3. Un mundo de accidentes

Ángel Pope había caído bajo los troncos el jueves. Después del desayuno del viernes, Jane la Piel Roja llevó a Danny en su furgoneta al colegio de la Compañía Manufacturera Paris, a orillas del Phillips Brook, y luego regresó al pabellón-cocina de Twisted River.

Los cuadrilleros encargados de conducir la maderada estarían encauzando troncos en un emplazamiento justo por encima de la Presa de la Muerta. El cocinero y sus ayudantes distribuían la comida del mediodía en cuatro partes: dos se las llevaban en mochilas a los gancheros: las otras dos las transportaban en furgoneta para los madereros que cargaban los camiones junto a la vía de saca entre el municipio de Twisted River y el pantano de Pontook.

El viernes era un día difícil de por sí aun sin tener que lamentar la pérdida de Ángel. Todo el mundo andaba con prisas ante la inminencia del fin de semana, pese a que los fines de semana en Twisted River (en opinión del cocinero) se reducían a poco más que a un exceso de bebida y a los habituales deslices sexuales, «por no hablar ya de las consiguientes situaciones de bochorno o vergüenza», como había oído decir Danny Baciagalupo a su padre (repetidas veces). Y desde el punto de vista de Dominic la cena del viernes en el pabellón-cocina era la más complicada de la semana. Para los católicos practicantes, entre los francocanadienses, el cocinero preparaba sus famosas pizzas sin carne; pero a los «no comehostias», como se complacía en describirse a sí mismo Ketchum, y a la mayoría de los leñadores y los trabajadores de la serrería no les bastaba con una pizza sin carne un viernes por la noche.

Cuando Jane la Piel Roja dejó a Danny en el colegio de Paris, le dio un ligero puñetazo en la parte superior del brazo; era donde le pegarían los chicos mayores del colegio, eso con suerte. Naturalmente, los chicos mayores le golpeaban con más fuerza que Jane, tanto si le pegaban en la parte superior del brazo como en cualquier otro sitio.

—Mantén la barbilla baja, los hombros relajados, los codos pegados al cuerpo y las manos cerca de la cara —recomendó Jane—. Tiene que dar la impresión de que te dispones a dar un puñetazo, y entonces vas y le sueltas una patada en los huevos al muy cabrón.

—Ya lo sé —contestó el niño de doce años. Nunca le había dado un puñetazo a nadie, y tampoco le había dado una patada en los huevos a nadie. Las instrucciones de Jane desconcertaron al niño. Pensó que tal vez sus indicaciones se basaban en algún consejo que le había dado a ella el alguacil Cari, pero a Jane sólo tenían que preocuparle las palizas que le propinaba el propio alguacil. En opinión del pequeño Dan, nadie más se atrevería a enfrentarse a ella, quizá ni siquiera Ketchum.

Si bien Jane se despedía de Danny con un beso en el pabellón-cocina, o prácticamente en cualquier lugar de Twisted River, nunca lo besaba al dejarlo en el colegio de la Compañía Manufacturera Paris ni cuando lo recogía en las inmediaciones del Phillips Brook, por donde acaso rondasen aquellos chicos de West Dummer. Si los niños mayores veían a Jane la Piel Roja dar un beso a Danny, lo hostigarían más que de costumbre. Ese viernes en particular el niño de doce años se quedó sentado junto a Jane en la furgoneta, sin moverse. Quizás el pequeño Dan había olvidado por un momento dónde estaban —y si era así, esperaba que ella le diera un beso—, o tal vez se le había ocurrido algo que podía preguntarle a Jane sobre su madre.

—¿Qué pasa, Danny? —instó la lavaplatos.

—¿Haces el dos-a-dos con mi padre? —preguntó el niño.

Jane le sonrió, pero era una sonrisa más comedida que las que Danny acostumbraba ver en su bonito rostro; el hecho de que ella no le contestara lo inquietó.

—No me digas que se lo pregunte a Ketchum —prorrumpió el niño.

Ante esto, Jane la Piel Roja se echó a reír; su risa fue ahora más natural y más espontánea. (El jefe Wahoo seguía con su sonrisa de loco, como siempre). —Iba a decirte que se lo preguntaras a tu padre —aclaró la lavaplatos—. Tú quédate tranquilo —añadió, y le dio otro puñetazo en la parte superior del brazo, esta vez un poco más fuerte—. ¿Danny? —dijo Jane mientras el niño de doce años se apeaba de la cabina de la furgoneta—. Ni se te ocurra preguntárselo a Ketchum.

«Éste es un mundo de accidentes», pensaba el cocinero. Estaba en la cocina, guisando afanosamente. El picadillo de cordero, que había servido para el desayuno, también podía comerse al mediodía; prepararía asimismo una crema de garbanzos (para los católicos) y un estofado de venado con zanahorias y cebollitas. Y, por supuesto, a eso se unían la infernal olla de judías con salsa de tomate y la omnipresente crema de guisantes con perejil. Pero el menú apenas incluía algo más aparte de la comida corriente de un campamento maderero.

La esposa de un trabajador de la serrería asaba en la plancha unas salchichas dulces italianas. El cocinero le repetía una y otra vez que desmenuzara la carne de la salchicha mientras la preparaba, ante lo que la esposa de otro trabajador de la serrería rompió a cantar. Entonó «¡Azótate la carne con una espátula y verás!», al compás de la improcedente pero popular melodía de la canción Vaya con Dios; las demás mujeres unieron sus voces a la suya.

La cantante solista, entre las esposas de los trabajadores de la serrería, era la ayudante a quien el cocinero había encargado probar si la levadura estaba activa, para usarla luego en la masa de la pizza, y no le quitaba el ojo de encima a esa mujer. Dominic quería mezclar la masa y dejarla subir antes de enfilar la vía de saca para repartir las comidas del mediodía. (Siendo viernes por la noche, se encontrarían allí con unos cuantos franco-canadienses de mala gaita si no había suficientes pizzas sin carne para todos los comehostias). El cocinero preparaba asimismo pan de maíz. Quería empezar con el relleno de los pollos asados, que también servía en el pabellón los viernes por la noche. Mezclaba la salchicha con el pan de maíz y un poco de apio y salvia, y más tarde, cuando regresaba del emplazamiento en el río y de dondequiera que estuviesen cargando camiones, añadía los huevos y la mantequilla. En una olla grande, la misma que Danny había usado para calentar el sirope de arce, Dominic hervía la calabaza moscada; después la prensaría y mezclaría con sirope de arce, y al volver al pueblo agregaría la mantequilla. El viernes por la noche, junto con los pollos rellenos, servía patatas gratinadas acompañando al puré de calabaza. Posiblemente, éste era el plato preferido de Ketchum; casi todos los viernes Ketchum comía también un poco de pizza sin carne.

Dominic compadecía a Ketchum. El cocinero no sabía si Ketchum creía sinceramente que encontraría a Ángel en el rebosadero de la presa superior el domingo por la mañana, o si tenía la esperanza de no encontrar nunca el cadáver del muchacho. Sólo una cosa había decidido el cocinero: no quería que el pequeño Daniel viera el cadáver de Ángel. Dominic Baciagalupo no sabía si él mismo deseaba ver el cadáver de Ángel, o encontrarlo siquiera.

El agua del cazo —donde el cocinero había echado un par de cucharaditas de vinagre, para los huevos escalfados— rompía a hervir otra vez. Para el desayuno había servido el picadillo de cordero con huevos escalfados, pero cuando servía el picadillo al mediodía, lo acompañaba con abundante ketchup; los huevos escalfados no se transportaban bien. Cuando el agua con vinagre rompió a hervir. Dominic la vertió sobre los tajos para esterilizarlos.

La esposa de un trabajador de la serrería había preparado unos cincuenta bocadillos de beicon, lechuga y tomate con los restos de beicon del desayuno. Estaba comiéndose uno de los bocadillos a la vez que observaba al cocinero; tramaba alguna fechoría, presintió Dominic. Se llamaba Dot, aunque parecía demasiado grande para un nombre tan corto, y había traído al mundo tal cantidad de hijos que posiblemente había renunciado ya a cualquier otra facultad que acaso hubiese poseído alguna vez, excepto el apetito, cuestión en la que el cocinero prefería no pensar siquiera. (Esa mujer tenía demasiados apetitos, sospechaba Dominic). La ayudante de la espátula —aquélla a la que era necesario recordar que desmenuzara la salchicha en la plancha— parecía cómplice en la fechoría, porque tampoco ella perdía de vista al cocinero. Como la mujer que estaba comiéndose el bocadillo tenía la boca llena, habló primero la de la espátula. Se llamaba May; era más voluminosa que Dot y se había casado dos veces. Los hijos que May había tenido con su segundo marido eran de la misma edad que sus nietos —es decir, los hijos de los hijos del primer matrimonio—, y este fenómeno antinatural había desquiciado por completo a May y también a su segundo marido, hasta el punto de que ya no habían podido recuperarse lo necesario para ofrecerse consuelo mutuo en lo referente a la franca anormalidad de sus vidas.

