EL EMPLEADO DE TELÉGRAFOS

DON LORENZO, empleado de Telégrafos, se encontró en la calle con un antiguo amigo.

—¡Caramba, hombre! —dijo el amigo a don Lorenzo, saludándole con efusión—. ¿Dónde has estado desde la última vez que nos vimos?

Y don Lorenzo, estrechando su mano, replicó:

—Aprobada oposición, obtuve plaza Telégrafos. Abrazos. Lorenzo.

—¡Cuánto me alegro, chico! ¿Y desde cuándo estás en Madrid? —continuó su amigo.

—Llegué expreso martes. Viaje feliz. Abrazos. Lorenzo.

—¡Qué alegría tenerte entre nosotros! ¿Cómo dejaste a tu familia?

—Papá fuera de peligro. Médico optimista —explicó don Lorenzo—. Esposa y niños regresaron anoche veraneo Pinarejo. Abrazos. Lorenzo.

—Dame tus señas para visitarte y almorzar juntos un día de éstos.

—Dirección telegráfica «Hotelpi». Impaciente saber noticias tuyas. Abrazos. Lorenzo.

—Sólo puedo contarte desgracias —suspiró el amigo con tristeza—. Mi pobre tía Graciela falleció hace dos meses. Ya sabes que la buena señora nunca fue un roble, pero ha sido un golpe muy duro.

El empleado de Telégrafos abrazó a su amigo, y dijo con voz sinceramente compungida.

—Recibe sincero pésame irreparable pérdida tía. Acompáñote sentimiento. Abrazos. Lorenzo.

—Gracias. ¡No somos nadie! En fin… También tuve a mi pequeño con sarampión, pero gracias a Dios ya está completamente bien.

—Gran alegría prodúceme total restablecimiento Pepito. Espero noticias amígdalas primogénito. Abrazos. Lorenzo.

—No hubo necesidad de operar, afortunadamente —repuso el amigo de don Lorenzo—. ¿Piensas pasar estas Navidades con tus padres?

—Aplazado viaje —dijo el empleado de Telégrafos disgustado—. Asuntos urgentes retiénenme Madrid. Felices Pascuas. Abrazos. Lorenzo.

—Yo, en cambio, haré una escapadilla a casa de mis suegros. Siguen en su finca de Romerales, y hace un siglo que no los veo.

—Deséote felices Pascuas. Abrazos. Lorenzo.

—Muy agradecido. Pero espero que nos veamos antes.

El empleado de Telégrafos estrechó la mano de su amigo y se excusó:

—Cita imprevista oblígame irme precipitadamente. Enviaré noticias. Abrazos. Lorenzo.

—No te preocupes, hombre. Ya te daré un telefonazo mañana o pasado. Hasta la vista.

—Abrazos. Lorenzo —dijo el empleado de Telégrafos.

Y se alejó de su amigo para dirigirse a sus ocupaciones.

EL PADRE BUENO DEL NIÑO MALO

—¡MONSTRUO, MONSTRUO! —gritó don Matías cuando su hijo pequeño, tembloroso, se presentó ante él en su despacho de la fábrica—. ¡En la cárcel debería encerrarte! A los seres como tú hay que prohibirles convivir con las personas de buenos sentimientos. ¿Es cierto que has cazado una mariposa que volaba gozando de su libertad?

—Sí —confesó el niño, estallando en sollozos de arrepentimiento.

—¡Rufián!, ¡desalmado! —estalló don Matas—. ¡Me avergüenzo de ti! ¿Confiesas también que, no contento con esta crueldad, asesinaste al pobre insecto clavándole un alfiler en mitad del cuerpo?

—Sí. Quería conservarla disecada… —trató de disculparse el pequeñuelo.

