5. Nom de plume

Habían transcurrido casi trece años exactos, número fatídico, desde que el alguacil Cari se encontró con el cadáver de la lavaplatos india en su cocina, y ni siquiera Ketchum sabía con certeza si el vaquero sospechaba del cocinero y su hijo, que desaparecieron esa misma noche. Si había que dar crédito a los rumores más sagaces que corrían por esa zona de Coos County —es decir, a orillas del alto Androscoggin—, Jane la Piel Roja desapareció con ellos.

Según Ketchum, a Cari le molestaba más que la gente pudiera pensar que Jane había huido con el cocinero, que, de hecho, la posibilidad de haber asesinado él a su compañera con un objeto contundente desconocido. (El arma homicida nunca se encontró). Y Cari debió de creer, en efecto, que había matado a Jane, y se deshizo del cadáver, eso por descontado. Nadie la había visto. (Su cadáver tampoco había aparecido). Con todo, Ketchum siguió padeciendo los insinuantes interrogatorios del vaquero cada vez que se cruzaban.

—¿Todavía no has sabido nada del Coci? —preguntaba Cari de forma invariable a Ketchum—. Pensaba que erais amigos.

—El Coci nunca ha tenido mucho que contar —repetía Ketchum una y otra vez—. No he sabido nada de él, y no me sorprende.

—¿Y el niño? —preguntaba en ocasiones el vaquero.

—Y el niño ¿qué? Danny es sólo un crío —contestaba Ketchum indefectiblemente—. Los críos no son muy dados a escribir, ¿no?

Pero Daniel Baciagalupo sí era muy dado a escribir, y no sólo a Ketchum. Desde que comenzaran a escribirse, el niño decía a Ketchum que quería ser escritor.

«Siendo así, no te conviene estar muy expuesto a las ideas católicas», había contestado Ketchum; su letra le parecía al pequeño Dan curiosamente femenina. Danny preguntó a su padre si su madre había enseñado su propia caligrafía a Ketchum, eso además del baile, y sin olvidar que, aparte, había enseñado a leer al maderero.

—No lo creo —se limitó a contestar Dominic.

El misterio de la bonita escritura de Ketchum quedó sin resolver, y por lo visto la letra de su viejo amigo no dio mucho que pensar a Dominic, no en igual medida que al pequeño Dan. Durante trece años Danny Baciagalupo, el aspirante a escritor, se había carteado con Ketchum más a menudo que su padre. Por lo común, las cartas entre Ketchum y el cocinero eran lacónicas e iban al grano. ¿Los buscaba el alguacil Cari?, quería saber siempre Dominic.

«Tú hazte la cuenta de que sí», era en esencia el mensaje de Ketchum al cocinero, aunque desde hacía un tiempo Ketchum tenía más cosas que decir. Había enviado a Danny y Dominic dos copias exactas de la misma carta; otra novedad era que la carta estaba mecanografiada. «Hay novedades», empezaba Ketchum. «Tenemos que hablar». Eso era más fácil de decir que de hacer: Ketchum no tenía teléfono. Acostumbraba llamar tanto a Dominic como al joven Dan a cobro revertido desde una cabina; con frecuencia, estas llamadas se interrumpían repentinamente, cuando Ketchum anunciaba que se estaba «pelando». Cierto era que en el norte de New Hampshire apretaba el frío —y también en Maine, donde al parecer Ketchum pasaba cada vez más tiempo—, pero con el devenir de los años las llamadas a cobro revertido de Ketchum acabaron produciéndose casi siempre en los meses fríos. (Quizá voluntariamente: tal vez Ketchum prefería no alargarse mucho). La primera carta mecanografiada que envió Ketchum a Danny y su padre decía más adelante que el vaquero había dejado caer una «insinuación amenazadora». Lo cual no tenía en sí nada de nuevo —el alguacil Cari era amenazador y continuamente dejaba caer insinuaciones, como Dominic y Danny ya sabían— pero esta vez había mencionado Canadá de manera explícita. En opinión de Cari, la guerra de Vietnam era la razón por la que se habían agriado las relaciones entre Estados Unidos y Canadá. «No consigo una mierda en el terreno de la cooperación por parte de las autoridades canadienses», era lo único que el vaquero había dicho a Ketchum, quien interpretó el comentario en el sentido de que Cari seguía con sus indagaciones al otro lado de la frontera. Durante trece años el policía había pensado que el cocinero y su hijo estaban en Toronto. Si el vaquero los buscaba, no haría indagaciones en Boston, todavía no. Pero ahora, según la carta de Ketchum, había novedades.

El ya lejano consejo de Ketchum a Danny —a saber, que si el niño quería ser escritor, no le convenía estar demasiado expuesto a las «ideas católicas»— podía surgir de un malentendido. El colegio Michelangelo —la nueva escuela de Danny en el North End— era una escuela secundaria y pública. Los niños llamaban al colegio «Mickey», como se apodaba a los irlandeses, porque los profesores eran de esa procedencia, pero entre ellos no había ninguna monja. Ketchum debió de suponer que el Michelangelo era un colegio católico. («No dejes que esa gente te lave el cerebro», le había escrito a Danny; la alusión a «esa gente», aunque relacionada probablemente con las «ideas católicas», nunca quedó clara). Pero el pequeño Dan no se vio afectado (ni remotamente influido) por lo que tenía de católico el Mickey; lo que desde el principio le había llamado la atención del North End era lo que tenía de italiano. En el centro de enseñanza Michelangelo se habían celebrado con frecuencia reuniones multitudinarias en las que los inmigrantes italianos se congregaban como parte de su proceso de americanización. Las casas de vecindad sin agua caliente, con problemas de hacinamiento, donde vivían muchos de los compañeros de clase de Danny, se habían construido en un principio para inmigrantes irlandeses, llegados al North End antes que los italianos. Pero los irlandeses se habían marchado: a Dorchester y a Roxbury, o a los barrios del sur de Boston. No hacía mucho tiempo vivían allí unos cuantos pescadores portugueses —tal vez quedaban aún una o dos familias en las inmediaciones de Fleet Street—, pero en 1954, cuando Danny Baciagalupo y su padre llegaron, el North End era prácticamente italiano.

El cocinero y su hijo no fueron tratados como forasteros, no por mucho tiempo. Un sinfín de parientes quisieron acogerlos. Había incontables Calogero, incesantes Saetta; primos y otros que en realidad no eran primos consideraron de la «familia» a los Baciagalupo. Pero Dominic y el pequeño Dan no estaban acostumbrados a las familias numerosas, y menos aún a las amplias. ¿Acaso mantener cierta distancia no los había ayudado a sobrevivir en Coos County? Los italianos no entendían nada de «mantener distancias»; o te daban un abbraccio (un «abrazo») o había pelea a la vista.

Los ancianos se reunían aún en las esquinas y en los parques, donde uno no sólo oía los dialectos de Nápoles y Sicilia, sino también los de Abruzos y Calabria. Cuando hacía buen tiempo, jóvenes y viejos vivían fuera de casa, en las estrechas callejas. Muchos de estos inmigrantes habían llegado a América a principios de siglo, procedentes no sólo de Nápoles y Palermo, sino también de innumerables aldeas de la Italia meridional. En el North End de Boston recrearon la vida callejera que habían dejado atrás: los puestos de fruta y verdura al aire libre, las pequeñas panaderías y pastelerías, las carnicerías, los carretones con pescado fresco todos los viernes en las calles Cross y Salem, las barberías y los limpiabotas, los festejos y celebraciones, y aquellas peculiares cofradías religiosas con imágenes de los santos patrones pintadas en las ventanas a ras de calle de sus locales. O al menos esos santos les resultaban «peculiares» a Dominic y Daniel Baciagalupo, quienes (en trece años) todavía no habían descubierto qué tenían ellos exactamente de católicos e italianos.

Mejor dicho, y en honor a la verdad, quizá Danny sí había descubierto algo de su parte italiana: aún intentaba desprenderse de la frialdad del norte de New Hampshire. Dominic, por lo visto, no se desprendería nunca; podía cocinar a la italiana, pero otra cosa muy distinta era ser italiano.

Pese al probable malentendido de Ketchum respecto al catolicismo del Michelangelo, Danny siempre había considerado injusto que su padre acusase a Ketchum de inculcar en el pequeño Dan la idea de «largarse» a un internado. Lo único que Ketchum había dicho, en una de sus primeras cartas a Danny —con aquella letra decididamente femenina—, era que el «fulano» más listo que él conocía había estudiado en un colegio privado cerca de la costa de New Hampshire. Ketchum se refería a Exeter, no muy lejos de Boston por carretera en dirección norte, y en esa época se podía ir en tren, cogiendo lo que Ketchum llamaba «la línea de Boston y Maine, la de toda la vida». Desde North Station, en Boston, la Boston & Maine llegaba también hasta el norte de New Hampshire. «Diantres, seguro que un fulano como tú puede ir a pie desde el North End hasta North Station», escribió Ketchum al joven Dan. «Incluso un cojo podría ir a pie hasta allí, imagino». (La palabra «fulano» se había incorporado de manera gradual al vocabulario de Ketchum, quizá por influencia de la Seis Jarras, aunque Jane también la usaba. Formaba parte asimismo del vocabulario de Danny y su padre). El cocinero no había visto con buenos ojos lo que consideraba una «intromisión» de Ketchum en los estudios medios de Daniel, a pesar de que el joven Dan había disentido de su padre a ese respecto; contra toda lógica, Dominic no culpaba al profesor de lengua de séptimo y octavo en el Mickey, el señor Leary, que había incidido mucho más que Ketchum en la marcha de Danny a Exeter.

Si a eso vamos, el cocinero debería haberse culpado a sí mismo, ya que cuando Dominic se enteró de que a Exeter sólo iban niños (por aquel entonces), consintió de pronto que su querido Daniel abandonase la casa paterna en otoño de 1957, con sólo quince años. A Dominic se le partiría el corazón de añoranza, pero dormiría tranquilo por las noches, sabiendo (o «haciéndose la ilusión», como diría Ketchum) que su hijo estaba a salvo de las chicas. Dominic permitió a Daniel estudiar en Exeter porque deseaba mantenerlo alejado de las chicas «el mayor tiempo posible», como escribió a Ketchum.

«Pues ése es tu problema, Coci», contestó su viejo amigo.

Y ciertamente lo era. El problema aún no se había puesto tan de manifiesto a su llegada al North End —cuando el pequeño Dan contaba sólo doce años y no parecía fijarse en las chicas—, pero el cocinero ya veía entonces cómo se fijaban las chicas en su hijo. Entre las primas y aquellas que en realidad no eran primas de los clanes Saetta y Calogero pronto habría primas carnales, imaginaba sin grandes esfuerzos el cocinero, y eso sin contar a todas las demás chicas que su hijo conocería, ya que el North End era un barrio donde uno conocía gente a patadas. Hasta entonces el cocinero y su hijo de doce años nunca habían vivido en un barrio.

Aquel domingo de abril de 1954 padre e hijo tuvieron ciertas dificultades para encontrar el North End, por donde —ya en esas fechas— era más fácil desplazarse a pie que en coche. (Conducir y aparcar la Pontiac Chieftain en aquel barrio había sido una odisea, que no podía compararse a transportar el cadáver de Jane la Piel Roja desde el pabellón hasta la cocina del alguacil Cari, por supuesto, pero una odisea al fin y al cabo). Mientras recorrían el tortuoso camino a pie hasta Hanover Street —viendo en algún momento la cúpula dorada de la Corporación del Túnel Sumner, que parecía iluminarlos como un sol nuevo en un planeta distinto—, repararon en otros dos restaurantes (el Europeo y el Mother Anna’s) cerca de Cross Street antes de llegar al Vicino di Napoli.

Ya era media tarde —había sido un largo viaje desde el norte de New Hampshire—, pero hacía un día cálido y soleado en comparación con la fría luz matutina en la Presa de la Muerta, donde habían dejado el cadáver azulado de Ángel en compañía de Ketchum.

Aquí las aceras eran un hervidero de familias; los viandantes incluso se hablaban, algunos se gritaban. (Allí —en la Presa de la Muerta y Twisted River, la mañana que se marcharon— sólo habían visto a la lavaplatos india sin vida, al chico ahogado y a Ketchum). Aquí, desde el momento en que aparcaron la Pontiac y empezaron a caminar, Danny se hallaba en tal estado de agitación que no podía despegar los labios; nunca había visto un sitio así salvo en las películas. (En Twisted River no era posible ver películas; de vez en cuando Jane la Piel Roja llevaba al pequeño Dan a Berlín a ver una. El cocinero había dicho que jamás regresaría a Berlín, «como no fuera esposado»). Aquel domingo de abril en Hanover Street, cuando se detuvieron frente al Vicino di Napoli, Danny miró de reojo a su padre, quien parecía haber llegado al North End a rastras y esposado, o eso o el cocinero veía con malos auspicios su visita a aquel restaurante para transmitir una noticia tan infausta. ¿Recaería una maldición en el portador de tristes nuevas?, se preguntaba Dominic. ¿Cuál es el destino del hombre que comunica una mala noticia? ¿Le ocurrirá un día algo peor a él?

El pequeño Dan percibió que su padre vacilaba, pero ni el padre ni el hijo habían tenido ocasión aún de abrir la puerta cuando un viejo la abrió desde dentro del restaurante.

—¡Pasen, pasen! —les dijo; agarró a Danny por la muñeca y tiró de él hacia el hospitalario aroma del establecimiento. Dominic los siguió sin chistar. Nada más ver al viejo, el cocinero supo que no era su aborrecido padre; el anciano caballero no se parecía en nada a Dominic, y era demasiado mayor para ser Gennaro Capodilupo.

Era, como saltaba a la vista, el maitre y el dueño del Vicino di Napoli, y no guardaba recuerdo alguno de Annunziata Saetta, pese a que sí había conocido a Nunzi (sin saberlo) y conocía a muchos Saetta; tampoco cayó en la cuenta, ese domingo en concreto, de que era al padre de Dominic, Gennaro Capodilupo, a quien él había despedido tiempo atrás; Gennaro, el muy cerdo, había sido mozo de comedor en el Vicino di Napoh, y de lo más proclive al coqueteo. (¡Era allí, en el restaurante, donde Nunzi y el mujeriego padre de Dominic se habían conocido!). Pero el anciano dueño y maitre sí había oído hablar de Annunziata Saetta, como había oído hablar asimismo de Rosina o «Rosie» Calogero. Los escándalos son la comidilla de los barrios, como pronto descubrirían el pequeño Dan y su padre.

En cuanto al Vicino di Napoli, el comedor no era grande, y las mesas eran pequeñas, cubiertas con manteles a cuadros rojos y blancos; dos mujeres jóvenes y un muchacho (de la edad de Ángel poco más o menos) estaban preparándolas para la cena. Había una barra de acero inoxidable y, más allá, Dominic vio un horno para pizzas revestido de ladrillo y una cocina abierta, donde trabajaban dos cocineros. Dominic comprobó con alivio que ninguno de los cocineros tenía edad para ser su padre.

—Aún no estamos listos para servirles, pero pueden sentarse y, quizá, tomar algo —propuso el viejo, sonriendo a Danny.

