1187
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LA RECONQUISTA DE JERUSALÉN

SALADINO
(1137/8-1193)

Salah al-Din Tusuf ibn Ayub, más conocido en el mundo occidental como Saladino (según la latinización de la primera parte de su nombre, que significa «rectitud de la fe»), fue uno de los más grandes genios militares del Medievo. Fundó la dinastía ayubí, que bajo su mandato se convertiría en el poder dominante en el cercano Oriente. En su juventud sirvió en las tropas del gobernador de Siria, Nur al-Din. El juego de políticas y alianzas en el cercano Oriente durante el siglo XII no se limitaba a la simple contraposición entre musulmanes y cruzados. En ambos bandos se registraban frecuentes luchas internas y no era infrecuente que se establecieran alianzan con creyentes de diferente fe.

En 1169 Nur al-Din envió a Saladino a Egipto, cuyo visir se había aliado con el rey cristiano de Jerusalén. Saladino se aseguró de que el territorio egipcio no cayera en manos del enemigo y acrecentó su poder en él, hasta acceder al sultanato de Egipto en 1171. Cuando Nur al-Din murió en 1174, decidió recuperar sus antiguos dominios. Hubo de combatir contra musulmanes y cruzados hasta tomar el control de Siria. También había añadido a sus conquistas extensas zonas de Yemen, Arabia y Mesopotamia. Una vez consolidado como máxima autoridad en los territorios conquistados, se aprestó a tomar las tierras de los cruzados.

El 4 de julio de 1187 las tropas de Saladino aplastaron a un ingente contingente de fuerzas cruzadas en la batalla de los Cuernos de Hattin. En esta gran victoria de los musulmanes, los cruzados perdieron a gran parte de sus mejores jefes y caballeros y Jerusalén quedó indefensa. Huyendo del avance de los ejércitos de Saladino, una gran masa de refugiados se había precipitado a la ciudad, que, como consecuencia de ello, estaba superpoblada y necesitada de abastecimientos. La mayor parte de los combatientes veteranos habían caído en Hattin, por lo que se armó a los más jóvenes, recurriendo a la venta de los objetos de plata de las iglesias para comprar armamento. Saladino estaba resuelto a tomar la ciudad, santa para los musulmanes al igual que para los judíos y los cristianos. Ese mes de septiembre marchó sobre Jerusalén.

— EL DISCURSO —

¡Qué afortunados y felices seríamos si Alá nos otorgara su bendición para que fuéramos capaces de expulsar de Jerusalén a sus enemigos! Jerusalén ha sido controlada por el enemigo durante noventa y un años, durante los cuales Alá no ha recibido de nosotros adoración alguna desde la ciudad. Con el tiempo, el celo de los gobernantes musulmanes para conseguir liberarla ha languidecido. El tiempo ha pasado para varias generaciones [diferentes], mientras los francos lograban arraigarse con firmeza entre sus murallas. Ahora Alá ha reservado el mérito de su recuperación a una casa, la casa de los hijos de Ayub, para que todos los corazones se unan en el aprecio de sus miembros.

— LAS CONSECUENCIAS —

Al escuchar esas palabras, los hombres de Saladino vieron reafirmada su determinación para recuperar Jerusalén, que permanecía en manos cristianas desde el 1099. La ciudad estaba bien defendida por sólidas murallas que, no obstante, serían abatidas por las tropas de Saladino, que para ello se sirvieron de catapultas. Se produjo una breve lucha pero, ante lo desesperado de la situación, los gobernantes de Jerusalén optaron por la rendición. Saladino reconquistó así la santa urbe, al tiempo que las demás tierras de los cruzados. La única plaza importante conservada por los cristianos fue la ciudad costera de Tiro, en el actual Líbano.

Los triunfos de Saladino obligaron a organizar la Tercera Cruzada en 1189. En 1191 el rey Felipe Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León, rey de los ingleses, llegaron a los Santos Lugares con nutridos ejércitos. Su primera acción de guerra consistió en recuperar el estratégico puerto de Acre, en el actual Israel. Los cruzados, con el rey Ricardo a la cabeza, hicieron prisionera a la guarnición de la plaza. Saladino se apresuró a negociar la rendición de la ciudad. A pesar de haber acordado un rescate, Ricardo, impaciente por ser él quien tomara Jerusalén, ordenó la matanza de 2.700 hombres desarmados. A pesar de sus éxitos iniciales, el soberano inglés no fue capaz de infligir una derrota definitiva a Saladino ni de aproximarse siquiera a la reconquista de la ciudad santa.

En 1192 se firmó un tratado de paz, en virtud del cual Jerusalén quedaba en manos de Saladino, aunque debía ser abierta a los peregrinos cristianos. Los cruzados sólo mantuvieron una estrecha franja de tierra en el litoral, desde Tiro hasta Jaffa, con capital en Acre. No obstante, a pesar de haber logrado mantener el dominio de Jerusalén, Saladino se sentía inquieto por la permanente de los cruzados en la región.

Antes de poder afrontar el problema, Saladino murió de fiebres el 4 de marzo del 1193, en Damasco. Sus tierras fueron divididas entre los miembros de su familia, quienes, registrando continuas disensiones y luchas entre ellos, acabaron por perder las posesiones que su predecesor había unificado. A pesar de lo efímero de su imperio, Saladino es recordado por musulmanes y cristianos como hombre magnánimo y honorable y como jefe militar intrépido y sagaz.