CONTINÚA EL CONGRESO PRO-PAZ
(Crónica telegráfica de un corresponsal)

UN CAÑONAZO ANUNCIÓ la apertura de la sesión de hoy. El primero en hablar fue el representante de Batracia, el cual reclamó para su país la rodaja septentrional de Cascuncia.

«Sin ese pedazo —declaró en su vibrante discurso— la frontera de Batracia está muy arrugada. Después de esa anexión que pido, mi país aparecerá en los mapas completamente redondo».

El representante de Cascuncia, que es un roñica famoso, dijo que su Gobierno pagaría a Batracia una remolacha en concepto de reparaciones, y que iba bien servida. El asunto quedó aplazado hasta 1958, esperándose que para entonces el Congreso se decidirá por la anexión, o por la remolacha.

A las once treinta, hora de Pamplona, el delegado de Liboria dio un pellizco al representante de Torlonia. ¡Grave fricción internacional, que motivará un cambio de notas! El incidente se produjo al negar Torlonia el tráfico de peces liborenses por el río Farunio.

Levantada acta del pellizco, Torlonia pidió como desagravio la cesión de la comarca fronteriza conocida con el nombre de Kuka-Kuka, alegando que allí se hace un queso riquísimo. El Presidente del Congreso recordó a Torlonia que el jueves pasado se anexionó un territorio donde se hace un queso igualmente bueno. Monki, representante torlonés, se sentó avergonzado, sin añadir oste ni moste. ¡Fragante victoria del Congreso Pro-Paz, que motivará un cambio de agasajos!

A las doce cuarenta, hora de París, pronunció su anunciado discurso el jefe del Comité de Melania:

«Reclamamos la provincia de Fricovaquia —dijo entre otras cosas—, ya que en dicha provincia reside una minoría melaniesa compuesta por don Teopampo y Yepiyep, de cuarenta y seis años de edad, que tiene allí una “villa” con jardín».

El Presidente del Congreso objetó que tal minoría era poco importante, argumentando el delegado melaniés que las minorías, como su nombre indica, siempre han sido cosas pequeñas.

«Mi país acusa a los habitantes de Fricovaquia de perseguir con un palo a la minoría que constituye el señor Yepiyep».

Se dejó pendiente el fallo de este pleito hasta junio de 1967, fecha en que el señor Yepiyep habrá muerto víctima del palo de los fricovacos. ¡Cautísima y diplomática labor del Congreso, que motivará un cambio de besos en la frente!

A las dos y cinco, hora de almorzar, el Grupo Sub-Regulador de la Sección Subalterna del Departamento Supervisor de Ponencias y Protocolos pasó a examinar las reparaciones exigidas por Niceria.

«Pedimos que se reincorpore a nuestro territorio el principado de Zipp, famoso por su industria de globos huecos», dijo el representante nicense.

«¡Pongo mi veto! —cortó el representante de Liboria, sacando un veto del bolsillo y poniéndolo sobre la cabeza del delegado de Niceria—. La fabricación de globos pone en peligro la paz mundial, como está previsto en la cláusula 14 del postulado nono».

«Pues algo hay que darle a Niceria, hijo», agregó el presidente, que siempre procura que todos estén contentos y se vuelvan a sus países con algún recuerdito.

Aplazada la decisión hasta las Navidades de 1971, tomó la palabra el delegado de Frasconia, Olaf Gervis, el cual entonó una pacífica canzoneta.

A las siete y diez de la tarde, hora de merendar, una salva de cañonazos anunció el cierre de la sesión.

Los delegados abandonaron el recinto del Congreso con ramitas de olivo en la boca.

LA ENTREVISTA

ENCONTRAMOS AL ILUSTRE POETA Montepino rodeado de su intimidad, de sus floreros y de sus oráculos. Montepino es un poeta inquieto, de cuello corto y excelente encarnadura. Luce en el pelo una Flor Natural ganada en el último torneo, y este adorno realza el tono campechano de su trato. Permanecemos en pie ante el vatote, hasta que por fin nos invita a sentarnos encima de unos sacos.

—¿…? —le decimos sacando papel y lápices.

—Lo siento —nos responde—. Acabo de fumarme el último.

Pestañeamos contrariados y volvemos a decir:

—¿…?

—Tampoco. Nunca tengo vino en casa.

—¿…? —insistimos tercamente.

Montepino queda absorto unos instantes. Luego dice:

—¿Jamón? Quizá quede un poco todavía.

Y el poeta nos abandona unos instantes, mientras nos dedicamos a contemplar la intimidad en que vive.

