4. La sartén de veinte centímetros de hierro colado

El cocinero no podía quitarse de encima la sensación de que el alguacil lo había seguido hasta casa. Dominic Baciagalupo permaneció un rato inmóvil ante la ventana del comedor a oscuras, atento a una posible linterna acercándose cuesta arriba desde el pueblo. Pero si el vaquero se proponía investigar los tapujos del pabellón-cocina, ni siquiera él habría sido tan tonto de usar la linterna.

Dominic dejó encendida la luz exterior junto a la puerta de la cocina para que Jane viera el camino hasta la furgoneta: colocó las botas embarradas junto a las de Jane al pie de la escalera. El cocinero se detuvo a pensar si en realidad no sería otra la causa por la que se había entretenido en la planta baja, eludiendo el momento de subir. ¿Cómo iba a explicarle a Jane la herida en el labio? ¿Y debía hablarle de su encuentro con el alguacil? ¿No convenía acaso que Jane supiera que Dominic se había tropezado con el vaquero, y que la conducta y el talante de Cari habían sido tan imprevisibles e inescrutables como siempre?

El cocinero ni siquiera habría sabido decir si el alguacil, de algún modo, había averiguado que Jane era la «amada» de Dominic, como tal vez lo hubiera expresado Ketchum, remitiéndose a la lista de palabras que el lector de váter había sacado de otra historia de amor ilícito.

Dominic Baciagalupo subió descalzo y en silencio; a pesar de ello, la escalera crujió de una manera muy particular debido a su cojera, y no consiguió pasar sigilosamente ante la puerta abierta de su dormitorio sin que Jane se incorporara en la cama y lo viera. (Le bastó con una mirada furtiva para saber que se había soltado el pelo). Dominic quería limpiarse el labio inferior herido antes de verla, pero Jane debió de notar que le ocultaba algo; lanzó su gorra de los Indios de Cleveland hacia el pasillo y casi acertó a darle. El jefe Wahoo aterrizó cabeza abajo pero todavía sonriente; dio la impresión de que el jefe fijaba su mirada de loco en el pasillo, en dirección al cuarto de baño y la habitación del pequeño Dan.

En el espejo del cuarto de baño el cocinero vio que posiblemente necesitaría unos puntos en el labio inferior; aun sin puntos, la herida cicatrizaría con el tiempo, pero con un par de puntos el labio cicatrizaría antes y quedaría menos señal. De momento, después de lavarse los dientes no sin dolor, se echó un poco de agua oxigenada en el labio, se lo secó con cuidado usando una toalla limpia y reparó en la mancha de sangre que quedó en la toalla. Era una lástima que al día siguiente fuera domingo; habría preferido dejarse coser el labio por Ketchum o Jane antes que tratar de localizar a aquel tarado de médico en domingo, cerca de aquel lugar en cuyo malhadado nombre Dominic no quería siquiera pensar.

El cocinero salió del cuarto de baño y recorrió el resto del pasillo hasta la habitación de Daniel. Dominic Baciagalupo dio un beso de buenas noches a su hijo dormido, y sin darse cuenta dejó un poco de sangre en la frente del niño. Cuando el cocinero volvió al pasillo, allí estaba el jefe Wahoo, sonriéndole cabeza abajo, como para recordarle que más le valía medir sus palabras al hablar con Jane la Piel Roja.

—¿Quién te ha pegado? —preguntó Jane mientras él se desvestía en el dormitorio.

—Ketchum estaba enloquecido y fuera de control…, ya sabes cómo se pone cuando está inconsciente y habla al mismo tiempo.

—Si Ketchum te hubiese pegado, Coci, ahora no estarías aquí.

—Ha sido un simple accidente —insistió el cocinero, confiando en su palabra preferida—. Ketchum no quería hacerme daño; es sólo que me ha dado con la escayola por accidente.

—Si te hubiese pegado con la escayola, estarías muerto —aseguró Jane. Permanecía sentada en la cama, envuelta en su melena, que le caía por debajo de la cintura; había cruzado los brazos por delante de los pechos, y éstos quedaban ocultos, al igual que los brazos, tras el pelo.

Siempre que se soltaba la melena, y después volvía a casa así, se arriesgaba a tener un verdadero conflicto con el alguacil Cari, si éste no había perdido antes el conocimiento. En noches como ésa Jane debía quedarse hasta muy tarde en el pabellón-cocina y marcharse de madrugada, eso si volvía a casa, pensaba Dominic.

—Esta noche he visto a Cari —informó el cocinero.

—Ese golpe tampoco te lo ha dado Cari —dijo Jane, y él se metió en la cama junto a ella—. Y no parece que te haya pegado un tiro —añadió.

—No sabría decir si sabe lo nuestro o no. Jane.

—Tampoco yo sabría decirlo —contestó ella.

—¿Mató Ketchum a Pinette el Suertudo? —preguntó el cocinero.

—Nadie lo sabe, Coci. ¡Hace años que ya ni se habla de eso! ¿Por qué te ha pegado la Seis Jarras? —preguntó Jane.

—Porque no he querido tontear con ella, por eso.

—Si te hubieses follado a la Seis Jarras, yo te habría arreado una que no habrías encontrado el labio —aseguró Jane.

Dominic sonrió, cosa que no fue del agrado de su labio. Torció el gesto por el dolor, y Jane dijo:

—Pobrecito, esta noche nada de besos.

El cocinero se tendió a su lado.

—Hay otras cosas aparte de los besos.

Ella lo obligó a ponerse boca arriba de un empujón y se colocó sobre él, hundiéndolo en el colchón y cortándole el aliento con su peso. Si el cocinero hubiese cerrado los ojos, habría vuelto a verse en la asfixiante presa de cabeza que le había practicado la Seis Jarras, así que los mantuvo muy abiertos. Cuando Jane la Piel Roja se puso a horcajadas en torno a su cadera y se asentó firmemente en su regazo, Dominic sintió que se le llenaban los pulmones de aire en una repentina inhalación. Con una premura inducida posiblemente por el acoso de la Seis Jarras, Jane montó al cocinero; le faltó tiempo para acogerlo en su interior.

—Ahora verás tú qué otras cosas hay —dijo la lavaplatos in día meciéndose hacia delante y hacia atrás; sus senos se posaban sobre el torso de Dominic, su boca le rozaba la cara, con cuidado de no tocarle el labio inferior, a la vez que su larga melena caía en cascada formando una tienda de campaña en torno a los dos.

El cocinero podía respirar, pero no podía moverse. Jane pesaba tanto que habría sido incapaz de apartarla. Además, Dominic Baciagalupo no deseaba modificar para nada la forma en que ella se mecía hacia delante y hacia atrás encima de él, ni su ritmo creciente. (Ni aunque Jane la Piel Roja hubiese sido tan ligera como la difunta esposa de Dominic, Rosie. y el cocinero tan corpulento como Ketchum). Era un poco como viajar en tren, imaginó Dominic, salvo que en realidad él no montaba en el tren sino a la inversa, y él sólo podía agarrarse con fuerza.

Ya no importaba si Danny tenía la certeza de haber oído un grifo en el cuarto de baño, o si el beso en la frente —ya fuera un beso de su padre, o un segundo beso de buenas noches de Jane— había sido real. Tampoco importaba si el niño había incorporado el beso al sueño que tenía con Pam la Seis Jarras, que lo besaba con pasión, y no forzosamente en la frente. Ni importaba si el niño de doce años conocía los peculiares crujidos que la cojera de su padre producía en los peldaños al subir, porque eso lo había oído un rato antes y ahora le llegaban unos crujidos distintos, nuevos para él. (En la escalera, su padre siempre apoyaba primero el pie ileso; lo seguía el pie lisiado, pisando con más delicadeza). Lo que importaba ahora eran esos nuevos e interminables crujidos, y de dónde procedían, según sospechaba el niño, inquieto y muy despierto. No era sólo el viento que sacudía la planta superior del pabellón-cocina; Danny había oído y sentido el viento en todas las estaciones. El niño, asustado, se levantó de la cama en silencio y, de puntillas, conteniendo la respiración, se acercó a la puerta entornada de la habitación y salió al pasillo.

Ahí estaba el jefe Wahoo con su sonrisa de loco vuelta del revés. Pero ¿qué había sido de Jane?, se preguntó el pequeño Dan. Si su gorra había acabado en el pasillo, ¿dónde estaba su cabeza? ¿Acaso el intruso (ya que sin duda un depredador andaba suelto) había decapitado a Jane de un zarpazo o (en caso de ser un depredador humano) de un golpe de machete?

