse con él si Dominic tenía que irse le resultaría muy difícil. Como es lógico, Dominic sabía que echaría de menos a Carmella, más de lo que había echado de menos a Jane la Piel Roja. Quizá no tanto como los dos, Ketchum y él, echaban aún de menos a Rosie, pero el cocinero sabía que Carmella era especial. Así y todo, cuanto más quería a Carmella, tanto más reacio era a llevarla consigo.

Tendida en la cama, Carmella pensaba en los sitios del North End a los que ya no podía ir: unos porque había ido allí con el pescador; otros —más dolorosamente— porque relacionaba zonas concretas del barrio con determinadas actividades en las que había participado con Angelú. Y ahora, cuando Dominic (su querido Gamba) se fuera, ¿a qué lugares no podría ir ya más?, se preguntaba la viuda del Popólo.

Después de ahogarse Angelú, Carmella dejó de pasear por Parmenter Street, concretamente por las inmediaciones de lo que en su día fue el colegio Cushman. Este centro de enseñanza primaria, al que asistió Angelú en su etapa escolar inicial, estaba ahora derruido. (Lo habían demolido en el 55, o acaso el 56, Carmella no lo recordaba). En su lugar se alzaría con el tiempo una biblioteca, pero Carmella nunca pasaría frente a esa biblioteca.

Como siempre había sido camarera en el Vicino di Napoli —fue su primer empleo y acabó siendo el único—, tenía libres casi todas las mañanas. Cuando los alumnos más pequeños del Cushman salían de excursión por el barrio, Carmella siempre era de las madres que se ofrecían voluntarias para acompañarlos, sólo por ayudar a las maestras en la salida. Por esa razón, ya no se acercaba nunca a la Vieja Iglesia del Norte, donde ella y la clase de Angelú habían ido a ver el campanario, restaurado en 1922 por los descendientes de Paul Reveré. Era una iglesia episcopaliana —a la que Carmella no habría asistido porque ella era católica—, pero era famosa (sobre todo por el papel que había desempeñado cuando Paul Reveré ejerció de mensajero en la guerra). Allí se conservaban, bajo cristal, los ladrillos de la celda donde habían estado presos los Padres Peregrinos en Inglaterra.

Por dos motivos, Carmella no podía pasar frente al Mariners House de North Square, lo cual no dejaba de ser una molestia por lo cerca que estaba del Vicino di Napoli. Pero era el punto de referencia de la Sociedad de los Marinos y del Puerto de Boston, «dedicada a servir a los navegantes». Los niños de la clase de Angelú habían visitado el Mariners House, pero Carmella se había saltado esa excursión: al fin y al cabo, ella había perdido a un pescador en el mar.

Era absurdo lo mucho que la atormentaba todo aquello que tenía algún lazo, por inocuo que fuese, con el pescador y Angelú, pero así era. Le encantaba el Caffe Vittoria, pero esquivaba la sala con fotografías de Rocky Marciano, porque tanto el pescador como Angelú admiraban al campeón de los pesos pesados. Y Carmella había comido con su marido y su hijo en el Grotta Azzura de Hanover Street, donde también acostumbraba comer Enrico Caruso. Ahora ya nunca iba allí.

El pescador le había contado que ningún marinero había sido asaltado nunca en Hanover Street, ni lo sería jamás; era un paseo seguro incluso para los marineros más borrachos, desde los muelles hasta el Oíd Howard ida y vuelta. Además de los locales de striptease, en Scollay Square había bares baratos frecuentados por marineros y salones de juego. (Naturalmente todo esto cambiaría; la propia Scollay Square desaparecería). Pero para Carmella el mundo donde había vivido con su marido ahogado y su hijo ahogado era sagrado y a la vez fantasmagórico: ¡Hanover Street de punta a punta!

Incluso las gaviotas carroñeras por encima del Haymarket le traían a la memoria los sábados que había pasado allí observando a la gente, con Angelú cogido de la mano. Ahora miraba con cautela el restaurante de Fleet Street donde antes se hallaba el Stella’s; de vez en cuando cenaba allí con Dominic, las noches que el Vicino di Napoli cerraba. También comían en el Europeo; Dominic solía pedir los calamares fritos, pero nunca al estilo neoyorquino. («Guárdese la salsa roja; a mí me gustan sólo con limón», decía el cocinero). ¿Sería capaz de volver a comer en esos sitios cuando Gamba se fuese?, se preguntaba Carmella.

Sin duda tendría que mudarse a un piso más pequeño. ¿Haría tanto calor en el piso durante el verano que acabaría como esas ancianas de la casa de vecindad de Charter Street? Sacaban las sillas de sus pisos a la acera, donde se estaba más fresco. Aquellas casas de vecindad sin agua caliente se engalanaban con banderines para las fiestas de los santos patrones en verano. Carmella se acordó entonces de Angelú de niño, sobre los hombros del pescador; en Hanover Street habían cortado el tráfico para una procesión. Era la festividad de San Rocco, recordaba Carmella. Ahora ya no le gustaba ver las procesiones.

En 1919, Giusé Polcari era joven. Se acordaba de la Explosión de la Melaza, que mató a veintiuna personas en el North End, incluido el padre de un niño que Joe Polcari conocía. «¡Murió cocido en un maremoto de melaza caliente!», había explicado el viejo Joe a Danny. Aunque se había acabado la guerra, quienes oyeron la explosión creyeron que llegaban los alemanes, que estaban bombardeando el puerto de Boston o algo así. «¡Vi un piano entero flotar en la melaza!», contó el viejo Polcari al joven Dan.

En la cocina del Vicino di Napoli había una fotografía en blanco y negro de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti; los dos inmigrantes anarquistas estaban esposados el uno al otro. Sacco y Vanzetti fueron condenados a la silla eléctrica por el asesinato del encargado de pagos y el del vigilante de una fábrica de zapatos de South Braintree. El viejo Polcari —en sus últimos días de confusión senil— no recordaba todos los detalles, pero sí recordaba las marchas de protesta. «¡A Sacco y Vanzetti los empapelaron! Un soplón de la cárcel de Charlestown Street los denunció, y el estado de Massachusetts premió al soplón con el viaje de regreso a Italia gratis», le había contado el viejo Joe a Danny. Hubo una manifestación por Sacco y Vanzetti que partió de Hanover Street, en el North End, y llegó hasta Tremont Street, donde la policía montada disolvió la multitud; participaron miles de manifestantes, entre ellos Joe Polcari.

«Si tú o tu hijo tenéis algún problema, Gamba, házmelo saber», dijo Giusé Polcari a Dominic. «Conozco a cierta gente: ellos te resolverán el problema». El viejo Polcari se refería a la Camorra, la versión napolitana de la Mafia, aunque Dominic en el fondo no entendía la diferencia. De pequeño, cuando se portaba mal, Nunzi lo llamaba «su camorrista». Pero a Dominic le daba la impresión de que era la Mafia la que tenía más o menos bajo control el North End, donde tanto a la Mafia como a la Camorra se las conocía como la «Mano Negra».

Cuando Dominic contó a Paul Polcari que quizás el vaquero iría a por él, Paul dijo:

—Si mi padre viviera, llamaría a sus compinches de la Camorra, pero yo no sé qué decirte de esa gente.

