1. Bajo los troncos

El joven canadiense, que tendría a lo sumo quince años, había vacilado más de la cuenta. Suspendido en el aire por un instante, dejó de mover los pies sobre los troncos que flotaban en el remanso situado por encima del recodo del río; antes de que alguien alcanzase a sujetar su mano extendida, ya se había hundido por completo. Uno de los madereros, más veterano, tendió el brazo hacia el largo cabello del joven: buscó a tientas con los dedos en el agua gélida, densa, casi tan espesa como un caldo a causa de los fragmentos de corteza desprendidos. De repente dos troncos chocaron con fuerza, atraparon el brazo del frustrado rescatador y le partieron la muñeca. La alfombra de maderos en movimiento se había cerrado por completo sobre el joven canadiense, que ya no volvió a salir a la superficie; no asomó nada de él sobre aquella agua marrón, ni tan siquiera una mano o una bota.

En un atasco de troncos, tan pronto como se conseguía destrabar el madero clave, los gancheros tenían que moverse con rapidez y sin parar; si se detenían, aunque fuera sólo por uno o dos segundos, se veían lanzados a la impetuosa corriente. En el acarreo de una maderada, uno podía morir aplastado entre los troncos que avanzaban corriente abajo antes de ahogarse, pero ahogarse era lo más habitual.

Desde la margen del río, donde el cocinero y su hijo de doce años oyeron los juramentos del maderero que se había partido la muñeca, saltó a la vista de inmediato que alguien se hallaba en una situación más apurada que el frustrado rescatador, quien, tras liberar su brazo herido, había recuperado el equilibrio sobre los troncos en movimiento. Los otros cuadrilleros, sin prestarle la menor atención, se dirigieron con pasos cortos y ligeros hacia la orilla, voceando el nombre del muchacho perdido. Los hombres hincaban sin cesar sus bicheros en los troncos flotantes para encauzarlos. Los gancheros buscaban, en su mayoría, el camino más seguro hacia la orilla; pero, a ojos del esperanzado hijo del cocinero, daba la impresión de que quizás intentaban abrir un espacio de anchura suficiente para que el joven canadiense saliera a la superficie. Cierto que en ese momento sólo había huecos intermitentes entre los maderos. Así de rápido desapareció el chico que se había presentado ante ellos como «Ángel Pope, de Toronto».

—¿Es Ángel? —preguntó a su padre el niño de doce años.

Quizás alguien hubiera podido confundir a este chico, por sus ojos de color castaño oscuro y su expresión extremadamente seria, con el hermano menor de Ángel; pero en todo caso era inconfundible el parecido familiar entre el niño de doce años y su padre, un hombre siempre alerta. En el cocinero se advertía un halo de aprensión contenida, como si por norma esperase los desastres más imprevistos, y en la seriedad de su hijo se traslucía un reflejo de eso mismo; a decir verdad, el chico era el vivo retrato de su padre, tanto es así que varios de los leñadores habían manifestado su sorpresa por el hecho de que el hijo no caminase también con la acusada cojera del padre.

El cocinero sabía de sobra que el joven canadiense era quien, en efecto, había caído bajo los troncos. Él mismo había advertido a los madereros que Ángel estaba demasiado verde para trabajar con la cuadrilla delantera; el muchacho no debería haberse metido a intentar deshacer un atasco de troncos. Pero seguramente el chico tenía ganas de complacer, y tal vez en un primer momento los gancheros no habían reparado en su presencia.

En opinión del cocinero, Ángel Pope también estaba demasiado verde (y era demasiado torpe) para trabajar en las inmediaciones de la sierra principal en la serrería. Ése era estrictamente territorio del aserrador, un puesto muy cualificado en la planta. Otro puesto bastante cualificado, aunque no muy peligroso, era el de operario de la cepilladora.

Los puestos más peligrosos y menos cualificados incluían el trabajo en la cambra, donde se metían los troncos en la planta haciéndolos rodar y se subían al carro de aserrado, o la descarga de los camiones. Antes de aparecer los dispositivos de carga mecánicos, los troncos se descargaban mediante bastidores basculantes colocados en los costados de los camiones; esto permitía vaciar de golpe toda la carga de un camión. Pero los bastidores a veces no basculaban, y en ocasiones los hombres quedaban atrapados bajo una cascada de troncos mientras intentaban desatrancar un bastidor.

A entender del cocinero, Ángel no debería haber ocupado ningún puesto que le exigiese estar en las proximidades de troncos en movimiento. Pero los leñadores le habían tomado tanto cariño al joven canadiense como el cocinero y su hijo, y Ángel había dicho que le aburría trabajar en la cocina. El joven quería una tarea más física y le gustaba el aire libre.

El reiterado golpeteo de los bicheros al hincarse en los troncos quedó brevemente interrumpido por los gritos de los gancheros que habían localizado el bichero de Ángel a más de cincuenta metros de donde el muchacho había desaparecido. El bichero, de cuatro metros y medio, flotaba a cierta distancia de la maderada, hacia donde lo habían arrastrado las corrientes del río.

El cocinero pudo ver que el cuadrillero de la muñeca rota había llegado a la orilla empuñando su propio bichero con la mano ilesa. Primero por lo familiares que le resultaban sus juramentos, y sólo en segundo lugar por su pelo apelmazado y su enmarañada barba, supo que el herido era Ketchum, no precisamente un neófito en cuanto al carácter traicionero de la maderada.

Corría el mes de abril —no mucho después del último deshielo y el inicio de la temporada del barro—, pero hacía poco que la superficie helada del remanso se había resquebrajado al abrirse paso a través del hielo los primeros troncos cauce arriba, desde los embalses de Dummer. El río bajaba frío como el hielo y muy crecido, y muchos de los leñadores llevaban las barbas pobladas y largas melenas, lo que a mediados de mayo les proporcionaría cierta protección contra la mosca negra.

Ketchum yacía de espaldas en la orilla como un oso embarrancado. La masa de troncos en movimiento fluía ante él. La maderada parecía una balsa salvavidas, y los gancheros que seguían en el río semejaban náufragos en el mar, sólo que el color del mar cambiaba por momentos de marrón verdoso a negro azulado. Las aguas del Twisted River estaban densamente teñidas de taninos.

—¡Joder, Ángel! —exclamó Ketchum, tendido de espaldas—. Mira que te lo dije: «Mueve los pies, Ángel. ¡Tienes que mover los pies sin parar!». Joder.

Para Ángel, la inmensa extensión de troncos no había sido una balsa salvavidas y muy probablemente se había ahogado o había muerto aplastado en el remanso por encima del recodo; no obstante, los leñadores (Ketchum entre ellos) seguirían la maderada al menos hasta la desembocadura del Twisted River, en el pantano de Pontook, donde se alzaba la Presa de la Muerta. La presa de Pontook, en el río Androscoggin, había creado ese pantano; los troncos, una vez en el curso del Androscoggin, encontrarían primero, en las afueras de Milán, los canales de clasificación. Aguas abajo, en Berlín, el Androscoggin alcanzaba un desnivel de setenta metros en un tramo de cinco kilómetros: dos fábricas de papel parecían dividir el río a la altura de los canales de clasificación de Berlín. No era inconcebible imaginar que el joven Ángel Pope, de Toronto, fuese de camino hacia allí.

