Esta noche se estrena en el teatro Borona la comedia «Un pellizco en la noche»; y su autor, don Arcadio Fortuito, nos dice:
«CUANDO SE ALCE EL TELÓN del teatro Borona, para que el respetable y culto público vea mi humildísima obrita, yo estaré dándome golpes de pecho por haber tenido la osadía de ofrecer a los inteligentes espectadores una pequeñez indigna de su exquisito paladar.
»Al escribir “Un pellizco en la noche”, no he pretendido sentar cátedra, ni romper moldes, ni marcar hitos, ni consolar al triste, ni dar posada al peregrino. Sólo me propuse entretener una pizca al distinguido y refinado público, ante cuyo buen gusto y prudente veredicto doblo de antemano el espinazo. Nadie mejor que el público, tan fino, tan bien vestido y tan políglota, podrá juzgar este pequeño engendro de mi pluma. Yo sólo suplico que se me trate con el cariño que merece un modesto imbécil, indigno de deleitar a esos aristócratas del pensamiento que son los espectadores.
»Que nadie piense que he querido hacer una comedia, ni un juguete cómico, ni nada que merezca la pena, sino una cosilla discreta y muy inferior a la delicada sutileza de los aficionados al teatro.
»¿Y qué decir de la Compañía de Eduardota Vila y Leocadio Conejo, conjuntada y celestial como la que más? A no ser por tan eximios artistas, que han dado vida magistral con su genio inconmensurable a mi deleznable comedieja, “Un pellizco en la noche” no pasaría de ser unas cuartillas emborronadas de boberías. ¿Qué decir de Eduardota Vila que no hayan dicho los más laureados cantores del arte escénico? Eduardota, con su sobriedad característica, con su eterna juventud y con su vozarrón que electriza, ha sacado todo el jugo al personaje central con su inmensa sensibilidad y sus atinados ademanes. ¿Qué decir de Leocadio Conejo, cuya elegancia y belleza varonil, amén de sus dotes sublimes, han convertido al “Pepucho” de mi obra en un coloso lleno de matices hasta los topes? ¿Qué decir de Luisita Patatín, la vejestoria consagrada que aceptó sin un quejido un papelillo de guardia, indigno de sus relevantes méritos? Justo es señalar que los restantes miembros de la Compañía, dando pruebas de abnegación rayana en el holocausto, aceptaron también con admirable disciplina papeles mil veces inferiores a su alta valía. ¿Qué decir del personal del teatro Borona, tan comedido y simpático, de los correctos tramoyistas y de los pundonorosos traspuntes? ¿Qué decir del que sube y baja el telón, que me ha prometido subirlo y bajarlo más de prisa para que haga el efecto de que el público aplaude una barbaridad?
»En cuanto al montaje, puedo asegurar que no se me ha regateado nada: ni el vaso de agua que debe salir en el segundo acto ni el teléfono que suena al levantarse el telón, ni el puro que se fuma el actor de carácter en el acto tercero.
»Sólo me queda echarme encima todas las culpas de lo que ocurra en el estreno. Mía será la responsabilidad si el público no se divierte, si la obra no gusta, si Eduardota Vila tropieza y cae al suelo al entrar en escena, si los actores se equivocan y si el teatro se incendia. Es lo menos que puedo hacer en vista de que tantos genios de la escena han accedido, en detrimento de sus inmaculados prestigios, a representar despreciable cosilla.
»Espero que los críticos, con la condescendencia y el cariño maternal que caracteriza su prudente y útil tarea, comprenderán también que, pese a mis cuarenta años de labor teatral ininterrumpida, poseo un sensible corazón de niño y sigo teniendo una candorosa inexperiencia de novel. Escucharé los atinados consejos que quieran darme, y trataré de corregir mis muchos defectos.
»En fin, que me conformaré con un puñadito de aplausos, aunque no sean demasiado fuertes.—Arcadio Fortuito».
EL RUIDO:
27 de enero.—«Es casi seguro que Constantino Friguera, aplaudido autor de “La gitana de Estocolmo”, se decida en breve a escribir una nueva comedia, todavía sin título». (De la sección «Cháchara»).
16 de febrero.—«Para la compañía de la primerísima actriz Sarita Bermejillo, está casi decidido a escribir una comedia don Constantino Friguera. Dicha comedia llevará por título “El tontaina de Lovaina”». (De la sección «Candilejas»).
7 de marzo.—«Ha comenzado a escribir su nueva comedia “El tontaina de Lovaina”, el aplaudido autor Friguera». (De la sección «¡Que suba el telón, de prisa!»).
12 de abril.—«Constantino Friguera prepara una nueva comedia titulada “El tontaina de Lovaina”. En breve la leerá a sus mejores amigos». (De la sección «Butaquita»).
3 de mayo.—«Ante un selecto grupo de amistades, Constantino Friguera ha leído la primera página de su nueva comedia. Sabemos de buena tinta que la obra se titulará “El tontaina de Lovaina”». (De la sección «Bambalina»).
11 de junio.—«Nos dicen que Constantino Friguera concluirá en breve una comedia para Sara Bermejillo, titulada “El Lovaina de tontaina”». (De la sección «El curiosete»).
12 de junio.—«En nuestro número de ayer, al aludir a la nueva comedia que prepara Constantino Friguera, dijimos por error que dicha comedia lleva por título “El Lovaina de tontaina”. Nos apresuramos a rectificar, ya que hemos sabido de fuente fidedigna que dicha obra se titulará “El tontaina de Lovaina”». (De la sección «El curiosete»).
29 de julio.—«Ha salido para el campo, con objeto de continuar su comedia “El tontaina de Lovaina”, el celebrado autor Constantino Friguera». (De la sección «Camerino»).
17 de agosto.—«Regresó del campo Constantino Friguera, con el fin de pulir las primeras escenas de su nueva comedia “El tontaina de Lovaina”, que prepara febrilmente para la gran Sarita». (De la sección «Mostacita teatral»).
22 de septiembre.—«Ante un nutrido grupo de conocidos, ha hablado largamente de su próxima comedia el laureado autor Constantino Friguera. Es más que probable que la comedia se titule “El tontaina de Lovaina”». (De la sección «Talla indiscreta»).
6 de octubre.—«En esta temporada, Constantino Friguera nos dará la sorpresa de una nueva comedia. En los círculos teatrales se da por seguro que su título definitivo será “El tontaina de Lovaina”». (De la sección «Platea»).
15 de noviembre.—«¡Muy pronto!: sensacional estreno de “El tontaina de Lovaina”, por la compañía de la egregia Bermejillo». (Gacetilla).
16 de noviembre.—«Si quieres reír con gaina: “El tontaina de Lovaina”». (Anuncio con recuadro).
17 de noviembre.—«Risa sin cortapisa, en el Teatro Covisa. ¡Pronto!: “El tontaina de Lovaina” (de Friguera)». (Anuncio con recuadro).
18 de noviembre.—«… pido benevolencia…, benevolencia…, benevolencia…, benevolen…» (Autocrítica).
19 de noviembre.—«Teatro Covisa: 10’30: “El tontaina de Lovaina”. (Estreno. Contaduría sin aumento)». (Cartelera).
LA NUEZ:
20 de noviembre.—«… la comedia tiene algunas cualidades muy estimables, pero… pero… pero… la Bermejillo, tan estupenda como siempre. ¡Lástima que el señor Friguera haya buscado un tema manido…! (Crítica).
25 de noviembre.—«Teatro Covisa: 6’30 y 10’30: Reposición de “El abanico de lady Windermere” (Oscar Wilde)». (Cartelera).
ACTO PRIMERO
(La escena representa una sórdida mazmorra en el castillo del duque Cascarrabias).
CARCELERO.—¡Valor, Duquesa! La cruel voluntad del Duque me ordena recluiros para siempre en esta húmeda mazmorra.
DUQUESA.—¡Oh, fiel Carcelero! Dejadme, al menos, despedirme de la Pompa, el Boato y del Fasto, mis amigos más entrañables durante mi brillante vida mundana.
CARCELERO.—Bien; sea. No puedo oponerme a este último deseo. (Llamando). ¡Pompa! ¡Pompa!
POMPA (entrando).—¿Me llamabais?
CARCELERO.—Pasad. La Duquesa quiere despedirse de vos.
DUQUESA (abrazando a la Pompa).—¡Adiós, adorada Pompa! Es la última vez que os saludo antes de entrar en la prisión. ¿Cómo está vuestro marido, el Pompo?
POMPA.—Bien, gracias. (Se va).
DUQUESA.—Llamad ahora al Boato, fiel Carcelero.
CARCELERO (llamando).—¡Boato! ¡Boato!
CORACERO (entrando rápidamente).—¿Llamabais al Boato?
CARCELERO.—Sí.
CORACERO.—El Boato no está. Ha salido un momento para acompañar a la Reina.
DUQUESA.—En ese caso, que pase Fasto.
FASTO (entrando a caballo).—¡Aquí estoy!
DUQUESA (emocionada).—¡Fasto! Quiero despedirme de vos, pues el Duque me condena a la oscuridad de su mazmorra.
FASTO (estrechando la mano de la Duquesa).—Adiós, Duquesa. (Sube de nuevo a su caballo y sale).
CARCELERO.—Bien, Duquesa. Ya os habéis despedido del Fasto y de la Pompa, entrad a la mazmorra.
DUQUESA.—¿Seréis tan cruel, ¡oh fiel Carcelero!, encerrándome en la mazmorra sin dejarme decir adiós a los Campos, a las Huertas y a los Arrozales, que ya mis ojos no volverán a ver?
CARCELERO.—Es cierto. Mi corazón, bueno en el fondo, no puede impediros tal cosa. (Llamando). ¡Campos! ¡Huertas! ¡Arrozales!
ARROZALES (entrando todos llenos de agua).—Perdonad que entremos empapados, pero es tan angustiosa la llamada que no hemos tenido tiempo de secarnos.
DUQUESA.—¿Y los Campos?
ARROZALES.—A los Campos los hemos dejado quitándose algunas vacas que les han salido en la espalda.
DUQUESA.—¿Y las Huertas?
ARROZALES.—Son tan modestas, que no han querido venir, para que la Duquesa no las viese todas llenas de berza.
DUQUESA.—¡Siempre tan delicadas! Saludadlas en mi nombre. (Se despide de los Arrozales. Salen los Arrozales).
CARCELERO.—Se hace de noche, Duquesa. Y el Duque ordenó que os encerrara en la mazmorra al mediodía.
DUQUESA.—Dejad que me despida de las Montañas, de las Aves y de los Insectos.
CARCELERO.—Sé que el Duque me mandará decapitar, pero accederé a vuestro deseo. (Llamando). ¡Montañas! ¡Aves! ¡Insectos!
MONTAÑAS (entrando).—¡Henos aquí! (Saludan, quitándose una nieve perpetua de la cabeza; la Duquesa se despide de las Montañas, de las Aves y de los Insectos).
TELÓN
ACTO SEGUNDO
(La escena representa la misma mazmorra en el castillo del cruel Duque. Han pasado catorce años).
CARCELERO (envejecido).—Bien, Duquesa: ya habéis dicho adiós a los Peces, a las Ranas, a los Crepúsculos, a los Pantanos, a los Vinos, a las Fieras, a las Gambas, a los Albaricoques, a las Nubes, a las Estrellas y a los Benzoatos. Creo que ya es hora de que entréis en la mazmorra, so pelma.
DUQUESA.—Os estáis volviendo antipático, Carcelero. ¿Y los Percebes? ¿Y las Patatas? ¿Vais a encerrarme sin dejar que me despida de las Patatas?
CARCELERO.—Está bien. Decid adiós a las Patatas. (Llamando). ¡Patatas!
PATATAS (entrando).—¿Hemos sido llamadas?
CARCELERO (con voz desfallecida).—Sí. La Duquesa quiere despedirse de vosotras antes de ser encerrada para siempre en la mazmorra… (El Carcelero, agotado por los catorce años de despedidas, cae muerto al lado de la Duquesa).
DUQUESA (saltando sobre el cadáver del Carcelero y corriendo hacia la puerta).—¡Al fin libre! ¡Aleluya! (Vase).
PATATAS.—¡Terrible astucia de mujer! (Salen). (En la escena queda solamente el cadáver del Carcelero). Cae el
TELÓN
ACTO PRIMERO
(Salón de una familia prócer, pero con remiendos en las rodillas. Por una ventana, se ve un árbol genealógico con los abuelos en flor. Entran la Doncella y la Pincha para poner al público en antecedentes).
DONCELLA.—Nuestros señoritos, que se apellidan Solaverrieta y están entroncados por parte de tía con los mejores Solaverrietas del país, pasan unas estrecheces que ya, ya.
PINCHA.—Don Cándido Solaverrieta, hermano carnal del primo de don Estanislao, casó con una rompe y rasga, la cual dilapidó todas las fincas. Y no dilapidó esta casa solariega porque el señor Peralta, que les debía muchos favores a nuestros señoritos, le dio un bufido que por poco la balda.
DONCELLA.—Afortunadamente, nuestros señoritos tienen una hija casadera que se llama María Fuencisla, alias «Frifrí», y de la que está enamorado don Miguelón, ese desdentado que tiene autos como cacerolas.
PINCHA.—Pero la señorita Frifrí, que ha heredado el corazón de los Solaverrietas, quiere al señor Pitusín, aviador de perfil aquilino que aterrizó hace pocos días en el aeródromo cercano.
DONCELLA.—A ver qué pasa. (Se van). (Entra un sordo que confunde la palabra «teléfono» con «bicéfalo», y «primavera» con «sombrerera». Sale el sordo como puede, y entra Frifrí acompañada de su padre, el Solaverrieta gordo).
SOLAVERRIETA.—¡O te casas con don Miguelón, o aquí no van a quedar ni las raspas, cariño!
FRIFRÍ.—Sabes que mi amor pertenece a Pitusín.
(Ha llegado el momento de meter al señor que habla con acento catalán para que diga «miri» y «Tarrasa». Después vienen de visita el señor Amboato y la señora Matarile, para provocar un ingenioso chistecito a costa de sus apellidos. Cae el telón dejando planteado este apasionante problema: ¿Con quién se casará Frifrí? ¿Con el señorón Miguelón, o con el señorín Pitusín?)
ACTO SEGUNDO
(En este acto se muere un tío y deja a los Solaverrieta una herencia en litigio. Esto del litigio intriga mucho al público. ¿Será un litigio grande? ¿Será un litigio pequeño? Entra un notario, que explica en qué consiste el litigio. Resulta que el litigio consiste en que, para cobrar la herencia, Frifrí tiene que casarse con el hijo adoptivo del difunto, miope graciosísimo que confunde las butacas con la madre de Frifrí. Cae el telón dejando planteado este apasionante problema: ¿Con quién se casará Frifrí? ¿Con el señorón Miguelón, con el señorín Pitusín, o con el ingenioso miope?)
ACTO TERCERO
(Después de mucho sordo, de mucho catalán y de mucha servidumbre que explica las cosas, Frifrí logra casarse con Pitusín, el cual, por una serie de tonterías, es el que acaba quedándose con la herencia en litigio y con los autos de don Miguelón. Termina la comedia dejando planteado este apasionante problema: ¿Cómo es posible que haya autores tan cretinos?)
(La escena representa una familia sentada alrededor de un notario. El notario lee el testamento ológrafo del tío Gerardo, que acaba de fallecer. Toda la familia aguza el oído para ver lo que se pesca).
NOTARIO (después de dar lectura al preámbulo, que la familia escucha con impaciencia).—«… y dispongo que mi fortuna íntegra sea repartida entre la totalidad de mis deudos».
LA HERMANA DEL FINADO(tranquilizada).—¡Qué bueno era Gerardo! A pesar de que le hacíamos tan poco caso, se acordó de nosotros.
EL PRIMO DEL FINADO.—Un verdadero santo.
LA CUÑADA DEL FINADO.—Como Gerardo no hay dos.
LA CUÑADA DEL FINADO.—Los hombres como él no deberían morirse.
OTRO PRIMO DEL FINADO.—Yo no me quitaré el luto en toda mi vida. Para mí, Gerardo era como un hermano.
LA TÍA DEL FINADO.—Pues para mí era como un hijo.
EL SUEGRO DEL FINADO.—Y para mí, como una madre.
LA NUERA DEL FINADO.—Pues para mí, como… todo junto.
LA HERMANA DEL FINADO.—¡Era tan bondadoso! ¿Os acordáis de cómo quería a los animales?
EL PRIMO DEL FINADO.—¡Cómo no vamos a acordarnos! Era conmovedor: Se privaba de lo más necesario para que los animales estuviesen contentos.
LA CUÑADA DEL FINADO (lloriqueando).—Yo le vi una vez quitarse un bocadillo de la boca para dárselo a un perro.
EL YERNO DEL FINADO.—Era un mártir.
OTRO PRIMO DEL FINADO.—Un mártir me parece poco. Pongamos dos.
LA TÍA DEL FINADO.—¡Y cómo protegía a los huérfanos! Puede decirse que siempre tuvo la casa llena de huérfanos.
EL SUEGRO DEL FINADO.—Como que no se podía dar un paso por el pasillo sin tropezarse con alguno.
LA HERMANA DEL FINADO.—Tenía un corazón de oro. ¿Os acordáis de cuando daba de beber al sediento?
EL PRIMO DEL FINADO.—¡Ya lo creo! Mandó instalar un grifo a la puerta de su casa, para que todos los sedientos pudiesen beber a su antojo.
LA CUÑADA DEL FINADO.—Yo, en cuanto cobre mi parte de la herencia, haré que le digan una misa sí y otra no. ¡Pobre Gerardo!
EL YERNO DEL FINADO.—No lo olvidaremos nunca.
OTRO PRIMO DEL FINADO.—Nunca es poco; di mejor jamás.
LA NUERA DEL FINADO.—Era un santo, en efecto.
EL SUEGRO DEL FINADO.—¡Qué irreparable pérdida!
TODOS (enjugándose las lágrimas).—Ya, ya.
NOTARIO (que ha estado examinando el testamento cuidadosamente).—Perdonen, ustedes, pero me parece que he sufrido un error. Como la letra del finado es un poco confusa…
TODOS (anhelantes).—¿Eh?
