PERICLES
(h. 495-429 a. C.)
Pericles llegó al poder en el 461 a. C., como dirigente de la facción populista y democrática del espectro político de Atenas y fue la figura de mayor relieve durante la llamada «edad de oro» política y cultural de la polis griega. La ciudad era en sí misma el principal centro de poder de Grecia, encabezando una alianza con otras ciudades-estado denominada Liga de Delos. Su única oponente era Esparta, una oligarquía militar que se hallaba al frente de la Liga del Peloponeso. Las tensiones entre ambas ciudades darían lugar a la primera guerra del Peloponeso (450-445 a. C.), que concluyó sin un vencedor claro y tras la cual se firmó una tregua.
Inevitablemente, ante la ambición de Atenas y de Esparta de constituirse en potencias dominantes en el territorio griego, la guerra volvió a estallar en el 431 a. C. Los espartanos atacaron las regiones próximas a Atenas, devastando campos, granjas y haciendas. Por fortuna, Pericles había podido persuadir a los habitantes de esas zonas para que buscaran refugio tras las sólidas murallas de Atenas. Los atenienses y sus aliados ejercían el predominio en el mar, por lo que Pericles evitó por todos los medios un enfrentamiento en tierra, en el que los espartanos y sus aliados hubieran sin duda prevalecido.
Un año después del final de la guerra, Pericles pronunció una oración fúnebre en una ceremonia pública celebrada en memoria de los muertos en combate. Rememorada por el historiador Tucídides, la oración evoca la grandeza de Atenas.
— EL DISCURSO —
Éste fue el fin de estos hombres; estuvieron a la altura de Atenas y quienes les han sobrevivido no deben desear un espíritu más heroico, aunque pueden hacer preces por un designio menos funesto en la lucha. El valor de ese espíritu no ha de expresarse en palabras. Cualquiera podría detenerse a considerar ante vosotros las ventajas de una brava defensa, que bien conocéis por propia experiencia. Pero en vez de escuchar esas voces, preferiría que, día tras día, fijarais los ojos en la grandeza de Atenas, hasta quedar prendados del amor por ella. Entonces, cuando la ciudad se os manifieste en todo su esplendor, pensad en que este poder ha sido logrado por hombres conscientes de su deber y valerosos en sus actos que, en la hora del enfrentamiento, siempre temieron al deshonor y que, si alguna vez fracasaron en su empresa, jamás pensaron en privar a la ciudad de la virtud que los animaba, sino que le ofrendaron sus vidas como el más hermoso de los dones. El sacrificio colectivo que realizaron les fue recompensado a cada uno de ellos, haciéndose merecedores de un elogio imperecedero y de la más noble de las tumbas. No hablo solo del lugar en el que reposan sus restos, sino de aquél en el que su gloria perdura y será proclamada siempre y en cualquier ocasión, con palabras o con hechos. Porque la tumba de los grandes hombres es la tierra entera. No sólo son conmemorados en columnas e inscripciones en su propia patria; su recuerdo pervive también en suelo extranjero, no grabado sobre piedra, sino en la memoria no escrita y en los corazones de los hombres.
— LAS CONSECUENCIAS —
En el 430 a. C., Esparta atacó de nuevo las inmediaciones de Atenas. Pericles continuó evitando el enfrentamiento terrestre y prefirió concentrarse en la guerra naval. Esa actitud no era plenamente aceptada en Atenas, donde eran muchos los que pedían al dirigente una política más agresiva.
Poco después, una devastadora epidemia de peste causó la muerte de más de 30.000 de los habitantes de la ciudad, por lo que las fuerzas disponibles se vieron diezmadas de manera drástica. Pericles hubo de hacer frente a la oposición pública y a conspiraciones internas de sus contrarios. Fue transitoriamente despojado de su poder como jefe militar de los atenienses, aunque en el 429 a. C., sería repuesto en el cargo, si bien ese cambio de la fortuna habría de ser breve. Pericles perdió a dos de sus hijos por la epidemia de peste, antes de caer él mismo víctima de la enfermedad.
Sus sucesores cambiaron pronto la estrategia defensiva y lanzaron varios ataques directos contra Esparta. Agotadas las fuerzas por la lucha en ambos bandos, en el 421 a. C., las dos ciudades-estado firmaron un tratado de paz. Seis años más tarde Atenas reanudó las hostilidades, al enviar una expedición en ayuda de sus aliados de las colonias griegas de Sicilia. Las tropas atenienses fueron completamente aniquiladas en el 413 a. C., dejando a Atenas a merced de las incursiones espartanas. La acción decisiva de la guerra tuvo lugar en el 405 a. C., fecha en la que la antaño poderosa flota ateniense fue destruida en la batalla de Egospótamos. Atenas se vería obligada a rendirse el año siguiente. Esparta pasaba a ser así la potencia hegemónica en Grecia.