Al anochecer, el cocinero y su hijo aún intentaban rescatar las sobras, para la comida del día siguiente, entre las numerosas cenas que habían quedado intactas en el comedor del pequeño poblado, una sala en el pabellón-cocina del llamado «municipio» de Twisted River, que sólo era un poco mayor y sólo algo menos provisional que un campamento maderero. No mucho tiempo atrás el único comedor disponible durante el acarreo de la maderada ni siquiera estaba en una sala. Por aquellas fechas contaban con una cocina ambulante instalada de forma permanente en la caja de un camión; la acompañaba un segundo camión con un comedor modular que se descargaba y había que montar. Esto era en la época en que el campamento se trasladaba continuamente en camiones y se plantaba aquí y allá a orillas del Twisted River en función del lugar donde tenían previsto trabajar los madereros.

Por entonces, aparte de los fines de semana, los gancheros rara vez regresaban al municipio de Twisted River a comer o dormir. A menudo el cocinero del campamento guisaba en una tienda de campaña. Todo debía ser totalmente transportable; incluso los cubículos donde se dormía eran cajas de camión acondicionadas.

Ahora nadie sabía qué iba a ser del municipio de Twisted River, una localidad no precisamente próspera, situada a medio camino entre el remanso del río y los embalses de Dummer. Allí vivían los trabajadores de la serrería y sus familias, y la compañía maderera conservaba unos barracones para los leñadores más provisionales, entre los que se encontraban no sólo los temporeros francocanadienses, sino la mayoría de los gancheros y los demás madereros. La compañía mantenía asimismo una cocina mejor equipada, un comedor en toda regla —el antedicho pabellón-cocina—, para el cocinero y su hijo. Pero ¿hasta cuándo duraría eso? Ni siquiera el dueño de la compañía habría sabido decirlo.

La industria maderera estaba en transición; algún día todos los trabajadores del sector podrían trasladarse al puesto de trabajo desde sus casas. Los campamentos de leñadores se hallaban en trance de extinción. Incluso estaban desapareciendo los wanigans, esos curiosos refugios donde dormir, comer y guardar el material, instalados no sólo en furgonetas, o sobre ruedas u orugas, sino con frecuencia también en balsas o botes.

La lavaplatos india —empleada del cocinero— le había dicho hacía tiempo al joven hijo del cocinero que wanigan procedía de una palabra abenaki, por lo que el niño llegó a preguntarse si la propia lavaplatos no sería acaso de la tribu abenaki. Quizá la mujer conocía por pura casualidad el origen de la palabra, o sencillamente decía conocerlo para dárselas de lista. (El hijo del cocinero iba al colegio con un niño indio, y, según éste, wanigan era de origen algonquino). Durante el acarreo de la maderada se trabajaba de sol a sol. En una explotación forestal, la pauta era dar de comer a los hombres cuatro veces al día. Antiguamente, cuando no era posible acercar los wanigans a algún emplazamiento del río, las dos comidas centrales del día se las llevaban a pie a los gancheros. La primera y la última se servían en el campamento base, actualmente en el comedor. Pero esa noche, por el afecto que le tenían a Ángel, muchos madereros habían prescindido de la última comida en el pabellón-cocina. A lo largo de la tarde habían ido tras la maderada hasta que la oscuridad los obligó a retirarse, y no sólo la oscuridad, sino también la conciencia cada vez mayor de que nadie sabía si la Presa de la Muerta estaba abierta o no. Desde el remanso situado por debajo del municipio de Twisted River, los troncos —y probablemente Ángel entre ellos— tal vez ya habían pasado al pantano de Pontook, pero no si la Presa de la Muerta estaba cerrada. Y si estaban abiertas las dos presas, la de la Muerta y la de Pontook, el cuerpo del joven canadiense bajaría ya sin control por el Androscoggin. Nadie sabía mejor que Ketchum que allí difícilmente encontrarían a Ángel.

El cocinero supo en qué momento los gancheros abandonaron la búsqueda: a través de la puerta mosquitera de la cocina los oyó apoyar los bicheros en la pared exterior del pabellón. Varios de los agotados buscadores se acercaron al comedor después de oscurecer, y el cocinero no tuvo valor para negarse a atenderlos. Los empleados de la cocina ya se habían marchado, a excepción de la lavaplatos, que se quedaba allí hasta tarde casi todas las noches. El cocinero, cuyo complicado nombre era Dominic Baciagalupo —o «Coci», como tenían por costumbre llamarlo los leñadores—, preparó a los hombres una cena tardía, que su hijo de doce años sirvió.

—¿Dónde está Ketchum? —preguntó el niño a su padre.

—Imagino que ha ido a curarse el brazo —contestó el cocinero.

—Seguro que tiene hambre —dijo el niño de doce años—, pero Ketchum aguanta una barbaridad.

—Para ser bebedor, tiene un aguante impresionante, sí —convino Dominic, pensando en realidad que quizá Ketchum no aguantaría aquello. Perder a Ángel Pope podía ser para Ketchum peor que para los demás, pensó el cocinero, porque el veterano maderero había tomado al joven canadiense bajo su égida. Había cuidado del chico, o al menos lo había intentado.

Ketchum tenía el pelo y la barba negrísimos, de un color azabache, como el carbón, más negro que el pelaje de un oso negro. Se casó joven, y más de una vez. Estaba distanciado de sus hijos, que, ya mayores, se habían ido cada uno por su lado. Ketchum vivía todo el año en uno de los barracones, o en cualquiera de los fonduchos de mala muerte, cuando no en un wanigan creado por él mismo, o sea, en la parte de atrás de su furgoneta, donde casi había muerto por congelación alguna de esas noches de invierno que, borracho como una cuba, perdía el conocimiento. Aun así, Ketchum había mantenido a Ángel lejos del alcohol, y había mantenido a no pocas mujeres ya talludas a distancia del joven canadiense en el local que llamaban salón de baile.

«Eres demasiado joven, Ángel», había oído decir el cocinero a Ketchum, en conversación con el muchacho. «Además, con esas señoras puedes pillar cosas». Ketchum bien debía de saberlo, había pensado el cocinero. Dominic sabía que, para Ketchum, una muñeca rota durante la conducción de una maderada era poca cosa en comparación con todo el daño que ya se había hecho a sí mismo.

En el pabellón-cocina, el continuo susurro e intermitente parpadeo de los pilotos del fogón de gas —un viejo Garland con dos hornos y ocho quemadores, más un gratinador encima ennegrecido por el fuego— parecían en perfecta armonía con las lamentaciones de los madereros durante su cena tardía. Todos habían sucumbido al encanto del muchacho perdido, a quien habían adoptado como quien acoge a un perro o un gato callejero. También el cocinero había sucumbido. Acaso viera en ese adolescente, de una alegría poco común, una encarnación de cómo sería su hijo de doce años en el futuro, ya que Ángel tenía una expresión afable y una sincera curiosidad, y no presentaba el talante huraño y retraído del que por lo visto adolecían los contados jóvenes de su edad establecidos en un lugar tan agreste y rudimentario como Twisted River.

Esto resultaba tanto más singular cuanto que el joven, según les había contado recientemente, se había fugado de casa.

—Eres italiano, ¿verdad? —había preguntado Dominic Baciagalupo al chico.

—No soy de Italia, no hablo italiano; viniendo de Toronto, poco italiano se puede ser —había contestado Ángel.