NOTARIO.—No sé si esta letra es una «o». Más bien parece una «a»… (Enseñando el testamento a la familia, para que le ayuden a descifrar la palabra dudosa). Aquí, donde pone «deudos».
EL PRIMO DEL FINADO (leyendo).—Pues es verdad: parece que pone «deudas», y no «deudos».
LA NUERA DEL FINADO (mirando también el testamento).—¿A ver? (Abatida). Sí, no cabe duda: pone «deudas». El rabito de la «o» está demasiado bajo. Es una «a». (El testamento pasa de mano en mano, y todos comprueban consternados que, efectivamente, pone «deudas» en lugar de «deudos»).
NOTARIO.—Perdonen mi torpeza. Lo volveré a leer. (Leyéndolo). «… y dispongo que mi fortuna íntegra sea repartida entre la totalidad de mis deudas».
LA HERMANA DEL FINADO (rabiosa).—Este Gerardo siempre fue un tarambana.
EL PRIMO DEL FINADO.—Tarambana es poco: di mejor un sinvergüenza.
LA CUÑADA DEL FINADO.—Y de los más peligrosos. Porque, vamos, eso de entramparse hasta las orejas y sacrificar a su familia…
EL YERNO DEL FINADO.—Las malas compañías.
LA TIA DEL FINADO.—Siempre dije yo que no acabaría bien. Con una vida tan desordenada…
LA HERMANA DEL FINADO.—Sólo pensaba en él.
LA NUERA DEL FINADO.—Era un egoísta.
EL SUEGRO DEL FINADO.—Y un borracho.
EL PRIMO DEL FINADO.—La verdad es que no se ha perdido gran cosa con su desaparición.
LA CUÑADA DEL FINADO.—Yo no es que me alegre, claro, pero Gerardo está bien donde está.
TODOS.—Ya, ya.
ACTO PRIMERO
(La escena representa una casa de campo con todos sus chirimbolos clásicos. Entra por el foro don Antonio, dueño de la propiedad. Viene muy sofocado y le castañetea la dentadura).
DON ANTONIO.—¡Cuidado que soy torpe! Cuando venía en mi bicicleta por la carretera, choqué, al tomar una curva, con un autobús. A consecuencia de la colisión, el autobús se cayó patas arriba en la cuneta. Los cuarenta viajeros que iban dentro sufrieron golpes en la cabeza, con la siguiente conmoción cerebral. Los he tenido que traer a mi casa para ponerles esparadrapo en los chichones.
(Van entrando por el foro los cuarenta viajeros del autobús averiado. Andan tambaleándose con caras de bobos, y don Antonio les da una aspirina a cada uno para ver si se les pasa la conmoción cerebral).
VIAJERO PRIMERO.—¿Dónde estoy?
VIAJERO SEGUNDO.—¿Cómo me llamo?
VIAJERO TERCERO.—¿Qué número de zapato calzo?
DON ANTONIO.—¡Horror! ¡A consecuencia del golpe que se dieron al caer en la cuneta, todos los viajeros padecen sendos ataques de amnesia! No tengo más remedio que alojados en mi casa hasta que recuperen la memoria. Es lo correcto.
(Los cuarenta viajeros, incluido el chófer del autobús, siguen sin recordar ni jota).
CHÓFER.—¿Adónde teníamos que ir en el autobús?
VIAJERO OCTAVO.—¿Cuántos kilos peso?
VIAJERO NOVENO.—¿En qué se diferencia la mosca del abejorro?
VIAJERO DÉCIMO.—Nuestras mentes están en blanco. ¡Triste sino el de los amnésicos!
DON ANTONIO (hecho un lío).—¿Quiénes serán estas cuarenta criaturas? ¿Cómo serán sus pasados? ¿Serán solteros? ¿Serán viudos? ¿Serán monjas? ¡Trágicas interrogantes, cuya respuesta no puede saberse hasta el último acto!
ACTO SEGUNDO
(La misma escena, un poco más rota. Los amnésicos del autobús campan por sus respetos y por los respetos de don Antonio: se comen el salchichón, se beben el vino y se sientan en las mecedoras. El pobre don Antonio está que trina, porque cuarenta huéspedes, en una casa, no son ninguna tontería).
DON ANTONIO (acercándose a un amnésico).—Haga memoria, hijito. ¿Cómo diablos se llamaba su papá?
VIAJERO DECIMOQUINTO.—¿Qué quiere decir «papá»?
DON ANTONIO.—Eso que se tiene antes del bautismo.
(Pero los cuarenta amnésicos como si les hablasen en chino. Don Antonio está que muerde. Y con razón. De pronto se le ocurre una idea luminosa, pero cae el telón para que quede un poco de obra para el último acto).
ACTO TERCERO
(La misma escena, hecha un muladar. Los amnésicos han llenado todo el suelo de colillas, de huesos de pollo y de periódicos viejos. Siguen sin recordar quiénes eran y adónde iban).
DON ANTONIO (entrando muy contento).—¡Buenas tardes, guapos! Como hoy hace un día tan bueno, he alquilado un autobús para que salgan ustedes a hacer una excursión.
LOS CUARENTA VIAJEROS AMNÉSICOS.—¡Qué bien!
(Salen todos y se instalan en el autobús. Cuando el autobús arranca, don Antonio monta en su bicicleta y corre por un atajo hasta situarse en una curva de la carretera. Pasado un roto, aparece el autobús que lleva de paseo a los amnésicos. Don Antonio se cruza en la carretera con su bicicleta. El autobús, al dar un viraje para no hacerle daño, cae patas arriba en la cuneta. ¡Y todos los viajeros vuelven a darse un golpe en el mismo sitio que al empezar la función! Con este nuevo mamporro, a los cuarenta viajeros se les pasa la amnesia y recuperan sus pasados).
VIAJERO PRIMERO.—¡Yo me llamo Carlos López!
VIAJERO SEGUNDO.—¡Yo estoy casado con una chica de Burgos!
VIAJERO TERCERO.—¡Yo calzo el cuarenta y tres!
CHÓFER.—¡Ahora recuerdo que, antes de darme la primera colisión, yo tenía que llevar a estos señores a Calatayud!
(Pone el autobús en marcha y se lleva a los cuarenta viajeros, que ya han dejado de ser amnésicos).
DON ANTONIO (suspirando).—¡Uf! ¡Qué alivio! (Vuelve a su casa, y se fuma un puro más contento que unas pascuas).
¡BASTA DE COMEDIAS con argumentos sencillos, que cualquier palurdo puede comprender! ¡Basta, en fin, de ir al teatro con la intención pueril de comprender lo que ocurre en el escenario! Busquemos los finos goces del teatro intelectual; sólo apto para minorías selectas. (Una minoría selecta es un grupo de siete personas con una paciencia a prueba de bomba).
ACTO PRIMERO
(La escena no representa nada. A la derecha, un ojo colgado de un hilo, que simboliza la noche. A la izquierda, una boca abierta, que simboliza el sueño. Y al foro un zapato roto, que simboliza el cansancio. Unos chorritos de luminotecnia aquí y allá. Brazos sueltos, nubes y peces, a gusto del decorador. Entra Críspulo, rey de Pirracas, con un ramillete de alfalfa entre los dientes, que simboliza el apetito).
CRÍSPULO (con la nariz iluminada por un foco de color violeta, mientras contorsiona los brazos a la usanza del teatro de minorías).—¡Oh, Aristótela, esclava de piel cobriza como las campanas de Frébola! ¿Dónde estás? Llevo siete noches caminando en las tinieblas, y varias veces he estado a punto de romperme una cadera al tropezar con un obstáculo. ¿Dónde estás, Aristótela, la de los ojos de ajonjolí?
ARISTÓTELA (baja en una cesta desde lo alto del escenario. La luminotecnia hace un guiño, y se pone colorada).—Heme aquí, mi pobre Críspulo. (Se arranca una tela que lleva atada a una oreja, que simboliza una otitis. Luego mira a Críspulo de hito en hito).
CRÍSPULO.—¿Te extraña verme con este atuendo tan poco frecuente?
ARISTÓTELA (mosca).—¿Dónde vas con faldón de lanilla? ¿Dónde vas con monóculo inglés?
CRÍSPULO.—A decirte que estás estupenda y a meterme en la cárcel después.
ARISTÓTELA (mientras la luminotecnia echa algunas chispas azules, que simbolizan la tormenta).—Me amas, ¿no es así?
ESPECTROS (entrando con las manos llenas de hormigas muertas).—No se asusten, señoritos. Como hoy es noche de sábado, todos los espectros salimos a divertirnos un poco.
CRÍSPULO.—Irán ustedes a alguna sala de espectáculos supongo.
ESPECTROS.—Seguramente. (Salen arrastrando cinturones de gabardinas. Entra Dimas, hermano de Críspulo, que acaba de matar a una oveja. Entra rodando una esfera de reloj, para simbolizar que se hace tarde para coger el «Metro». De la concha del apuntador brotan un par de fuegos fatuos. Suena un trompetazo. Muere una oruga. Se funde la luminotecnia).
TELÓN
(La minoría, que en el transcurso del acto se ha convertido en mucha más minoría, sale al vestíbulo a comentar).
—Esta actriz promete.
—Promete marcharse pronto a casa de su madre.
—Pues no es poco.
—Tengo la impresión de que la minoría se nos está quedando en los huesos. La minoría Menéndez, que era un buen refuercito, se ha largado por una puerta trasera.
—Es que estas funciones deberían celebrarse a puerta cerrada con llave.
ACTO SEGUNDO
(Críspulo, sentado en un tarugo de decapitar gallinas, cuenta los eslabones de una cadena. Aristótela borda gusanos en un cañamazo. La luminotecnia no para, pone verde a la primera actriz, pone colorado al primer actor, sube, baja, simula crepúsculos y trota por las paredes).
LA MINORÍA.—Como no se esté quieta la luminotecnia, nos va a dar un tabardillo.
(Aristótela se lleva la mano a un pulmón, porque acaban de darle un lanzazo. Críspulo entona curiosos gargarismos de dolor. Dimas acaba de matar otra oveja. Los espectros, que vuelven de la sala de espectáculos, dan las buenas noches muy finamente. La luminotecnia, nerviosísima, lo pone todo amarillo).
TELÓN
(Un señor sale al vestíbulo gritando «¡Exquisito!», pero se queda perplejo).
—Pero ¿y la minoría?
—No lo sé, caballero.
—Pues estaba aquí hace un momento.
—Tendrá algún niño con sarampión y habrá tenido que salir a taparlo con una manta.
—Es lo malo de tener niños cuando se es minoría.
—Tiene usted razón.
—¿La ha visto usted salir?
—No. Debió de aprovechar el momento en que la luminotecnia se pone negra.
—¿Se queda usted al acto tercero?
—No tengo más remedio: soy el bombero de servicio…
CUADRO PRIMERO
(Lujosa sala de consultas, adornada con reposteros, porcelanas y retratos al óleo del Eminentísimo Doctor. El Ayudante 15.° está sentado en un sofá, hojeando unas poesías de Swinburne. Entra el Paciente Modesto, que viste con humildad).
AYUDANTE 15.° (con fastidio).—¿Qué desea, buen hombre?
PACIENTE MODESTO.—Deseo ver al Eminentísimo Doctor…
AYUDANTE 15.° (poniéndose en pie con respeto).—¡Al Eminentísimo Doctor! (Al pronunciar este nombre suena un triunfal cántico de clarines). ¿Quién le recomienda?
PACIENTE MODESTO.—Verá usted: yo tengo un dolor… (Tose).
AYUDANTE 15.° —El Eminentísimo Doctor (clarines) no debería perder su tiempo con dolorcillos de pobretes. De todas formas, dígame su nombre, sus cuatro apellidos, su edad, las enfermedades que ha tenido, las enfermedades que han tenido sus padres y sus parientes de provincias; dígame dónde nació, a qué edad le salió el primer diente, cuál es su flor predilecta, qué color le gusta más…
PACIENTE MODESTO (contesta minuciosamente a todo el interrogatorio).
AYUDANTE 15.° —Preséntese mañana al Ayudante número 14.°
CUADRO SEGUNDO
(Otro despacho lujosísimo, con aparatos relucientes provistos de bombillas de colores que se encienden y se apagan. El Ayudante 14.° es joven, inteligente y lleva grandes gafas).
AYUDANTE 14.° (a Paciente Modesto).—Desnúdese el busto para el reconocimiento.
PACIENTE MODESTO (obedece y va dejando su ropita en el borde de una silla tapizada en seda antigua).—Pues mi dolor…
AYUDANTE 14.° (escandalizado).—¡Silencio! El Eminentísimo Doctor (clarines) exige que los pacientes no opinen. Para algo estamos sus Ayudantes Inteligentes. (Anota en una ficha datos y medidas. Luego golpea las rótulas del Paciente Modesto con martillos de empuñadura ebúrnea).
PACIENTE MODESTO.—El caso es que mi dolor… (Tose).
AYUDANTE 14:° —Preséntese mañana al Ayudante 13.°
CUADRO TERCERO
(Bello quirófano en mármol blanquísimo con incrustaciones de plata).
PACIENTE MODESTO (entra cohibido, tosiendo).
AYUDANTE 13.° (a Enfermeras Eficientes).—Prepárense para análisis de sangre y examen de protoplasma con rayos catódicos. Comprueben el gráfico de fosfatos y la curvatura del metabolismo.
* * *
(Pasan varios días. El Paciente Modesto recorre, uno a uno, los peldaños de Ayudantes que conducen hasta el Eminentísimo Doctor. Aunque su tos es cada vez más violenta, no se queja. Como un pájaro herido espera en los salones, posado en el borde de los sofás. A veces permanece quince horas sin moverse, conmovido tan sólo por el sordo crepitar de su tos. Como una llamita, se extingue el soplo vital que apenas le anima. Una cadena de quince ayudantes han compuesto con su dolor un historial que desborda de un gran cartapacio. Por fin, el Ayudante 1.° le anuncia que a las cinco de la tarde será recibido por el Eminentísimo Doctor…)
* * *
CUADRO DECIMOSEXTO
(Regio salón de consultas del Eminentísimo Doctor. Gruesas alfombras, tapices y cortinajes. En la pared, retrato ecuestre del Eminentísimo Doctor. Suntuosas pantallas tamizan la luz de las lámparas. En un ángulo, el Eminentísimo Doctor interpreta al violín un apasionante fragmento de Schumann).
PACIENTE MODESTO (balbuciendo con timidez).—Eminentísimo Doctor… Yo…
EMINENTÍSIMO DOCTOR.—No me diga nada. (Guarda el violín en su estuche). Me basta un vistazo de mi ojo clínico para darme cuenta de que usted tiene un dolor y un poco de tos.
PACIENTE MODESTO (asombrado).—¡Sí! ¿Cómo ha podido usted adivinarlo?
EMINENTÍSIMO DOCTOR (vuelve a coger su violín. Con indiferencia).—Olvida usted que soy el Eminentísimo Doctor. (Sus dedos modulan un arpegio en el violín).
PACIENTE MODESTO.—¿Y qué debo hacer?
EMINENTÍSIMO DOCTOR.—He aquí mi diagnóstico: póngase una bufanda de lana amarilla, juegue un poco al golf, practique el «polo», y almuerce ostras de Arcachón, caviar, poularda a la milanesa y medio huevo de alondra.
PACIENTE MODESTO (con tristeza).—Golf… Caviar… Ostras… Temo que mis recursos no me lo permitan.
EMINENTÍSIMO DOCTOR.—En ese caso, póngase tan sólo la bufanda. Creo que así se le curará su enfriamiento.
PACIENTE MODESTO (alborozado).—¡Enfriamiento! ¿Sólo tengo un catarrito?
EMINENTÍSIMO DOCTOR.—Estoy seguro. Sus síntomas…
PACIENTE MODESTO (le da un fuerte ataque de tos, cae sobre la alfombra, y se agita en convulsiones agónicas. Al cabo de unos momentos, muere. Una paloma blanca sale volando por sus labios entreabiertos).
EMINENTÍSIMO DOCTOR.—¡Oh! ¡Qué «degoûtant»! (Se vuelve de espaldas, toma de nuevo el arco de su violín, y comienza a interpretar un delicado «Adagio cantabile» de Boccherini).
TELÓN ASÉPTICO
PEPE (destrozado por el dolor).—Entonces, ¿ya no me quieres?
FEFA.—Siento hacerte daño, pero es mejor que te lo diga con franqueza: no. Me eres simpático, te aprecio mucho, pero he comprendido que el amor es otra cosa. Es algo… ¿Cómo te diría yo?… Apasionante es la palabra… Y la verdad es que nunca he sentido pasión por ti.
PEPE (como el que acaba de recibir un mazazo).—Bueno… ¡qué le vamos a hacer…!
FEFA.—Perdóname, Pepe. Pero ya sabes que tengo un temperamento romántico. Tú, en cambio, vives más pegado a la tierra. Seríamos desgraciados si nos casásemos. Compréndelo.
PEPE.—En fin… Puesto que ya no tiene remedio… Es una ruptura en toda regla.
FEFA.—Más vale así, créeme.
PEPE.—Tengo que devolverte las cartas que me escribiste desde que somos novios, ¿verdad?
FEFA.—Es la costumbre. Yo haré lo mismo. Te agradeceré también que me devuelvas todas mis fotos.
PEPE.—Por supuesto. Y con los pequeños regalos que nos hicimos habrá que hacer lo mismo, supongo.
FEFA.—¡Claro, claro! Es lo que se estila en estos casos.
PEPE.—Déjame que haga memoria: tú me regalaste… dos corbatas, una pitillera de cuero… ¿Qué más?… ¡Ah, sí! Un portamonedas con mis iniciales y una bufanda. Te lo mandaré todo esta misma tarde.
FEFA.—Cuando quieras. No corre ninguna prisa.
PEPE.—Cuanto antes mejor. Así sufriré menos.
FEFA.—Tienes razón. Yo a mi vez te devolveré el bolso de plexiglás, el marco de plata con tu retrato, el encendedor «Dunhill»… ¿Olvido algo?
PEPE.—La pulsera.
FEFA.—¡La pulsera! Es verdad. No me acordaba de la pulsera. (Se mira la muñeca en la que brilla con esplendor la pulsera de pedida). Y la pulsera, naturalmente.
PEPE.—Será mejor que acabemos este asunto rápidamente. Como mandaré un botones a devolverte tus cosas, puedes aprovechar y entregarle las mías. Él me las llevará.
