CUANDO EMPIEZO A PENSAR en mi bisabuelo se me humedece de tristeza el ojo derecho. Pasados siete minutos, recordando las hazañas de este prohombre, se me humedece también el izquierdo. Y al cabo de media hora tengo toda la cara húmeda de tristeza y corro a secármela con una toalla.
¡Antíoco Minglana! ¡El «Bisabuelo Sargento», como te llamábamos tus raquíticos descendientes! Estás erguido en nuestra memoria con tu morrión de coracero, tus espuelas de lancero y tu cuchara de ranchero. Siempre que abrimos el álbum familiar por la página de tu retrato, chascamos la lengua imitando las salvas de cañón y nos ponemos la corbata a media asta.
Sabido es que, en aquella época fastuosa, todos los días estallaba una guerra al atardecer. El toque de zafarrancho —tres pitidos cortos y un gorgorito— era tan corriente como en la actualidad la bocina de un «haiga». Cuando no era el Napoleón aquel tan aficionado a la camorra, eran los turcos que venían a pedir unos cuantos Dardanelos más.
—¿Pero cuántos Dardanelos quieren ustedes, hijitos? —se les reñía—. Ayer les dimos tres o cuatro bastante gordos, y sólo nos queda un Dardanelo recién nacido.
Los turcos contestaban unas cosas que no las entendía nadie, y ya estaba el jaleo armado.
Nada más estallar la guerra, el ejército en el que trabajaba mi abuelo se ponía en camino. El campo de batalla siempre estaba un poco lejos de la ciudad, porque las batallas todo lo ensucian y las tropas llenan el suelo de cáscara. Y había que andar de prisita, para coger el mejor sitio.
—Ande ligera, tropa —decían los brigadieres—, no sea que llegue antes el enemigo y se coloque en la parte donde da el sol.
Mi bisabuelo estaba al mando de un solo soldado; pero muy corpulento, eso sí.
—¡Zacarías! —llamaba mi bisabuelo, disparando un tiro al aire.
—¿Ha llamado el sargento? —decía el soldado al presentarse.
—Sí: haga el favor de acercarse al enemigo y entréguele esta bomba de nuestra parte.
—¿Hay que esperar contestación?
—No se lo aconsejo.
Y Zacarías entregaba la bomba al enemigo, el cual se ponía muy rabioso cuando estallaba la bomba en mil pedazos y le abollaba la gorra.
—¡Oiga, Zacarías! —le ordenaba en otra ocasión mi bisabuelo—: despiérteme mañana temprano, porque a las nueve en punto tenemos que estar en un ataque a la bayoneta.
Cuando una guerra duraba más de lo corriente, se llamaba de los Cien Años. A las que duraban poco, se les ponía nombre de flor y quedaban tan monas.
¡Antíoco Minglana! ¡Bisabuelo! ¡Cuántos galardones cosechaste al frente de tu valerosa tropa Zacarías! No sólo despreciabas tu vida, sino que despreciabas también tu esqueleto, tus músculos, tu sistema nervioso y tu líquido cefalorraquídeo. No sólo le diste al turco un fuerte tantarantán, sino que arrancaste un botón al vándalo, empujaste al mongol que por poco lo tiras, y operaste las amígdalas al africano.
¡Ruda muerte la tuya! A los ochenta años, tumbado en tu colchoneta, lanzaste un estertor horrísono. Y Zacarías, tu fiel tropa, te cerró los ojos ahogando un sollozo. Más tú, ¡oh prodigio de energía!, volviste a abrirlos al tiempo que tronabas:
—¡Espera un poco, bruto! Todavía no.
Quince veces expiraste, y otras quince volviste a abrir tus indomables ojos. Hasta que Zacarías, aburrido de que no dejaras los párpados quietos, salió del cuarto dando un portazo y se fue de paseo con una chacha.
TODAS LAS NOCHES, cuando caía la bola de Gobernación —que entonces caía de veras hasta la calle y mataba a un niño, y no como ahora, que parece que cae, pero no— nos reuníamos en el Café Veneciano. Todas las noches, repito —menos una que pasé en cama con un poco de fiebre amarilla, enfermedad que entonces nos enorgullecía porque llegaba de nuestras colonias—, estaba yo en la tertulia que fundó don Tobías Pájaro, el excelso poeta que no figura en ninguna antología. ¿Y por qué no figura Pájaro en ninguna antología? «Ecco li cua», como se decía en mis tiempos: porque Pájaro jamás escribió un verso. Pájaro, jurisperito y catastrista, fiscal y notario, senador por Zumárraga y diputado por narices, no tenía tiempo para componer poesías. Pero se le notaba el numen a la legua. En mi época, para ser poeta, no hacía falta escribir versos: bastaba con tener numen. El poeta con numen gozaba de la consideración general; el poeta sin numen, iba fresco. Y don Tobías tenía tanto numen que muchas veces, en plena tertulia, empezaba a salírsele por una oreja como una gran pompa de jabón.