Dominic se llevó la mano al bolsillo interno de la chaqueta, donde palpó la cartera de Angelú del Popólo: seguía húmeda. Pero apenas había sacado la cartera cuando el maitre retrocedió.

—¿Es usted policía? —preguntó el viejo.

La palabra «policía» captó la atención de los dos cocineros que Dominic había visto en el interior; salieron con cautela de detrás de la barra. El muchacho y las dos mujeres que ponían las mesas interrumpieron su labor y también fijaron la mirada en Dominic.

—Los policías no van a trabajar con sus hijos —observó uno de los cocineros dirigiéndose al viejo. Dicho cocinero estaba rebozado en harina: un polvillo blanco le cubría no sólo el delantal, sino también las manos y los antebrazos. (El pizzero, probablemente, pensó Dominic).

—No soy policía, soy cocinero —informó Dominic. Los dos hombres de menor edad y el viejo soltaron carcajadas de alivio; las dos mujeres y el muchacho reanudaron su tarea—. Pero tengo que enseñarles una cosa —añadió Dominic. El cocinero hurgaba dentro de la cartera de Ángel. No sabía qué enseñar primero: si el pase de metro de Boston con el nombre y la fecha de nacimiento de Angelú del Popólo o la fotografía de la mujer hermosa pero metida en carnes. Optó por el abono del sistema de transporte público con el nombre verdadero del muerto, pero antes de que Dominic decidiera a quién de ellos enseñar el pase, el anciano vio la foto en la cartera abierta y se la arrancó de las manos a Dominic.

—¡Carmella! —exclamó el mattre.

—Conocimos a un muchacho —empezó a explicar Dominic mientras los dos cocineros se inclinaban sobre el retrato en el compartimento de plástico de la cartera—. Puede que ésta sea su madre.

Dominic no pasó de ahí. El pizzero hundió la cara entre las manos, enharinándose por completo las dos mejillas.

—¡Angeluuu! —gimió.

—¡No! ¡No! ¡No! —entonó el viejo, agarró a Dominic por los hombros y lo sacudió.

El otro cocinero (a todas luces el chef o jefe de cocina) se llevó la mano al corazón, como si acabara de recibir una puñalada.

El pizzero, con el rostro tan blanco como un payaso, acarició la mano del pequeño Dan con sus dedos manchados de harina.

—¿Qué le ha pasado a Angelú? —preguntó al niño con tal ternura que Dominic supo que aquel hombre debía de tener un hijo de la edad de Daniel, o que lo había tenido. Los dos cocineros eran unos diez años mayores que Dominic.

—Ángel se ahogó —les dijo Danny.

—Fue un accidente —declaró su padre.

—¡Angelú no era pescador! —exclamó el maitre con un lamento.

—Fue un accidente de leñador —aclaró Dominic—. Conducían madera por el río, y el chico resbaló y se hundió bajo los troncos.

Las jóvenes y el muchacho de poco más o menos la edad de Ángel se habían esfumado; Danny no los había visto salir. (Resultó que no habían huido más allá de la cocina).

—Angelú trabajaba aquí después de clase —decía el viejo a Danny—. Su mamma, Carmella, ahora trabaja aquí.

El otro cocinero se había acercado y tendió la mano a Dominic.

—Antonio Molinari —se presentó el jefe de cocina mientras estrechaba la mano con semblante lúgubre a Dominic.

—Dominic Baciagalupo —respondió el cocinero—. Yo era el cocinero del campamento maderero. Éste es mi hijo, Daniel.

—Giusé Polcari —dijo el viejo al pequeño Dan con la mirada gacha—. Nadie me llama Giuseppe. También me gusta que me llamen Joe a secas. —Señalando al pizzero, el viejo Polcari añadió—: Éste es mi hijo Paul.

—A mí pueden llamarme Dan o Danny —dijo el niño—. Sólo mi padre me llama Daniel.

Tony Molinari se había acercado a la puerta del restaurante; observaba a los transeúntes de Hanover Street.

—¡Ya viene! —anunció—. ¡Veo a Carmella!

Los dos cocineros se escaparon a su cocina y dejaron a los Baciagalupo perplejos, en compañía del viejo Polcari.

—Tiene que decírselo usted; yo no me veo con ánimos —decía Giusé (o Joe a secas)—. Se la presentaré —añadió el maitre empujando a Dominic hacia la puerta del restaurante; Danny había cogido a su padre de la mano—. Su marido también se ahogó. ¡Fue una verdadera historia de amor, la de esa pareja! —explicaba el viejo Polcari—. Pero él era pescador… Esa gente se ahoga mucho.

—¿Tiene Carmella más hijos? —preguntó Dominic. Ahora los tres la veían: una mujer de figura rotunda, rostro hermoso y cabello negro azabache. No habría cumplido aún los cuarenta; quizás era de la edad de Ketchum, o un poco mayor. Pechos amplios, cadera amplia, sonrisa amplia; sólo la sonrisa era más amplia que la de Jane la Piel Roja, advertiría el pequeño Dan.

—Angelú era su único hijo —contestó Giusé a Dominic.

Danny soltó la mano a su padre, porque el viejo Polcari intentaba entregarle algo. Era la cartera de Ángel, húmeda y fría al tacto; el pase de metro asomaba ladeado. Danny abrió la cartera y volvió a guardar el pase en su sitio en el preciso instante en que Carmella del Popólo cruzaba la puerta.

—Hola, Joe. ¿Llego tarde? —preguntó de forma animada al viejo.

—¡Tú no, Carmella, tú siempre llegas a tiempo!

Quizá fuera éste uno de los momentos que hicieron de Danny Baciagalupo un escritor: su primer intento, inevitablemente torpe, de prefiguración. El niño vio de pronto el futuro de su padre, y también el suyo propio, aunque no con la misma claridad. Sí, Carmella era un poco mayor y desde luego estaba más metida en carnes que la mujer de la foto que Ángel llevaba en la cartera, pero no había perdido su buena presencia a ojos de nadie. Puede que Danny, a sus doce años, fuese demasiado joven para fijarse en las chicas —o las propias chicas fuesen demasiado jóvenes para atraer su atención—, pero el niño ya sentía interés por las mujeres. (Por Jane la Piel Roja, sin duda; por Pam la Seis Jarras, ni que decir tiene). Carmella del Popólo le recordó a Jane, como no podía ser de otro modo. Su piel aceitunada no se diferenciaba mucho de la tez morena y rojiza de Jane; la nariz un tanto chata y sus anchos pómulos eran idénticos, así como sus ojos oscuros; al igual que Jane, Carmella tenía los ojos casi tan negros como el pelo. ¿Y acaso Carmella no llevaría pronto dentro de sí una tristeza como la de Jane? Jane también había perdido a un hijo, y Carmella —como Dominic Baciagalupo— ya había perdido a su adorado cónyuge.

No es que Danny viera, en ese momento, el menor indicio de que su padre se sintiese atraído por Carmella, o ella por él; puede decirse más bien que el niño supo una cosa con absoluta certeza: la madre de Ángel sería la siguiente mujer de quien su padre se encariñaría, siempre y cuando el North End los mantuviera a salvo del alguacil Cari.

—Es mejor que te sientes, Carmella —dijo el viejo Polcari mientras se retiraba hacia la cocina, donde estaban escondidos los demás—. Éstos son aquel cocinero y su hijo, los del norte. Ya sabes, los compañeros de Angelú.

La mujer, ya radiante, se alborozó aún más.

—¿Usted es Dominic? —exclamó, y le apretó las sienes al cocinero con las palmas de las manos. Para cuando se volvió hacia Danny, cosa que hizo de inmediato, Giusé Polcari había desaparecido ya con los otros cobardes—. ¡Y tú debes de ser Danny! —dijo Carmella, encantada. Lo abrazó con fuerza, no con tanta fuerza como cuando Jane a veces lo abrazaba, pero sí con fuerza suficiente para despertar de nuevo en el pequeño Dan el recuerdo de Jane.

Sólo entonces comprendió Dominic por qué Ángel llevaba tan poco dinero en la cartera, y por qué no habían encontrado casi nada entre las escasas pertenencias del chico muerto. Ángel mandaba los jornales a su madre. El chico pedía a veces a Jane la Piel Roja que lo llevara en coche a la estafeta de correos; decía a Jane que el franqueo para Canadá era complicado, pero en realidad iba a poner giros postales para su madre. También era obvio que escribía a su madre con regularidad, ya que ella estaba al corriente de que el cocinero y su hijo habían entablado amistad con el chico. De buenas a primeras Carmella preguntó por Ketchum.

—¿Ha venido el señor Ketchum con vosotros? —le dijo a Danny cogiendo la cara del niño afectuosamente entre sus manos. (Acaso este momento de mutismo ayudara a Danny Baciagalupo a hacerse escritor. Todos esos momentos en que uno sabe que debería hablar pero no se le ocurre qué decir; uno, como escritor, nunca presta la debida atención a esos momentos). Pero fue entonces cuando Carmella pareció advertir que no había nadie más en el comedor, ni se veía a nadie en la cocina; la pobre mujer lo interpretó como señal de que tenían planeada una sorpresa para ella. ¿Acaso se había presentado ahí su Angelú sin previo aviso para verla? ¿Tenían los demás escondido en la cocina a su ser más querido, arreglándoselas todos para mantener un silencio sepulcral?

—¡Angeluuu! —llamó Carmella—. ¿Estáis ahí el señor Ketchum y tú? ¡Angeluuu!

Años después, ya acostumbrado a ser escritor, Daniel Baciagalupo pensaría que en realidad lo ocurrido ahí, en la cocina, era lo más natural del mundo. Aquella gente no era cobarde; sólo eran personas que querían a Carmella del Popólo y no soportaban la idea de verla sufrir. Pero, por entonces, el pequeño Dan se quedó atónito. Fue Paul Polcari, el pizzero, quien empezó.

—¡Angeluuu! —gimió.

—¡No! ¡No! ¡No! —entonó su anciano padre.

—Angelú, Angelú —clamó Tony Molinari, sin levantar tanto la voz.

Las jóvenes y el muchacho de poco más o menos la edad de Ángel pronunciaban también el nombre del muerto en arrullos. Este coro procedente de la cocina no era lo que Carmella esperaba oír; aullaba con tanta tristeza que la pobre mujer miró a Dominic en busca de una explicación y en su cara sólo vio congoja y pánico. Danny fue incapaz de mirar a la madre de Ángel; habría sido como mirar a Jane la Piel Roja medio segundo antes del sartenazo.

Habían acercado una silla de la mesa más próxima —el gesto de despedida del viejo Polcari, incluso antes de ofrecer asiento a Carmella—, y Carmella, más que sentarse, se desplomó en la silla y el color aceitunado abandonó su rostro. De pronto había visto la cartera de su hijo en las pequeñas manos de Danny, pero cuando alargó el brazo y percibió lo mojada y fría que estaba, se echó atrás, tambaleante, y se medio desmoronó en la silla. El cocinero se apresuró a sujetarla arrodillándose junto a ella con el brazo en torno a sus hombros, y Danny, instintivamente, se arrodilló a sus pies.

Carmella vestía una falda de seda negra y una bonita blusa blanca —la blusa pronto quedaría moteada de lágrimas—, y cuando fijó la mirada en los oscuros ojos de Danny, debió de ver a su hijo tal como en otro tiempo la miraba a ella, porque atrajo la cabeza del niño hacia su regazo y se la estrechó como si él fuera su Angelú perdido.

—¡Angelú no! —exclamó.

En la cocina, uno de los cocineros empezó a repicar rítmicamente en una olla de pasta con una cuchara de madera; al igual que un eco, declamó:

—¡Angelú no!

—Lo siento mucho —oyó decir a su padre el pequeño Dan.

—Se ahogó —explicó el niño desde el regazo de Carmella; notó que ella le apretaba aún más la cabeza, y de nuevo se apareció ante él el futuro inmediato. Mientras viviese con su padre y Carmella del Popólo, Danny Baciagalupo sería para ella el sustituto de Angelú. («No culpes al chico de querer marcharse al colegio», escribiría más adelante Ketchum a su viejo amigo, «cúlpame a mí, pero no culpes a Danny»).

—¡Ahogado no! —vociferó Carmella por encima del clamor que llegaba de la cocina.

Danny no oía qué susurraba su padre al oído de la afligida mujer, pero notó los estremecimientos de ella a causa de los sollozos y consiguió volver ligeramente la cabeza en su regazo, lo justo para ver salir de la cocina a los dolientes. Sin cazos, sin sartenes, sin cucharas de madera: sólo ellos, con regueros de lágrimas en el rostro. (La cara de Paul, el pizzero, también con regueros de harina). Pero Daniel Baciagalupo ya tenía imaginación; no necesitó oír lo que su padre le decía a Carmella al oído. Sin duda incluía la palabra «accidente»: éste era un mundo de constantes accidentes, el niño y su padre ya lo sabían.

—Son buena gente —decía el viejo Polcari a modo de oración.

Más tarde Danny comprendió que Joe Polcari no rezaba; le hablaba a Carmella del cocinero y su hijo «llegados del norte». De hecho, fueron el niño y su padre quienes acompañaron a Carmella a casa. (En el camino había tenido que recostarse en ellos, a veces al borde del desmayo, pero sostenerla resultaba fácil; debía de pesar, como mínimo, cincuenta kilos menos que Jane, y Carmella estaba viva). Pero incluso antes de salir del Vicino di Napoli esa tarde —mientras la afligida madre mantenía la cabeza de Danny firmemente sujeta contra su regazo— Daniel Baciagalupo identificó otro truco que conocen los escritores. Era algo que ya sabía hacer, aunque no lo aplicaría a su método narrativo hasta transcurridos unos años. Todos los escritores deben saber alejarse, distanciarse de tal o cual momento emotivo, y Danny era capaz de hacerlo, ya a sus doce años. Con la cara inmovilizada entre las cálidas manos de Carmella, el niño se limitó a apartarse de ese cuadro vivo; desde la posición elevada del horno para pizzas, quizás, o al menos tan apartado de los dolientes como si estuviera, sin que lo vieran, en la cocina al otro lado de la barra, Danny vio al personal del Vicino di Napoli arracimarse en torno a Carmella, sentada en la silla, y a su padre, arrodillado a su lado.

El viejo Polcari se situó detrás de Carmella, con una mano en la nuca de ella y la otra en su propio corazón. Su hijo Paul, el pizzero, permaneció de pie, en su aura de harina, con la cabeza gacha, pero se colocó simétricamente respecto a Dominic, junto a la cadera opuesta de Carmella. Las dos jóvenes —camareras, aprendiendo aún el oficio de Carmella— se arrodillaron en el suelo inmediatamente detrás del pequeño Dan, quien, mientras observaba la escena con distancia desde la cocina, se vio de rodillas con la cabeza en el regazo de Carmella. El otro cocinero —el jefe de cocina o chef, Tony Molinari— se mantenía algo alejado del resto, con el brazo en torno a los estrechos hombros del muchacho de la edad de Ángel poco más o menos. (Era el mozo de comedor, descubriría Danny enseguida; el de mozo de comedor sería el primer empleo de Danny en el Vicino di Napoli). Pero en ese preciso y luctuoso momento, Daniel Baciagalupo asimiló a distancia todo el cuadro vivo. Empezaría a escribir en primera persona, como tantos escritores jóvenes, y la atormentada primera frase de una de sus novelas iniciales remitiría (en parte) a esta escena, prácticamente una Pietá, de aquel domingo de abril en el Vicino di Napoli. En palabras del propio autor novel: «Pasé a ser miembro de una familia con la que no tenía lazos de parentesco mucho antes de saber apenas algo de mi propia familia, o del dilema al que mi padre se había enfrentado en mi tierna infancia».