FEFA (mirando la pulsera).—Es muy bonita.
PEPE.—¿El qué?
FEFA.—La pulsera.
PEPE.—Te la compré el día antes de prometernos.
FEFA.—Es preciosa verdaderamente. Y pesa mucho.
PEPE.—De oro macizo.
FEFA (sopesándola). —Se nota. ¿Y estas piedrecitas son buenas?
PEPE.—Rubíes. Quise que fuera digna de ti.
FEFA.—Te costaría una millonada, ¡pobre!
PEPE.—Bastante, desde luego. Pero para lo que ha servido…
FEFA.—¿Qué piensas hacer con ella cuando te la devuelva?
PEPE.—No lo he pensado todavía. Seguramente la venderé.
FEFA.—¡La venderás! ¡Qué horror!
PEPE.—¿Y qué quieres que haga?
FEFA.—Claro, tienes razón…
PEPE.—A lo mejor la guardo. (Con amargura). ¡Quién sabe si algún día volverá a hacerme falta!
FEFA.—¿Para qué?
PEPE.—Si dentro de algunos años encuentro una mujer que me haga feliz, como tú dices…
FEFA.—¿Quieres decir que se la regalarás a otra?
PEPE.—Después de lo que has dicho, no creo que te importe gran cosa.
FEFA.—No, en absoluto. (Mirando la pulsera con ternura). Se nota que tiene una porción de quilates.
PEPE.—Indudablemente.
FEFA.—Siempre te has portado muy bien conmigo, Pepe.
PEPE.—¡Qué bobada! Lo normal.
FEFA.—¡Si vieras qué reflejos tiene a la luz del sol!…
PEPE.—¿Quién?
FEFA.—La pulsera.
PEPE.—¡Ah!
FEFA.—Eres un hombre muy bueno, Pepe.
PEPE.—Pero no me quieres.
FEFA.—Ten cuidado con el broche, ¿sabes? Hay que apretar hasta que haga «¡clic!». Si no, se abre.
PEPE.—No te preocupes.
FEFA.—Es difícil encontrar un hombre como tú, Pepe. Te haces querer.
PEPE.—Gracias. Pero, por lo visto, contigo he fracasado.
FEFA.—Quizá no te quiera como una de esas chiquillas que hoy adoran a un hombre y mañana ya ni se acuerdan… (Mirando la pulsera). Pero no puedo negarte que siento por ti un afecto sólido. Y eso, a mi juicio, es lo importante. ¡El amor es tan elástico!…
PEPE (esperanzado).—¡Fefa!
FEFA.—Lo importante, creo yo, es el cariño mutuo, la comprensión. Todo lo demás es una fiebre pasajera. ¿No opinas lo mismo?
PEPE.—¡Fefa!
FEFA.—Debemos pensarlo bien antes de dar este paso. Obrando a la ligera, podíamos comprometer nuestra felicidad.
PEPE (entusiasmado).—¡Es maravilloso lo que estás diciendo, Fefa! ¿Puedo esperar que…?
FEFA (mirando la pulsera con la satisfacción de algo perdido que acaba de recobrarse).—No creerías que iba a romper nuestro compromiso por una chiquillada. Esas cosas hay que pensarlas muchísimo.
PEPE (emocionado, con los ojos húmedos de lágrimas).—¡Mi amor!… ¡Qué susto me has dado!
FEFA (echando otro vistazo a la pulsera, tranquilizada).—¡Y tú a mí, Pepe! ¡Y tú a mí!
(Interior de una diligencia en marcha)
VIAJERO PRIMERO.—¿Cuál será la próxima parada?
VIAJERO SEGUNDO.—A las diecisiete quince llegaremos al bandido «Bocanegra».
VIAJERO TERCERO.—¿Cuánto tiempo se detiene allí la diligencia?
VIAJERO SEGUNDO.—Seis minutos. Pero se hace muy corto, porque mientras «Bocanegra» roba, otro de la banda vende mantecadas de Astorga, queso de Burgos y navajas de Albacete.
VIAJERO CUARTO.—¿Hemos pasado ya por el «Pernalillos»?
VIAJERO PRIMERO.—Sí. Pero las diligencias no paran en el «Pernalillos». Es un bandolero sin importancia, que sólo asalta a los carros.
VIAJERO TERCERO.—¿Tienen ustedes una Guía de Bandoleriles? Quiero saber a qué hora nos atracará la banda del «Trabuco».
VIAJERO SEGUNDO.—Se ha confundido de diligencia, amigo: el «Trabuco» ya no trabaja en esta línea.
VIAJERO TERCERO.—¡Qué contrariedad! ¿Se ha trasladado?
VIAJERO SEGUNDO.—Sí. Este trayecto le dejaba poco dinero. Si quiere pasar por el «Trabuco», cambie de diligencia en Bollullos. Hay enlace con el «Trabuco».
CONDUCTOR.—¡«Bocanegra»! ¡Parada y robo! (El bandolero asalta la diligencia y desvalija un poco a los viajeros. Después toca un pito y la diligencia vuelve a ponerse en marcha).
VIAJERO PRIMERO.—Hemos llegado a «Bocanegra» con doce minutos de retraso.
VIAJERO SEGUNDO.—Pero no se preocupe: lo recuperaremos antes de llegar a la banda de «Pierna Ortopédica». Ahora todo el camino es cuesta abajo.
CONDUCTOR.—¡Banda del «Chato con Botas»! ¡Parada y robo!
VIAJERO SEGUNDO.—Esta estación es nueva.
VIAJERO CUARTO.—Sí: el «Chato con Botas» solía desvalijar las diligencias de la línea Sur.
VIAJERO PRIMERO.—Pues como sigan poniendo apeaderos de éstos, se va a prolongar mucho el viaje.
VIAJERO TERCERO.—Tengo entendido que, para compensar esta nueva parada, han suprimido en cambio la del «Pendejo».
VIAJERO SEGUNDO.—Pues es lástima, porque el «Pendejo» era un bandido bastante generoso. («Chato con Botas» roba otro poco a los viajeros, toca un pito, y la diligencia vuelve a ponerse en marcha. Y así).
(Una sala. El anfitrión y su invitado toman café sentados en dos butacas, frente a frente. Reina un grave silencio que sólo interrumpe el suave murmullo de los sorbitos).
ANFITRIÓN (agotados los temas de charla, se esfuerza en hallar algún pretexto para proseguir el diálogo. Sonríe, se vuelve inquieto, tose, pero no dice nada).
INVITADO.—¡Hip!
ANFITRIÓN.—¿Cómo? ¿Tiene usted hipo? Existen varios métodos infalibles para cortar el hipo en pocos instantes. Verá usted, es sencillísimo.
INVITADO.—¡Hip!
ANFITRIÓN (se levanta con una taza de café en la mano y se acerca al invitado).—No hay hipo, por pertinaz que sea, que no desaparezca en un segundo. Ensayemos el procedimiento de los sorbitos.
INVITADO.—¡Hip!
ANFITRIÓN (poniéndole la taza en la boca).—Beba algunos sorbos despacio.
INVITADO (después de beber).—¡Hip!
ANFITRIÓN.—Es extraño. Sin duda no bebe usted los sorbos necesarios. El método, a pesar de todo, es excelente.
INVITADO (con tristeza).—¡Hip!
ANFITRIÓN (sonriendo forzadamente).—Intentaré otro sistema: el de los sustos. Un buen susto cura en el acto el hipo, amigo mío. (Se coloca de pronto a cuatro patas ante el invitado, y comienza a emitir rugidos inquietantes). ¡Uúúúhh, úúúh!…
INVITADO.—¡Hip!
ANFITRIÓN (disculpándose).—El susto no ha tenido suficiente intensidad, eso debe de ser. (Sale de la habitación y vuelve a los pocos instantes disfrazado de fantasma. Lanza ruidos extraños con la boca y arrastra pequeños trozos de cadena.) ¿Y ahora? ¿Le asusto?
INVITADO (casi llorando de pena).—¡Hip!
ANFITRIÓN (quitándose el disfraz de fantasma).—Tendremos que recurrir al procedimiento respiratorio. (Se acerca al invitado y le sujeta los brazos). Vamos, empecemos: respire hondo.
INVITADO.—¡Hip!
ANFITRIÓN.—Bien, bien. Ahora contenga la respiración mientras yo cuento hasta siete. (Cuenta hasta siete).
INVITADO.—¡Hip!
ANFITRIÓN.—Me sorprende. Probemos otra vez: llene bien sus pulmones de aire.
INVITADO (obedeciendo).—¡Hip!
ANFITRIÓN.—¡Cuidado!: empiezo a contar. (Cuenta de nuevo hasta siete).
INVITADO (con el rostro amoratado).—¡Hip!
ANFITRIÓN.—Creo que hasta siete es poco. Contaré hasta treinta. Pero permítame que le amordace con una servilleta, para evitar que le entre aire por alguna parte. (Le amordaza y cuenta hasta treinta).
INVITADO (con las venas de la frente hinchadas y el rostro verde).—¡Hip!
ANFITRIÓN.—¿No habrá respirado por la nariz? De lo contrario no se explica el fracaso. Yo mismo tendré mucho gusto en taparle la nariz. Esta vez probaremos a contar hasta cincuenta. (Sujeta la nariz del invitado con el índice y el pulgar en forma de pinza, y cuenta hasta cincuenta).
INVITADO (a punto de perecer ahogado y con los ojos fuera de las órbitas).—¡Hip!
ANFITRIÓN (bastante molesto).—No lo entiendo. Sin duda hace usted trampas; inconscientemente, claro. Esta vez contaré hasta ciento, pero júreme por su madre que no respirará.
INVITADO (jurándolo).—¡Hip!
ANFITRIÓN (cuenta hasta ciento, tapando con ambas manos la boca y la nariz del invitado. Después, dice): —¿Y ahora?
INVITADO (respirando fatigosamente, mientras su rostro, debido al esfuerzo, pasa del amarillo pálido al verde botella).—¡Hip!
ANFITRIÓN (sin poder ocultar una chispa de cólera).—Por última vez, caballero: contaré hasta ciento cincuenta y malo será que no consigamos vencer ese hipo. ¡Ánimo! (Amordaza al invitado con una toalla y cuenta, muy despacio, hasta ciento cincuenta).
INVITADO (muere asfixiado entre horribles convulsiones, mientras el anfitrión cuenta inexorablemente).
ANFITRIÓN (al terminar de contar y viendo que una dulce quietud cubre el rostro del invitado muerto).—¿Y ahora? ¡Bravo! Ya sabía yo que por el sistema respiratorio lograríamos, al fin, cortar ese pequeño ataque de hipo…
INVITADO.—¡Oh, baronesa! ¡Tantísimo placer en saludarla! Sus salones están muy concurridos. (¿A qué hora darán la merienda?) Es una fiesta muy bella. Sólo usted sabe atender a sus amistades con tanta delicadeza. (No veo ni rastro de merienda por ninguna parte). Las fiestas en su casa, baronesa, tienen el doble aliciente de poder charlar con usted y alternar con elementos de nuestro gran mundo. (¡Qué fastidio! A lo mejor no nos dan merienda). Todavía recuerdo su fiesta de primavera del año pasado. ¡Fiesta memorable, baronesa! (Nos dieron unas croquetas bonísimas). Tampoco he olvidado su gran baile de disfraces de este invierno, que resultó encantador como todas las veladas que usted organiza. (Sirvieron una ensaladilla que sabía a demonios, pero el «cup» estaba rico). Y ¿cómo sigue el señor barón? Tengo entendido que se ha repuesto bastante del lumbago. (Hay cierto movimiento al lado del comedor. Quizás estén preparando la merienda). ¡Cuánto me alegro de su mejoría! Lamento que no haya podido asistir a esta reunión tan deliciosa. (La gente se acerca al comedor. Voy a deshacerme de la baronesa para coger un buen sitio). Salude al señor barón en mi nombre. Espero verle pronto en el golf, pues a pesar de sus achaques sigue siendo un jugador excelente. (Ha sido una falsa alarma. Parece que en el comedor no hay ni síntomas de merienda). Nuestra sociedad necesita de muchos matrimonios tan exquisitamente amables y hospitalarios como ustedes. (Y más meriendas. Pero ¿va a pretender esta vieja que estemos bailando hasta las tantas sin probar bocado?) Es una lástima: cada día las reuniones sociales se hacen más raras y espaciadas. (Y las meriendas también). ¿Se acuerda usted de nuestros tiempos? No había semana que no tuviese uno la alegría de asistir a tres o cuatro festejos mundanos. (Entonces, los Marqueses de Pompeya daban jamón en sus meriendas. Y vino). Era muy grato; nos reuníamos a bailar, a cambiar pensamientos, a charlar de mil sutilezas… (Y a tomar unas meriendas bestiales). En una palabra: que en nuestros tiempos los lazos que unían al gran mundo eran más fuertes. (Y las meriendas mucho mejores). Por supuesto que ahora, baronesa, si no fuera por usted y por algunas familias que todavía reciben, no nos sería posible alternar. (Debe de ser tardísimo. Si al menos sacasen unas pastas…) Los Vizcondes de Pruna celebraron hace unos días una recepción íntima que resultó bastante brillante, aunque no puede compararse en esplendor a esta que hoy celebra usted en su casa. (Pero, en cambio, había unas empanadillas de queso que para ti las quisieras). ¿Y qué me dice de la pobre Fefé? Nada, claro: ya me lo temía. (Parece que hay revuelo junto a la terraza. ¿Será la merienda?) Figúrese que, estando el otro día tomando el té en su casa, nos enteramos del percance. (¡Caramba! ¡Pero si han entrado unos camareros repartiendo croquetas!) No quiero entretenerla más, baronesa… No tengo derecho a acaparar su atención… Muchos saludos a los suyos. (Como no me dé prisa…) Voy a dar una vuelta por el salón. A sus pies, baronesa. (¡Menos mal! ¡Qué barbarotes! ¡Si llego a tardar un minuto más, me quedo en ayunas…!)
JUERGUISTA.—Llego a mi hogar a las cinco de la madrugada, con una sensación de asco y vergüenza por mi vida vana y deplorable.
VOZ DE LA CONCIENCIA.—Pero reconoce que aquel vinillo blanco del cabaret «Jazz-Band» no estaba nada mal.
JUERGUISTA.—¿Qué estás diciendo? ¿Acaso apruebas que despilfarre mi fortuna en bebidas alcohólicas?
VOZ DE LA CONCIENCIA.—¡Bah! ¡Ni que estuvieras en la miseria, hijo!
JUERGUISTA.—No dirás que te parece bien verme abandonar a mis niños para entregarme a la francachela.
VOZ DE LA CONCIENCIA.—Hombre: por unas horas que salgas a estirar las piernas, nadie te va a decir nada.
JUERGUISTA.—¿No me reprochas la humillación que cae sobre los míos?
VOZ DE LA CONCIENCIA.—Hay que ser un poco tolerante, caramba. Un vaso de vino más o menos, no va a ninguna parte.
JUERGUISTA.—¿Insinúas que pasar la mayor parte del tiempo fuera de mi casa es el comportamiento más indicado para un hombre honesto?
VOZ DE LA CONCIENCIA.—Tampoco vas a estar toda la vida entre cuatro paredes, como si fueses una vieja.
JUERGUISTA.—Me asombra que no me reprendas por mis costumbres licenciosas, gracias a las cuales soy conocido en todos los clubs nocturnos con el remoquete de «Porto-Flipp».
VOZ DE LA CONCIENCIA.—No hay que tomar las cosas por la tremenda. Al fin y al cabo todos duermen, y en media horita estaríamos de vuelta.
JUERGUISTA.—¿Quieres decir que te agradaría volver ahora a un tugurio cualquiera?
VOZ DE LA CONCIENCIA.—A uno cualquiera, no; al cabaret «Trópico de Capricornio».
JUERGUISTA.—¿No te sonroja tener tanto vicio?
VOZ DE LA CONCIENCIA.—¡No seas pacato, diablo! ¿Volvemos a salir, o nos quedamos?
JUERGUISTA.—Por mi parte…, si te pones pesada…
VOZ DE LA CONCIENCIA.—Pues andando. ¡Tengo la voz completamente seca!
(La escena representa un parque público al atardecer. Mr. Adams y miss Evans pasean bajo los altos árboles).
MISS EVANS.—Yo creí que me invitaría usted a tomar el té en cualquier parte, Mr. Adams.
MR. ADAMS.—Sería una lástima meterse en un local cerrado en una tarde tan encantadora. ¡El parque está tan agradable!
MISS EVANS.—El apetito es ciego, amigo mío: él no entiende de bellezas.
MR. ADAMS.—No obstante, aquí se respira aire puro… ¡Qué paz!… Sólo el canto de algún pájaro rezagado interrumpe el silencio del atardecer… ¿No ama usted la Naturaleza, señorita?
MISS EVANS.—La mujer moderna no ama la Naturaleza, míster Adams. Mientras no existan en el campo escaparates con bolsos y sombreros, el campo no tendrá atractivo para nosotras. Creí que íbamos a tomar un té con algo sólido, porque tengo un hambre de lobo.
MR. ADAMS.—Los hombres de negocios como yo necesitamos reposar después del trabajo cotidiano: en el parque olvidamos los Bancos, las cotizaciones, los balances, las letras de cambio…
MISS EVANS.—Yo detesto el campo: todos los árboles son iguales.
MR. ADAMS.—Pero ¿qué me dice usted del aroma de las flores?
MISS EVANS.—¡Horrible! Esas pobrecillas nunca conseguirán superar a los grandes perfumistas parisienses.
MR. ADAMS.—No puedo creer que prefiera usted merendar a dar un paseo por el parque, amiga mía.
MISS EVANS.—Se lo juro. Tenga usted en cuenta que el apetito ha dejado de ser un pecado de lesa femineidad. Ahora las mujeres hacemos dos comidas de tres platos como cualquier hijo de vecino.
MR. ADAMS.—¡Se está tan bien aquí…!
MISS EVANS (viendo un manzano en medio de un macizo). En ese caso, espere un momento. (Se acerca al manzano).
MR. ADAMS.—¿Qué va usted a hacer, miss Evans?
MISS EVANS (con frivolidad).—Comerme una manzana. Tengo hambre.
MR. ADAMS.—¡Por favor, señorita! Eso está prohibido.
