2. Dos-a-dos

En un armario junto a la despensa del pabellón-cocina, el cocinero guardaba un par de camastros plegables de los tiempos de los wanigans, época en la que dormía en las más diversas cocinas ambulantes. Dominic había rescatado asimismo un par de sacos de dormir. Si el cocinero había conservado los viejos camastros y los sacos de dormir mohosos no era por nostalgia de los wanigans. A veces Ketchum se quedaba a dormir en la cocina del pabellón; en ocasiones Danny, si estaba despierto, insistía machaconamente en dormir también él en la cocina hasta que su padre le daba permiso. Si Ketchum no había bebido demasiado, Danny esperaba oír otra de las anécdotas del maderero, o la misma revisada de arriba abajo.

La primera noche después de la desaparición de Ángel Pope bajo los troncos nevó un poco. En abril las noches aún eran frías, pero Dominic había encendido en la cocina los dos hornos de gas. Los hornos estaban uno a 175 y otro a 220 grados, y el cocinero, antes de acostarse, había preparado la mezcla de ingredientes secos para los bollos, las magdalenas de harina de maíz y el pan de plátano. Sus torrijas (con el pan de plátano) tenían gran aceptación, y hacía los panqueques íntegramente por la mañana; como la masa llevaba huevo crudo, Dominic prefería no guardarla en la nevera durante más de dos días. También en el último momento preparaba, casi todas las mañanas, unas galletas de suero de leche que cocía en un santiamén con el horno a 220 grados.

Por regla general, era responsabilidad de Danny asegurarse de que las patatas quedaban peladas, cortadas en dados y en remojo en agua salada toda la noche. Su padre freía las patatas en la plancha por la mañana, a la vez que freía el beicon. En el viejo Garland, la plancha estaba encima del graduador, que quedaba a la altura de los ojos del cocinero. E incluso usando una espátula de mango largo, y poniéndose de puntillas o subiéndose a un taburete bajo —ninguno de estos métodos de elevación era la cosa más fácil del mundo para un cocinero tullido—, Dominic se quemaba a menudo el antebrazo cuando intentaba llegar al fondo de la plancha. (A veces Jane la Piel Roja reemplazaba al cocinero ante la plancha, porque era más alta y llegaba más lejos). Aún era de noche cuando Dominic se levantaba para freír el beicon y meter las demás cosas en el horno, y era de noche cuando Danny se despertaba en el piso de arriba del pabellón-cocina al olor del beicon y el café, y era de noche cuando las ayudantes de cocina y la lavaplatos india subían del pueblo, anunciando su llegada con los faros de sus vehículos casi al mismo tiempo que con el ruido de los motores. Muchas mañanas el gratinador del Garland ya estaba al rojo vivo, para fundir el queso encima de las tortillas. Entre otras tareas, Dan, antes de ir al colegio, troceaba los pimientos y los tomates para las tortillas y calentaba la olla de sirope de arce en uno de los quemadores posteriores del fogón de ocho quemadores.

La puerta exterior de la cocina del pabellón no abría ni cerraba debidamente; encajaba tan mal que el viento la sacudía. La puerta mosquitera interior se abría hacia dentro, lo que se sumaba a la lista de circunstancias que causaban desasosiego a Danny Baciagalupo. Por un sinfín de razones prácticas, uno deseaba que la mosquitera se abriese hacia fuera. En la ajetreada cocina era tal el trasiego de gente que nadie quería, para colmo, el estorbo de una puerta por medio… Y una vez, hacía mucho tiempo, entró un oso en la cocina del pabellón. Era una noche cálida —la conflictiva puerta exterior del pabellón-cocina estaba entornada—, y al oso, para entrar, le bastó con abrir de un testarazo la mosquitera, Danny era por entonces demasiado pequeño para acordarse del oso, pero le había pedido muchas veces a su padre que le contara la anécdota. Su madre lo había llevado a la cama hacía ya rato, y mientras ella y el padre de Danny tomaban un resopón, el oso se sumó a la velada. El cocinero y su mujer compartían una tortilla de champiñones y bebían vino blanco. En los tiempos en que aún bebía, había explicado Dominic Baciagalupo a su hijo, a menudo se veía en la necesidad de preparar un resopón para él y su mujer. (Ahora ya no). La madre de Danny soltó un alarido al ver el oso, motivo por el que el oso se irguió sobre las patas traseras y la miró con malas intenciones. Pero Dominic había bebido mucho vino; al principio no se dio cuenta de que era un oso. Debió de pensar que era un leñador peludo y borracho, dispuesto a agredir a su bella esposa.

En el fogón había una sartén de hierro colado de veinte centímetros de diámetro en la que el cocinero acababa de saltear los champiñones para la tortilla. Dominic empuñó la sartén, aún caliente al tacto, y atizó al oso en plena cara, sobre todo en el hocico, pero también en el ancho y plano puente del hocico entre los pequeños y malévolos ojos. El oso volvió a apoyar las patas delanteras en el suelo y huyó por la puerta de la cocina a través de la mosquitera; la malla quedó rota y los listones partidos, colgando del marco.

Cada vez que el cocinero contaba esta anécdota decía: «En fin, hubo que arreglar la mosquitera, claro, pero todavía se abre hacia donde no debe». Al referirle la anécdota a su hijo, Dominic Baciagalupo solía añadir:

—Yo nunca le pegaría a un oso con una sartén de hierro colado. ¡Pensaba que era un hombre!

—¿Y qué harías con un oso? —preguntaba Danny a su padre.

—Intentaría hacerlo entrar en razón, supongo —contestaba el cocinero—. En situaciones así, es imposible hacer entrar en razón a un hombre.

Respecto a lo de «situaciones así», Dan sólo podía extraer conjeturas. ¿Imaginaba su padre que protegía a su guapa esposa de un hombre peligroso?

Y con respecto a la sartén de hierro colado de veinte centímetros de diámetro, ésta había adquirido un lugar especial en el pabellón. Ya no estaba en la cocina con los demás cacharros.

La sartén pendía de un gancho a la altura del hombro en el piso de arriba, donde se hallaban las habitaciones: residía en el dormitorio de Dominic, justo al lado de la puerta. Esa sartén había demostrado su valía; se había convertido en el arma predilecta del cocinero en caso de que alguna vez oyese pasos en la escalera o a un intruso (animal o humano) husmear en la cocina.

Dominic no tenía armas, ni las quería. Pese a haberse criado en New Hampshire, se había perdido las cacerías de ciervos, y no sólo por la lesión del tobillo, sino también por haber crecido sin padre. Entre los leñadores y los trabajadores de la serrería, aquellos que se dedicaban a la caza del ciervo le llevaban al cocinero las piezas cobradas; él las descuartizaba y se quedaba con carne suficiente para poder servir venado de vez en cuando en el pabellón-cocina. No es que Dominic viese la caza con malos ojos; sencillamente no le gustaban ni el venado ni las armas. Por otra parte, tenía una pesadilla recurrente; se la había contado a Daniel. El cocinero soñaba repetidamente que lo asesinaban mientras dormía —lo mataban de un tiro en su propia cama—, y cuando despertaba del sueño, el eco de la detonación reverberaba aún en sus oídos.

Por eso Dominic Baciagalupo dormía con una sartén en la habitación. En la cocina del pabellón había sartenes de hierro colado de todas las medidas, pero la de veinte centímetros era la idónea para la defensa personal. Incluso el pequeño Dan sería capaz de blandiría con cierta fuerza. Para cocinar, quizá fuera más práctica la sartén de veinticinco centímetros, o incluso la de veintiocho, pero por su excesivo peso ninguna de las dos era un arma fiable; ni siquiera Ketchum podía blandir esas sartenes más grandes con la rapidez suficiente para ahuyentar a un leñador lascivo o a un oso.

La noche después de ahogarse Ángel Pope bajo los troncos, Danny Baciagalupo yacía en su cama del piso superior del pabellón. La habitación del niño se encontraba sobre la cocina, justo encima de la mosquitera con apertura hacia dentro y la puerta exterior mal encajada, que oía traquetear con el viento.

También oía el río. En el pabellón siempre se oía el murmullo del Twisted River, salvo cuando sus aguas fluían bajo el hielo. Pero a Danny debió de vencerlo el sueño tan pronto como a su padre, porque el niño de doce años no oyó la furgoneta. La luz de los faros de la furgoneta no había iluminado el pabellón-cocina. Quienquiera que fuese al volante había sido capaz de circular por la carretera desde el pueblo en una oscuridad casi absoluta, porque esa noche apenas alumbraba la luna, o bien el conductor estaba borracho y se había olvidado de encender los faros.

A Danny le pareció oír cómo se cerraba la puerta de la furgoneta. El barro, blando durante el día, de noche podía crujir al pisarlo; por la noche las temperaturas bajaban aún lo suficiente para que se congelara el barro, y en ese momento neviscaba. Quizá no había oído en realidad cerrarse la puerta de una furgoneta, pensaba Dan; acaso aquel golpetazo había sido un ruido en el sueño que tenía en ese momento. Fuera del pabellón-cocina, los pasos en el barro helado parecían los de unos pies vacilantes: apresurados y cautos. Tal vez sea un oso, pensó Danny.

El cocinero disponía de una nevera exterior. La nevera tenía cierre hermético, pero allí guardaba el cordero picado, para el picadillo de cordero, y el beicon, y todos los productos perecederos que no cabían en el frigorífico. ¿Y si el oso había olido la carne de la nevera?, pensaba Danny.

—¿Papá? —llamó el niño, pero su padre debía de estar profundamente dormido en la habitación al final del pasillo.

Como todo el mundo, el oso parecía encontrar dificultades con la puerta exterior de la cocina; aporreó la puerta con una zarpa. El pequeño Dan oyó también unos gruñidos.

—¡Papá! —gritó Dan; oyó que su padre descolgaba la sartén de hierro colado de la pared de la habitación. Como su padre, el niño se había metido en la cama con calzoncillos largos y calcetines. Danny sintió el frío del suelo del pasillo en el piso de arriba, incluso con los calcetines puestos. Su padre y él bajaron con sigilo a la cocina, que estaba tenuemente iluminada por los parpadeantes pilotos del viejo Garland. El cocinero empuñaba la sartén negra con las dos manos. Cuando la puerta exterior se abrió, el oso, si es que era un oso, empujó la mosquitera con el pecho. Entró erguido, aunque con andar vacilante. Los dientes eran un borroso destello alargado y blanco.

—No soy un oso, Coci —dijo Ketchum.

El resplandor blanco, que Danny había confundido con los dientes del oso, era la escayola nueva en el brazo derecho de Ketchum; le cubría desde la mitad de la palma de la mano hasta la sangradura.

—Perdón si os he asustado, muchachos —añadió Ketchum.

—Cierra la puerta de fuera, ¿quieres? Hago lo posible por mantener la casa caliente —protestó el cocinero.

Danny vio que su padre dejaba la sartén en el primer peldaño de la escalera. Ketchum, con visible esfuerzo, intentó afianzar la puerta exterior con la mano izquierda.

—Estás borracho —reprochó Dominic.

—Sólo tengo un brazo. Coci, y además soy diestro —adujo Ketchum.

—Aun así, estás borracho, Ketchum —repitió Dominic Baciagalupo a su viejo amigo.

—Tú debes de recordar lo que es eso —comentó Ketchum.

Dan ayudó a Ketchum a cerrar la puerta exterior.