Para Dominic, lo antinatural era la incesante necesidad de May de lamentarse por tener hijos de la misma edad que sus nietos. ¿Por qué le concedía tanta importancia?, se preguntaba el cocinero.

«Pero tú mírala», había dicho Ketchum en alusión a May. «Esa mujer le da demasiada importancia a todo, joder». Podía ser, pensaba el cocinero, y en ese momento May lo señaló con la espátula. Contoneándose en actitud seductora, dijo con un ronroneo:

—¡Ay, Coci, dejaría atrás mi triste vida… si te casaras conmigo y además cocinaras para mí!

Dominic restregaba los tajos, recién sumergidos en agua hirviendo, con el cepillo lavaplatos de mango largo; le lloraban los ojos por el vinagre del agua caliente.

—Ya estás casada, May —contestó—. Si nos casáramos y tuviéramos hijos, tendrías hijos más pequeños que tus nietos. Ni me atrevo a imaginar cómo te pondrías entonces.

May pareció sinceramente horrorizada sólo de pensarlo; quizá no debería haber sacado a relucir el temido asunto, pensó el cocinero. Pero Dot, que seguía comiéndose el bocadillo, soltó una carcajada espasmódica con la boca llena… y se atragantó. Las ayudantes de cocina. May entre ellas, se quedaron inmóviles en espera de que el cocinero hiciera algo.

Para Dominic Baciagalupo, el atragantamiento no era ninguna novedad. Había visto atragantarse a muchos leñadores y trabajadores de aserradero, y sabía qué hacer. Varios años atrás había salvado a una de las mujeres del salón de baile; borracha, se atragantó con su propio vómito y, sin embargo, el cocinero supo manejarla. Era una anécdota muy conocida; Ketchum incluso le había puesto título: «De cómo el Coci salvó a Pam la Seis Jarras». La mujer era tan alta y huesuda como Ketchum, y Dominic había necesitado la ayuda de éste para obligarla a colocarse primero de rodillas y luego a cuatro patas, posición en la que el cocinero logró aplicarle una improvisada maniobra de Heimlich. (Pam la Seis Jarras se apodaba así porque ésa era, según los cálculos de Ketchum, su dosis nocturna antes de pasar al whisky). El doctor Heimlich nació en 1920, pero en 1954 su ahora famosa maniobra no se había introducido aún en Coos County Dominic Baciagalupo llevaba cocinando para gente que comía mucho desde hacía catorce años. Un sinfín de personas se habían atragantado ante él; tres de ellas habían muerto. El cocinero había observado que unas palmadas enérgicas en la espalda no siempre surtían efecto. La maniobra original de Ketchum, que consistía en sostener al atragantado cabeza abajo y sacudirlo vigorosamente, también había fallado en alguna ocasión.

Pero en una ocasión Ketchum se vio obligado a improvisar, y Dominic presenció el hecho, así como el desenlace asombrosamente feliz. Un maderero borracho resultó demasiado agresivo y demasiado grande para que Ketchum lo sacudiera cabeza abajo. Ketchum no conseguía sujetarlo bien y se le caía al suelo una y otra vez, mientras aquel individuo no sólo estaba a punto de morir asfixiado, sino que además intentaba matar a Ketchum.

Ketchum asestó a aquel loco repetidos puñetazos en el abdomen superior, todos ganchos. Tras el cuarto o quinto gancho, el atragantado expectoró un trozo enorme de cordero sin masticar, que había inhalado inadvertidamente.

Con los años, el cocinero había introducido modificaciones en el método improvisado por Ketchum para adaptarlo a su envergadura, que era menor, y a su naturaleza menos violenta. Dominic se situaba detrás del atragantado y pasaba los brazos por debajo de los brazos en agitación de éste. Estrechaba a la víctima en torno al abdomen superior y, con las manos entrelazadas, aplicaba una presión súbita y ascendente justo por debajo de la caja torácica. Esta técnica había surtido efecto en todos los casos.

En la cocina, cuando Dot empezó a agitar los brazos, Dominic, mediante una rápida finta, se situó detrás de ella.

—¡Dios mío, Coci, sálvala! —exclamó May; la crisis de los hijos y nietos pasó momentáneamente a segundo plano en su pensamiento, eso si no la olvidó por completo.

Con la nariz hundida en la caliente y sudorosa nuca de Dot, el cocinero apenas alcanzaba a juntar las manos al rodearla con los brazos. Dot tenía los pechos demasiado grandes y caídos; Dominic debía apartarlos del medio para localizar el punto donde acababa la caja torácica y empezaba el abdomen superior. Pero cuando él, por un breve instante, le tocó los pechos, Dot le cubrió las manos con las suyas y le hincó vigorosamente el trasero en el estómago. En absoluto atragantada, Dot se puso a reír histéricamente; la loca de May y las demás ayudantes de cocina se reían con ella.

—Uy, Coci, ¿cómo sabías que me gusta así? —gimió Dot.

—Siempre había pensado que el Coci era de los que lo hacen por detrás —comentó May con toda naturalidad.

—¡Ay, cachorrillo! —exclamó Dot, restregándose contra el cocinero—. Me encanta cuando dices «Detrás de ti».

Al final Dominic consiguió retirar las manos de sus pechos y la apartó de un ligero empujón.

—Me temo que las prefiere más grandes, Dot —se lamentó May. Un tono malévolo había asomado a su voz; el cocinero lo percibió. Ahora me hará pagar el comentario de los hijos y los nietos, pensaba Dominic—. O quizá las prefiere con la piel más roja —añadió May.

El cocinero no se dignó mirarla; las otras ayudantes de cocina, incluida Dot, habían vuelto la cabeza. May aplanaba el picadillo de cordero con la espátula sobre la plancha en actitud desafiante. Dominic alargó el brazo en torno a May y apagó la plancha. Al pasar por detrás de ella, le rozó la parte baja de la espalda con los dedos.

—Pongámonos en marcha, señoras —ordenó, casi con la misma voz de siempre—. May y tú podéis llevar la comida a los gancheros en las mochilas —indicó el cocinero a Dot—. Los demás iremos en las furgonetas hasta encontrar a los leñadores en la vía de saca. —No dirigió la palabra a May ni la miró.

—¿Dot y yo tenemos que darnos la caminata, pues? —preguntó May.

—Os conviene caminar más —afirmó Dominic, aún sin mirarla—. Caminar os vendrá bien.

—En fin, como he hecho yo los puñeteros bocadillos, bien puedo llevarlos —replicó Dot.

—Coged también el picadillo —dijo el cocinero.

Alguien preguntó si había algún francocanadiense «ultra católico» entre los gancheros, pues quizá Dot y May deberían llevar también un poco de crema de garbanzos al río.

—Yo no pienso llevar crema en la mochila —protestó May.

—Los comehostias pueden sacar el beicon de los bocadillos —sugirió Dot.

—Dudo que haya algún comehostias entre los gancheros —dijo Dominic—. Llevaremos la crema de garbanzos y el estofado de venado a los madereros que están en la vía de saca. Si hay algún católico irritado entre los gancheros, diles que la culpa es mía.

—Claro que les diré que la culpa es tuya, por eso no te preocupes —respondió May. No apartaba la vista del cocinero, pero él no le dirigió la mirada ni una sola vez. Cuando se disponían a marcharse cada uno por su lado, May comentó:

—Soy demasiado grande para que hagas como si no me vieras, Coci.

—Da gracias de que haga como si no te viera —repuso él.

El cocinero no esperaba ver a Ketchum entre los madereros que cargaban los camiones en la vía de saca; incluso lesionado, Ketchum era mejor ganchero que cualquiera de los hombres que en ese momento trabajaban en el río.

—Ese tarado de médico me ha dicho que no me moje la escayola —explicó Ketchum.