MISS EVANS.—No nos verá nadie, no se preocupe. (Coge la manzana).
MR. ADAMS.—¡Qué chiquilla es usted, miss! Como nos vea el guarda, estamos frescos.
MISS EVANS (ofreciéndole la manzana).—¿Quiere usted probar un poco?
MR. ADAMS.—No, muchas gracias. No acostumbro a tomar nada entre horas.
MISS EVANS.—Pues usted se lo pierde. (Empieza a comerse la manzana). Está riquísima. Claro que preferiría una taza de té con pastelillos. Pero los árboles no han llegado aún a la perfección de servir tés completos.
GUARDA (acercándose a ellos de improviso).—Conque robando manzanitas, ¿eh?
MR. ADAMS.—¿Robando? ¿Qué quiere usted decir…? Yo le aseguro…
GUARDA.—No tiene nada que asegurar. Los he sorprendido, y basta.
MR. ADAMS.—¿Va usted a pensar que yo…?
GUARDA.—Yo no pienso nada, amiguito. Pero la ley es la ley, y hay que obedecerla. ¿No han leído ese cartel?: «Respetad las plantas y los árboles».
MR. ADAMS.—¿Cree usted acaso…?
GUARDA.—Vamos, vamos. Menos palabrería, y a pagar la multa.
MR. ADAMS (pagando la multa).—¡Qué atropello!
GUARDA.—¡Ni atropello ni nada! (Cobrando la multa). Y ahora, fuera de este parque.
MR. ADAMS.—¿Cómo que fuera? ¡Qué insolencia!
GUARDA.—¡He dicho que fuera! Debería darle vergüenza: a su edad, comportándose como un golfillo.
MR. ADAMS (intenta protestar, pero comprende que es inútil: el guarda va armado con un bastón. Él y miss Evans, seguidos de cerca por la autoridad municipal, llegan a la puerta del parque y salen. Mr. Adams está sofocado de humillación).—¡Qué atropello más intolerable! Me quejaré a la Alcaldía. ¡Qué grosero! ¡Echarnos del parque!
(Miss Evans sonríe divertida, y ambos se dirigen a un salón de té).
DETECTIVE.—¡Vamos, vamos: no sea modesto y dígame con qué rompió las cabezas de los tres viejecitos!
ASESINO.—¡Por Dios, señor Harris! ¡Me saca usted los colores!
DETECTIVE.—Lo hizo usted tan requetebién, que no hay forma de adivinarlo.
ASESINO.—¡Bah! Se hacen cosas mejores por ahí. A ver si lo acierta.
DETECTIVE.—Me doy por vencido.
ASESINO.—Si se lo digo, se morirá usted de risa. Es la cosa más tonta del mundo. No empleé un arma, sino una cosita.
DETECTIVE.—¿Con qué letrita?
ASESINO.—Con «p».
DETECTIVE.—¿Una pala?
ASESINO.—Frío, frío…
DETECTIVE.—¿Un picaporte?
ASESINO.—Templado, templado…
DETECTIVE.—No caigo.
ASESINO.—Se lo diré. Pero tiene que prometerme que no va a reírse.
DETECTIVE.—Prometido.
ASESINO.—Pues los maté con un palo.
DETECTIVE.—¡Acabáramos! ¡Cualquiera lo acertaba! Pero sería un palo especial.
ASESINO.—No, no; un palo corriente de los de pegar.
DETECTIVE.—Pues me quita usted un gran peso de encima: toda la noche he estado dándole vueltas al crimen, y no daba con la solución. Reconozca que era un crimen dificilillo.
ASESINO.—Cosa de poca monta. Ya sabe usted que los viejecitos no son duros de pelar. Tienen la cabeza como una cáscara de nuez.
DETECTIVE.—No crea, no crea; los hay rebeldes.
ASESINO.—Pero son los menos.
DETECTIVE.—Bueno; pues usted perdonará que me marche, pero tengo que ir a contárselo todo al Comisario.
ASESINO.—¿También el Comisario es aficionado a estas cosas?
DETECTIVE.—Le vuelven loco. Es que realmente esto de los crímenes es muy entretenido.
ASESINO.—¡Dígamelo usted a mí!
DETECTIVE.—Se pasan muy buenos ratos resolviéndolos.
ASESINO.—Pues haciéndolos también se pasa bárbaro.
DETECTIVE.—Me marcho volando. El pobre Comisario debe estar en ascuas.
ASESINO.—Lo comprendo, lo comprendo.
DETECTIVE.—Que usted lo pase bien.
ASESINO.—Gracias, señor Harris.
(La escena representa una partida de póquer en el palacio Real de Morlacia).
REY.—Yo tengo trío de sietes.
CORTESANO.—He perdido: tengo póquer de ases, pero mis ases son chiquitísimos.
REY (recogiendo todo el dinero de la mesa).—Está usted de malas, barón.
CORTESANO.—Es que los tríos de Su Majestad son muy hermosos.
REY (con modestia).—¡Bah! Usted que los toca con buenos dedos. ¿Echamos otra manita?
CORTESANO.—No es otro mi deseo… Esta vez tengo escalerilla de color.
REY.—Pues yo tengo dobles parejas.
CORTESANO.—Ya me parecía a mí que me ganaría Su Majestad. Mi escalera de color es de risa, y pierde frente a las asombrosas dobles parejas de Su Majestad.
REY (recogiendo todo el dinero).—Se ve que es usted afortunado en amores, barón.
CORTESANO.—Veamos otra vez… Me retiro sin apostar, porque sólo he ligado un póquer de damas.
REY.—Pues ha hecho usted el tonto: yo sólo tenía dos nueves.
CORTESANO.—¡Qué rabieta! Si llego a saberlo… (Vuelve a dar cartas).
REY.—Me juego mi resto: tres dieces.
CORTESANO.—¡Cuidado que tiene suerte Su Majestad! Yo sólo tengo un «full» de jotas servido, que es como no tener nada.
REY (recogiendo todo el dinero de la mesa).—¡Vaya una racha pésima, amiguito! (Da las cartas).
CORTESANO.—Me juego todo mi resto; tengo dos sietes.
REY.—Pues yo no tengo ni una pareja.
CORTESANO (asombrado).—¡Ni una sola pareja! ¡Es la jugada más difícil de todas! Felicito a Su Majestad, y pago doble.
REY.—Verdaderamente, estoy teniendo suertecilla… (Se le caen al suelo varios ases que ocultaba en la manga de su manto).
CORTESANO (recogiendo los ases del suelo).—Pero ¡qué tramposo soy! Fíjese en la cantidad de ases que tenía yo guardados para hacer trampas a Su Majestad. Creo que me merezco una buena bofetada.
REY (coloradísimo).—Verá usted, barón: yo…
CORTESANO.—¡Nada, nada!: pierdo y pago triple, por hacer trampas a Su Majestad.
REY (recogiendo todo el dinero de la mesa).—Realmente se me da muy bien esto del póquer.
CORTESANO (se arruina).
REY (se divierte).
(El ilustre profesor Picard descenderá en breve a ocho mil metros de profundidad, con el fin de estudiar la vida en los abismos oceánicos. Con tal motivo, reina gran expectación en los medios científicos.—De los periódicos).
ACTO ÚNICO
(La escena representa el aparato con el que el profesor Picard se dispone a meterse en el agua. La esposa del profesor ha acudido a despedirlo).
ESPOSA.—Esta teoría le sentará como un tiro a tu reuma. Ya sabes que el médico te tiene prohibido mojarte los pies.
PICARD.—No pienso mojármelos, mujer. El aparato cierra herméticamente, y además llevo calcetines de lana.
ESPOSA.—Pero el fondo del mar tiene fama de húmedo, y la humedad es lo peorcito. Acuérdate de aquella vez que estuvimos en Bilbao, y se te puso una rodilla como una calabaza.
PICARD.—Esto no es lo mismo.
ESPOSA.—¿Por qué no has hecho otra escapada a la estratosfera? Los climas de altura son más sanos, y en la estratosfera siempre engordaste.
PICARD.—Al principio, cuando no había nadie, daba gusto subir. Pero lo que es ahora, se encuentra uno hasta con familias que se llevan el almuerzo. ¡No me hables! Por otra parte, les he prometido a los sabios que bajaría y no voy a volverme atrás.
ESPOSA.—Si no anduvieses haciendo apuestas con tu pandilla de sabiotes…
PICARD.—Mi pandilla de sabiotes, como tú dices, se sacrifican por la ciencia lo mismo que yo.
ESPOSA.—¡Por Dios, Picard!: no te piques.
PICARD.—Es que me dices las cosas de una manera…
ESPOSA.—No me negarás que muchos de ellos son unos frescales. Todas las papeletas difíciles te las encajan a ti. Ahí tienes a Regúlez, que no ha pisado la estratosfera en su vida. ¿Y qué me dices de Dupont, que gana lo que quiere haciendo enjuagues en un laboratorio?
PICARD.—Prefiero irme antes de que anochezca, porque no me gusta bucear de noche.
ESPOSA.—Ponme un telegrama en cuanto llegues. ¿Llevas tus píldoras para el mareo?
PICARD.—Sí, sí.
ESPOSA.—Y nada de imprudencias, ¿eh? Baja despacito, no sea que choques con un alga y te rompas la crisma.
PICARD.—Descuida. Llevo un buen chófer.
ESPOSA.—No te olvides de traerme alguna merluza que esté bien fresca. Supongo que allí las habrá a patadas.
PICARD.—Eso espero.
ESPOSA.—Y luego de marisco, que el domingo vienen a almorzar a casa los Dubois.
PICARD.—Bueno. Hasta pronto.
ESPOSA.—Adiós. Cierra la boca, no sea que se te llene de medusas.
(El profesor Picard cierra la portezuela de su aparato, y desaparece en las profundidades del océano).
(La escena representa un café lleno de bohemia, de ochocientos, de cerillas y de cáscaras. A la derecha, un diván de terciopelo con agujeros como úlceras. A la izquierda, un camarero viejo que también necesita un remiendo. En el centro, una cafetera silbando «La Traviata» por su pitorro. Varios tiestos con plantas de achicoria ponen una nota de achicoria en el ambiente. En el diván de los agujeros está sentada la «peña» literaria consumiendo bicarbonato, magnesia y otras bebidas espumosas).
LITERATO 1.° —El porcentaje que me corresponde en cada edición, descontando los timbres, corretajes y comisiones del distribuidor, arroja un total de dos mil trescientas cuarenta y una con cincuenta. Mi abogado dice que si el editor viola alguna cláusula del contrato, puedo pedir una indemnización de cuatro mil pesetas.
LITERATO 2.° —¿Qué abogado tiene usted?
LITERATO 1.° —Un hombre muy solvente. Se llama Arturo Carrizosa. Se lo recomiendo.
LITERATO 3.° —Me alegra que hablen ustedes de abogados, porque no estoy contento con el mío y pensaba cambiar.
LITERATO 4.° (haciendo una cuenta en el mármol del velador).—¿Cuántas son seis por ocho?
LITERATO 2.° —Cuarenta y ocho. Me lo ha dicho mi abogado.
LITERATO 4.° —Muchas gracias.
LITERATO 1.° —¿Están ustedes calculando lo que debe abonar en concepto de Impuesto de Utilidades?
LITERATO 4.° —En efecto. Ese cinco por ciento que me descuentan de cada artículo, ha reducido la cuantía de mis ahorros.
LITERATO 3.° —Yo he renunciado a ahorrar. Si no fuera de la Bolsa…
LITERATO 2.° —¿Especula usted con éxito?
LITERATO 3.° —Hago pinitos con algún «petrolillo» que otro. Pero sin exponerme.
LITERATO 1.° —Lo mejor es tener algo seguro. Es muy agradable encontrarse a primeros de mes con unas pesetas fijas.
LITERATO 2.° —Y eso que usted tiene cartilla maquilera. Si estuviera en mi caso…
LITERATO 3.° —La verdad es que los editores están imposibles. Yo tuve que despedir al mío el mes pasado.
LITERATO 4.° —¿Cuántas son cinco por cuatro?
LITERATO 2.° —Veinte, y llevo dos.
LITERATO 4.° —Gracias.
LITERATO 1.° —¿Han leído ustedes algo últimamente que merezca la pena?
LITERATO 3.° —¡Quite, quite! ¡Quién piensa en leer! No tiene uno la cabeza para lecturas.
LITERATO 2.° —Yo, anoche, estuve leyendo la Ley de Alquileres antes de dormirme.
LITERATO 1.° —Será interesante. Tengo entendido que prohíbe los traspasos. ¿Es cierto?
LITERATO 2.° —Sí, pero hace la salvedad de padres a hijos y de hijos a padres.
LITERATO 3.° —Y menos mal que no nos han subido la renta de los pisos.
LITERATO 1.° —Yo pago casi cuarenta duros de plus por calefacción, y sólo tengo siete habitaciones. Un disparate.
LITERATO 2.° —Y eso que usted tiene cartilla maquilera.
LITERATO 3.° —Que Dios se la conserve.
LITERATO 4.° (que continúa haciendo números en el mármol del velador).—¿Cuántos son siete por ocho?
LITERATO 2.° —Eso ya no lo sé. Pero puedo preguntárselo a mi abogado y le contestaré mañana.
LITERATO 4.° —Muy agradecido.
LITERATO 1.° —¿Es que usted no tiene abogado, joven?
LITERATO 4.° —Todavía no, señor. Soy un novel.
LITERATO 2.° —Pues ya puede buscarse uno si desea abrirse camino, pollo. Sin abogados no se va a ninguna parte. (Los literatos dan unas palmadas, y el viejo camarero se acerca a su mesa arrastrándose como una oruga).
LITERATO 1.° —Apúntenos estos bicarbonatos y estas magnesias, Pepe. Ya le pagaremos otro día. (Cogen sus sombreros y se marchan).
CAMARERO.—¡Estos artistas!… ¿Cuándo renunciarán a la desordenada bohemia para sentar cabeza? ¡Ya me deben quince bicarbonatos y dieciocho magnesias!
(Sonríe con una bondadosa sonrisa finisecular, hace otro agujero en el terciopelo del diván, y se marcha a servir a otros clientes que piden agua).
ACTO PRIMERO
(Habitación en una clínica de lujo. Cama de plata cromada, incrustaciones de lapislázuli. Las sábanas son de seda con bodoques como nueces. En la mesilla hay un vaso de cristal de Bohemia para agua. Un gramófono para llamar a la enfermera. Alfombras y tapices a mansalva. Dentro de la cama hay un operado con un gran vendaje en el dedo meñique de su mano derecha. Entra el Cirujano, vestido de frac. Lleva un babero blanco para no mancharse de vísceras al operar).
CIRUJANO.—Buenas tardes, paciente. ¿Cómo se encuentra?
OPERADO.—Desde que me operó usted hace dos meses para sacarme la espinita que me había clavado en este dedo, he notado una franca mejoría.
CIRUJANO.—Las operaciones de espíritu tardan en cicatrizar. Pero mientras tanto, gozará usted en esta clínica de todas las comodidades.
OPERADO.—¿Cuánto tiempo tendré que estar aquí?
CIRUJANO.—Depende de su administrador.
(En un carillón dan las cinco. La puerta se abre, y entra una Enfermera llevando en una bandeja de plata un servicio de pantopón).
ENFERMERA (al Operado).—¿Le apetece al señor un poco de pantopón?
OPERADO.—No, muchas gracias.
CIRUJANO.—¡Vamos, vamos! Un poquito de pantopón le entonará.
OPERADO.—Bueno. (La Enfermera le pone la bandeja en una mesita, y se dispone a servir).
ENFERMERA.—¿Cómo toma el señor el pantopón? ¿Solo, o con adrenalina?
OPERADO.—Solo. (La Enfermera llena una jeringa lujosa). ¿Gusta usted, doctor?
CIRUJANO.—Gracias. Que aproveche.
(La Enfermera se acerca al Operado, y le pone una inyección en un brazo).
OPERADO (complacido).—Es un pantopón delicioso. ¿Dónde encuentran ustedes pantopones tan buenos?
CIRUJANO.—Nos los traen del propio Londres.
OPERADO.—¡Ya decía yo! ¡Menuda diferencia! El pantopón inglés tiene fama.
CIRUJANO.—Desde luego. Como que es el mejor.
OPERADO.—Tiene un aroma delicioso. ¿Y a qué precio le ponen el paquete?
CIRUJANO.—Eso lo sabrá usted cuando salga de aquí.
ACTO SEGUNDO
(Seis meses después, a la hora del pantopón. El Operado sigue con la venda en su dedo. Le han dado masajes de onda corta, de onda media y de onda normal. Le han injertado en el dedo piel de la espalda, para que no se le note la cicatriz que le dejó la espinita. Le han cortado varias veces el pelo y las uñas. Le han puesto un aparato para que el dedo operado no se le tuerza por culpa de anquilosis).
CIRUJANO (entrando).—Está usted de enhorabuena: voy a darle de alta.
OPERADO (que ya está de la clínica hasta la coronilla).—¡Viva! (Se viste corriendo, se pone el abrigo y el gabán, y pide la cuenta. Se la traen. El Operado la mira. El Operado da un grito de horror. El Operado cae redondo).
CIRUJANO.—¡Pronto! ¡Pantopón bien calentito!
(El Operado reacciona a fuerza de sales y cachetes en las mejillas. Paga la cuenta con toda su fortuna).
CIRUJANO.—La salud es lo primero. Habiendo salud, ¿para qué demonios necesita usted el dinero?
OPERADO (con un hilillo de voz).—Eso es verdad. (Abandona la clínica abatido, se detiene en la primera esquina, tiende una mano y dice con voz plañidera): Una limosna para este pobre operado de espinita en un dedo, que no se lo puede ganar…
ACTO PRIMERO
(La escena representa una rodaja de campo durante un año de sequía).
PERIODISTA (arrastrándose sobre la tierra calcinada).—Con la lengua seca cual correa, frita mi piel a causa del sol plúmbeo, me dirijo al domicilio de un agrario modesto. ¡He aquí la fútil covacha, que se alza en mitad del yermo secano! El rudo Agricultor nos invita a pasar y nos obsequia con esplendidez.
AGRICULTOR (saca de una bodega una botella cubierta de telarañas).—¿Una copita de agua?