—No me queda jamón —se lamenta Montepino entrando de nuevo en la estancia.

—¿…? —le decimos, chascando la lengua.

—Deben de quedar dos dedos en el fondo de la botella —nos informa—. Yo sólo lo utilizo para los catarros…

Vuelve a salir el egregio, y nos fijamos en un cuadro al pastel que representa un toro en lucha con un pez. La casa de Montepino denota sobriedad: aquí, un almohadón atado a la lámpara con una cinta; más lejos, un coco pintado de verde que sirve de tambor; allá, un poco de agua metida en un gran plato de sopa.

—Por lo visto, la criada ha roto la botella y no queda nada de coñac —nos dice Montepino cuando regresa a la habitación donde esperamos.

—¿…? —indagamos con voz dulcísima.

—Pero estará fría —nos replica Montepino—. Como se apaga la lumbre después de comer…

—¿…? —tornamos a preguntar.

—No; patatas, no. Lo que hay es sopa.

Hacemos una pequeña pausa, para admirar una vez más la intimidad en que nos hallamos: coronas de laurel sobre los tapices, periódicos, panchatandras de hule… Nada falta en la residencia del ilustre vate.

—¿…? —sugerimos con una deliciosa sonrisa.

—Lo siento. Este mes he tenido muchos gastos, y no me es posible. Ando con lo justo —nos confiesa.

Terminado el preámbulo, procedemos a efectuar nuestra entrevista.

—¿Alguna anécdota? —preguntamos con sequedad.

—Una —nos responde Montepino.

—¿Proyectos?

—Dos.

—¿Dientes?

—Tres.

—Gracias —cortamos dando por concluida la visita.

EL ANCIANO DRAMATURGO

ENCONTRAMOS AL ANCIANO dramaturgo haciendo la pirámida humana con toda su familia encima de los hombros. ¡Inaudito vigor juvenil en un glorioso que cumplió ayer ciento quince abriles! ¡La edad del dramaturgo bonito! ¡Genio de músculo siempre fresco, que nos sorprende con sus cabriolas de adolescente! ¿Qué diría Echegaray? ¿Qué diría Hartzenbusch? ¿Qué diría Matusalén? Dirían, sin duda alguna, este lacónico comentario: «¡Sibarita!»

—Siéntese —nos dice el inmortal estrujando un plátano entre sus dedos para sorber su zumo vivificador. Y se pone a hacer flexiones en un columpio. ¡Qué joven está! ¡Parece un niño! ¡Vivito y coleando! ¡Fértil de ingenio como un recluta del cuarenta y ocho!

El estudio del excelso perenne es un inapreciable museo teatral: basta echar un vistazo para descubrir tacones de Adelina Patti, uñas de Sarah Bernhardt, corpiños de la Fornarina y camisetas de Zacconi. En una repisa, nuestro ojo derecho tropieza con un chaleco de Moratín mientras el izquierdo se da de bruces con un calzador de Shakespeare. Boletos del Real empapelan las paredes. Pelucas de la actriz Frascuela Zarráspegui alfombran el suelo. ¡Ricas reliquias!

El anciano venerado pide una comba a su tataranieta, que no se separa de él ni aunque la maten, y empieza a saltar al grito de: «¡Un, don, din, canorín, canorete!» ¡Se nos abren las carnes de la perplejidad! ¡Se nos salen las lenguas de asombro! ¡Nosotros, con ser unos jóvenes al filo del destete, no seríamos capaces de tan ágiles chirigotas! ¡Qué joven está! ¡Parece un niño! ¡Vivito y coleando!

—¿Proyectos? —soltamos como un dardo, mientras el viejo insigne se rocía con formol para conservar sus tejidos.

—Estoy escribiendo treinta y cuatro dramas en verso, quinientos entremeses y noventa postres —aclara con sencillez doblando una barra de hierro con sus dientes postizos. ¡Qué joven está! ¡Parece un niño! ¡Vivito y coleando!

Y después de recoger su mandíbula inferior, que se le acaba de caer al suelo, se tumba a la bartola para hablarnos del teatro de la Edad Media, que él conoció tan bien.

—Yo era muy amigo de un tal Quevedo, que luego sonó mucho, y cogí por los pelos a Lope de Vega. ¡Aquello era teatro, monines! Las cuartas de Apolo (que al principio fueron enteras, pero fueron degenerando con la guerra de Sucesión) hacían que el teatro se viniese abajo. En general, todos los teatros se venían abajo contemplando tanta maravilla. ¡Pues no era nada ver a la Zarráspegui y a Romualdo Frote por tres reales! Todas las noches el teatro se venía abajo, y tenían que acudir los obreros a la mañana siguiente para levantarlo. Cuando estrené mi vodevil «Los réditos camuflados», el teatro se vino abajo en mitad de la función y aplastó a todos los críticos de la Prensa.