—¡Cuidado, don Tobías! —le gritábamos entonces—, ¡que se le sale un poco de numen!
Y Pájaro, sin inmutarse, pegaba un manotazo a su numen y volvía a metérselo dentro de la cabeza.
Los componentes de aquella tertulia eran de lo más graneado que podía uno echarse a la cara: Conserva, alias «Orangután», acababa de ganar una sardina en los Juegos Florales de Santurce. Candidito Oveja, con sus tomos de «Episodios Provinciales», obtuvo el Premio Pérez, que era una especie de Premio Nobel para escritores pueblerinos. Y los hermanos Horcajo, críticos teatrales del diario Las noticias corren como la pólvora, a fuerza de echarle bilis a la cosa habían conseguido que varios autores se disparasen tiros de pistola en el occipucio.
En lo único que nos parecíamos a los escritores actuales es que todos soñábamos en ser académicos. Pero para ser académico entonces, hacía falta tener ochenta años y un bonete de terciopelo. ¡Duros requisitos que ponían a prueba nuestros númenes! Cuando tras inenarrables sacrificios obteníamos el bonete, nos faltaban los ochenta años. Y cuando viceversa, pues viceversa.
¡Ah! Pero aquel que obtenía una plaza en la Academia, había resuelto su vida: pagaba precio de niño en los funiculares, tenía derecho a un chocolate en el mismísimo Fornos, y le regalaban un globo en los almacenes de doña Bárbara de Braganza, hoy «Almacenes Ruiz». Además de tantísima prebenda, los académicos de la Lengua se distinguían de los demás españoles en que llevaban un cascabel colgado del paladar, de forma que, cada vez que se movían sus lenguas privilegiadas, el cascabel emitía un cristalino «tilín».
En la tertulia de don Tobías Pájaro aprendí a leer, a sumar y restar. A dividir no aprendí porque entonces, como había de todo, la gente se tomaba las cosas enteras, sin partirlas en porciones.
¡Cuántos recuerdos vienen a mi memoria cada vez que paso por el Café Veneciano, convertido hoy en Bar Bugui-Bugui! Me parece estar viendo el poderoso numen de Tobías Pájaro asomando por su oreja. Me parece estar viendo a los contertulios, de facciones inteligentes y miradas profundas. Me parece estar oyendo sus frases exquisitas y profundas, sus polémicas y sus diatribas. Me parece, en fin, que ustedes nunca sabrán lo que es canela.
DESDE HACE DÍAS PADEZCO de patatús y tabardillo. Más ¡líbreme Dios de llamar a un médico moderno, que me trincharía con su bisturí cual si fuese cordero o lebrato!
¡Tiempos míos! Cuando pienso en vosotros, un suspiro infla alternativamente mis dos pulmones, los cuales llegan a parecer globos pugnando por volar. ¡Médicos de antaño que, lejos de lucir las actuales batas blancas de tendero, endosaban un respetable paletó! Y a veces, no contentos con un solo paletó, se ponían tres o cuatro paletós superpuestos: amén de los botines, de leontina y de la farruca, que era una especie de bufanda con inscripciones en latín.
Lo primero que hacía el médico de entonces al llegar junto a un paciente, era ponerle una sanguijuela detrás de la oreja. ¡Cautos matasanos de preventiva terapéutica! Todos los galenos llevaban siempre, colgando del cinturón, una jaula repleta de sanguijuelas. ¡Simpáticos animalitos! De plumaje vistoso, piaban con alborozo animando a los enfermos en su dolor. Había sanguijuelas amarillas, especiales para la ictericia, y sanguijuelas coloradas que curaban el sarampión. Otras eran verdes, muy eficaces contra la bilis, y algunas amoratadas, para descongestionar a los ahogados. En resumen: que su colorido era variadísimo.