PERIODISTA.—Aceptamos con avidez el costoso líquido y preguntamos al Agricultor qué opina de la sequía.
AGRICULTOR (llorando y con fuerte castañeteo dental).—¡Horrible! Hace seis meses planté semillas de varias clases y las pobres están a punto de sufrir la más espantosa de las muertes. Véalo usted mismo.
PERIODISTA.—Miramos el campo por una ventana y un atroz espectáculo nos hace estremecer: ¡las semillas, sacando sus rubias cabecitas fuera de la tierra, gimen agitando sus tallos descarnados!
SEMILLAS (con voces desgarradoras).—¡Agua! ¡Queremos agua! ¡Agua!
AGRICULTOR.—Estos gritos me parten el corazón. Mas, ¿qué puedo yo hacer para remediar la sed de esas desgraciadas? (Cae al suelo, víctima de estremecedora pataleta). ¡Estoy arruinado! ¡Moriré en la más espantosa pobreza! ¡Pobre agro mío!
PERIODISTA.—Deprimidos, con el lomo doblado por el abatimiento que nos produce la tragedia del modesto agrario, nos alejamos de la casa murmurando sordas imprecaciones contra la cruel sequía, que tanto fustiga nuestra cría de semillas.
ACTO SEGUNDO
(La escena representa una porción de campo durante unos meses de lluvias incesantes).
PERIODISTA (chapoteando sobre la tierra convertida en barrizal). Con el cuerpo sacudido por escalofríos, calado hasta los huesos a causa de la lluvia pertinaz, me dirijo al domicilio del agrario modesto. He aquí la fútil covacha, que se alza en mitad del prado que parece una marisma. El Agricultor nos invita a pasar y nos obsequia con esplendidez.
AGRICULTOR (saca de la bodega una esponja).—¿Un poco de esponja?
PERIODISTA.—Nos secamos ávidamente con la esponja, y preguntamos al Agricultor qué opina de la lluvia.
AGRICULTOR (llorando y con fuerte castañeteo dental).—¡Horrible! Hace seis meses que planté semillas de varias clases, y las pobres están a punto de ser víctimas de la más espantosa de las muertes. Véalo usted mismo.
PERIODISTA.—Miramos el campo por una ventana y un atroz espectáculo nos hace estremecer: ¡las semillas, sacando sus rubias cabecitas fuera del agua que las cubre, gimen agitando sus descarnados bracitos!
SEMILLAS (con voces desgarradoras).—¡Socorro! ¡Que nos ahogamos! ¡Socorro!
AGRICULTOR.—Estos gritos me parten el corazón. Mas ¿qué puedo hacer yo para salvar de la inundación a estas desgraciadas? (Cae al suelo, víctima de estremecedora pataleta). ¡Estoy arruinado! ¡Moriré en la más espantosa pobreza! ¡Pobre agro mío!
PERIODISTA.—Deprimidos, con el lomo doblado por el abatimiento que nos produce la tragedia del modesto agrario, nos alejamos de la casa murmurando sordas imprecaciones contra las crueles lluvias, que tanto fustigan nuestra cría de semillas.
(La escena representa una salita en el palacete del príncipe Yusupof).
CRIADO.—Señorito, el cianuro está servido.
YUSUPOF.—Gracias, Iván. (Vase el criado).
AMIGO 1.° —¡Qué idea has tenido, chico! ¡Lo vamos a pasar colosal!
AMIGO 2.° —¡Menuda chufla le vamos a gastar a Rasputín! ¡Eres un tío salado, Yusupof!
AMIGO 3.° —¡Qué risa!
YUSUPOF.—No habléis tan alto. Rasputín llegará de un momento a otro y, si se huele la tostada, se estropeará la jugarreta. (Pasan todos al comedor, donde está preparada la merienda. En una fuente hay muchos pastelillos rellenos de cianuro y crema). Todos los pastelillos que tienen una guinda encima, tienen truco. Ya lo sabéis: los de la guinda, para Rasputín.
AMIGO 1.° (sin poder contener la risa).—¡Ese Yusupof tiene unas cosas!…
AMIGO 2.° —A lo mejor se enfada Rasputín y va con el cuento a la zarina. Ya sabéis que es un acusica.
AMIGO 3.° —Pues a mí, plin. Siempre me ha parecido un tío antipático.
YUSUPOF.—Ya, ya; ¡se da unos humos…!
AMIGO 1.° —Y todo porque tiene una barba bastante bonita.
AMIGO 2.° —A lo mejor se pica con la cuchufleta.
AMIGO 3.° —Pues que se pique. El que se pica tiene dos trabajos: picarse y despicarse.
YUSUPOF.—¡Callad! ¡Han llamado a la puerta!
CRIADO (anunciando).—Señorito, el señor Rasputín acaba de llegar.
YUSUPOF.—Dile que pase.
CRIADO.—¿El señor Rasputín merendará con los señoritos?
YUSUPOF.—Sí. Ya puedes sacar el chocolate. (Vase el criado). Y vosotros mucho ojito, ¿eh? Nada de reírse. (Los reunidos hacen esfuerzos para permanecer serios. Entra Rasputín envuelto en sus trapos).
YUSUPOF.—¡Querido Rasputín! ¡Tantísimo tiempo sin verle…!
RASPUTÍN.—Es un placer para mí merendar con usted. Además, el chocolate de su casa tiene fama en todas las Rusias.
YUSUPOF.—¡Oh, no! Es un chocolate corriente.
RASPUTÍN.—No sea tan modesto: es un chocolate de lo más sabroso.
AMIGO 1.° —¿Empezamos a merendar?
RASPUTÍN.—Por mí… Cuando ustedes gusten.
(El amigo 2.° está a punto de echarse a reír y estropear la broma. Pero Yusupof le da un codazo y le dice en voz baja: «¡Cállate, tonto!» Se sientan todos alrededor de la mesa y Yusupof sirve el chocolate).
AMIGO 1.° (a Rasputín).—¿Un pastelito?
RASPUTÍN.—Muchas gracias. Tomaré este hojaldre.
AMIGO 2.° (haciendo esfuerzos para dominar la risa).—Le recomiendo los que tienen una guinda encima. ¿Verdad, Yusupof?
YUSUPOF.—Son los más ricos.
RASPUTÍN (que es un goloso de bandera).—¿Tienen merengue por dentro?
AMIGO 3.° —¡Sí, sí, merengue! (Se tapa la cara con la servilleta para reprimir una carcajada).
RASPUTÍN (cogiendo un pastel con guinda).—A mí me enloquece el merengue. (Se lo come y le parece muy bueno).
YUSUPOF.—Tome otro, por favor.
RASPUTÍN.—Temo abusar.
YUSUPOF.—Vamos, no haga cumplidos. Coja otro con guinda encima.
RASPUTÍN (se come otro).—Pero ¿a ustedes no les gustan los que tienen guinda?
AMIGO 1.° —Prefiero las ensaimadas. Son más seguras.
AMIGO 2.° —A mí el médico me tiene prohibidas las guindas. Dice que dan urticaria.
AMIGO 3.° (con picardía) —Sobre todo éstas.
RASPUTÍN.—¿Y a usted, Yusupof, tampoco le dicen nada las guindas?
YUSUPOF.—Me dicen demasiadas cosas, hijo. (Ríe, pero se domina). ¿Otro pastelito?
RASPUTÍN (accediendo).—Están tan sabrosos que no puedo negarme. ¿Y cómo le sale a usted el merengue tan esponjoso, Yusupof? Este merengue no sabe como los merengues que come uno por ahí.
YUSUPOF (con ingenuidad).—Es una receta especial.
(Los tres amigos están a punto de soltar el trapo, y Yusupof no tiene más remedio que darles un pellizco por debajo de la mesa).
AMIGO 1.° (a Rasputín).—¿Otro pastelillo con guinda?
RASPUTÍN.—Ya he tomado tres.
YUSUPOF.—¡Bah!; donde caben tres, caben cuatro.
RASPUTÍN.—En eso tiene usted razón. (Se como otro).
AMIGO 2.° (aparte a Yusupof).—Yo creo que le has puesto un cianuro demasiado flojito.
YUSUPOF (aparte).—Pues en la farmacia pedí del mejor.
AMIGO 3.° (aparte).—Es que a los cianuros de ahora les echan mucha agua.
AMIGO 1.° (a Rasputín).—¿Otro pastelillo con guindas?
RASPUTÍN (siempre goloso).—Tomaré un par de ellos para no desairarle.
YUSUPOF.—No hay nada tan rico como el merengue.
AMIGO 1.° (aparte, a Yusupof).—Parece que no le hacen efecto. Se va a estropear la broma.
RASPUTÍN.—¡Qué raro!… Empiezo a sentir cierta molestia en el estómago…
YUSUPOF.—Será debilidad. ¿Otro pastelito?
RASPUTÍN.—Quizá tenga usted razón. (Come otro). ¡Menos mal que tengo una salud a prueba de bomba!
(Los amigos, animados al ver que la broma empieza a surtir efecto, continúan ofreciendo a Rasputín pastelitos con guinda. Al cabo de media hora, con el cianuro almacenado en el estómago de Rasputín podría quedar fuera de combate un regimiento de cosacos).
RASPUTÍN (con mal color).—Parece que estoy algo malucho…
YUSUPOF (sin poder contener la risa. A sus amigos).—¿Se lo decimos?
(Los amigos estallan en fuertes risotadas, mientras Rasputín nota un ligero mareillo).
AMIGO 1.° —¡Vamos a contárselo, sí! (Ríe con fuerza). ¡Verá usted! ¡Ja, ja, ja! Ha sido una picardía que se le ocurrió a Yusupof
YUSUPOF (con grandes carcajadas).—Pero ¡qué graciosísimo…! ¡Ji, ji, ji!
AMIGO 2.° (llorando de risa).—Pues fue Yusupof y dijo: ¡Ja, ja…! Y dijo: «Vamos a envenenar a Rasputín para reírnos un rato…» ¡Ja, ja!
RASPUTÍN (molesto).—No le veo la gracia.
YUSUPOF (deja de reírse).—Perdone usted; yo pensé que no se enfadaría.
AMIGO 3.° —Yusupof lo hizo con buena intención. Como en Rusia se aburre uno tanto…
RASPUTÍN (irritado).—Pues me parece una broma imbécil, la verdad. ¡Vaya con Yusupof! ¡Ya podía usted bromear así con su tía!
YUSUPOF.—¡Tampoco es para ponerse así!
RASPUTÍN (furioso).—¿Y cómo quiere usted que me ponga? ¡Vaya con el pollito este! No tiene ni pizca de gracia…
(Se levanta de la mesa enfadadísimo, y cae muerto sobre la alfombra).
YUSUPOF (acercándose al cadáver de Rasputín).—¡Qué barbaridad, hijo! ¡Ni que le hubiésemos sacado la lengua!
AMIGO 2.° —Ya, ya. ¡Qué poca correa tiene usted, caramba!
AMIGO 3.° —¡Hay que ver cómo se ha puesto!
YUSUPOF.—¡Mira que enfadarse por esta tontería!
AMIGO 1.° —No tiene sentido del humor.
AMIGO 2.° —Es un cascarrabias.
AMIGO 3.° —Que le zurzan.
(Yusupof y sus amigos, enfadados por las groserías que les dijo Rasputín, se marchan a pasear en trineo. El cadáver de Rasputín queda solo en escena con su barba y sus trapos. Cae el telón).
—A mí, lo que más me gusta del amor, son las meriendas.
—Opino lo mismo, mona; la única forma de tragar a los hombres es con ensaimadas.
(Mientras tanto, en Indochina mueren dos mil hombres en un bombardeo).
—¿Me prestas a tu novio para esta tarde?
—Si me lo devuelves, sí. Al último que te presté no le he vuelto a ver el pelo.
—No te preocupes. Sólo lo necesito para estrenar un traje azul que hace juego con el color de sus ojos.
—Cuando acabes con él, déjamelo en la portería.
(Mientras tanto, un terremoto deja sin hogar a quince mil familias antillanas. Un trimotor choca en los Andes, y mueren todos los pasajeros. Estalla un petardo en Hungría y mata a tres niños).
—Ayer vi una película que me chifló.
—Sería de Carlos Boyer.
—¿Quién es Carlos Boyer?
—Un sol de anciano, chica.
(Mientras tanto, el sud-expreso de Michigan descarrila en Illinois, causando doscientas víctimas. Un camión aplasta a tres rumanos. Se incendian los mataderos de Chicago, y muere el príncipe Tribuletti al caerse de una moto).
—Te encuentro muy chic con ese modelito. No creí que la ropa hecha de los «Almacenes Gómez» causase tan buen efecto.
—¿Lo dices con retintín?
(Mientras tanto, en Borneo una serpiente engulle al malayo Pipo, de treinta y dos años de edad. El Ganges se desborda y mueren en sus aguas setenta mil intocables. Se hunde en el Atlántico un petrolero de siete mil toneladas).
—Esta temporada se llevarán mucho los zapatos con suela de coja, los guantes con dedos de manca y los sombreros con orejas de sorda.
—¡Qué alegrón me das, chiquilla!
(Mientras tanto, quince perros rabiosos, en diferentes puntos del planeta, muerden a otras tantas personas. Se despeña un autobús de la línea Manchester-Liverpool.
Fallecen tres famosos escritores. Estalla una revolución en el Tibet).
—¿Te has enamorado alguna vez?
—Hoy no.
(Mientras tanto…)
(Sala de visitas en una casa particular. El dueño de la casa hace los honores a un visitante).
—¿Te sirvo una tacita de aguardiente, o prefieres un pedazo de tabaco para mascar?
—No voy a tomar nada, muchas gracias. Estoy a régimen, porque los bronquios se me están poniendo gordísimos.
—¿Sabes a quién vi ayer? A Chucho Topera. Ya sabes qué Chucho digo: el casado con esa millonaria de Bilbao. Lo encontré hecho un asquito.
—Topera nunca ha valido gran cosa. Claro que el bigote le favorecía mucho. Pero ya debe de tener sus sesenta abriles.
—¡Figúrate! Fue el novio de Mila Rastrojo, conque ¡échale hilo! No lo digo por criticar, porque Chucho y yo somos grandes amigos: hicimos el servicio en el mismo batallón de zapadores. Pero me parece que se ha cogido los dedos en el bodorrio.
—¡No me digas! Ella tenía el riñón bien cubierto.
—¡Bah! Todas las chicas de Bilbao tienen el riñón bien cubierto. Pero de eso al fortunón que él esperaba…
—¿Tú dónde te encargas las camisas?
—Me las hace un camisero que cose en las casas.
—Yo no consigo que me hagan unos cuellos con picos pequeños. Fíjate en este popelín que llevo: echado a perder por el manazas del cortador.
—Llevas una corbata que es un solete.
—Pues la compré en un saldo al salir de la Bolsa. Veinte pesetas.
—Tienes muy buen gusto, chico. ¿Sabes que he dejado definitivamente a mi peluquero?
—¡Qué me dices!
—Como lo oyes. Me afeitaba cada vez peor. No había día que no volviera a casa con toda la cara llena de pelos.
—Pues yo estoy muy contento con mi Ricardo. Me lo recomendó el Marqués, y tiene unas manitas de oro; pelo que ve, pelo que me quita.
—¿Tú qué te das para la calvicie?
—Un poco de cera en la calva. Queda preciosa.
—Y bien que te luce, es verdad.
—Pues a ver cuándo vuelves a fumarte un puro con nosotros.
—Encantado, hijo. Pero tendrá que ser más adelante, porque ahora estoy sin mayordomo.
—¿Quieres llevarte unas copas de anís para los niños?
—No, muchas gracias.
—Pues hasta otro rato, chico.
(La escena representa un salón del Casino Mercantil. Un grupo de señores ricos toman café sentados en las butacas).
SEÑOR 1.° —Es un verdadero escándalo, amigos míos: los chóferes están imposibles.
SEÑOR 2.° —¡Dígamelo usted a mí, don Rosendo! El mío, me sisa la gasolina que es un primor.
SEÑOR 3.° —Lo malo no es lo que sisan, sino lo que rompen. Son unos destrozones. Como a ellos no les cuesta…
SEÑOR 1.° —A mí no hay mes que mi Cirilo no me chafe un guardabarros del «Buick». Como si a uno le regalasen los guardabarros.
SEÑOR 2.° —Es que tienen las manos de trapo. Cigüeñal que cogen, cigüeñal que parten en mil pedazos.
SEÑOR 3.° —Si uno pudiera pasarse sin ellos…
SEÑOR 1.° —Ya, ya. ¿Y qué me dicen ustedes de las novias? Yo, el año pasado, tuve que poner tres chóferes de patitas en la calle por culpa de las dichosas novias: que si llamadas por teléfono, que si salidas al cine… ¡Hay que ver cómo los malean!
SEÑOR 2.° —A mí que me den chicarrones del Norte. Son muy trabajadores, muy serios y muy honrados.
SEÑOR 3.° —Menos cuando salen rana. El que tuve el mes pasado era de Elgóibar y se me fue a las dos semanas con el pretexto de que tenía una tía enferma.
SEÑOR 1.° —Eso dicen cuando te plantan. Y uno venga a darles treinta duros de sueldo, casa, comida, trajes viejos y zapatos.
SEÑOR 2.° —A mí lo que más me molesta es que me escatimen el aceite lubrificante. ¡Con lo carísimo que está el aceite lubrificante!
SEÑOR 3.° —Yo lo estoy pagando a cuarenta pesetas.
SEÑOR 2.° —¡Qué horror, hijo!
SEÑOR 3.° —Y no me cunde nada: como el chofercito de marras me esconde la mitad en una taza…
SEÑOR 1.° —¿Sigue usted teniendo a esa alhaja de Manolo?
SEÑOR 2.° —¡Qué va! Se casó este verano. Y bien que lo siento, porque me tenía el «Cadillac» como los chorros de oro.
SEÑOR 3.° —Y era muy modosito. Recuerdo haberle visto una tarde que estuve en su coche. Lo que dice don Bernardo: una alhaja.
SEÑOR 2.° —Y muy fiel. Con decirles que nunca me faltó ni una pipa del delco…
SEÑOR 1.° —No puedo yo decir lo mismo de mi Pacorro. Gasta las cubiertas como si fueran de trapo.
SEÑOR 3.° —¡No me hable! Mi Julián es igualito: le encantan los frenazos, y así no hay rueda que resista.