Mientras avanzaba por el pasillo con cautela, Danny casi esperaba ver la cabeza rebanada en la bañera; cuando pasó ante la puerta abierta del cuarto de baño, sin ver la cabeza, el niño de doce años sólo pudo imaginar que el intruso era un oso, no un hombre, y que el oso se había comido a Jane y ahora atacaba a su padre. Pues no cabía duda acerca del lugar de procedencia de los violentos crujidos y gemidos —el dormitorio de su padre—, e innegablemente lo que el niño oía al acercarse era un gimoteo (o peor aún, un lloriqueo). Al pasar junto a la gorra de los Indios de Cleveland, cayó en la cuenta de que el jefe Wahoo estaba cabeza abajo, circunstancia que no hizo más que aumentar los temores del niño de doce años.

Lo que Danny Baciagalupo vio (o, más exactamente, lo que creyó ver) al entrar en el dormitorio de su padre, era todo lo que el niño de doce años temía, o peor si cabe; es decir, el oso era más grande y más peludo de como el niño lo había imaginado. Bajo el oso se veían sólo las rodillas y los pies de su padre, y un detalle más aterrador aún: las piernas de su padre no se movían. ¡Acaso el niño había llegado demasiado tarde para salvarlo! Sólo se movía el oso; aquella bestia redondeada, de lomo curvo (la cabeza no se distinguía), mecía toda la cama, su lustroso pelo negro más largo y exuberante de como Danny había imaginado el pelo negro de un oso.

El oso estaba devorando a su padre, o esa impresión tuvo el niño de doce años. Sin armas a mano, cabía esperar que el niño se abalanzase sobre el animal que de manera tan brutal y desaforada se ensañaba con su padre, acaso sólo para verse arrojado contra la pared del dormitorio o morir desgarrado entre las zarpas del animal. Pero los antecedentes familiares —en particular, quizá, las anécdotas que nos cuentan de niños— impregnan nuestros instintos más básicos y dan forma a nuestros recuerdos más arraigados, sobre todo en casos de emergencia. El pequeño Dan echó mano de la sartén de hierro colado de veinte centímetros de diámetro como si fuese no el arma preferida de su padre, sino la suya. Esa sartén era legendaria, y Danny sabía exactamente dónde encontrarla.

Empuñando el mango con ambas manos, el niño se subió a la cama y apuntó allí donde, supuso, se hallaba la cabeza del oso. Había iniciado ya el mandoble —tal como Ketchum le enseñó una vez con un hacha, asegurándose de que el impulso de la cadera se sumara al golpe— cuando reparó en las plantas desnudas de dos pies inconfundiblemente humanos. Los pies se hallaban en postura de oración, justo a los lados de las rodillas desnudas de su padre, y Danny pensó que aquellos pies se parecían mucho a los de Jane. La lavaplatos india se pasaba el día de pie y —para una mujer de su peso— era lógico y natural que le doliesen a menudo los pies. Nada le gustaba tanto, había dicho a Dan, como un masaje en los pies, y Danny le había dado más de uno.

—¿Jane? —preguntó Danny con voz débil y dubitativa, pero ya nada podía frenar el impulso de la sartén de hierro colado.

Jane debía de haber oído al niño pronunciar su nombre, porque levantó la cabeza y se volvió hacia él. Por eso la sartén le alcanzó de pleno en la sien derecha. Al sonido reverberante, un «gong» apagado pero profundo, siguió una sensación lacerante que el pequeño Dan experimentó primero en las manos, un vibrante hormigueo propagado luego por las muñecas y los antebrazos. Durante el resto de su vida, o mientras pudiese acordarse de ello, Danny Baciagalupo encontraría poco consuelo en no haber visto la expresión en el bonito rostro de Jane al recibir el sartenazo. (Tenía el pelo tan largo que sencillamente lo cubría todo). El descomunal cuerpo de Jane se estremeció. Era demasiado descomunal, y su pelo tenía un lustre demasiado hermoso, para concebir la posibilidad de que fuera un oso negro, ni en este mundo ni en el otro, adonde con toda seguridad iría. Jane rodó a un lado, separándose del cocinero, y cayó al suelo.

Ahora ya no era posible confundirla con un oso. El pelo se le había abierto en abanico, totalmente desplegado como unas alas, a ambos lados del colosal e inerte torso. Los pechos grandes y hermosos se habían desmoronado en los huecos de las axilas; los brazos inmóviles habían quedado extendidos por encima de la cabeza, como si (incluso en la muerte). Jane pretendiera mantener en alto un universo pesado, descendente. Pero por asombrosa que a un niño inocente de doce años le resultara su desnudez, Danny Baciagalupo recordaría con especial nitidez la mirada distante en los ojos muy abiertos de Jane. En los ojos muertos de Jane la Piel Roja se percibía algo más que la toma de conciencia final e instantánea de su destino. ¿Qué había visto de pronto en la inconmensurable lejanía?, se preguntaría Danny. Lo que Jane había vislumbrado del imprevisible futuro sin duda la había aterrorizado: acaso no fuera sólo su destino, sino el destino de todos ellos.

—Jane —repitió Danny; esta vez no era una pregunta, pese a que el niño tenía el corazón acelerado y un sinfín de preguntas debían de agolparse en su cabeza. Y Danny miró sólo de refilón a su padre. ¿Era la desnudez de su padre lo que indujo al niño a apartar la mirada tan deprisa? (Quizá se debía a lo que Ketchum había descrito como la apariencia de «fulano bajito» del cocinero; dicha apariencia se veía realzada ahora notablemente por lo cerca que estaban Dominic y la lavaplatos muerta.)—. ¡Jane! —exclamó Danny, como si el niño necesitara pronunciar por tercera vez el nombre de la india para tomar conciencia por fin de lo que le había hecho.

El cocinero se apresuró a cubrir las partes íntimas de Jane con una almohada. Arrodillándose en la vasta extensión de cabello disperso, acercó el oído a su corazón callado. El pequeño Dan sostenía la sartén con las dos manos, como si la vibración le hiriese aún las palmas; tal vez el continuado hormigueo en los antebrazos perdurase eternamente. Pese a que sólo contaba doce años, Danny Baciagalupo sabía con absoluta certeza que acababa de iniciarse el resto de su vida.

—Pensaba que era un oso —explicó el niño a su padre.

Dominic no habría aparentado mayor asombro si en ese momento la lavaplatos muerta se hubiese convertido en oso; aun así, el cocinero comprendió que era su querido Daniel quien necesitaba consuelo. Tembloroso, el niño permanecía allí de pie, aferrado al arma homicida como si creyese que a continuación los atacaría un oso auténtico.

—Es comprensible que hayas pensado que Jane era un oso —dijo su padre abrazándolo. El cocinero le quitó la sartén de las trémulas manos a su hijo y volvió a abrazarlo—. La culpa no es tuya, Daniel. Ha sido un accidente. No ha sido culpa de nadie.

—¿Cómo puede ser que no sea culpa de nadie? —preguntó el niño de doce años.

—La culpa es mía, pues —contestó su padre—. Nunca será tu culpa, Daniel. Soy yo el único culpable. Y ha sido un accidente.

El cocinero, lógicamente, ya pensaba en ese momento en el alguacil Cari; en el mundo del alguacil no existían los accidentes exentos de culpa. En la mente del vaquero, si podía llamársela así, las buenas intenciones no contaban. «No puedes salvarte a ti mismo, pero puedes salvar a tu hijo», pensaba Dominic Baciagalupo. (¿Y durante cuántos años conseguiría el cocinero salvarlos a los dos?). Danny deseaba desde hacía tiempo ver a Jane deshacerse la trenza y dejarse el pelo suelto, y no hablemos ya del sinfín de veces que había soñado con ver sus enormes pechos. Y sin embargo ahora era incapaz de mirarla.

—¡Yo quería a Jane! —prorrumpió el niño.

—Claro que sí, Daniel. Lo sé.

—¿Estabas haciendo el dos-a-dos con ella? —preguntó el niño de doce años.

—Sí —contestó su padre—. Yo también quería a Jane. Pero no como quería a tu madre —añadió. ¿Por qué había tenido la necesidad de decir eso?, se preguntó el cocinero con sentimiento de culpa. Dominic había querido a Jane de verdad; debía de estar asimilando el hecho de que no tenía tiempo para llorar su pérdida.

—¿Qué te ha pasado en el labio? —preguntó el niño a su padre.

—La Seis Jarras me ha dado un codazo —contestó el cocinero.