¡Nobles sanguijuelas de mi juventud que consolaban al afligido con sus píos y volteretas! ¡Sanguijuelas balsámicas, que aplicaban a la llaga el lenitivo de su simpática manera de ser!
Cuando pasé la escarlatina, que en mis tiempos, por ser más enérgica, se llamaba escarlatona, el médico me trajo una vivaracha sanguijuela escarlata. Era fiel como un perro. Me lamía las manos con afecto, movía feliz su colita cuando acariciaba su cabeza con mi meñique, y dormía a los pies de mi cama aullando en plena noche para ahuyentar a los ladrones. Cuando sané de mi dolencia, pedí al doctor que no me privara de tan afectuoso animal, por el que llegué a sentir vivo cariño. Accedió el galeno, previo el óbolo correspondiente, y quedóse la sanguijuela en mi casa haciendo mis delicias con sus travesuras. La bauticé con el nombre de «Pitusina» y puse en su cuello un gran lazo color de rosa con una plateada campanita.
—¡«Pitusina», misi, misi! —llamaba yo al volver del Congreso, que era el sitio donde pasábamos las tardes los hombres de pro.
Y la sanguijuela «Pitusina» corría zalamera a mi encuentro, y restregaba su peluda cabeza en mis rodillas.
¡Cómo han degenerado las enfermedades desde mis años mozos! Aquellos dolorazos broncos y viriles, se han ido reduciendo hasta convertirse en ínfimos microbios que pican. Antiguamente los hombres de pro padecían alucinaciones, bailes de San Vito, tabardillos, trancazos, desmayos y pasmos. El pasmo se curaba inhalando regaliz hervido en un puchero. El tabardillo, frotando un vaso con menta sobre la nuca. El baile de San Vito, bebiendo un cocimiento de alibustre y repitiendo siete veces esta frase: «Vito, Vito, gorgorito; déjame el cuerpo quietecito».
Los hombres de pro —que es como decir todo el mundo, pues antaño o se era de pro, o se era un chiquilicuatro— salían de las enfermedades depauperados, cubiertos de canas y con un bastón. Una simple gripe mataba a un regimiento de húsares, y de un modesto catarro se quedaba uno cojo.
¡Aquello era enfermar, y lo demás son cucufainas!
LAS NUEVAS GENERACIONES, fatuas y vacías, se pavonean de los inventos modernos como si fuesen obra suya. «¡Qué risa, señora de Covisa!», que es la exclamación burlesca que usábamos antaño. La verdad es que no se ha hecho más que perfeccionar una pizca las ideas que tuvieron los inventores de mi época.
Esos aeroplanos de ahora, tan cacareados, ¿son otra cosa que el famoso «vuela-vuela» descubierto por el físico Lope Frenesí? Consistía el «vuela-vuela» en un cucurucho de cartón color café, relleno de piedrecitas, que al lanzarse con fuerza describía una parábola en el aire antes de caer al suelo. ¿No es éste el fundamento de la aviación? Salta a la vista que constructores desaprensivos plagiaron el «vuela-vuela» del señor Frenesí, introduciendo en él ligeras modificaciones: lo hicieron más grande, le pusieron alas, motores y hélices, y ¡a presumir de que se les había ocurrido a ellos! Mas la historia, que no se muerde la lengua, devolverá al fausto físico la gloria que como precursor le corresponde. Y, o mucho me equivoco, o esa gloria debe ascender, por lo menos, a unas quince pesetas con sesenta céntimos.
No se me oculta que los adolescentes de hoy en día se jactan de que la corriente eléctrica se les ocurrió a ellos. «¡Qué risa, señora de Covisa!», como solíamos decir antaño. He observado que, en cuanto en una reunión se enciende una bombilla, la gente joven se da con el codo y lanza miradas despectivas a la gente adulta como diciendo: «¿Qué les parece esta bombilla que echa fuertes resplandores, comparada con aquellos gases y petróleos que quemaban ustedes para no tropezar de noche y no caerse de narices?» A estos descocados les diría yo: «¡Frescales!» Y los llamaría «frescales» con toda la razón del mundo, pues no otro calificativo merecen quienes se apropian fraudulentamente la paternidad de una invención. Fue don Joaquín Garriguete, licenciado en pozos artesianos y equinoccios, quien descubrió la electricidad como sigue: yendo un día por el campo con su señora esposa, doctora en vainicas, cátate que estalla una tormenta. Y, además de esto, cátate que la tormenta iba acompañada de rayos, como antaño se estilaba. ¡En buen brete viose Garriguete! Más, ducho en las ciencias camperas, corrió a refugiarse en un pajar próximo, pues sabía el refrán que dice: «El agua moja, y la ropa encoja». Por desgracia, en el preciso momento de guarecerse del fenómeno meteorológico, le cayó un rayo en el tobillo. «¡Currusco! —exclamó don Joaquín, pues tal era la exclamación que empleábamos en mi juventud para tormentas, marejadas y sequías. Añadiendo a continuación, mientras se rascaba el miembro escocido por la chispa—: O mucho me equivoco, o el día de mañana la materia que compone los rayos dará mucho que hablar». ¡Palabras proféticas, que permiten considerar al gran Garriguete como genuino inventor del electrón luminoso!