«Deshaceos del Baciagalupo», había escrito Ketchum a ambos. «Por si acaso Cari va a buscaros, vale más que cambiéis de apellido, para mayor seguridad». Pero Danny se negó. Daniel Baciagalupo se enorgullecía de su apellido; incluso experimentaba cierto orgullo rebelde por la historia del apellido, que su padre le había contado. Después de tantos años oyendo cómo le llamaban «espagueti» y «macarroni» los niños de West Dummer, el pequeño Dan tenía la sensación de que se había ganado el apellido a pulso. Ahora, en el North End (un barrio italiano), ¿por qué iba a querer deshacerse del Baciagalupo? Además, el vaquero —si es que aparecía— andaría buscando a un Dominic Baciagalupo, no a un Daniel.

Dominic no sentía lo mismo con respecto a su apellido. Para él, Baciagalupo siempre había sido un nombre inventado. Al fin y al cabo, se lo había puesto Nunzi: él había sido su Beso de Lobo, cuando en realidad habría sido más lógico ser un Saetta, cosa que medio era, o que su madre lo hubiera llamado Capodilupo, aunque sólo fuese para avergonzar al irresponsable de su padre. («Gennaro, ese inútil de mierda», como aludiría más adelante el viejo Joe Polcari al mozo de comedor proclive al coqueteo, despachado por él y desaparecido, a saber dónde). Y Dominic habría podido elegir entre muchos apellidos. Todos los miembros de la enorme familia de Annunziata querían que fuese un Saetta, en tanto que los innumerables sobrinos y sobrinas de Rosie —por no hablar ya de la familia más inmediata de su difunta esposa— querían que fuese un Calogero. Dominic no cayó en esa trampa; enseguida vio lo insultados que se sentirían los Saetta si adoptaba el apellido Calogero, y viceversa. El apodo de Dominic en el Vicino di Napoli, donde enseguida entraría como aprendiz del jefe de cocina, Tony Molinari, y del pizzero, Paul Polcari, sería Gambacorta —«Pierna Corta», una alusión cariñosa a su cojera—, que pronto quedaría abreviado en Gamba («Pierna» a secas). Pero Dominic decidió que, fuera de su vida en el restaurante, ni Gambacorta ni Gamba eran apellidos apropiados, no para un cocinero.

—¿Y qué tal Bonvino? —propondría el viejo Giusé Polcari. (Significaba «Buen Vino», pero Dominic no bebía). Buonopane («Buen Pan») sería la recomendación de Tony Molinari, en tanto que Paul Polcari, el pizzero, se pronunció por Capobianco («Cabeza Blanca»), habida cuenta de que, normalmente, Paul estaba todo cubierto de blanco debido a la harina. Pero tales apellidos eran demasiado cómicos para un hombre de la seriedad de Dominic.

Durante su primera noche en el North End, Danny podría haber vaticinado el nuevo apellido que escogería su padre. Cuando padre e hijo acompañaron a la viuda Del Popólo a la casa de vecinos de Charter Street —Carmella vivía en un apartamento de dos habitaciones y cocina en un edificio de obra vista sin ascensor cerca de los baños viejos y del cementerio de Copps Hill; no había más agua caliente que la que ella calentaba en su fogón de gas—, el pequeño Dan previo el futuro de su padre lo suficiente para adivinar que Dominic Baciagalupo no tardaría en ocupar el lugar del pescador ahogado, tanto es así que, como Carmella descubriría con satisfacción, Dominic podía ponerse la ropa del desventurado pescador, por ser ambos hombres de complexión menuda, como también lo era Danny, quien pronto heredaría la ropa de Ángel. Como es natural, padre e hijo necesitaban un atuendo más urbano; en Boston la gente no vestía como en Coos County. Así pues, no supuso una sorpresa para Danny Baciagalupo, quien contra el consejo de Ketchum no cambió (en un principio) de apellido, que su padre acabase siendo Dominic del Popólo (al fin y al cabo, era un cocinero «del pueblo»), aunque no aquella primera noche en el North End.

En la cocina. Carmella tenía una bañera más grande que la mesa, provista ya de las tres sillas necesarias. En el fogón de gas había dos enormes ollas de pasta con agua, siempre caliente pero sin llegar a hervir. Carmella casi nunca guisaba en su cocina; mantenía el agua caliente para sus baños. Pese a ser una mujer que vivía en una casa de vecinos sin agua caliente, era muy limpia y olía de maravilla; con la ayuda de Ángel, había conseguido pagar los recibos del gas. Por aquel entonces, en el North End, la oferta de empleo a jornada completa para jóvenes de la edad de Ángel era escasa. Para jóvenes fuertes había más empleo a jornada completa en el norte, en Maine y New Hampshire, pero allí el trabajo podía ser peligroso, como el pobre Ángel había descubierto.

Danny y su padre se sentaron con Carmella a la pequeña mesa de la cocina mientras ella se deshacía en llanto. El niño y su padre le contaron a la llorosa madre anécdotas sobre su hijo ahogado; como es natural, algunas de las anécdotas los llevaron a hablar de Ketchum. Cuando Carmella agotó temporalmente las lágrimas, los tres, ahora famélicos, regresaron al Vicino di Napoli, que los domingos por la noche sólo servía pizzas y platos de pasta rápidos. (Los domingos, en aquellos tiempos, la comida del mediodía era la principal para la mayoría de los italianos). Y el domingo el restaurante cerraba temprano; los cocineros preparaban una cena para el personal después de marcharse los clientes vespertinos. Casi todas las demás noches el restaurante abría hasta una hora bastante avanzada, y los cocineros comían y daban de comer al personal a primera hora de la tarde, antes de preparar la cena.

El anciano propietario y maître preveía el regreso de los tres; habían juntado cuatro de las pequeñas mesas y puesto ya cubiertos para ellos. Comieron y bebieron como en un velatorio, parando de vez en cuando sólo para llorar —todos lloraron menos el pequeño Dan— y brindar por el chico muerto a quien todos querían, aunque ni Danny ni su padre probaron una sola gota de vino. Se oyeron los reiterados avemarías, muchos al unísono, pero no había a la vista ningún ataúd abierto, ni se quedó nadie en vela rezando. Dominic aseguró a los dolientes que Ketchum sabía que Ángel era italiano; el ganchero ya habría organizado «algo católico» con los francocanadienses. (Danny lanzó una mirada a su padre, porque los dos sabían que el leñador no habría hecho nada semejante; Ketchum habría mantenido todo lo católico y a los francocanadienses lo más lejos posible de Ángel). Ya era tarde cuando Tony Molinari preguntó a Dominic dónde iban a pasar la noche Danny y él; sin duda, a esas horas no querrían volver en coche hasta el norte de New Hampshire. Como Dominic le había dicho a Ketchum, no le gustaban las apuestas —ya no—, pero confiaba en quienes lo acompañaban en ese momento y (para sorpresa suya y de Danny) les contó la verdad.

—No podemos volver; somos fugitivos —declaró Dominic. Ahora le tocaba llorar a Danny: las dos jóvenes camareras se apresuraron a ofrecer consuelo al niño.

—No sigas, Dominic: no necesitamos saber por qué huis ni de quién —exclamó el viejo Polcari—. Con nosotros estáis a salvo.

—No me sorprende, Dominic. A la vista está que te has peleado con alguien —dijo Paul, el pizzero, dándole una palmada en el hombro al cocinero con la mano enharinada y actitud comprensiva—. Ese labio tiene mala pinta; aún sangra, ¿sabes?

—Puede que necesite unos puntos —dijo Carmella al cocinero con sincera preocupación.

Pero Dominic desechó la sugerencia con un cabeceo; no dijo nada, pero todos los presentes vieron gratitud en la tímida sonrisa del cocinero. (Danny lanzó otra mirada a su padre, pero el niño no cuestionó las razones de su padre para abstenerse de explicar las circunstancias de su herida en el labio; el hecho de que padre e hijo fuesen fugitivos no guardaba relación alguna con la dudosa personalidad y el comportamiento aberrante de Pam la Seis Jarras).

—Podéis venir a mi casa —propuso Tony Molinari a Dominic.

—Vendrán a la mía —dijo Carmella a Molinari—. Tengo una habitación disponible.

Su ofrecimiento era incontestable, porque se refería a la habitación de Ángel; sólo de mencionar la habitación, Carmella rompió a llorar otra vez. Cuando Danny y su padre la acompañaron de nuevo al apartamento sin agua caliente de Charter Street, les dijo que ocuparan la cama grande, en su propia habitación. Ella dormiría en la cama individual de la habitación de su difunto Angelú.

La oirían llorar hasta dormirse o, mejor dicho, mientras intentaba dormirse. Ya duraba el llanto largo rato cuando el pequeño Dan susurró a su padre:

—Tal vez deberías ir con ella.

—No estaría bien, Daniel. Es a su hijo a quien echa de menos; creo que deberías ir tú.

Danny Baciagalupo fue a la habitación de Ángel, donde Carmella tendió los brazos al niño, y él se metió en la estrecha cama a su lado. «Angeluuu», le susurró al oído hasta que por fin la venció el sueño. Danny no se atrevió a levantarse de la cama por temor a despertarla. Permaneció allí tumbado, entre sus brazos cálidos, percibiendo aquel agradable olor a limpio, hasta que también él concilio el sueño. Había sido un día largo y violento para el niño de doce años —contando los dramáticos sucesos de la noche anterior, por supuesto—, y el pequeño Dan debía de estar cansado.

¿No contribuiría incluso esa manera de conciliar el sueño al hecho de que Danny llegase a ser escritor? La noche del mismo día que había matado a la lavaplatos india de casi ciento cincuenta kilos, que casualmente era amante de su padre, Daniel Baciagalupo se encontraría en el cálido abrazo de la viuda Del Popólo, la voluptuosa mujer que pronto sustituiría a Jane la Piel Roja en la nueva vida de su padre, la vida triste pero (de momento) en curso de su padre. Aunque con el tiempo el escritor reconocería la casi simultaneidad de esos trascendentales sucesos, relacionados pero dispares —gracias a esta clase de incidentes avanza una narración—, cuando dejó de estar consciente entre el dulce aroma de los brazos de Carmella, el niño extenuado sólo pensaba: ¿hasta qué punto esto es una coincidencia? (Era demasiado joven para saber que en cualquier novela con una razonable dosis de prefiguración no había coincidencias). Quizá las fotografías de su madre muerta bastaban para hacer del pequeño Dan un escritor; del pabellón-cocina de Twisted River sólo había podido llevarse unas cuantas, y echaría de menos los libros entre cuyas páginas conservaba sus fotos para que no se arrugasen, en especial aquellas novelas que contenían párrafos subrayados por Rosie. Los propios párrafos, junto con las fotos, permitían al niño imaginarse mejor a su madre. El intento de recordar esos retratos abandonados era también una forma de imaginársela.

Sólo unas pocas de las fotografías que Danny se había llevado a Boston eran en color, y su padre le había dicho que las fotos en blanco y negro eran en cierto modo «más fieles» a lo que Dominic llamaba «el azul letal de sus ojos». (¿Por qué «letal»?, se preguntaba el aspirante a escritor. ¿Y cómo era posible que esos retratos en blanco y negro fuesen más fieles a los ojos azules de su madre que las habituales fotografías en color de Kodak?). Rosie tenía el pelo castaño oscuro, casi negro, pero la piel sorprendentemente clara, y unas facciones muy angulosas, de aspecto frágil, por lo que parecía aún más chiquita de lo que en realidad era. Cuando el pequeño Dan conociese a todos los Calogero —entre ellos a las hermanas menores de su madre—, vería que dos de las tías eran menudas y bonitas, como su madre en las fotografías, y que la menor (Filomena) también tenía los ojos azules. Pero Danny advertiría que si bien él no podía evitar quedarse embobado mirando a Filomena —debía de tener más o menos la misma edad que la madre del niño cuando murió (entre veinticinco y treinta años, según los cálculos de Danny)—, su padre se apresuró a afirmar que los ojos de Filomena no eran del mismo azul que los de su madre. (No tan «letal», quizá, podía suponer sólo el niño). El pequeño Dan también advertiría que su padre rara vez le dirigía la palabra a Filomena; Dominic casi parecía descortés con ella, porque ponía todo su empeño en no mirarla y nunca hacía comentario alguno acerca de su vestimenta.

En tanto que escritor, ¿empezó a fijarse Daniel Baciagalupo en esos detalles definitorios? ¿Había percibido ya lo que podía describirse como una pauta de comportamiento cuando su padre se había sentido atraído primero por Jane la Piel Roja y después por Carmella del Popólo, ambas corpulentas, de ojos oscuros, tan distintas de Rosie Calogero como podía imaginar el niño de doce años? Porque si Rosie había sido para su padre verdaderamente el amor de su vida, ¿acaso no se privaría Dominic ex profeso de todo contacto con cualquier mujer mínimamente parecida a ella?

De hecho, un día Ketchum acusaría al cocinero de mantener una fidelidad antinatural a Rosie eligiendo a mujeres que eran en extremo distintas de ella. Danny debía de haber escrito a Ketchum hablándole de Carmella, y probablemente el niño comentó que era grande, ya que el cocinero se había cuidado muy mucho —en sus cartas a su viejo amigo— de hacer referencias a las dimensiones de su nueva novia, o al color de sus ojos. Dominic apenas contaría nada a Ketchum acerca de la madre de Ángel y su incipiente relación con ella. Dominic ni siquiera contestaría a la carta acusadora de Ketchum, pero el cocinero estaba indignado por las críticas del maderero acerca de su aparente gusto en cuestión de mujeres. En aquella época, Ketchum seguía con Pam la Seis Jarras, ¡hablando de mujeres distintas a la Prima Rosie!

Para recordar a Pam, Dominic sólo tenía que mirarse en el espejo, donde la cicatriz en el labio inferior se le veía claramente todavía mucho tiempo después de la noche que lo agredió la Seis Jarras. A Dominic del Popólo, nacido Baciagalupo, le sorprendería que Ketchum y la Seis Jarras durasen mucho tiempo como pareja. Sin embargo, iban a aguantar juntos unos cuantos años más de los que Dominic había estado con Jane la Piel Roja, e incluso un poco más de lo que el cocinero conseguiría quedarse con Carmella del Popólo, la corpulenta pero adorable madre de Ángel.

La primera mañana que padre e hijo amanecieron en Boston, ambos se despertaron con los cautivadores sonidos de Carmella mientras se bañaba en su pequeña cocina. Por respetar la intimidad de la mujer, Dominic y el pequeño Dan se quedaron en sus camas mientras Carmella realizaba sus abluciones, muy tentadoras al oído; sin ellos saberlo, había añadido al fogón una tercera y una cuarta ollas llenas de agua, y pronto éstas llegarían casi al punto de ebullición.