SEÑOR 2.° —¡Cómo están los chóferes, madre mía!
SEÑOR 1.° —Ya, ya. No le dejan a uno vivir.
SEÑOR 3.° —¡Y qué exigencias!
SEÑOR 1.° —¡Y qué malos modos!
SEÑOR 2.° —Un asquito, hijos; un asquito.
—¡Hola, tú! Hace tiempo que no asomas el morro por el golf.
—¡Contra! Es que me ha salido un plan bárbaro.
—¡Arrea! ¿Con aquel rubito que trabajaba en los ballets?
—¡Quia! Con un modistillo que acaba de establecerse por su cuenta.
—¡Atiza! Cualquier día te metes en un fregado y tendrás que casarte.
—¡Nanai, rica! A mí no se me caza tan fácil.
—Pues amarra bien, porque los modistos tienen más conchas que un galápago.
—Éste es un varón de bandera. Una especie de Gildo. Y tiene una silueta que quita el hipo.
—Pues yo mandé al cuerno al último novio que tuve. Era un papanatas que sólo hablaba de sastres y camiseros.
—Es lo malo de los hombres: en cuanto les da por los trapos…
—Saca tabaco, anda.
—A ver cuando compras, gorrona.
—No seas judía.
—¡Fíjate en ese monumento que pasa por la otra acera!
—¡Vaya un tiazo! Le da sopas con onda a Weissmüller.
—Dile algo cuando pasemos a su lado.
—Allá va. ¡Olé! ¡Eso es un hombre, y no lo que encuentra una en los salones de té!
—Se ha puesto más colorado que un pimiento. ¿Quieres que le sigamos?
—¡Bah! No sacaremos tajada. Tiene carita de pacato.
—Pero se queda una patitiesa viendo estas maravillas. Y, además, como ahora en el verano se quitan los abrigos, se les puede ver en su salsa.
—¿Me vas a dar un cigarro, sí o no?
—¡Vamos, anda! A mí no me vengas con chulerías.
—¡A ver si te salto un diente de un tortazo!
—No eres mujer para atreverte.
—¡Mira qué chulángana!
¡GLORIOSA NOTICIA para los aficionados al arte de Talía! Apartada durante sesenta y ocho años de nuestros escenarios, doña Luisita Ostolaza ha decidido volver a las tablas. ¡Las tablas pueden estar contentas!
¿Quién ha olvidado a doña Luisita Ostolaza, la dramática pimpante que en las postrimerías del siglo diecinueve deleitó a propios y extraños? Hace medio siglo, Madrid se estremeció tarde y noche con doña Luisita, la cual, de un sencillo papelín, sabía hacer un complicado papelón. Parca de gestos, moviendo apenas el cogote y los músculos faciales, expresaba el encontronazo de las pasiones provocando tempestades de aplausos y pimientos. Su realismo era tal, que hizo exclamar a todos los críticos de la época: «¡Uf!» El propio rey de Yugoslavia, al pasar por Madrid en 1865 y ver una función de doña Luisita, hizo este apasionado y escueto comentario: «¡Ay!» Doña María Guerrero, que empezó su carrera trabajando de botones en la compañía de Ostolaza, solía decir de ella: «¡Hip!» E incluso los espectadores más reacios, que no salían ni a tiros de las cuartas de Apolo, declararon a la Prensa: «¡Oj!» Y toda la afición, al retirarse doña Luisita, lloró su ausencia con este conmovedor epitafio: «¡Jip!» Elogios y cascabeles, laureles y otras hierbas simbólicas, jalonaron la actuación de esta cómica celestial. Su retirada dejó en las tablas un hueco imposible de llenar, por el que cabían siete personas. En vano se trató de llenar este hueco con Saras Bernardes, Adelinas Pattis, Emmas Gramáticas y gente así. En vano, decimos, y no pecamos de cortos.
La Ostoloza vuelve hoy a las tablas hispanas. Retorna en plenitud de facultades, realzada con las triquiñuelas de la experiencia. La chicuela de antaño, se ha convertido en la madura de hogaño. Por doña Luisita ha pasado el tiempo de puntillas, sin dejar ninguna huella que no pueda disimularse con unos cuantos pegotes de maquillaje. Deseemos que esta genia de la dramaturgia permanezca en las tablas sesenta años más, para gloria de nuestros teatros y para dinerito de nuestros empresarios.
ANOCHE SE ESTRENÓ en el Teatro Amboato el drama «El pincho en el globo ajeno», original del plausible dramaturgo Dimas Peralta. El telón metálico bajó repetidas veces, mientras el público gritaba: ¡«Uuuuuh!» El autor salió a saludar al final del primer acto, pero un penetrante silbido le rompió los tímpanos y tuvo que ir a operarse.
Fernando Batueca estuvo a la altura de su nombradía. Sin moverse de una silla, supo dar a los espectadores la sensación de los celos, de la cólera, de los truenos y de los naufragios. Por su parte, Lucas Palomo, sin moverse de otra silla, fumó un pitillo con tanta naturalidad como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. La damita Inés Petaca y el muchacho Lumberto Foscana, notables en sus papelillos. El resto de la Compañía, muy entonada y sin soltar ni un gallo. Los decorados, de Mariso Cáscara, notablemente monos.
En el drama de Dimas Peralta se conjugan los cánones de Sófocles con el nervio de la dramaturgia finisecular. No falta en «El pincho en el globo ajeno» el ama de llaves inventada por Sófocles, ni el hijo natural ya célebre en el teatro griego, ni el grito al final de cada acto. Dimas Peralta es un autor de lenguaje seco, de retórica sin alambique, de corbatas pálidas y de sensibilidad cutánea. Este autor, listo y ambicioso, ha pretendido revivir al propio Sófocles encima de las tablas. Tarea nada fácil, pues desde que Sófocles estiró la pata, ha llovido lo suyo. Conservando el intríngulis medular de la tesis, Peralta afronta el siempre bonito problema del hijo que tiene un papá que no le pertenece. «Tu verdadero papá —dice la primera actriz en el momento cúspide— es…» Pero en ese momento cae el telón, y el espectador se queda con todo el cerebro lleno de interrogantes. ¿Quién será el papá verdadero del gallardo joven? ¿Don Eduardo Arlanza, el industrial más laborioso que una abeja? ¿El infanzón de la familia Golgosa? ¿El mayorazgo de la finca «Las Babuchas»? ¿El florista que pregona claveles de Granada, y olé? El nudo del drama no se deshace tan fácilmente. Cuando parece que se va a deshacer, el autor pega un tirón y lo aprieta poco a poco. Por fin se descubre que el papá del joven es un tramoyista del Teatro Amboato, que se pone coloradísimo cuando se lo dicen. El defecto principal de ese drama es que la paternidad del joven se averigua demasiado tarde, cuando ya no queda ni un gato en el patio de butacas.
Esperamos que don Dimas Peralta, un escritor tan fino, tan obsequioso, tan moreno y con un talle tan juncal, sacará de su pluma cosas ingentes. Ponderado de ademanes y justo de mímicas, «El pincho en el globo ajeno» es un paso, un intento, un hito, un escarceo y una loable escaramuza. Menos da una piedra.
(Al terminar la función corriente cae un trapo negro que tapa el decorado, y se enciende un foco. ¡Novedosa luminotecnia! Sale un señor que habla muy bajito, para presentar a los diferentes artistas que actuarán).
PRESENTADOR (que siempre se equivoca de números).—Para iniciar esta original fiestecilla, actuará la sutil bailarina Torcuata de Almería. (Se oyen siseos entre bastidores, y el Presentador rectifica). No, perdón: primero actuará Hipólito Antúnez, barítono. (Nuevos siseos). Ustedes perdonen: Hipólito Martínez no es barítono, sino ventrílocuo.
VENTRÍLOCUO.—(Sale contando chistes con el esófago. Primero habla con voz normal, y el esófago le contesta con voz de niña).
PRESENTADOR.—Y ahora, señores, actuará el gentil recitador Darío Argamasa, el conocido rapsoda del soneto. (Fuertes siseos entre bastidores). Perdón: antes que el rapsoda, oirán ustedes al delicioso caricato «Cocoliso», que tantas risas cosecha en el Teatro Pompín.
CARICATO.—(Sale con su ropa típica, y repite las mismas gracias que hace en el Teatro Pompín y que todos los espectadores ya conocen).
PRESENTADOR.—Y aquí tenemos a Darío Argamasa, rapsoda del soneto, que nos dará una de sus inefables murgas.
RECITADOR.—(Sale vestido de paisano y explica que van a volver algunas golondrinas, pero que otras cosas más gordas, en cambio, no volverán ni aunque las aspen).
PRESENTADOR.—Y ahora, para dar tiempo a que la primera actriz doña Baliga Balaga termine la función en su teatro, coja un taxi y llegue aquí con la lengua fuera, el gracioso baturro «Mañico de Zaragoza» nos contará ese hilarante chascarrillo del señor que va encima de un borrico y le dice al tren que chufle.
BATURRO.—(Sale con un pañolito en la frente y la clásica mandíbula de los baturros. Cuenta el chascarrillo, dice al final «¡chufla, chufla!», y los espectadores estallan en risas).
PRESENTADOR.—Por fin llegó la egregia actriz doña Baliga Balaga, que nos va a recitar un enorme versículo.
ACTRIZ.—(Sale con un traje lleno de mangas y de colas, y advierte a los espectadores que si no han visto el interesante parque de María Luisa, no pueden presumir de haber visto un jardín. Dice a todos que cojan el primer tren para ir a verlo, y recomienda pensiones y hoteles próximos a dicho parque donde los visitantes pueden hospedarse a precios módicos).
PRESENTADOR.—Y aquí termina nuestro «fin de fiesta», pleno de originalidad, de gracia, de eximios y de egregias.
LOCUTOR.—Hemos instalado nuestros micros en el vestíbulo del Cine Principal, en el que, dentro de pocos minutos, se estrenará la esplendorosa película «Castañuelas en los dedos». En este momento llega la genial pollita Laura Tornado, «estrella» de tan elevada superproducción. Veamos, Laura: ¿quiere usted decir a los radioyentes un párrafo de saludo?
LAURA TORNADO.—Encantada. Mi papel en este film tiene ángulos de llorar y ángulos de risa. Es el papel que he interpretado mejor, pues estoy en la cúspide de mi arte. Me enorgullezco de haber contribuido a la gloria del cinema hispano, ya que «Castañuelas en los dedos» es un exponente de lo listos que somos aquí haciendo filmes de hora y pico.
LOCUTOR.—Agradecemos a Laura Tornado sus humildes palabras. Pero aquí llega el productor de «Castañuelas en los dedos», que también ha llegado a la cúspide de su arte y a la cúspide de su cigarro puro. Acérquese, don Nicanor Fernández. El micrófono no muerde, hombre.
NICANOR FERNÁNDEZ.—Por mi parte, al pagar hasta los alfileres de la película «Castañuelas en los dedos», sólo he intentado prestar un servicio al cinema hispano. Soy un buenazo de siete suelas, y sólo me interesa que nuestro cinema alcance una gran altura. Claro que si cae algún permiso de importación, tampoco le voy a hacer ascos.
LOCUTOR.—Damos las gracias a don Nicanor Fernández y cedemos el micrófono a Santiago Vicuña, glorioso director de «Castañuelas en los dedos», que asimismo ha llegado a la cúspide de su arte.
SANTIAGO VICUÑA.—He dirigido esta película desinteresadamente, para contribuir a la grandeza del cinema hispano. Si he pedido que me diesen veinte mil duros por mi trabajo, ha sido por mero formulismo, pues soy un hispano de campeonato y tengo un abuelo que fue godo. Creo que con esta película hemos dejado chiquitos al cine americano, al arte europeo y a la flota inglesa.
LOCUTOR.—Damos las gracias a este maestro inmortal del tomavistas, y hacemos una seña al maquillador Arnaldo Venegas, que, tras fructífera labor, ha escalado la cúspide de su arte.
ARNALDO VENEGAS.—Estoy muy satisfecho de haber pintado la cara a todos los personajes que trabajan en «Castañuelas en los dedos». Siempre que pinto una nariz de colorado, o que pongo una peluca encima de una cabeza, pienso únicamente en el prestigio del cinema hispano.
LOCUTOR.—Damos las gracias al rutilante maquillador. Pero en este momento llega otro pájaro que también ha alcanzado la cúspide de su arte. ¡Fabián Campana, el galán de las pestañas doradas!
FABIÁN CAMPANA.—Al hacer «Castañuelas en los dedos», no me ha guiado un prurito vanidoso de que toda la gente viese mi bigote en la pantalla. Sólo he querido, modestamente, poner mi granito de arena para que el cinema hispano sea cada día más gordinflón. Si me peleé con la empresa porque en el reparto habían puesto mi nombre con letras demasiado flacas, sólo lo hice por hacer un chiste.
LOCUTOR.—Y aquí llega Pocholo Toral, hombre que ni pincha ni corta en el cinema, pero que es amigo mío y me hace gestos para que le deje decir unas palabras. ¿Necesito decir que Pocholo Toral está en plena cúspide de su arte?
POCHOLO TORAL.—A mí me encanta ponerme el «smoking» para venir a estos estrenos de gala. Estoy deseando que llegue el descanso para salir al vestíbulo y que vea la gente lo bien que me sienta mi ropa de etiqueta y lo bien que me peino.
LOCUTOR.—En este momento llega Edmundo Espartaco, gloria nacional, autor de los efectos especiales de este insuperable film que es «Castañuelas en los dedos».
EDMUNDO ESPARTACO (en voz baja).—(No ha dicho usted que estoy en la cúspide de mi arte, demonio).
LOCUTOR (en voz baja también).—(Usted perdone).
EDMUNDO ESPARTACO (bastante molesto).—Cuando golpeo con unos cocos en una piedra para simular el galope de un caballo, pienso en la gloria del cinema hispano. Cuando agito unos perdigones en un tambor para que parezca una tormenta, pienso en la gloria del cinema hispano. Cuando echo agua con una regadera para dar la sensación de lluvia, pienso en la gloria del cinema hispano. Todo mi trabajo en «Castañuelas en los dedos» lo hice…
LOCUTOR.—¿Para la gloria del cinema hispano?
EDMUNDO ESPARTACO.—¿Cómo lo sabe?
LOCUTOR.—Cuco que es uno, hijo. Pero en este momento se acerca a nuestro micrófono el ingeniero de sonido Amadeo Castresana, que, tras denodada tarea, ha logrado alcanzar la cúspide de su arte…
COMENTARISTA (aparecen en la pantalla unos viejecitos con sombrero de copa).—En Grabsonsille se ha reunido la Comisión Técnica para el Fomento Pecuario en las Regiones Salobres. (Primer plano de un pecuario). He aquí un pecuario saliendo del salón de actos. (Un trozo de humo lo tapa todo). Un voraz incendio ha destruido la importante refinería de quesos de la ciudad de Michigan. (Primer plano de un bombero con un queso en los brazos). Los bomberos, con grave riesgo de su vida, salvan a los quesos recién nacidos, que lloran como chiquillos al reunirse con sus madres. (Aparato de hierro echando chispas). Un sabio sueco ha ideado este hermoso aparato que lanza un promedio de sesenta mil chispas a la hora, con lo cual ha batido el «record» mundial de chispazos. (Grupo de aldeanos saltando sobre un níspero). En el pueblo de Mundeholzstein, los aldeanos celebran con alborozo la Fiesta del Níspero. En el transcurso de esta fiesta, tan típica como milenaria, los campesinos de la región beben un buche de cerveza y enseñan los tobillos cubiertos de pelos tradicionales. (Madero asomando por encima del mar). El buque «Neptunia», que navegaba con un importante cargamento de bizcochos, chocó con el alambre del meridiano catorce y se hizo una abertura tremenda en el casco. (Gorgorito en el agua). En este fotograma vemos al «Neptunia» momentos después de desaparecer con tripulación, arboladura y bizcochos. (Niño entregando un ramo de claveles a un señor guapo). En la fiesta anual que se celebra todos los meses en Torlacia, el alcalde recibe testimonios de beneplácito por parte de la población civil. (Un canguro alto, de ojos azules y de buena facha). El joven canguro del Circo Kromo, que en días pasados agredió a un espectador con un martillo, recibiendo por ello una regañina tremenda. (Ciclista pedaleando). Con el éxito de siempre, se ha corrido en Holanda la «Carrera para Ciclistas con Pierna Ortopédica». Resultó vencedor el suizo Bergten, que hizo el recorrido en cuatro minutos, tres segundos y una pieza. (Un ruido de mil diablos y una cosa que sube por el aire). No es conveniente echar cerillas encendidas dentro de los depósitos de melinita. Aquí vemos al niño irlandés Dan McTarson, momentos después de hacer esa travesura tan dañina. (Unos labriegos mirando unos hierros retorcidos). La locomotora que hace el recorrido Piedrahita-Villacumbre, y viceversa, ha resbalado con una cáscara de plátano y se ha roto la espina dorsal. Entre las víctimas figuran tres niños, dos padres y la cáscara del plátano propiamente dicha. (Mancha negra con algunos lunares blancos que se mueven como locos). Todos los años, los esquiadores descienden por la nieve del monte Simplón con sus bengalas encendidas, cosa que resulta preciosa. (Suena una música). ¡Tarará, tarará, tararí, tarará, ta ra ra ra… ra ríííí!