—Yo tampoco sé qué decirte de la Mafia —dijo Tony Molinari a Dominic—. Si hacen algo por ti, quedas en deuda con ellos.

—No quiero involucraros en mis problemas —les contestó Dominic—. No pienso pedir ayuda a la Mafia, ni a la Camorra.

—El poli loco no irá a por Carmella, ¿verdad? —preguntó Paul Polcari al cocinero.

—No lo sé; no estaría de más tener a Carmella bajo vigilancia —respondió Dominic.

—La vigilaremos, dalo por hecho —aseguró Molinari—. Si ese vaquero se presenta aquí, en el restaurante… En fin, tenemos toda clase de cuchillos, grandes y pequeños…

—Y botellas de vino —sugirió Paul Polcari.

—Eso ni pensarlo —advirtió Dominic—. Si Cari viene a buscarme, vendrá armado; no iría a ningún sitio sin su Colt cuarenta y cinco.

—Sé qué diría mi padre —comentó Paul Polcari—. Diría: «Un cuarenta y cinco no es nada, no si alguna vez has intentado entrar en materia con una de esas costureras de la fábrica de camisas. ¡Hasta desnudas llevan agujas encima!». —(Joe Polcari se refería a la fábrica Leopold Morse del viejo edificio de Prince Macaroni; según su hijo Paul, Giusé debía de haberse tirado a alguna nena de armas tomar que trabajaba allí, o como mínimo haberlo intentado). Los tres cocineros se echaron a reír, e hicieron el esfuerzo por olvidarse del ayudante del sheriff de Coos County ¿Qué podían hacer aparte de intentar olvidarlo?

El viejo Polcari tenía un centenar de chistes como ese sobre las costureras de camisas.

—¿Os acordáis de aquel sobre la mujer que tenía el turno de noche en la Compañía de Embutidos y Víveres de Boston? —preguntó Dominic a Paul y Tony.

Los dos chefs prorrumpieron en carcajadas.

—Sí, trabajaba en el departamento de carne despellejada —dijo Paul Polcari.

—Tenía un cuchillito escondido, para pelar las salchichas —recordó Molinari.

—¡Era capaz de pelarte el pene como si fuera una uva! —exclamaron los tres cocineros, casi al unísono. En ese momento entró Carmella en el restaurante y dejaron de reír.

—¿Más chistes verdes? —preguntó ella.

Estaban calentando el horno para las pizzas y esperando a que subiera la masa; era media mañana, pero la salsa marinara ya hervía a fuego lento. Carmella advirtió lo preocupados que parecían de pronto, y que eludían su mirada.

—Hablabais de Cari, ¿verdad? —preguntó; parecían chicos a quienes hubiesen sorprendido meneándosela—. Tal vez deberías hacer lo que dice Ketchum; tal vez, Gamba, deberías hacer caso a tu viejo amigo —dijo a Dominic. Habían pasado dos meses desde el aviso de Ketchum, pero el cocinero aún no podía o no quería decir a Carmella cuándo se iría.

Ahora ninguno de ellos se sentía capaz de mirar a su querido Gambacorta, el cocinero que cojeaba.

—Tal vez deberías irte, si es que piensas irte —dijo Carmella a Dominic—. Ya casi es verano —anunció de pronto—. ¿Los policías tienen vacaciones en verano? —preguntó.

Era junio, casi el último día de colegio. Para Carmella ése era un momento del año difícil. De repente no le quedaba ningún sitio adonde ir en el North End. Los niños liberados de las aulas andaban por todas partes; Carmella se acordaba de su Angelú primú, su primer Ángel.

Habían transcurrido ya dos lentos meses desde que el ayudante del sheriff vivía con la Seis Jarras. Sí, aún era una relación relativamente nueva, pero —como Ketchum había señalado— dos meses eran mucho tiempo para que Cari se abstuviera de sacudir a una mujer. Por lo que el cocinero recordaba, el vaquero rara vez se pasaba una semana sin pegar a Jane la Piel Roja.

Había cosas que Carmella nunca contó a su amado Gamba sobre su querido hijo Daniel. Por ejemplo, que el chico se las arregló para que se lo cepillaran antes de marcharse a Exeter. Carmella había sorprendido a Danny con una de sus sobrinas, una de las DiMattia: Josie, la hermana menor de Teresa. Carmella se había ido a trabajar al restaurante, pero cayó en la cuenta de que se había olvidado algo y tuvo que regresar al piso de Wesley Place. (Ahora ya ni siquiera recordaba qué se había olvidado). Ese día Danny libraba en su empleo de mozo de comedor. Ya sabía que le habían concedido la beca integral en Exeter; quizás estaba celebrándolo. Carmella sabía, por supuesto, que Josie DiMattia era mayor que Danny; casi con toda seguridad había sido Josie la incitadora. Y eso que desde el principio Dominic sospechaba que sería Teresa DiMattia —o su amiga Elena Calogero, una prima camal sin lugar a dudas— quien iniciaría sexualmente a Danny.

¿Por qué preocupaba eso tanto a Gamba?, se preguntaba Carmella. Si el chico hubiese tenido más sexo —se refería a sus años de estudiante en Exeter—, quizá no se habría encaprichado con aquella Callahan en la universidad. Y si se hubiese follado a unas cuantas primas carnales más —de los Calogero y los Saetta, o, ya puestos, a todas las mujeres de la familia DiMattia—, ¡posiblemente habría dejado preñada a una chica mucho más agradable que Katie!

Pero como Dominic se había obsesionado con Elena Calogero y Teresa DiMattia, cuando Carmella entró en el piso y vio a Danny follándose a alguien en su cama, primero supuso que era Teresa quien estaba iniciando al chico de quince años, visiblemente asustado. ¡El joven Dan estaba asustado, como es lógico, porque Carmella los había pillado con las manos en la masa!

—¡Teresa, menuda puta estás tú hecha! —exclamó Carmella. (En realidad la había llamado trota —por aquella troyana de triste fama—, pero la palabra significaba, claro está, «puta»).

—Soy Josie, la hermana de Teresa —replicó la chica, indignada. Debió de ofenderla que su tía no la reconociese.

—Ah, sí, eres tú —contestó Carmella—. ¿Y cómo se te ocurre usar nuestra cama, Danny? Ya tienes la tuya, disgraziato…

—Jo, tía, la vuestra es más grande —respondió Josie.

—¡Espero que te hayas puesto un condón! —exclamó Carmella.

Dominic usaba condones; no le importaba, y Carmella lo prefería. Tal vez el chico había encontrado los condones de su padre. Por lo que se refería a los condones, éste era un mundo absurdo, como Carmella bien sabía. En la farmacia Barones, tenían los condones escondidos donde nadie los viera. Si un chico los pedía, el farmacéutico lo ponía de vuelta y media. Y sin embargo, cualquier padre responsable con un hijo de esa edad aconsejaría al chico que usase condón. ¿De dónde exactamente se suponía que debían sacarlos?

—¿Era uno de los condones de tu padre? —preguntó Carmella a Danny, que permanecía allí inmóvil, tapado con la sábana; se moría de vergüenza por verse sorprendido de aquel modo. La DiMattia, en cambio, no se había molestado siquiera en cubrirse los pechos. Se limitó a quedarse allí sentada, desnuda, con un mohín, mirando a su tía con actitud desafiante.

—¿Vas a confesarte de esto, Josie? —preguntó Carmella a la muchacha—. ¿Cómo vas a confesarte de esto?