El cocinero se había mordido la lengua. Dominic sabía alguna que otra cosa sobre los italianos de Boston; al parecer, algunos entraban en discordia por su grado de italianidad. Y el cocinero sabía que Ángel, en la madre patria, habría podido ser un «Angelo». (Cuando Dominic era niño, su madre lo llamaba «Angelú», que, con su acento siciliano, sonaba «Angeluuu»). Pero después del accidente no se encontró ningún efecto personal con el nombre de Ángel Pope escrito en él; entre las escasas pertenencias del chico no se incluía ni un solo libro ni una sola carta que lo identificara. Si tenía algún documento de identidad, se había hundido en el remanso con él —guardado probablemente en el bolsillo de los vaqueros—, y si no se localizaba el cadáver, sería imposible informar a la familia de Ángel, o a aquellos de quienes el chico había huido.

Legal o ilegalmente, con o sin la documentación debida, Ángel Pope había cruzado la frontera canadiense y entrado en New Hampshire. Y no por el camino más habitual: Ángel no era de Quebec. Había insistido en que procedía de Ontario: no era francocanadiense. El cocinero no había oído pronunciar a Ángel una sola palabra en francés, tampoco en italiano, y los francocanadienses del campamento no querían saber nada del chico fugado; al parecer, no les gustaban los anglocanadienses. Ángel, por su parte, se mantenía a distancia de los franceses; aparentemente, no sentía más simpatía por los quebequeses que la que ellos sentían por él.

Dominic había respetado la intimidad del chico; ahora el cocinero lamentaba no saber más sobre Ángel Pope, ni de dónde era. Ángel había sido un compañero cordial y ecuánime con el hijo de doce años del cocinero, Daniel, o Danny, como llamaban al niño los madereros y los trabajadores de la serrería.

En Twisted River, casi todos los hombres en edad laboral conocían al cocinero y a su hijo, y algunas mujeres también.

Dominic se había visto en la necesidad de conocer a unas cuantas mujeres —en general, para ayudarlo a cuidar de su hijo—, porque había perdido a su esposa, la joven madre de Danny hacía ya una década, tiempo que a él se le antojaba una eternidad.

Dominic Baciagalupo sospechaba que Ángel Pope tenía cierta experiencia en los trabajos de cocina, que el chico había realizado con cierta torpeza pero sin quejas, y con una economía de movimientos que sólo la familiaridad con el trabajo podía dar, pese a haber declarado aburrirse con toda tarea propia de la cocina, y a su propensión a cortarse en el tajador.

Además, el joven canadiense era aficionado a la lectura; había cogido prestados muchos libros que en su día pertenecieron a la difunta esposa de Dominic, y con frecuencia le leía en voz alta a Daniel. En opinión de Ketchum, Ángel había leído Robert Louis Stevenson al pequeño Dan «hasta la exageración», no sólo Secuestrado y La isla del tesoro, sino también su novela inacabada, escrita en el lecho de muerte. St. Ivés, las aventuras de un preso francés en Inglaterra, que, según Ketchum, debería haberse ido a la tumba con su autor. Justo antes del accidente en el río, Ángel le estaba leyendo a Danny Los traficantes de naufragios. (Respecto a esta novela, Ketchum no se había pronunciado aún). En fin, fuera cual fuese el origen de Ángel Pope, tenía estudios, eso sin duda, más que la mayoría de los leñadores francocanadienses que el cocinero había conocido. (Y más también que la mayoría de los trabajadores de la serrería y los leñadores autóctonos).

—¿Por qué tenía que morir Ángel? —preguntó Danny a su padre.

En ese momento, después de marcharse los madereros a dormir, o tal vez a beber, tras su tardía cena, el niño de doce años ayudaba al cocinero a limpiar las mesas del comedor. La lavaplatos india, pese a que a menudo trajinaba en el pabellón-cocina hasta bien entrada la noche, o como mínimo hasta mucho después de acostarse Danny, había acabado ya sus quehaceres y vuelto al pueblo en su furgoneta.

—Ángel no tenía que morir, Daniel; ha sido un accidente evitable. —El cocinero, en su vocabulario, aludía con frecuencia a los accidentes evitables, y su hijo de doce años conocía de sobra las tétricas y fatalistas ideas de su padre sobre la falibilidad humana, y muy en particular sobre la temeridad de la juventud—. Estaba demasiado verde para conducir una maderada —añadió el cocinero como si ahí se acabase el problema.

Danny Baciagalupo conocía la opinión de su padre acerca de todo aquello para lo que Ángel, o cualquier chico de su edad, estaba demasiado verde. El cocinero también habría preferido mantener a Ángel alejado de un peavey. (La característica más importante del peavey, un tipo de bichero, era el gancho articulado que permitía hacer rodar a mano un tronco pesado). Según Ketchum, los «viejos tiempos» habían sido más peligrosos. Ketchum sostenía que trabajar con los caballos, sacar las narrias del bosque en invierno, era un trabajo de alto riesgo. En invierno los leñadores se adentraban en las montañas. Talaban los árboles y (no hacía mucho tiempo) empleaban caballos para retirar de allí la madera, tronco a tronco. Las narrias, o carromatos sin ruedas, eran arrastradas como trineos por la nieve helada, tan dura que ni siquiera los cascos de los caballos la perforaban, porque cada noche los surcos se helaban en los arrastraderos. Después llegaba la temporada de la nieve derretida y el barro, y entonces «por aquellas fechas», como decía Ketchum se interrumpían todos los trabajos en el bosque.

Pero incluso eso estaba cambiando. Como la nueva maquinaria maderera podía trabajar en terrenos embarrados y arrastrar los troncos recorriendo distancias mucho mayores hasta pistas forestales mejoradas, transitables en todas las estaciones del año, la temporada del barro ya no era tanto problema, y los caballos daban paso a los tractores oruga.

Los bulldozers permitían abrir una pista hasta la mismísima zona de tala, y desde allí la madera podía sacarse en camión. Los camiones transportaban la madera a sitios de recogida más céntricos, bien al aguadero de un río, a un remanso o a un embalse; de hecho, el transporte rodado sustituiría muy pronto a la conducción fluvial de maderadas. Atrás quedaron los tiempos en que se utilizaban malacates de frenado para aligerar el esfuerzo de los caballos en las pendientes más escarpadas. «La yunta podía resbalar sobre las ancas», había contado Ketchum al pequeño Dan. (Ketchum valoraba muy positivamente a los bueyes por su paso firme en nieve profunda, pero el uso de los bueyes nunca había estado muy extendido). Atrás quedó también el transporte ferroviario de madera en los bosques; en el valle del Pemigewasset tocó a su fin en el 48, el mismo año en que un primo de Ketchum resultó muerto por una locomotora Shay en la fábrica de papel de Livermore Falls. La Shay pesaba cincuenta toneladas y se había empleado para retirar los últimos raíles del bosque. El balasto de las antiguas vías de tren permitió crear arrastraderos firmes para los camiones en la década de 1950, aunque Ketchum aún recordaba un asesinato en el ferrocarril del río Beebe, en la época en que él iba de arriero en un trineo cargado de pícea virgen de primera calidad con un tiro de cuatro caballos. Ketchum también fue arriero en uno de los primeros tractores de arrastre a vapor Lombard, uno de aquellos guiados por un caballo. El caballo hacía girar los patines delanteros y el arriero se sentaba al frente del tractor; modelos posteriores sustituyeron al caballo y al arriero por un timonel y un volante. Ketchum había sido también timonel, como Danny Baciagalupo sabía; estaba claro que Ketchum había hecho de todo.