—¿Matutina o vespertina? —indagamos para completar nuestra información.

Pero el vetusto laureado ya no nos hace caso: vestido con una ligera malla gimnástica, boxea con sus tataranietos. ¡Qué joven está! ¡Parece un niño! ¡Vivito y coleando!

Abandonamos la mansión, despidiéndonos del dramaturgo con estas palabras que nos brotan espontáneamente:

—¡Adiós, nene!

W. SOMBRERET MORGAN

W. SOMBRERET MORGAN, cuyos libros de cuarenta pesetas son tan admirados en los escaparates por los lectores españoles, ha venido a vernos por encima del hombro. ¡Fausta noticia, rebimba! ¡Ya podemos estar contentos! ¿Qué más podemos pedir? ¡Después de Sombreret, el diluvio! La Prensa, como era de esperar, ha publicado sus fotos de frente, de perfil, de… cúbito supino y de muchos cúbitos más. ¡Qué alto honor para unos pobretes como nosotros, que apenas nos ven desde Europa con tanto Pirineo como tenemos delante! ¡No es grano de anís! ¡Nada menos que W. Sombreret Morgan, el cuentista traducido a siete lenguas sin contar la de vaca!

Abombado el pecho para no parecer tan poquita cosa, hemos recibido al excelso en nuestra despreciable madriguera. ¡Qué gentil! ¡Qué grande! ¡Qué fino! Conteniendo la risa que le causa nuestra baja estatura y nuestra estupidez congénita, W. Sombreret Morgan acepta el puro de tabaco español que le sirve el Director. Mide once pies tamaño cuarenta y cuatro, tres pulgadas y algún chinche que otro. Viste con un refinamiento que refulge en medio de nuestros harapos, y luce un sombrero cilíndrico desconocido en nuestro atrasado país.

—¿Qué es lo que más le gusta de España? —le preguntamos para sacarle algún jugo a la visita.

—¿Dónde está España? —nos pregunta a su vez, extrañadísimo.

—Debajo de sus zapatos —le explicamos poniéndonos colorados de pura modestia.

—Pues no me había fijado. Como soy tan alto… Sólo he venido aquí a documentarme, pues pienso escribir algo sobre los negros.

—Nosotros no somos negros —decimos con humildad, pues no queremos irritar al ilustre—. Lo que pasa es que el sol nos tuesta un poco.

Pero como vemos que W. Sombreret Morgan nos fulmina con un ojo cargado de talento, cambiamos de conversación. Y decimos:

—¿Conoce usted a alguno de nuestros escritores?

—¡Ah! —se sorprende Sombreret—. Pero ¿saben ustedes escribir?

—Con bastante mala letra, pero se hace lo que se puede.

—Pues, no; no conozco a ninguno. Yo sólo me conozco a mí; y como escribo tantísimo, no me queda tiempo para más.

—¿Tampoco ha oído hablar de don Miguel de Cervantes? —preguntamos sin hacernos muchas ilusiones, pues no es probable que un genio universal como Sombreret conozca a nuestros geniecillos locales—. Fue un manco muy ingenioso.

—¿Cervantes…? ¿Cervantes…? Me suena un poco —cavila el glorioso—. ¿No es uno que escribió «Agua, azucarillos» y otros ingredientes más que no recuerdo?

Le decimos que sí, pues a lo mejor, si le decimos que no, coge el tren y se marcha a su tierra. ¿Y qué sería de nosotros si el gigantesco cuentista nos abandonara? ¡Nos veríamos obligados a leer a nuestros infelices escritorzuelos, que cuando pescan un Premio Nobel es por verdadero churro! ¡Qué horror!

Poco a poco nos enteramos de que W. Sombreret Morgan no conoce ninguna firma local. Pues ¿qué nos figurábamos, bobos de nosotros?: ¡que un prohombre de once pies, tres pulgadas, etcétera, iba a perder su tiempo leyendo nuestros prospectos!

Le pedimos autógrafos, cortamos pedazos de su levita para llevarlos en relicarios de plata junto al corazón, y le servimos otro puro de tabaco español.

Cuando W. Sombreret Morgan sale de nuestras oficinas, nos regala a cada uno un terrón de azúcar. ¡Ha sido el día más feliz de nuestra vida!