VOZ DEL COMENTARISTA (se ve en la pantalla una palangana con agua, vista por la parte de arriba). —Volamos sobre las costas de Sumatra, la isla de las selvas penetrantes y de los cocos angostos. (Vista de un negro envuelto en un trapo). Los sumatros, ataviados con sus trajes típicos, salen a las puertas de un pintoresco poblado. (Vista del negro, que sonríe un poco). Los indígenas demuestran júbilo al vernos llegar. (Vista del mismo negro encendiendo una cerilla). La civilización blanca ha dotado a los indígenas de los más maravillosos adelantos modernos: aquí podernos ver a un nativo manejando una cerilla como cualquier europeo. (Vista de un arbusto bastante alto). Decir Sumatra es decir cocotero. El cocotero es una de las riquezas más importantes de la isla. (Vista de un coco, de perfil). Los frutos del cocotero son muy codiciados por los nativos, pues basta hacerles un pequeño orificio para que salga un chorrito de agua. (Vista de un señor de Albacete con jipijapa). Gran cantidad de occidentales pasean por las calles de la capital, ataviados con arcaicos jipijapas. (Vista de una mosca). La mosca de Sumatra, famosa en el mundo entero por ser un poco más gorda que la mosca europea, vuela libremente por estos parajes de ensueño. (Vista del mismo negro de antes, dando saltos). La danza es el deporte favorito de estos brutos y sus bailes están impregnados de saltos primitivos. (Vista de una silla). Entre los adelantos que los colonizadores trajeron a estos isleños, figura la silla. He aquí una silla, con capacidad para una sola persona, fabricada por los industriosos sumatros. (Vista de una choza repugnante). Aquí vemos una de las viviendas típicas, en cuyo interior viven los nativos como verdaderos perros típicos. Estas viviendas han sido respetadas por los colonizadores, por su gracioso pintoresquismo. (Vista del mismo negro de antes, pero retratado de espaldas para que no parezca el mismo). Una peculiaridad de los sumatros consiste en que, observándolos de espaldas, no se les ve la nariz ni la boca. (Vista de un pedrusco). Lo que más sorprende al viajero es visitar las ruinas de las pagodas primitivas, que abundan en esta isla encantadora. (Vista de cualquier capital de provincia de tercer orden). La capital de Sumatra, por el simétrico trazado de sus calles y por la hermosura de sus edificios, puede parangonarse a ojos cerrados con las grandes ciudades europeas. (Vista de unas nubes y de un sol que se oculta detrás del horizonte). El crepúsculo envuelve este delicioso rincón paradisíaco, lleno de evocaciones y de nostalgias. Y nos alejamos de Sumatra, con la esperanza de volver algún día para ver de nuevo sus cocos, sus moscas y todas sus carroñas.
VOZ DEL COMENTARISTA (aparecen en la pantalla unas hierbas, como pelos en un cuero cabelludo).—La abeja laboriosa, que fabrica la buena miel, vive en el campo. (Vista de una flor). Las flores, esas cosas blandas con pétalos en los hombros, proporcionan a las abejas las primeras materias para su codiciada compota. (Primer plano de una abeja). La abeja es un himenóptero no mayor que una avellana, con un ojazo enorme a cada lado de la nariz. Pertenece a la tribu de los melíferos, y posee un cuerpo rico en patas. (Muchas moscas volando). Mientras la mosca es una estúpida, que no sirve para maldita la cosa, la abeja fabrica la buena miel. (Un frasco lleno de miel). La miel es una mermelada espesota y dulzaina que se pone encima de la tostada. (Vista de una colmena). Las abejas viven en unos cacharros cónicos denominados colmenas. Dichas colmenas están llenas de insectos, y al que se acerca lo fríen. (Vista de la misma flor de antes). Las flores, esos receptáculos con una fragancia para olfatos cultos, están llenas de néctar. (Retrato de un néctar visto de perfil). El néctar es una mota simpática con una verruga en la oreja. (Vista de un polen sentado en una mecedora). También el polen pone su granito de engrudo en la fabricación de la miel. (La colmena otra vez, vista por dentro). Pero veamos cómo se hace la miel: primero la abeja coge un poco de néctar y lo mete en un bote. Luego, añade dos cucharadas de polen bien batido. (Vista de un tarro de azúcar). Una vez hecho esto, la abeja añade azúcar a discreción y pone a hervir la pasta obtenida, a fuego lento. (Vista de un fuego lento). Una vez en el fuego lento, la abeja remueve la pasta con una espátula de madera, para evitar que se formen plastas. Después lo retira del fuego y lo pone a enfriar en una celdilla fresca. (Vista de una celdilla fresca). Cuando la miel está bien fría, la abeja la coloca en un plato hondo y la sirve, añadiéndole una guinda. (Vista de la miel terminada). He aquí la miel que fabrica la laboriosa abeja. (Vista de un abejorro tumbado al sol). Los zánganos son también himenópteros, pero mucho peores. Las industriosas abejas no los pueden ver ni en pintura, y a veces les dan cada tortazo que les parten un ala. (Vista de la misma flor de siempre). Si no fuera por las flores, no tendríamos rica miel. Lo cual sería funesto. (Vista de una boca). Si no fuera por la boca, no podríamos comernos la rica miel. (Vista de un apicultor con escafandra y traje de hierro). Las abejas ceden generosamente su miel al apicultor; pero, por si las abejas, el apicultor toma sus precauciones. (Vista de un palo). Cuando las abejas se resisten a dar su miel al apicultor, el apicultor las convence con ademanes cariñosos. (Vista de unos puntitos moviéndose como demonios). He aquí un enjambre de abejas industriosas, después de hacer un plato de rica miel. (Vista de una colmena a la luz de la luna). Y nos alejamos de las industriosas abejas, procurando no hacer ruido para que no nos saquen un ojo a picotazos.
VOZ DEL COMENTARISTA (vista de un árbol flaquito).—El olivo es un arbusto chaparro y arrugado como el muslo de un viejo. (Vista de un desierto con un sol que riza la epidermis). El arbusto crece en la cálida y feraz Andalucía, donde el joven se tuesta de lo lindo. (Retrato de una oliva sin sombrero). La oliva es un fruto parecido a la alcaparra, pero con un hueso dentro que no se casca así como así. (Un campesino durmiendo en el suelo). El laborioso andaluz cuida del olivo con un cariño paternal: todas las mañanas lo peina, lo cepilla, lo poda, lo injerta y lo manda al colegio para que se eduque. (Vista de una nuez). La oliva es parecida a la nuez, sólo que la nuez tiene el hueso por fuera. (Un grupo de campesinos durmiendo con un periódico sobre la cara). Cuando los laboriosos campesinos terminan de podar los olivos, se tumban a dormir la fausta siesta que heredaron de sus antepasados. (Vista de un viejo con una vara). Cuando llega la época de la recolección de olivas, el bracero coge su herramienta. (Vista del viejo dando una azotaina al olivo). Al dar azotes al olivo, las olivas se desprenden de sus pedúnculos y caen al suelo entre terribles dolores. (Vista de una banasta con una oliva dentro). Cuando la oliva cae al suelo, queda atontada y se aprovecha este momento para aprisionarla. ¡Y ya tenemos a la oliva, lista para ser aplastada y elaborar la útil grasa croquetera! (Vista de una oliva encima de un yunque). La primera fase de la elaboración consiste en machacar la oliva de un trompazo en la frente. (Vista de una rueda de molino que cae sobre la oliva y la deja sin sentido). Al aplastarse por medio de una artesanía especial, la oliva suelta un jugo cuyo pringue es asombroso. (Tinaja llena del referido jugo, vista por un costado). A fuerza de golpear la frente a varias olivas, se obtiene una manteca líquida rica en óleos. (Vista de un tubito). Por este tubito llamado tubito purificador, pasa el jugo y se va poniendo cada vez más limpio. (Vista de un hueso de oliva acurrucado en un rincón). El hueso de la oliva, al perder la carne que lo cubría, se queda desnudo y es necesario ponerle un pequeño pantalón para que no resulte indecente. (Vista de un frasco de perfume). El aceite se diferencia del perfume en que huele poco. (Vista de una solapa sucia). ¡Y ya tenemos el aceite listo para ponernos los trajes llenos de llamativos lamparones, que llamarán la atención en todas las urbes del orbe!
PANCRACIO, que viste unas ropas de tamaño inferior al suyo para causar risa, entra en una pastelería con el fin de comprar una tarta a su novia. Pero en ese momento divisa a su sastre, y al tratar de huir mete la cabeza en una tarta de nata. ¡Qué risa, tía Felisa! Pancracio se quita la nata de los ojos y pisa el rabo de un gato, lo cual le hace dar un respingo. ¡Qué risa, tía Felisa! Huye Pancracio de su sastre y, después de caer en varios pozos y charcos, se reúne con su novia. La novia de Pancracio viste de blanco, y por culpa de Pancracio cae de cabeza en un tonel de alquitrán. ¡Qué risa, tía Felisa!
Vemos entonces que la novia se enfada con Pancracio, el cual cae desmayado en un estanque de patos, mojándose la tirilla, la cual queda mustia. ¡Qué risa, tía Felisa! El sastre de Pancracio, que es un atleta de cejas muy pobladas, sigue persiguiendo a Pancracio. Pero cuando ya está a punto de alcanzarle, tropieza con una maroma y se llena la cara de harina. ¡Qué ri, ti Feli! La novia, mientras dura su enfado con Pancracio, coquetea con un señor de plastrón, botín y perro. Pancracio no se amilana, y enchufa a su rival con una manga de riego. ¡Qué ri, ti Feli! Pero en aquel momento cae desde una ventana una antorcha, y se le incendia la ropa a Pancracio. Éste, para librarse de las llamas, se tira de cabeza a una piscina. ¡Pero resulta que la piscina no tiene agua, y Pancracio se rompe las vértebras! ¡Qué risa, tía Felisa!
El sastre sigue persiguiendo a Pancracio, el cual cae en un abrevadero y se le llena de agua su gorro de copa. Siempre huyendo del tenaz comerciante, Pancracio cae dentro de una tinaja donde amasan pan, mientras el señor del plastrón resbala en una peladura de almendra y se astilla un cúbito. ¡Qué etcétera, tía etcétera!
Por fin, al sastre de Pancracio le cae encima una pianola no muy grande y le aplasta el busto. Unos momentos después, Pancracio baja rodando por la ladera de una montaña, huyendo del señor del plastrón. Pero una grúa coge al perseguidor por la levita, y lo tira de cabeza por un acueducto.
El sastre se mete, por equivocación, en una sierra mecánica, y le cortan el cuerpo por la mitad. A Pancracio se le engancha la ropa en una escarpia, y pierde su traje, quedando en camisetón de lana. La novia de Pancracio, que ya está menos enfadada, tropieza con un camarero que lleva una bandeja, y se le cae una cafetera en medio del corpiño. Pancracio, que entretanto había caído de bruces en un montón de tomates maduros, rueda por un abismo y se queda con la nariz en forma chumba.
Al final de la película, Pancracio hace las paces con su novia, y los dos se caen en una ciénaga y se manchan de barro hasta la laringe. Pero ¡qué risa más fuerte, tía Felisa de mi corazón!
(Plano de un paisaje campestre de tarjeta postal. Plano de un pequeño erizo con más púas que un peine y cara de niño).
PEQUEÑO ERIZO (con voz de anciana).—Aprovechando que Mamá Eriza estaba peinándose las púas en la peluquería, me escapo de la madriguera paterna a conocer el mundo. Pero ¡qué desobediente soy, madre mía!
(Plano del pequeño erizo corriendo por el campo. Plano de unos gusanos saltando por encima de una lombriz, que hace de comba. Plano de unos pajarracos que silban canciones de hombres).
PEQUEÑO ERIZO.—¡Qué hermosa es la vida! (Una aceituna cae encima del lomo del pequeño erizo y queda clavada en una púa. La aceituna pega un grito. El pequeño erizo agita sus orejas de alegría, y entona ingenuas cantatas a la libertad).
(Plano de una flor, pegando una bofetada a un abejorro que se metió en su corola para libar. Plano de una hormiga trabajando como una negra en el acarreo de un palitroque).
PEQUEÑO ERIZO (acercándose a la hormiga). —Tenaz hormiguita, ¡qué feliz pareces realizando tus prudentes y ejemplares tareas!
HORMIGA (como un basilisco).—¿Feliz? (Dice unas palabras que es preferible que no se oigan, y sigue acarreando su palitroque).
(Plano de un bosque, por el que se adentra el temerario y desobediente pequeño erizo. Plano de un tronco grueso con una cara de bruja pintada en la corteza. Apagón para indicar que se acerca la noche. Plano de una lechuza con un rictus siniestro en el pico).
PEQUEÑO ERIZO.—Heme aquí, víctima de mi desobediencia, perdido en el horrible bosque. ¿Vendrá el Coco, que se lleva a los erizos que pinchan poco?
(Plano de alcornoques que hacen «Uúúúúh», y que chascan espeluznantes lenguas de corcho. Plano del pequeño erizo, con gotas de sudor angustioso que le saltan de la cabeza en todas direcciones).
PEQUEÑO ERIZO (siempre con su penetrante voz de anciano).—¡Esto nos pasa a los pequeños erizos por no escuchar los prudentes consejos de nuestros papás, los sabios erizos adultos! (Se le erizan las púas).
(Plano de un tigre que sale de no se sabe dónde. Plano de la boca del tigre, que echa espumas como cataratas. Plano del pequeño erizo, que echa a correr con sus débiles piernecitas. Plano del tigre, que no lo coge. Plano del erizo. Plano del tigre. Plano del erizo. Plano del tigre. Plano del erizo… Y así, cinco minutos. Plano del tigre, que por fin logra dar un mordisco al pequeño erizo).
PEQUEÑO ERIZO (palidísimo). —¡Mamá Eriza!
(Plano del tigre que, al morder al pequeño erizo, se clava las púas en la boca. ¡Inesperado truquito! Plano del tigre, que huye despavorido dejando una estela de nubecillas de polvo).
PEQUEÑO ERIZO.—Heme aquí, salvado de la tremenda fiera, camino de mi guarida, de la que no volveré a salir sin una autorización escrita de mis cautos padres. ¡Desobediencia, desobediencia, cómo te detesto!
(Plano de Mamá Eriza que, al salir de la peluquería, fue al encuentro de su pequeño erizo desobediente).
(Apoteosis a base de coros de erizos, que entonan el himno: «¡Odia la desobediencia, pequeño erizo de los bosques!»)
(Plano de Mr. Adamus, que es un bello filántropo californieta. Planos para que la gente vea lo agraciado que es y lo bonito que tiene el cutis).
MR. ADAMUS.—Como soy más angelical que una flor, me paso el día haciendo obras filantrópicas. (Se le ve repartir bozales gratuitos entre los negros de Harlem, y meter la cabeza en la boca de los mendigos más fieros sin padecer el menor daño).
(Plano de ese relámpago que tienen retratado en Hollywood para avisar al público de que hay tormenta).
MR. ADAMUS.—¡Qué fastidio! Siempre que hay una gota de tormenta, me sale una verruga en la nariz y me pongo a dar saltos. En seguida me vuelvo feo, y empiezo a hacer el bárbaro. Ya he probado a tomar bicarbonato para ver si se me pasa, pero no me hace ningún efecto.
(Plano de Mr. Adamus, que empieza a transformarse: primero le sale un horrendo pelo en la lengua; luego le sale un pincho en el entrecejo; después le asoma una saliva por la boca; y por último se le ponen los cabellos para arriba).
MR. ADAMUS (no muy atractivo que digamos).—¡Brrr! (Mata a un vendedor de salchichas). ¡Brrr! (Mete a un guardia en un cazo y lo hierve). ¡Brrr! (Incendia un orfanato). ¡Brrr! (Desguaza al segundo curso del Colegio para Niñas Zangolotinas).
(Plano de una nube que pasa por el aire echando agua. Replano del sol, que saca la cabeza por encima de la nube y empieza a echar rayos. Ristra de planos, en los que Mr. Adamus vuelve a ponerse más guapo y fresco que una lechuga).
MR. ADAMUS.—Ya pasó el arrechucho. ¡Uf! (Funda un asilo. Protege a los cojos. Entrega pedazos de pan y queso a los damnificados por las inundaciones. Inaugura un caldero de sopa gratuita para las costureras que, por haber perdido su aguja en un pajar, no pueden seguir ganándose la vida).
PRISCILA (novia de Mr. Adamus, también bonísima). —¡Hola, boy! (Le da una limosna a un pobre, le da posada a un peregrino, y le da un consejo al que lo ha de menester).
MR. ADAMUS (haciendo filantropías a manos llenas).—¿Cuándo nos casamos, Prisci mía?
PRISCILA (con un prurito de pacatería).—Mañana al amanecer, en cuanto el gallo cante «cuá-cuá».
(Plano de una gota de lluvia, que salpica la pechera de míster Adamus. Plano del cielo, que se pone todo negro. Plano del consabido relámpago, que hace un garabato en las nubes. Contraplano de Mr. Adamus, que empieza a hacer muecas).
PRISCILA.—¿Qué te pasa hoy?
MR. ADAMUS (poniéndose feo en un santiamén).—¡Brrr! (Rompe el cráneo de Priscila con un cascanueces. Acogota a unas coristas, y le chupa la sangre a un tendero. Recupera su guapez en cuanto pasa el relámpago).
MR. ADAMUS.—¡Vaya, hombre!: con estos arrebatos que me dan, no hay novia que dure. (Regala meninges a los cretinos, consuela al triste y borda pañuelos para los sordomudos. Berrinche va, berrinche viene, Mr. Adamus vive tan campante. Hasta que al final de la película, un policía joven lo mata inyectándole metralla de un revólver. Bien merecido se lo tenía: por feo).
(Plano del palacio de Peporro XIV, rey de Cascuncia. Edad Vieja. Candelabros con velas como brazos. Nobles feudales forrados de lata. Señoras feudales con enormes pirulís en la nuca. Bufones con bultos por toda su anatomía. Peporro XIV, sentado en ese trono que se alquila siempre para estas películas, echa algunas chispas de rabia).
PEPORRO XIV.—Habéis de saber, viles individuos de mi Corte y Confección, que los trudos me han hecho un entuerto de los que más molestan.
NOBLES.—¿Entuerto decís, Majestad? ¿Qué es ello?
PEPORRO XIV.—Han hundido nuestras fragatas, que volvían de las Indias con un cargamento de azúcar, canela y clavo.
NOBLES.—¡Echadle guindas al trudo!
PEPORRO XIV.—Eso pienso hacer. Pero serán guindas de plomo.
HISTORIADOR.—¡Bella frase! (La apunta en un bloc de pergamino).
CASCUNCIANOS (furiosos).—¡A las armas, a las armas! (Plano de los cascuncianos cogiendo escopetas medievales).
(Plano de trifulca antigua por todo lo alto. Guerreros metidos en latas de lubrificantes se propinan palizas históricas. Plano de los trudos que, por ser enemigos del protagonista de la película, son feísimos y van todos despeinados. Gana el ejército de Peporro XIV, por seis trudos a cero).