—¡Hay agua caliente de sobra! —anunció a voz en grito—, ¿quién quiere darse el siguiente baño?

Como el cocinero ya se había planteado la duda de si cabría, aunque fuese con apreturas, en la enorme bañera junto a Carmella del Popólo, Dominic, un tanto insensible, propuso que Daniel y él compartieran el baño —se refería al agua de la bañera—, idea que al niño de doce años se le antojó repulsiva.

—¡No, papá! —replicó el niño a voz en cuello desde la estrecha cama de la habitación de Ángel.

Oyeron a Carmella mientras la pesada mujer se erguía, goteante, en la bañera.

—Conozco a los chicos de la edad de Danny: ¡necesitan cierta intimidad! —dijo ella.

Sí, pensó el pequeño Dan, sin comprender en toda su magnitud que pronto necesitaría más intimidad respecto a su padre y Carmella. A fin de cuentas, Danny se acercaba ya a la adolescencia. Si bien no vivieron juntos por mucho tiempo en el piso sin agua caliente de Charter Street, con la gran bañera en la cocina y el retrete absurdamente pequeño (con una cortina en lugar de puerta) —el llamado WC contenía sólo un inodoro y un diminuto lavabo con un espejo encima—, el apartamento al que se mudaron no era mucho mayor, ni proporcionaba la mitad de la intimidad que necesitaba Daniel Baciagalupo ya en la adolescencia, pese a disponer de agua caliente. Era otro edificio sin ascensor en lo que un día se conocería como Wesley Place —un callejón junto al Cafre Vittoria—, y además de dos habitaciones tenía un baño completo con bañera y ducha (y una puerta de verdad), y en la cocina cabía una mesa con seis sillas.

Así y todo, los dormitorios eran contiguos; en el North End no podían permitirse nada comparable a la amplitud de la planta superior del pabellón-cocina de Twisted River. Y Danny era ya demasiado mayor para no identificar los esfuerzos de su padre y Carmella por hacer el amor en silencio, y más después de haber oído y visto el niño, con su excitable imaginación, a su padre y Jane la Piel Roja mientras lo hacían.

El cocinero y Carmella, con el pequeño Dan cada vez más consciente de su papel como sustituto de Ángel, consiguieron una organización doméstica aceptable, aunque no duraría. Pronto llegaría la hora de que el adolescente pusiera cierta distancia entre él y su padre, y Danny, conforme crecía, se sentía más incómodo por otro problema.

Si antes había padecido de un estado de excitación presexual, inspirado primero por Jane y luego por Pam la Seis Jarras, el adolescente no podía encontrar alivio a su deseo cada vez más profundo por Carmella del Popólo, el «reemplazo de la Piel Roja» para su padre, como la definió Ketchum. La atracción de Danny por Carmella era una cuestión más perturbadora que los problemas de intimidad.

«Tienes que largarte», escribiría Ketchum al joven Dan, aunque al niño en realidad le gustaba su vida en el North End. De hecho, le encantaba, sobre todo en comparación con la vida que había llevado en Twisted River, concretamente en el colegio de la Compañía Manufacturera Paris.

El colegio Michelangelo apenas tuvo en cuenta la formación que Danny Baciagalupo había recibido entre aquellos holgazanes a orillas del Phillips Brook, los tarados de West Dummer, como los llamaba Ketchum. La dirección del Mickey obligó a Danny a repetir curso; les llevaba un año a la mayoría de sus compañeros de clase. En séptimo, cuando el aspirante a escritor le mencionó por primera vez a su profesor de lengua, el señor Leary, la idea de Exeter que Ketchum le había inspirado, el irlandés ya consideraba a Danny Baciagalupo entre sus mejores alumnos. Cuando el chico cursaba octavo, era de lejos el predilecto del señor Leary.

Varios antiguos alumnos del señor Leary habían proseguido su formación en el Boston Latin. Unos cuantos habían estudiado en el Roxbury Latin, que en opinión del viejo irlandés era un colegio anglosajón un tanto pretencioso. Dos discípulos del señor Leary habían ido a Milton, y uno a Andover, pero nadie de los cursos de lengua del señor Leary había llegado a Exeter; estaba más alejado de Boston que esos otros buenos colegios, y el señor Leary sabía que era una excelente escuela. ¿Podría ser un blasón para el señor Leary si aceptaban a Danny Baciagalupo en Exeter?

El señor Leary vivía mortificado por la mayoría de los de más chicos de séptimo y octavo del Mickey Cabe destacar que Danny no se sumaba a las burlas de que era blanco su profesor, porque las burlas —y otras formas más ásperas de acoso— le recordaban su experiencia escolar en Paris.

El señor Leary presentaba la rubicundez propia de la bebida; tenía la nariz en forma de patata, viva imagen del supuesto alimento base en la dieta de sus paisanos. Por encima de las orejas le asomaban alborotados mechones de cabello cano, como el pelaje de un animal, pero por lo demás el señor Leary estaba calvo y tenía una pronunciada hendidura en lo alto de la cabeza. Semejaba una lechuza parcialmente desplumada. «De niño», contaba el señor Leary a todos sus alumnos, «recibí un golpe en la cabeza con un diccionario no abreviado, lo que sin duda inculcó en mí un desbordante amor por las palabras». Los niños de séptimo y octavo lo llamaban «O», porque el señor Leary se había quitado la «O’» antepuesta al apellido. Estas buenas piezas escribían interminables «O» en la pizarra cada vez que el señor Leary salía del aula. Lo llamaban «¡O!», pero sólo a sus espaldas.

Danny no alcanzaba a entender por qué eso atormentaba tanto al antiguo señor O’Leary, y tampoco concedía la menor importancia a que su profesor se hubiese quitado la «O» del apellido. (Allí estaba, sin ir más lejos, Ángel Pope y todo lo que se había quitado. ¿Acaso pensaban los niños italianos que sólo los irlandeses intentaban de vez en cuando desfigurar su origen étnico?). Pero la principal razón del señor Leary para considerar a Daniel Baciagalupo tan excelente alumno era que al chico le encantaba escribir, y escribía y escribía. En las clases de séptimo y octavo en el Mickey, el señor Leary no había visto jamás cosa semejante. El chico parecía poseído, o como mínimo obsesionado.

Cierto que, con relativa frecuencia, el señor Leary encontraba perturbadora la lectura de lo que el joven Dan escribía, pero sus relatos —muchos de ellos traídos por los pelos, la mayoría violentos, y todos con una cantidad indebida de contenido sexual, por completo inapropiado para un adolescente— estaban siempre bien escritos y eran de una gran claridad. El muchacho sencillamente tenía un don para la narración; el señor Leary sólo deseaba ayudarlo a dominar la gramática, así como el resto de la mecánica de la redacción. En Exeter, según había oído el señor Leary, eran muy puntillosos con la gramática. Para ellos, la redacción era una cuestión práctica: uno tenía que escribir a diario, sobre cualquier cosa.

Cuando el señor Leary escribió a la secretaría de ingresos de Exeter, se abstuvo de mencionar el tema central de la escritura creativa del joven Dan. En todo caso Exeter no tenía gran interés en la llamada escritura creativa; allí, suponía el señor Leary, el ensayo se llevaba la palma. Y el colegio Michelangelo, donde Daniel Baciagalupo era un alumno tan excepcional, se hallaba en un barrio de italoamericanos. (El señor Leary se cuidó muy mucho de usar la palabra «inmigrante», pese a que eso era en esencia lo que quería decir). Esa gente era proclive a la pereza y la exageración, deseaba que supiesen en Exeter el señor Leary. El joven Baciagalupo era «distinto a los demás».

Si uno juzgaba por lo que contaban la mayoría de esos italianos, sostenía el señor Leary, sacaba la impresión de que todos habían convivido con las ratas (y otras horrendas circunstancias) en la bodega de los barcos que los traían a América, y que todos eran huérfanos al llegar, o como mínimo habían desembarcado solos en los muelles, sin nada más que unas miserables liras en los bolsillos. Y si bien muchas de las adolescentes eran hermosas, se convertirían sin remedio en mujeres gordas; eso se debía a la pasta y a su desaforado apetito. Este último, sospechaba el señor Leary, no se reducía a los abusos con la comida. En honor a la verdad, debía decirse que esos italianos no eran tan trabajadores como los inmigrantes anteriores, los hacendosos irlandeses. Y si bien el señor Leary no se expresó en estos términos exactamente al ponerse en contacto con la secretaría de ingresos de Exeter, sí transmitió no pocos de sus prejuicios a la par que entonaba su loa a las aptitudes y la personalidad de Daniel Baciagalupo, amén de hacer referencia a las «dificultades» que había arrostrado y vencido el muchacho «en su casa».

Tenía un único progenitor, «un cocinero poco comunicativo», como lo describió el señor Leary. Dicho cocinero vivía con una mujer a quien el señor Leary presentó como «una viuda que ha padecido múltiples tragedias». En suma, si alguna vez había existido un candidato merecedor de la envidiable posición de becario en Exeter, ése era Daniel Baciagalupo. Muy sagazmente, el señor Leary no sólo era consciente de sus prejuicios; deseaba asimismo hacer partícipe de esos prejuicios a Exeter. Pretendía crear la impresión de que el North End de Boston era un lugar del que debía rescatarse a Danny. El señor Leary quería que alguien de Exeter visitase el colegio Michelangelo, aunque ello implicara presenciar la falta de respeto con que se trataba allí al señor Leary. Sin duda, si el responsable de becas conocía a Daniel Baciagalupo en compañía de aquellas buenas piezas del Mickey —y, no menos vital, si veía al aspirante a escritor en el contexto de aquel bullicioso restaurante de barrio donde trabajaban tanto el padre del chico como la trágica viuda—…, en fin, saltaría a la vista lo mucho que destacaba Danny Baciagalupo. Y el chico destacaba, en efecto, pero el joven Dan habría destacado en cualquier sitio —no sólo en el North End—, aunque eso el señor Leary se lo calló. Aun así, como pudo comprobarse, había dicho más que suficiente.

Su carta surtió el efecto deseado. «¡Anda que éste!», debió de decir (refiriéndose al señor Leary con su cúmulo de prejuicios) el primero que la leyó en la secretaría de ingresos de Exeter. La carta pasó a manos de otro lector, y otro más; probablemente muchas personas en Exeter leyeron la carta, entre ellas el mismísimo «responsable de las becas» a quien el señor Leary tenía en mente desde el principio.

Y sin duda esa persona dijo: «Esto tengo que verlo», refiriéndose no sólo al Mickey y al señor Leary, sino también a las desfavorecidas circunstancias de la vida italoamericana de Daniel Baciagalupo.

Eran muchas las cosas que el señor Leary se callaba. ¿Qué necesidad tenían en Exeter de conocer la desmedida imaginación del muchacho? ¿Qué era lo que le ocurría al padre en aquel relato? Lo había dejado cojo (tullido para siempre) un oso —el oso se le había comido un pie a su padre—, pero el hombre, aún mutilado, había conseguido, a saber cómo, ahuyentar al oso a sartenazos. Este mismo hombre mutilado perdió a su esposa en un accidente durante un baile de figuras. El baile de figuras tenía lugar al aire libre, en un muelle, y el muelle se hundió, y se ahogaron cuantos bailaban en él. ¡El hombre que había perdido el pie en el ataque del oso se libró porque no podía bailar! (Se conformaba con mirar de lejos, si el señor Leary recordaba bien el relato. Eran historias descabelladas, pero bien escritas, muy bien escritas). Para colmo, esa misma familia ficticia tenía un amigo que había sufrido lesiones cerebrales a manos de un policía corrupto. La víctima era un leñador inverosímil; «inverosímil» a juicio del señor Leary, porque se describía a dicho leñador como un gran lector. Más improbable aún, ¡a causa de la monumental paliza había perdido la capacidad de leer! ¡Y qué decir de las mujeres de los relatos de Daniel Baciagalupo!… Alabado sea Dios, pensaba el señor Leary.

Salía una nativa de una tribu india local; el relato sobre el hombre mutilado estaba ambientado en los confines mis septentrionales de New Hampshire e incluía un salón de baile donde no se bailaba. («Vamos, hombre», había pensado el señor Leary al leer el relato, ¿qué sentido tenía eso?). Pero el relato estaba bien escrito, como siempre, y la india pesaba ciento cincuenta o doscientos kilos, y el pelo le llegaba hasta la cintura; como consecuencia de esto, ¡un niño retrasado (el hijo del hombre atacado por el oso) confundía a la india con otro oso! El infeliz retrasado pensó, de hecho, que justo el mismo oso había regresado para comerse el resto de su padre, cuando en realidad era la mujer india, que mantenía relaciones sexuales con el tullido, en lo que, sólo pudo imaginar el señor Leary, debía de ser la posición «superior».

Pero cuando el profesor comentó a Danny esta circunstancia («Deduzco que la mujer india estaba en la…, esto, bueno…, la posición “superior”»), el chico lo miró con cara de incomprensión. El joven escritor no lo había entendido bien.

«No, sólo estaba encima», había contestado Danny al señor Leary. El profesor desplegó una sonrisa de adoración. A ojos del señor Leary, Daniel Baciagalupo era un genio en formación; el niño prodigio no podía hacer nada mal.

No obstante, lo sucedido a la india obesa era horrendo. ¡Había muerto a manos del niño retrasado, que la había golpeado precisamente con la misma sartén utilizada por su padre como arma contra el oso! Las dotes descriptivas del joven Baciagalupo llegaron quizás al súmmum cuando plasmó la postura en reposo de la india muerta y desnuda. El considerado padre se apresuró a tapar la entrepierna descubierta de la mujer con una almohada, tal vez para ahorrar a su trastornado hijo más malentendidos. Pero el niño retrasado ya había visto más de lo que su limitada inteligencia podía abarcar. Durante años viviría obsesionado por la visión de los enormes pechos de la víctima: cómo se habían desmoronado sin vida en los huecos de las axilas. ¿Cómo se le ocurrían continuamente al muchacho detalles así?, se preguntaba el señor Leary. (El señor Leary también se obsesionaría con la india muerta y desnuda). Pero ¿por qué mencionar a Exeter esos elementos cuestionables de la imaginación del chico que habían inquietado incluso al señor Leary? Esos detalles extremos eran simples caprichos que algún día el escritor más maduro dejaría atrás. Sin ir más lejos, la mujer que vestía una camisa de franela de hombre, sin sujetador… ¡Ésta había violado al niño retrasado, y lo había hecho después de consumir seis jarras de cerveza una tras otra! ¿Qué necesidad tenían en Exeter de saber algo de esa mujer? (Ojalá el señor Leary pudiera olvidarla). O la mujer de una de las casas de vecinos sin agua caliente de Charter Street, cerca de los baños y del cementerio de Copps Hill: por lo que el señor Leary recordaba, también tenía los pechos bastante grandes. Eso era en otro relato de Baciagalupo, y la mujer de Charter Street aparecía como la madrastra del niño retrasado, el mismo niño de aquel relato anterior, pero ya no lo definía como «retrasado». (En el nuevo relato, se describía al niño como «trastornado a secas»). El padre del pie devorado tenía confusas pesadillas, protagonizadas tanto por el oso como por la india muerta. Dada la voluptuosidad de la madrastra del niño trastornado, el señor Leary sospechaba que el padre sentía una anómala atracción por las mujeres obesas; aunque, lógicamente, era muy posible que el joven escritor encontrara él mismo fascinantes a las mujeres grandes. (El propio señor Leary empezaba a sentir esa inoportuna fascinación por dichas mujeres). Y la madrastra era italiana, lo que sirvió de acicate a los prejuicios del señor Leary; buscó indicios de pereza y exageración en la mujer, y encontró (para enorme satisfacción suya) un ejemplo perfecto de los «desaforados apetitos», mencionados ya antes, que el señor Leary atribuía desde hacía tiempo a las italianas. La mujer se bañaba en exceso.