SILBADOR TALÍ

LAMIDO POR OLAS DE AGUA SALADA se alza el domicilio del portentoso interfecto. En una casita de línea corriente, en forma de bola, construida con peladuras de plátano y huesos de dátil. Un campanario, con campanas de goma, pone una nota de alegría a la sencilla edificación. De las ventanas penden panecillos y muletas, y observamos que por la chimenea brota un humo cuadrado y duro. Llamamos a la puerta, tapizada con cuero cabelludo, y una gran nariz con patas nos abre la puerta.

—Si desean ver a mi señorito —nos aconseja la nariz con patas—, déjense crecer unas setas en los hombros y procuren que por sus orejas salgan lombrices de varios colores.

Así lo hacemos y pasamos al receptáculo que emplea Talí para recibir a las visitas. Un gramófono, que en vez de tocar discos canta, valiéndose de una lengua sonrosada, nos deleita con el himno del artista. He aquí una estrofa de la bella partitura:

Pintor que pintas narices,

pinta relojitos blandos;

porque si se caen al suelo

se rompen en mil pedazos.

De una amplia caracola marina, colgada del techo con un tiroides de hipopótamo, sale Silbador Talí. Es un muchacho de facciones vulgares. Lo único que llama un poco la atención en su aspecto físico es un gran ojo verde con pestañas de estopa que se abre en su frente, y unos bigotes supletorios que le salen de los pómulos. Viste un simple indumento de bañistas: cinturón de calabazas flotantes, pendientes de sardinas, tapón de corcho en la boca para que no le entre agua, y un botellón con tinta de calamar para soltarla si le ataca un pez.

—¿Proyectos? —le soltamos a quemarropa. Y en efecto: la ropa se le quema.

—He venido aquí —replica con aplomo— porque deseo pintar una nariz descomunal por uno de cuyos orificios salgan cuatro jinetes del Apocalipsis al trote, y por el otro entren muchos hombrecillos sin brazos y con espigas de centeno en los labios. Pondré al fondo, como hago siempre, una llanura muy grande con un arbusto chiquitín, y una nube con su nariz correspondiente. He descubierto la filosofía de las narices, y me propongo desarrollarla hasta que la gente se aburra y me mande a freír buñuelos, y viviré otra temporadita como un príncipe. Esto de idear filosofías es un momio imponente.

—¿Surrealista? ¿Dadaísta? ¿Camelista? —indagamos, tratando de clasificar a este rey de los colores.

—En realidad, soy impresionista, pues siempre estoy tratando de impresionar a las buenas gentes con mis rarezas de niño pitongo.

Talí nos ofrece una copa de amoníaco español con puerros pelados, y nos hace comer un reloj entre rebanadas de pan.

—Este reloj está un poco duro —insinuamos hincándole el diente.

—Pues me extraña: tengo una cocinera que hace unos relojes blandísimos.

Aplacado el apetito con regalices salados, tráqueas de gaviota y otras golosinas, Talí nos enseña sus últimas obras. ¡Hermosa colección de narices! Las hay chatillas, con amapolas en la punta y estatuas griegas alrededor; otras son grandes y judaicas, y sirven de garaje a automóviles medio derretidos; algunas son como cuernos de la abundancia, y manan de ellas mocos de oro. Quedamos con un palmo de narices.

—En las Américas, donde la gente está ávida de filosofías graciosas, vendí una nariz ecuestre en un millón de dólares.

Talí empuña un lápiz y se pinta tres pecas correlativas en un moflete. ¡Evidente prueba de talento genial! Luego coge un zapato de mujer, lo llena de perdigones, y lo coloca sobre un papel cazamoscas. ¡Ya quisieran nuestros pintores contemporáneos poder realizar estas proezas artísticas!

—¿Qué hora es? —preguntamos, pues no queremos robarle el tiempo a este pinturero, que lo necesita para hacer narices.

—Las ocho blandas.

Y después de estrecharle la nariz, salimos de la casa con la cabeza como un bombo.

SECCIÓN DE SUCESOS OPTIMISTAS

RECHACEMOS LAS REPULSIVAS «Secciones de sucesos» de los diarios. ¡Basta de relatar al lector crímenes y desgracias! ¡Fuera de los periódicos la noticia minuciosa que explica cómo se abrió la cabeza un niño de siete años al ser atropellado por un camión, y cómo dos borrachos se taladraron con sus navajas! Yo propongo a todos mis colegas que ofrezcan «Secciones de Sucesos Optimistas», como ésta:

Ayer, a las nueve de la noche, un desconocido se acercó al pobre sito en la calle del Peine esquina a la Alameda, entregándole una limosna de pronóstico cuantioso. El donante se dio a la fuga. Avisado un taxi con urgencia, el pobre se trasladó a un restaurante de lujo, donde, asistido por los camareros, devoró una cena espléndida.