—¡Criminal; ése es el nombre que mereces! ¡No tienes corazón, engendro de la Naturaleza! ¿De qué me sirve ser un hombre de bien si tengo un hijo que deshonra mi apellido? ¡Un hijo peor que un cuervo, que tortura a una infeliz mariposa para divertirse! ¿Qué dirá tu buena madre cuando se entere? ¡Ella que te enseñó a amar a tu prójimo y a ese otro prójimo más pequeño que son los animales! ¿Toda mi vida de laboriosidad y rectitud no te ha servido de ejemplo? ¿Acaso no te he repetido mil veces la hermosa frase de: «Amaos los unos a los otros»? ¡Mira esta fábrica que he levantado con el sudor de mi frente! Para ti será cuando yo muera. ¿Y qué haces para merecerla? ¡Matar animalitos indefensos!

—Es la primera mariposa que he cogido, papá —aventuró el niño con voz entrecortada por las lágrimas.

—¡Es suficiente! ¿No sabes tú que las mariposas respiran, sufren y aman como todos los seres vivos? ¿No sabes que esa mariposa tendrá familia, hijitos quizás, o hermanos, o primos? ¿No sabes, sádico, que el supremo don de la vida es sagrado?

De pronto se abrió la puerta del despacho, y entró un secretario de don Matías con un papel en la mano.

—¡Don Matías, don Matías! —dijo, dirigiéndose al padre del niño—. ¡Acaba de recibirse este telegrama de nuestro representante en China! ¡Excelentes noticias!

Don Matías dejó de prestar atención a su hijo, y, cogiendo el telegrama que le tendía el secretario, leyó en voz alta:

«Matías Krug. — Fábrica de Armas. — Urgente. — Clientela satisfecha calidad productos. Stop. Prueba cañones “Krug” en bombardeo ciudad Tsen-Fú, éxito clamoroso. Stop. Ciudad arrasada en menos de dos horas. Stop. Ocho mil muertos. Stop. Mi enhorabuena».

—¡Qué maravilla! —exclamó don Matías encantado—. ¡Mis cañones han batido el record! ¡Ocho mil muertos en una sola sesión!

—Más aún, don Matías —aduló el secretario—. Tenga en cuenta que en esa cifra no están incluidos los niños. Y niños, en los bombardeos, siempre cae alguno.

—Esto significa que nuestros clientes doblarán sus pedidos de material —dijo don Matías, frotándose las manos muy satisfecho. Y luego, volviéndose a su hijo, que seguía llorando en un rincón, le ordenó secamente—: Ya puedes marcharte. En castigo a lo que has hecho, no saldrás de tu cuarto en quince días. Así aprenderás a no hacer daño a las pobres mariposas.

EL QUE NO DEJA HABLAR

—MI PUNTO DE VISTA ES —comenzó un contertulio dirigiéndose a don Antonio.

—… que no tengo razón, ¿verdad? —concluyó don Antonio sin dejarle terminar—. Me es igual. Yo sigo creyendo que los toros son demasiado pequeños.

—Yo sólo quería decir… —insistió el contertulio.

—¡Tonterías! —cortó don Antonio fuera de sí—. Mientras los toros sigan siendo tan pequeños, no habrá toreros de verdad.

—Pero entiéndame: mi opinión…

—¡Vaya una opinión disparatada! —dijo don Antonio, indignado—. Llevo veinte años presenciando corridas, y es la primera vez que alguien pretende discutirme.

—Yo quisiera que usted comprendiese…

—¿Cómo quiere usted que comprenda semejante estupidez?

—Si usted me escuchara…

—… me diría que el tamaño de los toros no influye, ya lo sé. ¿Pues sabe lo que le digo? Que entiende de toros lo mismo que yo de numismática.

—Estoy convencido de que…

—Puede usted pensar lo que le venga en gana, señor mío —interrumpió congestionado don Antonio—. Pero no pretenda convencerme a mí.

—Si me escucha un momento…

—¡Hasta ahí podíamos llegar! Ya he oído bastantes disparates.

—Si me dejara usted decir… —balbució el contertulio con un hilo de voz.

—¿Tiene usted la pretensión de rebatir mis argumentos? —atajó don Antonio, jactanciosamente—. ¡Se necesita audacia para sostener que los toros no son pequeños!

—Es que yo quisiera aclarar…

—¿Qué es lo que quiere usted aclarar, si puede saberse? —aulló don Antonio.