Tal era su excéntrica devoción por esos baños que una descomunal bañera se erigía en el centro de la minúscula cocina del piso sin agua caliente, donde cuatro ollas para pasta hervían a fuego lento a todas horas: el agua para sus baños se calentaba en el fogón de gas. La ubicación de la bañera creaba todo un problema de intimidad al hijastro trastornado de la caprichosa mujer, induciéndolo a abrir un orificio en la puerta de su dormitorio, que daba a la cocina.

¿Qué otros trastornos engendraría en el niño ese hábito de espiar a su madrastra desnuda?… En fin, el señor Leary no podía por menos de imaginarlo. Y puestos a hablar de la inventiva del joven Baciagalupo para los detalles, cuando la voluptuosa mujer se afeitaba los sobacos, dejaba sin afeitar expresamente una porción triangular de vello (en un sobaco), «como la perilla meticulosamente recortada de un elfo», había escrito el joven Dan.

—¿En qué axila? —había preguntado el señor Leary al escritor principiante.

—La izquierda —contestó Danny sin el menor titubeo.

—¿Por qué la izquierda y no la derecha? —quiso saber el profesor de lengua.

El joven Baciagalupo se quedó pensativo, como si tratase de rememorar una secuencia de sucesos un tanto complicada.

—Ella es diestra —respondió Danny—. Maneja peor la cuchilla con la mano izquierda. Se afeita la axila derecha con la mano izquierda —explicó a su profesor.

—También ésos son buenos detalles —comentó el señor Leary—. Opino que deberías incluir esos detalles en el relato.

—De acuerdo, lo haré —convino el joven Dan; el señor Leary le inspiraba simpatía, y hacía cuanto estaba en sus manos por proteger a su profesor de lengua de los tormentos de los otros chicos.

Los otros chicos no importunaban a Danny. En el Mickey había abusones, claro está, pero no eran tan bragados como los matones de la Compañía Manufacturera Paris. Si un abusón del North End causaba el menor problema a Danny Baciagalupo, el joven Dan se lo decía a sus primos mayores, y sanseacabó. El abusón recibía una buena tunda de un Calogero o un Saetta; los primos mayores también habrían podido dar una buena tunda a los tarados de West Dummer.

Danny sólo enseñaba sus textos al señor Leary. El chico escribía a Ketchum cartas tirando a largas, sí, pero estas cartas no eran ficción; nadie en su sano juicio inventaría una historia e intentaría endosársela a Ketchum. Además, el joven Dan necesitaba a Ketchum para dar rienda suelta a sus sentimientos. Muchas de las cartas a Ketchum empezaban: «Ya sabes lo mucho que quiero a mi padre, lo digo de todo corazón, pero…», y así sucesivamente.

De tal palo tal astilla: el cocinero había ocultado cosas a su hijo, y Danny (sobre todo en séptimo y octavo) tenía una edad en la que suelen ocultarse ciertas cosas. Tenía trece cuando empezó séptimo y conoció al señor Leary; el joven Baciagalupo tenía quince al acabar octavo. Tenía catorce y quince años cuando enseñó a su profesor de lengua los relatos que se inventaba de manera cada vez más compulsiva.

Pese a los recelos del señor Leary en cuanto al tema central —refiriéndose, más que nada, al contenido sexual—, aquel viejo irlandés, un verdadero pozo de ciencia, sólo dirigía palabras de encomio a su alumno predilecto. El joven Baciagalupo sería escritor; en la cabeza del señor Leary no cabía la menor duda al respecto.

El profesor de lengua cruzó los dedos ante la posibilidad de Exeter; si aceptaban al chico, el señor Leary esperaba que el colegio, estricto como era, consiguiese rescatar al joven Baciagalupo de los aspectos más objetables de su imaginación. En Exeter tal vez la mecánica de la redacción requeriría tal atención y tal cantidad de tiempo que Danny se convertiría en un escritor más intelectual. (¿Refiriéndose a qué exactamente? ¿A un escritor no tan creativo?). El propio señor Leary no tenía del todo claro a qué se refería con la nebulosa idea de que quizá Danny, al convertirse en un escritor más intelectual, pasara a ser menos creativo —si es que era eso lo que el señor Leary pensaba—, pero el profesor tenía buenas intenciones. El señor Leary sólo quería lo mejor para el joven Baciagalupo, y si bien jamás criticaría una palabra escrita por el joven Dan, el viejo profesor de lengua se aventuró a hacerle una recomendación audaz. (En fin, tampoco era una recomendación tan audaz; es sólo que al señor Leary le parecía audaz). Esto sucedió en octavo, poco antes de la temporada del barro —en marzo de 1957—, cuando Danny acababa de cumplir quince años, y el chico y su profesor esperaban noticias de Exeter. La antedicha «recomendación audaz» del señor Leary induciría a Daniel Baciagalupo (años después) a escribir su propia versión de la periódica afirmación de Ketchum.

«¡Las putadas siempre llegan en la temporada del barro!», se quejaba Ketchum con regularidad, refutando en apariencia el hecho de que el cocinero y su querida prima Rosie se casaran en la temporada del barro, y el joven Dan naciera poco antes. (En Boston, claro está, no había una auténtica temporada del barro).

—¿Danny? —preguntó el señor Leary, titubeante, casi como si no supiera si ése era el nombre del chico—. Con el tiempo, como escritor, es posible que quieras plantearte la posibilidad de usar un nom de plume.

—¿Un qué? —preguntó el chico de quince años.

—Un seudónimo. Algunos escritores eligen otro nombre en lugar de publicar con el suyo propio. En francés se llama a eso nom de plume —explicó el profesor al chico. El señor Leary sintió que el corazón le subía a la garganta, porque el joven Baciagalupo reaccionó de pronto como si lo hubiera abofeteado.

—Quiere decir que me deshaga del Baciagalupo —repuso Danny.

—Es sólo que hay nombres más fáciles de pronunciar y de recordar —explicó el señor Leary a su alumno predilecto—. He pensado que, como tu padre cambió de apellido, y la viuda Del Popólo no ha pasado a llamarse Baciagalupo, ¿verdad que no?… En fin, simplemente he imaginado que quizá tú tampoco sintieras mucho apego por el apellido Baciagalupo.

—Siento mucho apego por mi apellido —replicó el joven Dan.

—Sí, ya veo; siendo así, ¡debes aferrarte a ese apellido a toda costa! —contestó el señor Leary con sincero entusiasmo. (Se sentía fatal; no había sido su intención ofender al chico).

—Creo que Daniel Baciagalupo es un buen nombre para un escritor —dijo a su profesor el resuelto chico de quince años—. Si escribo buenos libros, ¿no se tomarán los lectores la molestia de acordarse de mi nombre?

—¡Claro que sí, Danny! —exclamó el señor Leary—. Perdóname eso del nom de plume. Ha sido una falta de consideración por mi parte.

—No se preocupe; sé que sólo quiere ayudarme —dijo el chico.

—Un día de éstos deberían llegarnos noticias de Exeter —recordó el señor Leary, nervioso; después del tropiezo del seudónimo, deseaba cambiar de tema como fuera.

—Eso espero —afirmó Danny Baciagalupo muy serio. Una expresión más pensativa había vuelto a asomar al rostro del joven Dan; ya no fruncía el entrecejo.

El señor Leary, intranquilo aún por si se había extralimitado, sabía que el chico iba a trabajar todas las tardes al Vicino di Napoli después de clase; el profesor de lengua, siempre bien intencionado, dejó marchar a Danny.

Como tantas veces después de clase, el señor Leary fue a hacer unos recados por el barrio. Aún vivía en la zona de la Universidad del Nordeste, donde se había licenciado y había conocido a su mujer; iba en metro hasta la estación de Haymarket cada mañana, y lo cogía de nuevo para regresar a casa, pero hacía las compras (las cuatro cosas que necesitaba) en el North End. Llevaba tantos años dando clases en el Michelangelo que en el barrio lo conocían casi todos; había sido profesor de ellos o de sus hijos. Quizá se burlaran de él —al fin y al cabo era irlandés—, pero no por eso dejaban de apreciarlo, y se divertían con sus rarezas.

La tarde de su «recomendación audaz», tan poco acertada, el señor Leary se detuvo en el jardín de la iglesia San Leonardo, reconcomiéndose una vez más por la ausencia de la preposición «de»; obviamente, para el viejo profesor de lengua, la iglesia debería haberse llamado iglesia de San Leonardo. El señor Leary iba a confesarse a la iglesia de San Esteban, con «de», como Dios manda. Sencillamente le gustaba más San Esteban; se parecía más a las iglesias católicas de todas partes. San Leonardo era en cierto modo más italiana; incluso la habitual plegaria en el jardín de la iglesia estaba traducida al italiano. «Ora sonó qui. Preghiamo insieme. Dio ti ahita». («Ahora estoy aquí. Recemos juntos. Dios te ayuda»). En sus oraciones, el señor Leary rogó a Dios que ayudara a Daniel Baciagalupo a conseguir una beca integral en Exeter. Y otra cosa le disgustaba de San Leonardo desde siempre, pensó el señor Leary mientras salía del jardín. No había entrado en la iglesia; dentro había un santo de escayola, san Peregrino, con la pierna derecha vendada. El señor Leary consideraba vulgar esa escultura.

Y también prefería otra cosa de San Esteban, reflexionó el viejo irlandés: la iglesia estaba enfrente del Prado, donde se reunían los viejos para jugar a las damas cuando el tiempo lo permitía. De vez en cuando el señor Leary se quedaba un rato a jugar a las damas con ellos. Algunos de esos viejos jugaban muy bien, pero los que no habían aprendido inglés irritaban al señor Leary; para su gusto, no aprender inglés no era lo bastante americano, o era demasiado italiano.

Un antiguo alumno (ahora bombero) llamó al viejo profesor delante del cuartel de bomberos en la esquina de las calles Hanover y Charter, y el señor Leary se paró a charlar con el robusto individuo. Después, sin un orden determinado, el señor Leary pasó por la farmacia Barones a recoger un medicamento ya encargado; en la misma zona, se detuvo en Tosti’s, la tienda de discos, donde de vez en cuando compraba un álbum nuevo. El único «exceso» italiano que complacía al señor Leary era la ópera; bueno, en honor a la verdad, también le complacían el café exprés servido en el Cafre Vittoria y el pastel de carne siciliano que preparaba el padre de Danny Baciagalupo en el Vicino di Napoli.

El señor Leary hizo una pequeña compra en Modern, una pastelería de Hanover. Se llevó unos cannoli para sus desayunos en casa: los cilindros de masa estaban rellenos de queso ricotta endulzado, frutos secos y fruta confitada. El señor Leary debía admitir que también esos excesos italianos le encantaban.

En Hanover Street no le gustaba mirar en dirección a Scollay Square, pese a que todos los días lectivos iba en esa dirección para coger en la estación de Haymarket el metro de vuelta a casa. Al sur de Haymarket se hallaba el Casino Theatre, y muy cerca de la parada de metro de Scollay Square estaba el Oíd Howard. En ambos establecimientos, el señor Leary intentaba ver los nuevos espectáculos de striptease la noche del estreno, antes de que la censura viese los espectáculos e inevitablemente «metiese la tijera». Su regular asistencia a esos antros del striptease avergonzaba al señor Leary, pese a que su esposa había muerto hacía mucho tiempo. Probablemente a su esposa no le habría importado que él fuera a ver a las strippers, o le habría molestado menos este exceso que si hubiera vuelto a casarse, cosa que no había hecho. Aunque el señor Leary había visto actuar a algunas de estas strippers tantas veces que en cierto modo tenía la sensación de estar casado con ellas. Había memorizado el lunar (si es que era un lunar) de la Melones, también llamada Reina del Meneo. Lois Dufee —cuyo apellido, creía el señor Leary, estaba mal escrito— medía un metro noventa y tenía el pelo rubio oxigenado. Sally Rand bailaba con globos, y había otra bailarina que usaba plumas. Precisamente lo que veía hacer a dichas strippers era el tema habitual de sus confesiones en la iglesia de San Esteban, eso y la reiterada admisión de que no añoraba a su esposa, ya no. Antiguamente sí la había añorado, pero ahora la añoranza —al igual que su esposa— también lo había abandonado.

Conforme a una costumbre contraída en fecha relativamente cercana —desde que había escrito a Exeter—, cada día lectivo, antes de marcharse del North End, volvía a pasar por el Michelangelo para ver si había algo en el buzón. Mientras revisaba el correo, que había llegado a última hora del día, se decía para sus adentros que tenía otra cosa que confesar en San Esteban, ya que le pesaba como un pecado haber planteado al joven Baciagalupo por la conveniencia de utilizar un nom de plume. Aun así, ¡qué buen nombre habría sido Daniel Leary para un escritor!, pensaba el viejo irlandés. En ese momento vio el sobre gris perla con el membrete carmesí, ¡y qué elegancia la de aquel membrete!

ACADEMIA PHILLIPS EXETER

«Para que veas que Dios existe», pensó el señor Leary. Jamás una plegaria dicha en un camposanto caía en saco roto, ni siquiera en el jardín ultraitaliano de San Leonardo. «Dios te ayuda: Dio ti ahita», dijo en voz alta el viejo zorro irlandés, en inglés y también en italiano (por si acaso) antes de abrir el sobre y leer la carta del responsable de becas de Exeter.

El señor Carlisle visitaría Boston. Quería ver el colegio Michelangelo y conocer al señor Leary. El señor Carlisle tenía mucho interés en conocer a Daniel Baciagalupo, así como al padre del chico, el cocinero, y también a la madrastra del chico. El señor Leary comprendió que acaso se había extralimitado, una vez más, al referirse a la viuda Del Popólo como «madrastra» de Danny; que el profesor de lengua supiera, el cocinero y la curvilínea camarera no estaban casados.

El señor Leary también se había extralimitado en otras áreas, cómo no. Si bien el joven Dan había contado a su profesor de lengua que su padre se resistía a permitirle marcharse de casa para estudiar —y Carmella del Popólo se había echado a llorar ante la sola idea—, el señor Leary ya había remitido el expediente académico de su alumno predilecto a la venerable academia. Incluso había convencido a otros dos profesores del Mickey de que escribieran cartas de recomendación para el joven Baciagalupo. El señor Leary prácticamente había solicitado el ingreso en representación de Daniel Baciagalupo, ¡y todo sin decirle al padre del chico lo que se traía entre manos! Ahora, la carta del señor Carlisle aludía a la necesidad de que la familia presentase una declaración de ingresos, algo a lo que ese cocinero un tanto retraído quizá se opusiera, se le ocurrió al señor Leary, que esperaba no haberse extralimitado (otra vez) tanto como con el plan del seudónimo, un absoluto fracaso. El nom de plume había sido un error embarazoso.