—¿También has estado haciendo el dos-a-dos con la Seis Jarras? —preguntó el niño.

—No, Daniel. Mi novia era Jane, sólo Jane.

—¿Y qué pasará con el alguacil Cari? —preguntó el pequeño Dan.

—Tenemos muchas cosas que hacer, Daniel —se limitó a contestar su padre. Y no disponían de mucho tiempo, el cocinero lo sabía. No tardaría en clarear; debían ponerse en marcha.

En la confusión y la elemental torpeza posteriores, y en su desesperada precipitación, el cocinero y su hijo encontrarían un sinfín de razones para revivir la noche en que abandonaron Twisted River, aunque cada uno recordaría a su manera los detalles de su forzosa marcha. Para el pequeño Dan, la monumental tarea de vestir a la muerta —y no digamos ya bajar el cadáver por la escalera del pabellón-cocina y acarrearla hasta la furgoneta— fue hercúlea. El niño no entendió en un primer momento por qué era tan importante para su padre que Jane estuviese correctamente vestida, es decir, tal y como se hubiese vestido ella. No podía faltar un solo detalle, no debía llevar nada mal puesto. Los tirantes de su colosal sujetador no podían quedar retorcidos; la cinturilla de sus ciclópeos calzoncillos bóxer no podía estar enrollada; los calcetines no podían estar del revés.

«¡Pero si está muerta! ¿Qué más da?», pensaba Danny. El niño no tenía en cuenta el detenido examen al que quizá pronto sería sometido el cadáver de Jane la Piel Roja; por ejemplo, cuál sería la causa de la muerte según el dictamen forense. (Un golpe en la cabeza, obviamente, pero ¿cuál era el instrumento, y dónde estaba?). También habría que tomar en consideración la hora aproximada de la muerte. Era obvio que al cocinero le preocupaba generar la impresión de que Jane, al producirse la muerte, estaba vestida de arriba abajo.

Dominic, por su parte, estaría eternamente agradecido a Ketchum, porque era él quien había adquirido la carretilla de almacén para el pabellón-cocina en una de sus farras etílicas en Maine. La carretilla servía para descargar de los camiones los alimentos no perecederos, o las cajas de aceite de oliva y sirope de arce, o incluso las hueveras, así como cualquier cosa pesada.

El cocinero y su hijo habían amarrado a Jane a la carretilla; así consiguieron bajarla por la escalera del pabellón-cocina en una posición semierguida y trasladarla de pie (casi recta) hasta su furgoneta. Sin embargo, la carretilla no sirvió de nada a la hora de meter a Jane la Piel Roja en la cabina, lo que el cocinero recordaría más tarde como la parte «hercúlea» de la tarea, o una de las partes hercúleas.

En cuanto al instrumento homicida, Dominic Baciagalupo embalaría la sartén de hierro colado de veinte centímetros entre sus objetos culinarios más preciados, a saber, sus libros de cocina predilectos, porque el cocinero sabía que no tenía tiempo, ni mucho espacio, para cargar con sus cacharros. Las demás ollas y sartenes se quedarían allí; el resto de los libros de cocina, y todas las novelas, se los dejaría a Ketchum.

Danny apenas tuvo tiempo de coger unas cuantas fotografías de su madre, pero no los libros entre cuyas hojas guardaba sus retratos para que no se arrugaran. En cuanto a la ropa, el cocinero sólo metió en la maleta lo más imprescindible para él y para Dan, y Dominic metió más ropa para él que para su hijo, porque Daniel crecería y pronto lo que llevaba le quedaría pequeño.

El coche del cocinero era una ranchera Pontiac de 1952, la llamada Chieftain Deluxe en semimadera. El último modelo en madera auténtica se había fabricado en 1949; el modelo en semimadera tenía en el exterior paneles de madera de imitación, superpuestos sobre la carrocería granate, y madera auténtica por dentro. El interior incluía también tapicería de piel color granate. En atención al pie izquierdo lisiado de Dominic, la Pontiac Chieftain Deluxe llevaba cambio automático, cosa que la convertía con toda probabilidad en el único vehículo con cambio automático en Twisted River, y gracias a eso Danny también podía conducirla. El niño de doce años no tenía las piernas tan largas como para pisar a fondo un pedal de embrague, pero Danny había conducido la ranchera en semimadera por las vías de saca. El alguacil Cari no patrullaba por las vías de saca. Eran muchos los niños de la edad de Danny, e incluso menores, que conducían coches y furgonetas por las carreteras secundarias en los alrededores del Phillips Brook y el Twisted River, preadolescentes sin carnet con notable dominio del volante. (Los niños un poco más altos que Danny podían pisar a fondo el pedal de embrague). Habida cuenta de las contingencias de su huida de Twisted River, fue una suerte que Danny supiera conducir la Chieftain, porque el cocinero no habría querido que lo vieran atravesar el pueblo a pie, de regreso al pabellón-cocina, después de llevar a Jane (en la propia furgoneta de ella) a casa del alguacil Cari. A esa hora de la madrugada, en la claridad previa al amanecer, cualquiera que estuviese ya despierto y en danza habría reconocido la cojera de Dominic Baciagalupo, y habría resultado de lo más insólito y sospechoso ver pasear juntos al cocinero y su hijo a esa hora intempestiva.

Por supuesto, el vehículo granate en semimadera de Dominic era el único de su especie en el pueblo. Acaso la Pontiac Chieftain del 52 no pasara inadvertida, pero cruzaría más deprisa el poblado que el cocinero con su cojera, y la ranchera, una vez aparcada, no se vería desde el lugar donde Dominic tenía previsto dejar la furgoneta de Jane: en casa del alguacil Cari.

—¿Estás loco? —preguntaría Danny a su padre mientras se disponían a abandonar el pabellón-cocina, ya por última vez—. ¿Por qué llevamos el cadáver a casa del alguacil?

—Para que el vaquero borracho, cuando se despierte por la mañana, piense que lo ha hecho él —explicó el cocinero a su hijo.

—¿Y si el alguacil Cari está despierto cuando lleguemos? —preguntó el niño.

—Por eso tenemos un plan B, Daniel —respondió su padre.

Caía una tenue llovizna, casi imperceptible. El largo capó granate de la Chieftain Deluxe resplandecía. El cocinero deslizó el pulgar por el capó para humedecérselo y, a través de la ventanilla abierta del lado del conductor, limpió la mancha de sangre seca en la frente de su hijo. Al recordar su beso de buenas noches, Dominic Baciagalupo supo de quién era esa sangre; esperaba que ése no fuera el último beso que diera a Daniel, y que ninguna otra sangre (la sangre de nadie) manchara a su hijo esa noche.

—Sólo tengo que seguirte, ¿verdad? —preguntó el pequeño Dan a su padre.

—Exacto —respondió el cocinero, cuyo plan B ocupaba el primer plano de sus pensamientos mientras subía a la cabina de la furgoneta de Jane, donde estaba ésta, desplomada contra la puerta del acompañante. Jane no sangraba, pero Dominic se alegró de no ver el moretón en su sien derecha. A Jane le había caído el pelo hacia delante, cubriéndole la cara; la contusión (hinchada, del tamaño de una pelota de béisbol) quedaba contra la ventanilla del acompañante.

Avanzaron en caravana de dos hacia las casas adosadas de dos plantas con azotea donde la Seis Jarras tenía alquilado, en el piso de arriba, lo que pasaba por ser un apartamento. Por el espejo retrovisor de la furgoneta de Jane, el cocinero veía sólo parcialmente la pequeña cara de su hijo detrás del volante de la Pontiac del 52. La visera exterior de la Chieftain se parecía a la de una gorra de béisbol calada sobre los ojos-parabrisas de la ranchera de ocho cilindros con su calandra, semejante a unos dientes de tiburón, y su agresivo adorno en el capó.

—¡Mierda! —exclamó Dominic. De pronto se había acordado de la gorra de Jane, la de los Indios de Cleveland. ¿Dónde estaba? ¿Habían dejado al jefe Wahoo cabeza abajo en el pasillo del piso superior del pabellón-cocina? Pero ya estaban frente a la casa de la Seis Jarras; en la calle no se veía un alma, y la puerta del salón de baile no se había abierto ni una sola vez. Ya no podían volver al pabellón-cocina.

Danny aparcó la Pontiac al pie de la escalera exterior del apartamento de Pam. El niño se había comprimido ya en la cabina de la furgoneta de Jane, entre la pobre Jane muerta y su padre, cuando Dominic reparó en la gorra de béisbol extraviada de Jane la Piel Roja: la llevaba puesta el pequeño Dan.