Los caminos transitados en su día por el viejo tractor de arrastre Lombard en los alrededores de Twisted River eran ahora pistas forestales para la circulación de camiones, aunque quedaba en la zona algún que otro Lombard abandonado. (Todavía hay uno en pie en Twisted River, y otro, éste volcado, en el campamento maderero de West Dummer, o Paris, como solía llamarse al poblado por influencia de la Compañía Manufacturera Paris, de Paris, en Maine). El Phillips Brook descendía hasta Paris y afluía al Ammonoosuc, que desembocaba a su vez en el río Connecticut. Los gancheros conducían trozas de frondosas por el Phillips Brook hasta Paris, y también algo de madera para pasta. La serrería de Paris se dedicaba exclusivamente a la madera de frondosas —la compañía manufacturera de Maine fabricaba toboganes—, y el campamento maderero de Paris, con su serrería a vapor, había transformado el aprisco para los caballos en un taller de meca nizado. También se hallaba allí la casa del gerente de la serrería, junto con un barracón para setenta y cinco hombres, una cantina y unas cuantas viviendas unifamiliares muy rudimentarias, además de un manzanar, plantado por algún optimista, y una escuela. El hecho de que no hubiese escuela en el municipio de Twisted River, y de que nadie hubiese sido tan optimista en cuanto a la capacidad de permanencia del pueblo como para plantar manzanos, había dado origen a la opinión (sostenida principalmente en Paris) de que el campamento maderero constituía una comunidad más civilizada, y menos provisional, que Twisted River.

Desde lo alto del promontorio situado entre ambos reductos, ningún adivino habría sido tan necio como para presagiar éxito o longevidad a ninguno de los dos poblados. Danny Baciagalupo había oído augurar a Ketchum un final aciago para el campamento maderero de Paris y también para Twisted River, pero Ketchum «no sobrellevaba con gusto el progreso», como había advertido el cocinero a su hijo. Dominic Baciagalupo no tenía nada de trolero, y sistemáticamente ponía en duda algunas de las historias de Ketchum. «Daniel, no te apresures a tragarte la versión de Ketchum», prevenía Dominic.

¿De verdad había muerto la tía de Ketchum, una contable, al caerle una pila de viruta en la tornería de Milán? «Ni siquiera estoy muy seguro de que exista, o haya existido, una tornería en Milán, Daniel», había advertido el cocinero a su hijo. Y según Ketchum, durante una tormenta habían muerto cuatro personas en la serrería situada junto a la represa de desagüe del embalse Dummer, el mayor y más septentrional de los embalses de Dummer. Presuntamente había caído un rayo en el carro portatrozas. «Un solo rayo mató al operario de la garra y al ajustador, y por descontado al aserrador que manejaba las palancas de la sierra de cinta y al retirador», había dicho Ketchum a Danny. Según testigos presenciales, la serrería había quedado reducida a cenizas.

«Me sorprende que no hubiese entre las víctimas ningún pariente de Ketchum, Daniel», se limitó a decir Dominic.

De hecho, otro primo de Ketchum había caído a la tronzadora múltiple en la fábrica de pasta de madera; y un tío suyo acabó con la crisma rota al salir despedido un madero de metro veinte en la planta de troceado, donde cortaban largos troncos de pícea en palos del tamaño adecuado para hacer pasta. Y en otro tiempo había en el embalse Dummer un cabestrante de vapor flotante; se utilizaba para apilar troncos a la entrada de la serrería junto a la represa de desagüe, pero el motor estalló. Entre la nieve de primavera se encontró una oreja humana congelada en la isla del embalse, donde todos los árboles quedaron chamuscados por la explosión. Después, contó Ketchum, un hombre empleó la oreja como cebo para pescar bajo el hielo del pantano de Pontook.

—¿Parientes tuyos también? —había preguntado el cocinero.

—No que yo sepa —contestó Ketchum.

Ketchum sostenía asimismo que había conocido al «capullo legendario» que había construido un aprisco para caballos río arriba, por encima del barracón y la cantina del Campamento Cinco. Cuando todos los hombres del campamento maderero enfermaron, cogieron al individuo, según la pretendida leyenda, y lo colgaron de una red de bridas sobre el pozo de estiércol del aprisco, «hasta que el capullo perdió el conocimiento por los efluvios».

«Como ves, Daniel, Ketchum añora los viejos tiempos», le había dicho el cocinero a su hijo.

Dominic Baciagalupo conocía alguna que otra anécdota, en su mayoría no aptas para contarse. Y las anécdotas que el cocinero sí podía contar a su hijo no captaban la imaginación del pequeño Dan como las de Ketchum. Estaba la del hoyo de alubias frente a la tienda de campaña del cocinero en Chickwolnepy, cerca del embalse Success. Durante el acarreo de una maderada, en los antedichos viejos tiempos, Dominic había cavado un hoyo, de más de un metro de diámetro, para guisar unas alubias bajo tierra, y al acostarse, después de cubrir el hoyo con ceniza caliente y tierra, las dejó allí a cocer. A las cinco de la madrugada, cuando aquello estuviese bien caliente, desenterraría la cazuela para el desayuno. Pero cuando aún era de noche, un francocanadiense salió del wanigan donde dormía (probablemente para echar una meada); iba descalzo y al caer en el hoyo de las alubias se quemó los pies.

—¿Y ya está? ¿Ahí se acaba la historia? —le había preguntado Danny a su padre.

—Bueno, digamos que es una historia de cocineros, supongo —había comentado Ketchum, por amabilidad. Ketchum, en broma, mortificaba a Dominic por el hecho de que en el alto Androscoggin los espaguetis estuviesen sustituyendo a las alubias con tomate y a la crema de guisantes—. Por aquí nunca habíamos tenido muchos cocineros italianos —decía Ketchum, guiñando un ojo a Danny.

—¿Me estás diciendo que preferirías las alubias con tomate y la crema de guisantes a la pasta? —preguntaba el cocinero a su viejo amigo.

—Tu padre es de lo más picajoso, ¿verdad? —decía Ketchum a Danny, guiñándole el ojo otra vez—. ¡Por los clavos oxidados de Cristo! —había declarado Ketchum a Dominic más de una vez—. ¡Mira que eres picajoso!

Ahora había llegado otra vez la temporada del barro, la época del año en que el río bajaba crecido. Una de las compuertas había dado paso a una impetuosa avenida de agua —lo que Ketchum llamaba «fuerza de empuje», y probablemente era la compuerta del extremo oriental del embalse Little Dummer— y la corriente se había llevado a un chico de Toronto, muy verde, al que apenas conocían.

Pronto los madereros ya no aumentarían más el caudal de agua en el Twisted River. Esto lo hacían construyendo azudes en los torrentes que afluían al cauce de acarreo principal; en primavera, el agua retenida por dichos azudes se dejaba ir a fin de acrecentar el volumen y el ímpetu de la corriente para una mejor conducción de la maderada. Las trozas para pasta se apilaban en dichos torrentes (y en las márgenes) durante el invierno; luego flotaban hasta el Twisted River arrastradas por el agua de los azudes. Si esto se llevaba a cabo poco después del deshielo, el agua bajaba rauda y los troncos en movimiento excavaban las orillas.

En opinión del cocinero, el Twisted Puver, el «Río Tortuoso», no tenía recodos suficientes para justificar tal nombre. El río descendía recto desde las montañas, con sólo dos recodos. Pero para los madereros, en particular los veteranos que habían dado nombre al río, esos dos recodos, por su complicación, bastaban para causar traicioneros atascos de troncos todas las primaveras, sobre todo aguas arriba, por encima del remanso, en el tramo más próximo a los embalses de Dummer. Por lo regular era necesario destrabar a mano los maderos atrancados en los dos recodos del río; en el superior, donde la corriente era más torrencial, no se habría permitido a nadie tan verde como Ángel trabajar en un atasco.