—Que estoy de acuerdo con usted —logró decir por fin el contertulio—. Creo que, efectivamente, los toros son demasiado pequeños.

—¡Pues haberlo dicho al principio! —estalló don Antonio en el colmo de la irritación.

Y después de ponerse el sombrero con ademán ofendido, salió del café murmurando:

—No comprendo cómo hay estúpidos que se divierten haciendo perder el tiempo a los demás.

EL TRANSEÚNTE COMPLACIENTE

—¿ME HACE EL FAVOR de indicarme dónde está la calle del Pino? —preguntó el forastero al transeúnte complaciente.

—¡Qué casualidad! Yo también voy a la calle del Pino, y tendré mucho gusto en acompañarle —dijo el transeúnte con una sonrisa cordial—. ¿Es usted forastero?

—Sí.

—Comprendo en ese caso que no conozca la calle del Pino, es una de las más importantes de nuestra ciudad, y en ella están casi todos los Bancos. ¿Busca algún Banco?

—Sí.

—¿El del Crédito Agrícola, quizá?

—No; el de la Propiedad Rural.

—Magnífico Banco, por cierto. Está en el número quince de la calle y hace esquina. Me desviaré un poco de mi camino para dejarle en la puerta.

—No quiero causarle ninguna molestia.

—¡No faltaba más! Para mí es un placer ayudar a un forastero. ¿Es la primera vez que viene usted aquí?

—Sí. Y me gusta mucho la ciudad.

—Es simpática sobre todo. Tiene fama. ¿Viaje familiar o de negocios?

—De negocios.

—Aquí los hará usted buenos. El dinero corre que es un gusto. ¿Va usted al Banco para sacar dinero?

—No; voy a meterlo.

—Hace usted muy bien; en estas metrópolis no se deben llevar grandes cantidades encima.

—¿Es por aquí la calle del Pino? —cortó el forastero viendo que se internaban por callejuelas oscuras de los suburbios.

—Por esta parte se acorta mucho. Dos manzanas más, luego torceremos a la derecha, y saldremos enfrente del Banco.

—No sé cómo agradecerle…

—No tiene importancia. Sólo deseo que se lleve un buen recuerdo de mi ciudad natal. Orientar al forastero es casi una obra de misericordia.

—Muchas gracias.

—No hay de qué.

—Me dijo usted que doblaríamos a la derecha al llegar a la segunda manzana —recordó el forastero viendo que se adentraban en un descampado.

—¿Yo dije eso? —rio el transeúnte complaciente—. ¡Qué torpeza! Atravesando esos desmontes en línea recta, estaremos en la calle del Pino en un periquete. ¿Habló usted de que iba a ingresar una cantidad en el Banco?

—En efecto.

—Llevará el dinero encima, ¿verdad? —preguntó el transeúnte complaciente cuando pasaban junto a un solar tenebroso y desierto.

—Sí, claro.

—En tal caso, ¡manos arriba! —gritó el transeúnte complaciente encañonando al forastero con un revólver.

El transeúnte se apoderó de todo el dinero que el forastero llevaba encima, y se alejó con rapidez. Antes de desaparecer, se volvió un momento para gritar:

—¡Ah, oiga! La calle del Pino está a unos kilómetros de aquí, en la parte sur de la ciudad. Será mejor que se lo pregunte a un guardia.

EL HOMBRE PRUDENTE

TODOS LOS REUNIDOS en la tertulia del Círculo habían emitido su opinión sobre la sequía. Todos menos don Prudencio, que siempre hablaba lo menos posible para no comprometerse.

—¿La sequía? —comenzó él retorciéndose las manos nerviosamente—. Lo que es yo… Bueno, bueno. Hay cosas que ya, ya… Supongo que estarán ustedes de acuerdo… Es lo que dije siempre: sequía por aquí, sequía por allá… En fin, lo corriente. No hay nada como eso, claro… ¡Qué me van ustedes a decir de la sequía! Ya conocen mi opinión…

—¿Cuál es, realmente, su opinión? —indagó un señor, que fumaba puritos pequeños como dedos de niño.