—Los condones los he traído yo; me los dio Teresa —repuso Josie, haciendo caso omiso a la pregunta más amplia sobre la confesión.

En ese punto, Carmella sí se enfadó. ¿Qué se había pensado esa tonta de Teresa? ¿Cómo se le ocurría darle condones a la cría de su hermana?

—¿Cuántos te dio? —preguntó Carmella. Pero antes de que la muchacha tuviera ocasión de contestar, Carmella preguntó a Danny:

—¿Es que no tienes deberes? —En ese momento Carmella pareció tomar conciencia de que pecaba de cierta hipocresía al juzgar con tal precipitación a Teresa. (¿No debería estar agradecida a Teresa por dar condones a la cría de su hermana? Ahora bien, ¿acaso había seducido Josie a Secondo gracias a los condones que le habían facilitado?).

—Jo, tía, ¿querías que los contase o qué? —preguntó Josie, refiriéndose a los condones. El pobre Danny parecía desear que se lo tragara la tierra, Carmella siempre se acordaría.

—Bueno, chicos, mucho cuidado; tengo que irme a trabajar —dijo Carmella—. ¡Josie! —vociferó cuando salía del piso, justo antes de cerrar de un portazo—. ¡Lava las sábanas y haz la cama… o se lo diré a tu madre!

Carmella se preguntó si habrían follado toda la tarde y parte de la noche, y si habrían tenido condones suficientes. (Tan alterada estaba que se olvidó de que había vuelto al piso porque se le había olvidado una cosa). El deseo de su amado Gamba había sido que su hijo permaneciera a salvo de las chicas, ¡y cómo había llorado el cocinero cuando Danny se marchó a Exeter! Sin embargo, Carmella nunca fue capaz de decirle que en realidad enviar al chico al internado no había servido de nada. (No para lo que Dominic pretendía). Dominic también se había dejado impresionar en exceso por la lista de universidades a las que asistían muchos graduados de Exeter; el cocinero no entendía por qué en sus estudios en la academia Danny no había alcanzado el nivel para acceder a alguno de los centros de élite de la Ivy League. La Universidad de New Hampshire lo había decepcionado, al igual que las notas de su hijo en Exeter. Pero la academia era un colegio muy difícil para alguien salido del Mickey, y Danny había demostrado escasas aptitudes para las matemáticas y las ciencias.

Las notas del muchacho no eran gran cosa, principalmente porque escribía a todas horas. El señor Leary estaba en lo cierto: en Exeter no se valoraba la llamada escritura creativa, pero sí la mecánica de la buena redacción. Y hubo allí algún que otro profesor de lengua que desempeñó con Danny el papel del señor Leary: leyeron los relatos que les enseñaba el joven Baciagalupo. (Y además ni una sola vez le sugirieron el uso de un nom de plume). Otra cosa que hizo Danny en Exeter fue correr como un demente. En otoño corría campo a través, y en invierno y primavera con los equipos de atletismo. Detestaba la educación física obligatoria del colegio, pero le gustaba correr. Era más que nada corredor de fondo; sencillamente esa clase de esfuerzo se adaptaba bien a su cuerpo, a su escaso peso. Nunca fue muy aficionado a la competición; le gustaba dejarse la piel, correr lo más rápido posible, pero no le interesaba vencer a nadie. Antes de ir a Exeter nunca había podido correr, y allí uno tenía la posibilidad de correr todo el año.

En el North End no había donde correr, no si a uno le gustaba correr cierta distancia. Y en Great North Woods no había ningún sitio donde correr exento de peligro; si uno intentaba correr en aquellos bosques, sin duda tropezaría con algo, y si corría por una vía de saca, un camión maderero lo arrollaría o lo echaría a la cuneta. Las compañías madereras eran las dueñas de esas pistas forestales, y los capullos de los camioneros —como Ketchum los llamaba— conducían como si los dueños fuesen ellos. (Por otro lado, estaba la caza del ciervo, naturalmente, tanto la temporada del arco como la temporada de las armas de fuego. Si uno intentaba correr por el bosque o en una vía de saca durante la temporada del ciervo, se exponía a que algún capullo, un cazador, le pegara un tiro o lo traspasara con una flecha de caza). Cuando Danny contó a Ketchum en una carta que corría en Exeter, Ketchum contestó lo siguiente: «Diantres, Danny, menos mal que no te dio por correr en Twisted River. En la mayoría de los sitios de Coos County que yo conozco, si veo correr a un fulano doy por hecho que anda huyendo por alguna fechoría. Aquí, para ir sobre seguro, habría que pegarle un tiro a todo aquel que ves correr».

A Daniel le encantaba el pabellón de atletismo de Exeter: el Thompson Cage disponía de una pista de madera inclinada por encima de otra de tierra batida. Era un buen lugar para pensar en los relatos que concebía; tenía la mente muy clara cuando corría, descubrió Danny, sobre todo al empezar a cansarse.

Cuando terminó en Exeter con notable en lengua e historia y aprobado en prácticamente todo lo demás, el señor Carlisle dijo a Dominic y Carmella que tal vez era un chico de «maduración tardía». Pero, como escritor, publicar una primera novela menos de un año después de acabar el Taller de Iowa era un logro más bien propio de un chico de maduración temprana; el señor Carlisle hablaba en términos estrictamente académicos, claro está. Y, en la Universidad de New Hampshire, Danny sacó unas notas excelentes; en comparación con Exeter, la Universidad de New Hampshire era fácil. En Durham, la experiencia más difícil fue conocer a Katie Callahan, y todo lo que ocurrió con ella, en Durham y en Iowa City. Ni Carmella ni su amado Gamba eran aún capaces de hablar de esa joven sin sentir náuseas, casi como si estuvieran intoxicados.

—Y ya ves tú, Gamba, preocupándote por unas cuantas italianas calenturientas en el North End —había estallado una vez Carmella ante él—. ¡Ese iceberg de la Universidad de New Hampshire, eso es lo que tendrías que haber visto venir!

«Un chocho frío», era como Ketchum había descrito a Katie.

—También fue por tanto escribir —había contestado Dominic a Carmella—. Horas y horas imaginando cosas: eso no podía hacerle ningún bien a Daniel.

—Tú deliras. Gamba —repuso Carmella—. Danny no se inventó a Katie. ¿Y de verdad hubieras preferido que se fuera a Vietnam en lugar de eso?

—Ketchum no lo habría permitido —contestó Dominic—. Ketchum no hablaba en broma, Carmella. Daniel habría sido un escritor con unos cuantos dedos menos en la diestra.

Después de todo, tal vez prefería no conocer al señor Ketchum, no pudo por menos de pensar Carmella.

El escritor Daniel Baciagalupo obtuvo el máster en el Taller Literario de Iowa en junio de 1967. Casi inmediatamente después de titularse, el escritor, junto con su hijo de dos años, Joe, se trasladó a Vermont. Pese a sus tribulaciones con Katie, a Danny le gustaba Iowa City y el Taller Literario, pero en Iowa el verano era caluroso, y deseaba buscar con calma una vivienda en Putney, Vermont, donde estaba el Windham College. También era preciso organizar debidamente los cuidados que precisaría el pequeño Joe durante el día, y contratar a una niñera para el niño, aunque tal vez un par de alumnas de Danny en la universidad estuvieran dispuestas a echarle una mano.