«¡Cielos», pensó el señor Leary, «habrá que seguir con las plegarias!». Pero cogió valerosamente la carta de Exeter, junto con su paquetito de pastas de Modern, y de nuevo emprendió el camino por Hanover Street, esta vez no para ir al jardín del camposanto de San Leonardo, sino al Vicino di Napoli, donde sabía que encontraría al joven Baciagalupo en compañía del cocinero «un tanto retraído», tal como el señor Leary veía al padre de Danny, y aquella mujer obesa, la viuda Del Popólo.

La voluptuosa camarera había asistido una vez a una reunión en el colegio con el señor Leary; su difunto hijo, Angelú, había sido una presencia sociable y cordial en la clase de lengua de séptimo del señor Leary. Angelú nunca se había contado entre las buenas piezas que mortificaban al señor Leary por haberse quitado la «O» del apellido. Además, el chico Del Popólo había sido un lector más que aceptable, si bien se distraía con facilidad, como el señor Leary había comentado a su madre. Luego Angelú había colgado los libros y se había ido a trabajar al norte, una región dejada de la mano de Dios, donde el muchacho se había ahogado, como su padre antes que él. (Un argumento convincente donde los hubiera para seguir estudiando, pensaba el señor Leary). Pero desde aquella reunión en el colegio con la viuda Del Popólo, el señor Leary había soñado alguna que otra vez con ella; probablemente todos los hombres que habían conocido a esa mujer padecían los mismos sueños, se figuraba el viejo profesor de lengua. Comoquiera que fuese, el nombre de la viuda había salido en más de una ocasión durante sus confesiones en San Esteban. (¡Si Carmella del Popólo hubiera sido stripper en el Casino Theatre o el Oíd Howard, habrían tenido llenazo cada noche!). Tras meter la carta de Exeter de nuevo en su sobre, y con las prisas por llegar cuanto antes al pequeño restaurante italiano —que se había convertido (como el señor Leary sabía) en una de las casas de comidas más concurridas del North End—, el solemne irlandés no reparó en la enorme «O» blanca que una de las buenas piezas del Mickey había escrito con tiza en la espalda de la gabardina azul marino del profesor. El señor Leary no se había puesto la gabardina para sus anteriores recados por el barrio, pero ahora sí la llevaba, ajeno a esa «O»; así, ilusionado pero intranquilo, recorrió el camino, marcado por detrás con una «O» en tiza blanca tan identificable (a una manzana de distancia) como una diana.

En 1967, cuando era la temporada del barro en Coos County, Daniel Baciagalupo, el escritor, vivía en Iowa City. Iowa; en Iowa disfrutaban de una auténtica primavera, sin temporada del barro. Pero Danny, que contaba veinticinco años y tenía un hijo de dos —su mujer acababa de abandonarlo—, andaba con el ánimo propio de la temporada del barro. Además, estaba escribiendo, en ese momento, e intentaba recordar de qué hablaban exactamente en el Vicino di Napoli cuando el señor Leary, con la carta de Exeter en la chaqueta, había llamado con vehemencia a la puerta, que estaba cerrada. (El personal concluía entonces su comida de primera hora de la tarde).

—¡Es el irlandés! ¡Qué pase! —exclamó el viejo Polcari.

Al señor Leary le abrió la puerta una de las jóvenes camareras, Elena Calogero, prima de Danny. Tenía cerca de veinte años o poco más, al igual que la otra joven camarera que ayudaba a Carmella. Teresa Dimitía. El apellido de soltera de Carmella había sido Dimitía. Como se complacía en decir la viuda Del Popólo, era «una napolitana desplazada dos veces»: la primera vez porque había llegado con su familia al North End desde Sicilia siendo niña (sus abuelos se habían marchado mucho antes de las inmediaciones de Nápoles), y la segunda vez porque se había casado con un siciliano.

Según esa extraña lógica suya, Carmella había seguido desplazándose, pensaba el escritor Daniel Baciagalupo, porque Angelú era un nombre siciliano (equivalente a «Angelo») y Carmella se había vinculado sentimentalmente a Dominic. Pero en el capítulo que Danny estaba escribiendo, que había titulado «La marcha al colegio», iba a la deriva y había perdido el norte.

Demasiados aspectos del momento crucial de aquel capítulo —cuando el padre contiene las lágrimas a la par que da permiso a su hijo para irse al internado— se presentaban desde el punto de vista del bienintencionado pero entrometido profesor de lengua del chico.

—¡Hola, Mike! —había exclamado Tony Molinari esa tarde en el restaurante. ¿O había sido Paul Polcari, el pizzero, el primero en saludar al señor Leary? (El viejo Joe Polcari, que solía jugar a las damas con el señor Leary en el Prado, siempre llamaba «Michael» al profesor de lengua, por su origen irlandés, como hacía mi padre, recordó Danny Baciagalupo). Esa noche Danny no estaba en su mejor momento para escribir, o quizás era esa escena en particular. La esposa (desde hacía tres años) que acababa de abandonarlo siempre había dicho que no se quedaría mucho tiempo, pero él no se lo había creído; o no había querido creérselo, como señaló Ketchum. El joven Dan había conocido a Katie Callahan cuando aún estudiaba en la Universidad de New Hampshire; él estaba en tercero cuando ella hacía cuarto, pero los dos habían trabajado de modelos para las clases de dibujo al natural.

Cuando Katie le comunicó que se marchaba, dijo:

—Todavía creo en ti, como escritor, pero lo único que hemos tenido alguna vez en común no da mucho de sí.

—¿Qué hemos tenido en común? —preguntó él.

—Los dos podemos quedarnos desnudos, como si nada, delante de desconocidos y mamonazos —contestó ella.

Tal vez eso forme parte de lo que conlleva ser escritor, no pudo por menos de pensar Danny Baciagalupo esa lluviosa noche de primavera en Iowa City. Escribía sobre todo por las noches, cuando el pequeño Joe dormía. Absolutamente todo el mundo, excepto Katie, llamaba Joe al niño de dos años. (Como el maitre cuyo nombre llevaba, el niño nunca fue Joseph; al viejo Polcari le gustaba Giusé, o Joe a secas). En cuanto a lo de estar desnudos delante de desconocidos y mamonazos, Katie lo dijo en el sentido más literal… por lo que a ella se refería. Durante el último curso de Danny en Durham, cuando Katie estaba embarazada de Joe, ella seguía posando para las clases de dibujo al natural y se había acostado con uno de los alumnos de arte. Ahora, en Iowa City —cuando Danny estaba a punto de titularse en el Taller Literario de la Universidad de Iowa, con un máster en escritura creativa—, Katie seguía posando para las clases de dibujo al natural, pero esta vez se acostaba con uno de los profesores.

Sin embargo no era por eso por lo que cambiaba de tercio, dijo a su marido. Ella había propuesto a Danny casarse, y tener un hijo, antes de licenciarse él en la universidad. «Tú no quieres ir a Vietnam, ¿verdad?», le había preguntado.

De hecho, Danny pensaba (en aquel momento) que sí quería ir; no porque no se opusiera a la guerra desde un punto de vista político, aunque nunca se politizaría tanto como Katie. (Ketchum la definía como una «puta anarquista»). Era por su condición de escritor por lo que Danny Baciagalupo pensaba que debía ir a Vietnam; consideraba que debía ver una guerra y saber cómo era. Tanto su padre como Ketchum habían coincidido en que a ese respecto tenía una verdadera empanada mental.

«¡No te permití separarte de mí, ir al puñetero Exeter, para permitirte ahora morir en una guerra ridícula!», había exclamado Dominic.

Ketchum había amenazado con ir a buscar a Danny y cortarle unos cuantos dedos de la mano derecha. «¡O la puta mano entera!», había añadido Ketchum atronadoramente, pelándose de frío en una cabina a saber dónde.

Los dos habían prometido a la madre del joven Dan que nunca permitirían a su hijo ir a la guerra. Ketchum aseguró que emplearía su cuchillo Browning en la mano derecha de Danny, o sólo en los dedos; el cuchillo tenía una hoja de treinta centímetros, y Ketchum la mantenía bien afilada. «¡O meteré un cartucho de cazar ciervos en mi calibre doce y te pegaré un tiro a quemarropa en la rodilla!». Danny Baciagalupo prefirió aceptar la proposición de Katie Callahan.

«Venga, hazme un bombo», había dicho Katie. «Me casaré contigo y te daré un hijo. Pero no esperes que me quede mucho tiempo; no soy mujer de nadie y no sirvo para madre, aunque sé cómo se hace un hijo. Es por una buena causa: mantener a uno más al margen de esta puta guerra. ¡Y tú dices que quieres ser escritor! Pues para eso tienes que vivir, ¿eh, mamonazo?». No puede decirse que Katie lo engañara; él había sabido desde el principio cómo era ella. Se conocieron mientras se desvestían juntos para una clase de dibujo al natural.

—¿Cómo te llamas? —había preguntado Katie—. ¿Y qué quieres ser cuando seas mayor?

—Voy a ser escritor —afirmó Danny incluso antes de dar su nombre.

—Si te crees capaz de vivir sin escribir, no escribas —dijo Katie Callahan.

—¿Cómo dices? —preguntó él.

—Son palabras de Rilke, mamonazo. Si quieres ser un puto escritor, te convendría leerlo —añadió.

Ahora Katie lo abandonaba porque había conocido (según decía ella misma) «a otro idiota que piensa que debería ir a Vietnam… “¡Joder, y sólo por verlo!”». Katie iba a proponerle a ese otro que le hiciera un bombo. Después, algún día, volvería a cambiar de tercio, «hasta que acabe esta puta guerra».

Al final se le agotaría el tiempo; matemáticamente, existía un número limitado de aspirantes a soldado a quienes salvar por ese método. A los padres jóvenes como Danny Baciagalupo los llamaban «padres Kennedy»; en marzo de 1963, el presidente Kennedy había promulgado un decreto de ampliación de la prórroga por paternidad. Sólo estuvo vigente durante un breve periodo de tiempo —el derecho a aplazar la incorporación a filas por tener un hijo—, pero a Danny Baciagalupo, el escritor, le había servido. Había pasado de la 2-S (prórroga de estudios) a la 3-A: a los hombres que mantenían un vínculo paterno-filial genuino se les concedía una prórroga. Tener un hijo podía librarlo a uno de la guerra; con el tiempo, los muy cabrones cerrarían también esa puerta, pero Danny ya la había cruzado. En cuanto a si le daría resultado o no a ese otro «idiota» que ella había conocido…, bueno, en ese momento ni siquiera Katie lo sabía. En cualquier caso ella se iba, tanto si le daba un hijo como si no al nuevo aspirante a soldado, y al margen de cuántos bebés más fuese a traer al mundo por una causa tan noble.

«A ver si lo he entendido bien», fueron algunas de las últimas palabras de Danny a su esposa a punto de marcharse, que en realidad nunca había sido una esposa, y que no tenía mayor interés en ser madre.

—Si me quedo más tiempo, mamonazo, ese niño de dos años se acordará de mí —había dicho Katie. (Es cierto que llamó a su propio hijo «ese niño de dos años»).

—Se llama Joe —le había recordado Danny. Fue entonces cuando dijo—: A ver si lo he entendido bien. No sólo eres una pacifista y una anarquista sexual, sino que eres, además, una radical especializada en la fabricación de bebés en serie para insumisos, ¿lo he entendido bien?

—Ponlo por escrito, mamonazo —había propuesto Katie, y éstas fueron sus últimas palabras a su marido—: Tal vez por escrito suene mejor.

Tanto Ketchum como su padre se lo habían advertido. «Sería más fácil, creo yo, que me dejaras cortarte unos cuantos dedos de la mano derecha, y menos doloroso a largo plazo», había dicho Ketchum. «¿Y si lo dejamos en un solo dedo, el puto dedo del gatillo? No te reclutarán, me juego lo que sea, si eres incapaz de apretar un gatillo». Dominic sintió antipatía por Katie Callahan nada más ver la primera fotografía que Daniel le enseñó.

—Se la ve muy delgada —comentó el cocinero mirando la foto con expresión ceñuda—. ¿Es que no come nunca? —(«¡Mira quién fue a hablar!», había pensado Danny; tanto Danny como su padre eran delgados, y los dos comían mucho.)—. ¿De verdad tiene los ojos así de azules? —preguntó su padre.

—De hecho, los tiene aún más azules —contestó Danny a su padre.

«¿Qué tienen esas mujeres excepcionalmente pequeñas?», no pudo por menos de pensar Dominic recordando a Rosie, la que en realidad no era su prima. ¿Había sucumbido su querido Daniel a una de esas mujeres-niña cuyo aspecto menudo resultaba engañoso? Ya en esa primera fotografía de Katie intuyó el cocinero que era el tipo de mujer infantil que ciertos hombres se sentían impulsados a proteger. Pero Katie no necesitaba protección; tampoco la quería.

Cuando se conocieron, el cocinero fue incapaz de mirarla; así había tratado también (trataba aún) a Filomena, la tía de Danny. «No debería haberte enseñado las fotografías de tu madre», dijo Dominic cuando Danny anunció que iba a casarse con Katie.

«¡Supongo que debería haberme casado con una gorda simpática!», pensó Daniel Baciagalupo sin poder evitarlo, en lugar de continuar trabajando en el capítulo que estaba escribiendo.

Pero la guerra de Vietnam seguiría y seguiría; Nixon ganaría las elecciones del 68 con la promesa a los votantes de poner fin a la guerra, pero la guerra se prolongaría hasta 1975. El 23 de abril de 1970, promulgando su propio decreto, el presidente Nixon anuló la prórroga por paternidad 3-A para padres recientes: si el niño había sido concebido en esa fecha o después. Durante los últimos cinco años de la guerra, morirían otros 23.763 soldados estadounidenses, y Daniel Baciagalupo comprendería por fin que debería haber dado las gracias a Katie Callahan por salvarle la vida.

«¡Y qué si era una fabricante de bebés en serie para insumisos!», escribiría Ketchum a Danny. «Te salvó el pellejo, joder, las cosas como son. Y lo dije en serio: si ella no te hubiera salvado, te habría cortado la mano derecha para evitar que te volasen los huevos. O al menos un dedo o dos». Pero esa noche de abril de 1967, mientras intentaba una y otra vez escribir bajo la lluvia en Iowa City, Daniel Baciagalupo prefería pensar que era su hijo de dos años, el pequeño Joe, quien lo había salvado.