—Tendremos que dejar al jefe Wahoo con ella, ¿verdad? —preguntó el niño de doce años.

—Buen chico —respondió Dominic. su corazón henchido de orgullo y miedo. En cuanto al plan B, eran ya demasiadas cosas para que un niño de doce años las recordase.

El cocinero necesitaba la ayuda de su hijo para bajar a Jane la Piel Roja de la cabina de la furgoneta y llevarla hasta la puerta de la cocina en casa del alguacil Cari, que, según Jane, nunca se cerraba con llave. Daba igual si arrastraban los pies de Jane la Piel Roja por el barro, porque el alguacil esperaría que Jane tuviera las botas manchadas de barro, pero no podían permitir que ninguna otra parte de ella tocase el suelo. Lógicamente, la carretilla habría dejado las huellas de las ruedas en el barro, ¿y qué habría hecho Dominic después con la carretilla? ¿Abandonarla en la furgoneta de Jane o ante la puerta del alguacil Cari?

Fueron hasta la inhóspita zona del pueblo más próxima a la serrería y la fonda frecuentada por los temporeros francocanadienses. (Al alguacil Cari le gustaba vivir cerca de sus principales víctimas).

—¿Cuánto calculas que pesa Ketchum? —preguntó Danny, una vez aparcada la furgoneta de Jane en su sitio habitual. Estaban de pie en el estribo de la furgoneta; el pequeño Dan sostenía a Jane recta en el asiento del acompañante mientras su padre sacaba por la puerta abierta las piernas cada vez más rígidas. Pero ¿qué harían cuando ella tuviese los pies en el estribo?

—Ketchum debe de pesar unos cien, ciento diez kilos —contestó el cocinero.

—¿Y la Seis Jarras? —preguntó el Pequeño Dan.

Dominic Baciagalupo tendría el cuello agarrotado durante una semana por la presa de cabeza de la Seis Jarras.

—Pam pesará unos ochenta, ochenta y cinco kilos, como mucho —contestó su padre.

—¿Y tú cuánto pesas? —preguntó Danny.

El cocinero comprendió adonde quería ir a parar su hijo con esas preguntas. Dejó que los pies de Jane la Piel Roja se deslizaran hasta el barro; se quedó inmóvil en la tierra mojada junto a ella, sujetándola por la cadera mientras Daniel (todavía en el estribo) la sostenía por debajo de los brazos. «¡Acabaremos los dos en el barro con Jane encima!», pensaba Dominic, pero con la mayor naturalidad posible dijo:

—Ah, pues no sé cuánto peso, unos setenta kilos, supongo. —(Pesaba sesenta y cinco vestido con ropa de invierno, como sabía de sobra; nunca había llegado a los setenta).

—¿Y Jane? —preguntó el pequeño Dan con un gruñido, bajando del estribo de la furgoneta. El cadáver de la lavaplatos india se precipitó en los brazos de él y de su padre doblándosele las rodillas, aunque sin llegar a tocar el barro. El cocinero y su hijo se tambalearon al intentar sujetarla, pero resistieron.

Jane la Piel Roja pesaba al menos ciento treinta kilos —quizá ciento cuarenta o cuarenta y cinco—, por más que Dominic Baciagalupo fingiera no saberlo. El cocinero apenas podía respirar mientras arrastraba el cadáver de su amada muerta hasta la puerta de la cocina del malévolo novio de ésta, pero casi consiguió aparentar despreocupación cuando contestó a su hijo en un susurro:

—¿Jane? Ah, pesará más o menos lo mismo que Ketchum, puede que un poco más.

El cocinero y su hijo, para sorpresa de ambos, vieron que la puerta de la cocina del alguacil Cari no sólo no estaba cerrada con llave, sino que estaba abierta de par en par. (Por el viento, tal vez, o bien el vaquero había llegado a casa tan borracho que, en su ciego e irreflexivo estupor, se había olvidado de cerrar la puerta). La llovizna había mojado lo que veían del suelo de la cocina. Como ésta se hallaba exiguamente iluminada —había al menos una luz encendida—, no veían más allá; no podían saber nada más.

Cuando los pies separados de Jane se hallaban ya en contacto con el suelo de la cocina, Dominic se vio capaz de deslizaría el resto del camino él solo; sería una ayuda que las botas estuviesen embarradas y el suelo mojado.

—Adiós, Daniel —musitó el cocinero a su hijo. En lugar de darle un beso, el niño de doce años se quitó la gorra de béisbol de Jane y se la puso a su padre.

Cuando el cocinero dejó de oír los pasos de Danny a lo lejos en la calle embarrada, empujó a Jane hacia delante para introducir su enorme peso en la cocina. Sólo esperaba que el niño recordara sus instrucciones: «Si oyes un disparo, ve a buscar a Ketchum. Si tienes que esperarme en la Pontiac más de veinte minutos, ve a buscar a Ketchum, incluso sin disparo».

Dominic había dicho al niño de doce años que si le sucedía cualquier cosa a su padre —no sólo esa noche—, debía ir a buscar a Ketchum y contárselo todo.

—Ten cuidado con el penúltimo peldaño en la escalera de Pam —había prevenido también el cocinero a su hijo.

—¿No estará allí la Seis Jarras? —había preguntado el niño.

—Tú dile sólo que tienes que hablar con Ketchum. Ella te dejará entrar —había dicho su padre. (Al menos esa esperanza tenía: que Pam dejara entrar a Daniel).

Dominic Baciagalupo deslizó el cadáver de Jane la Piel Roja por el suelo de la cocina hasta más allá de la zona mojada y la apoyó de cara contra un armario. Sujetándola por debajo de los brazos, dejó que su inmensa mole se doblase y descendiese sobre la encimera; a continuación, con insufrible lentitud, tendió su cuerpo en el suelo. Cuando estaba inclinado sobre ella, la gorra de los Indios de Cleveland le resbaló de la cabeza y cayó, vuelta del revés, junto a Jane. El jefe Wahoo desplegaba su sonrisa de loco mientras Dominic aguardaba el chasquido del percutor del Colt 45, que el cocinero sabía con toda certeza que estaba a punto de oír. Igual que Danny oiría sin duda la descarga del arma: era muy sonora. A esas horas, todo el pueblo oiría una detonación, quizás incluso Ketchum, que aún dormía la mona. (Alguna que otra vez, pese a la distancia a la que se hallaba el pabellón-cocina, Dominic había oído la descarga de ese Colt 45). Pero no ocurrió nada. El cocinero, optando por no mirar alrededor, aguardó a que se le acompasara la respiración. Si el alguacil Cari estaba allí, Dominic no quería verlo. El cocinero prefería que el vaquero le pegara un tiro por la espalda mientras se marchaba; salió con cuidado, emborronando a su paso las huellas de barro con la puntera vuelta hacia el exterior del pie lisiado.

Fuera había un tablón cruzado sobre el albañal de la calle. Valiéndose de ese tablón. Dominic eliminó los profundos surcos abiertos en la tierra por las punteras y los tacones de las botas de Jane, que señalaban el atormentado recorrido desde su furgoneta hasta la puerta de la cocina del alguacil. El cocinero devolvió el tablón a su sitio y se limpió las manos en el guardabarros mojado de la furgoneta de Jane, que la lluvia cada vez más regular enjuagaría totalmente. (La lluvia también se ocuparía de las pisadas de él y de Dan). Nadie vio pasar al cocinero ante el silencioso salón de baile; los hermanos Beaudette, o sus fantasmas, no habían vuelto a ocupar el viejo tractor de arrastre Lombard, que se alzaba como un centinela solitario en la calleja embarrada contigua al salón.

Dominic Baciagalupo se preguntaba qué conclusiones sacaría el alguacil Cari cuando, adormilado, se tropezase con el cadáver de Jane la Piel Roja a la mañana siguiente. ¿Con qué la había golpeado?, especularía quizás el vaquero, que ya antes había pegado a Jane más de una vez. Pero ¿dónde está el arma, el objeto contundente?, se preguntaría con toda seguridad el alguacil. Tal vez no haya sido yo quien le ha pegado, quizá concluyese el vaquero al despejársele la cabeza, o como mínimo cuando descubriese que el cocinero y su hijo se habían marchado del pueblo.