En Iowa sólo contó a uno de sus profesores (y a nadie más) la idea del nom de plume: el escritor Kurt Vonnegut, que era un hombre considerado y un buen profesor. Vonnegut también estaba al corriente de las dificultades de Danny con Katie. Danny no explicó al señor Vonnegut la razón por la que contemplaba la posibilidad de adoptar un seudónimo, sino sólo que no le complacía la idea.

«Da igual cómo te llames», contestó Vonnegut. También dijo al joven escritor que Vida de familia en Coos County, el primer libro de Danny, era una de las mejores novelas que había leído. «Eso es lo que cuenta, no cómo te llames», afirmó el señor Vonnegut.

La única crítica que dejaría caer el autor de Matadero cinco era lo que describía como un problema de puntuación. El señor Vonnegut no veía bien el abuso del punto y coma. («La gente ya supondrá que fuiste a la universidad; no hace falta que se lo demuestres», dijo a Danny). Pero el punto y coma procedía de esas anticuadas novelas decimonónicas que inicialmente habían infundido en Daniel Baciagalupo el deseo de ser escritor. Había visto los títulos y los nombres de los autores en las novelas dejadas por su madre, los libros que su padre había legado a Ketchum en Twisted River. Danny llegaría a Exeter sin haber leído aún esos libros, pero una vez allí prestó especial atención a dichos autores: Nathaniel Hawthorne y Hermán Melville, por ejemplo. Escribían frases largas y complicadas; a Hawthorne y Melville les gustaba el punto y coma. Además eran escritores de Nueva Inglaterra, los dos: los favoritos de Daniel. Y el novelista inglés Thomas Hardy ejercía una atracción natural en Daniel Baciagalupo, quien —a sus veinticinco años— había visto ya su parte de lo que parecía obra del destino.

Entre sus compañeros del Taller en Iowa se había sentido un tanto solo, en el sentido de que admiraba a esos escritores antiguos más que a la mayoría de los contemporáneos. Pero a Danny sí le interesaban los libros de Kurt Vonnegut, y también le interesaba él personalmente. En cuanto a su formación como escritor, Danny tuvo suerte con los profesores, empezando por Michael Leary.

«Ya encontrarás a alguien», dijo Vonnegut a Danny cuando se despidieron en Iowa City. (Seguramente su profesor se refería a que, con el tiempo, Danny encontraría a la mujer adecuada). «Y», añadió Kurt Vonnegut, «quizás el capitalismo sea benévolo contigo». Ese último pensamiento fue el que acompañó a Danny mientras volvía al este en coche. «Quizás el capitalismo sea benévolo con nosotros», repitió varias veces al pequeño Joe de camino a Vermont.

—Más vale que encuentres una casa con una habitación disponible para tu padre —había aconsejado Ketchum en su última conversación—. Aunque Vermont no está lo bastante lejos de New Hampshire, no en mi opinión. ¿No podrías conseguir trabajo de profesor en algún sitio del oeste?

—Por Dios —había contestado Danny—. El sur de Vermont se encuentra más o menos a la misma distancia de Coos County que Boston, ¿no? ¡Y en Boston estuvimos lo bastante lejos durante trece años!

—Vermont está demasiado cerca, lo sé, así de sencillo —insistió Ketchum—, pero para tu padre, ahora mismo, es un lugar mucho más seguro que Boston.

—Se lo he dicho una y otra vez —aseguró Danny.

—Yo también se lo he dicho una y otra vez, pero se lo pasa por el forro —respondió el leñador.

—Es por Carmella —dijo Danny a Ketchum—, está muy unido a ella. Debería llevársela; sé que ella lo acompañaría si él se lo pidiera; pero no se lo pedirá. Creo que Carmella es lo mejor que le ha pasado en la vida.

—No digas eso —atajó Ketchum—. No conociste a tu madre.

Danny prefirió no discutírselo a Ketchum; no quería que el viejo maderero le colgara.

—En fin, me parece que por las buenas o por las malas tendré que sacar al Coci de Boston a rastras —declaró Ketchum después de permanecer en silencio durante un rato.

—¿Cómo vas a hacerlo? —preguntó Danny.

—Lo meteré en una jaula si hace falta. Tú encuentra una casa en Vermont con espacio suficiente, Danny. Yo ya llevaré allí a tu padre.

—Ketchum, tú no mataste a Pinette el Suertudo, ¿verdad?

—¡Claro que no! —vociferó Ketchum por teléfono—. Asesinar al Suertudo no valía la pena.

—A veces pienso que sí valdría la pena asesinar a Cari —se aventuró a decir el escritor Daniel Baciagalupo; simplemente lanzó la idea al aire.

—Eso es algo a lo que le doy muchas vueltas —reconoció Ketchum.

—No querría que te detuviesen —dijo Danny.

—Ése no es el problema que se me plantea —contestó el leñador—. Y seguramente a Cari le traería sin cuidado que lo detuvieran… por matar a tu padre, quiero decir.

—¿Cuál es el problema, pues? —preguntó Danny.

—Me gustaría que él intentara matarme a mí primero —respondió Ketchum—. Así yo ya no tendría ningún problema.

Era lo que el escritor Daniel Baciagalupo había supuesto; la clave del enigma residía en que si bien el vaquero era sobremanera estúpido, a la vez poseía la astucia necesaria para seguir vivo. Y había dejado la bebida, con lo que ya no podía perder el dominio de sí mismo por completo. Quizá por eso no había dado una paliza a la Seis Jarras en dos meses largos, o al menos no una paliza tan grande como para que ella lo abandonara y le contara todo lo que sabía.

La Seis Jarras aún bebía. Ketchum sabía que era perfectamente capaz de perder el dominio de sí misma por completo: eso también era un problema.

—Me preocupa una cosa —dijo Danny a Ketchum—. Tú no has dejado la bebida. ¿No te da miedo desmayarte en una borrachera y que Cari aproveche ese momento para ir a por ti?

—No conoces a mi perro, Danny; es un animal excelente.

—No sabía que tuvieras perro —dijo Danny.

—Diantres, cuando la Seis Jarras me dejó, necesitaba alguien con quien hablar.

—¿Y esa señora que conociste en la biblioteca? ¿La maestra que iba a enseñarte a leer? —preguntó Danny al maderero.

—Está enseñándome, pero en esa experiencia la conversación no tiene un papel dominante —respondió Ketchum.

—¿De verdad estás aprendiendo a leer? —preguntó Danny al maderero.

—Sí, sólo que es un poco más lento que contar cagarrutas de mapache —contestó Ketchum—. Pero mi objetivo es estar en condiciones de leer ese libro tuyo cuando se publique. —Se produjo un silencio en la línea antes de que Ketchum preguntara—: ¿Qué tal va aquello del nom de plume? ¿Se te ha ocurrido algo?

—Mi seudónimo es Danny Ángel —contestó con aspereza el escritor Daniel Baciagalupo a Ketchum.

—¿Y no «Daniel»? Tu padre le tiene mucho apego al «Daniel». A mí me gusta eso de Ángel —comentó Ketchum.

—Mi padre puede seguir llamándome Daniel —dijo Danny—. Danny Ángel es lo mejor que he encontrado, Ketchum.