—Seguro que estás muerto de hambre —dijo el niño a Ketchum. El hombretón, tambaleándose un poco, le alborotó el pelo.

—No me hace falta comer —contestó Ketchum.

—Puede que comiendo se te pase la borrachera —insistió el cocinero. Dominic abrió el frigorífico e informó a Ketchum—: Queda un poco de pastel de carne, que no está mal frío. Puedes tomarlo con puré de manzana.

—No me hace falta comer —repitió el hombretón—. Lo que necesito, Coci, es que me acompañes.

—¿A dónde vamos? —preguntó Dominic, pero hasta el pequeño Dan se daba cuenta cuando su padre fingía no saber algo que obviamente sí sabía.

—Tú ya sabes adonde —respondió Ketchum al cocinero—. Es sólo que no logro recordar el sitio exacto.

—Eso es porque bebes demasiado, Ketchum; por eso no te acuerdas —replicó Dominic.

Cuando Ketchum agachó la cabeza, se tambaleó aún más; por un momento Danny pensó que el maderero iba a desplomarse. Y por cómo bajaron la voz los dos hombres, el niño entendió que negociaban; también se cuidaban mucho de no hablar más de la cuenta, porque Ketchum no sabía qué sabía el niño de doce años sobre la muerte de su madre, y Dominic Baciagalupo no quería que su hijo oyera detalles extraños o desagradables que tal vez recordase Ketchum.

—Tú prueba el pastel de carne, Ketchum —dijo el cocinero en un susurro.

—Está muy rico con puré de manzana —comentó Danny.

El ganchero se dejó caer sobre un taburete; apoyó la escayola nueva y blanca en la encimera. En Ketchum todo era duro y punzante como una estaca —y como había observado Danny, «aguantaba una barbaridad»—, por lo que la escayola, estéril, de aspecto frágil, resultaba tan poco acorde como un miembro ortopédico. (Si Ketchum hubiera perdido un brazo, se las habría arreglado con el muñón; puede que incluso lo hubiera utilizado a modo de garrote). Pero ahora que Ketchum estaba sentado, Danny pensó que podía tocar al ganchero sin peligro. El niño nunca había palpado una escayola. Incluso borracho, Ketchum adivinó de algún modo qué le rondaba a Dan por la cabeza.

—Vamos, tócala —instó el maderero, tendiendo la escayola hacia el niño. Había sangre seca, o brea, en la parte de los dedos doblados que Danny podía ver: éstos asomaban de la escayola, inmóviles. Con la muñeca rota, mover los dedos durante los primeros días dolía. El niño tocó la escayola de Ketchum con delicadeza.

El cocinero sirvió a Ketchum una ración de pastel de carne y puré de manzana.

—Hay leche y zumo de naranja —dijo Dominic—, o puedo prepararte un café.

—Una alternativa francamente desalentadora —comentó Ketchum, guiñándole el ojo a Danny.

—Desalentadora… —repitió el cocinero, cabeceando—. Te prepararé un café.

Danny lamentaba que los dos hombres no hablaran de todo sin tapujos; el niño conocía la historia de ambos casi de cabo a rabo, y en cambio le faltaba información sobre su madre. En cuanto a su muerte, ningún detalle podía serle extraño o desagradable: Danny quería saberlo todo con pelos y señales. Pero el cocinero era un hombre cauteloso, o había acabado siéndolo; incluso Ketchum, que había provocado el alejamiento de sus propios hijos, mantenía una actitud especialmente cuidadosa y protectora con Danny, un comportamiento muy parecido al que el veterano maderero había adoptado con Ángel.

—En todo caso, no pienso ir allí contigo si has bebido —decía el cocinero.

—Yo te llevé allí, y tú habías bebido —replicó Ketchum; para obligarse a callar, tomó un bocado de pastel de carne con puré de manzana.

—Salvo si se encuentra bajo un atasco de troncos, un cadáver no baja por el río a la misma velocidad que un tronco —declaró Dominic Baciagalupo, como si hablara a la cafetera, y no a Ketchum, que estaba de espaldas a él—. No a menos que el cadáver haya quedado enganchado a un tronco.

Danny había oído antes esa explicación, en otro contexto. El cadáver de su madre había tardado varios días —concretamente tres— en recorrer el trecho entre el remanso del río y la angostura, donde había topado con la presa. El cuerpo de un ahogado primero se hunde, había explicado el cocinero a su hijo; luego sale a la superficie.

—Van a dejar las presas cerradas durante el fin de semana —dijo Ketchum. (No se refería sólo a la Presa de la Muerta, sino también a la de Pontook, en el Androscoggin). Ketchum comía a ritmo uniforme pero no deprisa, sosteniendo el tenedor de una manera poco natural, y con cierta torpeza, en la mano izquierda.

—Está rico con puré de manzana, ¿verdad? —preguntó el niño.

Ketchum, masticando con vigor, movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Ya se olía el café, y el cocinero, más para sí que para su hijo o para Ketchum, dijo:

—Ya que estamos, bien puedo empezar con el beicon.

Ketchum siguió comiendo sin más.

—Calculo que los troncos han llegado ya a la primera presa —añadió Dominic, como si continuara hablando solo—. Me refiero a nuestros troncos.

—Ya sé de qué troncos hablas, y de qué presa —dijo Ketchum—. Sí, los troncos ya han llegado a la presa; llegaron mientras tú preparabas la cena.

—¿O sea que fuiste a ver a ese tarado de médico que tienen allí? —preguntó el cocinero—. No es que haga falta ser un genio para escayolar una muñeca rota, pero desde luego eres un amante del riesgo. —Dominic salió a buscar el beicon a la nevera. Fuera la oscuridad era total, y el rumor del río prorrumpió en la cálida cocina.

—¡Antes, tú bien que corrías riesgos, Coci! —exclamó Ketchum en dirección a su viejo amigo. Miró a Danny con cautela—. Y tu papá antes era más feliz… cuando bebía.

—Antes era más feliz, y punto —matizó el cocinero. Por el modo en que su padre echó la pieza de beicon sobre el tajo, Danny no pudo evitar mirarlo; Ketchum, en cambio, mantuvo la atención fija en el pastel de carne y el puré de manzana.

—Dado que los cadáveres bajan por el río más despacio que los troncos —dijo Ketchum con intencionada lentitud, arrastrando un poco las palabras—, ¿cuándo calculas que llegará Ángel al sitio cuyo nombre no acabo de recordar, exactamente?

Danny hizo cuentas para sí, pero el niño vio con toda claridad, y Ketchum también, que el cocinero ya había calculado la duración del recorrido del joven canadiense.

—La noche del sábado o la mañana del domingo —dictaminó Dominic Baciagalupo. Tuvo que levantar la voz para que pudiera oírlo por encima del chisporroteo del beicon—. De noche no pienso acompañarte, Ketchum.

Danny miró de inmediato a Ketchum, previendo la respuesta del hombretón; al fin y al cabo era la historia que más interesaba al niño, y la más próxima a su corazón.

—Yo sí te acompañé de noche, Coci.

—El domingo por la mañana hay mis probabilidades de que estés sobrio —dijo el cocinero a Ketchum.

—El domingo por la mañana a las nueve. Daniel y yo nos reuniremos allí contigo. —(Se referían a la Presa de la Muerta, aunque el pequeño Dan sabía que ninguno de los dos pronunciaría ese nombre).

—Podemos ir los tres en mi furgoneta —propuso Ketchum.

—Daniel vendrá conmigo, por si no estás del todo sobrio —contestó Dominic.

Ketchum apartó bruscamente el plato limpio; apoyó la desgreñada cabeza en la encimera y fijó la mirada en la escayola.

—Te reunirás conmigo en la laguna de la serrería, ¿eso quieres decir? —preguntó Ketchum.

—Yo no la llamo así —respondió el cocinero—. La presa estaba allí antes que la serrería. ¿Cómo pueden llamarla «laguna» si es donde se estrecha el río?

—Ya sabes cómo es esa gente de las serrerías —dijo Ketchum con desdén.

—La presa estaba allí antes que la serrería —repitió Dominic, eludiendo una vez más el nombre de la presa.

—Algún día el agua reventará esa presa, y no se molestarán en construir otra —vaticinó Ketchum. Se le cerraban los ojos.

—Algún día ya no bajarán más maderadas por el Twisted River —dijo el cocinero—. No necesitarán una presa donde el río desagua en el pantano, aunque creo que sí conservarán la presa de Pontook en el Androscoggin.

—Algún día no muy lejano, Coci —corrigió Ketchum. Ya con los ojos cerrados, tenía la cabeza, el pecho y los dos brazos sobre la encimera. El cocinero retiró calladamente el plato vacío, pero Ketchum aún no dormía. En voz más baja que antes, añadió—: Hay una especie de rebosadero a un lado de la presa. Allí el agua forma una balsa…, viene a ser como una poza…, pero hay una barrera de contención, una simple cuerda con boyas, para impedir que entren los troncos.

—Por lo que se ve, lo recuerdas con la misma precisión que yo —observó Dominic.

Era allí donde habían encontrado a su madre, Danny lo sabía. Su cadáver flotaba menos que los troncos; arrastrado por la corriente, debía de haber pasado por debajo de la barrera de contención y entrado en el rebosadero. Ketchum la había encontrado sola en la balsa, o poza, sin un solo tronco alrededor.

—No se me ocurre cómo llegar hasta allí —dijo Ketchum con cierta frustración. Con los ojos todavía cerrados, contraía lentamente los dedos de la mano derecha, acercando las yemas a la palma enyesada pero sin llegar a tocar la escayola; tanto el cocinero como su hijo sabían que estaba poniendo a prueba su tolerancia al dolor.

—Te lo voy a explicar, Ketchum —respondió Dominic con el mayor tacto posible—. Tienes que acercarte por la presa, o cruzar por encima de los troncos, ¿te acuerdas?

El cocinero había llevado a la cocina uno de los camastros plegables. A una señal suya, su hijo lo ayudó a extender el camastro allí donde no estorbaba para acceder a los hornos, o para abrir la mosquitera.

—Yo también quiero dormir en la cocina —dijo Danny a su padre.

—Si te alejas un poco de esta conversación, tal vez puedas dormirte otra vez —contestó Dominic a su hijo.

—Quiero oír la conversación —afirmó Danny.

—La conversación casi ha terminado —le susurró el cocinero al oído, y le dio un beso.

—No cuentes con ello, Coci —terció Ketchum con los ojos todavía cerrados.

—Tengo cosas que meter en el horno, Ketchum, y ya puestos, podría empezar con las patatas.

—No será la primera vez que te oiga hablar y cocinar al mismo tiempo —repuso Ketchum; no había abierto los ojos.

Señalando la escalera, el cocinero miró a su hijo con severidad.

—Arriba hace frío —protestó Danny; el niño se detuvo en el primer escalón, donde estaba la sartén.

—De paso, Daniel, hazme el favor de llevarte la sartén y dejarla en su sitio.

El niño subió a regañadientes, deteniéndose en cada escalón; oyó a su padre trajinar con los boles de mezcla. El pequeño Dan no necesitaba ver a su padre para saber qué hacía: el cocinero empezaba siempre por el pan de plátano. Mientras iba a colgar la sartén de hierro colado de veinte centímetros de diámetro en el gancho de la habitación de su padre, Danny llevó la cuenta de los huevos cascados en el recipiente de acero inoxidable: dieciséis; después se machacaban los plátanos y se trituraban las nueces. (A veces su padre cubría el pan con manzana caliente). A continuación, el cocinero preparaba los bollos añadiendo los huevos y la mantequilla a los ingredientes secos; la fruta, si tenía, la agregaba al final. Desde el pasillo de arriba, Danny oyó a su padre untar de grasa los moldes de las magdalenas, que luego salpicó de harina, antes de echar la mezcla para las magdalenas de maíz en ellos. El pan de plátano llevaba avena, y también harina de salvado dulce, que el niño enseguida pudo oler desde su habitación.