«Por favor, Dios mío, dame tiempo», pensaba el cocinero viendo ya el pequeño rostro de su hijo detrás del parabrisas de la Chieftain Deluxe, salpicado de lluvia. Dan esperaba en el asiento del acompañante, como si en ningún momento hubiese perdido la fe en que su padre regresaría sano y salvo de la casa del alguacil Cari y se sentaría al volante.

Al suplicar «tiempo», ese porfiado compañero, Dominic Baciagalupo no se refería simplemente al tiempo requerido para la perentoria huida. Se refería al tiempo que necesitaba para ser un buen padre de su preciado hijo, el tiempo para ver al niño hacerse hombre; el cocinero rogó a Dios que le concediera ese tiempo, aunque ignoraba cómo administraría ese lujo tan improbable.

Ocupó el asiento del conductor en la ranchera sin recibir el balazo del 45 que esperaba. El pequeño Dan se echó a llorar.

—He oído el disparo una y otra vez —dijo el niño de doce años.

—Daniel, es posible que algún día lo oigas —previno su padre, y lo abrazó, antes de arrancar la Pontiac.

—¿No vamos a contárselo a Ketchum? —preguntó Danny.

La única respuesta posible corría el peligro de convertirse algún día en un mantra, pero Dominic la dio igualmente:

—No tenemos tiempo.

Como un coche fúnebre largo y lento, la ranchera granate en semimadera enfiló la vía de saca a la salida del poblado. Mientras avanzaban en dirección sudsudeste, a veces con el Twisted River a la vista, el alba se les echaba encima por momentos. Primero, cuando llegaran al pantano de Pontook, tendrían que resolver el asunto de la presa; después, fuera cual mese su destino, tomarían la Estatal 16, que discurría paralela al Androscoggin en ambos sentidos, al norte y al sur.

El tiempo exacto que les quedaba, en su futuro más inmediato, vendría determinado por lo que encontrasen en la Presa de la Muerta, y cuánto tendrían que entretenerse allí. (No demasiado, esperaba Dominic mientras conducía).

—¿Se lo contaremos alguna vez a Ketchum? —preguntó el pequeño Dan a su padre.

—Claro que sí —contestó Dominic, aunque el cocinero no tenía la menor idea de cómo haría llegar el forzoso mensaje a Ketchum: un mensaje que no entrañase riesgo y a la vez, de un modo u otro, fuese claro.

El viento y la lluvia habían amainado. Frente a ellos, la vía de saca estaba resbaladiza por el barro y las roderas, pero salía el sol; sus rayos entraban por la ventanilla del conductor, e inspiraban en Dominic Baciagalupo una visión favorable (bien que poco realista) del futuro.

Sólo unas horas antes, la mayor preocupación del cocinero estribaba en hallar el cadáver de Ángel, y más concretamente en cómo podía afectar a su querido Daniel la imagen del joven canadiense muerto. Desde entonces el niño de doce años había matado a su niñera preferida, y padre e hijo, a trancas y barrancas, habían trasladado a Jane la Piel Roja desde el piso superior del pabellón-cocina hasta su casi última morada en casa del alguacil Cari, una distancia nada despreciable.

Daba igual qué encontrasen el cocinero y su hijo del alma en la Presa de la Muerta, pensaba Dominic con optimismo; al fin y al cabo, ¿tan horrible podía ser? (Bajo la tensión a que estaba, el cocinero había recordado aquel lugar por su nombre de aciago origen, cosa rara en él). Cuando la Chieftain se acercó al pantano de Pontook, el niño y su padre vieron las gaviotas. Aunque el Pontook se hallaba a más de ciento cincuenta kilómetros del mar, siempre había gaviotas volando en las proximidades del Androscoggin, tan grande era el río.

—A mi clase va un niño que se llama Halsted —decía Danny, preocupado.

—Me parece que conozco a su padre —comentó el cocinero.

—Su padre le dio una patada en la cara con las botas de clavos; el niño tiene agujeros en la frente —contó el pequeño Dan.

—Seguro que ése es el mismo Halsted del que yo hablo —contestó Dominic.

—Dice Ketchum que alguien debería meterle a Halsted un aventador de serrín por el culo y ver si es posible hinchar a ese gordo cabrón; Ketchum se refiere al padre —le contó Danny.

—Ketchum recomienda el aventador de serrín para más de un culo —recordó el cocinero.

—Seguro que echaremos a faltar a Ketchum una barbaridad —dijo el niño obsesivamente.

—Seguro que sí —coincidió su padre—. Y se dice «echar de menos».

—Dice Ketchum que la madera de tsuga nunca se seca del todo. —Danny siguió parloteando. Saltaba a la vista que el niño de doce años estaba nervioso por el lugar hacia el que se dirigían; no sólo la Presa de la Muerte, sino allí adonde irían después.

—Las vigas de tsuga van bien para los puentes —contraatacó Dominic.

—Engancha el balancín lo más cerca posible de la carga —recitó el pequeño Dan, de memoria, y sin motivo aparente—. En el embalse Success está el puto embalse de castores más grande que existe —prosiguió Danny.

—¿Vas a pasarte todo el camino repitiendo las palabras de Ketchum? —preguntó su padre.

—Todo el camino ¿a dónde? —preguntó el niño de doce años con desasosiego.

—Aún no lo sé, Daniel.

—Las frondosas no flotan bien —contestó el niño, a cuento de nada.

«Ya, pero las resinosas flotan mucho», pensaba Dominic Baciagalupo. Era una maderada de resinosas lo que descendía por el río cuando Ángel se hundió bajo los troncos. Y con el vendaval de la noche anterior, tal vez algunos de los troncos situados por encima habían saltado la barrera de contención; esos troncos estarían ahora girando en el rebosadero a un lado u otro del azud. Con esos maderos sueltos, en su mayoría píceas y pinos, no sería fácil sacar a Ángel del agua en rotación. Tanto el caudal de crecida como la corriente de agua más lenta en la laguna de la serrería eran fruto de la presa; con suerte, encontrarían allí, en los bajíos, el cadáver de Ángel.

—¿Quién es capaz de dar una patada a su propio hijo en la cara con una bota de clavos? —preguntó a su padre el niño, angustiado.

—Un hombre que nunca volveremos a ver —aseguró Dominic a su hijo. La serrería, junto a la Presa de la Muerta, parecía abandonada, pero eso se debía sólo a que era domingo.

—Cuéntame otra vez por qué la llaman Presa de la Muerta —pidió Danny a su padre.

—Sabes de sobra por qué la llaman así, Daniel.

—Sé por qué a ti no te gusta llamarla así —replicó el niño en el acto—. La «muerta» es mamá, es por eso, ¿no?

El cocinero aparcó la Pontiac del 52 junto al muelle de carga de la serrería. Dominic rehusó contestar a su hijo, pero el niño de doce años se sabía bien toda la historia, se la sabía «de sobra», como había dicho su padre. Tanto Jane como Ketchum se lo habían contado. La Presa de la Muerta llevaba ese nombre por su madre, pero Danny siempre había querido que su padre le hablase de ello, más de lo que su padre le hablaría jamás.

—¿Por qué Ketchum tiene un dedo blanco? ¿Qué tiene que ver eso con la motosierra? —empezó otra vez el pequeño Dan; sencillamente era incapaz de callar.

—Ketchum tiene más de un dedo blanco, y ya sabes qué tiene eso que ver con la motosierra —repuso su padre—. La vibración, ¿recuerdas?

—Ah, sí —dijo el niño.

—Daniel, relájate, por favor. Intentemos dejar esto atrás y seguir nuestro camino.

—Seguir nuestro camino ¿hacia dónde? —preguntó el niño de doce años levantando la voz.

—Daniel, por favor…, estoy tan afectado como tú —dijo su padre—. Vamos a buscar a Ángel, y a ver qué encontramos, ¿de acuerdo?

—En cuanto a Jane, no podemos hacer nada, ¿verdad? —preguntó el niño.

—No, nada —respondió su padre.

—¿Qué pensará Ketchum de nosotros? —preguntó el niño. Ojalá lo supiera, se dijo Dominic.

—Basta ya de hablar de Ketchum —fue lo único que se le ocurrió decir al cocinero. Ketchum ya sabrá qué hacer, confiaba su viejo amigo.

Pero ¿cómo se las arreglarían para explicarle a Ketchum lo sucedido? No podían esperar en la Presa de la Muerta hasta las nueve de la mañana. Si no habían encontrado a Ángel en la mitad del tiempo que faltaba para las nueve, tendrían que marcharse.