En la mañana de hoy, el obrero Estanislao Domínguez, que trabajaba en lo alto de un andamio, no se cayó a la calle. Gracias a esta feliz circunstancia, no ha sufrido la rotura de la base de cráneo ni contusiones gravísimas. El obrero se muestra muy satisfecho y, al salir del trabajo, almorzó con su esposa y sus tres niños, los cuales le prodigaron toda clase de graciosas carantoñas.

En la taberna «El Medio Litro», propiedad de don Dimas Garriga y situada en las afueras de Palencia, no se ha registrado todavía ninguna reyerta sangrienta entre los parroquianos. Hace dos años un forastero sacó una navaja del bolsillo, pero fue para afilar un lápiz.

Los niños Eduardo López y Jaimín Cardona, de once años, encontraron en un solar una bomba de mano, con la que han estado jugando más de tres meses. Afortunadamente, por hallarse descargado, el artefacto no ha hecho explosión todavía ni es probable que estalle nunca. Tanto Eduardito como Jaimín siguen viviendo en sus hogares, sanos y salvos.

Unos pescadores se han llevado un susto muy gordo al pescar, en la desembocadura del Ebro, un objeto que a primera vista parecía una cabeza humana. Examinado el objeto más atentamente, resultó ser un simple tarugo de madera. Los pescadores suspiraron aliviados.

Esta mañana, cuando el tráfico rodado era más intenso en la calle de Alcalá, la anciana de 72 años Concepción Fresneda, natural de Trujón, recibió una gran alegría al ver en la otra acera a su hermano Octavio, al que no veía desde 1927. Aprovechando que en aquel momento un guardia había tocado el pito, cruzó la calle sin novedad y se reunió con su pariente, el cual se puso muy contento al reconocerla.

El dique del pantano Fresquete ha resistido, sin romperse por ninguna parte, las recientes lluvias torrenciales. Ésta es la agradable causa que las huertas próximas no se hayan inundado. Los huertanos están como unas verdaderas pascuas.

A Federico Bergamota, de profesión chófer, se le cayó esta mañana un cigarrillo encendido dentro de un bidón de gasolina. Pero como la gasolina no suele inflamarse con la lumbre de un cigarrillo, no le pasó nada a Federico Bergamota. Menos mal.

COMENTARIOS A UN DISCURSO

(En el periódico del Partido Progresista)

«PUBLICAMOS A CONTINUACIÓN el brillantísimo y elocuente discurso del enjundioso diputado progresista, Excmo. señor don Manuel Corbanilla, cuyo verbo cálido levantó tempestades de salvas en la última sesión de la Asamblea.

»“Señores: (Aplausos). Es nuestro deber exteriorizar el cataclismo empírico (murmullo de admiración) de los fundamentos librecambistas. (Voces: «¡Muy bien, muy bien!») Mi punto de vista es uno y múltiple: pluralicemos la ética secular. (Grandes ovaciones). Yo pienso, y digo pienso en el sentido estricto del vocablo (prolongadas salvas), que la coyuntura es mítica. (Cohetes y clamores de entusiasmo). Mi probidad política (fuertes aclamaciones) me inclina a rechazar el eufemismo. (Una voz: «¡Qué genio de la oratoria!» Otra voz: «¡Qué circunspecto!») Por lo tanto, miremos la encrucijada sin aspavientos. (Clamores y vivas). Idealicemos la panorámica del agro (aplausos y pancartas) para propugnar la trabazón funcional. (Gritos y desmayos). Mi probidad política (entusiásticas interrupciones), repito, me impide ocultar la verdad, no sólo a mis queridos correligionarios (descarga de aplausos), sino a mis adversarios del Partido Retrógrado. (Frenéticos alaridos de indignación. Voces: «¡Abajo el Partido Retrógrado!») Yo os prometo progreso por aquí (una voz: «¡Viva!»), progreso por allá (voces: «¡Así se habla!»), progreso por arriba (una voz: «¡Qué hombre!»), y progreso por abajo…” (Las salvas atronadoras, los aplausos delirantes y los himnos triunfales, impiden entender el final del discurso)».