Bajo las mantas Danny ya no tenía frío, y desde allí oyó cómo abría su padre las puertas de los hornos y el roce de los moldes del pan y las magdalenas al meterlos; luego oyó cómo cerraba las puertas de los hornos. El sonido inhabitual, que indujo al niño a abrir los ojos e incorporarse en la cama, fue el del forcejeo de su padre para levantar a Ketchum, sujetándolo por debajo de los brazos, y arrastrarlo hasta el camastro plegable. Danny ignoraba que su padre fuese tan fuerte como para levantar a Ketchum; el niño de doce años bajó sigilosamente por la escalera y vio a su padre acomodar a Ketchum en el camastro. A continuación el cocinero tapó al leñador con uno de los sacos de dormir sin cerrar la cremallera, como si el saco abierto fuera una manta.

Dominic Baciagalupo echaba las patatas en la plancha cuando Ketchum le habló.

—No iba a permitirte que la vieras, Coci: no habría estado bien.

—Me hago cargo —respondió el cocinero.

En la escalera, Danny volvió a cerrar los ojos y se representó el episodio, que conocía de memoria: Ketchum, borracho, avanzando con pasos cortos sobre los troncos y a la vez alargando el brazo hacia la balsa creada por el rebosadero.

—¡Quédate ahí, Coci! —había gritado Ketchum en dirección a la orilla—. ¡No se te ocurra venir por encima de los troncos! ¡Ni por la presa!

Dominic había permanecido atento a Ketchum mientras éste llevaba en brazos a su esposa muerta por el contorno de la maderada, a lo largo de la barrera de contención.

—¡Aléjate, Coci! —había gritado, volviendo por encima de los troncos—. ¡Ya no puedes verla; no es la misma que era!

El cocinero, que también estaba borracho, había cogido la manta de la caja de la furgoneta de Ketchum. Pero Ketchum se negaba a volver a la orilla con el cadáver; incluso borracho, siguió desplazándose de aquí para allá por encima de los troncos con pasos cortos y rápidos.

—¡Extiende la manta en la parte de atrás de la furgoneta, Coci, y luego apártate!

Cuando Ketchum llegó a tierra, Dominic se hallaba en el vértice de un triángulo, equidistante de la orilla y de la furgoneta de Ketchum.

—Tú quédate quieto, Coci, hasta que la tape —había dicho Ketchum.

Danny se preguntó si aquello sería el origen de la frecuente advertencia de su padre: «Tú quédate quieto, Daniel; no vayas a matarte». A lo mejor procedía de Ketchum, quien, con delicadeza, había dejado en la caja de la furgoneta a la esposa muerta del cocinero y la había tapado con la manta. Dominic había permanecido a distancia.

—¿No quisiste verla? —había preguntado Danny a su padre demasiadas veces.

—Confío en Ketchum —había contestado su padre—. Si alguna vez me pasa algo, confía tú también en él.

Cuando olió el picadillo de cordero, además de todo lo que estaba en el horno, Danny cayó en la cuenta de que debía de haber vuelto a su habitación, y debía de haberse dormido; no había oído a su padre cuando éste abrió la complicada puerta exterior de la cocina del pabellón y cogió de la nevera la carne picada de cordero. El niño se quedó en la cama con los ojos aún cerrados, saboreando todos los aromas. Deseó preguntar a Ketchum si su madre estaba cara arriba en el agua cuando él la descubrió, o si la había encontrado en el rebosadero cara abajo.

Danny se vistió y bajó a la cocina; sólo entonces vio que su padre había encontrado un momento para subir y vestirse, seguramente después de quedar Ketchum inconsciente en el camastro. Dan observó a su padre mientras trajinaba ante el fogón; cuando el cocinero se concentraba en tres o cuatro tareas, todas cercanas entre sí, su cojera era casi imperceptible.

En momentos así, Danny imaginaba a su padre a los doce años, antes del accidente en el tobillo. A los doce años, Danny Baciagalupo era un niño solitario; no tenía amigos. A menudo deseaba haber conocido a su padre cuando los dos tenían doce años.

A los doce, cuatro años parecen mucho tiempo. Annunziata Saetta sabía que el tobillo del pequeño Dom no tardaría cuatro años en sanar; su querido Beso de Lobo ya andaba sin muletas al cabo de cuatro meses, y cuando contaba sólo trece años leía tan bien como cualquier muchacho de quince. La escolaridad en casa dio resultado. En primer lugar, Annunziata era maestra de primaria; sabía cuánto tiempo se perdía en el colegio diariamente entre disciplina, recreos y meriendas. El niño hacía las tareas, y las revisaba, durante lo que para Nunzi era la jornada escolar; Dominic tenía tiempo de sobra para mucha lectura extra, y además consignaba en un diario las recetas que aprendía.

El niño adquirió sus aptitudes culinarias más despacio, y —a partir del accidente— Annunziata impuso sus propias leyes sobre el trabajo infantil. No permitió que el joven Dominic aceptara un puesto en un bar de desayunos de Berlin hasta que el chico supo manejarse realmente en una cocina, y para eso tuvo que esperar hasta cumplir los dieciséis; en esos cuatro años, Dom se convirtió en un muchacho de dieciséis muy leído y en un consumado cocinero, menos ducho en afeitarse que en caminar con su cojera.

Corría el año 1940 cuando Dominic Baciagalupo conoció a la madre de Danny. Era una joven de veintitrés años que daba clases en la misma escuela primaria que Annunziata Saetta; de hecho, la madre del cocinero presentó a su hijo de dieciséis a la nueva maestra.

Nunzi no tuvo elección. Su prima María, otra Saetta, se había casado con un Calogero, un apellido siciliano corriente. «Por un santo griego que murió allí; el apellido tiene algo que ver con los niños en general, creo, o quizá con los huérfanos en particular», le había contado Nunzi a Dominic. Lo pronuncia ba-ca-looo-ge-ro. También se empleaba como nombre de pila, explicó su madre, «con frecuencia reservado a los bastardos».

A los dieciséis años, Dominic era sensible al tema de la ilegitimidad, y no puede decirse que Annunziata no lo fuera. Su prima había enviado a su hija embarazada a las agrestes tierras de New Hampshire, lamentándose de que la hija fuese la primera mujer de la familia Calogero con título universitario. «Sólo era una facultad de magisterio, y ya ves el bien que le ha hecho: ¡va y acaba con un bombo!», se quejó la madre de la pobre chica a Nunzi, que repitió esta indelicadeza a Dom. El chico comprendió sin necesidad de explicaciones que enviaban allí a la muchacha embarazada de veintitrés años porque la metían en el mismo saco que a Annunziata y a su bastardo. Se llamaba Rosina, pero —debido a la afición de Nunzi a las abreviaturas— la joven desterrada ya era una Rosie antes de viajar de Boston a Berlín.

Como era costumbre «por aquellas fechas» —no sólo en el North End, ni exclusivamente entre las familias italianas o siquiera entre las católicas—, los Saetta y los Calogero enviaban a un baldón de la familia a vivir con otro. Annunziata tuvo así doble razón para guardar rencor a sus parientes de Boston. «Que esto te sirva de lección, Dom», dijo al adolescente su madre. «No juzgaremos a la pobre Rosie por su infeliz estado; vamos a quererla como si no pasara nada». Si bien Annunziata era muy digna de encomio por su capacidad de perdón —y más en 1940, cuando en general las madres solteras se contaban entre las almas menos perdonadas de América—, fue imprudente y a la vez innecesario decir a su hijo de dieciséis años que debía querer a su prima segunda «como si no pasara nada».

—¿Por qué es mi prima segunda? —preguntó el muchacho a su madre.

—Quizá no sea eso; quizá se llame «prima lejana» o algo así —contestó Nunzi. Cuando Dominic la miró con cara de incomprensión, su madre añadió:

—Se diga cómo se diga, en realidad no es tu prima, o al menos no tu prima hermana.

Esta información (o desinformación) representó un peligro desconocido para un muchacho lisiado de dieciséis años. Su accidente, su rehabilitación, su escolaridad en casa, por no hablar ya de su reinvención como cocinero —todas estas circunstancias—, lo habían privado de amigos de su edad. Y el «pequeño». Dom tenía un empleo a jornada completa; se veía ya como un hombre. Ahora Nunzi le había dicho que Rosie Calogero, de veintitrés años, «en realidad» no era su prima.

En cuanto a Rosie. todavía «no se le notaba» cuando llegó; el hecho de que pronto sí se le notaría planteaba otro problema.

Rosie era titulada en magisterio; la verdad es que en aquella época ese nivel de formación bastaba y sobraba para dar clases en una escuela primaria de Berlin. Pero cuando el embarazo de la joven empezara a verse, tendría que abandonar temporalmente su empleo. «O habrá que procurarte un marido, sea real o imaginario», sugirió Annunziata. Por su belleza, no cabía duda de que Rosie podía encontrar marido, uno real —Dominic la consideraba una absoluta preciosidad—, pero la pobre no iba a emprender las obligadas aventuras propias de la vida social para conocer a jóvenes solteros y sin compromiso, ¡no en su estado!

Durante cuatro años el chico había cocinado con su madre. En algunos aspectos, dado que anotaba todas las recetas —así como las variaciones de las recetas que preparaba, a veces sin ella—, ya empezaba a superarla, al mismo tiempo que aprendía. Así las cosas, aquella noche decisiva en sus vidas Dominic estaba preparando la cena para las dos mujeres y para él. Iba camino de hacerse famoso en el bar de desayunos de Berlin, y llegaba a casa del trabajo mucho antes de que Rosie y su madre volvieran del colegio; a excepción de los fines de semana —cuando Nunzi cocinaba por placer—, Dominic ya era casi el principal cocinero de la pequeña familia. Removiendo su salsa marinara, dijo:

—Bueno, yo podría casarme con Rosie, o podría hacerme pasar por su marido, hasta que ella encuentre a alguien más apropiado. No tiene por qué enterarse nadie, ¿verdad?

A Annunziata se le antojó un ofrecimiento conmovedor e inocente; se echó a reír y abrazó a su hijo. Pero el joven Dom no concebía a nadie «más apropiado» para Rosie que él mismo: en lo de «hacerse pasar» no había sido sincero. Se habría casado con Rosie de verdad; la diferencia de edad o el vago parentesco no eran para él un impedimento.

En cuanto a Rosie, poco le importó que la propuesta del muchacho de dieciséis años, que era conmovedora, e inocente hasta cierto punto, fuese poco realista y probablemente ilegal incluso en el norte de New Hampshire. Lo que llegaba al alma a la pobre chica, que aún estaba en su primer trimestre de embarazo, era que el gañán que le había hecho el bombo no se hubiese ofrecido a casarse con ella, ni siquiera sometido a lo que acabó siendo una presión considerable.