Todo dependía de cuándo se despertara el alguacil Cari y descubriera el cadáver de Jane. Al principio el vaquero pensaría sin duda que él era el culpable. Y el pabellón-cocina nunca servía desayunos los domingos por la mañana; una cena temprana era la única comida que se servía en domingo. Las ayudantes de cocina no llegaban al pabellón hasta primera hora de la tarde, y cuando vieran que el cocinero y su hijo se habían marchado, no por tuerza tenían que comunicárselo al alguacil. (No en el acto). El vaquero tampoco tendría una razón inmediata para ir en busca de Ketchum.

Dominic empezaba a pensar que bien podía esperar a Ketchum en la Presa de la Muerta hasta las nueve de la mañana. Por lo que el cocinero sabía del alguacil Cari, el vaquero era muy capaz de enterrar a Jane y olvidarse de ella, o al menos hasta que se enterase de que el cocinero y su hijo habían desaparecido. ¡En Twisted River casi todos llegarían a la conclusión de que Jane la Piel Roja había abandonado el pueblo con ellos! Sólo el alguacil conocería el paradero de Jane y, dadas las circunstancias (el entierro prematuro, la apariencia de culpabilidad), difícilmente se le ocurriría desenterrar el cadáver de Jane sin más razón que demostrar lo que sabía.

¿O todo eso eran sólo vanas ilusiones por parte de Dominic Baciagalupo? El alguacil Cari no dudaría en enterrar a Jane la Piel Roja siempre y cuando creyese que la había matado él. Sí serían vanas ilusiones, en cambio, imaginar que el vaquero pudiera arrepentirse de matar a Jane, tanto como, cabría esperar, para volarse los sesos. (Eso sí serían vanas ilusiones: soñar con un alguacil Cari contrito, ¡como si el vaquero pudiera siquiera concebir el arrepentimiento!). A la derecha del rebosadero y del alza extraíble de la presa, fuera de la barrera de contención, el agua se arremolinaba contra la presa en el sentido de las agujas del reloj, girando en ella unos cuantos troncos arrastrados hasta allí por el viento (píceas, además de algunos alerces y pinos rojos). Allí donde el caudal principal pasaba por el rebosadero, se acumulaban contra la barrera de contención troncos trabados, pero no se distinguía nada entre los diversos matices del agua oscura y la corteza mojada.

El cocinero y su hijo cruzaron con cuidado la presa hacia el agua exterior a la izquierda de la barrera; allí el agua y unos pocos troncos sueltos giraban en sentido contrario a las agujas del reloj. Un guante de piel de ciervo daba vueltas en el agua, pero los dos sabían que Ángel no llevaba guantes. El agua era profunda y negra, con trozos de corteza flotando; para decepción y alivio de Dominic, tampoco allí vieron un cadáver.

—A lo mejor Ángel salió —dijo Danny, pero su padre sabía que eso era imposible; a esa edad nadie caía bajo los troncos en movimiento y lograba salir.

Pasaba ya de las siete de la mañana, pero tenían que seguir buscando, incluso la familia de la que había huido Ángel querría saber qué había sido de su hijo. Les llevaría más tiempo rastrear las zonas más anchas de la laguna de la serrería —a cierta distancia de la presa—, aunque allí el riesgo de resbalar era menor. Cuanto más cerca de la presa y la barrera de contención, tanto más preocupados estaban el cocinero y su hijo por la seguridad de uno y otro. (Ellos no calzaban botas de clavos; ellos no eran Ketchum, no eran siquiera gancheros de los más verdes. Sencillamente no eran madereros). No encontrarían el cadáver hasta pasadas las ocho y media. El muchacho de cabello largo, con su camisa a cuadros de color verde, blanco y rojo, flotaba boca abajo en los bajíos, cerca de la orilla, sin un solo tronco cerca. Danny ni siquiera se mojó los pies al tirar del cuerpo hacia la orilla. El niño de doce años se valió de una rama caída para enganchar la camisa a cuadros escoceses; el pequeño Daniel llamó a su padre a la vez que arrastraba con la rama al joven canadiense hasta tenerlo al alcance de la mano. Juntos trasladaron a Ángel a una zona más alta en la orilla; levantar y cargar con el cadáver fue un esfuerzo leve en comparación con llevar a cuestas a Jane la Piel Roja.

Desataron los cordones de las botas de clavos del joven maderero y emplearon una de ellas a modo de balde para recoger agua de la laguna. Usaron el agua para limpiar el barro y los trozos de corteza del rostro y las manos de Ángel, que presentaba un color nacarado teñido de azul. Danny hizo lo posible por peinar al joven muerto con los dedos.

El niño de doce años fue el primero en descubrir una sanguijuela. Larga y gruesa como el índice extrañamente torcido de Ketchum, era lo que los lugareños llamaban una «chupa-sangre del norte»; se hallaba adherida al cuello de Ángel. El cocinero supo que no sería la única sanguijuela en el cuerpo de Ángel. Dominic Baciagalupo sabía asimismo que Ketchum aborrecía las sanguijuelas. Tal y como estaban sucediéndose las cosas, quizá Dominic no podría ahorrar a su viejo amigo ver el cadáver de Ángel, pero —con la ayuda de Daniel— acaso pudiera ahorrar a Ketchum las chupasangres.

A las nueve ya tenían a Ángel en el muelle de carga de la serrería, donde al menos la plataforma estaba seca y parcialmente soleada, y a la vista desde el aparcamiento. Habían desnudado el cuerpo y retirado casi veinte sanguijuelas; habían limpiado bien a Ángel con su camisa a cuadros mojada, y habían conseguido volver a vestir al muchacho muerto con una anónima combinación de prendas irreconocibles del cocinero y su hijo. Una camiseta que a Danny siempre le había quedado grande era de la talla exacta de Ángel; un viejo vaquero de Dominic completó el cuadro. En atención a Ketchum, si es que Ketchum aparecía, el cadáver como mínimo vestiría ropa limpia y seca. Nada podían hacer con la coloración azulada y gris perla de la piel de Ángel; era absurdo esperar que el débil sol de abril devolviera el color natural al joven muerto, pero por alguna razón al menos parecía conservar el calor.

—¿Esperamos a Ketchum? —preguntó Danny a su padre.

—Sólo un poco más —contestó el cocinero. Ahora el desasosiego lo padecía el padre, advirtió el pequeño Dan. (El problema con el tiempo era, como Dominic sabía, que era implacable). El cocinero escurría la ropa empapada y sucia de Ángel cuando palpó la cartera en el bolsillo delantero izquierdo del vaquero del canadiense: una cartera barata de piel de imitación con una foto de una mujer bonita de aspecto recio en un compartimento de plástico transparente, ahora empañado a causa de la inmersión en agua fría. Dominic frotó el plástico con la manga de su camisa; cuando vio a la mujer con más claridad, le resultó evidente su parecido con Ángel. Sin duda era la madre del muchacho muerto, una mujer algo mayor que el cocinero pero más joven que Jane la Piel Roja.

La cartera no contenía mucho dinero, sólo unos cuantos billetes pequeños, únicamente dólares americanos (Dominic esperaba encontrar también algún dólar canadiense) y lo que parecía una tarjeta de visita de un restaurante de nombre italiano. Eso confirmó la anterior impresión del cocinero: a Ángel no le era ajeno el trabajo en la cocina, aunque quizá no hubiera sido la primera elección profesional del muchacho.

Sin embargo, había un detalle que no se correspondía con las previsiones de Dominic Baciagalupo: el restaurante no estaba en Toronto, ni en ningún otro lugar de Ontario; era un restaurante italiano de Boston, Massachusetts, y el nombre del restaurante fue una sorpresa aún mayor. Era una expresión que el hijo ilegítimo de Annunziata Saetta conocía bien, porque había oído a su madre pronunciarla con una saña nacida del rechazo. «Vicino di Napoli», decía Nunzi —en relación con el lugar al que había ido el padre fugado de Dominic—, y el niño pensaba en aquellos pueblos y provincias montañeses «en las inmediaciones de Napóles», de donde había llegado su padre (y adonde, hipotéticamente, había vuelto). Los nombres de esos pueblos y provincias que Annunziata decía en sueños —Benevento y Avellino— acudieron a la memoria de Dominic.

Pero ¿era posible que el zángano de su padre no hubiera huido más allá de un restaurante italiano de Hanover Street, la calle que Nunzi llamaba «la calle mayor» del North End de Boston? Porque, según la tarjeta de visita en la cartera de Ángel, el restaurante se llamaba Vicino di Napoli —sin duda un establecimiento napolitano— y estaba en Hanover Street, a corta distancia de Cross Street. Los propios nombres de las calles habían estado tan presentes en la infancia de Dominic como las reiteradas recomendaciones acerca del perejil (prezzémolo) que le hacía Nunzi, o sus frecuentes alusiones al Mother Anna’s y el Europeo, otros dos restaurantes de Hanover Street.