Probablemente nadie habría podido salvar a Katie. Muchos años después, Daniel Baciagalupo leería Prime Green: Remembering the Sixties, unas memorias del autor literario Robert Stone. «La vida, había dado tanto a los norteamericanos a mediados de los sesenta que estábamos todos un poco ebrios de posibilidades», escribiría Stone. «Las cosas escapaban a nuestro control antes de que fuéramos capaces de definirlas. Aquellos de nosotros que nos interesamos más por el cambio, aquellos que consagramos nuestra vida a él, fuimos, a mi juicio, los más engañados». En fin, sin duda eso parecía aplicable a Katie Callahan, pensaría Danny al leer el párrafo. Pero ese libro de Robert Stone no se escribiría a tiempo para salvar a Katie. Así que ella no buscaba protección, y no podía ser salvada, pero —aparte de su aspecto físico, que aunaba el descaro y cierto aire de menor edad— no poca parte de su encanto, y lo que más deseable se la hizo a Danny, residía en que Katie era una renegada. (Adolecía además de la crispación de una desertora sexual; nunca sabías cuál sería su siguiente paso, porque tampoco la propia Katie lo sabía).

—¡Siéntese, Michael, siéntese! ¡Coma algo! —insistía el viejo Polcari al señor Leary, pero el alterado irlandés, en su estado de agitación, era incapaz de comer. Tomó una cerveza, y luego uno o dos vasos de vino tinto. El pobre señor Leary no podía mirar a Carmella del Popólo, como Danny sabía, sin imaginar esa perilla triangular de elfo que posiblemente se había dejado sin afeitar en la axila izquierda. Y cuando Dominic, renqueante, fue a la cocina a buscar al señor Leary una ración del pastel de carne siciliano preferido del profesor de lengua, Danny Baciagalupo, el escritor en ciernes, vio que el viejo sabio observaba la cojera de su padre con una nueva expresión de sobresalto. ¡Quizá sí que un oso le hizo eso en el pie al cocinero!, puede que pensara el señor Leary. ¡Quizá realmente existió una india de ciento cincuenta o doscientos kilos a quien le caía el pelo por debajo de la cintura!

Había otra cosa sobre la que el señor Leary había mentido a Exeter: en lo referente a la tendencia de aquellos inmigrantes a la exageración. ¿Acaso el señor Leary no había dicho que el joven Baciagalupo era «distinto del resto»? En el campo de la exageración literaria, Daniel Baciagalupo era un exagerador nato. Y Danny seguía en la brecha esa noche lluviosa en Iowa City, pese a estar muy distraído; también seguía un poco enamorado de Katie Callahan. (Danny sólo empezaba a comprender lo que había querido decir su padre al definir como azul «letal» el color de unos ojos). ¿Cómo era aquella canción de Johnny Cash? La había oído por primera vez hacía seis o siete años, creía recordar Danny.

Oh, I never got over those bine eyes,

I see them everywhere.

[Nunca me he recuperado de esos ojos azules,

los veo por todas partes.]

Más distracciones, pensó el escritor; era como si estuviese resuelto a apartarse físicamente (distanciarse) de aquella noche en el Vicino di Napoli en que apareció su querido señor Leary.

El señor Leary necesitó un tercer o cuarto vaso de vino tinto y la mayor parte del pastel de carne para atreverse a sacar el sobre gris perla del bolsillo interior de la chaqueta. Desde el otro lado de la mesa, Danny vio el membrete carmesí. El chico de quince años conocía los colores de Exeter.

—Y sólo van chicos, Dominic —oía aún decir el escritor al señor Leary. El viejo profesor de lengua había señalado, con un movimiento de cabeza, a la atractiva muchacha de la familia Calogero (Elena, la prima mayor de Danny) y a su amiga, ya más que madura, Teresa DiMattia. Ambas muchachas revoloteaban en torno a Danny siempre que el mozo de comedor, después de clase, intentaba ponerse en la cocina el pantalón negro de mozo.

—Dejad un poco de intimidad a Danny, chicas —les decía Tony Molinari, pero ellas no desistían en su incesante vampireo. Quizá Danny debía dar las gracias a esas muchachas, además de dárselas a su querido señor Leary, por la autorización de su padre para ir a Exeter.

La parte que le costaba escribir eran las lágrimas en los ojos de su padre cuando dijo; «De acuerdo, Daniel, si es un buen colegio, como dice Michael, y si de verdad quieres ir… En fin, supongo que Carmella y yo podremos visitarte alguna que otra vez, y tú podrías volver a Boston algún que otro fin de semana». A su padre se le quebró la voz al decir «alguna que otra» y «algún que otro», recordaría Daniel Baciagalupo aquella lluviosa noche en Iowa City, incapaz de escribir pero empeñado en seguir intentándolo.

Danny recordaba asimismo que él se marchó al fondo de la cocina del Vicino di Napoli para que su padre no lo viera echarse a llorar —a esas alturas Carmella también lloraba, pero ella lloraba por cualquier cosa—, y Danny se entretuvo un momento en la cocina para humedecer un paño. Sin que le viera el señor Leary, que exhibía una ostensible afición por el vino tinto, Danny limpió la gabardina del profesor por la parte de la espalda. La «O» en tiza blanca fue fácil de borrar, más fácil de borrar que el resto de esa velada.

Danny nunca olvidaría esa noche, allí tumbado en su habitación del apartamento de Wesley Place, oyendo llorar y llorar a su padre, mientras Carmella, que trataba de consolarlo, lloraba también.

Al final, el joven Dan dio unos golpes contra el tabique que separaba las dos habitaciones.

—¡Os quiero! ¡Y vendré mucho a casa, todos los fines de semana que me sea posible!

—¡Y yo te quiero a ti! —había prorrumpido su padre en respuesta.

—¡Yo también te quiero! —exclamó Carmella.

Era incapaz de escribir esa escena; nunca le quedaba redonda, pensaba Daniel Baciagalupo.

El capítulo titulado «La marcha al colegio» pertenecía a la segunda novela del escritor de veinticinco años. Había terminado su primera novela al final del primer curso en el Taller Literario de Iowa, y había dedicado buena parte del segundo y último curso a revisarla. En su último año en la Universidad de New Hampshire había tenido la suerte de que uno de los escritores residentes del departamento de lengua le presentara a un agente literario. Y la primera novela la compró el primer editor a quien se mandó el libro. Daniel Baciagalupo tardaría varios años en tomar conciencia de lo afortunado que había sido. Posiblemente ningún otro alumno de posgrado en el Taller Literario de ese año tenía ya una novela aceptada para su publicación. Eso había convertido a Danny en la envidia de otros estudiantes. Pero él no había hecho muchos amigos entre esos estudiantes. Era uno de los pocos que estaban casados y con un hijo, así que no frecuentaba las fiestas.

Danny había escrito a Ketchum sobre el libro, y esperaba que el maderero se contase entre los primeros en leerlo. La novela no se publicaría hasta diciembre de 1967, o quizás hasta Año Nuevo, y si bien estaba ambientada en el norte de New Hampshire, Daniel Baciagalupo aseguró a Ketchum y a su padre que no los había incluido a ellos.

—No trata de ninguno de vosotros, ni de mí; no estoy listo para eso —les había dicho.

—¿Ni de Ángel ni de Jane? —preguntó Ketchum; parecía sorprendido, o quizá defraudado.

—No es autobiográfica —contestó Danny, y no lo era.

Tal vez el señor Leary habría observado «cierto retraimiento» en la novela si el buen hombre hubiese vivido para leerla, pero el señor Leary había fallecido. Rememorando esa tarde de la carta de Exeter en el Vicino di Napoli, como hacía Daniel Baciagalupo en ese momento, recordó que el viejo Giusé Polcari también había muerto. El propio restaurante se había trasladado dos veces —primero a Fleet Street, luego a North Square (donde ahora estaba)—, y Tony Molinari y Paul Polcari se turnaban en el puesto de maitre, descansando así de la cocina. Dominic (con su cojera) no servía para maitre, si bien hacía las veces de jefe de cocina o chef, y el padre de Danny también ocupaba por turno el puesto de pizzero, siempre que Paul Polcari era el maitre. Carmella, como antes, era la camarera más solicitada del establecimiento; siempre había un par de mujeres más jóvenes bajo su supervisión.

Aquellos veranos en que volvía a casa desde Exeter y la Universidad de New Hampshire —es decir, hasta que se casó con Katie—, Danny trabajaba de camarero en el Vicino di Napoli. Hacía de pizzero cuando Paul necesitaba librar una noche, o cuando lo necesitaba su padre. Si Daniel Baciagalupo no hubiese sido escritor, acaso habría sido cocinero. Aquella lluviosa noche en Iowa, cuando la segunda novela no avanzaba demasiado bien, y la primera novela aún no estaba publicada, Danny se sentía muy bajo de ánimo, hasta el punto de imaginar que quizás al final acabaría siendo cocinero. (Si la literatura no salía bien, al menos sabía cocinar). En cuanto al siguiente año académico, Danny ya tenía un empleo como profesor de escritura creativa, y de algunas otras asignaturas de lengua y literatura, en una pequeña universidad de humanidades de Vermont. Nunca había oído hablar de ese centro antes de solicitar el empleo, pero con una primera novela a punto de publicarse en Random House y un máster en un prestigioso posgrado literario como el de Iowa… En fin, Danny iba a ser profesor universitario. El joven escritor se alegraba de regresar a Nueva Inglaterra. Había echado de menos a su padre y a Carmella, y, quién sabe, tal vez incluso pudiera ver más a menudo a Ketchum. Danny sólo había visto a Ketchum una vez desde aquél horrendo domingo de abril en que el niño y su padre huyeron de Twisted River.

Ketchum se había presentado en Durham cuando Danny era estudiante de primero en la Universidad de New Hampshire. Para entonces, el veterano maderero contaba alrededor de cuarenta y cinco años, y había acudido a la residencia universitaria de Danny con un áspero anuncio:

—Me ha dicho tu padre que no has aprendido a conducir en una carretera de verdad.

—Ketchum, en Boston no teníamos coche… Vendimos la Chieftain la misma semana que llegamos… y en un sitio como Exeter no hay tiempo para prácticas de conducción.

—¡Por los clavos oxidados de Cristo! —exclamó Ketchum—. ¡No quiero saber nada de un universitario incapaz de sacarse el permiso de conducir!

Ketchum enseñó entonces a Danny a conducir su vieja furgoneta; aquéllas fueron unas clases difíciles para un joven cuya experiencia al volante, hasta la fecha, se había reducido al cambio automático por las vías de saca en los alrededores de Twisted River. Durante la semana o poco más que Ketchum pasó en Durham, éste vivió en su furgoneta; «como en los tiempos del wanigan», dijo el leñador. Los guardias de tráfico de la Universidad de New Hampshire pusieron dos multas de aparcamiento a Ketchum mientras el maderero dormía en la parte de atrás de su furgoneta. Ketchum entregó las multas a Danny. «Págalas tú», dijo Ketchum al joven. «Las clases de conducir son gratis». A Danny le disgustaba haber visto al leñador sólo una vez en siete años. Ahora habían pasado ya otros seis.

¿Cómo es posible que no veas a alguien tan importante para ti como lo es Ketchum?, se decía Daniel Baciagalupo mientras en Iowa caía aquella lluvia primaveral. Más desconcertante aún era el hecho de que su padre no había visto a Ketchum ni una sola vez en trece años. ¿Qué les pasaba? Pero la mitad de la mente de Danny seguía descentrada, perdida en el escurridizo capítulo en el que avanzaba a trancas y barrancas.

El joven escritor había saltado en el tiempo a la primera reunión de su familia con el señor Carlisle, el responsable de becas de Exeter, una vez más en el Vicino di Napoli. Acaso Danny también tuviese que dar las gracias a Carmella por ayudarlo a entrar en la academia, ya que el señor Carlisle nunca había puesto los ojos en nadie como Carmella —no en Exeter, New Hampshire, eso desde luego—, y el hombre, vivamente impresionado, debió de pensar: si este chico, Baciagalupo, no ingresa en Exeter, puede que no vuelva a ver a esta mujer.

Para el señor Carlisle, fue una gran desilusión que Carmella no acompañase a Danny cuando el chico visitó por primera vez el colegio. Dominic tampoco realizó el viaje. ¿Cómo iban a ir? En Boston, el 17 de marzo no sólo era el día de San Patricio. (Los jóvenes irlandeses vomitando cerveza verde en las calles eran una causa anual de bochorno para el señor Leary). Era también el día de la Evacuación, fecha muy señalada en el North End porque en 1774 o 1775 —Danny nunca se acordaba del año exacto; en realidad fue en 1776— se apostó la artillería en el cementerio de Copps Hill para escoltar a los barcos ingleses en su salida del puerto de Boston. Si uno vivía en Boston, el día de la Evacuación tenía fiesta en el colegio, y también el día de Bunker Hill.

Ese año, 1957, el día de la Evacuación caía en domingo. El lunes era el día festivo para los colegios, y el señor Leary llevó a Danny a Exeter en tren. (A Dominic y a Carmella les resultaba imposible ausentarse del restaurante durante la fiesta del día de la Evacuación). La mente desconcentrada del escritor había saltado una vez más en el tiempo hasta ese viaje en tren a Exeter en compañía del señor Leary, y lo que sería la primera mirada que dirigieran ambos a la venerable academia. El señor Carlisle fue un anfitrión muy hospitalario, pero no ver a Carmella debió de suponer un golpe para él.

Y pese a la promesa de volver mucho a casa —todos los fines de semana que le fuera posible—, Danny no cumpliría su palabra. Durante su estancia en Exeter volvía a Boston los fines de semana en contadas ocasiones, quizás un par de veces al trimestre como mucho, y entonces quedaba con sus amigos de Exeter la noche del sábado en Scollay Square, normalmente para ir a ver a las strippers del Oíd Howard. Había que mentir en cuanto a la edad, pero eso era fácil: permitían la entrada a los chicos casi todas las noches. Bastaba con tratar respetuosamente a las damas. Una de esas noches en el Oíd Howard, Danny se encontró con su antiguo profesor de lengua. Ésa fue una noche triste. Para el señor Leary, que adoraba el latín, fue una noche de errare humanum est: una noche de «errar es humano», tanto para el venerado profesor como para su destacado alumno. ¡Eso hablando de saltos en el tiempo! Algún día tendría que escribir sobre esa aciaga noche (o una versión de ella), suponía Danny Baciagalupo.

Dedicó su primera novela al señor Leary. Dado el amor del irlandés por el latín, Danny escribió:

MICHAEL LEARY,

IN MEMORIAM

Fue al señor Leary a quien oyó por primera vez la expresión in medias res. El señor Leary había elogiado los relatos del joven Dan diciendo que, «en cuanto lector», le gustaba la manera en que Danny iniciaba a menudo una narración en medio de la historia y no en el principio cronológico.

—¿Cómo se llama eso? ¿Tiene un nombre? —había preguntado el chico inocentemente.

—Yo lo llamo in medias res, que en latín significa «en medio de las cosas».

Pues allí era donde se hallaba él más o menos en ese momento de su vida, pensaba Daniel Baciagalupo. Tenía un hijo de dos años, a quien inexplicablemente no le había puesto el nombre de su padre; había perdido a su mujer, y aún no había conocido a otra. Se las veía y se las deseaba para dar comienzo a una segunda novela, en tanto que la primera aún no se había publicado, y se disponía a regresar a Nueva Inglaterra para su primer empleo no culinario, fuera de una cocina. Si eso no era in medias res, pensó Daniel Baciagalupo, ¿qué lo era?