Dadas las predilecciones de los miembros masculinos de ambas familias, los Saetta y los Calogero, dicha «presión» tomó la forma de múltiples amenazas de castración, que culminaría con muerte por ahogamiento. No quedó claro si el gañán zarpó con rumbo a Nápoles o a Palermo, pero no se recibió ninguna proposición matrimonial. El ofrecimiento sincero y espontáneo de Dominic era la primera propuesta que alguien hacía a Rosie; desbordada, rompió a llorar en la mesa de la cocina antes de que Dominic pudiera cocer las gambas en su salsa marinara. Sollozando, la afligida joven se fue a la cama sin cenar.

Esa noche, los desconcertantes ruidos de Rosie mientras abortaba despertaron a Annunziata: «desconcertantes» porque, en ese momento, Nunzi no sabía si la pérdida del bebé era una bendición o un castigo de Dios. Dominic Baciagalupo, tendido en su cama, escuchaba el llanto de su prima segunda o lejana. La cadena del inodoro sonaba una y otra vez; la bañera estaba llenándose —seguro que había sangre—, y por encima de todo se oía la voz arrulladora y compasiva de su madre dándole consuelo. «Rosie, tal vez sea mejor así. Ahora no tendrás que dejar el trabajo, ¡ni siquiera temporalmente! Ahora no hará falta conseguirte un marido, ¡ni real ni imaginario! Escúchame, Rosie: no era un bebé, todavía no». Pero Dominic, allí tendido, se preguntaba: ¿qué he hecho? Incluso un matrimonio imaginario con Rosie le provocaba una erección casi continua. (¡Cosa nada extraña, a sus dieciséis años!). Cuando el joven Dom oyó que Rosie había dejado de llorar, contuvo la respiración.

—¿Me habrá oído Dominic? ¿Crees que lo habré despertado? —oyó que la muchacha preguntaba a su madre.

—Bah, duerme como un bendito —contestó Nunzi—, pero menudo jaleo has armado…, cosa del todo comprensible, eso sí.

—¡Seguro que me ha oído! —exclamó la muchacha—. ¡Tengo que hablar con él!

Dominic la oyó salir de la bañera. Le llegó el sonido de la vigorosa fricción de una toalla y a continuación las pisadas de sus pies descalzos en el suelo del baño.

—Ya se lo explicaré yo a Dom por la mañana —decía su madre, pero los pies descalzos de la que en realidad no era su prima ya recorrían quedamente el pasillo hacia la habitación de invitados.

—¡No! ¡Tengo que decirle una cosa! —respondió Rosie, levantando la voz. Dominic oyó abrirse un cajón; una percha cayó en el armario de ella. Poco después la muchacha apareció en su habitación: abrió la puerta sin llamar y se tendió en la cama a su lado. Él notó el roce de su pelo mojado en la cara.

—Te he oído —dijo Dom.

—No me pasará nada —contestó Rosie—. Tendré un hijo, algún día.

—¿Té duele? —preguntó él. Mantenía la cara vuelta hacia el otro lado sobre la almohada, porque hacía mucho tiempo que no se lavaba los dientes y temía que le oliera el aliento.

—Hasta que he perdido el bebé pensaba que no lo quería —decía Rosie. A él no se le ocurrió qué contestar, pero ella prosiguió—. Eso que me has dicho, Dominic, es lo más bonito que me ha dicho alguien. Nunca lo olvidaré.

—Me casaría contigo, de verdad —afirmó el chico—. No hablaba por hablar.

Rosie lo abrazó y le besó la oreja. Estaba encima de la colcha, y él debajo; aun así, percibía la presión del cuerpo de ella en la espalda.

—Nunca me harán una proposición más bonita, lo sé —dijo la que en realidad no era su prima.

—A lo mejor podemos casarnos cuando yo sea un poco mayor —sugirió Dominic.

—¡A lo mejor! —exclamó la muchacha, y volvió a abrazarlo.

¿Lo decía en serio, se preguntó el chico de dieciséis años, o sólo por amabilidad?

Desde el cuarto de baño, donde Annunziata vaciaba y restregaba la bañera, se oían las voces de ellos pero no se distinguían sus palabras. Lo que sorprendió a Nunzi fue oír a Dominic; el chico casi nunca hablaba. Aún estaba cambiándole la voz; empezaba a tenerla más grave. Pero a partir del momento en que Annunziata oyó decir a Rosie «¡A lo mejor!»…, en fin, Dominic se lanzó a hablar y hablar, y las exclamaciones de la muchacha pasaron a ser más débiles pero más prolongadas. Lo que decían era indescifrable, pero cuchicheaban con voz entrecortada como amantes.

Mientras Annunziata seguía limpiando la bañera compulsivamente, no se preguntaba ya si el aborto había sido una bendición o un castigo de Dios; el aborto había pasado a un segundo plano. Ahora se trataba de la propia Rosie Calogero: ¿era ella una bendición o un castigo de Dios? ¿En qué había estado pensando Nunzi? Había abierto las puertas de su casa a una joven bonita, inteligente (y a todas luces emotiva) —rechazada por su amante y desterrada por su familia—, sin darse cuenta de que una muchacha de veintitrés años sería una tentación irresistible para un chico solitario en plena adolescencia.

Annunziata, de rodillas en el cuarto de baño, se levantó y recorrió el pasillo hacia la cocina, advirtiendo que la puerta del dormitorio de su hijo estaba entornada y el cuchicheo seguía y seguía. En la cocina, Nunzi cogió un pellizco de sal y se lo echó por encima del hombro. Resistió el impulso de irrumpir en la habitación, pero —tras salir primero al pasillo— levantó la voz.

—¡Virgen santa, Rosie! Espero que sepas perdonarme —exclamó Annunziata—. ¡Ni siquiera te he preguntado si querrías volver a Boston!

Nunzi lo había planteado como si aquello no fuese idea suya; había intentado adoptar un tono neutro o indiferente, como si hablase única y exclusivamente por consideración a lo que la propia Rosie deseaba hacer. Pero los susurros procedentes de la habitación de Dominic quedaron interrumpidos por una repentina y común inhalación.

Rosie sintió contra su pecho el grito ahogado del chico en el mismo instante en que tomaba conciencia de su propia exclamación. Era como si hubiesen ensayado la respuesta, tan al unísono reaccionaron.

—¡No! —oyó gritar Annunziata a su hijo y a Rosie; eran un coro.

Decididamente no era una bendición, pensó Nunzi mientras oía decir a Rosie:

—Quiero quedarme aquí, contigo y con Dominic. Quiero dar clases en el colegio. ¡No quiero volver a Boston nunca! —(«Eso no puedo echárselo en cara», comprendió Annunziata; conocía aquella sensación)—. ¡Quiero que Rosie se quede! —oyó Nunzi clamar a su hijo.

«¡Cómo no vas a querer!», pensó Annunziata. Pero ¿cuáles serían las repercusiones de la diferencia de edad? ¿Y qué pasaría cuando el país entrase en guerra, si es que entraba, y se marchasen todos los hombres jóvenes? (Pero su querido Beso de Lobo no, no con esa cojera, como bien sabía Nunzi). Rosie Calogero conservó su empleo y cumplió bien su cometido. El joven cocinero también conservó su empleo y cumplió bien su cometido, tanto es así que el bar de desayunos empezó a servir, además, almuerzos. En poco tiempo Dominic Baciagalupo cocinaba mucho mejor que su madre. Y de todo lo que el joven cocinero preparaba para el almuerzo se llevaba a casa lo mejor para la cena; daba de comer de fábula a su madre y a la que en realidad no era su prima. De vez en cuando madre e hijo aún cocinaban juntos, pero en la mayoría de las cuestiones culinarias Annunziata se rendía ante Dominic.

El cocinero hacía pastel de carne con salsa de Worcestershire y provolone, y lo servía caliente con su salsa marinara polivalente, o frío con puré de manzana. Preparaba supremas de pollo alla parmigiana; en Boston, le había dicho su madre, ella hacía ternera a la parmesana, pero en Berlin él no conseguía ternera de calidad. (Sustituyó la ternera por el cerdo: el resultado era casi igual de bueno). Dominic también hacía berenjenas a la parmesana; el considerable contingente de canadienses en Berlin sabía lo que era una aubergine. Y Dom preparaba pata de cordero con limón, ajo y aceite de oliva; el aceite de oliva era de una tienda que Nunzi conocía en Boston, y Dominic lo usaba para untar el pollo asado o rociar el pavo, ambos previamente rellenos con pan de maíz y salchicha y salvia. Preparaba los filetes bajo el gratinador, o bien a la brasa, y los servía con alubias o patatas asadas. Las patatas no le gustaban mucho y detestaba el arroz. Servía casi todos los segundos con guarnición de pasta, que preparaba con la mayor sencillez: añadiendo aceite de oliva y ajo, y a veces guisantes o espárragos. Rehogaba las zanahorias en aceite de oliva, con aceitunas negras sicilianas y más ajo. Y aunque aborrecía las judías con salsa de tomate, también las servía; había leñadores y trabajadores del aserradero, en su mayor parte veteranos ya sin dientes, que apenas comían otra cosa. («Los de las judías con tomate y la crema de guisantes», los llamaba Nunzi despectivamente). De vez en cuando Annunziata conseguía hinojo, que Dom y ella empleaban para aderezar una salsa dulce de tomate con sardinas; las sardinas llegaban en lata de otra tienda que Nunzi conocía en Boston, y madre e hijo las trituraban con ajo y aceite de oliva hasta conseguir una mezcla homogénea y las servían con pasta salpicada de miga de pan y gratinada. Dominic elaboraba él mismo la masa para las pizzas. Servía pizzas sin carne todos los viernes por la noche, en lugar de pescado, ya que ni el joven cocinero ni su madre se fiaban de que éste se recibiese fresco en el norte. Las gambas, congeladas en trozos de hielo grandes como bloques de hormigón, llegaban sin descongelar en trenes procedentes de la costa; por eso Dominic sí se fiaba de las gambas. Y en las pizzas aprovechaba también su salsa marinara. La ricotta, el romano, el parmesano y el provolone provenían todos de Boston, al igual que las aceitunas negras sicilianas. El cocinero, que aún estaba aprendiendo el oficio, picaba mucho perejil y lo echaba a todo: incluso a la ubicua crema de guisantes. (El perejil era «clorofila pura», le había asegurado su madre; suavizaba el sabor del ajo y refrescaba el aliento). Dominic optaba por postres sencillos y que —para irritación de Nunzi— no tenían nada ni remotamente de siciliano: tarta de manzana y cobbler de arándanos o tortitas. En Coos County siempre se encontraban manzanas y arándanos, y a Dominic se le daba bien la masa.

Sus desayunos eran aún más elementales: huevos con beicon, panqueques y torrijas, magdalenas de maíz y magdalenas con arándanos y bollos. En aquella época sólo incluía el pan de plátano cuando los plátanos estaban muy maduros; era un despilfarro emplear plátanos en su punto, le había dicho su madre.

En el valle del Androscoggin, a medio camino entre Berlin y Milán, había una granja de pavos, y el cocinero preparaba picadillo de carne de pavo con pimiento y cebolla, y una cantidad mínima de patata. «La carne en conserva no sirve para el picadillo; ¡debe de ser irlandesa!», lo había aleccionado Annunziata.

