PAPA URBANO II
(1042-1099)
La sucesión de guerras religiosas conocida como las Cruzadas fue uno de los episodios de enfrentamiento más decisivos del mundo medieval. Las palabras de un hombre serían la inspiración de una oleada de fervor religioso que se extendió por toda Europa y que dio paso a siglos de guerras. Ese hombre fue el papa Urbano II, Odón de Lagery, nacido en Francia en el 1042. Seguidor del papa Gregorio VII, gran reformador de la Iglesia, él mismo accedería al Solio Pontificio en el 1088.
En el 1095, el emperador de Bizancio, Alejo I, envió un embajador a Urbano para solicitarle ayuda en la guerra que mantenía contra los turcos. Bizancio había perdido recientemente el control de Anatolia frente a las fuerzas opositoras y Alejo, cuyas finanzas estaban al borde la bancarrota, tenía una necesidad desesperada de reclutar para sus ejércitos nuevos soldados procedentes de Occidente. Los turcos habían realizado, por otra parte, sustanciales avances en el dominio de los territorios de Tierra Santa, cerrando las rutas que conducían a los peregrinos hacia la más santa de las ciudades, Jerusalén.
En el mismo año de 1095 Urbano II convocó un concilio en Clermont. Fueron tantos los miembros del clero y la nobleza que acudieron a él que las reuniones se tuvieron que celebrar fuera de la ciudad, al aire libre. El 27 de noviembre, Urbano pronunció un discurso en el que exhortaba a los fieles a unirse en la lucha contra el turco. El cronista Fulquerio de Chartres registró las palabras allí pronunciadas por el pontífice.
— EL DISCURSO —
Aunque, ¡Oh hijos de Dios!, habéis prometido con más firmeza que nunca mantener la paz entre vosotros y preservar fielmente los derechos de la Iglesia, aún conviene que empeñéis vuestra fuerza en otro importante servicio. Urgidos por la divina corrección, habéis de aplicar todo el valor de vuestra rectitud a otra cuestión que os atañe a vosotros, al igual que a Dios. Vuestros hermanos que habitan en el Oriente requieren con urgencia vuestro auxilio y vosotros debéis aprestaros a darles esa ayuda, tan reiteradamente prometida.
[…]
Por lo cual yo, y no sólo yo sino también el Señor, os exhortamos a que, como heraldos de Cristo, deis a conocer este mensaje en todo lugar y a que persuadáis a todos, cualquiera que sea su condición, capitanes, soldados o caballeros, pobres o ricos, a fin de que acudan prestos a barrer a esa raza vil de las tierras de nuestros hermanos. Lo digo a los presentes, aunque del mismo modo han de actuar los ausentes. Es Cristo quien lo ordena. A todos aquellos que pierdan la vida durante el trascurso del viaje, por tierra o por mar, o en la batalla contra los infieles, les serán perdonados de inmediato todos sus pecados.
¡Ved! De este lado estarán los afligidos y los pobres; de aquel, los ricos; de este lado los enemigos del Señor, de aquel otro sus amigos. Que quienes decidan marchar no posterguen su viaje, que arrienden sus tierras y reúnan el dinero necesario para los gastos y que, apenas pase el invierno y brote la primavera, se pongan en marcha ilusionados, llevando a Dios como guía.
— LAS CONSECUENCIAS —
A continuación, Urbano viajó por toda Francia predicando la Cruzada y envió a emisarios para que difundieran el mensaje por toda Europa. Decenas de miles de combatientes se aprestaron a quedar adscritos bajo la enseña de la Cruz, con la esperanza de que sus acciones les reportaran la remisión de sus pecados y les proporcionaran el medio de acceder al Paraíso. El papa estableció el 15 de agosto de 1096 como fecha oficial de la partida en toda Europa.
Pero tal fecha era demasiado tardía para algunos. Un clérigo llamado Pedro el Ermitaño había reunido un heterogéneo y mal equipado «ejército», de 40.000 hombres, mujeres y niños, cuya expedición sería conocida como la Cruzada de los Pobres. Las continuas disputas en su seno produjeron numerosas bajas durante el trayecto hacia los Santos Lugares. En octubre de ese mismo año de 1096, una tropa otomana les tendió una emboscada, masacrando a gran parte de sus integrantes y tomando como prisioneros a muchos niños, que serían convertidos en esclavos. El reducido contingente de supervivientes formó el grupo de los denominados tafures, quienes, descalzos y andrajosos, se alimentaban de raíces e incluso de la carne asada de los cadáveres de los enemigos.
Entretanto, la Cruzada de los Príncipes, encabezada por un selecto grupo de miembros de la nobleza y de la que formaban parte miles de caballeros, partió de Europa según lo previsto. Los cruzados llegaron a Constantinopla en abril del 1097, pero, en lugar de ponerse al servicio de Alejo o de combatir a los turcos de Anatolia, continuaron viaje hacia Jerusalén. Su primera gran victoria fue la conquista de Antioquía, en junio del 1098. Los cruzados llegaron a las inmediaciones de Jerusalén el 7 de junio del 1099. Tomaron la ciudad santa el 15 de julio, aunque los acontecimientos que se sucedieron tras la conquista no tuvieron nada de sagrado. Los expedicionarios saquearon brutalmente la ciudad, destruyendo las mezquitas y masacrando a musulmanes y judíos Allí constituyeron un reino cristiano, que quedó bajo el mandato del noble francés Godofredo de Bouillon.
Urbano, el hombre que había puesto en marcha las Cruzadas, murió dos semanas después de la toma de Jerusalén. Dado que las noticias de la misma aún no había llegado a Italia, murió sin conocer el éxito de la expedición.