Nada de aquello se le antojó al cocinero demasiada coincidencia para darle crédito, no en un día en que Daniel Baciagalupo, su hijo de doce años, había matado a la amante de su padre con la misma sartén a la que antes el cocinero había dado tan legendario uso. (¿Quién se creería que en cierta ocasión él había salvado a su ya difunta esposa de un oso?). Así y todo, Dominic no estaba preparado para el último objeto que descubrió en la cartera de Ángel Pope. Por lo que el cocinero podía deducir, aquello era un abono de verano para el sistema de transporte público de Boston, un «pase de metro», había oído Dominic llamarlo a su madre. El pase declaraba que el portador era menor de dieciséis años en el verano de 1953, y para demostrarlo allí constaba la fecha de nacimiento de Ángel. El muchacho había nacido el 16 de febrero de 1939, lo que significaba que Ángel había cumplido los quince no hacía mucho. El joven debía de haberse escapado de casa con sólo catorce años, si es que en realidad se había escapado. (Y por supuesto era imposible saber si el muchacho muerto tenía su «casa» en Boston, aunque el pase de metro y la tarjeta de visita del Vicino di Napoli inducían claramente a pensar que así era). Lo que captó la atención de Dominic Baciagalupo de manera más convincente fue el verdadero nombre de Ángel, que no era exactamente Ángel Pope.

ÁNGELÚ DEL POPÓLO.

—¿Quién? —preguntó Danny cuando su padre leyó en voz alta el nombre del abono del sistema de transporte público.

El cocinero sabía que Del Popólo significaba «del pueblo», y que Pope era una americanización común del apellido siciliano; si bien Del Popólo era probablemente pero no por fuerza siciliano, ese Angelú era siciliano de todas todas, cosa que el cocinero también sabía. ¿Había trabajado el muchacho en un restaurante napolitano? (A los catorce años, un empleo a tiempo parcial estaba permitido). Pero ¿qué lo había inducido a huir? A juzgar por la fotografía, aún quería a su madre.

Con todo, el cocinero se limitó a contestar a su hijo:

—Parece que Ángel no era quien decía ser, Daniel.

Dominic dejó que Danny examinara el pase de metro; eso y la tarjeta de visita del Vicino di Napoli, en el North End, era lo único de que disponían, si es que se planteaban localizar a la familia de Angelú del Popólo.

Por supuesto, había un problema más acuciante. ¿Dónde demonios estaba Ketchum?, se preguntaba Dominic Baciagalupo. ¿Cuánto tiempo podrían esperar aún? ¿Y si el alguacil Cari no se había emborrachado tanto? ¿Y si el vaquero había encontrado el cadáver de Jane la Piel Roja, pero había sabido al instante que él no le había puesto la mano encima, o al menos no la noche anterior?

Costaba imaginar el mensaje que podía dejarle escrito el cocinero a Ketchum junto al cadáver de Ángel, porque ¿y si no era Ketchum el primero en encontrar a Ángel? ¿No tendría que estar el mensaje en clave?

¡Sorpresa! ¡Ángel no es canadiense!

¡Y por cierto, Jane sufrió un accidente!

¡No fue nadie, ni siquiera Cari!

En fin, ¿cómo iba el cocinero a dejar una nota así?

—¿Esperamos todavía a Ketchum? —preguntó el pequeño Dan a su padre.

Con una convicción sensiblemente menor, su padre contestó:

—Sólo un rato más, Daniel.

La canción que sonaba en la radio de la castigada furgoneta de Ketchum les llegó al muelle de carga de la serrería antes de asomar la propia furgoneta por la vía de saca; quizá fuera Jo Stafford cantando Make Love to Me, pero Ketchum apagó la radio antes de que el cocinero supiera con certeza que ésa era la canción. (Ketchum iba camino de la sordera por motosierra. Siempre llevaba la radio de la furgoneta a un volumen demasiado alto y —ahora que estaban en lo que allí pasaba por primavera— las ventanillas abiertas). Dominic sintió alivio al ver que la Seis Jarras no lo acompañaba; eso habría complicado considerablemente las cosas.

Ketchum aparcó su ruidosa tartana a una distancia prudencial de la Pontiac; se quedó sentado en la cabina con la escayola blanca apoyada en el volante, fijando la mirada más allá de ellos, en la plataforma donde Ángel yacía reclinado bajo la vacilante luz del sol.

—Veo que lo habéis encontrado —dijo Ketchum; desvió la mirada hacia la presa, como para contar los troncos que habían atravesado la barrera de contención.

Como siempre, Ketchum transportaba objetos previsibles a la vez que otros inexplicables en la parte de atrás de su furgoneta; un refugio de construcción casera cubría la caja, convirtiendo la furgoneta entera en un wanigan. Ketchum llevaba sus motosierras a todas partes, junto con diversas hachas y otras herramientas, e incomprensiblemente, bajo una lona, media cuerda de leña, por si de pronto se apoderaba de él la necesidad perentoria de encender una hoguera.

—Daniel y yo podemos meter a Ángel en la parte de atrás de tu furgoneta, y así no tendrás que verlo —propuso Dominic.

—¿Por qué no puede ir Ángel con vosotros en la Chieftain? —preguntó Ketchum.

—Porque no volvemos a Twisted Páver —anunció el cocinero a su viejo amigo.

Ketchum suspiró, y sus ojos fueron a posarse lentamente en Ángel. El ganchero se apeó de la furgoneta y, con una cojera acerca de la que nada aclaró, se dirigió hacia el muelle de carga. (Dominic se preguntó si Ketchum renqueaba para burlarse de él). Ketchum levantó el cuerpo del joven muerto como si fuera un bebé dormido; el maderero llevó al muchacho de quince años a la cabina de su furgoneta, donde Danny, acercándose corriendo, había abierto ya la puerta.

—Supongo que tanto da que lo vea ahora como que espere a tener que descargarlo en el pueblo —dijo Ketchum—. La ropa que lleva puesta es tuya, imagino —preguntó al pequeño Dan.

—Mía y de mi padre —contestó el niño de doce años.

El cocinero se aproximó a la furgoneta con la ropa mojada y sucia de Ángel; la dejó en el suelo de la cabina, junto a los pies del muchacho muerto.

—No estaría de más lavar y secar la ropa de Ángel —indicó a Ketchum.

—Le pediré a Jane que lave y seque la ropa —dijo Ketchum—. Jane y yo podemos, de paso, lavar un poco a Ángel, y después le pondremos su propia ropa.

—Jane está muerta, Ketchum —le comunicó el cocinero. («Fue un accidente», estuvo a punto de añadir, pero su querido Daniel se le adelantó).

—La maté yo con la sartén, aquélla con la que papá le pegó al oso —prorrumpió Danny—. Pensé que Jane era un oso —dijo el niño a Ketchum.

A modo de confirmación del hecho, el cocinero desvió de inmediato la mirada. Ketchum rodeó con el brazo ileso los hombros de Danny y lo estrechó. El pequeño Dan hundió la cara en la pechera de la camisa de franela de Ketchum: la misma camisa azul y verde a cuadros escoceses que llevaba Pam la Seis Jarras la noche anterior. Para el niño de doce años los olores entremezclados de Ketchum y la Seis Jarras moraban en la camisa con el mismo aplomo que sus dos fuertes cuerpos.

Levantando la escayola, Ketchum señaló la Pontiac.

—Por Dios, Coci, no tendrás a la pobre Jane metida en la Chieftain, ¿no?

—La hemos llevado a casa del alguacil Cari —aclaró Danny.

—No sé si Cari estaba desmayado en otra habitación o si no había llegado, pero he dejado a Jane en la cocina, tendida en el suelo —explicó el cocinero—. Con un poco de suerte, el vaquero encontrará el cadáver y pensará que lo ha hecho él.

—¡Claro que pensará que lo ha hecho él! —exclamó Ketchum con voz atronadora—. Seguro que la ha enterrado hace ya una hora, o está cavando el puñetero hoyo en este mismo momento, mientras hablamos. Pero en cuanto Cari se entere de que tú y Danny os habéis marchado del pueblo, empezará a pensar que no ha sido él. Pensará que has sido tú, Coci, a no ser que tú y Danny mováis el culo ya mismo y volváis a Twisted River.