El tío Umberto, capullo y alcohólico, que se mataría a fuerza de beber antes de terminar la guerra, jamás probaría una comida hecha por el que en realidad no era su sobrino. Al veterano maderero le resultaba casi intolerable ser capataz en un aserradero donde cada vez había más mano de obra femenina, y para las mujeres el tío Umberto resultaba absolutamente intolerable, cosa que no hizo más que exacerbar el problema con la bebida del atribulado capataz. (Personaje secundario o no, Umberto tendría una presencia obsesiva en los recuerdos de Dominic, donde el que en realidad no era su tío interpretaba un papel principal. ¿Cómo era posible que el padre de Dominic fuese amigo de Umberto? ¿Y acaso se debía la antipatía de Umberto por Nunzi a que ella no se acostaba con él? Dominic a menudo se atormentaba con la idea de que Umberto hubiera imaginado equivocadamente que tal vez Nunzi, por su destierro de Boston y su situación en Berlin, se dejara seducir con facilidad). Y durante un invierno, varios años antes del fallecimiento del capullo de Umberto, Annunziata Saetta contrajo la misma gripe que aquejaba a todos los niños del colegio; Nunzi murió antes de que Estados Unidos entrara de forma oficial en guerra.

¿Qué podían hacer en esa situación Rosie Calogero y el joven Dom? Tenían veinticuatro y diecisiete años respectivamente; no podían vivir juntos en la misma casa bajo ningún concepto, no después de morir la madre de Dominic. Ni soportaban la idea de vivir separados, así que los «no del todo» primos se hallaban ante un dilema. Ni siquiera Nunzi podía decirles qué debían hacer, ya no; la joven mujer y el hombre perceptiblemente más joven se limitaron a hacer lo que, creyeron, habría deseado la pobre Annunziata, y quizás así fuera.

El joven Dom mintió sin más sobre su edad. Él y (la que en realidad no era) su prima Rosie Calogero contrajeron matrimonio en la temporada del barro de 1941, poco antes de que las primeras grandes maderadas de ese año descendieran por el Androscoggin, al norte de Berlín. Eran un joven cocinero reconocido, sin llegar a próspero, y una reconocida maestra, aunque no próspera. Pero al menos tenían trabajo fijo, ¿y qué falta les hacía a ellos la prosperidad? Jóvenes y enamorados (cada uno a su manera), sólo querían un hijo —nada más que uno— y en marzo de 1942 lo tendrían.

El pequeño Dan nació en Berlín —«poco antes de la temporada del barro», como siempre decía su padre (por ser la temporada del barro algo más rotundo que el calendario)—, y casi inmediatamente después de su nacimiento los hacendosos padres del niño se marcharon de aquel pueblo industrial. Para la sensibilidad del cocinero, el hedor de la fábrica de papel era una continua ofensa. Cabía pensar que algún día la guerra terminaría, y cuando eso ocurriese, Berlín crecería y nadie la reconocería salvo por el olor. Pero en 1942 el pueblo ya era demasiado grande y demasiado fétido para Dominic Baciagalupo, y le traía demasiados recuerdos confusos. Y la experiencia previa de Rosie en el North End le suscitaba grandes recelos ante la posibilidad de regresar a Boston, si bien tanto los Saetta como los Calogero rogaron a los jóvenes primos que volvieran a «casa».

Los hijos se dan cuenta cuando no reciben un amor incondicional. Dominic sabía que su madre se había sentido rechazada. Y si bien en apariencia Rosie nunca lamentó las circunstancias que la obligaron a casarse con un simple muchacho, sentía un franco resquemor por el modo en que su familia la había desterrado inicialmente a Berlin.

Los ruegos de los Saetta y los Calogero cayeron en saco roto. ¿Quiénes eran ellos para decir que todo quedaba perdonado? Al parecer, daban el visto bueno al matrimonio de los primos y al nacimiento de su hijo; pero lo que Dominic y Rosie no olvidaban era que ni los Saetta ni los Calogero habían dado el visto bueno a que una Saetta o una Calogero quedara embarazada estando soltera.

«Que busquen a otro a quien perdonar», fue el planteamiento de Rosie. Dominic, sabiendo lo que Nunzi pensaba en vida, se mostró conforme. Boston era un puente quemado a sus espaldas; más aún, la joven pareja podía actuar con la tranquilidad de saber que el puente no lo habían quemado ellos.

Ciertamente la condena moral no era una novedad en Nueva Inglaterra, no allá por 1942; y si bien la mayoría de la gente habría preferido Boston a Twisted River, las decisiones que toman muchos matrimonios jóvenes son circunstanciales. Para la recién constituida familia Baciagalupo, tal vez Twisted River fuera un pueblo remoto y primitivo, pero allí no había fábrica de papel. Aquella localidad formada en torno a la serrería y el campamento maderero jamás había conservado a un cocinero durante toda una temporada del barro, y no había colegio, no en un pueblo habitado principalmente por trabajadores itinerantes. Sí reunía las condiciones necesarias para un colegio, en cambio, el poblado menor pero en apariencia más estable a orillas del Phillips Brook, es decir, Paris (antes West Dummer), a sólo unos kilómetros por la pista forestal del poblado visiblemente más cochambroso de Twisted River, donde la compañía maderera se había negado hasta ese momento a invertir en un pabellón-cocina permanente. Según la compañía, la cocina ambulante improvisada y los wanigans habilitados como comedor tendrían que bastar. Por ello, Twisted River semejaba más un campamento maderero que un pueblo en toda regla, pero eso no desalentó a Dominic y Rosie Baciagalupo, quienes vieron en Twisted River una oportunidad, aunque fuese en bruto.

En el verano del 42 —tomándose tiempo suficiente para en cargar libros de texto y demás material, en preparación para el nuevo colegio de Paris—, el cocinero y la maestra, junto con su hijo recién nacido, remontaron el Androscoggin en dirección norte hasta Milán, y luego viajaron rumbo nornoroeste por la vía de saca desde el pantano de Pontook. El lugar donde el Twisted River vertía sus aguas en el pantano se conocía simplemente como la «angostura»; no había siquiera una serrería, y la rudimentaria Presa de la Muerta aún no tenía nombre. (Como decía Ketchum: «Por entonces la gente no se andaba con tantas fantasías»). La pareja y su hijo llegaron al remanso por debajo de Twisted River antes de ponerse el sol y salir los mosquitos. A los pocos que recordaban la llegada de la joven familia, el hombre de la cojera y su bella esposa, en apariencia mayor que él, con su hijo recién nacido, debieron de antojárseles personas llenas de ilusión, pese a que sólo llevaban encima algo de ropa. Los libros y el resto de la ropa, junto con los cacharros de cocina de Dominic, los habían precedido en un camión maderero vacío cubierto con una lona.

Los wanigans destinados a cocina y comedor pedían a gritos una buena limpieza: una renovación a gran escala era lo que necesitaban esos wanigans, y lo que el cocinero exigiría si querían que se quedase. Y si la compañía maderera esperaba que el cocinero siguiese allí acabada la temporada del barro, tendrían que construir un pabellón-cocina permanente, con dormitorios en el piso de arriba, donde el cocinero y su familia pensaban vivir.

Rosie era más comedida en sus exigencias: un colegio con una sola aula bastaría en Paris, antes West Dummer, donde nunca había existido colegio; en 1942 a orillas del Phillips Brook sólo vivían unas cuantas familias con niños en edad escolar, y en Twisted River, menos aún. Pronto serían más —al terminar la guerra, cuando los hombres regresaran a casa—, pero Rosie Baciagalupo, antes Calogero, no llegaría a ver el retorno de esos hombres una vez acabada la guerra, ni educaría a sus hijos.

La joven maestra murió a finales del invierno de 1944, poco después de cumplir su hijo Dan dos años. El niño no recordaba a su madre, a quien conocía sólo por las fotografías que guardaba su padre, y por los párrafos que ella había subrayado en sus numerosos libros, que su padre también conservaba. (Al igual que la madre de Dominic Baciagalupo, Rosie era aficionada a la lectura de novelas). Quien juzgara a Dominic por su aparente pesimismo —en su manera de proceder se advertía una actitud remota, o un aire distante en el trato, e incluso cierta melancolía en sus ademanes— quizá llegara a la conclusión de que no se había recuperado de la trágica muerte de su mujer de veintisiete años. Sin embargo, además de su querido hijo, Dominic Baciagalupo tenía otra de las cosas que quería: el pabellón-cocina se había construido conforme a sus especificaciones.

Por lo visto disponía de cierto contacto en la Compañía Manufacturera Paris: la esposa de un pez gordo, a su paso por Berlin, se había deshecho en halagos por los guisos de Dominic. Había corrido la voz: la comida era incomparablemente mejor que el acostumbrado rancho de los campamentos madereros. No habría estado bien que Dominic cogiese los bártulos y se marchase. Pero el cocinero y su hijo se habían quedado diez años.

Naturalmente, uno o dos madereros veteranos —entre ellos, sobre todo Ketchum— conocían la triste razón. El cocinero, que enviudó a los veinte años, se sentía culpable de la muerte de su esposa… y él no era el único cuya vida en Twisted River parecía un acto de penitencia de inhumana duración. (Bastaba con pensar en Ketchum). En 1954, Dominic Baciagalupo sólo contaba treinta años —era joven, pues, para tener un hijo de doce—, pero Dominic ofrecía el aspecto de un hombre resignado a su destino desde hacía mucho tiempo. En su imperturbable serenidad irradiaba una especie de aceptación que podía confundirse fácilmente con pesimismo. No había nada de pesimista en el esmero con que cuidaba de su hijo Daniel, y sólo por el niño se quejaba el cocinero alguna que otra vez de las asperezas o las limitaciones de la vida en Twisted River: el pueblo aún no tenía colegio, por decir algo.

En cuanto al colegio que la Compañía Manufacturera Paris había construido a orillas del Phillips Brook, la calidad de la educación no había mejorado perceptiblemente durante esos años con respecto a la que Rosie Baciagalupo proporcionaba. Cierto que el colegio de una sola aula se había reconstruido desde los años cuarenta, pero el ambiente pendenciero estaba dominado por los alumnos mayores, que habían repetido uno o dos cursos. Era imposible controlarlos: la sufrida maestra distaba mucho de ser una Rosie Baciagalupo. Los matones del colegio de Paris tendían a intimidar al hijo del cocinero, y no sólo porque Danny viviera en Twisted River y su padre fuera cojo. También se mofaban del niño por la corrección con la que invariablemente hablaba. La prosodia del pequeño Dan era precisa; su dicción nunca adoleció de los vicios propios de los niños de Paris, como comerse consonantes o abrir demasiado las vocales, y ellos lo maltrataban por eso. («Los niños de West Dummer», los llamaba Ketchum indefectiblemente). «Tú quédate quieto, Daniel: no vayas a matarte», le decía su padre, como era previsible. «Algún día nos marcharemos de aquí, te lo prometo». Pero al margen de sus defectos, y de la triste historia de su familia, el colegio de la Compañía Manufacturera Paris a orillas del Phillips Brook era el único colegio al que el niño había asistido; incluso la idea de abandonar ese colegio inquietaba a Danny Baciagalupo.

—Ángel estaba demasiado verde para talar árboles en el bosque, o para trabajar en el cargadero —dijo Ketchum en la cocina desde el camastro plegable. Tanto el cocinero como su hijo sabían que Ketchum hablaba en sueños, sobre todo cuando había bebido.

Un cargadero, que era un encofrado de troncos adosado al ribazo de una vía de saca, debía tener una altura ligeramente superior a la de la plataforma del camión que se arrimaba a él. Los maderos traídos del bosque podían encambrarse detrás del encofrado hasta que estaban listos para cargarse. Alternativamente podía armarse un deslizadero a base de troncos, una especie de rampa de acceso a la plataforma del camión; luego se empleaba un caballo o un torno accionado mediante un tractor (una cabria) para cargar los troncos. Ketchum no habría querido que Ángel Pope participara en modo alguno en las labores de carga y descarga de troncos.