Pero Ángel había perecido en el remanso, donde las aguas del río bajaban con relativa calma. Los propios troncos encrespaban ligeramente la superficie del remanso, pero las corrientes eran más bien moderadas. Y en ambos recodos se eliminaban los mayores atascos con dinamita, cosa que Dominic Baciagalupo deploraba. Las detonaciones provocaban gran escandalera en las ollas y las sartenes y los utensilios colgados en la cocina del pabellón; en el comedor, los azucareros y los frascos de ketchup resbalaban y se caían de las mesas. «Puede que a tu padre no se le dé muy bien contar historias, Danny, pero está claro que la dinamita no es lo suyo», como le había dicho Ketchum al niño.

Desde el remanso situado río abajo, más allá del municipio de Twisted River, las aguas corrían hacia el Androscoggin. Aparte del Connecticut, los grandes ríos madereros del norte de New Hampshire eran el Ammonoosuc y el Androscoggin: ambos ríos eran asesinos constatados.

Pero algunos gancheros se habían ahogado, o habían muerto aplastados, en el tramo relativamente corto de rápidos entre el embalse Litde Dummer y el municipio de Twisted River, así como también en el remanso. Ángel Pope, el joven canadiense, no era el primero; tampoco sería el último.

Y en los poblados en trance de extinción de Twisted River y Paris no pocos trabajadores de la serrería habían quedado mutilados, o incluso habían perdido la vida; muchos de ellos, lamentablemente, debido a las peleas en las que se enzarzaban con los leñadores en ciertos bares. No había mujeres suficientes —ésa acostumbraba ser la causa de las peleas—, aunque, según Ketchum, el problema residía en que no había bares suficientes. Comoquiera que fuese, en Paris no había bares, y en ese campamento maderero sólo vivían mujeres casadas.

Ajuicio de Ketchum, esa combinación empujaba a los hombres de Paris a enfilar la pista forestal camino de Twisted River casi cada noche. «No tendrían que haber construido el puente del Phillips Brook», afirmaba también Ketchum.

Ante lo que el cocinero, una de las veces, comentó a su hijo:

—Como ves, Daniel, Ketchum ha demostrado una vez más que, al final, el progreso nos matará a todos.

—Las ideas católicas nos matarán mucho antes, Danny —repuso Ketchum—. Los italianos son católicos, y tu padre es italiano, y eso eres tú también, claro, aunque ni tú ni tu padre sois muy italianos, ni muy católicos, por lo que se refiere a las ideas. Cuando digo «ideas católicas», hablo sobre todo de los franco-canadienses. Ellos, por ejemplo, tienen tantos hijos que a veces les ponen número en lugar de nombre.

—Santo cielo —dijo Dominic Baciagalupo, cabeceando.

—¿Eso es verdad? —quiso saber el pequeño Dan.

—¿Qué clase de nombre es Vingt Dumas? —preguntó Ketchum al niño.

—¡Roland y Joanne Dumas no tienen veinte hijos! —exclamó el cocinero.

—Juntos no, quizá —contestó Ketchum.

—¿Y qué pasó con el pequeño Vingt, pues? ¿Fue un lapsus? —Dominic volvía a cabecear.

—¿Qué? —preguntó Ketchum.

—Prometí a la madre de Daniel que el chico recibiría una educación como es debido —contestó el cocinero.

—Ya, bueno, yo sólo hago el esfuerzo de enriquecer la educación de Danny —adujo Ketchum.

—«Enriquecer» —repitió Dominic, aún cabeceando—. Ese vocabulario, Ketchum…-empezó a decir el cocinero, pero se calló a mitad de la frase; no añadió nada más.

Ni las historias ni la dinamita eran lo suyo, pensó Danny Baciagalupo de su padre. El niño lo quería mucho, pero ése era otro de los hábitos del cocinero, y su hijo lo había notado:

Dominic a menudo dejaba inacabados sus pensamientos. (O al menos no los expresaba en voz alta). En el pabellón, aparte de la lavaplatos india y las esposas de algunos trabajadores de la serrería que ayudaban en la cocina rara vez comían mujeres, salvo los fines de semana, cuando algunos de los hombres acudían con sus familias. Por expresa prohibición del cocinero, no se consumía alcohol. La cena (o «yanta», como la llamaban los gancheros de mayor edad acostumbrados a comer en los wanigans) se servía nada más ponerse el sol, y la mayor parte de los leñadores y trabajadores de la serrería estaban sobrios durante la colación nocturna, que engullían apresuradamente y sin mediar conversación inteligible, ni siquiera los fines de semana, o cuando los gancheros no estaban en plena conducción de la maderada.

Como normalmente los hombres llegaban al pabellón después de realizar sus respectivos trabajos, se presentaban allí con la ropa sucia y oliendo a resina de pícea y corteza mojada y serrín; pero a la mesa se sentaban con las manos y la cara limpias y recién perfumadas por el jabón de brea de pino, disponible en el amplio y oscuro lavabo del pabellón-cocina, a petición del cocinero. (Lavarse las manos antes de comer era otra de las normas de Dominic). Además, las toallas del lavabo siempre estaban limpias; las toallas limpias eran una de las razones por las que la lavaplatos india solía quedarse hasta tarde. Mientras las ayudantes de cocina fregaban los últimos platos de la cena, la lavaplatos metía las toallas en las lavadoras de la lavandería, también en el pabellón-cocina. Nunca se marchaba a casa sin dejar antes todas las toallas en las secadoras, una vez concluido el ciclo de lavado.

A la lavaplatos la llamaban Jane la Piel Roja, pero nunca en su presencia. Danny Baciagalupo le tenía aprecio y, en apariencia, ella adoraba al niño. Tenía al menos diez años más que su padre (era mayor incluso que Ketchum) y había perdido a un hijo, ahogado posiblemente en el Pemigewasset, si Danny no había oído mal. O quizá Jane y su difunto hijo fueran de la Reserva Natural de Pemigewasset —es posible que procedieran originariamente de esa zona del estado, al noroeste de los aserraderos de Conway— y el malhadado hijo se hubiera ahogado en otra parte. Existían espacios naturales aún más extensos, inconmensurables, al norte de Milán, donde se hallaba la serrería de píceas: allí había otros campamentos madereros, y muchos lugares donde podía ahogarse un joven ganchero. (Jane había explicado a Danny que Pemigewasset significaba «Paso entre pinos retorcidos», lo que indujo al impresionable niño a imaginar un lugar donde había muchas posibilidades de ahogarse). Lo único que el pequeño Dan recordaba, de hecho, era que había sido un accidente durante el acarreo de una maderada en medio de un bosque, y por el cariño con que la lavaplatos miraba al hijo del cocinero, podía ser que el hijo perdido tuviera poco más o menos doce años cuando se ahogó. Danny no lo sabía, ni lo preguntó; todo lo que sabía sobre Jane la Piel Roja eran detalles que él mismo había observado en silencio u oído de forma incorrecta a escondidas.

«Escucha sólo las conversaciones dirigidas a ti, Daniel», le había advertido su padre. El cocinero se refería a que Danny no debía cometer la indiscreción de escuchar los comentarios inconexos o incoherentes que cruzaban los hombres mientras comían.