—¿Mi opinión? —repitió don Prudencio, secándose el sudor de la frente con un pañuelo—. Depende de lo que ustedes entiendan por opinión… Bien clara está, eso es… A cualquiera que se le diga… Vamos, que hay cosas… Se dicen y no se creen. ¡Vivir para ver!…

—¿Para ver el qué? —cortó otro caballero, poco amigo de medias palabras.

—Para ver en general, claro —respondió don Prudencio, evadiéndose de la respuesta concreta—. Para ver por arriba, por abajo… Es curiosa la sequía, ¿no? Claro que hay honrosas excepciones, como en todo… ¡Pues estaríamos frescos!… Desde luego la sequía… No obstante…

—¿No obstante? —le ayudó un señor, esperanzado.

—No obstante, ¡vaya usted a saber quién está en lo cierto! Unos dicen blanco, otros dicen negro… En fin: lo que pasa… Yo juraría que…

—¿Qué es lo que usted juraría? —dijo un viejo, que empezaba a ponerse nervioso.

—A buen entendedor… —respondió rápido don Prudencio—. ¿Acaso dudan ustedes de que yo…? ¿Quién iba a decirme que…? Y en fin de cuentas, ¿qué es la sequía? Poca agüita, claro… Ustedes ya me entienden… Si no fuera por…

—¿Por qué? —chilló un contertulio sin poder contenerse—. ¡Diga usted algo de una vez, demonio!

Don Prudencio, muy ofendido, se levantó de su butaca mientras decía:

—No se pongan ustedes así, vamos… Parece mentira que no sepan discurrir con serenidad… Cualquiera diría que uno… Bien, bien… En fin: no volveré a expresar mis puntos de vista.

Y haciendo una fría inclinación de cabeza, don Prudencio salió del Círculo dando un portazo.

LA FAMILIA

—ESTAS ACELGAS están muy ricas —dice doña Luisa.

—Son espinacas, mamá —aclara la pequeña Clotilde.

—No contradigas a tu madre, Clotilde —reprende don Ricardo.

—Clotilde tiene razón: son espinacas —apoya Fernando, el primogénito.

—He querido decir espinacas —se excusa doña Luisa.

—Pero has dicho acelgas —recuerda Clotilde con voz punzante.

—¡Hasta los propios hijos se ponen en contra de una! —se lamentó doña Luisa—. Lo mismo le pasa a doña Carmen, que tiene tres niñas.

—La que tiene tres niñas es doña Mercedes, mamá —corrige Clotilde.

—¿Y qué más dará un nombre que otro? —se disculpa doña Luisa.

—Vuestra madre tiene razón —apoya don Ricardo.

—Está visto que en esta casa no se puede hablar de nada —se resigna doña Luisa—. Como una, por lo visto, es tonta.

(Silencio que equivale a un «sí» tácito. Ruido de tenedores).

—Hoy no has puesto sopa —se extraña don Ricardo, rompiendo el silencio.

—¡Claro! Como a tus hijos no les gustan los macarrones…

—Querrás decir los fideos, mamá —rectifica Clotilde.

—Si tu madre hubiese querido decir fideos, lo hubiera dicho —reprende don Ricardo.

—Además la diferencia no es tan grande —insinúa doña Luisa.

—Los macarrones son mucho más gruesos, mamá. Y los fideos… —empieza a decir Fernando.

—No pretenderás, Fernando, que tu madre no sabe cómo son los fideos —dice don Ricardo, severísimo.

—¿Es que no puede una equivocarse? —implora doña Luisa.

—Te equivocas siempre, mamá —dice Clotilde con fastidio.

—La verdad es que con unos hijos tan sabios… —gruñe doña Luisa.

—Dejad en paz a vuestra madre, chicos —ordena don Ricardo.

—Como decía que no nos gustan los maca…

—¡He dicho que basta! —clama don Ricardo.

—Déjalos, Ricardo —ruega doña Luisa, con resignada sonrisa maternal—. Pásame la fuente de las acelgas, Clotilde.

—Querrás decir de las espinacas, mamá…

EL INDECISO

—¿QUIERES CASARTE CONMIGO? —preguntó el enamorado, sentado junto a su novia en un banco del parque.