No se me oculta tampoco que existen drogas activísimas, cuales son la penicilina y el perborato, que curan bastante los alifates de toda índole. ¿Las inventaron sabios de ahora? ¿Las investigaron medicuelos como chiquillos? Nada de eso: las inventó mi abuelo. ¡Otro timbre de gloria para el siglo decimonono! Veamos cómo fue la cosa: mi abuelo materno, que en paz descanse, padecía frecuentes jaquecas en la lengua. Hasta el punto de que sus nueras llegaron a preocuparse. «¿Cómo curaremos las jaquecas linguales del abuelito?», era la pregunta que se retrataba en todos los semblantes. Hasta que el propio abuelo, que no era chupa de dómine, cogió un ajo y se lo frotó encima de la frente. ¡Milagroso ajo! El vejete sanó. ¿No es éste un prolegómeno evidente de los medicamentos que vinieron después? ¿Qué es la penicilina, sino una especie de ajo machacado metido en frasquitos? Si la penicilina cura al paciente lo mismo que el ajo, ¿qué importa que el remedio se llame una cosa u otra? El caso es que mi abuelo lo inventó. Y no se hable más del asunto.
El teléfono también se conocía en tiempos de mis tátaras. Y mejor que ahora, porque no estaba tan lleno de hilos por todas partes. Antaño, bastaba con abrir la ventana y, con las manos puestas en forma de bocina, gritar el número del abonado con el cual se desea hablar. Por ejemplo:
—¡Dos, siete, cuatro, nueve, seis, uno! —gritaba un señor desde su balcón.
Y el vecino que tenía ese número se asomaba a su vez y se entablaba la plática a base de vozarrones. Había que gritar un poco cuando las distancias eran algo grandes, pero, en cambio, resultaba económico, higiénico y sin averías.
Otra de las ventajas de mi época era que, cuando deseábamos oír anuncios de jabones y sederías, no teníamos necesidad de enchufar una caja oblonga con un altavoz. En lugar de poner la «radio», enviábamos una paloma mensajera a un agente de publicidad, y él mismo venía en persona a recitarnos los anuncios que nos apeteciesen.
—Píldoras «Castrito» curan el catarrito. Pomada «Garelo» le alisa a usted el pelo —decía el agente de publicidad desde una esquina del comedor, empleando un peine con papel de seda que daba a su voz un adecuado matiz gangoso de las actuales emisiones radiofónicas.
Y cuando terminaba su trabajo se le daban cinco céntimos, un azucarillo y un pellizco de rapé.
Para que luego digan los monicacos de ahora que éramos unos retrógrados. ¡Uf!
VIENDO A LOS JÓVENES de ahora, con las ropas cortas y los cabellos rapados, con sus cutises libres de recoletas perillas y los pescuezos sin almidón, mis mofletes tórnanse de color grana. ¿Y qué decir de las danzas modernas, con acompañamiento de chistulari o gaita, en las que señores y señoritas brincan cual satanes unidos por un meñique? ¡Revuelo me causan estas féminas que lanzan humos habanos por boca y nariz, semejando jurisconsultos y banqueros! ¿No han de asaltarme rubores policromos a la vista de tan nefastas pipirigangas?
En mis años de mancebo, todos los adolescentes salíamos a la calle con la cabeza metida en una maceta de barro. De esta forma se evitaba que viésemos a nuestras congéneres hasta una edad prudencial, nunca inferior a la cuarentena. Yo he conocido sargentos de húsares que, fuera de sus institutrices, no sabían lo que era canela. Se bailaba por carta, y poco. Se bebía sirope de zarza en dedales, y las señoras se recataban bajo los lindos trajes de buzo. Más donde se observa la evidente relajación de las costumbres es en las bibliotecas modernas. ¿Cabe mayor pecaminosis que poner juntos en los estantes libros escritos por mujeres y hombres? ¡Confusión promiscua, de la que todo puede esperarse!