Muchas noches, después de la cena, los leñadores y los trabajadores de la serrería bebían, pero nunca tan descaradamente como en los tiempos de los wanigans, y no, por lo general, cuando a la mañana siguiente debían madrugar para conducir una maderada. Los pocos que tenían viviendas de verdad en Twisted River bebían en casa. Los temporeros —es decir, la mayoría de los leñadores y todos los trabajadores itinerantes canadienses— bebían en sus barracones, que estaban situados en la zona más húmeda del pueblo, justo por encima del remanso del río, y disponían sólo de las instalaciones más básicas. Estos albergues se encontraban a un paso de los deprimentes bares y del mal llamado salón de baile, un sórdido establecimiento donde en realidad nadie bailaba; sólo ponían música, y allí se congregaba el exiguo puñado de mujeres.

Los leñadores y los trabajadores de la serrería que tenían familia preferían el poblado de Paris, más pequeño pero, controversias aparte, más «civilizado». Ketchum se negaba a llamar Paris al campamento maderero, y prefería lo que, según él, era su verdadero nombre: West Dummer.

—Ninguna comunidad, ni siquiera un campamento maderero, debería llevar el nombre de una compañía manufacturera —declaró Ketchum. También le ofendía que una explotación forestal de New Hampshire llevara el nombre de una compañía de Maine, y para colmo una que fabricaba toboganes.

—¡Santo cielo! —exclamó el cocinero—. Pronto toda la madera que baja por el Twisted River se destinará a pasta… para hacer papel. ¿Por qué habrían de ser peores los toboganes que el papel?

—¡Los libros se hacen con papel! —afirmó Ketchum—. ¿Qué función tienen los toboganes en la educación de tu hijo?

En Twisted River escaseaban los niños y todos iban al colegio en Paris, como era el caso de Danny Baciagalupo, las pocas veces que acudía al colegio. A fin de mejorar la educación del pequeño Dan, el cocinero dejaba con cierta frecuencia a su hijo en casa, en lugar de mandarlo al colegio, para que el niño leyera un libro o dos, práctica no necesariamente fomentada en la escuela de Paris (o como Ketchum habría dicho, de West Dummer). «¡Dónde se ha visto que los niños de un campamento maderero aprendan a leer!», despotricaba Ketchum. De pequeño, él no aprendió a leer, circunstancia que siempre lo había indignado.

Al otro lado de la frontera canadiense había —y aún hay— un buen mercado para trozas y pasta de madera. El norte de New Hampshire sigue suministrando enormes cantidades de madera a las fábricas de papel de New Hampshire y Maine, y a una fábrica de muebles de Vermont. Pero de los campamentos madereros, tal como fueron en su día, sólo quedan ruinosos vestigios.

En un pueblo como Twisted River, lo único que no cambiaba era la meteorología. Desde la represa de desagüe en el extremo inferior del embalse Little Dummer hasta el remanso situado por debajo de Twisted River flotaba hasta media mañana una persistente bruma o niebla por encima de las turbulentas aguas durante todas las épocas del año, salvo cuando el río se helaba. El penetrante zumbido de las sierras procedente de los aserraderos era tan familiar y tan esperado como los trinos de los pájaros, aunque ni los sonidos del aserrado ni el canto de los pájaros eran tan inexorables como la ausencia de tiempo primaveral en esa parte de New Hampshire, salvo por el deplorable periodo desde principios de abril hasta mediados de mayo, que se distinguía por el barro congelado en lento deshielo.

Aun así, el cocinero se había quedado, y en Twisted River eran pocos los que sabían el motivo. Y todavía eran menos los que sabían qué lo había llevado hasta allí en un principio, o cuándo había llegado y de dónde. Pero aquella cojera suya tenía su historia, y ésa sí la conocía todo el mundo. En un pueblo formado en torno a una serrería o un campamento maderero, una cojera como la de Dominic Baciagalupo era relativamente común. Cuando los troncos de cualquier tamaño se ponían en movimiento, cabía la posibilidad de que un tobillo acabase aplastado. Incluso cuando el cocinero no caminaba, saltaba a la vista que la bota del pie lisiado era dos números más grande que la que calzaba en el pie ileso, y tanto si estaba sentado como de pie, la bota más grande señalaba en una dirección anómala. Para los entendidos del poblado de Twisted River, una lesión así podía deberse a los más diversos accidentes habituales en el sector.

Por aquel entonces, Dominic se hacía pasar por adolescente; a su juicio, no estaba tan verde como Ángel Pope, pero estaba «ciertamente verde», como le contaba el cocinero a su hijo. Consiguió un empleo por las tardes, después del colegio, en las plataformas de carga de uno de los grandes aserraderos de Berlín, donde trabajaba de capataz un amigo del padre ausente de Dominic. Hasta la segunda guerra mundial el supuesto amigo del padre de Dominic constituyó allí una pieza inamovible, pero el cocinero recordaba al tipo que llamaban tío Umberto como un alcohólico que siempre echaba pestes de la madre de Dominic. (Ni siquiera después del accidente el padre fugado de Dominic Baciagalupo se dignó ponerse en contacto con él, y el tío Umberto no demostró ni una sola vez ser amigo de la familia). En la cambra había una carga de trozas de madera de frondosas, en su mayor parte de arce y abedul. El joven Dominic, provisto de un peavey, metía los troncos en el aserradero cuando de pronto varios maderos rodaron simultáneamente y él no logró apartarse a tiempo. En 1936 contaba sólo doce años; manejaba el peavey con garboso aplomo. Dominic tenía entonces la misma edad que su hijo ahora; el cocinero jamás permitiría que su querido Daniel pisara una cambra, ni aunque el niño fuese ambidiestro en el manejo del peavey. Y en el caso de Dominic. cuando lo derribaron los troncos, el gancho articulado del peavey se le hincó en el muslo izquierdo, como un anzuelo sin lengüeta, y el tobillo izquierdo le quedó retorcido: triturado, hecho picadillo, bajo el peso de la madera. Por la herida del peavey no corría peligro de morir desangrado, pero en aquellos tiempos siempre existía la posibilidad de morir de septicemia. Por la herida del tobillo podía haber muerto de gangrena poco después, o más probablemente habrían tenido que amputarle el pie, si no la pierna entera.

En 1936 no había aparato de rayos X en Coos County. Las autoridades médicas de Berlín no eran partidarias de llevar a cabo complejas reconstrucciones de los tobillos chafados; en tales casos, se recomendaba la mínima intervención quirúrgica o ninguna. Era uno de esos accidentes que entraban en la categoría «esperamos a ver qué pasa»: o bien los vasos sanguíneos se habían cerrado a causa del aplastamiento y la sangre dejaría de circular con lo que los médicos tendrían que cercenar el pie, o bien los fragmentos rotos y desplazados del tobillo se unían y soldaban cada uno por su lado, y Dominic Baciagalupo cojearía y sufriría dolores por el resto de su vida. (Como así ocurrió). Tenía a su vez la cicatriz donde se le había clavado el peavey, que se parecía a la mordedura de un animal pequeño y extraño, uno con un único diente curvo y una boca que no abarcaría el muslo de un niño de doce años. E incluso antes de dar un paso, el ángulo del pie izquierdo de Dominic indicaba un pronunciado giro a la izquierda; los dedos apuntaban hacia un lado. La gente a menudo reparaba en la deformación del tobillo y el pie mal orientado antes de advertir la cojera.

