PREGUNTAR CON AMABILIDAD a las señoras de nuestro compartimiento si les molesta el humo del cigarrillo que estamos fumando, y que nos digan que sí.
Despreciar secretamente a los viajeros que llevan bolsas con víveres para el viaje, y enterarnos después de que el tren no lleva coche-restaurante.
Oír en labios de otro viajero la misma anécdota graciosísima que teníamos preparada para hacer reír a nuestros compañeros de viaje.
Forcejear inútilmente para abrir una ventanilla y ver que, al renunciar nosotros, otro viajero consigue abrirla sin el menor esfuerzo.
Recorrer todo el tren hasta la cola buscando el coche-restaurante, y averiguar en el último vagón que el coche-restaurante va en cabeza, junto a la locomotora.
Preguntar, por decir algo, cuántos minutos faltan para llegar a Valdefeliú, y que nos digan que el tren pasó por ese pueblo tres horas antes.
Confesar, llenos de vergüenza, que es la primera vez que viajamos en esa línea; y observar que, por tal motivo, los otros viajeros nos excluyen de su conversación.
No encontrar ocasión de decir a los viajeros del compartimiento de segunda clase que tenemos billete de primera, pero que nos hemos sentado allí porque el tren iba lleno.
Comprobar que el viajero destinado a ocupar la frágil cama de arriba de nuestro compartimiento de «wagon-lit», es un hombre tan gordo que nos aplastará sin remedio si falla un resorte de su litera.
Comprar en una estación una botella de gaseosa, y ver que el tren está a punto de partir sin que el vendedor haya reaparecido con el cambio de los cinco duros que le entregamos.
No poder explicar claramente a los compañeros de viaje el parentesco indudable, aunque lejano, que nos une al famoso político.
Oír por milésima vez el descubrimiento de que, en el Norte, la gente es más seria y madruga mucho más que en el Sur.
Tener que permanecer sentados en nuestro asiento, porque no llevamos un sombrero para indicar que nuestra butaca está ocupada.
Encontrar, por fin, asiento en el último vagón del tren, y recordar en ese instante como alguien nos dijo una vez que, en caso de choque, el último vagón siempre queda destrozado.
Saber que no podremos dormir en toda la noche, porque el tren llega a las cuatro de la mañana a nuestro punto de destino y sólo se detiene allí medio minuto.
No poder sentarnos con las piernas estiradas, porque un viajero ha colocado a nuestros pies una cesta voluminosa.
Ver que, por un solo número, nuestro billete no es capicúa.
Manifestar en voz alta que en San Sebastián el clima es más húmedo que en Madrid, y arrepentirnos demasiado tarde de haber dicho una idiotez archisabida.
Apilar trabajosamente nuestro equipaje junto a la ventanilla del compartimiento para descargarlo sin dificultad, y ver que el andén de la estación, cuando el tren se detiene, queda del lado del pasillo.
Tener que aceptar un gajo de naranja que un viajero acaba de pelar con una navajita que, momentos antes, empleara en limpiarse con pulcritud las uñas.
Ver que la única persona que ha ido a la estación para recibirnos es una anciana tía nuestra para la cual no traemos ningún regalo.
Observar el gesto de satisfacción que se pinta en todos los rostros de los que han ido a despedirnos cuando, por fin, el tren se pone en movimiento.
Abrigar la esperanza de que la bellísima señorita que hemos visto en el pasillo del vagón se siente en nuestro compartimiento, y quedar defraudados al ver que no.
EL QUE SOPORTA ALEGREMENTE que le designen con un diminutivo perruno.
El que no critica duramente a tu mejor amiga.
El que afirma que «un buen libro» es un regalo mejor que una polvera de oro.
El que te trata con cierto aire paternal, y sonríe con benevolencia cuando expones alguna idea.
El que, después de charlar contigo una tarde entera, no puede disimular un bostezo.
El que lleva calcetines amarillos.
El que se ruboriza cuando tú le presentas a un grupo de muchachas amigas tuyas.
El que desprecia el dinero porque no lo tiene.
El que no se parece, ni remotamente, a ningún astro de la pantalla.
El que no tiene cierta aureola de conquistador.
El que se jacta de no tener ningún vicio, y el que se jacta de tenerlos todos.
El que se desconcierta ante la lista de vinos del lujoso restaurante, y pide en tono evasivo «un tintillo».
El que carece de imaginación para fantasear sobre vuestro porvenir.
El que asegura que tú eres el primer amor de su vida.
El que es más bajito que tú.
El que prefiere el teatro al cine.
El pobre de espíritu del que las señoras dicen: «Es un muchacho bonísimo».
El que no se interesa por tu pasado.
El que resiste mal cuatro horas seguidas de conversación telefónica.
El que lía sus propios cigarrillos de tabaco negro.
El que afirma que el cine se ve mucho mejor desde las primeras filas de butacas.
El condescendiente que dice: «No quiero discutir contigo».
El que lleva siempre la misma corbata.
El novio perpetuo, que no comprende que el noviazgo es un estado transitorio, cuyos fines lógicos son la ruptura o la boda.
El que lleva en el ojal de la solapa la insignia anunciadora de una fábrica de neumáticos.
El que, avaramente, se niega a que las floristas te prendan en el abrigo un ramito de violetas.
El que lleva tafetanes en la cara, porque siempre se hace cortaduras al afeitarse.
El que sabe mover las orejas.
El que te habla mal de sus propios amigos para evitar que puedas interesarte por alguno de ellos.
El que usa bufanda.
El que sólo conoce un limitado repertorio de frases cariñosas, en el que figuran, como platos fuertes, las palabras: «Vidita», «Corazón» y «Puchi-puchi».
El que te corta de un tijeretazo un mechón de pelo, para guardarlo como recuerdo.