—¿Cómo le va al pequeño Joe? —preguntó Ketchum; se dio cuenta de que para el joven escritor el nom de plume era un tema espinoso.

Durante el viaje de vuelta al este, Danny condujo sobre todo por la noche, mientras el pequeño Joe dormía. Paraba en un motel con piscina y jugaba con Joe durante gran parte del día. Danny se echaba una siesta en el motel al mismo tiempo que su hijo de dos años; luego volvía a conducir toda la noche. El escritor Danny Ángel tenía mucho tiempo para pensar mientras conducía. Podía pensar toda la noche. Pero Danny ni aun con su imaginación, acababa de representarse a un leñador como Ketchum en Boston. Ni siquiera Danny Ángel, nacido Daniel Baciagalupo, habría sido capaz de imaginar cómo se comportaría allí el formidable leñador.

Que el Windham College resultara ser un lugar extraño no importó mucho a Danny Ángel, cuya primera novela, Vida de familia en Coos County, obtendría críticas bastante favorables tras publicarse y unas ventas discretas en tapa dura. El joven autor vendería los derechos para la edición en rústica, y vendió también los derechos cinematográficos, pese a que el libro nunca se llevó a la gran pantalla, y las dos novelas que siguieron a la primera serían objeto de críticas poco entusiastas, y venderían menos ejemplares. (La segunda y tercera novela ni siquiera se publicarían en rústica, y nadie mostró interés para llevarlas al cine en ninguno de los dos casos). Pero nada de eso importaría mucho a Danny, absorto como estaba en la misión de mantener a salvo a su padre, a la vez que intentaba ser él un buen padre para Joe. Danny sencillamente escribía y escribía. Tendría que seguir dando clases para vivir él y mantener a su hijo, a la vez que decía al pequeño Joe: «Quizás el capitalismo sea benévolo con nosotros algún día».

No resultó muy difícil encontrar una casa de alquiler en Putney, una con espacio suficiente para incluir a su padre… y a Carmella, si ella iba algún día a Vermont. Era una antigua granja junto a un camino de tierra que a Danny le gustó porque a un lado corría un arroyo: además, el camino cruzaba el arroyo por un par de sitios. El agua en movimiento le recordaba a Daniel Baciagalupo su procedencia. En cuanto a la casa, estaba a unos pocos kilómetros del pueblo, Putney, que era poco más que una tienda de suministros, un pequeño supermercado —llamado Cooperativa de Alimentación de Putney— y una gasolinera con su tienda abierta las veinticuatro horas, al pie de la carretera que iba a la universidad, al otro lado y casi a la misma altura que la antigua fábrica de papel. Cuando Danny vio la papelera por primera vez, supo que a su padre no le gustaría vivir en Putney. (El cocinero era de Berlín; aborrecía las fábricas de papel). El Windham College era una atrocidad arquitectónica en medio de unos terrenos francamente hermosos. El claustro lo constituía una mezcla de profesores con cierta distinción y no tan distinguidos; Windham carecía de virtudes académicas dignas de mención, pero algunos de los docentes eran en realidad buenos profesionales que podrían haber encontrado empleo en centros universitarios mejores pero deseaban vivir en Vermont. Muchos de los estudiantes de sexo masculino quizá no habrían cursado siquiera estudios de no ser por la guerra de Vietnam; cuatro años de carrera eran la vía más fácil para obtener una prórroga en el servicio militar si uno era un joven varón en edad de alistamiento. Windham era esa clase de lugar —no muy duradero para lo que es este mundo, pero sí continuaría existiendo mientras perdurase la guerra—, y para Danny, como fuente de su primer empleo fuera de un restaurante, no estaba mal.

Danny no tendría muchos alumnos interesados de verdad en escribir, y los pocos que sí lo estaban no tenían talento ni se aplicaban lo suficiente para su gusto. En Windham, uno podía considerarse afortunado si la mitad de los alumnos de su clase estaban interesados en leer. Pero como autor novel que se había librado de la guerra de Vietnam, como era el caso de Daniel Baciagalupo, y él bien lo sabía, era un profesor indulgente. Danny quería que todos —en especial sus estudiantes varones— siguieran en la universidad.

Si, como decían algunos cínicos, la única justificación de la existencia de Windham era que impedía que unos cuantos jóvenes fueran a Vietnam, a Danny Ángel ya le parecía bien; desde el punto de vista político había madurado ya lo suficiente para aborrecer la guerra, y él era antes escritor que profesor. A Danny le traía sin cuidado si el Windham College era más o menos responsable en un sentido académico. Para él, dar clases era sólo un trabajo que le proporcionaba tiempo para escribir y para ser un buen padre.

Danny se lo comunicó a Ketchum en cuanto Joe y él se instalaron en la vieja granja de Hickory Pvidge Road. A Danny le traía sin cuidado quién le leía ahora las cartas al maderero; el joven escritor suponía que era la señora de la biblioteca, la maestra cuya obra en curso consistía en enseñar a Ketchum a leer.

«Hay espacio de sobra para mi padre», escribió Danny al leñador; el escritor incluyó su nuevo número de teléfono e indicaciones para llegar a la casa de Putney, tanto desde Coos County como desde Boston. (Era finales de junio de 1967). «Quizá te presentes aquí el Cuatro de Julio», escribió Danny a Ketchum. «Si es así, confío en que traigas los fuegos artificiales». Ketchum era muy aficionado a los fuegos artificiales. En cierta ocasión se encontró con que le resultaba imposible atrapar a cierto pez. «Es la puñetera trucha más grande del Phillips Brook, te lo juro», había declarado, «y la más lista». Hizo volar por los aires al pez, y a no pocas truchas del río en las cercanías, con dinamita.

«No traigas dinamita», había añadido Danny a modo de posdata. «Sólo fuegos artificiales». No fueron «fuegos artificiales» lo que Ketchum, sobre todo, llevó a Boston en la primera etapa de su viaje. North Station se hallaba en la zona del West End colindante con el North End. Ketchum se apeó del tren con una escopeta al hombro y un talego de lona en la otra mano; el talego parecía pesar mucho, pero no para Ketchum. El arma la llevaba en una funda de piel, pero para cualquiera que viese al leñador era evidente cuál era su contenido; no podía ser más que un rifle o una escopeta. A juzgar por cómo se ensanchaba la funda hacia el extremo, era obvio que Ketchum empuñaba el cañón del arma, quedando la culata por encima del hombro.

El chico que por entonces trabajaba de mozo de comedor en el Vicino di Napoli acababa de dejar a su abuela en el tren. Vio a Ketchum y se le adelantó a todo correr para volver al restaurante. Según dijo el mozo, daba la impresión de que Ketchum había tomado «el camino más largo», refiriéndose a que el leñador debía de haber consultado un mapa y elegido el itinerario más obvio, que no era forzosamente el más rápido. Ketchum debió de recorrer Causeway Street hasta Prince Street, y luego cruzar Hanover, una especie de rodeo para llegar a North Square, donde estaba el restaurante, pero el mozo avisó a todos de que el hombretón armado se dirigía hacía allí.

—¿Qué hombretón? —preguntó Dominic al mozo.

—Sólo sé que lleva un arma, ¡y apoyada al hombro! —contestó el mozo. Todos los empleados del Vicino di Napoli habían sido prevenidos de que podía aparecer el vaquero—. Y seguro que es del norte. ¡Da un miedo de cagarse!