PEPORRO XIV.—Estoy muy contento de haber ganado a los trudos. Pero lo malo es que los beldos acaban de invadir mi reino y han llenado los campos de sal y pimienta para que, cuando tomemos hortalizas, nos pique la lengua.
NOBLES.—¡Qué asco de gente!
PEPORRO XIV.—Lo mejor será que saquen ustedes sus caballos del garaje, y zumben a los beldos. «Omnes batire frágila nostra».
HISTORIADOR.—¡Oportuna sentencia! (La apunta en su bloc).
(Planos de trifulca. Se pueden aprovechar los mismos de antes, poniendo ahora a los enemigos unos gorritos verdes con una pluma. Los beldos son también horrendos y corren como gamos. Gana Peporro XIV, por siete beldos a uno).
PEPORRO XIV.—Estaría satisfecho con esta victoria si no fuera porque los frigios han desembarcado en nuestras playas, decididos a tomar baños de sol. ¡Patriotas de Cascuncia!: en estos momentos de peligro, yo os pido que…
CASCUNCIANOS.—No hace falta que diga nada: ya vamos.
(Nueva trifulca. Nueva victoria de Peporro. Nueva trifulca. Nueva victoria de Peporro. Nueva trifulca. Nueva victoria de Peporro. Y así hasta llenar tres mil metros de celuloide).
(Primer plano de unos desperdicios, a ser posible sin cocer, para que el realismo resulte más crudo. Un perro tuerto y sin pellejo, para que parezca de barrio bajito, huye de unos golfos que quieren clavarle destornilladores en las fauces. La cámara pega un brinco y enfoca unas viviendas míseras hechas de vesículas biliares. Planos de gente ordinaria, hablando en argot barriobajero, que consiste en decir «¡joroba!» después de cada frase. Si la película es en tecnicolor, se pueden retratar unas naranjas tumefactas en un charco de natillas viejas).
(Ya está dado el ambiente de barrio bajito, y se puede meter una rodaja de argumento. La cámara guiña un ojo y lo abre en un puente sobre la línea férrea. Una joven, maquillada con harina para que parezca morfinómana, se acerca al pretil y dobla las rodillas disponiéndose a saltar. Una mueca de asco vital campa por sus carrillos. ¡Plano cúspide!: ¡un tren, echando humo por todos sus agujeros, se acerca dale que te pego! El encargado de lo efectos especiales hace con la boca «chucu-chucu-chucu» para echarle emoción a la cosa).
LA JOVEN.—¿Para qué quiero vivir, puesto que acaban de decirme en la tienda que el kilo de morfina va a experimentar una subida de siete pesetas? (Plano del guapo Marcelo, que regresa por el puente de estudiar los triángulos isósceles en una escuela nocturna).
MARCELO.—¿Qué veo?: ¡una joven con pinta de morfinómana, pero buena en el fondo, se dispone a hacer una diablura mortal! ¡Corro a impedírselo! (Echa una carrerita deportiva, y la sujeta firmemente por un brazo).
LA JOVEN (debatiéndose).—¡Déjeme, déjeme! ¡No ponga obstáculos a mi fatal destino de morfinómana!
MARCELO.—Pero ¿qué iba usted a hacer, criatura? ¿Tirarse delante del tren, para que la pobre locomotora tropiece con su cuerpo y descarrile?
LA JOVEN.—En los barrios bajitos somos así de brutos, hijo.
MARCELO (que se enamorisca a las primeras de cambio).—Usted lo que tiene es un empacho de morfina y eso se cura con bicarbonato. ¿Cuál es su nombre de pila, simpática?
LA JOVEN.—En los barrios bajitos los nombres no son de pila, sino de mote. A mí me llaman «la Petaca», porque fumo como un cubano.
MARCELO.—Pues venga conmigo, señorita Petaca: yo consagraré mi vida a desintoxicarla.
PETACA (escéptica).—El desintoxicador que me desintoxique, buen desintoxicador será.
(Para que el realismo no pierda crudeza, hay que insistir en los planos de detritos. Primero se retrata a un detritos rubio, y luego a un detritos moreno. Panorámicas de barrio bajito a base de faroles con una vela dentro y mocos de pavo en cestas. Un rollo entero dedicado al desmonte en que vive «la Petaca». La casa es un agujero con una hoja de parra que sirve de puerta. La familia de la joven, como todas las familias de barrio bajito, es bizca. Y por si esto fuera poco, que sí lo es porque el público cada día exige más, su madre es beoda, sus hermanitos son zocatos, y sus tías son fumadoras de opio).
(Planos de Marcelo que desintoxica a «la Petaca» dándole gato por morfina).
MARCELO.—En vez de tomar morfina, que da mucho ardor de estómago, ¿por qué no tomas un plátano, que es tan sano?
PETACA.—Pues tienes razón, joroba.
(Planos de «la Petaca» regenerada, que se consigue con un poco de colorete. Plano de Marcelo casándose con ella. Plano de una florecilla, que abre sus pétalos entre las cascarrias del barrio bajito).
PÚBLICO (saliendo del cinema después de ver el film).—A mí, el realismo tan crudo me sienta mal. Yo prefiero el realismo frito y tostadito, sin tantas basuras alrededor.
AVISO: Ofrezco al lector esta gran película americana, que tanto éxito alcanzó hace once años. Dado el tiempo transcurrido desde su estreno, la copia que he conseguido se halla deteriorada a causa de las múltiples proyecciones que ha sufrido. Cortes y empalmes, remiendos y zonas borrosas, dificultan un poco la comprensión de su argumento. Confío en que la inteligencia del público sabrá suplir las deficiencias de esta copia, y rellenará con un poco de fantasía los baches de imagen y sonido que observe durante la proyección.
(Planos de cartelitos temblorosos y rayados, en los que no da tiempo a leer quiénes intervienen en la realización de la película. Música de fondo gangosa, semejante al zumbido de una mosca antediluviana. Corte brusco y luz a la sala. Se reanuda la proyección en mitad de un diálogo entre el vaquero Bugui y la atractiva Funchys).
BUGUI.—… ¿con el roña de tu padre?
FUNCHYS.—No te dará mi mano, pero (empalme) es un caballo tordo con la cola baya y muy ligero de cascos.
BUGUI.—Es un buen bicho. Tiene los remos fuertes y (empalme) el vivo retrato de la maestra metodista, con sus gafas de carey y (empalme) un vaso de cerveza en el bar de Orestes.
FUNCHYS.—Hip… (corte y luz a la sala. Se reanuda despacito y con toda la imagen amarillenta. Pecas marrones y relámpagos blancos. Salto a un despacho donde el «sheriff» se dispone a… Corte y luz a la sala. Pausa con bombón helado. Apagón y plano de una bala metiéndose en la sien de un tal Mr. Richardito, que es la primera vez que sale).
BUGUI.—¿Quién ha dicho que no me casaré yo (empalme) esos lagartos del desfiladero? (La imagen se queda partida por la mitad, y las botas de Bugui se le ponen encima del sombrero).
PÚBLICO.—¡Cuadro! ¡Cuadro!
(Plano de noche romántica. Plano de Funchys y Bugui mirando a un telón negro con agujeritos iluminados por detrás con una bombilla, para que parezcan estrellas).
BUGUI.—¿Me querrás siempre, palomita mía? (Empalme).
JOE «EL COJO».—Sí. Pero antes de marcharnos, hay que despellejar a los corderos.
PINKY «EL TUERTO».—No se apure, jefe. ¿Dónde meteremos los fiambres de la Policía Montada? (Empalme).
FUNCHYS.—En una casita junto al mar, para que los nenes puedan oler las flores de nuestro jardín. Y tendremos una (empalme) cuerda para ahorcar al cuatrero. Y si rechista, le quemaremos la planta de los pies con (empalme) una tarta de manzanas que prepara mi tía.
(Cartelito que pone «Rollo 4», seguido de una serie de números enigmáticos. Planos mudos. Escopetas que echan humo por sus canutos sin el menor ruido. Rumores lejanos, como de muletas chocando en un empedrado).
FUNCHYS.—A mi pobre mami le gusta la paz del campo, y dice que (empalme) el agua es para las ranas, imbécil. A mí dame dos galones de ginebra, porque tengo reseco el gazna… Prrrgffftoc, ¡toc! (Corte y luz a la sala).
EL INDIO COLIBRÍ.—Hay que asaltar el campamen…, caballo de la mina.
(Plano de un caballo galopando a lo lejos, que, debido a los empalmes, se aproxima a la cámara en dos brincos. Se deduce a trocitos que Funchys y Bugui arreglan todos sus asuntos).
BUGUI.—¿Quieres casarte conmi…? (Empalme).
FUNCHYS.—No deseo otra co… (Empalme).
(Plano de la pareja que se aproxima, pero hay un tajo, y)
FIN
LOCUTOR.—¡En este momento, nuestro equipazo sale al campote!… ¡Qué salvas!… ¡Qué delirios! Los muchachazos visten camisetotas a rayazas azulonas… Un instante después, aparece el equipejo forasterucho. ¡Qué silencio! ¡Qué silbidos! Lleva camisetuela de lunarcejos verdosos… ¡Nuestros jugadorazos son fuertotes como elefantotes, mientras que los enemiguetes son flacuchos y desgarbadejos!… ¡Empieza el partidillo!… ¡Nuestro delanterazo centrote avanza con el balonazo!… pero se interpone en su camino el defensilla contrario, que le quita el baloncejo de una pataducha… El equipillo contrariete ataca a nuestra porteriaza… Un chutito del extremejo derechilla pone en peligrucho el guardametaza local… Pero nuestro defensote para el balonazo con una manita, y el arbitrajo nos castiga con un penaltito… Chuta el penaltito el delanterucho forasterín, y el baloncete entra en la redecilla. ¡Bah! Ha sido un golucho de poca monta. El público, con razón, silba a los forasteruchos por semejante golete… ¡Nuestros muchachazos, furibundotes, atacan al guardametillo contrario!… ¡Nuestro extremazo derechota lanza un chutote tremebundo!…, pero el porterillo forasterucho hace una paradeja, y el balonazo no entra en la red… ¡Vuelve el balón al centro del campo! Los contrariuchos dominan la situacioncilla, a pesar de que nuestro equipote realiza un juego esplendidazo… Por fortuna, el arbitrote silba un penaltazo contra los forasterejos. Se encarga de chutarlo Vicentón, delanterón centrón local… ¡Un cañonazo horripilantote!… Pero el porterete contrario para el balonzuelo… El público, indignado con razón, insulta al porterete por su ridícula paradilla… Termina el primer tiempejo con un golucho a favor del equipo forasteruelo. Pero hay que reconocer que nuestro equipazo ha dominado el terrenote. ¡Comienza el segundo tiempón!… Vicentón propina a un jugadorzuelo contrario una patadita pequeña que le casca el occipitalín, y el arbitrucho expulsa a Vicentón del juego. ¡Esto hace pensar al público, con razón, que el arbitrucho está de acuerdo con los forasterejos, y se organiza una protestona monumental!… Calmados los animotes, nuestra lineota delanterona se aproxima a la metita enemigucha. ¡Después de algunas patadejas, que dejan fuera de combatín a los defensillos contrarines, el balonazo entra en la redezota!… ¡Qué golazo, estimados radioyentes! ¡Qué himnos!… ¡Qué llevar en hombros! ¡Qué coronas de laurel!… ¡Nuestros jugadorazos se abrazan sus cuerpones llenos de alegriona! ¡Ha sido un golón de los que pasan a la historia del futbolete!… Conseguido el empate prosigue el partido… Los forasteruchos, en los últimos minutos del encuentro, logran un par de goletes más, pero chiquititos. Termina por fin el partido con tres tantejos a favor del equipo forasterete, por un solo tantazo de nuestro equipote. Ha sido una victorcilla del equipucho contrario, pero todos estamos contentos porque nuestro equipón les ha dado una leccionaza de buen futbolorro.
APARECE UN SEÑOR con chistera diciendo que va a salir un caballo. ¡Magia del circo, que permite ver los más extraños animales en la pista! En efecto: ¡ante el asombro del público, entra un caballo vivo tocando un cencerro! (Atronadores aplausos).
Repuesto el público del estupor que le produjo ver el caballo, sale a la pista un perro, vivo también. ¡Sorprendente fantasía del circo, que nos permite admirar la flora y la fauna de los más exóticos países! El perro ladra un poquito, da la pata a su amo y se va. (Aullidos jubilosos del público).
Entran corriendo unos payasos, viejos y con parches, golpeándose con grandes vejigas multicolores. ¡Agudo humorismo circense! Un payaso más guapito cuenta un chiste que apareció en «La Esfera» cuando la guerra del 14, y se marchan todos dando volteretas. (Risotadas sobrecogedoras de niños y grandes).
Suena un tambor. ¡Emoción fascinadora del circo! El señor de la chistera anuncia que el valeroso acróbata Tang-Tang, único en el mundo, va a saltar a la pata coja encima de un taburete. ¡Artistas temerarios, que arriesgan su vida para divertir a la infancia ociosa! Tang-Tang, ante el espanto de los espectadores, salta a la pata coja sobre un taburete realmente peligroso. (Colapsos de pánico y truenos de «hurras»).
Vuelven los payasos de antes, golpeándose esta vez con vejigas más manejables e incoloras. ¡Incesante variedad del circo, que se renueva sin pausa! El payaso guapito toca un tango en una bocina, y cuenta un chiste de los primeros que hizo Xaudaró cuando le destetaron. (Carcajadas estrepitosas).
Nuevo redoble de tambor. ¡Circo, circo!: ¡siempre nos tienes en vilo con tus audacísimos ejercicios! El señor de la chistera anuncia que el malabarista Antinorio, único en el mundo, va a tirar al aire unas naranjas. Suplica al público que guarde silencio, pues cualquier naranja que le caiga al artista en la cabeza, puede causarle un chichón. ¡Y el artista no lleva chichonera! ¡Riesgo y heroísmo del circo! El malabarista Antinorio, en medio de un silencio sepulcral, tira al aire tres naranjas y sale corriendo antes de que le caigan encima de la cabeza. (Delirantes ovaciones).
El señor de la chistera anuncia al gran Tiquis-Miquis, domador de cucarachas único en el mundo. ¡Apasionante atractivo del circo! Sale Tiquis-Miquis vestido de «alfombra barata vendo» y comienza a trabajar con sus bien educadas cucarachas. Como las cucarachas son pequeñas y están metidas en una caja, el público no ve nada. Pero adivina las graciosas evoluciones de los coleópteros, y esto le basta para prorrumpir en vivas cálidos al genial Tiquis-Miquis.
Con el fin de que el público reponga sus nervios, excitados por las fuertes emociones recibidas en esta primera parte del programa, se produce un merecido descanso. Durante este descanso, el caballo, el perro, los payasos, Tang-Tang, Antinorio y Tiquis-Miquis, beben agua y se someten a masajes con el fin de vigorizar sus músculos para la segunda parte.
Un toque de trompeta anuncia el principio de la segunda parte. ¡Circo, circo!: ¡tus toques de trompeta hacen palpitar nuestro corazón con más rapidez!
La segunda parte se diferencia de la primera en que el caballo sale con la cola verde, en que Antinorio tira al aire tres patatas en vez de tres naranjas, y en que las cucarachas aparecen con una peluca de tirabuzones rubios.
Como número final del programa, vuelve a salir el señor de la chistera. Redoble de tambor y toque de trompeta. Niños que lloran en el público. Adultos que abandonan empavorecidos las sillas de pista. ¡El señor de la chistera anuncia la actuación de los temerarios saltarines de comba Carrascosa y Hermano! ¡Artistas circenses!: ¿cuándo dejaréis de dar disgustos a vuestra mamá, que llora en la barraca mientras os jugáis la vida en funciones de tarde y noche? Se hace un silencio de tumba. Las luces se apagan, y un foco alumbra el centro de la pista. ¡He aquí a Carrascosa y Hermano, vestidos con sus pequeños delantales de plata! Mientras Carrascosa empuña una flexible comba de seda, su hermano frota sus zapatillas en resina para no resbalar durante el peliagudo ejercicio. Terminados estos preparativos, ambos artistas comienzan a saltar mientras la orquesta toca el himno «Té, chocolate y café». El público, horrorizado, no puede resistir su emoción y grita: «¡Basta, basta!»
Terminada la función, cada niño recibe un globo y cada adulto un boleto para la rifa de dos puercoespines. ¡Circo, circo! ¡Espectáculo fabuloso que hace soñar en quiméricos paraísos creados por imaginaciones exaltadas! ¡Inauditas cabalgatas de seres y animales fantásticos! ¡Así eres tú, circo!
(Se oyen unos estrépitos de vajilla para veinticuatro que acaba de hacerse añicos).
VOCALISTA (cantando con voz de cuervo ultratúmbico):
Yo soy Lina, pi dup,
que fascina, pi dup,
y que contamina, pi dup,
la escarlatina, pi dup.
(Suena un escándalo de golpes, como cuando alguien da puñetazos a una puerta para que le abran. Ruido de ocho mil automóviles que tocan al mismo tiempo sus bocinas).
VOCALISTA (que no se resigna a estar con la lengua inactiva):
Amo a Otero, pi dup,
que es portero, pi dup,
mas le quiero, pi dup,
porque es fiero, pi dup.
(Sirenas de paquebotes a todo vapor. Fragor de guerra púnica. Casas que se derrumban y gorgoritos agónicos. Máquinas de coser que caen al suelo desde grandes alturas. Muelles que saltan. Hornos que crepitan).
VOCALISTA (erre que erre, cada vez más nerviosa):
Soy bonita, pi dup,
y fresquita, pi dup,
y bien frita, pi dup,
estoy rica, pi dup.
(Ritmo de erupción volcánica. Armonía de revolución en China. Naves de fábricas que trabajan al máximo rendimiento. Alaridos entrecortados de pasajeros que se van a pique. Cañones de grueso calibre, en acción. Rebaños de búfalos que ululan).
VOCALISTA (dominando a duras penas las catástrofes sonoras):
Dame un queso, pi dup,
que no tenga hueso, pi dup,
porque el beso, pi dup,
es franceso, pi dup.
(Gaitas que gritan, al ser pisoteadas por un caballo. Golfos que golpean a sus hermanos menores. Aprendices de cornetas que ensayan. Cataratas del Niágara puestas junto al oído… Silencio repentino. Aspirina. Bolsa de hielo en la frente).