Yo he visto hoy en día, lomo con lomo, un libro de doña Emilia Pardo Bazán con otro de don Francisco de Quevedo. Yo he visto a doña Rosalía de Castro junto al frívolo de Pérez Zúñiga, ambos encuadernados en tela muy ligerita. Yo he visto a las hermanas Brontë pegadas a don Carlos Dickens, ¡todos en descocada rústica! ¡Y los jóvenes pasaban junto a los estantes sin que sus mejillas se arrebolasen lo más mínimo! ¡Uf, qué sofoco!
En mi época tales escarnios distaban mucho de ocurrir. Todas las bibliotecas disponían de dos alas, separadas por grueso muro con refuerzo metálico: en una estaban los libros escritos por caballeros, y en otra los escritos por señoras. ¡Ay del lector varón que pretendiera entrar a ver los libros de señoras! Se le expulsaba, sin miramientos, de la biblioteca, no sin antes privarle de su licencia de pesca. ¡Ejemplar escarmiento para el viperino perillán!
Más no acaba aquí la relajación antedicha. Con sofocones a cual más duro, he observado que los novelistas actuales escriben palabras masculinas y femeninas en dudosa mezcolanza. No exagero ni pizca: yo he leído en libros recién impresos la palabra «cafetera», que es femenina, y un renglón más abajo la palabra «cocodrilo», que es masculina. ¡Todo puede esperarse de una cafetera y un cocodrilo, separados apenas por unos adverbios de poca monta! Y he leído más: ¡he leído la palabra femenina «gutapercha», sin una mala coma de separación de la masculina «telémetro»! No hace falta ser mal pensado para suponer lo peor. No seguiré poniendo ejemplos, pues ya hablan con suficiente elocuencia las verbigracias que cito. Baste recordar que, en contraste con tales licencias, los probos escritores de mi pubertad tenían buen cuidado de poner en una página las palabras masculinas y en la otra de enfrente las femeninas, con miras a evitar entredichos.
CUANDO PIENSO en las descocadas costumbres actuales, plenas de disipación y relajo, un color se me viene y otro se me va: primero se me viene el amarillo, luego se me va el verde pálido, y por último se me viene todo el arco iris, que me llena de franjas las mejillas. ¿Cabe mayor pecaminosis que esos concursos de belleza, donde se elige a una «Miss» según la dimensión de sus húmeros y peronés? Si nuestros abuelos levantaran la cabeza, una buena torta no nos la quitaba nadie.
En mi época, en cambio, se celebraba anualmente un concurso entre los hombres más severos del mundo para elegir a «Míster Universo». ¡Respetable prueba, que excitaba el espíritu cívico y la fuerza viva! ¡Estimulante competición entre rectos caballeros que manejaban los timones de la Economía y el Agro! Cada nación tenía derecho a presentar un solo «Míster», y la elección del candidato no era tarea fácil: miles de hombres severos, de férreo carácter y sobrecogedoras pelambres, se presentaban en las eliminatorias locales. En nuestro país, habida cuenta que entonces circulaban cincuenta hombres severos por kilómetro cuadrado, elegir a «Míster España» nunca fue peccata minuta.
Pero si rigurosos eran los Jurados Nacionales, el Jurado Internacional era riguroso y pico. El galardón de «Míster Universo» no se otorgaba de bóbilis bóbilis. Cada «Míster» era examinado por arriba y por abajo, por delante y por detrás, estallando acaloradas polémicas entre los jueces del Tribunal.
—Yo creo que a «Míster Países Bajos» le falta barba —criticaba un juez.
—Pero tiene unas cejas hirsutas que son un primor —defendía otro.
—¿Se fijan ustedes en los andares de «Míster Francia»? —terciaba un tercero, mirándole las pantorrillas—. Resulta muy poco serio.
La discusión se prolongaba varias horas, mientras los «místeres», ataviados con sus serios levitones, iban y venían ante los ojos del Jurado apoyando una mano en la cadera.
—A mí —opinaba uno— el que más me agrada es «Míster Guatemala». Tiene el ceño más arrugado que la piel de un elefante. Posee una severidad realmente olímpica.