—¿Y por qué ibas a mojarte la escayola? —preguntó Dominic—. Nunca te he visto caer.

—Quizás ayer me harté de ver el río, Coci.

—Hay estofado de venado —anunciaba una de las ayudantes de cocina a los madereros.

Se había producido un accidente con uno de los caballos, y otro accidente con el torno accionado mediante tractor. Ketchum dijo que además uno de los francocanadienses había perdido un dedo al desplazar los troncos desde el cargadero.

—Los viernes… ya se sabe —dijo Dominic, como si, a su juicio, los viernes fuesen especialmente propicios para los accidentes entre los tontos—. Hay crema de garbanzos para aquéllos a quienes les preocupa que sea viernes —informó el cocinero.

Ketchum percibió la impaciencia de su viejo amigo.

—¿Qué te pasa, Coci? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ketchum.

—Dot y May han estado incordiando —respondió el cocinero. Le contó a Ketchum lo sucedido, la alusión de May a Jane la Piel Roja inclusive.

—No me lo cuentes a mí; cuéntaselo a Jane —sugirió Ketchum—. Si se lo cuentas, Jane le hará a May un ojete nuevo en el culo.

—Lo sé, Ketchum, y por eso mismo no voy a contárselo.

—Si Jane hubiese visto a Dot agarrándote las manos contra sus tetas, ya le habría hecho un ojete nuevo, Coci.

Eso Dominic Baciagalupo también lo sabía. El mundo era un lugar precario; el cocinero no deseaba conocer los datos estadísticos de cuántos ojetes nuevos se hacían por minuto. En sus tiempos, Ketchum había hecho muchos, y haría unos cuantos más sin darle la mayor importancia.

—Esta noche hay pollo asado, con relleno y patatas gratinadas —anunció Dominic a Ketchum.

Ketchum pareció apenarse al oírlo.

—Tengo una cita —dijo el hombretón—. Mira que perderme el pollo relleno, vaya suerte la mía.

—¿Una cita? —repitió el cocinero con aversión. Nunca consideraba las relaciones de Ketchum, en general con mujeres del salón de baile, como «citas». Y desde hacía un tiempo Ketchum salía con Pam la Seis Jarras. Sabía Dios cuánto podían llegar a beber juntos, pensó Dominic Baciagalupo. Como había salvado la vida a la Seis Jarras, el cocinero sentía debilidad por ella, pero tenía la sensación de que la simpatía no era recíproca; tal vez le guardaba rencor por haberla salvado.

—¿Aún sales con Pam? —preguntó Dominic a su amigo bebedor.

Pero Ketchum no quería hablar de eso.

—Debería preocuparte que May sepa lo tuyo con Jane, Coci. ¿No crees que debería darte que pensar?

Dominic volcó su atención en el lugar donde estaban las ayudantes de cocina, y en lo que hacían; habían instalado una mesa plegable al lado de la vía de saca. Llevaban fogones de propano en el wanigan; los fogones mantenían calientes la crema y el estofado. En la mesa plegable había grandes escudillas y cucharas; los madereros entraban en el wanigan, cada uno con una escudilla y una cuchara en la mano, y las mujeres les servían allí dentro.

—No te veo muy preocupado, Coci —comentó Ketchum—. Si May sabe lo de Jane, lo sabe Dot. Si lo sabe Dot, lo saben todas las mujeres de tu cocina. Lo sé incluso yo, pero a mí me importa una mierda.

—Ya lo sé, y te lo agradezco —contestó Dominic.

—Y hablando de mierda, la duda es: ¿cuánto tiempo tardará en enterarse el alguacil Cari? —preguntó Ketchum. Apoyó la pesada escayola en el hombro del cocinero—. Mírame, Coci. —Con la mano ilesa, Ketchum se señaló la frente: la cicatriz larga y amoratada—. Tengo la cabeza más dura que tú, Coci. No te conviene que el vaquero sepa lo tuyo con Jane, créeme.

¿Con quién has quedado?, estuvo a punto de preguntar Dominic Baciagalupo a su viejo amigo, sólo por cambiar de tema. Pero en realidad el cocinero no deseaba saber a quién se tiraba Ketchum, y menos si no era Pam la Seis Jarras.

Casi todas las noches, y cada vez más, Jane volvía a casa tan tarde que para entonces el alguacil Cari ya estaba fuera de este mundo; y el vaquero no se despertaba hasta después de marcharse ella a trabajar por la mañana. Sólo surgía algún conflicto esporádico, casi siempre cuando Jane volvía a casa demasiado pronto. Pero a la postre incluso un borracho corto de alcances como el alguacil ataría cabos. O una de las ayudantes de cocina le comentaría algo a su marido; los trabajadores de la serrería no tenían por qué apreciar tanto como los gancheros y demás madereros al cocinero y a Jane la Piel Roja.

—Ya capto la idea —dijo el cocinero a Ketchum.

—Joder, Coci —exclamó Ketchum—, ¿sabe Daniel lo tuyo con Jane?

—Pensaba decírselo —contestó Dominic.

—«Pensabas» —repitió Ketchum con sorna—. ¿Eso es como decir que «pensabas» ponerte un condón, o como ponértelo?

—Ya capto la idea —repitió el cocinero.

—A las nueve, el domingo por la mañana —recordó Ketchum. Dominic dedujo, pues, que la cita de Ketchum en cuestión se alargaría dos noches; o sea, sería más bien una farra o, quizás, una parranda.

En Twisted River. si el cocinero hubiese podido ocultarle a su hijo ciertas noches, habrían sido las noches de los sábados, cuando el puterío y los abusos con la bebida eran endémicos en una comunidad que reivindicaba con escasas posibilidades permanecer tan cerca de un río violento, por no hablar ya de la gente, que se ganaba la vida de una manera a todas luces peligrosa y se planteaba la noche del sábado como una licencia merecida.

Dominic Baciagalupo, abstemio y viudo sin propensión al puterío, veía no obstante con actitud comprensiva las diversas formas de autodestrucción en curso que presenciaba una noche de sábado cualquiera. Tal vez el cocinero manifestaba mayor desaprobación por el comportamiento de Ketchum del que mostraría hacia los demás gañanes y granujas de Twisted River. Como Ketchum no era un necio, quizás el cocinero tenía menos paciencia con las necedades de Ketchum, pero para un niño listo de doce años —y Danny era listo además de observador—, la permanente decepción de su padre ante Ketchum parecía esconder algo más que simple impaciencia. Y si Jane la Piel Roja no defendía a Ketchum cuando el cocinero lo reprobaba, el pequeño Dan sí lo hacía.

La noche de ese sábado, cuando posiblemente Ángel ya había llegado a la Presa de la Muerta —donde, dado que las personas flotaban menos que los troncos, el maltrecho cuerpo del muchacho acaso hubiera pasado ya por debajo de la barrera de contención y, en tal caso, el joven canadiense estaría girando en el sentido de las agujas del reloj o en el sentido contrario a las agujas del reloj a la derecha o a la izquierda de la presa principal y el rebosadero—, Danny Baciagalupo ayudaba a su padre a limpiar las mesas una vez servida la cena en el pabellón. Las ayudantes de cocina se habían marchado y habían dejado ahí a Jane la Piel Roja, que restregaba los últimos cacharros mientras esperaba a que concluyesen los ciclos de lavado para meter en las secadoras todos los paños y demás ropa blanca.

Familias enteras iban al pabellón-cocina a cenar los sábados por la noche; algunos hombres llegaban ya borrachos y discutían con sus mujeres, y unas cuantas mujeres (a su vez) la emprendían con sus hijos. Uno de los hombres de la serrería había vomitado en el cuarto de baño, y dos leñadores borrachos habían acudido tarde a cenar; naturalmente, habían insistido en que les sirvieran. Los espaguetis y las albóndigas, que el cocinero ofrecía todos los sábados por la noche —para los niños—, estaban amazacotados y cada vez más fríos, tan por debajo del nivel de Dominic Baciagalupo que éste optó por preparar a esos dos hombres unas plumas con un poco de ricotta y el sempiterno perejil.

—Joder, ¡esto está delicioso! —había declarado uno de los borrachos.

—¿Cómo se llama, Coci? —preguntó el otro leñador mamado.

—Prezzémolo —contestó Dominic, dándose importancia, y los leñadores borrachos saborearon el puro exotismo de la palabra como si fuera otra ronda de cerveza. El cocinero los obligó a repetirla hasta que fueron capaces de pronunciarla correctamente: pret-sé-mo-lo.