Danny Baciagalupo había iniciado sus quehaceres en la cocina cuando Ketchum, en el estupor de la ebriedad, volvió a hablar.

—Tendría que haber estado encastillando madera, Coci.

El cocinero asintió ante el fogón, pese a que sabía de sobra, sin mirar una sola vez al veterano ganchero, que Ketchum aún dormía.

Apilar tablas —o «encastillar madera», como lo llamaban— acostumbraba ser un trabajo propio de principiantes en la serrería. Ni siquiera el cocinero habría considerado a Ángel demasiado verde para eso. La madera se apilaba en capas alternas de tablas y «rastreles», que eran estrechos listones dispuestos perpendicularmente a las tablas para separarlas, permitiendo así que circulase el aire para su secado. Ésa era una tarea que tal vez Dominic Baciagalupo habría permitido realizar a Danny.

—La progresiva mecanización —masculló Ketchum. Si el hombretón hubiese intentado siquiera darse la vuelta en el camastro plegable, se habría caído al suelo, o el camastro habría cedido. Pero Ketchum permanecía inmóvil boca arriba, con la escayola cruzada sobre el pecho, como si estuviese a punto de recibir sepultura en el mar. El saco de dormir abierto lo cubría como una bandera; la mano izquierda tocaba el suelo.

—Vaya por Dios, ya estamos otra vez —dijo el cocinero, sonriendo a su hijo.

La «progresiva mecanización» era uno de los caballos de batalla de Ketchum. En 1954 comenzaban a verse en los bosques vehículos de arrastre con neumáticos. Por regla general, los fustes de mayor tamaño se trasladaban a la cambra mediante tractores; las cuadrillas menores, provistas de caballos, cobraban «por unidad» (por una cuerda de madera o mil pies tablares), como lo llamaban, siendo su cometido cortar y arrastrar los troncos hasta un lugar establecido junto a la vía de saca. Al extenderse el uso de máquinas con neumáticos en el sector de la madera, un arriero veterano como Ketchum era muy consciente de que se aceleraría el ritmo de recolección forestal. Ketchum no era hombre de ritmos acelerados.

Danny abrió la conflictiva puerta exterior de la cocina y salió a orinar. (A pesar de que su padre desaprobaba que orinase fuera, Ketchum había enseñado al pequeño Dan a disfrutar con ello). Aún era de noche, y el niño sintió en la cara la bruma del impetuoso río, fría y húmeda.

—¡A la mierda los del cabrestante auxiliar! —exclamó Ketchum en sueños—. ¡Y a la mierda los capullos de los camioneros!

—En eso te doy la razón —dijo el cocinero a su amigo dormido.

El niño de doce años volvió a entrar y cerró la puerta exterior de la cocina. Ketchum se había incorporado en el camastro, despertado tal vez por sus propios gritos. Daba miedo verlo. La anormal negrura de su pelo y de su barba le conferían el aspecto de alguien quemado en un incendio atroz, y en ese momento, bajo la luz blanquecina de los fluorescentes, la cicatriz amoratada de la frente presentaba una coloración más cenicienta que de costumbre. Ketchum examinaba el entorno con la mirada perdida pero expresión cauta.

—Y no te olvides de mandar a la mierda al alguacil Cari —recordó el cocinero.

—Ni que decir tiene —convino de inmediato Ketchum—. Ese puto vaquero…

El alguacil Cari era el causante de la cicatriz de Ketchum. Por norma, el alguacil disolvía todas las peleas desatadas en el salón de baile y en los bares de las fondas. Había disuelto una de las peleas de Ketchum rompiéndole la cabeza al maderero con el largo cañón de su Colt 45: «La clase de arma ostentosa que en New Hampshire sólo llevaría un capullo», en opinión de Ketchum. (De ahí que se conociese al alguacil Cari como «vaquero»). No obstante, a juicio de Danny Baciagalupo, un golpe en la frente con un Colt 45 era preferible a un tiro en el pie o en la rodilla, método que por lo común elegía el alguacil Cari, el vaquero, para disolver las peleas de los temporeros canadienses.

Eso implicaba normalmente que los francocanadienses ya no podían trabajar en los bosques; tenían que regresar a Quebec, cosa que el alguacil Cari veía con buenos ojos.

—¿He dicho algo? —preguntó Ketchum al cocinero y su hijo.

—Has hablado con gran elocuencia sobre esa gente del cabrestante auxiliar y los camioneros —respondió Dominic a su amigo.

—A la mierda —repuso de forma automática Ketchum—. Me marcho al norte, prefiero irme a cualquier sitio antes que quedarme aquí —anunció. Seguía sentado en el camastro, donde se contemplaba la escayola como si fuera un brazo recién adquirido pero absolutamente inservible; lo miraba con odio.

—Sí, ya —dijo Dominic.

Danny trabajaba en la encimera, troceando los pimientos y los tomates para las tortillas; el niño sabía que Ketchum hablaba de «irse al norte» a todas horas. Las regiones de Millsfield y de Second College Grant de New Hampshire, cuyo nombre oficial es ahora Great North Woods, y la zona montañosa de los Aziscohos, al sudeste de Wilsons Mills, Maine, eran los territorios madereros por los que Ketchum se sentía atraído. Pero el veterano ganchero y arriero sabía que la antedicha «progresiva mecanización» llegaría también al norte; de hecho, ya había llegado.

—Deberías marcharte de aquí, Coci, y tú lo sabes —dijo Ketchum cuando los primeros faros de alguna de las ayudantes de cocina iluminaron el pabellón.

—Sí, ya —repitió el cocinero. Al igual que Dominic Baciagalupo, Ketchum hablaba de marcharse pero se quedaba.

El motor de la furgoneta de la lavaplatos india se distinguía de los demás por su ruido.

—¡Por los clavos oxidados de Cristo! —exclamó Ketchum cuando por fin se levantó—. ¿Es que Jane siempre va en primera?

El cocinero, que no había mirado ni una sola vez a Ketchum mientras trabajaba ante el fogón, lo miró en ese momento.

—No la contraté por sus aptitudes al volante, Ketchum.

—Ya, ya —se limitó a decir Ketchum mientras Jane la Piel Roja abría la puerta exterior y entraba con el resto de las ayudantes de cocina. (Danny se preguntó por un momento por qué Jane era la única que, al parecer, no tenía problemas con la conflictiva puerta). Ketchum había plegado el camastro y el saco de dormir, y estaba guardándolos cuando Jane habló.

—Ajá, un leñador en la cocina —exclamó—. Eso nunca es buena señal.

—Tú y tus señales —dijo Ketchum, sin mirarla—. ¿Ya se ha muerto tu marido o tenemos que aplazar la celebración?

—Aún no me he casado con él, ni tengo planes al respecto —contestó Jane, como siempre.

La lavaplatos india vivía con el alguacil Cari, manzana de la discordia para Ketchum y el cocinero. Dominic no sentía más aprecio por el vaquero que Ketchum, y Jane no llevaba mucho tiempo con el alguacil, y (hablando de señales) dejaba caer vagas insinuaciones de que tal vez lo abandonara. Él le pegaba. El cocinero y Ketchum habían hablado en más de una ocasión de los ojos morados y los labios partidos de Jane, e incluso Danny había advertido los moretones en forma de huellas digitales, del tamaño de pulgares, en la parte superior de sus brazos, allí donde obviamente el alguacil la había agarrado para sacudirla.

«Puedo aguantar una paliza», era la respuesta habitual de Jane a Ketchum o al cocinero, aunque a todas luces la complacía que ellos se preocuparan por su seguridad. «Pero Cari debería andarse con cuidado», añadía sólo muy de vez en cuando. «Puede que un día se la devuelva». Jane era una mujer corpulenta, y saludó al niño de doce años (como siempre hacía) estrechándolo contra sus amplísimas caderas. El niño le llegaba a la altura de los pechos, que eran monumentales; ni siquiera la holgada sudadera con la que se protegía del frío de la madrugada los ocultaba. Jane la Piel Roja tenía además un mar de pelo negro azabache, aunque siempre lo llevaba recogido en una gruesa trenza, que le caía hasta el trasero. Ni siquiera con pantalón de chándal, o un peto holgado, su ropa preferida para trabajar en la cocina, conseguía Jane esconder su trasero.

En lo alto de la cabeza, con un agujero abierto de un tijeretazo para pasar la trenza, lucía una gorra de béisbol de los Indios de Cleveland, del año 1951, regalo de Ketchum. Un verano, harto de las moscas negras y los mosquitos, Ketchum había trabajado de camionero; conducía un tráiler de largo recorrido, y la gorra de béisbol realmente la había comprado en el lejano Cleveland. (Danny no podía por menos de suponer que eso ocurrió antes de llegar Ketchum a la conclusión de que todos los camioneros eran unos capullos). «Mira, Jane, tú eres piel roja: esta gorra te viene que ni pintada», le había dicho Ketchum. El logo de la gorra era el rostro de color rojo del jefe Wahoo, un indio dentudo con sonrisa de loco; la cabeza y parte de la pluma quedaban dentro de la letra C. La C, en forma de hueso de la suerte, era roja; la gorra era azul. En cuanto a quién era el jefe Wahoo, ni Ketchum ni Jane la Piel Roja lo sabían.

El niño de doce años había oído esa anécdota con frecuencia; se encontraba entre las preferidas de Jane. Una de las ocasiones más memorables en que Danny la vio quitarse la gorra de los Indios de Cleveland fue cuando contó al niño cómo se la había regalado Ketchum. «La verdad es que antes, de joven, Ketchum era tirando a guapo», le decía siempre Jane al niño. «Aunque nunca fue tan guapo como tu padre, ni tan guapo como lo serás tú», añadía después la lavaplatos india. Su gorra de béisbol con el indio sonriente tenía marcas de agua y manchas de aceite de cocinar. A Jane le gustaba ponerle al niño de doce años la gorra del jefe Wahoo, que le caía sobre la frente, justo por encima de los ojos; Danny notaba que el pelo le asomaba por el agujero en la parte de atrás de la cabeza.

Danny nunca había visto a Jane la Piel Roja sin su trenza, pese a que la india se había quedado a cuidar de él muchas veces, sobre todo cuando era más pequeño, demasiado pequeño a la sazón para acompañar a su padre durante el acarreo de maderadas, o lo que es lo mismo, demasiado pequeño para dormir como es debido en el wanigan destinado a cocina. Por lo general, Jane acostaba al pequeño Dan en su habitación encima de la cocina del pabellón. (Danny suponía que ella dormía en la habitación de su padre las noches que su padre no estaba). A la mañana siguiente, cuando Jane preparaba el desayuno al niño, no se advertía el menor indicio de que se hubiese deshecho la larga trenza negra, y aun así costaba imaginar que resultase cómodo dormir con una trenza así de larga y espesa. Por lo que Danny sabía, Jane también habría podido dormir con la gorra de béisbol de los Indios de Cleveland. El jefe Wahoo con su sonrisa de loco era una presencia demoniaca, siempre vigilante.

—Dejo a las señoras con sus tareas —decía Ketchum en ese momento—. Bien sabe Dios que no me gustaría estorbar.

