48 a. C.
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ARENGA ANTES DE LA BATALLA DE FARSALIA

JULIO CÉSAR
(100-44 a. C.)

La figura de Julio César fue fundamental para la caída de la república Romana y su sustitución por el sistema imperial. En el 58 a. C., tras un año de mandato como cónsul (la más alta magistratura electiva de la república), César partió de Roma para ocupar el cargo de gobernador de la Galia. En el desempeño del mismo, desplegó una agresiva campaña militar para someter a las tribus galas. Pasó a Bretaña en el 55 a. C., pero se vio obligado a regresar para sofocar las revueltas que se sucedían en la Galia. Tres años más tarde, derrotó a un gran ejército galo en la batalla de Alesia. Tras esta victoria, Roma asumió el control de toda la Galia y César ganó gran prestigio y múltiples riquezas, haciéndose también acreedor del respeto y la lealtad de sus legiones. Sin embargo, sus triunfos inquietaron a no pocos en el Senado de Roma, en el que una facción encabezada por el influyente político Pompeyo consideraba que había acumulado un excesivo poder, por lo que se le ordenó que disolviera su ejército y regresara a Roma, a lo que César se negó.

El 10 de enero del 49 a. C., César atravesó con sus tropas el río Rubicón, considerado la frontera septentrional del territorio itálico. Por aquel entonces estaba prohibido adentrarse con tropas en dicho territorio, al considerarse que podían ser utilizadas para tomar el poder en Roma. Y eso era precisamente lo que César pretendía hacer. Sabía que su acción estaba llamada a desencadenar una guerra civil, por lo que al atravesar el cauce fluvial pronunció la conocida máxima: «La suerte está echada». Los miembros de la oposición del Senado abandonaron Roma, permitiendo que César tomara la ciudad, antes de partir hacia Hispania para someter a las fuerzas contrarias a él que allí se estaban organizando. Para consolidar plenamente su posición debía derrotar a Pompeyo, quien había reunido un ejército en Grecia, acampado en la ciudad de Dirraquio (Dürres). Las tropas de los dos generales se enfrentaron el 10 de julio del 49 a. C., y el ejército de César pudo a duras penas eludir la derrota, retirándose antes de caer vencido. A pesar de ello, las legiones permanecieron leales a César. En una inferioridad numérica de dos a uno y con escaso abastecimiento, las tropas de César afrontaron de nuevo a las de Pompeyo el 9 de agosto en Farsalia. Antes de la batalla César arengó a sus soldados.

— EL DISCURSO —

Amigos, ya hemos superado a nuestros más enconados enemigos y ahora no vamos a encontrar hambre y necesidad, sino hombres. Este día lo decidirá todo. Recordad lo que me prometisteis en Dirraquio. Recordad que os jurasteis los unos a los otros en mi presencia que nunca abandonaríais el campo de batalla salvo como vencedores. Estos hombres, compañeros soldados, son los mismos que aquéllos a los que nos hemos enfrentado desde las Columnas de Hércules, los mismos que han huido de nosotros desde las tierras itálicas. Son los mismos que intentan disgregarnos sin honores, sin un triunfo, sin recompensas, después de diez años de dificultades y de esfuerzos, después de que hayamos librado tan grandes guerras, tras innumerables victorias y después de que hayamos incorporado 400 pueblos de Hispania, Galia y Bretaña al poder de Roma. No he sido capaz de prevalecer sobre ellos ofreciéndoles términos justos o recompensas y beneficios. A algunos, como sabéis, los he dejado marchar indemnes, esperando obtener de ellos alguna justicia. Tened en cuenta estos hechos y, valorando vuestra experiencia junto a mí, recordad también mis desvelos por vosotros, mi buena fe y la generosidad de los presentes que os he donado.

[…]

Antes que nada, para que sepa que sois conscientes de vuestra promesa de elegir entre la victoria y la muerte, echad abajo los muros de vuestro campamento cuando marchéis a la batalla y rellenad el foso, de manera que no tengamos lugar para refugiarnos si no alcanzamos el triunfo y de forma que el enemigo vea que carecemos de campamento y que estamos obligados a tomar el suyo.

— LAS CONSECUENCIAS —

La batalla supuso un resonante éxito para César. Sus hombres ocuparon, efectivamente, el campamento enemigo y se hicieron con sus pertrechos. Pompeyo huyó a Egipto y César salió en su persecución. Cuando la galera de Pompeyo llegó a puerto, el faraón egipcio, Tolomeo XIII, le envió una barcaza para que lo transportara a la orilla. El romano creyó que era convocado a una reunión con el soberano pero fue muerto y decapitado. Tolomeo pensaba que con esta acción se ganaría el favor de César y su apoyo en la lucha dinástica que lo enfrentaba a su hermana Cleopatra, pero su plan no dio en absoluto los frutos apetecidos. Cuando Tolomeo presentó a César la cabeza de Pompeyo, éste fue presa de la ira, ya que esperaba poder otorgar el perdón a su enemigo. Así pues, dio su apoyo a Cleopatra y Tolomeo fue depuesto, en tanto que César y Cleopatra se convirtieron en amantes.

En el 45 a. C., César regresó a Roma después de acabar con los últimos focos de oposición en Oriente medio, el norte de África e Hispania, siendo nombrado dictador vitalicio. Su posición parecía inexpugnable y su poder era total. Sin embargo, había numerosos miembros del Senado que consideraban que, precisamente, el poder que atesoraba era excesivo, por lo que urdieron una conjura para asesinarlo. El 15 de marzo del 44 a. C., los conjurados sorprendieron a César cuando iba a ocupar su escaño en el Senado. Intentó defenderse con un estilete, pero su cuerpo fue atravesado por 23 puñaladas. Tras el asesinato, Octaviano, sobrino nieto y heredero de César, ascendió al poder junto con Marco Antonio, el más importante lugarteniente de César. Octaviano estaba llamado a convertirse en el primer emperador romano, reinando con el nombre de Augusto.

LA SEGUNDA ORACIÓN CONTRA CATILINA

Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.) fue el mayor orador de la antigua Roma. En el 63 a. C. fue nombrado cónsul. En el curso de su mandato consular pronunció sus más famosos discursos, conocidos como Catilinarias. Catilina fue un senador que organizó un ejército constituido por veteranos disidentes y galos. Intentó asesinar a Cicerón y derribar el régimen republicano romano. Las noticias de la conspiración llegaron a oídos del célebre orador, quien el 8 de noviembre de ese mismo año, 63 a. C., convocó una asamblea del Senado en la que denunció a Catilina, presente en ella. Víctima de la humillación pública, el senador abandonó Roma para unirse a sus tropas rebeldes.

Al día siguiente, Cicerón pronunció un segundo discurso, en el que ponía en conocimiento del pueblo de Roma que Catilina había huido y que «ya no urdirá ninguna desolación dentro de estos muros ese monstruo, prodigio de perversidad». En su lucha contra la conjura, Cicerón aseguró que se conseguiría «que no muera ninguno de los hombres buenos y que con el castigo de unos pocos se logre al fin la salvación de todos». Los conjurados que quedaron en Roma fueron condenados a muerte y el propio Catilina murió combatiendo al frente de los sublevados contra el ejército romano.