Jane estaba irritada; sabía que no había nada más exótico que la palabra italiana para «perejil».

—¡Y eso para dos borrachos que nacieron después de cuentas! —se quejó Jane.

—Si fuera Ketchum, lo dejarías pasar hambre —reprochó Danny a su padre—. Exiges a Ketchum una barbaridad.

Así y todo, los dos borrachos recibieron una cena especial y siguieron después su camino la mar de satisfechos. Danny y su padre y Jane concluían ya las tareas del sábado por la noche cuando el viento que entró por la puerta del comedor, abierta repentinamente de un puntapié, anunció la llegada tardía de alguien más al pabellón.

Desde la cocina, Jane no veía al visitante. En dirección al impetuoso viento procedente de la puerta del comedor, advirtió a voz en cuello:

—¡Llegas tarde! ¡No se sirven más cenas!

—No tengo hambre —contestó Pam la Seis Jarras.

Ciertamente no se adivinaba en el aspecto de Pam el menor amago de hambre; la poca carne que tenía colgaba nacida de sus enormes huesos, y su rostro, enjuto y demacrado, de labios tensos y expresión montaraz, inducía a pensar más en una dieta a base de cerveza que en una propensión a los excesos alimentarios. Aun así, con su estatura y anchura de hombros, podía llevar la camisa de franela de Ketchum sin perderse dentro, y su pelo rubio y lacio, salpicado de mechones grises, se veía limpio pero descuidado, como toda ella. Empuñaba una linterna del tamaño de una porra. (Twisted River no era un pueblo bien iluminado). Ni siquiera las mangas de la camisa de Ketchum le caían demasiado largas.

—Deduzco, pues, que lo has matado y te has quedado con su ropa —comentó el cocinero, observándola con cautela.

—Tampoco yo tengo un nudo en la garganta de la emoción, Coci —respondió Pam.

—Esta vez no, Seis Jarras —vociferó Jane desde la cocina. Danny supuso que las dos mujeres debían de conocerse bastante bien si Jane había reconocido a Pam por la voz.

—¿No es un poco tarde para que una empleada siga aquí? —preguntó Pam al cocinero.

Dominic identificó la peculiar borrachera de la Seis Jarras con una envidia y una nostalgia que lo sorprendieron: la enorme mujer tenía mucho aguante para la cerveza y el whisky, incluso más que Ketchum. Jane había salido de la cocina con una olla para pasta bajo el brazo; el extremo abierto de la olla apuntaba hacia Pam como la boca de un cañón.

El pequeño Dan, en un estado presexual de un tercio de excitación y dos tercios de premonición, recordó el comentario de Ketchum sobre la pérdida de la buena presencia en las mujeres, y sobre cómo los diversos grados de pérdida de dicha buena presencia incidían en el alguacil Cari. Para el niño de doce años, Jane no había perdido aún la buena presencia, no del todo. Conservaba todavía un rostro agraciado, su larga trenza era impresionante, y más deslumbrante resultaba imaginar todo aquel pelo negro azabache cuando se soltaba la trenza. Aparte de aquellos fabulosos pechos.

Aun así, ver a Pam la Seis Jarras perturbó a Danny de un modo distinto pero análogo: era tan bien parecida (en la categoría de persona de aspecto fuerte) como un hombre, y lo que tenía de femenino asomaba en su forma más primaria —se había puesto con total desempacho la camisa de Ketchum sin sujetador, de modo que sus pechos sueltos daban volumen a la camisa—, y de pronto miró alternativamente a Jane y a Danny, y luego fijó la vista en el cocinero con el audaz pero nervioso arrojo propio de una chiquilla.

—Necesito tu ayuda con Ketchum, Coci —dijo Pam.

Dominic temió que Ketchum hubiese sufrido un infarto o algo peor; confió en que Pam la Seis Jarras ahorrase al pequeño Daniel los detalles escabrosos.

—Ya te ayudaré yo con Ketchum —se ofreció Jane la Piel Roja—. Se habrá desmayado en algún sitio, supongo. Si es así, a mí me será más fácil que al Coci cargar con él.

—Se ha desmayado en el váter, desnudo, y sólo tengo un váter —dijo Pam a Dominic, sin mirar a Jane.

—Espero que sólo estuviera leyendo —contestó el cocinero.

Por lo visto, Ketchum seguía abriéndose paso con tenacidad en la biblioteca de Dominic Baciagalupo, formada en realidad por los libros de la madre de Dominic y las adoradas novelas de Rosie. Para haber dejado el colegio cuando no tenía siquiera la edad de Danny, Ketchum leía los libros que se llevaba prestados con una determinación rayana en el delirio. Devolvía los libros al cocinero con palabras resaltadas mediante círculos en casi todas las páginas; no párrafos subrayados, ni siquiera frases enteras, sino únicamente palabras aisladas. (Danny se preguntaba si su madre habría enseñado a Ketchum a leer así). En una ocasión el pequeño Dan había hecho una lista con las palabras marcadas por Ketchum en el ejemplar de su madre de La letra escarlata de Hawthorne. En conjunto las palabras no tenían el menor sentido.

simbolizar

azotes

sexo

malhechoras

punzada

seno

bordado

retorcerse

ignominioso

matrona

trémulo

castigo

salvación

quejumbroso

lamentos

poseída

malnacido

inmaculada

íntimo

represalia

amada

mancilla

pavoroso

¡Y éstas eran sólo las palabras que Ketchum había marcado en el primer capítulo!

—¿En qué crees que estaría pensando? —había preguntado Danny a su padre.

El cocinero se había mordido la lengua, aunque no le fue fácil resistir la tentación de contestar. Sin duda «sexo» y «seno» rondaban a Ketchum por la cabeza; en cuanto a «malhechoras», Ketchum había conocido a más de una (¡Pam la Seis Jarras entre ellas!). Por lo que se refería a «amada», el propio Dominic Baciagalupo era una autoridad en mayor medida de lo que él deseaba… ¡Qué demonios le importaba a él lo que Ketchum entendiera por eso! Y respecto a «azotes» y «retorcerse» —por no hablar ya de «lamentos», «malnacido», «mancilla» y «pavoroso»—, el cocinero no sentía el menor deseo de investigar el lascivo interés de Ketchum en tales palabras.

Los términos «matrona», «inmaculada», «íntimo» y, sobre todo, «simboliza» le sorprendían un poco; y nunca habría imaginado que Ketchum se detuviese mucho a pensar en los significados de «bordado», «ignominioso», «trémulo» o «quejumbroso». El cocinero consideraba que «represalia» (en especial la parte correspondiente al «castigo») estaba muy en consonancia con su viejo amigo, en igual medida que el factor de la «posesión», porque sin duda Ketchum era un poseso, tanto es así que el elemento de la «salvación» parecía en extremo improbable. (Y si Ketchum sentía con frecuencia una «punzada», ¿por quién o por qué era la punzada en cuestión?, se preguntaba Dominic).

—Puede que sean sólo palabras —había argumentado el pequeño Dan.

—¿A qué te refieres, Daniel?

¿Intentaba Ketchum mejorar su vocabulario? Para un hombre sin estudios, hablaba muy bien, ¡y no paraba de pedir libros!

—Es una lista de palabras más bien raras, la mayoría —había aventurado Danny.

Sí, coincidió el cocinero, excluyendo «sexo» y «seno», y tal vez «punzada».

—Yo sólo sé —decía Pam la Seis Jarras— que yo estaba leyéndole en voz alta, y de repente ha cogido el puto libro y se ha metido en el baño. Y allí se ha desmayado. Ha quedado encajonado en el rincón, pero sigue en el váter —añadió.

Dominic prefería no saber nada en cuanto a eso de la lectura en voz alta. Su imagen de las mujeres que Ketchum sacaba del salón de baile no incluía el interés o la curiosidad literaria; la impresión del cocinero era que Ketchum rara vez hablaba con esas mujeres, ni las escuchaba. Pero Dominic había preguntado a Ketchum (no muy sinceramente) qué hacía a modo de «juego previo».

Para considerable sorpresa del cocinero, Ketchum había contestado: «Les pido que me lean. Así me voy entonando».