—Pero tiene propensión a la sonrisa. Fíjese en ese hoyuelo que se le marca en la barbilla.
—Es verdad: no había yo caído en el hoyuelo.
En 1895, sin embargo, no hubo discusión: en cuanto surgió en la tarima «Míster Bulgaria» con su barba de dos metros y su cuartillo de bilis dentro, el Tribunal en pleno se puso en pie gritando:
—¡Olé el «míster» severísimo!
Y se le impuso la banda de «Míster Universo» por aclamación, a los acordes de una austera marcha fúnebre.
Un tío mío, cascarrabias célebre en la Corte, fue elegido «Míster Cuenca» dos años consecutivos. Pero no pasó de allí, porque los del Tribunal se enteraron de que, tres años antes, había acariciado la cabeza de un niño. Y un severo que acariciaba la cabeza de un niño, por pequeña que fuese la cabeza, era descalificado, ipso facto, de la competición.
Hoy, por desgracia, aquel saludable concurso que exaltaba la severidad de todo «míster» viviente, ha degenerado en estos certámenes donde se premian las narices de unas muchachas que no han visto la severidad ni por el forro. ¡Uf!
CUANDO VEO esta lluvia moderna que cae a gotas, como si fuera un medicamento, me entra una risa convulsa. Cuando toco estos granizos de ahora, que se derriten al ponerlos en la lumbre, suele darme un achuchón de carcajadas. Y cuando me cae un rayo de estos tiempos en la cabeza, produciéndome una mísera cosquilla, poco me falta para reventar de regocijo. ¡A lo que ha llegado la Naturaleza, mamá Inés! ¡Quién te ha visto y quién te ve! ¿Cómo es posible que a estos juegos de salón contemporáneos se les llame «fenómenos meteorológicos»?
En mi época, cuando la Chelito era una parvulilla y a Margall le faltaba el Pi, la Naturaleza no era para descrita. Era tan viril en sus manifestaciones, tan poderosa y fuerte, que muchos escritores la llamaban el Naturalezo.
Raro era el día que no se presentaba en la ciudad algún fenómeno, cuya furia hacía exclamar al transeúnte: «¡Repámpanos!» Y para que un hombre de mis tiempos dijese «repámpanos», muy gorda tenía que ser la cosa. Porque entonces sólo se decía «repámpanos» en casos de mucho apuro, tales como naufragios, eclipses y fenómenos meteorológicos, pues la gente tenía nervios de acero y dominaba sus terrores mordiendo un buen pedazo de goma arábiga.
En cuanto se levantaba un poco de viento, ya se sabía: tifón al canto. Mis contemporáneos estaban acostumbrados a los tifones, y nadie dejaba de hacer su vida ordinaria en el buen sentido de la palabra.
—Parece que se ha levantado un tifoncito muy fresco —comentábamos entonces subiéndonos el cuello del gabán, mientras se derrumbaban las casas a nuestro alrededor. Y entrábamos en algún Círculo Mercantil a bebernos un ponche.
Durante el verano, que entonces duraba siete meses, menudeaban las tormentas. Pero las tormentas de mi época, además del trueno y el relámpago, estaban dotadas de otro fenómeno: el matracón. Primero se veía el relámpago, luego sonaba el trueno, y por último caía el matracón. El matracón era una especie de aerolito del tamaño de una oveja, que silbaba por el aire antes de estrellarse contra algún bicho viviente. Había matracones que partían un árbol por la mitad, y otros que provocaban grietas en los tabiques. Muchos ignorantes, para protegerse del matracón, se ponían en la cabeza un capacete de paja. Pero esta débil protección de nada les servía, y al primer matraconazo se quedaban agónicos. Hoy, por desgracia, el matracón ha desaparecido. Las tormentas han perdido toda su hermosura y pujanza. Sólo queda el relámpago, que parece la chispa del «trole» de un tranvía, y el trueno, que suena como un armario arrastrado en el piso de arriba. ¡Puah!
¿Y qué decir de los granizos, que perforaban los cascos del ejército y con los cuales se podía jugar al billar sin que se derritiesen nunca? ¿Y qué comentar de las trombas marinas, que arrastraban a un señor de la terraza de un café, le daban un paseo por la bahía y volvían a dejarle en el mismo sitio? ¿Y qué opinar de las lluvias de ceniza, simunes y chorros de lava volcánica?
—¡Tiempos idos, tiempos idos! ¿Por qué no volvéis, guapos?