Dominic sabía que Cari llevaría el Colt 45 oculto. Si bien era grande para ser un arma de mano, nadie llevaba un revólver al hombro.

—Por lo que se ve, te refieres a un rifle o una escopeta —dijo el cocinero al mozo.

—¡Jesús, María y José! —exclamó Tony Molinari.

—¡Tiene una cicatriz en la frente como si le hubiesen rajado la cara con un cuchillo de carnicero! —añadió el mozo.

—¿Es el señor Ketchum? —preguntó Carmella a Dominic.

—Debe de serlo —contestó el cocinero—. No puede ser el vaquero. Cari es corpulento y gordo, pero no da mucho miedo, y no tiene pinta de rústico del norte. Sólo parece un policía, con o sin uniforme.

El mozo continuaba parloteando.

—Lleva una camisa de franela con las mangas cortadas, y un cuchillo de caza enorme colgado del cinturón. ¡Le cuelga casi hasta la rodilla!

—Debe de ser el Browning —comentó Dominic—. Seguro que es Ketchum. En verano corta las mangas de sus camisas viejas de franela, pues, de todas maneras, ya se le han roto.

—¿Y para qué es el arma? —preguntó Carmella a su amado Gamba.

—Quizá para pegarme un tiro antes de que Cari tenga ocasión de hacerlo —contestó Dominic, pero Carmella no le vio la gracia; ninguno de los presentes se la vio. Se acercaron a la puerta y las vidrieras en busca de Ketchum. Era esa hora de la tarde que tenían para sí; teóricamente deberían haber estado disfrutando de su gran comida del día antes del turno de la cena.

—Voy a poner un cubierto para el señor Ketchum —anunció Carmella, y eso hizo. Las dos camareras más jóvenes se miraban en un espejo. Paul Polcari sostenía una pala para las pizzas con ambas manos; era del tamaño de una raqueta de tenis gigante.

—Deja la pala, Paul —ordenó Molinari—. Estás ridículo.

—Lleva muchas cosas en el talego…, munición, quizás —informó el mozo.

—Dinamita, posiblemente —apuntó el cocinero.

—¡Con la pinta que tiene, puede que lo detenga la policía antes de llegar aquí! —dijo el mozo a todos.

—¿Para qué ha venido? ¿Por qué no ha llamado antes? —preguntó Carmella a su Gamba.

El cocinero cabeceó; todos tendrían que esperar para ver qué quería Ketchum.

—Viene para llevarte con él, Gamba, ¿verdad? —preguntó Carmella al cocinero.

—Probablemente —contestó Dominic.

Aun así, Carmella se alisó el pequeño delantal blanco encima de la falda negra; abrió la puerta y esperó allí. Alguien debía recibir al señor Ketchum, pensaba.

«¿Qué voy a hacer en Vermont?», se decía el cocinero. «¿A quién le interesa allí la comida italiana?». Ketchum no se entretendría mucho con ellos.

—Sé quién es usted —dijo a Carmella con tono afable—. Su hijo me enseñó una foto suya, y no ha cambiado mucho. —Sí que había cambiado en los más de trece años que tenía esa foto de carnet (pesaba al menos diez kilos más, todos lo sabían), pero Carmella agradeció el cumplido—. ¿Están todos ustedes aquí presentes? —preguntó Ketchum—. ¿O hay alguien en la cocina?

—Estamos todos aquí, Ketchum —contestó el cocinero a su viejo amigo.

—Bueno, Coci, ya veo que tú sí estás —dijo Ketchum—. Y a juzgar por tu cara de desaprobación, no te alegras mucho de verme. —Ketchum, sin aguardar la respuesta, se dirigió al fondo de la cocina hasta que ya no lo veían y, levantando la voz, preguntó—: ¿Me ven?

—¡No! —contestaron todos a gritos, todos menos el cocinero.

—Pues yo sí los veo a ustedes, esto es perfecto —dictaminó Ketchum.

Al salir de la cocina, ya había sacado la escopeta de la funda; todos, incluido el cocinero, retrocedieron como un solo hombre. El arma despedía un olor extraño —por el aceite, tal vez, y la funda manchada de aceite—, pero se percibía otro olor, algo verdaderamente extraño (incluso para los cocineros, incluso en el comedor y la cocina de un restaurante). Tal vez era el olor de la muerte, porque las armas están concebidas sólo para una cosa: matar.

—Esto es una Ithaca de calibre veinte, monotiro, sin seguro. En escopetas, es lo más cómodo y sencillo que hay —afirmó Ketchum—. Hasta un niño puede usarla. —Abrió la escopeta y dejó caer el cañón hasta formar un ángulo de casi cuarenta y cinco grados—. No lleva seguro porque hay que amartillarla con el pulgar antes de disparar; el percutor tampoco tiene posición intermedia —decía el maderero. Lo observaban fascinados, todos excepto Dominic.

Para ellos, las explicaciones de Ketchum sobre el arma carecían de sentido, pero Ketchum las repetía pacientemente. Les mostró cómo cargarla y cómo extraer el cartucho vacío; se lo mostró una y otra vez, hasta que incluso el mozo de comedor y las jóvenes camareras habrían podido hacerlo. Al cocinero se le partió el corazón al ver la arrobada concentración con que Carmella escuchaba al viejo maderero; incluso Carmella habría podido cargar y disparar la condenada escopeta para cuando Ketchum terminó.

No comprendieron la gravedad de la demostración hasta que Ketchum llegó a la parte sobre las dos clases de munición.

—Esto es un cartucho de perdigones. Deben tener la Ithaca cargada siempre con perdigones. —Ketchum mantuvo su enorme mano en alto frente a la cara enharinada de Paul Polcari—. Desde ahí atrás, donde yo estaba al fondo de la cocina, los perdigones alcanzarían un blanco situado aquí, abarcando un círculo de este tamaño.

Empezaban a captar la idea.

—Todo dependerá de cómo vaya la cosa. Si Cari se cree la historia que le cuenten, y todos tienen que contarle al vaquero la misma historia, quizá se marche sin incidentes. No será necesario disparar —decía Ketchum.

—¿Y cuál es esa historia? —preguntó el cocinero a su viejo amigo.

—Pues trata de cómo abandonaste a esta señora —contestó Ketchum señalando a Carmella—. Cosa que no haría ni siquiera un tonto, que conste, pero eso hiciste, y aquí todos te odian por ello. A ellos mismos les gustaría matarte si te encontraran.

—¿Hay alguien que tenga algún problema para recordar esa historia? —preguntó Ketchum.

Todos negaron con la cabeza, incluso el cocinero, pero por una razón distinta.

—En cualquier caso, uno de ustedes estará en la cocina —prosiguió Ketchum—. Da igual que el vaquero sepa que hay alguien allí al fondo, siempre y cuando no lo vea. Puede hacer todo el ruido que le venga en gana con los cacharros. Si Cari dice que quiere ver quién hay ahí, y lo dirá, díganle que está ocupado cocinando.

—¿Quién de nosotros debe estar en la cocina con el arma? —preguntó Paul Polcari al leñador.

—Da igual quién esté ahí al fondo, siempre y cuando todos sepan manejar la Ithaca —contestó Ketchum.

—Das por hecho que Cari vendrá, supongo —dijo Dominic.