«Entonándote para irte con el libro al baño y perder el conocimiento», pensaba ahora Dominic con ironía. El cocinero sospechaba asimismo que el nivel de alfabetización de las mujeres que encontraba Ketchum en el salón de baile no era muy alto. ¿Cómo averiguaba Ketchum qué mujeres sabían leer? ¿Y cuál era el libro con el que se había desentonado en compañía de Pam la Seis Jarras? (Muy posiblemente Ketchum había tenido necesidad de ir al cuarto de baño, sin más). Jane la Piel Roja había entrado en la cocina y regresaba en ese momento con una linterna.

—Para que encuentres el camino de vuelta —dijo a Dominic entregándosela—. Yo me quedaré con Danny y lo mandaré a la cama.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó el niño a su padre—. Podría ayudarte con Ketchum.

—Mi casa no es muy apta para niños, Danny —terció Pam.

Esa idea requería en sí misma una aclaración, pero el cocinero se limitó a decir:

—Tú quédate aquí con Jane, Daniel. —Más para Jane que para su hijo, añadió—: Enseguida vuelvo.

Pero la lavaplatos india ya había regresado a la cocina.

Desde el piso de arriba del pabellón-cocina, donde estaban los dormitorios, se disfrutaba de una vista parcial del remanso del río y de una vista mejor del pueblo por encima del remanso. Pero de noche reinaba tal oscuridad en el pueblo que, desde el lejano pabellón-cocina, uno tenía escasa noción de las actividades que se desarrollaban en las diversas cantinas y fondas; Danny y la Piel Roja tampoco oían la música del salón de baile, donde nadie bailaba.

El niño y la lavaplatos india se habían quedado un rato observando las dos linternas camino del pueblo. La luz oscilante del cocinero se identificaba con facilidad por la cojera, y por la menor longitud de sus pasos, ya que por cada zancada de Pam la Seis Jarras Dominic tenía que dar dos pasos para no rezagarse. (La conversación de ambos era lo que quizá Jane habría deseado oír; y a Ketchum desnudo en el váter, lo que Danny, sin lugar a dudas, habría querido ver). Pero pronto las luces de las linternas se perdieron de vista en la bruma que envolvía el remanso y entre las luces más tenues del pueblo.

—No tardará en volver —dijo el niño de doce años, porque debió de intuir que esa esperanza albergaba Jane. Como única respuesta, ella abrió la cama en la habitación de su padre; también encendió la lámpara de la mesilla de noche.

Al salir detrás de ella al pasillo del piso de arriba, Danny la vio tocar la sartén de hierro colado de veinte centímetros antes de abandonar la habitación. Colgada a la altura del hombro de su padre, la sartén quedaba a la altura del pecho de Jane la Piel Roja; Daniel la tenía al nivel de los ojos y, al pasar por su lado, la tocó también.

—¿Estás pensando en sacudirle a un oso? —preguntó Jane al niño.

—Seguro que eras tú quien lo estaba pensando —contestó el niño.

—Ve a lavarte los dientes y demás —ordenó ella.

El niño entró en el cuarto de baño que compartía con su padre. Cuando Danny se puso el pijama y estuvo listo para acostarse, Jane entró en su habitación y se sentó en la cama junto a él.

—Nunca te he visto deshacerte la trenza —comentó el niño—. Me gustaría saber cómo estás con el pelo suelto.

—Eres demasiado joven para verme con el pelo suelto —dijo Jane—. ¿Y si te matara del susto? No querría llevar ese peso sobre mi conciencia. —El niño advirtió la expresión burlona de su mirada bajo la visera de la gorra de los Indios de Cleveland.

Se oyeron voces en el pueblo y después otras voces como respuesta, o acaso fue el eco de las primeras voces procedente del cercano remanso, sin embargo, no se pudo distinguir las palabras, y si hubo alguna disputa en relación con aquello, o voces posteriores, se las llevó el viento.

—Los sábados por la noche son peligrosos en el pueblo, ¿verdad? —preguntó Danny a Jane la Piel Roja.

—Conozco a un fulano cojo y bajito…, a lo mejor sabes a quién me refiero… Ése siempre anda diciendo que éste es «un mundo de accidentes». A lo mejor eso te suena —dijo Jane. Furtivamente, había deslizado su enorme mano bajo las mantas y encontrado la axila de Danny, donde el niño más cosquillas tenía, como bien sabía ella.

—¡Sí, sé a quién te refieres! —exclamó el niño de doce años—. ¡Cosquillas no!

—Y los sábados por la noche hay más accidentes —prosiguió Jane, sin hacerle cosquillas pero dejando la mano en la axila—. Aun así, nadie va a meterse con tu padre, no mientras esté con él la Seis Jarras.

—Pero luego volverá a casa solo —señaló el niño.

—No te preocupes por tu padre, Danny —insistió Jane; retiró la mano de su axila y le remetió las mantas.

—¿Tú podrías con la Seis Jarras? —preguntó Danny. Ésa era una de las preguntas preferidas de Danny Baciagalupo; siempre preguntaba a Jane la Piel Roja si «podría» con tal o cual persona, lo que en Ketchum habría equivalido a hacerle un ojete nuevo a un adversario real o hipotético. ¿Podría Jane con Henri Thibeault, o con La Fleur Sin Dedos, o con los hermanos Beaudette, o con los gemelos Beebe? ¿Y con Scotty Fernald, Earl Dinsmore, Charlie Clough y Frank Bemis?

Por lo regular, Jane la Piel Roja contestaba: «Supongo que sí». (Una vez que Danny le preguntó si podría con Ketchum, contestó: «Si estuviera muy borracho, a lo mejor»). Pero siendo el rival imaginario Pam la Seis Jarras, Jane vaciló. Danny no la había visto vacilar casi nunca.

—Pam la Seis Jarras es un alma en pena —respondió Jane por fin.

—Pero ¿podrías con ella? —insistió el pequeño Dan. Jane se inclinó sobre el niño después de ponerse en pie y, estrujándole los hombros con sus fuertes manos, le dio un beso en la frente.

—Supongo que sí —dijo Jane la Piel Roja.

—¿Por qué no llevaba sujetador la Seis Jarras? —preguntó Danny.

—Según parece, se ha vestido con prisas —contestó Jane; le lanzó otro beso desde la puerta de la habitación y la dejó entornada al salir. Para Danny, la luz del pasillo cumplía la función de lámpara nocturna desde sus primeros recuerdos.

Por efecto del viento, oyó sacudirse la puerta exterior de la cocina, mal encajada; cuando el viento tiraba de la molesta puerta, siempre se producía ese traqueteo. El niño de doce años sabía que no era su padre de regreso, ni otro visitante nocturno.

—¡Es sólo el viento! —aclaró a voz en grito Jane la Piel Roja, ya al final del pasillo. Sabía que el niño, desde que conocía la historia del oso, tenía miedo a los intrusos.

Jane siempre dejaba abajo los zapatos o las botas y subía descalza. Si hubiese bajado, Danny habría oído crujir la escalera bajo su peso, pero Jane debía de haberse quedado arriba, tan silenciosa, yendo descalza, como un animal nocturno. Después el pequeño Daniel oyó correr el agua en el cuarto de baño. Se preguntó si su padre habría vuelto a casa, pero el niño tenía demasiado sueño para levantarse e ir a verlo. Danny se quedó escuchando el viento y el omnipresente rumor del río. Cuando alguien volvió a darle un beso en la frente, el niño de doce años dormía tan profundamente que no supo si era su padre o Jane la Piel Roja, o si soñaba que le daban un beso y era Pam la Seis Jarras quien lo besaba.

Mientras cruzaba el pueblo a buen paso —con el cocinero renqueando detrás de ella como un perro fiel aunque lisiado—, Pam ofrecía una imagen tan imponente y resuelta que difícilmente habría suscitado en alguien el sueño de besarla o de ser besado por ella. El cocinero desde luego no soñaba nada por el estilo, no de manera consciente.

—Más despacio, Seis Jarras —dijo Dominic, pero o el viento se llevó sus palabras, o Pam avivó el paso adrede.

Frente a la serrería, el viento abría brechas en la torre de serrín, de una altura equivalente a tres pisos, y el polvo les entraba en los ojos. El serrín era muy inflamable, cosa que Ketchum definía como un «infierno en potencia», sobre todo en esa época del año. Los camiones no se llevarían del pueblo la pila acumulada a lo largo de todo el invierno hasta que las vías de saca se endurecieran al final de la temporada del barro; sólo entonces se llevarían los camiones el serrín y lo venderían a los granjeros del valle del Androscoggin. (Dentro de la serrería había más, naturalmente). Un incendio en la serrería, y ardería todo el pueblo; ni siquiera quedaría indemne el pabellón-cocina, en lo alto del promontorio más cercano al recodo del río, porque el promontorio y el pabellón-cocina se hallaban en el punto más expuesto al viento. Las ascuas más grandes y vivas ascenderían cuesta arriba desde el pueblo hasta el pabellón-cocina.