—Bien sabe Dios —repinó una de las ayudantes de cocina. Era esposa de uno de los trabajadores de la serrería, como la mayoría de las ayudantes de cocina. Estaban todas casadas y gordas; sólo Jane la Piel Roja era más gorda que ellas, y no estaba casada con el alguacil Cari.

El alguacil también estaba gordo. El vaquero era tan grande como Ketchum —aunque Ketchum no estaba gordo—, y era malvado. Danny tenía la impresión de que todo el mundo despreciaba al vaquero, pero el alguacil Cari siempre era el único candidato en las elecciones para el cargo; en Twisted River muy posiblemente nadie más sentía el menor deseo de ser alguacil. El trabajo conllevaba sobre todo disolver peleas y encontrar maneras de mandar a los temporeros francocanadienses de regreso a Quebec. La manera encontrada por el alguacil Cari —esto es, un tiro en el pie o la rodilla— era malvada pero eficaz. Pero ¿quién iba a querer partir la crisma a la gente con el cañón de un arma, o disparar a la gente en los pies y las rodillas?, se preguntaba Danny. ¿Y por qué Jane la Piel Roja, a quien el niño adoraba, querría vivir con un vaquero como ése?

«Vivir aquí puede ser arriesgado, Daniel», le decía a menudo su padre.

«Para acabar viviendo con el alguacil Cari, una mujer tiene que haber perdido la buena presencia», había intentado explicar Ketchum al pequeño Dan, «pero cuando la mujer pierde su buena presencia más de la cuenta. Cari se busca a otra». Las ayudantes de cocina, y desde luego todas las esposas de los trabajadores de la serrería de la primera a la última, habían perdido la buena presencia, en opinión de Danny Baciagalupo.

Si bien Jane la Piel Roja estaba más gorda que las demás, todavía conservaba una cara bonita y un pelo asombroso; y tenía unos pechos tan imponentes que el hijo del cocinero no soportaba pensar en ellos, razón por la que alguna vez, en los momentos más inesperados, el pensamiento se le iba detrás de los pechos de Jane.

—¿Son los pechos lo que les gusta a los hombres de las mujeres? —había preguntado Danny a su padre.

—Pregúntaselo a Ketchum —había contestado el cocinero. Pero, a ojos de Danny, Ketchum era demasiado viejo para interesarse en los pechos: Ketchum le parecía demasiado viejo para fijarse siquiera en los pechos. Cierto que con una vida tan asendereada, Ketchum no había llevado una existencia fácil; aparentaba más edad de la que tenía. Ketchum sólo contaba treinta y siete años; sencillamente aparentaba muchos más (salvo por lo negros que conservaba el pelo y la barba).

Y Jane… ¿qué edad tendría?, se preguntaba Danny. Jane la Piel Roja tenía doce años más que el padre de Danny —cuarenta y dos, pues—, pero también aparentaba más edad. Como Ketchum, había llevado una vida muy asendereada, y no sólo por el trato que le daba el alguacil Cari. Al niño de doce años todos le parecían viejos, más viejos de lo que eran. Incluso los niños del curso de Danny en el colegio eran mayores.

—Seguro que esta noche has dormido a pierna suelta —decía Jane al cocinero. Sonrió a Danny. Cuando se llevaba las manos a la espalda para atarse los cordones del delantal en torno a su gruesa cintura, sus pechos parecían gigantescos, pensó el niño—. ¿Tú has dormido, Danny? —le preguntó la lavaplatos india.

—Sí, de sobra —contestó el niño. Lamentó que su padre y las esposas de los trabajadores de la serrería estuvieran allí, porque quería preguntarle a Jane por su madre.

Su padre podía hablarle del momento en que Ketchum rescató del rebosadero el cuerpo maltrecho de su madre; quizá por eso, por los efectos del río y los troncos en el cadáver, Ketchum había impedido al cocinero ver a su mujer. Pero el padre de Danny nunca sería capaz de hablar del accidente en sí, no a su hijo, no con detalles mínimamente concretos. Y el propio Ketchum tampoco reunía valor para contar mucho más.

—Estábamos los tres borrachos —empezaba siempre Ketchum—. Tu padre estaba borracho, yo estaba borracho; tu madre también estaba un poco borracha.

—Yo era el más borracho —afirmaba Dominic sin falta. Tal era la culpabilidad que corroía al cocinero por esa borrachera que dejó de beber, aunque no de forma inmediata.

—Es posible que yo estuviera más borracho que tú, Coci —sostenía a veces Ketchum—. Al fin y al cabo le permití salir al hielo.

—Eso fue culpa mía —solía insistir el cocinero—. Tan borracho estaba que tenías que cargar conmigo, Ketchum.

—No creas que no me acuerdo —decía Ketchum, pero ninguno de los dos podía (o quería) contar qué había ocurrido exactamente. Danny dudaba mucho que hubieran olvidado los detalles; el problema residía más bien en que los detalles eran inefables, o que para ambos resultaba inconcebible describir esos detalles en presencia de un niño.

Jane la Piel Roja, que no había bebido —nunca bebía—, contó la historia al niño de doce años. Tantas veces como el niño se lo pidió, ella le contó la historia, siempre sin faltar una coma, y por eso él sabía que probablemente era la verdad.

Esa noche Jane estaba al cuidado de Danny, que por entonces tenía unos dos años. Los sábados por la noche había baile en el salón de baile: por aquellos tiempos había baile propiamente dicho y también baile de figuras. Dominic Baciagalupo no bailaba; con una cojera como la suya era imposible. En cambio a su mujer, unos años mayor que él —Ketchum la llamaba «Prima Rosie»—, le encantaba bailar, y al cocinero le encantaba verla bailar. Rosie era guapa y menuda, esbelta y delicada, a diferencia de la mayoría de las mujeres de Twisted River y Paris, New Hampshire. («Tu madre no tenía el cuerpo de una persona cercana a la treintena, al menos para lo que corría por aquí», como decía Jane la Piel Roja siempre que contaba la historia al pequeño Dan). Al parecer. Ketchum, por su avanzada edad o por su lamentable estado, no fue a la guerra. Si bien no hacía mucho que el alguacil Cari le había abierto la frente, Ketchum ya tenía entonces un sinfín de lisiaduras y mutilaciones, tantas que fue declarado no apto para el servicio militar, pero no tan graves como para impedirle bailar. «Tu madre enseñó a Ketchum a leer y a bailar», le había dicho el cocinero a su hijo con un tono curiosamente neutro, como si Dominic no tuviera opinión al respecto o no supiera cuál de esas aptitudes adquiridas por Ketchum era más digna de mención o más importante. En realidad, Ketchum era la única pareja de baile de Rosie Baciagalupo; él cuidaba de ella como si fuera su hija, y (en la pista de baile) la mujer del cocinero se veía tan pequeña al lado de Ketchum que casi habría podido pasar por su hija.

Salvo por la «notable coincidencia», como había oído decir Danny a Jane la Piel Roja, de que la madre del niño y Ketchum tenían ambos veintisiete años.

—A Ketchum y a tu padre les gustaba beber juntos —dijo Jane al pequeño Dan—. No sé por qué a los hombres les gusta tanto beber juntos, pero a Ketchum y a tu padre les gustaba un poco demasiado.

Quizá la bebida les permitía decirse ciertas cosas, pensaba Danny. Desde que Dominic Baciagalupo era abstemio a rajatabla —si bien Ketchum aún bebía como un ganchero de veinte años—, tal vez se mostraban más reservados en sus conversaciones; incluso el niño de doce años sabía que les había quedado mucho por decirse.

Según Ketchum, los «pieles rojas» no podían o no debían beber ni una gota; consideraba, pues, de elemental sentido común que Jane la Piel Roja no bebiera. Sin embargo, vivía con el alguacil Cari, que era un borracho malvado. Después de cerrar el salón de baile y los bares de las fondas, el alguacil se emborrachaba hasta convertirse en una persona intratable. A menudo ya era muy entrada la noche cuando Jane volvía sola en su furgoneta a casa: pues sólo después de lavar las toallas y echarlas a las secadoras de la lavandería podía marcharse del pabellón-cocina y regresar a casa. Por tarde que fuera, alguna que otra vez el alguacil Cari aún estaba despierto y con ganas de guerra cuando Jane se disponía a acostarse. Al fin y al cabo, ella madrugaba y el vaquero no.

—Para que te hagas una idea —le contaba Jane la Piel Roja al pequeño Dan, a veces sin venir a cuento—: tu padre no bebía tanto como Ketchum, pero intentaba dar la talla; tu madre era más sensata, pero también bebía demasiado.

—¿Mi padre no puede beber tanto como Ketchum porque es más pequeño? —preguntaba siempre Danny a Jane.

—El peso tiene algo que ver, sí —contestaba por lo general la lavaplatos—. No era la primera noche que Ketchum llevaba a tu padre a cuestas de vuelta al pabellón-cocina desde el salón de baile. Tu madre aún seguía bailando alrededor de ellos, haciendo sus preciosos dos-a-dos. —(¿Detectó el pequeño Dan alguna vez cierta envidia o sarcasmo en la manera en que Jane la Piel Roja aludía a los «preciosos dos-a-dos» de la Prima Rosie?). Danny sabía que un dos-a-dos era un paso de danza propio del baile de figuras; le había pedido a Ketchum que se lo enseñara, pero Ketchum había movido la cabeza en un gesto de negación y se había echado a llorar. Jane le había mostrado a Danny cómo se hacía un dos-a-dos: con los brazos cruzados ante el enorme busto, pasó al lado de su hombro derecho y lo circundó espalda con espalda.

El niño intentó imaginarse a su madre ejecutando un dos-a-dos entorno a Ketchum mientras el hombretón llevaba a su padre a cuestas.

—¿Ketchum también bailaba? —preguntaba Danny.

—Supongo —contestaba Jane—. No me reuní con ellos hasta más tarde. Yo estaba contigo, ¿recuerdas?

En el remanso helado del río, Rosie Baciagalupo dejó de ejecutar sus dos-á-dos en torno a Ketchum y empezó a dar voces en dirección a la ladera de la montaña al otro lado del río. Cuando el Twisted River se helaba, el eco era mayor; el hielo devolvía la voz antes y más fielmente que cuando viajaba por encima del agua.

—Me pregunto por qué será —solía decir Danny a Jane.

—Los oí desde el pabellón —proseguía Jane la Piel Roja sin entrar nunca en especulaciones acerca del eco—. Tu madre, a grito pelado, decía: «¡Te quiero!». Tu padre, por encima del hombro de Ketchum, igualmente a gritos, contestaba: «¡Yo también te quiero!». Ketchum se limitaba a exclamar «¡Joder!», y cosas por el estilo; luego gritó: «¡Capullos!». Poco después los tres gritaban: «¡Capullos!». Pensé que semejante vocerío te despertaría, aunque de noche no te despertaba nada, ni siquiera a los dos años.

—¿Mi madre fue la primera que pisó el hielo? —preguntaba siempre Danny.

—Era difícil hacer un dos-á-dos sobre el hielo —respondía Jane—, Ketchum salió al hielo para hacer un dos-a-dos con ella; seguía cargando con tu padre. Era hielo negro. El bosque estaba nevado, pero el remanso del río no. El remanso lo barría el viento, y no nevaba desde hacía casi una semana. —Acostumbraba añadir Jane—: Raro es el año que el hielo se quiebra de esa manera en el remanso del río.