Una cosa era segura: el joven Dominic no sería maderero. Para esa clase de trabajo se necesita tener buen equilibrio. Y además el aserradero era el lugar donde había resultado herido, por no hablar ya de que el «amigo» borracho de su padre fugado era el capataz. El aserradero, pues, tampoco formaría parte del futuro de Dominic Baciagalupo.

—¡Oye, Baciagalupo! —lo saludaba a menudo el tío Umberto—. Puede que tengas un apellido napolitano, pero rondas por aquí como un siciliano.

—Soy siciliano —se apresuraba a contestar Dominic; su madre parecía muy orgullosa de ello, pensaba el chico.

—Ya, bueno, pero tu apellido sí es napolitano —insistía Umberto.

—Por mi padre, supongo —conjeturaba el joven Dominic.

—Tu padre no se llamaba Baciagalupo —le informaba el tío Umberto—. Pregúntale a Nunzi de dónde salió tu apellido; te lo puso ella.

Al niño de doce años le molestaba cuando Umberto, quien a todas luces sentía antipatía por la madre de Dominic, la llamaba con el cariñoso apodo de «Nunzi», abreviatura de Annunziata, pero que Umberto no usaba de forma cariñosa ni mucho menos. (En una obra de teatro, o en una película, el público habría reconocido fácilmente a Umberto como personaje secundario: no obstante, el mejor actor para el papel de Umberto sería uno convencido siempre de que se le había asignado un papel importante).

—¿Y tú no eres mi verdadero tío, supongo? —inquiría Dominic en su diálogo con Umberto.

—Pregúntaselo a tu madre —contestaba Umberto—. Si quería que tú también fueras siciliano, debería haberte dado su apellido.

El apellido de soltera de su madre era Saetta; ella se enorgullecía del «Sai-ei-ta», que era como pronunciaba el apellido siciliano, y de todos los Saetta de quienes Dominic la había oído hablar cuando ella decidía explayarse sobre su ascendencia.

Annunziata era reacia a mencionar siquiera la ascendencia de Dominic. La poca información que el niño tenía —datos sueltos, o datos erróneos— la había reunido poco a poco y era escasa, como las pruebas parciales, o las pistas incompletas, en el juego de mesa cada vez más popular en la infancia del pequeño Dan, un juego al que el cocinero y Ketchum jugaban con el niño, y al que a veces también Jane se sumaba a la partida. (¿Era el coronel Mostaza el que estaba en la cocina con la vela, o el asesinato lo había cometido la señorita Escarlata en el salón de baile con el revólver?). Lo único que sabía el joven Dominic era que su padre, un napolitano, había abandonado en Boston a Annunziata Saetta estando ella embarazada; según los rumores, se había embarcado de regreso a Nápoles. Ante la pregunta «¿Dónde está ahora?», (que el niño había formulado a su madre muchas veces), Annunziata se encogía de hombros y suspiraba, y mirando al firmamento o en dirección al respiradero situado encima del fogón de la cocina, contestaba a su hijo enigmáticamente: «Vidrio di Napoli». «En las inmediaciones de Nápoles», había conjeturado el joven Dominic. Con la ayuda de un atlas, y porque el niño había oído a su madre musitar en sueños los nombres de dos pueblos montañeses (y provincias) en las inmediaciones de Nápoles —Benevento y Avellino—, Dominic había llegado a la conclusión de que su padre había huido a esa región de Italia.

En cuanto a Umberto, con toda seguridad no era tío suyo, y definitivamente podía calificárselo de «capullo legendario», como habría dicho Ketchum.

—¿Qué clase de nombre es ése, Umberto? —había preguntado Dominic al capataz.

—¡Nombre de rey! —contestó Umberto, airado.

—Me refiero a que es un nombre napolitano, ¿verdad? —insistió el chico.

—¿A qué viene tanta pregunta? ¡Con doce años y haciéndote pasar por dieciséis! —exclamó Umberto.

—Tú mismo me pediste que dijera que tengo dieciséis —recordó Dominic al capataz.

—Oye, Baciagalupo, que tienes un trabajo —replicó Umberto.

Y entonces rociaron los troncos, y Dominic se convirtió en cocinero. Su madre, una italoamericana nacida en Sicilia y desterrada a Berlin desde el North End de Boston debido a un embarazo no deseado, sabía cocinar. Había abandonado la ciudad y se había trasladado al norte cuando Gennaro Capodilupo se escabulló a los muelles próximos a Atlantic Avenue y Commercial Street, y la dejó con un hijo cuando zarpó (metafórica, si no literalmente) «de regreso a Nápoles».

Umberto (tío no, quizá, pero sí capullo) tenía razón: el padre de Dominic no era un Baciagalupo. El padre fugado era un Capodilupo; «capo di liupo», como llamaba Annunziata a su hijo, significaba «cabeza de lobo». ¿Qué iba a hacer la madre soltera? «Por las mentiras que contó, tu padre debería haber sido un Bootfdalupo», decía a Dominic. El niño descubriría que eso significaba «boca de lobo», un nombre adecuado para el capullo de Umberto, pensaba a menudo el joven Dominic. «Pero tú, Angelú, tú eres mi beso de lobo», decía su madre.

Su madre, en un esfuerzo por legitimarlo, y porque sentía un imperioso amor por las palabras, no estaba dispuesta a llamar a Dominic cabeza (ni boca) de lobo; Annunziata Saetta sólo se conformaba con un beso de lobo. Debería haberse escrito «Baciacalupo», pero Nunzi siempre pronunciaba la segunda «c» de Baciacalupo como una «g». Con el tiempo, y debido a un error administrativo en el parvulario, se impuso el apellido mal escrito. Se había convertido en Dominic Baciagalupo antes de ser cocinero. Su madre también lo llamaba Dom, abreviado, y Dominic provenía de dominica, que significa «domingo». Y no es que Annunziata fuese una inquebrantable adepta a lo que Ketchum llamaba «las ideas católicas». Lo que tenía de católico e italiano la familia Saetta era precisamente lo que había empujado a la joven soltera a marcharse al norte de New Hampshire; en Berlin, otros italianos (también católicos, cabe suponer) cuidarían de ella.

¿Acaso esperaban que diera a su hijo en adopción y volviera al North End? Nunzi sabía que aquello no era algo insólito, pero no quiso ni oír hablar de renunciar a su niño, y —pese a la gran nostalgia que manifestaba por el North End italiano— tampoco se sintió nunca tentada de regresar a Boston. En su estado no planificado, se había visto expulsada; y comprensiblemente se sentía dolida.

Si bien Annunziata siguió siendo una siciliana leal en su cocina, los proverbiales «lazos que nos unen» quedaron irreparablemente raídos. Su familia de Boston —y, por asociación, la comunidad italiana del North End y todo aquello que allí representaba «las ideas católicas»— la había repudiado. Nunzi, a su vez, los repudió a ellos. Personalmente nunca iba a misa, ni obligaba a ir a Dominic. «Basta con que nos confesemos cuando queramos», decía a Dom, su pequeño beso de lobo.

Tampoco quiso enseñar italiano al niño —excepto cierta jerga culinaria básica—, ni Dominic tenía interés en aprender el idioma de «la madre patria», que para él era el North End de Boston, no Italia. Eran un idioma y un lugar que habían rechazado a su madre. El italiano nunca sería la lengua de Dominic Baciagalupo, y afirmaba, rotundamente, que Boston no era un sitio que deseara visitar.