(En el periódico del Partido Retrógrado)

«PUBLICAMOS A CONTINUACIÓN la cháchara de un tal Manuel Corbanilla, diputado progresista, que levantó oleadas de protestas en la última sesión de la Asamblea:

»“Señores: (Silencio sepulcral). Es nuestro deber exteriorizar el cataclismo empírico (una voz: «¡A otro perro con ese hueso!») de los fundamentos librecambistas. (Risas. Una voz: «¡Uuuuh!») Mi punto de vista es uno y múltiple: pluralicemos la ética secular. (Protestas. Gritos de indignación). Yo pienso, y digo pienso en el sentido estricto del vocablo (bostezos y epítetos), que la coyuntura es mítica. (Una voz: «¡Fuera, charlatán!» Otra voz: «¡Sorbecaldos!») Mi probidad política (risas atronadoras) me inclina a rechazar el eufemismo. (Una voz: «¡Pero en cambio no rechazas los sobornos!») Por lo tanto, miremos la encrucijada sin aspavientos. (Tumulto y guardias). Idealicemos la panorámica del agro (abucheo. Una voz: «¡Pamplinas!») para propugnar la trabazón funcional. (Burlas). Mi probidad política, repito (carcajadas sonoras y silbidos), me impide ocultar la verdad, no sólo a mis queridos correligionarios (voces: «¡Feos!»), sino a mis adversarios del Partido Retrógrado. (Salva de aplausos. Una voz: «¡Viva el Partido Retrógrado!» Delirio de entusiasmo. Frenéticos alaridos de alegría). Yo os prometo progreso por aquí (una voz: «¡Mentira!»), progreso por allá (voces: «¡Cuéntaselo a tu tía!»), progreso por arriba (otra voz: «¡Arrastremos al mentiroso!»), y progreso por abajo…” (Las protestas, los pateos ensordecedores y la indignación desbordante, impiden entender el final del poco afortunado discurso)».

PUBLICIDAD

¡APRENDA RADIO, televisión, fonógrafo y bocina en un momento! ¿Cómo? Enviando un sello de cinco céntimos y una cerilla a la Academia Fragoso. Millares de cartas como la que publicamos más abajo, testimonian la gran eficacia de nuestro método. ¡Construya su radio, su televisión, su fonógrafo y su bocina, aprovechando sus horas libres! Con un dispendio de risa, podrá llenarse los bolsillos de monedas. ¡Ánimo, joven!

Sr. Ingeniero Fragoso, Director de la

«Academia por Correspondencia Fragoso».

Interior.

Muy señor mío:

Antes de seguir su cursillo, bonito y barato, los cortocircuitos me ponían la carne de gallina. Durante mis horas de ocio, me pasaba el tiempo con los dedos quietos y las orejas gachas. Como no sabía ni chispa de electrotecnia, me sentía incapaz de tocar los timbres, de encender las bombillas y de apagar los faroles. Bien pronto mis amigos, que se hartaban de tocar todos los timbres, empezaron a tomarme a chacota, con gran tristeza de mi buena madre, que me vio nacer.

«¿Por qué no aprendes radio, televisión, fonógrafo y bocina en la Academia por Correspondencia Fragoso, enviando un sello de cinco céntimos y una cerilla al ingeniero Fragoso?», me decían mis amigos, haciendo una pausa en sus burlas. Por fin, harto de mi inferioridad, seguí el consejo que me daban y envié a esa Academia un sello de cinco céntimos y una cerilla.

Bien pronto, comencé a notar las excelencias de ese método: a los pocos días, mi casa se llenó de amperímetros, válvulas y percutores, con gran alegría de los míos. En el acto, mis amigos se guardaron las cuchufletas en la boca, y empezaron a saludarme quitándose sus sombreros con parsimonia. ¡En poco tiempo pude tocar los timbres, encender las bombillas y apagar los faroles, sin un escalofrío! Del mismo modo, solté carcajadas a la vista de los circuitos, y me reí en las mismas narices de los arcos voltaicos. Gracias a la «Academia Fragoso» he logrado construir un aparato del tamaño de un conejo, y espero llegar a construir un aparato el doble de gordo en mis horas libres.

Lo malo que tiene este método es que antes, en mis horas libres, no daba golpe; y ahora, desde que he aprendido radio, televisión, fonógrafo y bocina, tengo que dedicar mis ratos de ocio a construir aparatos. Pero no todo va a ser miel sobre hojuelas; eso digo yo.

En resumen, señor ingeniero: que estoy contentísimo de poder tocar los timbres a dedo limpio, y de poder ir con mis amigos sin que el rubor de la timidez tiña mis mejillas.