El que después de haberte dicho que te va a regalar «una chuchería», va y te regala, en efecto, una chuchería.
El que al acompañarte a casa a las nueve de la noche, te estrecha la mano con sencillez y dice: «Bueno, adiós». Y se va.
NOS HUMILLA que los hombres más altos, en las aglomeraciones, nos miren por encima de la cabeza como si no existiéramos.
Nos humilla que el cobrador del tranvía nos haga enseñarle el billete para comprobar que, efectivamente, hemos pagado.
Nos humilla que el hombre ilustre, al que acabamos de ser presentados, equivoque nuestro apellido al dirigirse a nosotros en el curso de la conversación.
Nos humilla que los guardias de tráfico nos hagan volver a la acera, cuando ya habíamos dado algunos pasos para cruzar la calzada.
Nos humilla la anfitriona que se empeña en envolvemos un trozo de pastel que hemos elogiado, «para que lo prueben en nuestra casa».
Nos humilla pensar que alguien pudo vernos cuando, en el café, nos guardamos en el bolsillo el terrón de azúcar sobrante.
Nos humilla el solitario vasito de cerveza que hemos pedido, cuando a nuestro alrededor los otros parroquianos hacen alardes de percebes y gambas.
Nos humilla que el perro de la familia que visitamos se ponga a olemos el pantalón, como si oliéramos de una manera fea.
Nos humilla el gesto suficiente del camarero, por el cual nos hace comprender que no esperaba de nosotros una propina tan pequeña.
Nos humillan los ancianos, porque para ellos siempre seremos jovencitos sin experiencia en la vida.
Nos humilla ver por la noche que todo el día anduvimos con una mancha de yeso en la espalda, que nos hicimos al rozar inadvertidamente con alguna pared.
Nos humilla agacharnos a recoger una moneda de cinco céntimos, que se nos cayó al sacar el pañuelo del bolsillo.
OÍR QUE UNA SEÑORA, creyendo hacernos un favor, desmiente en la tertulia nuestro pequeño prestigio donjuanesco.
Ver que el bizcocho que acabamos de sumergir en el café con leche para comerlo empapado, se derrite al contacto del líquido y naufraga, dejándonos entre los dedos un trozo insignificante.
Ver que el grupo de comensales, después de un cariñoso forcejeo, accede, por fin, a que paguemos la cuenta íntegra del copioso almuerzo.
Observar en el restaurante, por el rabillo del ojo, que nadie ha reparado en nuestra destreza para pelar los plátanos valiéndonos del tenedor y del cuchillo.
Tratar de abrir una puerta tirando con energía del picaporte y ver, pasados varios minutos, que en lugar visible hay un cartelito que sugiere: «Empujad».
Convencernos demasiado tarde de que nuestra prisa por lucir el gabán nuevo nos ha impulsado a estrenarlo en un día soleado, tibio y casi caluroso.
No conocer el empleo adecuado de la extrema gama de cubiertos colocados a nuestro alcance en los grandes banquetes.
Acudir en taxi a la cita de una bella muchacha, con objeto de que admire nuestra esplendidez, y comprobar que ella no ha llegado todavía.
Ver que en un descuido el camarero del restaurante retira nuestro plato con toda la salsa del guiso, en la cual nos habíamos propuesto empapar disimuladamente algunos trozos de pan.
Observar en una reunión numerosa que hay siete caballeros luciendo una corbata igual a la que acabamos de adquirir.
Tener en casa un piano desde hace muchísimos años, y no conocer ni una sola palabra de solfeo.
Ser bajitos.
Notar que la persona que acaba de estrecharnos la mano con demasiada energía, ha percibido en nuestro rostro una involuntaria mueca de dolor.
Oír que la botella de «champagne» que acabamos de encargar en el lujoso «cabaret» no produce, al descorcharse, el estallido necesario para llamar la atención de los ocupantes de las mesas próximas.
Oír que la gente elogia calurosamente un éxito cualquiera de nuestro mejor amigo.
Notar que, después de una inocente mentira mundana, comenzamos a ruborizarnos sin poder remediarlo.
COMPROBAR QUE, en este mismo momento, ha llegado a la playa un señor con la piel menos tostada que la nuestra.
Conseguir comernos un cartucho de patatas fritas sin tragar ni un solo grano de arena.
Ver que el inevitable caballero completamente vestido, que pasea por la orilla del mar mirando a los bañistas con desprecio, tropieza con una roca y cae al agua.
Ver bañarse en la maroma, porque no sabe nadar, al hombre que toda la mañana ha alardeado en la playa de su hercúlea constitución física.
Sentirnos observados por una bella bañista cuando nos disponemos a realizar un hermoso salto de carpa desde el trampolín.
Bracear buceando con todas nuestras fuerzas y ver, al salir a la superficie, que hemos avanzado más aún de lo que habíamos calculado.
Enseñar a nadar al hermano pequeño de nuestra novia.
Hallar un buen pretexto para lucir el modesto bíceps de nuestro brazo derecho, del que secretamente estamos orgullosos.
Probarnos a escondidas el traje de baño antes de bajar por primera vez a la playa, y advertir que no estamos tan poco favorecidos como creíamos.
Decir a los que no saben nadar, y por lo tanto no podrán descubrir la mentira, que hemos ido varias veces, nadando de un tirón, hasta aquella barquita pintada de azul que se balancea en el centro de la bahía.
Desear que alguien esté a punto de ahogarse para poder lucirnos en su salvamento, y que este deseo se cumpla en circunstancias fáciles, sin ningún riesgo para nuestra vida.
Coger un cangrejo con los dedos para asustar a unas señoritas monísimas, sin que asome a nuestro rostro el miedo y la repugnancia que a nosotros mismos nos produce ese bicho.