Con todo, el edificio exigido por el cocinero era el más sólido del poblado de Twisted River. Las fondas y las cantinas —incluso la propia serrería y el llamado salón de baile— no eran más que yesca para el incendio del serrín que imaginaba Ketchum en sus agoreros sueños de calamidades inminentes.

Era muy posible que incluso en esos momentos Ketchum estuviera soñando en el váter. O eso pensaba Dominic Baciagalupo mientras se afanaba por mantener el paso de Pam la Seis Jarras. Dejaron atrás el bar junto a la fonda preferida de los temporeros francocanadienses. En la calleja embarrada contigua al salón de baile había un tractor de arrastre a vapor Lombard de 1912; llevaba tanto tiempo allí que el salón de baile había sido derribado y reconstruido alrededor de él. (Desde los años treinta se empleaban tractores con motor de gasolina para arrastrar los trineos cargados de troncos). Si el pueblo se incendiaba, pensaba Dominic, tal vez el viejo arrastrador Lombard fuera lo único que quedara intacto entre los escombros. Para sorpresa del cocinero, cuando contempló el Lombard vio a los hermanos Beaudette, dormidos o muertos, en el asiento delantero, por encima de los patines. Tal vez los habían expulsado del salón de baile y se habían desmayado (o los habían depositado) allí.

Dominic aminoró la marcha al pasar junto a los hermanos desplomados, pero Pam, que también los había visto, no pensaba detenerse.

—No se congelarán: ni siquiera nieva —dijo la Seis Jarras.

Delante de la siguiente cantina, cuatro o cinco hombres se habían congregado para presenciar una apática pelea. Earl Dinsmore y uno de los gemelos Beebe llevaban tanto rato a la brega que habían agotado ya sus mejores puñetazos, o acaso ya de entrada estuvieran demasiado ebrios para la pelea. Parecían incapaces de hacerse daño, al menos intencionadamente. El otro gemelo Beebe, por aburrimiento o por la vergüenza ajena de ver a su hermano, de pronto se enzarzó con Charlie Clough. Al pasar junto a ellos, Pam la Seis Jarras derribó a Charlie de una trompada; a continuación tumbó a Earl Dinsmore de un golpe de antebrazo en la oreja, con lo que los gemelos Beebe se quedaron mirándose sin saber qué hacer, tomando conciencia poco a poco de que no tenían a nadie con quien batirse, a menos que osaran probar suerte con Pam.

—Es el Coci, y va con la Seis Jarras —observó La Fleur Sin Dedos.

—Me asombra que aún nos distingas —comentó Pam, y lo apartó de un empujón.

Llegaron a las casas adosadas con azotea: allí estaba la fonda más nueva, donde se alojaban los camioneros y los operarios de los cabrestantes. Como decía Ketchum, cualquier contratista capaz de construir edificios de dos plantas con azotea en el norte de New Hampshire era un tarado de tal magnitud que no debía ni saber cuántos ojetes tenía en el culo un ser humano. Justo en ese momento se abrió de pronto la puerta del salón de baile a causa del viento (o de un empujón) y oyeron la patética música: Perry Como cantando Don’t Let the Stars Get in Your Eyes.

Una escalera exterior conducía al piso superior de la casa más cercana. Pam se volvió y agarrando a Dominic de la manga, tiró de él.

—Cuidado con el penúltimo peldaño, Coci —previno, llevándolo a rastras escalera arriba.

Con su cojera, las escaleras nunca se le habían dado bien, y menos al paso que le imponía la Seis Jarras. Faltaba el penúltimo peldaño. El cocinero tropezó, cayó hacia delante y se apoyó en la ancha espalda de Pam para no perder el equilibrio. Ella se limitó a darse media vuelta, cogerlo por debajo de los brazos y auparlo hasta el último peldaño, maniobra en la que él se golpeó el puente de la nariz contra la clavícula de Pam. El cocinero percibió un aroma femenino en su cuello, aunque no de perfume precisamente; pero lo desorientaron los olores masculinos adheridos a la camisa de franela de Ketchum.

En lo alto de la escalera se oía con mayor claridad la música del salón de baile: Patti Page cantando (How Much Is). That Doggie in the Window? Con razón ya nadie baila, pensó Dominic Baciagalupo en el preciso instante en que la Seis Jarras agachó el hombro y abrió la puerta de un empujón.

—Joder, detesto esa canción —decía ella a la vez que arrastraba al cocinero al interior—. ¡Ketchum! —vociferó, pero no hubo respuesta. Gracias a Dios, la horrenda música cesó en cuanto Pam cerró la puerta.

El cocinero no alcanzó a entender dónde terminaba la cocina, en la que acababan de entrar, y dónde empezaba el dormitorio: cazos, sartenes y botellas dispuestos sin ton ni son daban paso a prendas de ropa interior esparcidas y a la descomunal cama revuelta, siendo la única iluminación el resplandor procedente de un acuario verdoso. ¿Quién habría pensado que Pam la Seis Jarras era aficionada a los peces o, de hecho, a los animales de compañía de cualquier especie? (Si es que eran peces lo que había en el acuario… Dominic no vio moverse nada entre las algas. Quizá la Seis Jarras era aficionada a las algas). Se adentraron como pudieron en el dormitorio; incluso sin cojera, tenía su complicación circundar la enorme cama. Y si bien Dominic podía imaginar fácilmente la apurada situación y el bochornoso emplazamiento elegido por Ketchum para desplomarse, y por qué debido a eso Pam se había visto obligada a vestirse deprisa y corriendo, sin sujetador, el hecho es que, de camino al cuarto de baño, pasaron junto a tres sujetadores, quedando a mano cualquiera de ellos, incluso en un momento de máxima precipitación.

De pronto la Seis Jarras se rascó el pecho por debajo de la camisa de franela de Ketchum. A Dominic no le preocupó de inmediato que estuviera acariciándose de manera insinuante, o coqueteando con él de algún modo; era un gesto tan espontáneo como la trompada con que había derribado a Charlie y lo había dejado tirado en el barro, o el improvisado golpe de antebrazo en la oreja con que había tumbado a Earl Dinsmore. El cocinero sabía que si la Seis Jarras se propusiese insinuar algo, sería mucho menos ambigua al respecto y no se limitaría a tocarse el pecho como de pasada. Además, la camisa de franela de Ketchum, en contacto con la piel desnuda, debía de picarle.

Encontraron a Ketchum en el váter, más o menos como Pam debía de haberlo descubierto: con el libro en rústica que estaba leyendo abierto sobre uno de los muslos desnudos, inmovilizado por la escayola, y las dos rodillas muy separadas. Hilos de sangre de vivo color rojo se propagaban por el agua del inodoro, como si Ketchum estuviese desangrándose lentamente.

—¡Tiene que ser una hemorragia interna! —exclamó la Seis Jarras, pero el cocinero advirtió que a Ketchum se le había caído al váter una pluma con tinta roja; debía de haberla usado para trazar círculos en torno a ciertas palabras—. Ya he tirado de la cadena antes de irme —decía Pam mientras Dominic se remangaba la camisa y (alargando el brazo entre las rodillas de Ketchum) sacaba la pluma de la taza del váter. A continuación volvió a tirar de la cadena. Dominic se lavó las manos a la par que enjuagaba la pluma bajo el grifo y después se secó con una toalla.

Únicamente entonces se fijó en la erección de Ketchum. Quizá debido a una de sus más fervientes esperanzas —esto es, no ver nunca una erección de Ketchum—, el cocinero había pasado por alto en un principio algo tan obvio. Como es natural, la Seis Jarras no lo había pasado por alto.

—En fin, a mí me gustaría saber qué piensa hacer él con esto —decía a la vez que sujetaba a Ketchum por debajo de sus robustos brazos. Consiguió erguirlo un poco más en el asiento del váter y liberarlo del anterior encajonamiento—. Si lo coges por los tobillos, Coci, yo me las arreglo con el resto.