Y por seguir en latín, la primera vez que Danny visitó Exeter fue con el señor Leary que lo acompañaba in loco parentis; es decir, «en lugar de un progenitor».

Quizá por eso dedicó su primera novela al señor Leary. «¿No a tu padre?», preguntaría Ketchum a Danny. (Carmella haría esa misma pregunta al joven escritor). «Tal vez la próxima», contestaría él a los dos. Su padre nunca hizo el menor comentario acerca de la dedicatoria al señor Leary.

Danny se levantó de su mesa para contemplar los hilos que formaba la lluvia en las ventanas de Iowa City. A continuación fue a contemplar a Joe, que dormía. Para lo poco que avanzaba con el capítulo, el escritor pensó que bien podía irse a la cama, pero en general trasnochaba. Al igual que su padre, Daniel Baciagalupo ya no bebía; Katie lo había curado de ese hábito, cosa en la que no quería pensar durante una noche en que el trabajo no salía adelante. No pudo por menos de desear que Ketchum telefoneara. (¿Acaso no había dicho Ketchum que debían hablar?). Siempre que Ketchum llamaba desde esas cabinas lejanas, el tiempo parecía detenerse; siempre que tenía noticias de Ketchum, Daniel Baciagalupo, que contaba veinticinco años, tendía a sentirse como si tuviera otra vez doce y abandonara de nuevo Twisted River.

Algún día el escritor comprendería lo siguiente: no fue una coincidencia que el maderero llamase aquella lluviosa noche de abril. Como de costumbre, Ketchum llamó a cobro revertido, y Danny aceptó la llamada.

—Esta puta temporada del barro… —protestó Ketchum—. ¿Cómo diantres estás?

—Conque ahora eres mecanógrafo —comentó Danny—. Voy a echar de menos tu preciosa letra.

—Ésa no era mi letra —aclaró Ketchum—. Era la de Pam. La Seis Jarras me escribía las cartas.

—¿Por qué? —preguntó Danny.

—¡No sé escribir! —reconoció Ketchum—. Tampoco sé leer; la Seis Jarras me leía todas tus cartas, las tuyas y las de tu padre.

Éste fue un momento devastador para Daniel Baciagalupo; tal como lo vería en el futuro, era equiparable al abandono de su mujer, pero tendría consecuencias más graves. Danny pensó en cómo había dado rienda suelta a sus sentimientos, en todo lo que había escrito a ese hombre, por no hablar de lo que Ketchum debía de haber contado a Pam, porque obviamente era la Seis Jarras, y no Ketchum, quien había contestado. ¡Eso significaba que la Seis Jarras lo sabía todo!

—Pensaba que mi madre te enseñó a leer —dijo Danny.

—En realidad no —respondió Ketchum—. Lo siento, Danny.

—¿Así que ahora Pam escribe a máquina? —preguntó Danny. (Eso era realmente difícil de imaginar; en las cartas escritas a máquina de Ketchum que habían recibido tanto Danny como su padre no había un solo error mecanográfico).

—Conocí a una señora en la biblioteca; resultó que era maestra, Danny. Ella escribió las cartas a máquina por mí.

—¿Dónde está la Seis Jarras? —preguntó Danny.

—Bueno, digamos que ése es el problema —contestó Ketchum—. La Seis Jarras ha cambiado de tercio. Ya sabes cómo son estas cosas —añadió. Ketchum lo sabía todo sobre los cambios de tercio de Katie: no había más que decir al respecto.

—¿La Seis Jarras te ha abandonado? —preguntó Danny.

—El problema no es ése —respondió Ketchum—. No me extraña que me haya abandonado; lo raro es que se haya quedado tanto tiempo. Pero sí me extraña que se haya ido a vivir con el vaquero —agregó Ketchum—. Ése es el problema.

Tanto Danny como su padre sabían que Cari ya no era alguacil. (También sabían que ya no existía el municipio de Twisted River; había quedado reducido a cenizas, y antes de incendiarse ya era un pueblo fantasma). Ahora Cari era ayudante del sheriff de Coos County.

—¿Estás diciendo que la Seis Jarras contará al vaquero lo que sabe? —preguntó Danny a Ketchum.

—No de inmediato —respondió Ketchum—. No tiene ninguna razón para gastarme una mala pasada, ni que yo sepa, para haceros daño a tu padre y a ti. Hemos quedado como amigos.

La cuestión es qué sucederá cuando Cari le dé una paliza, porque se la dará. O cuando la eche, porque no durará mucho a su lado. Hace tiempo que no ves a la Seis Jarras, Danny; está perdiendo la buena presencia pero una barbaridad.

Daniel Baciagalupo hacía cuentas en silencio. Sabía que Ketchum y la Seis Jarras eran de la misma edad, y que los dos eran a su vez exactamente de la misma edad que Cari. Cuando Danny llegó a cincuenta, anotó el número; ésos eran los años que tenían. Podía imaginar que la buena presencia de Pam la Seis Jarras empezaba a decaer, y que algún día el vaquero la dejaría en la calle. Cari le daría una paliza, eso por descontado, pese a que el ayudante del sheriff había dejado la bebida.

—Explícate —instó Danny a Ketchum.

—Será cuando Cari se la juegue a Pam: entonces ella se lo dirá. ¿Es que no lo entiendes, Danny? —preguntó Ketchum—. No tendrá otra manera de devolvérsela. Durante todos estos años él ha estado preguntándose qué fue de tu padre y de ti; durante todos estos años se ha pensado que él mató a Jane. ¡Sólo que no se acuerda! Creo que realmente eso lo ha enloquecido, el hecho de no recordar que la mató pero creer que sí lo hizo.

En caso de ser mejor persona, tal vez habría sido un alivio para el vaquero descubrir que no había matado a Jane la Piel Roja. Y si la Seis Jarras hubiese llevado una vida más plácida, quizá no se sentiría tentada de esgrimir como arma su conocimiento de las circunstancias. (En el peor de los casos, Pam podía soltarle la verdad a Cari, bien por accidente, o bien mientras recibía una paliza). Pero Ketchum no contaba con la posibilidad de que el vaquero descubriera dentro de sí alguna forma de bondad sustancial, y el ganchero sabía qué clase de vida había llevado la Seis Jarras. (También él había llevado esa vida; no tenía nada de plácida). Y el vaquero sí que había enloquecido, no porque creyera que había matado a Jane; por eso ni siquiera se sentía culpable, y menos aún habría enloquecido. Ketchum tenía razón: lo que enloquecía a Cari era no recordar que la había matado; Ketchum sabía que el vaquero habría disfrutado con el recuerdo.

Precisamente por no recordarlo había abandonado al final la bebida. Años antes, cuando Ketchum habló a Danny y su padre por primera vez sobre el «nuevo abstemio de Coos County», tanto el cocinero como su hijo se echaron a reír: se desternillaron de la risa.

—El Coci tiene que marcharse de Boston, eso para empezar —dijo Ketchum ahora—. También debe deshacerse del apellido Del Popólo. Voy a decírselo a él, pero tú también tienes que decírselo, Danny. A mí tu padre no siempre me hace caso.

—Ketchum, ¿estás diciéndome que es inevitable que Pam se lo cuente todo a Cari?

—Tan inevitable, Danny. como el hecho de que algún día el vaquero le dará una paliza.

—¡Dios santo! —exclamó de pronto Danny—. ¿Qué hacíais mi madre y tú mientras ella supuestamente te enseñaba a leer?

—Habla con tu padre. Danny; no soy yo quien debe contártelo.

—¿Te acostabas con ella? —preguntó Danny.

—Habla con tu padre, por favor —insistió Ketchum. Si Danny no recordaba mal, Ketchum nunca había pronunciado antes las palabras «por favor».

—¿Sabe mi padre que te acostabas con ella? —preguntó Danny.

—¡Por los clavos oxidados de Cristo! —exclamó Ketchum por teléfono—, ¿por qué te crees que tu padre me partió la crisma con la puñetera sartén?

—¿Cómo has dicho? —preguntó Danny.

—Estoy borracho —admitió Ketchum—. No me hagas caso.

—Pensaba que fue Cari quien te partió la cabeza con su Colt 45 —dijo Danny.

—¡Si el vaquero me hubiera partido la cabeza lo habría matado, joder! —repuso Ketchum atronadoramente. Tan pronto como el maderero dijo aquello, Danny supo que era cierto; Ketchum nunca habría tolerado que alguien le partiera la cabeza, a menos que fuera Dominic.

—Vi luces en el pabellón-cocina —empezó a contar Ketchum, con un repentino tono de hastío—. Era tarde y tus padres aún estaban levantados, hablando y, en aquellos tiempos, bebiendo. Yo abrí la mosquitera y entré en la cocina. No sabía que tu madre elegiría esa noche para contarle a tu padre lo suyo conmigo.

—Entiendo —dijo Danny.

—No todo; todo no lo entiendes. Habla con tu padre —repitió Ketchum.

—¿Lo sabía Jane? —preguntó Danny.

—Joder, la Piel Roja lo sabía todo —contestó Ketchum.

—¿Ketchum? —dijo Danny—. ¿Sabe mi padre que no aprendiste a leer?

—Me propongo aprender ahora —respondió Ketchum a la defensiva—. Creo que esa señora, la maestra, va a enseñarme. Eso dijo.

—¿Está enterado mi padre de que no sabes leer? —preguntó el joven al viejo amigo del cocinero.

—Supongo que uno de nosotros tendrá que decírselo —respondió Ketchum—. Posiblemente el Coci piensa que algo debió de enseñarme Rosie.

—Entonces has llamado por eso. Cuando en tu carta decías «Ha pasado algo», te referías a eso, ¿no? —preguntó Danny.

—Cuesta creer que te tragaras la trola del puto oso —dijo Ketchum. La historia del oso había llegado, con cierto «retraimiento», a la primera novela de Daniel Baciagalupo. Pero naturalmente no había sido un oso el que había entrado en la cocina; había sido Ketchum. Y si el joven Dan no hubiese llevado grabada en el corazón y el cerebro la historia del oso, tal vez no habría echado mano de la sartén de hierro colado de veinte centímetros; tal vez no habría imaginado que los ruidos de su padre y Jane al hacer el amor eran los ruidos del ataque en curso de una fiera contra su presa. Tal vez entonces no habría matado a Jane.

—O sea que no hubo tal oso —concluyó Danny.

—Diantres, en el norte de New Hampshire probablemente hubo unos tres mil osos en un momento dado; yo mismo he visto un montón de osos. He cazado algunos —añadió Ketchum—. Pero si hubiera entrado un oso en la cocina del pabellón por la puerta mosquitera, la mejor opción para salvarse que tenía tu padre, y también Rosie, era salir de la cocina a través del comedor, sin correr, sin volverle siquiera la espalda al oso, sino manteniendo el contacto visual y retrocediendo muy despacio. No, pedazo de bobo, no fue un oso. ¡Fui yo! ¿En qué cabeza cabría pegarle a un oso en la cara con una puta sartén?

—Ojalá nunca hubiese escrito sobre eso —fue lo único que Danny pudo decir.

—Hay otro problema —añadió Ketchum—. Digamos que también tiene que ver con eso de escribir.

—¡Dios santo! —repitió Danny—. ¿Cuánto has bebido?

—Empiezas a hablar como tu padre —dijo Ketchum—. Me refiero sólo a que estás a punto de publicar un libro, ¿no? ¿Y te has parado a pensar qué pasaría si ese libro llegara a ser un éxito? ¿Y si de pronto te conviertes en un escritor famoso, con tu nombre y tu foto en los periódicos y las revistas? ¡Incluso podrías salir por televisión!

—Es una primera novela —respondió Danny, quitándole importancia—. Tendrá una tirada muy pequeña, y no se hará apenas publicidad. Es una novela literaria, o eso espero. Es muy poco probable que se venda mucho.

—Piénsalo bien —insistió Ketchum—. Todo es posible, ¿o no? ¿Es que los escritores, por jóvenes que sean, no pueden tener suerte como cualquier persona? ¿O mala suerte, como podría ser el caso?

Esta vez Danny lo vio venir: lo vio venir antes de lo que lo había visto venir en el aula del Mickey con el señor Leary, cuando el viejo profesor de lengua le planteó su «recomendación audaz» acerca de la posibilidad de deshacerse del Baciagalupo. La propuesta del seudónimo: hela ahí una vez más. Al principio Ketchum les había propuesto una versión de ésta tanto a Danny como a su padre; ahora Ketchum pedía a Dominic que se deshiciera del apellido Del Popólo.

—¿Danny? —preguntó Ketchum—. ¿Sigues ahí? ¿Cómo se dice cuando un escritor elige un nombre que no es el suyo de nacimiento? Esa tal George Eliot lo hizo, ¿verdad?

—Seudónimo —respondió Danny—. ¿Cómo coño has conocido en la biblioteca a esa señora, la maestra, si ni siquiera sabes leer?

—Bueno, sé leer algunos nombres de autores y títulos —replicó Ketchum, airado—. ¡Puedo sacar libros prestados y buscar a alguien que me los lea!

—Ah —dijo Danny. Supuso que eso era lo que Ketchum había hecho con su madre, eso en lugar de aprender a leer. ¿Cómo había llamado Ketchum a la parte de la lectura en voz alta durante sus conversaciones con Dominic? «Juego previo», ¿no era eso? (En realidad, así era como lo había llamado Dominic. ¡Era el padre de Danny quien había contado a su hijo esa graciosa anécdota!).

—Seudónimo —repitió Ketchum pensativamente—. Creo que hay otra manera de decirlo. Algo en francés.

—Nom de plume —precisó Danny.

—¡Eso! —exclamó Ketchum—. Nom de plume. Pues eso necesitas, para más seguridad.

—¿No tendrás alguna sugerencia, quizá? —preguntó Daniel Baciagalupo.

—El escritor eres tú, ése es tu trabajo —contestó Ketchum—. Aunque «Ketchum» suena bien con Daniel, ¿no crees? Y es uno de los apellidos tradicionales de Coos County.

—Me lo pensaré —respondió Danny.

—Seguro que se te ocurre algo mejor —afirmó Ketchum.

—Dime una cosa. Si mi madre no hubiera muerto aquella noche en el río, ¿a quién de vosotros dos habría abandonado? ¿A ti o a mi padre? Con él no puedo hablar de eso, Ketchum.

—¡Joder! —exclamó Ketchum—. Recuerdo que decías de esa mujer tuya que era un «espíritu libre». Katie era una incontrolada, una radical, una puta anarquista, y una mujer de corazón frío. Deberías haberte dado cuenta, Danny. ¡Rosie, en cambio, sí era un espíritu libre! No nos habría abandonado a ninguno de los dos, jamás. ¡Tu madre era un espíritu libre, Danny, como vosotros los jóvenes no habéis visto nunca! ¡Joder! —exclamó Ketchum de nuevo—. Haces cada pregunta… A veces llego a pensar que todavía eres un universitario incapaz de conducir un coche como es debido, o que eres un niño de doce años, una criatura a la que tu padre, Jane y yo podríamos engañar aún sobre las cosas de este mundo si quisiéramos. Habla con tu padre, Danny; habla con él.

Se oyó un chasquido, seguido del tono de marcar, porque Ketchum había cortado la comunicación dejando al joven escritor a solas con sus pensamientos.