—O sea, me pides que vaya de farol, ¿es eso? —dijo Dominic.

—¿Qué farol? —preguntó Ketchum—. Durante el resto de su asquerosa vida, el vaquero intentará acordarse de cómo y por qué exactamente mató a Jane… O bien se la pasará buscándote, Coci.

—Das por supuesto que no recordará nada de anoche —repuso el cocinero—. Eso es mucho suponer, ¿no te parece?

—La Seis Jarras me ha contado que anoche nos hiciste una visita —dijo Ketchum a su amigo—. ¿Crees que me acuerdo de que estuviste allí?

—Probablemente no —contestó Dominic—. Pero lo que estás proponiendo es que me lo juegue todo. —Cuando el cocinero dijo «todo», miró derecho al pequeño Daniel en un gesto inconsciente e incontrolable.

—Vuelve al pabellón-cocina, yo te ayudaré a descargar la Chieftain, y esta tarde, cuando se presenten las ayudantes de cocina, Danny y tú estaréis otra vez totalmente instalados. Y a eso de la hora de la cena —prosiguió Ketchum— mandas a Dot o a May, o a cualquiera de las mujeres de los trabajadores de la serrería, esos inútiles de mierda, a casa del alguacil Cari y le pides que diga: «¿Dónde está Jane? ¡El Coci va a volverse loco sin su lavaplatos!». ¡Eso sí es un farol! Y ese farol lo ganas de calle —dijo Ketchum—. El vaquero estará cagado de miedo. Se pasará años cagado de miedo, esperando a que un perro desentierre el cadáver de la Piel Roja.

—No sé qué decirte, Ketchum —contestó el cocinero—. Eso es mucho farol. No puedo correr semejante riesgo, no con Daniel.

—Corres un riesgo mayor marchándote —insistió su viejo amigo—. Joder, si el vaquero te vuela la cabeza, ya me haré cargo yo de Danny.

El pequeño Dan posaba la mirada alternativamente en su padre y en Ketchum.

—Creo que deberíamos volver al pabellón-cocina —dijo a su padre el niño de doce años.

Pero el cocinero conocía el desasosiego que producía en su hijo el cambio, cualquier cambio. Daniel Baciagalupo votaría por permanecer allí y marcarse el farol, eso por descontado; irse representaba un temor menos conocido.

—Míralo desde este punto de vista, Coci —decía Ketchum, apuntando a su amigo con la escayola blanca, tan pesada como el Colt 45 del vaquero—: si estoy equivocado y Cari te pega un tiro, no se atreverá a ponerle un dedo encima a Danny. Pero si estoy en lo cierto, y el vaquero va a por ti, podría mataros a los dos, porque los dos seréis fugitivos.

—Pues sí, eso somos: fugitivos —respondió Dominic—. No me gustan las apuestas. Ketchum, ya no.

—Ya estás apostando, Coci —dijo Ketchum—. En cualquier caso, es una apuesta, ¿o no?

—Dale un abrazo a Ketchum, Daniel; tenemos que irnos —ordenó su padre.

Danny Baciagalupo recordaría ese abrazo, y lo mucho que le extrañó que su padre y Ketchum no se abrazaran: eran muy buenos amigos, y desde hacía mucho tiempo.

—Se avecinan grandes cambios, Coci —intentó explicar Ketchum a su amigo—. Al acarreo de troncos por el río no le queda mucho tiempo. Las presas de los embalses de Dummer desaparecerán; esta de aquí tampoco durará mucho —dijo, y señaló la barrera de contención con la escayola, pero prefirió no pronunciar el nombre de la Presa de la Muerta.

»Los embalses Dummer y Little Dummer y el Twisted River desaguarán en el Pontook, sin más. Sospecho que los pilares de contención seguirán, pero ya no los usarán. Y al primer incendio que haya en West Dummer o Twisted River, ¿crees que alguien se molestará en reconstruir esos tristes poblados? Si uno ya está viejo y débil, ¿no preferirá trasladarse a Milán o Errol, o incluso a Berlin? —añadió Ketchum—. Coci, Danny y tú sólo tenéis que quedaros y sobrevivir a este lamentable lugar. —Pero el cocinero y su hijo se dirigían a la Chieftain—. ¡Si huis ahora, huiréis siempre! —exclamó Ketchum a sus espaldas. Renqueando, circundó su furgoneta desde el lado del acompañante hasta el del conductor.

—¿Y esa cojera? —preguntó el cocinero, levantando la voz.

—Joder —contestó Ketchum—. Falta un peldaño en la escalera de la Seis Jarras…, se me había olvidado.

—Cuídate, Ketchum —dijo su viejo amigo.

—Tú también, Coci —respondió Ketchum—. No te preguntaré por el labio, pero ya me conozco esa herida.

—Por cierto, Ángel no era canadiense —informó Dominic Baciagalupo a Ketchum.

—En realidad se llamaba Angelú del Popólo —explicó el pequeño Dan—, y era de Boston, no de Toronto.

—Imagino que es allí adonde vais, ¿no? —preguntó Ketchum—. A Boston.

—Ángel debía de tener familia; habrá alguien que necesite saber qué ha sido de él —contestó el cocinero.

Ketchum asintió con la cabeza. Por el parabrisas de su furgoneta, la exigua luz del sol iluminaba engañosamente a Angelú del Popólo, sentado (casi erguido) con la mirada fija al frente en actitud alerta. Ángel no sólo parecía vivo, sino que parecía a punto de iniciar el viaje de su joven vida, no de terminarlo.

—¿Y si le digo a Cari que Danny y tú vais a comunicarle la mala noticia a la familia de Ángel? Por como habéis dejado las cosas en el pabellón-cocina no parece que os hayáis ido para siempre, ¿no? —preguntó Ketchum.

—No hemos cogido nada que pudiera llamar la atención —dijo Dominic—. Da la impresión de que volveremos.

—¿Y si le digo al vaquero que no me extrañaría que Jane la Piel Roja se hubiese marchado con vosotros? —preguntó Ketchum—. Podría decirle que yo en lugar de Jane también me habría ido a Canadá. —Danny vio que su padre reflexionaba antes de que Ketchum añadiera—: Creo que no le diré que os habéis ido a Boston. Quizá sea mejor decir: «Yo en lugar de Jane me habría ido a Toronto». ¿Y si digo eso?

—Digas lo que digas, no hables más de la cuenta —advirtió el cocinero.

—Me parece que seguiré pensando en él como «Ángel», si no os importa —dijo Ketchum al subir a su furgoneta; por un instante miró de soslayo al muchacho muerto y enseguida apartó la vista.

—¡Yo siempre pensaré en él como «Ángel»! —exclamó Danny.

Hasta qué punto un niño de doce años es consciente o no del principio de una aventura —o de si esta desventura había empezado mucho antes de que Danny Baciagalupo confundiera a Jane la Piel Roja con un oso— era algo que ni Ketchum ni el cocinero sabían, pero Danny parecía muy «consciente» de ello. Ketchum debía de saber que quizás estaba viéndolos por última vez, y quiso proyectar una luz más positiva sobre esta etapa de la apuesta por la que optaba el cocinero.

—¡Danny! —dijo Ketchum—. Sólo quiero que sepas que más de una vez yo mismo confundí a Jane con un oso. —Pero Ketchum no era el más indicado para proyectar luces positivas durante mucho tiempo—. Jane, imagino, no debía de llevar la gorra del jefe Wahoo…, no en ese momento —añadió el maderero.

—No, no la llevaba —respondió el niño de doce años.

—Jane, maldita sea. ¡Hay que joderse, Jane! —exclamó Ketchum—. En Cleveland un fulano me dijo que esa gorra traía suerte —explicó el ganchero al niño—. Según me contó, el jefe Wahoo era un espíritu o algo así; en teoría, cuidaba de los pieles rojas.

—A lo mejor está cuidando de Jane ahora —comentó Danny.

—No te me pongas religioso, Danny. Tú recuerda a esa piel roja tal como era. Jane te quería de verdad —dijo Ketchum al niño de doce años—. Honra su recuerdo, es lo único que puedes hacer.

—¡Ya te echo de menos, Ketchum! —exclamó el niño.

—Joder, Danny… Si tenéis que marcharos, vale más que os marchéis ya —dijo el ganchero.

A continuación, Ketchum puso la furgoneta en marcha y se alejó por la vía de saca en dirección a Twisted River, dejando allí al cocinero y a su hijo a punto de emprender su viaje, más largo y más incierto…, hacia su nueva vida, nada menos.