El libro, que estuvo a punto de seguir el mismo camino que la pluma y caer al váter, resbaló del muslo de Ketchum y fue a parar al suelo. Era El idiota de Dostoievski, advirtió, sorprendido, Dominic Baciagalupo, a quien sin embargo no asombraba tanto la circunstancia de que Ketchum se hubiese desmayado con la novela sentado en un váter (o en otro sitio) como imaginar a la Seis Jarras leyendo en voz alta a Ketchum desde la gigantesca cama bañada en un resplandor verde. Dominic pronunció instintivamente el título del libro, y Pam lo malinterpretó.

—Que si es idiota… ¡A mí me lo vas a contar! —exclamó.

—¿Qué te ha parecido el libro? —preguntó el cocinero mientras sacaban a Ketchum en volandas del baño; al cruzar la puerta abierta se las arreglaron, a saber cómo, para golpearle la cabeza contra el pomo. La escayola de Ketchum iba rozando el suelo.

—Va de unos rusos de mierda —contestó la Seis Jarras con desprecio—. No prestaba mucha atención a la historia, sólo se la leía a él.

Con el golpe que le habían dado de refilón en la cabeza, Ketchum no se había despertado, pero, por lo visto, sí le sirvió de invitación para empezar a hablar.

—En cuanto a esa clase de tugurios donde sólo con mirar a la cara a un pedazo de capullo hipersensible puedes meterte hasta el cuello en un buen lío, nunca ha habido en el centro de Berlin nada comparable al Hell’s Half Acre de Bangor, al menos que yo sepa —dijo Ketchum, con su erección tan empinada y digna de atención como una veleta.

—¿Qué sabes tú de Maine? —le preguntó Pam, como si Ketchum estuviera consciente y la entendiera.

—Yo no maté a Pinette. ¡Eso no pudieron endosármelo! —declaró Ketchum—. Ése no era mi martillo marcador.

Habían encontrado a Pinette el Suertudo asesinado en su cama, en la vieja Boom House a orillas del Androscoggin, a unos tres kilómetros al norte de Milán. Le habían aplastado la cabeza con un martillo marcador, y según algunos gancheros, el Suertudo había discutido esa misma tarde con Ketchum en los canales de clasificación. Se supo que Ketchum, como siempre por entonces, había pasado la noche en la Umbagog House de Errol, con una mujer de pocas luces que trabajaba allí en la cocina. Jamás aparecieron el martillo marcador con el que se golpeó repetidamente a Pinette (estampándole la letra «H» en la frente) ni el martillo de Ketchum.

—¿Quién mató al Suertudo, pues? —preguntó la Seis Jarras a Ketchum mientras ella y Dominic lo dejaban en la cama, donde el pene en permanente erección del ganchero tembló ante ellos como el asta de una bandera en medio de un viento huracanado.

—Seguro que fue Bergeron —contestó Ketchum—. Él tenía un martillo marcador como el mío.

—¡Y Bergeron no estaba tirándose a una retrasada de Errol! —contestó Pam.

Con los ojos aún cerrados, Ketchum amagó una sonrisa. El cocinero aguantó el impulso de volver al cuarto de baño y mirar qué palabras había marcado Ketchum en El idiota, cualquier cosa con tal de alejarse de la imponente erección de su viejo amigo.

—¿Estás despierto o qué? —preguntó Dominic a Ketchum, que parecía haber perdido otra vez el conocimiento por completo, o bien se imaginaba como uno de los pasajeros de un vagón de tercera en el tren de Varsovia a San Petersburgo, porque Ketchum había cogido prestado El idiota en fecha reciente, y el cocinero consideró improbable que la Seis Jarras hubiera avanzado mucho en el primer capítulo antes de que el episodio del desmayo en el váter interrumpiese lo que Ketchum presentaba como su «juego previo» preferido.

—Bueno, creo que me vuelvo a casa —anunció Dominic cuando por fin la menguante erección de Ketchum pareció señalar el final de la diversión por esa velada. Aunque tal vez no para Pam: de cara al cocinero, empezó a desabrocharse la camisa prestada.

He ahí la insinuación, pensó Dominic Baciagalupo. Quedaba sólo un exiguo espacio entre los pies de la cama y la pared del dormitorio, y la Seis Jarras le cortaba el paso; para esquivarla, el cocinero tendría que pasar por encima de la cama, y de Ketchum.

—Vamos, Coci —dijo Pam—. Enséñame qué tienes ahí. —Lanzó a la cama la camisa de franela, que cubrió el rostro de Ketchum pero no su erección caída.

—Era sólo medio retrasada —masculló Ketchum desde debajo de la camisa—, y no era de Errol; nació en Dixville Notch. —Debía de referirse a la empleada de cocina de la Umbagog House, la mujer que se estaba tirando la noche que mataron a martillazos a Pinette el Suertudo en la vieja Boom House a orillas del Androscoggin. (Quizá fuese una simple coincidencia que ni el martillo marcador de Ketchum ni el arma homicida se encontraran jamás). La Seis Jarras agarró con vehemencia al cocinero por los hombros y lo obligó a hundir la cara entre sus pechos; en eso ya no había ambigüedades. Lo que él le aplicó fue una media maniobra de Heimlich zafándose por debajo de sus brazos para situarse a sus espaldas y entrelazar las manos en torno a su caja torácica, bajo los bonitos pechos. Con la nariz dolorosamente aplastada entre los omóplatos de Pam, Dominic dijo:

—No puedo hacerlo, Seis Jarras; Ketchum es amigo mío.

Ella se desprendió de él sin mayor problema; con el codo duro y alargado le asestó un golpe en la boca y le partió el labio inferior. Luego lo inmovilizó apresándole la cabeza, medio asfixiándolo, entre la axila y la suave piel lateral del pecho.

—Tú no eres amigo suyo si le permites ir a buscar a Ángel. Está deshecho por ese condenado chico, Coci —dijo Pam—. Si le permites ver el cuerpo de ese chico, o lo que queda de él, no eres amigo de Ketchum.

Rodaban por la cama junto a la cara tapada y el cuerpo desnudo e inmóvil de Ketchum. El cocinero no podía respirar. Alargó el brazo por encima del hombro de la Seis Jarras y le dio un puñetazo en la oreja, pero ella, impertérrita, se colocó encima oprimiéndole el pecho con todo su peso; le había inmovilizado totalmente la cabeza y el cuello, así como el brazo derecho. Lo único que el cocinero podía hacer era recurrir de nuevo a su torpe gancho de izquierda; la alcanzó con el puño en el pómulo, la nariz, la sien y otra vez la oreja.

—Joder, Coci, peleando das pena —dijo la Seis Jarras con desprecio. Se apartó de él y lo soltó. Dominic Baciagalupo se recordaría a sí mismo allí tendido, con el pecho agitado, junto a su amigo que roncaba. La espectral luz verde del acuario iluminaba al cocinero jadeante; quizás en el agua turbia de la pe cera los peces invisibles se reían de él. Pam había cogido un sujetador y se lo ponía de espaldas al cocinero.

—Lo mínimo que podrías hacer es llevarte a Danny antes de la hora a la que habéis quedado con Ketchum. Buscad el cuerpo de Ángel antes de que llegue Ketchum. ¡Pero por nada del mundo le permitas ver a ese chico! —vociferó Pam.

Ketchum se quitó la camisa de la cara y fijó la mirada en el techo, sin verlo; el cocinero se incorporó a su lado. Pam se había puesto el sujetador y forcejeaba airadamente con una camiseta. Dominic también se acordaría de eso: los vaqueros desabrochados de la Seis Jarras, caídos sobre las caderas anchas pero huesudas, y la bragueta abierta, a través de la cual alcanzó a ver un asomo de vello púbico rubio. Se había dado prisa en vestirse, eso desde luego, y seguía con prisas.

—Vete, Coci —ordenó. Él lanzó una mirada a Ketchum, que había cerrado los ojos y se cubría la cara con la escayola—. ¿Acaso Ketchum te permitió ver a tu mujer cuando la encontró? —preguntó Pam al cocinero.

Dominic Baciagalupo intentaría olvidar esa parte: cuando se levantó de la cama y la Seis Jarras le impidió el paso.

—Contéstame —exigió ella.

—No, Ketchum no me permitió verla.

—Pues Ketchum se comportó como un amigo —dijo Pam, y dejó pasar al cocinero por su lado en dirección a la puerta, en la cocina—. Cuidado con el peldaño, el segundo empezando por arriba —le recordó.