—Es inevitable, Coci. Querrá hablar especialmente con Carmella, pero vendrá a hablar con todos. Si no se cree su historia y hay problemas, es entonces cuando uno de ustedes debe pegarle un tiro —dijo Ketchum a todos.

—¿Cómo sabremos que va a haber problemas? —preguntó Tony Molinari—. ¿Cómo sabremos si se cree nuestra historia?

—Bueno, ustedes no verán el Colt cuarenta y cinco —contestó Ketchum—. Pero, créanme, lo llevará encima, y no sabrán que hay problemas hasta que vean el arma. Si Cari les permite ver el Colt, es porque tiene intención de usarlo.

—¿Y entonces le pegamos un tiro? —preguntó Paul Polcari.

—Primero la persona que esté en la cocina debe llamarlo —indicó Ketchum—. Basta con que diga algo así como «¡Eh, vaquero!», sólo para que él se vuelva en esa dirección.

—Yo había pensado que tendríamos más posibilidades disparando sin más —comentó Molinari—; o sea, antes de que él mire hacia quien le dispara.

—No, en realidad no —respondió Ketchum con paciencia—. Si el vaquero lo mira, y suponiendo que apunte usted a la garganta, lo alcanzará en la cara y el pecho, en un sitio y en otro, y probablemente lo cegará.

El cocinero miró a Carmella, temiendo que se desmayara. El mozo parecía mareado.

—Cuando el vaquero esté ciego, ya no tendrán que andarse con tantas prisas… una vez hayan sacado el cartucho vacío y metido la bala para ciervos: los perdigones lo ciegan, la bala lo mata —explicó Ketchum—. Primero lo ciegan, luego lo matan.

El mozo de comedor huyó despavorido a la cocina: lo oyeron vomitar en el enorme fregadero donde el lavaplatos restregaba los cazos y las sartenes.

—Quizá no convenga que sea él quien se quede al fondo de la cocina —advirtió Ketchum en voz baja a los demás—. Diantres, así cazábamos antes con linterna los ciervos en Coos County. Iluminabas al ciervo hasta que te miraba. Primero los perdigones, luego la bala. —Pero, en ese punto, el leñador se detuvo antes de continuar—. Bueno, con un ciervo, estando así de cerca, basta con los perdigones. Con el vaquero, no nos conviene correr riesgos innecesarios.

—No creo que seamos capaces de matar a nadie, señor Ketchum —dijo Carmella—. Sencillamente no sabemos hacerlo.

—¡Yo acabo de enseñarles a hacerlo! —exclamó Ketchum—. Esta pequeña Ithaca es el arma más sencilla que tengo. La gané en un pulso en Milán, ¿te acuerdas, Coci?

—Me acuerdo —contestó el cocinero a su viejo amigo. En realidad, la situación había ido mucho más allá de un simple pulso, según recordaba Dominic, pero el caso es que Ketchum se había marchado de allí con la Ithaca monotiro, de eso no cabía duda.

—Diantres, pues trabájense bien la historia —continuó Ketchum—. Si la historia es convincente, puede que no haga falta matar a ese cabrón.

—¿Has venido hasta aquí sólo para traernos esta arma? —preguntó el cocinero a su viejo amigo.

—He traído la Ithaca para ellos, Coci, para tus amigos, no para ti. He venido para ayudarte a hacer las maletas. Tenemos por delante un pequeño viaje.

Dominic echó el brazo hacia atrás, hacia la mano de Carmella —sabía que ella se encontraba a sus espaldas—, pero Carmella se le adelantó. Rodeó la cintura de su Gamba con los brazos y hundió la cara en su nuca.

—Te quiero, pero prefiero que te vayas con el señor Ketchum —dijo al cocinero.

—Lo sé —respondió Dominic, consciente de que no servía de nada resistirse a ella o a Ketchum.

—¿Qué más lleva en el talego? —preguntó el mozo al leñador; el chico había salido de la cocina y ya tenía mejor cara.

—Fuegos artificiales, para el Cuatro de Julio —contestó Ketchum—. Me los pidió Danny —aclaró a Dominic.

Carmella los acompañó al piso del edificio sin ascensor en Wesley Place. El cocinero no se llevó muchas cosas, pero sí cogió la sartén de hierro colado de veinte centímetros, colgada en su dormitorio; Carmella supuso que la sartén tenía sobre todo un valor simbólico. Fue con ellos a la agencia de alquiler de coches. Viajarían hasta Vermont en un coche alquilado, y Ketchum volvería con el coche a Boston; luego regresaría en tren a New Hampshire desde North Station. Ketchum había preferido que no se notara la ausencia de la furgoneta durante muchos días; no convenía que el ayudante del sheriff se enterase de su ausencia. Además, necesitaba una furgoneta nueva, explicó Ketchum; con tantos kilómetros como tenían que recorrer Dominic y él, quizá la furgoneta de Ketchum no hubiera aguantado.

Durante trece años Carmella había deseado conocer al señor Ketchum. Ahora lo había conocido, a él y su violencia. Al instante comprendió qué había admirado de aquel hombre su Angelú, y no le costó imaginar que Rosie Calogero (o cualquier mujer de su edad) se enamorase de él cuando Ketchum era más joven. Pero ahora odiaba a Ketchum por presentarse en el North End y llevarse a Gamba; echaría de menos incluso la cojera del cocinero, se dijo.

A continuación Ketchum dirigió unas palabras a Carmella, y con ello la cautivó por completo.

—Si algún día quiere usted ver el lugar donde falleció su hijo, sería un honor para mí enseñárselo —dijo Ketchum.

Carmella tuvo que contener las lágrimas. Había sido su mayor deseo ver el remanso del río donde se produjo el accidente, pero no los troncos; sabía que los troncos serían más de lo que era capaz de soportar. Sólo la orilla del río, desde donde el cocinero y el joven Dan lo habían presenciado —y quizás el sitio exacto en el agua—; sí, acaso algún día deseara verlo.

—Gracias, señor Ketchum —dijo Carmella. Los observó mientras subían al coche. Naturalmente, Ketchum iba al volante.

—Si alguna vez quieres verme… —empezó a decir Carmella a Dominic.

—Lo sé —atajó el cocinero, sin mirarla.

En comparación con el día en que se marchó su Gamba, el día que se presentó Cari en el Vicino di Napoli a Carmella casi le resultó fácil. De nuevo sucedió a primera hora de la tarde, durante la comida en común, y era casi a finales de verano, en algún momento de agosto de 1967, cuando todos ya empezaban a concebir la posibilidad (o la esperanza) de que el vaquero no apareciese nunca.

Carmella fue la primera en ver al policía. Era tal como Gamba lo había descrito: Cari parecía ir de uniforme incluso cuando no lo llevaba. Como es lógico, Ketchum había mencionado los carrillos colgantes y los pliegues del cuello. («Tal vez todos los policías llevan el pelo mal cortado», dijo Ketchum a Carmella).

—Que alguien vaya al fondo de la cocina —indicó Carmella levantándose de la mesa; habían echado la llave a la puerta, y ella se acercó para abrirla. Paul Polcari fue quien se escondió en la cocina. Nada más entrar el vaquero, Carmella lamentó que no fuese Molinari quien se hubiera retirado a la cocina.