Tenga la seguridad de que, quien no le mande un sello de cinco céntimos y una cerilla para hacer el cursillo, se merecerá un buen cachete. Por estúpido.

Su agradecido seguro servidor:

JUAN LANGREO

(Técnico en Radio, Televisión, Fonógrafo y Bocina, en sus horas libres).

LUCTUOSA EFEMÉRIDES

TAL DÍA COMO HOY hace treinta y nueve años, el insigne poeta Catalino Parrondo intentó suicidarse disparándose un peine en la cabeza. ¡Suicidio pasional que pudo tener trágicas consecuencias!

En su buhardilla de la calle Capitoste, sede hoy del Banco del Inmueble Bonito, Parrondo pasaba las horas musa que te musa. Con su péñola, como entonces se llamaba al lápiz, trabajaba en su poema épico «Torcuatito». Era «Torcuatito» la gran epopeya de un joven corneta griego, al que el caballo de Troya por poco rompe un tobillo de un pisotón.

Todos los días, el bien dotado Catalino iba un rato al café Marisol, hoy Banco de Rechupete; de allí se encaminaba al restaurante Cascabel, hoy Banco del Pronóstico Reservado, y por último bebía un ajenjo en la taberna del célebre cojo Chundarata, hoy Banquito para el Nene y la Nena.

Ésa era la vida del vate bohemio, que tenía caries en la pleura como «guás» de canicas. ¡Salud precaria y cerebro caliente! Ávido de ajenjo y pescadillas, el autor de «Torcuatito» iba hacia la Fama dando zancadas. Pero Fémina no andaba lejos, y le clavó su dardo de pasión entre ceja y ceja: Susi Carrasclás, la canzonetista a transformación que enloquecía a los viejos del bar Tampico, hoy Banco de las Pesetas, le guiñó un ojo. ¡Nefasto guiño, que iba a convertir al vate en botarate! Los últimos cantos de «Torcuatito» quedaron en el aire. Catalino, entre péñola y ajenjo, murmuraba el nombre de Susi. Más Susi vengan picardías, vengan coqueteos, y vengan banqueros de Bilbao, con tronco de caballos.

Hasta que una noche de diciembre, cuando las olas barrían el litoral, Parrondo decidió poner fin a su infausta vida. ¡Peligrosa decisión! Quemó en la estufa el manuscrito de «Torcuatito», se peinó con raya en medio, rompió recuerdos queridos, y escribió un besalamano al juez de la comarca.

Su mano no tembló al empuñar el peine homicida, de concha maciza. Con pulso firme lo levantó hasta más arriba de su cabeza, mientras susurraba el nombre de Susi, el de su mamá, el de una tía paterna que adoraba, y el de varios amigos de la casa; pero sobre todo el de Susi…

Después… dejó caer con fuerza el peine sobre su cabeza. ¿Era el fin? ¡Horrendos instantes, que encanecen el pelo más moreno! Su vista se nubló. La cabeza le dolía, pues el golpe del peine le había producido una tremenda conmoción. Su pulso latía locamente. Poco a poco, Parrondo fue abriendo los ojos, y… ¡vivo, vivo! ¡Milagro! ¡El peinazo no le había machacado ningún órgano importante!

Treinta y nueve años más tarde, cuando Catalino Parrondo recuerda este episodio de su turbulenta juventud, un sudor frío le empapa la ropa. El poeta, péñola en ristre, sigue trabajando en su epopeya «Torcuatito». Odia los peines. Sólo usa cepillo.

TRAJES REGIONALES
(Artículo de periódico provinciano)

POCAS COSAS SIMBOLIZAN tan poderosamente el espíritu de una región como sus trajes típicos. ¡Curiosos trapajos de rancia prosapia celtíbera! ¿Cabe espectáculo más fascinador que unas aldeanas de Cascarrias del Duque (Alto Pisuerga), ataviadas con la rica vestimenta de gran gala: túnica de saco con costosos agujeros antiguos, pañoleta y refajo de estopa y graciosa mordaza de papel prensado? ¡Airosa facha la de estas mozuelas, que pasean su donaire y su jacarandosez por las murallas románticas de su pequeña urbita! ¿Qué gañán no enloquecerá al ver un talle tan esbelto con tan lujosos ornatos?