—Deberías pedirle a Ketchum que te arregle ese peldaño —sugirió Dominic.

—Fue Ketchum quien quitó el peldaño… para oír si alguien sube o baja disimuladamente por la escalera —informó la Seis Jarras al cocinero.

No cabía duda de que Ketchum debía tomar ciertas precauciones, pensaba Dominic mientras cruzaba la puerta. Allí lo esperaba el peldaño desaparecido: pasó por encima con cuidado. En la escalera lo asaltó la deprimente música. Teresa Brewer cantaba Tul I Waltz Again With You cuando el viento abrió de par en par la puerta que el cocinero creía haber cerrado.

—¡Mierda! —oyó exclamar a Pam.

El viento o la música del salón de baile reanimaron momentáneamente a Ketchum, lo justo para que el ganchero hiciera un último comentario antes de que la Seis Jarras cerrase de un portazo.

—Se te acabó la suerte, ¿eh, puto Suertudo? —preguntó Ketchum a la ventosa noche.

«Pobre Pinette», pensaba Dominic Baciagalupo. Quizá Pinette el Suertudo no estuviese ya en situación de oír la pregunta… Es decir, la primera vez que Ketchum se la hizo, si es que realmente se la había hecho. (Ahora ya no estaba en situación de oír nada, eso por descontado). El cocinero eludió los cochambrosos bares de las fondas con sus letreros rotos e incompletos.

P OHIBIDA LA E TRADA A MENO ES, proclamaba el neón con su parpadeo.

TERCERA CERVEZA GRAT S, proclamaba otro cartel, también parpadeante.

Al dejar atrás los anuncios de neón, Dominic cayó en la cuenta de que se había olvidado la linterna. Estaba casi seguro de que la Seis Jarras no lo recibiría cordialmente si regresaba a por ella. El cocinero percibió el sabor de la sangre en el labio partido antes de llevarse la mano a la boca y verse los dedos manchados de rojo. Pero la iluminación existente en Twisted River era escasa, y escaseaba cada vez más. De pronto se cerró la puerta del salón de baile a causa del viento (o de un tirón), y obligó a callar a Teresa Brewer tan repentinamente como si la Seis Jarras hubiese agarrado con ambas manos a la cantante por el grácil cuello. Cuando volvió a abrirse la puerta del salón de baile a causa del viento (o de una patada), Tony Bennett entonaba con voz arrulladora Rags to Riches. Dominic no dudó ni por un momento que la eterna violencia de aquel pueblo era engendrada en parte por esa música irredimible.

Delante de la cantina donde los gemelos Beebe peleaban hacía un rato no se advertía ya ni rastro de reyerta; Charlie Clough y Earl Dinsmore habían conseguido levantarse del barro. Los hermanos Beaudette, asesinados o inconscientes, se habían marchado (o habían sido retirados) del viejo arrastrador Lombard instalado permanentemente en la calleja contigua al salón de baile, al que sobreviviría casi con toda certeza.

Dominic Baciagalupo ascendió por la tortuosa cuesta en la oscuridad, donde su cojera podría haberse confundido fácilmente con el andar inestable de un borracho. Frente al bar cercano a la fonda frecuentada sobre todo por temporeros francocanadienses, una reconocible silueta surgió tambaleándose de las sombras en dirección a Dominic, pero antes de que el cocinero estuviera seguro de que era el alguacil Cari, lo cegó la luz de la linterna.

—¡Alto ahí! Eso significa «Stop». Arréte, si eres un puto francés —ordenó el vaquero.

—Buenas noches, alguacil —saludó Dominic, entornando los ojos ante la luz. El haz de la linterna y el serrín arrastrado por el viento lo incomodaban.

—Se te ha hecho un poco tarde, Coci. y estás sangrando —observó el alguacil.

—He ido a ver cómo estaba un amigo mío —contestó el cocinero.

—El que te ha pegado no era amigo tuyo —dijo el vaquero, acercándose.

—Me he olvidado la linterna y he tropezado con algo, Cari.

—Por ejemplo con una rodilla… o a lo mejor con un codo —aventuró el alguacil Cari; y casi rozó el labio inferior ensangrentado de Dominic con la linterna. El cocinero percibió el olor a whisky con cerveza en el fétido aliento del alguacil tan claramente como el escozor que le causaba en la cara el serrín.

Quiso la suerte que alguien subiera el volumen de la música en el salón de baile, donde la virtual puerta de vaivén volvió a abrirse de par en par —Doris Day cantando Secret Love—, mientras los dos amantes de Jane la Piel Roja se hallaban allí cara a cara, el vaquero borracho examinando pacientemente la herida en el labio del cocinero sobrio. En ese preciso instante la fonda preferida de los temporeros francocanadienses vomitó sin contemplaciones a una de las desventuradas almas de la noche. El joven Lucien Charest, gimiendo como un cachorro de coyote, salió despedido, sin ropa, y fue a caer a cuatro patas en medio de la calle embarrada. El alguacil enfocó con la linterna al francés asustado.

En ese momento, tras cerrarse la puerta del salón de baile y acallar a Doris Day —con la misma brusquedad con que la indiscriminada puerta había lanzado Secret Love a la noche—, reinó un silencio sepulcral, y tanto Dominic Baciagalupo como Lucien Charest oyeron con toda nitidez el chasquido del absurdo Cok 45 del alguacil Cari al amartillarlo, semejante al crujido de un nudillo.

—Por Dios, Cari, no… —decía Dominic mientras el alguacil fijaba la mira en el joven francés.

—¡Mueve ese culo francés desnudo y entra ahí donde te corresponde! —bramó el alguacil—. ¡Antes de que te vuele los huevos y de paso el pito!

A cuatro patas, Lucien Charest se meó allí mismo, y el charco de orina se extendió en torno a sus rodillas embarradas. El francés se dio media vuelta y, todavía a cuatro patas, correteó como un perro hacia la fonda, donde los bromistas que lo habían echado lo acogieron ahora en la puerta como si su vida dependiera de ello. (Y probablemente así era). A las exclamaciones de «¡Lucien!», siguió un galimatías en francés, demasiado atropellado e histérico para que lo entendiesen el cocinero o el alguacil. Cuando Charest volvió a estar sano y salvo dentro de la fonda, el alguacil Cari apagó la linterna. El ridículo Colt 45 seguía amartillado; el cocinero observó perplejo cómo el vaquero desamartillaba lentamente el arma manteniéndola apuntada hacia la rodilla de la pierna ilesa de Dominic Baciagalupo.

—¿Quieres que te acompañe a casa, pequeño Coci? —preguntó Cari.

—No hace falta —contestó Dominic. Los dos distinguían las luces del pabellón-cocina en lo alto de la cuesta que nacía en el extremo del pueblo cercano al remanso del río.

—Veo que esta noche has hecho trabajar otra vez hasta tarde a mi querida Jane —comentó el alguacil. Sin dar tiempo al cocinero a buscar una respuesta cauta, Cari añadió:

—¿No tiene ya ese hijo tuyo edad de sobra para irse a la cama él sólito?

—Daniel sí tiene edad de sobra —contestó Dominic—. Pero no me gusta dejarlo solo de noche, y quiere a Jane una barbaridad.

—Ya somos dos —repuso el alguacil Cari, y escupió.

«¡Ya somos tres!», pensaba Dominic Baciagalupo, pero calló. También recordaba cómo le había hundido Pam la cara entre sus pechos, y lo cerca que había estado de asfixiarlo. Se sintió avergonzado, e infiel a Jane, porque además la Seis Jarras lo había excitado de un modo extrañamente amenazador.

—Buenas noches, alguacil —se despidió el cocinero. Había empezado a subir por la cuesta cuando el vaquero encendió la linterna y le alumbró el camino brevemente.

—Buenas noches, Coci —dijo Cari. Cuando se apagó la linterna, el cocinero sintió todavía en él la mirada del alguacil—. ¡Te las apañas bastante bien para ser un tullido! —añadió el vaquero levantando la voz hacia el camino oscuro. Dominic Baciagalupo también se acordaría de eso.

Únicamente le llegó un fragmento de la canción que sonaba en el salón de baile, pero Dominic ya estaba demasiado lejos del pueblo para oír la letra con claridad. Sólo la reconoció por las muchas veces que había oído antes la melodía —Eddie Fisher cantando Oh My Papa—, y mucho después de dejar de sonar la estúpida canción, advirtió irritado que él mismo estaba cantándola.