—¿Usted debe de ser la tal Del Popólo? —preguntó el ayudante del sheriff. Enseñó a todos su placa al tiempo que decía:

—Massachusetts queda fuera de mi jurisdicción… De hecho, todo lo que no es Coos County queda fuera de mi jurisdicción…, pero busco a un fulano y creo que todos ustedes lo conocen. Tiene que rendir cuentas por algo… Se llama Dominic, es cojo y bajito.

Carmella se echó a llorar; le costaba poco llorar, pero en esa ocasión tuvo que esforzarse.

—Ese gilipollas… —dijo Molinari—. Si supiera dónde está, lo mataba.

—¡Yo también! —añadió Paul Polcari desde la cocina.

—¿Puede salir de ahí? —exigió el ayudante del sheriff a Paul levantando la voz—. Me gustaría tenerlos a todos a la vista.

—¡Ahora no puedo! ¡Estoy cocinando! —respondió Paul en voz alta entre el ruido de cacharros de cocina.

El vaquero suspiró. Todos recordaban la descripción de Cari que Ketchum y el cocinero habían esbozado; según ellos, el policía siempre tenía la sonrisa en los labios, pero la suya era la sonrisa más falsa del mundo.

—Oigan —dijo el vaquero—, no sé qué les habrá hecho a ustedes el cocinero, pero a mí tiene que darme alguna que otra explicación…

—¡Abandonó a esta mujer! —exclamó Molinari, señalando a Carmella.

—¡Le robó las joyas! —añadió el mozo de comedor.

«¡Este chaval es idiota!», pensaron los demás. (Quizás hasta el policía tuviera inteligencia suficiente para deducir que Carmella no era la clase de mujer que tiene joyas).

—Me cuesta imaginar al Coci como ladrón de joyas —comentó Cari—. ¿Eso que me dicen es verdad? ¿Seguro que no saben dónde está?

—¡No! —exclamó una de las jóvenes camareras, como si su compañera la hubiese apuñalado.

—Ese gilipollas —repitió Molinari.

—¿Y usted? —vociferó el vaquero, hacia la cocina.

Paul parecía haberse quedado sin habla. Cuando empezó a oírse otra vez el ruido de los cacharros, los demás lo interpretaron como la señal para apartarse un poco del policía. Ketchum les había advertido que no se dispersaran como una bandada de gallinas, pero que dejaran el espacio necesario entre el vaquero y ellos para dar a quien disparase una oportunidad razonable de acertarle al muy cabrón.

—Si supiera dónde está, ¡lo cocería! —contestó a voz en cuello Paul Polcari. Sostenía la Ithaca en sus manos completamente enharinadas y temblorosas. Fijó la mira en la garganta del vaquero, o lo que veía de ella bajo los múltiples pliegues de la papada de Cari.

—¿Le importaría salir y venir aquí donde pueda verlo? —pi dio el policía a Paul, mirando hacia la cocina con los ojos entornados—. Estos macarro ni… —masculló el vaquero.

Fue entonces cuando Toni Molinari alcanzó a ver el Colt. Cari se había llevado la mano bajo la chaqueta, y Molinari vio la enorme funda colocada en un incómodo ángulo bajo la axila del ayudante del sheriff; el obeso policía apenas rozó con los dedos la culata de aquella arma de cañón largo. La empuñadura del Colt 45 tenía incrustaciones de lo que parecía hueso; probablemente era cornamenta de ciervo.

«¡Por el amor de Dios, Paul!», pensaba Molinari. «El vaquero ya está mirándote, ¡dispara de una vez!». Para su sorpresa, Carmella pensaba eso mismo: «¡Dispara de una vez!». A duras penas podía contener el impulso de taparse los oídos con las manos.

Sencillamente, Paul Polcari no era el indicado para ese cometido. El pizzero era un hombre tierno y afable; en ese momento se sentía como si se le hubiera espesado en la garganta una taza de harina. Intentaba decir «¡Eh, vaquero!». No le salían las palabras. Y el vaquero seguía mirando hacia la cocina con los ojos entornados. Paul Polcari supo que no era necesario decir nada. Bastaba con apretar el gatillo y Cari quedaría cegado. Pero Paul era incapaz de hacerlo, es más: no lo hizo.

—En fin, vaya mierda —dijo el ayudante del sheriff. Se desplazaba de lado, en dirección a la puerta del restaurante. Molinari empezó a preocuparse, porque allí el vaquero no estaba a tiro desde la posición que ocupaba Paul al fondo de la cocina. De pronto Cari volvió a llevarse la mano bajo la chaqueta, y todos quedaron paralizados. («¡Ahora saca el Colt!», pensaba Molinari). Pero enseguida vieron que lo que el vaquero había extraído del bolsillo era sólo una pequeña tarjeta; se la entregó a Carmella—. Avíseme si aparece por aquí el tullido ese —dijo Cari; seguía sonriendo.

Por el ruido de los cacharros en la cocina, Molinari sospechó que Paul Polcari se había desmayado allí dentro.

—Deberías haber ido tú a la cocina, Tony —dijo Carmella a Molinari después—, pero el pobre Paul no tiene la culpa.

Aun así, Paul Polcari sí se sentía culpable; ya nunca hablaría de otra cosa. Además, Tony Molinari tardó casi una hora en limpiar de harina la Ithaca. Pero el vaquero ya no volvería. Tal vez el mero hecho de tener el arma en la cocina había servido de algo. En cuanto a la historia a la que, según indicaciones de Ketchum, debían aferrarse, Cari debió de creérsela.

Una vez superado el mal trago, Carmella lloró y lloró; todos creyeron que lloraba por la terrible tensión del momento. Pero la marcha de su Gamba le había dolido más; Carmella lloraba porque sabía que para su Gamba el mal trago no había concluido. Contrariamente a lo que le había dicho a Ketchum, ella misma habría disparado la Ithaca si hubiese estado al fondo de la cocina. Sólo de ver al vaquero —y, como Ketchum le había advertido, la manera en que la miró— se había convencido de que era capaz de apretar el gatillo. Pero esa oportunidad no volvería a presentársele a Carmella, ni a ninguno de ellos.

A decir verdad, Carmella del Popólo echaría de menos a Dominic más de lo que había echado de menos al pescador, y también echaría de menos a Secondo. Estaba al tanto de que el chico había abierto un agujero en la puerta de su habitación en el piso sin agua caliente de Charter Street. Quizás ella se bañó más pudorosamente después de conocer la existencia del agujero, pero Carmella se había dejado ver por el joven Dan de todos modos. Con el pescador muerto, y sin Angelú a su lado, llevaba demasiado tiempo sin nadie que la mirase. Cuando Dominic y Daniel entraron en su vida, a Carmella en realidad no le importó que el niño de doce años la contemplara en la bañera de la cocina; sólo le preocupaba la influencia que en el futuro pudiese tener en el chico verla así. (Carmella no se refería a la obra narrativa de Danny). De todas las personas que quedaron sorprendidas, perplejas, defraudadas o indiferentes ante el nom de plume elegido por el escritor Daniel Baciagalupo, Carmella del Popólo fue sin duda la más complacida. Porque cuando se publicó Vida de familia en Coos County, de Danny Ángel, Carmella supo que Secondo siempre había sabido que era su hijo sustituto, con la misma certeza con que todos en el Vicino di Napoli sabían (y Carmella muy en particular) que absolutamente nadie podría reemplazar a su adorado pero fallecido Angelú.