En la nueva vida de Annunziata Saetta todo se caracterizaba por la sensación de volver a empezar. Era la menor de tres hermanas, sabía leer y escribir en inglés y cocinar en siciliano. Nunzi enseñaba a leer en una escuela primaria de Berlín, y después del accidente sacó a Dominic del colegio y le enseñó los rudimentos de la cocina. También insistió en que el niño leyera, y no sólo libros de cocina, sino todo lo que ella leía, que eran principalmente novelas. Su hijo había quedado lisiado en flagrante violación de las leyes sobre el trabajo infantil, por lo general poco respetadas; Annunziata lo retiró de la circulación, y su versión de escolaridad en casa fue culinaria y literaria a la vez.

Ninguna de estas dos áreas educativas estuvo al alcance de Ketchum, que había dejado el colegio antes de cumplir los doce años. A los diecinueve, en 1936, Ketchum era analfabeto, pero cuando no trabajaba de leñador, se dedicaba a cargar madera en los vagones de plataforma desde los muelles situados en un extremo del mayor aserradero de Berlín. Apilaban los troncos piramidalmente, vigilando la altura, a fin de que los vagones pasaran sin percances por los túneles o por debajo de los puentes. «Hasta ahí llegó mi educación, antes de que tu madre me enseñara a leer», se complacía en decir Ketchum a Danny Baciagalupo; entonces el cocinero empezaba a cabecear de nuevo, si bien la historia de que la difunta esposa de Dominic enseñó a Ketchum a leer era por lo visto irrebatible.

Al menos la epopeya de la tardía alfabetización de Ketchum no parecía incluirse en la categoría de «cuento» a la que pertenecían sus otras anécdotas, por ejemplo la del barracón de techo bajo del Campamento Uno. Según Ketchum, habían asignado a «un piel roja» la tarea de retirar la nieve del tejado, pero el indio no había cumplido con su deber. Cuando el tejado se desplomó bajo el peso de la nieve, escaparon con vida del barracón todos los madereros, todos excepto uno, el indio, que murió de asfixia por lo que Ketchum describió como «el olor concentrado de los calcetines sucios». (Por supuesto, el cocinero y su hijo conocían de sobra la queja casi permanente de Ketchum, a saber, que la peste de los calcetines sucios era la pesadilla de la vida en un barracón).

—No recuerdo ningún indio en el Campamento Uno —se había limitado a decir Dominic a su viejo amigo.

—Eres demasiado joven para acordarte del Campamento Uno, Cocí —había replicado Ketchum.

Danny Baciagalupo había observado a menudo que a su padre se le erizaba el vello ante la sola mención de esos siete años que Ketchum le llevaba, mientras que Ketchum tendía a poner de relieve la diferencia de edad entre ambos. Esos siete años les habrían parecido insalvables si se hubiesen conocido en el Berlin de su juventud: cuando Ketchum era un muchacho de diecinueve años, huesudo pero fuerte, que lucía ya una barba poblada aunque greñuda, y el pequeño Dom de Annunziata no había cumplido aún los trece.

Dom era un niño fibroso y robusto de doce años —no grande pero sí macizo y nervudo—, y el cocinero conservaba el aspecto de un joven leñador esbelto y musculoso, pese a que ahora tenía treinta años y aparentaba algunos más, sobre todo a ojos de su joven hijo. Era la seriedad de su padre la razón por la que aparentaba más años, pensaba el niño. En presencia del cocinero no podía mencionarse «el pasado» ni «el futuro» sin que él arrugara el entrecejo. En cuanto al presente, incluso Daniel Baciagalupo, a sus doce años, entendía que los tiempos estaban cambiando.

Danny sabía que la vida de su padre se había visto trastornada para siempre a causa de la lesión en el tobillo; otro accidente, que sufrió la joven madre del niño, había alterado el rumbo de su propia infancia y trastornado para siempre la vida de su padre una vez más. En el mundo de un niño de doce años, los cambios no podían ser buenos. Todo cambio desasosegaba a Danny, tal como lo desasosegaba faltar a clase.

En tiempos no tan lejanos, durante el acarreo de una maderada, cuando Danny y su padre trabajaban y dormían en wanigans, el niño no iba al colegio. El hecho de que el colegio no le gustase también lo desasosegaba, aunque cuando faltaba siempre se ponía al día en las tareas, y con extrema facilidad. Los niños de su curso eran todos mayores que él, porque faltaban a clase tan a menudo como podían y nunca se ponían al día en las tareas; todos se habían rezagado y repetido uno o dos cursos.

Cuando el cocinero advertía el desasosiego de su hijo, decía invariablemente: «Tú quédate quieto. Daniel; no vayas a matarte. Algún día nos marcharemos de aquí, te lo prometo».

Pero eso también inquietaba a Danny Baciagalupo. Él se había sentido como en casa incluso en los wanigans. Y en Twisted River el niño de doce años tenía su propia habitación en el piso de arriba del pabellón-cocina, donde estaba también el dormitorio de su padre, y donde compartían el cuarto de baño. Ésas eran las únicas habitaciones de la planta superior del pabellón-cocina, y eran amplias y cómodas. Disfrutaban de luz natural y de ventanales con vistas a las montañas y —por debajo del pabellón-cocina, al pie de las montañas— de una vista parcial del remanso del río.

Las pistas forestales delimitaban los montes; se veían grandes claros y renovales allí donde los hacheros habían talado frondosas y coníferas. Desde su habitación, Daniel Baciagalupo tenía la impresión de que la roca desnuda y el renoval nunca sustituirían a los arces y los abedules, ni a las resinosas: píceas y abetos, pinos rojos y blancos, tsugas y alerces. El niño de doce años pensaba que los claros se asilvestraban poblándose de maleza y hierbajos altos hasta la cintura. Pero en realidad los bosques de la región se gestionaban como explotaciones forestales de rendimiento sostenible; esos bosques siguen produciendo aún ahora, «en el puto siglo XXI», como diría un día Ketchum.

Y como afirmaba Ketchum con frecuencia, algunas cosas nunca cambiarían. «Al alerce le gustarán los pantanos por los siglos de los siglos; el abedul amarillo será siempre muy valorado para la fabricación de muebles, y el abedul gris nunca servirá para un carajo, salvo como leña». En cuanto a la circunstancia de que las maderadas en Coos County pronto se restringirían a las trozas para pasta de un metro veinte, Ketchum adoptaba una actitud taciturna y prefería abstenerse de profecías. (Lo único que decía el veterano maderero al respecto era que las trozas para pasta, más pequeñas, tendían a desviarse del curso y exigían cuadrillas de recogida). Lo que sí cambiaría el sector del madero, y acaso pusiera fin al trabajo del cocinero, era el inquieto espíritu de la modernidad; los tiempos en continuo cambio acabarían con un simple «poblado» como Twisted River. Pero Danny Baciagalupo se preguntaba, obsesivamente: ¿Qué trabajo quedaría en Twisted River al marcharse los leñadores? ¿Se marcharía también el cocinero?, pensaba Danny con preocupación. (¿Podría marcharse algún día Ketchum?). En cuanto al río, seguía su curso, como es propio de los ríos…, como es propio de los ríos. Bajo los troncos, el cadáver del joven canadiense siguió el curso del río, que lo zarandeó de aquí para allá…, de aquí para allá. Si en ese momento el Twisted River parecía también inquieto, incluso impaciente, tal vez era porque el propio río quería que el cadáver del muchacho siguiera su curso, también él…, siguiera su curso, también él.