El cocinero borracho no se tenía en pie, pero también él quería patinar por el hielo; obligó a Ketchum a soltarlo. Dominic se cayó, se quedó allí sentado, y Ketchum lo empujó como a un trineo humano deslizándolo sobre el fondillo del pantalón. La madre de Dan ejecutó sus dos-á-dos en torno a ambos. Si no hubiesen estado exclamando «¡Capullos!», a pleno pulmón, quizás alguno de ellos habría oído los troncos.

Por aquel entonces, las cuadrillas de arrieros echaban tantos troncos como era posible en el hielo del río entre el embalse Little Dummer y el remanso del Twisted River, y también en los afluentes que desembocaban en el río. En ocasiones el hielo se rompía por el peso de los troncos, primero en el embalse Dummer; éste era el mayor de los embalses de Dummer, y retenía sus aguas un azud que no siempre podía con ellas. Comoquiera que fuese, el hielo del río siempre se rompía primero por encima del municipio de Twisted River, y a finales del invierno de 1944 los troncos descendieron como flechas por los rápidos desde el embalse Little Dummer, quebrándose el hielo al paso de los maderos, por lo que tanto las placas de hielo roto como los troncos, sin obstáculo alguno, afluyeron en aluvión al remanso del río.

Esto ocurría invariablemente a finales del invierno o principios de la primavera, sólo que por lo regular pasaba de día, porque de día las temperaturas eran más altas. En 1944, la avalancha de troncos penetró en el remanso de noche. Ketchum empujaba a Dominic por el hielo desrizándolo sobre el fondillo del pantalón; la guapa esposa del cocinero, «unos años mayor», bailaba en torno a ellos.

¿Formaba parte del relato de Jane la Piel Roja sobre lo sucedido aquella noche la expresión «unos años mayor»? (Danny Baciagalupo no se acordaba, aunque sabía con certeza que Jane nunca dejaba de intercalar —en el momento en que los troncos irrumpían en el remanso— la antedicha «notable coincidencia» de que Ketchum y la Prima Rosie tenían la misma edad). Jane la Piel Roja abrió la puerta de la cocina del pabellón; se disponía a decirles que dejaran ya de gritar «¡Capullos!», o de lo contrario despertarían al pequeño Danny. Debido a la altura a la que se hallaba por encima del remanso, oyó el ruido de la turbulenta avalancha de agua y troncos. Durante todo el invierno el hielo y la nieve habían acallado el sonido del río. Pero no así la noche de ese sábado. Jane cerró la puerta de la cocina y corrió cuesta abajo.

Ahora ya nadie gritaba «¡Capullos!». El primer madero saltó por encima del hielo en el remanso; los troncos estaban mojados y, sobre el hielo, parecieron cobrar velocidad. Algunos, al penetrar en el remanso, se sumergieron bajo el hielo; al volver a subir a la superficie, los más grandes traspasaron el hielo desde abajo. «Como torpedos», decía siempre Jane la Piel Roja.

Para cuando Jane llegó al remanso, los troncos, por su puro peso, rompían ya el hielo; en cuanto el hielo empezó a resquebrajarse y abrirse, algunas de las placas eran del tamaño de un coche. Ketchum dejó al cocinero sentado sobre el hielo en cuanto vio desaparecer a Rosie. Ella estaba ejecutando sus dos-á-dos y de pronto, en cuestión de décimas de segundo, la perdió de vista detrás de una placa de hielo grande como una pared. Al cabo de un momento los troncos cubrían por completo la zona donde ella había estado. Ketchum se abrió paso por encima de los fragmentos de hielo y los oscilantes troncos hasta donde el cocinero había caído de costado. Dominic Baciagalupo flotaba aguas abajo sobre una placa de hielo del tamaño de un púlpito.

—¡Se ha ido, Coci! ¡Se ha ido! —vociferaba Ketchum. El cocinero se incorporó, sorprendido al ver surgir de la superficie del remanso un tronco y caer estruendosamente junto a él.

—¿Rosie? —preguntó Dominic. Si hubiese gritado entonces «Yo también te quiero», no se habría producido ningún eco perceptible, no en medio de la estruendosa música creada por los troncos y el hielo roto. Ketchum se cargó sobre los hombros al cocinero y, de puntillas, saltó de tronco en tronco hasta la margen del río; a veces pisaba un témpano de hielo en lugar de un tronco y la pierna se le hundía hasta por encima de la rodilla.

—¡Capullos! —gritaba Jane la Piel Roja desde la orilla, a los dos, o a los tres—. ¡Capullos! ¡Capullos! —exclamaba una y otra vez.

El cocinero, empapado y aterido, tiritaba; le castañeteaban los dientes, pero Ketchum y Jane entendieron de sobra sus palabras.

—No puede haberse ido, Ketchum… ¡No puede haber desaparecido así sin más!

—Pero sí se fue así de rápido, Danny —decía la lavaplatos al niño—. Más rápido de lo que la luna puede esconderse detrás de una nube. Así se fue tu madre. Y cuando regresamos al pabellón, tú estabas totalmente despierto y chillabas, más que con cualquiera de las pesadillas que te vi tener. Para mí fue una señal de que sabías, de alguna manera, que tu madre se había ido. No hubo forma de que paraseis de llorar, tú y tu padre. Ketchum había cogido un cuchillo de carnicero. Estaba allí inmóvil, en la cocina, con la mano izquierda en el tajo, sosteniendo el cuchillo con la derecha. «No lo hagas», le dije, pero él seguía mirándose la mano izquierda encima de la tabla, imaginándose sin ella, supongo. Lo dejé para ir a cuidar de tu padre y de ti. Cuando volví a la cocina, Ketchum ya no estaba. Busqué su mano izquierda por todas partes, convencida de que aparecería en algún sitio. No quería que la encontrarais tu padre o tú.

—Pero ¿no se cortó la mano? —la interrumpía siempre Danny.

—Pues no, no se la cortó —respondía Jane al niño con cierta impaciencia—. Te habrás fijado en que Ketchum todavía tiene la mano izquierda, ¿no?

A veces, sobre todo cuando Ketchum se emborrachaba, Danny había notado cómo se miraba el maderero la mano izquierda; así se miró también la escayola la noche anterior. Si Jane la Piel Roja hubiese visto a Ketchum mirarse la escayola, tal vez lo hubiese interpretado como una señal de que Ketchum pensaba aún en cortarse la mano. (Pero ¿por qué la izquierda?, se preguntaba Danny Baciagalupo. Ketchum era diestro. Si uno se odiaba, si se consideraba responsable de algo y de verdad quería administrarse un correctivo, ¿no desearía cortarse la mano hábil?). Todos trajinaban en la cocina: las gordas, el esbelto cocinero y su hijo, más espigado aún. Nadie pasaba por detrás de otro sin avisar «¡Detrás de ti!», o sin apoyar la mano en su espalda. Cuando las esposas de los trabajadores de la serrería pasaban por detrás de Danny, a menudo le daban una palmada en el culo. Una o dos de ellas también le daban una palmada en el culo al cocinero, pero no en presencia de Jane la Piel Roja. Danny había advertido cómo a menudo se interponía Jane entre su padre y las ayudantes de cocina, sobre todo en el estrecho pasadizo entre el fogón y la encimera, más estrecho aún cuando era necesario abrir las puertas de los hornos. En la cocina del pabellón había otros espacios nada anchos que complicaban la vida a quienes guisaban y a quienes servían, pero ese paso entre el fogón y la encimera era el peor.

Ketchum había salido a orinar —al parecer, una inveterada costumbre de los tiempos de los wanigans— mientras Jane la Piel Roja iba al comedor a poner las mesas. En «los buenos tiempos» de los campamentos madereros ambulantes, Ketchum se complacía en despertar a los gancheros y demás madereros orinando en el revestimiento metálico de los wanigans dormitorio. «¡Hay un wanigan en el río!», le gustaba alertar a gritos. «¡Dios bendito, se lo lleva la corriente!». Acto seguido, se oía un guirigay de juramentos en el interior de los habitáculos portátiles.

Ketchum también se complacía en aporrear el revestimiento metálico de los wanigans dormitorio con un bichero. «¡No dejéis entrar al oso!», aullaba. «¡Dios mío, ha pillado a una de las mujeres! ¡Dios mío, Virgen santa! ¡No!». Danny, valiéndose de un cucharón, llenaba las jarras de sirope de arce caliente, que estaba en la olla colocada en el quemador del fondo. Una de las esposas de los trabajadores de la serrería echaba el aliento en la nuca al niño. «¡Detrás de ti, encanto!», dijo la mujer con voz ronca. Su padre hundía el pan de plátano en el huevo batido; una de las ayudantes ponía las torrijas de pan de plátano en la plancha mientras otra revolvía el picadillo de cordero con una espátula.

Antes de salir para su meada en apariencia interminable, Ketchum había hablado con el niño de doce años.

—A las nueve, el domingo por la mañana, Danny; recuérdaselo a tu padre.

—Allí estaremos —había contestado el niño.

—¿Qué planes tienes con Ketchum? —susurró Jane la Piel Roja al oído del niño de doce años. Pese a la corpulencia de la mujer, el niño no se había dado cuenta de que la tenía detrás; en un primer momento la había confundido con la mujer del trabajador de la serrería que le había echado el aliento en la nuca, pero era Jane, que había regresado del comedor.

—Papá y yo hemos quedado con Ketchum en la Presa de la Muerta el domingo por la mañana —contestó Danny.

Jane cabeceó, y la larga trenza, más larga que una cola de caballo, osciló por encima de su enorme trasero.

—Así que Ketchum lo ha convencido —comentó ella con tono de desaprobación; el niño no le veía los ojos, ocultos por la visera de la gorra de los Indios de Cleveland. Como siempre, el jefe Wahoo miraba con su sonrisa enloquecida al niño de doce años.

En la cocina, la coreografía casi perfecta habría pasado inadvertida a una persona ajena a aquel espacio, pero Danny y la lavaplatos india ya estaban acostumbrados. Para ellos, todo seguía igual que siempre, empezando por el propio cocinero, que sostenía con las manoplas la bandeja caliente de bollos mientras las mujeres de los trabajadores de la serrería le dejaban paso diestramente, una de ellas vaciando al mismo tiempo, con unos golpes, los moldes de las magdalenas en una gran fuente de porcelana, uno a uno. Nadie tropezaba con nadie pese al considerable volumen de todos, excepto de Danny y su padre, que eran (en comparación) muy menudos.

Por el exiguo pasadizo entre la encimera y el fogón, donde había cazos o sartenes en seis de los ocho quemadores, el cocinero y la lavaplatos india se cruzaron rozándose la espalda. Eso no era ninguna novedad —ocurría continuamente—, pero Danny advirtió un matiz en su danza, y oyó (cosa que nunca antes había sucedido) el breve pero claro diálogo entre ellos. Cuando se cruzaron, rozándose la espalda, Jane topó adrede con Dominic: apenas lo tocó con su enorme trasero a la altura de media espalda, porque el cocinero le llegaba a Jane a los hombros.

—Y ahora un dos-a-dos con tu pareja —dijo la lavaplatos.

Pese a su cojera, el cocinero no perdió el equilibrio; no se le cayó de la bandeja ni un solo bollo.

—Dos-a-dos —susurró Dominic Baciagalupo. Jane la Piel Roja ya había pasado por detrás de él. Sólo Danny había advertido el roce, aunque si Ketchum hubiese estado allí, borracho o sereno, lo habría advertido también. (Pero Ketchum, claro, seguía fuera; todavía orinando, cabía suponer).