El turista que nos visita queda perplejo ante la opulenta belleza de los trajes regionales. Allí tenemos a Huesca, con sus atávicos gorros en forma de tortilla, sus calzas color de aceituna y su corpiño de lentejas auténticas, amén de los tapaorejas de cuero ribereño. ¿Y qué decir del atavío maragato, con bolondrones de cobre y adornos de yeso, plata y huevo duro? El ojo del turista queda abierto de par en par a la vista de tanta maravilla. En Pantanejo de la Cuesta tropieza con un abundante faldón de lana sin cardar, con apliques de madera en forma de plátano. ¡Cuánta hermosura en los birretes turolenses, hechos con tacos de madera ahuecados a punto de navaja!

Si el turista se decide a bajar un poco por nuestro mapa, podrá ver en el valle del Regatochico las airosas blusas curtidas en piel de cabra, con las que se visten los viejos de la localidad para tocar el cencerro.

Más donde el tipismo de la vestimenta alcanza su más elevado ringorrango es en la cuenca del Guadalete. Mozos y mozas, en la referida cuenca, se enrollan todos los domingos en una faja de hule que les cubre desde el cuello al tobillo. ¡Maravillosa estampa de fino colorido! El día de San Blas, patrón de Guadalete, todos los habitantes de la comarca, además de la rica faja, lucen en dedos y orejas joyas talladas en huesos de puerco.

¡Primitiva fantasía popular! ¡Fértil inventiva de la «vox pópuli», que ningún modisto podrá igualar nunca!

PROYECTO DE CONSULTORIO SENTIMENTAL PARA LA REVISTA DEDICADA A LA MUJER

Cerquísima. La única diferencia que existe entre la mujer romántica y la mujer cursi, es que la primera tiene cavernas en los pulmones, y la segunda no. Una radiografía de tórax es el método mejor para salir de dudas.

Encantado, señorita. Los pájaros siempre han sido mi debilidad. Pero con el fin de que no se vea obligada a abonar considerables gastos de franqueo, puede remitírmelos ya fritos. En vivo y con jaula abultan muchísimo.

No. El suicidio de una esposa es siempre una liberación para el marido, y nunca una venganza. Si quiere torturarle de verdad, inyéctese calcio, haga gimnasia, y procure sobrevivirle.

Perfectamente. Después de beberse con otro hombre la juventud, que es todo el contenido de la vida, lo menos que puede usted hacer es devolverle el casco a su primitivo novio.

Consuélese: si a usted le hace poca gracia, puedo asegurarle que a los monos no les hace ninguna.

LOS POBRES PERIÓDICOS SE PASAN LA VIDA RECTIFICANDO

EN NUESTRA EDICIÓN DE AYER publicamos un trabajo en el que se aludía a una patata imaginaria. Nos interesa aclarar que dicha patata no tiene nada que ver con la honorable patata propiedad de don Cándido Gargantilla, por la que sentimos viva admiración desde que éramos niños.

En un anuncio que publicamos hace tres meses y pico, se decía que las mejores gabardinas eran las de la «Casa. Diluvio». Habiendo recibido esta mañana un anuncio más gordo de la casa «El Impermeable Glorioso», nos interesa hacer constar que las gabardinas de la «Casa Diluvio» no son tan buenas como creíamos a primera vista, y que se deshilachan bastante por las costuras.

Por un error que lamentamos, dijimos la semana pasada que el albañil Fulgencio Junquera, al caerse de un andamio, padeció la rotura de seis costillas. Posteriormente hemos averiguado que no fueron seis las costillas rotas, sino siete, lo que hacemos público para no restar magnificencia a su proeza.

En nuestra sección necrológica dimos cuenta hace días del fallecimiento de un conejo apellidado Domingo, cuando en realidad se trata de un Domingo apellidado Conejo. Sirva esta nota de rectificación para la familia del finado, que, al leer nuestro involuntario error, se puso a echar espumarajos de rabia.

Hace tres semanas, en un artículo firmado por nuestro gran erudito Cristóbal Pirri del Meñique, se citaba al excelso masajista Rodulfo Undostrés, calificándole de «guasón». El buen sentido de nuestros lectores habrá sabido interpretar que no quisimos decir «guasón», sino «guapetón». Una miserable errata, que le ha costado al linotipista dos días sin postre.

Haciéndonos eco de numerosos supersticiosos, que se quejan de que a veces citamos en nuestras columnas el nombre de ese animal delgaducho y sin patas, nos interesa hacer constar que «lagarto, lagarto».

Después de la visita profesional que nos hizo ayer el boxeador Ted Gulap, en la que desarrolló una completa demostración de su habilidad pugilística, hemos recogido nuestra edición de hace cuatro meses para borrar con una goma la palabra «bestia», que le dedicábamos, y escribir en su lugar la palabra «querubín».