Pero antes de que ella hubiese movido los labios para responder, don Horacio se plantó de un salto ante la pareja.

—¡Alto! ¡Lo he oído todo! —gritó—. ¿Piensa usted contestar a esa tremenda pregunta?

—¡Claro! —dijo la señorita, perpleja.

—¡Qué locura! —gimió don Horacio con angustia—. ¿Sabe a lo que se expone si le dice que no quiere casarse con él? A lo mejor este muchacho tiene un corazón de oro y unos sentimientos angelicales. Quizá sea el prototipo del marido perfecto. Es posible que a su lado llegue usted a ser la más feliz de todas las criaturas. ¡Quién sabe si al rechazarle desperdiciará una dicha única y maravillosa!

—¿Y quién le ha dicho a usted que voy a decir que no? —protestó la novia, irritada—. Siempre he pensado en decirle que sí —añadió ruborizándose.

—¡Otro disparate! ¡No haga semejante cosa! —dijo don Horacio entregándose a expresivos gestos de desesperación—. ¿Piensa ligarse para toda la vida a un hombre prácticamente desconocido, puesto que a lo sumo le conocerá desde hace dos o tres años? ¿No será usted víctima de un espejismo pasajero? Piense que todas las frases amorosas de su novio pueden ser fingidas. Piense que no es imposible que desee casarse con usted para beberse alegremente su dote en una taberna. ¿Quién le asegura que algún tiempo después de su boda no conocerá el gran amor de su vida? Una mujer joven está expuesta siempre a cometer errores en su elección. ¡No corra ese riesgo por nada del mundo!

Los novios, atónitos, se miraron sin saber qué decir.

—Y usted, lo mismo —dijo don Horacio dirigiéndose al novio—. ¿Quién le asegura que detrás de ese rostro encantador, su novia no esconde un arcano de maldades? ¡Miles de hombres se suicidan a diario porque cometieron la torpeza de dejarse cautivar por mujeres bellísimas, pero diabólicas! Ama usted hoy; muy bien; pero ¿amará mañana? ¿Será su boda como una botella de champaña, que pierde, al abrirse, todas sus burbujas? ¡Recapaciten, jóvenes! ¡No hay nada que comprometa tanto como tomar una decisión!

—¿Y qué nos aconseja usted que hagamos? —preguntaron los novios, desconcertados.

—¡Permanezcan indecisos! —clamó don Horacio—. ¡Nadie debe tomar decisiones! La vida es buena cuando todas las cosas bonitas que hay en ella se nos ofrecen como en una tienda bien surtida, y tenemos el talento de admirarlas sin elegir ninguna. Si escogemos una corbata en esa tienda, o una profesión, o una mujer, siempre dudaremos si nuestra elección fue acertada. No eligiendo nunca, prolongando hasta la muerte la duda de la elección, seremos felices pensando en lo felices que seríamos si eligiésemos esta corbata, esa profesión o aquella mujer. Sólo el indeciso perpetuo, jovencitos, se salva de la catástrofe de la desilusión.

Y don Horacio, nimbada su frente por la aureola de los filósofos, se alejó de los novios. Los cuales, siguiendo sus consejos, se estrecharon la mano amistosamente, separándose acto seguido para no volver a encontrarse jamás.

EL QUE NO SABE CONTAR CHISTES

—PUES YO SÉ UNO ESTUPENDO —dice don Andrés, cuando los contertulios terminan de reír el chiste que ha contado otro señor.

Toda la tertulia guarda silencio y concentra su atención en don Andrés.

—Veréis lo graciosísimo que es —empieza él—. Cuando me lo contaron tenía la boca llena de agua, y me atraganté de la risa. Por poco me ahogo.

Los contertulios sonríen de antemano en espera del chiste, y don Andrés prosigue:

—Empieza así… Pero sólo de pensarlo… ¡ja, ja, ja!… A ver si me calmo un poco… Allá va: Es un judío muy tacaño. Ya sabéis que los judíos tienen fama de eso, ¿verdad? Pues… El que conozca el cuento, que no diga nada, ¿eh? ¿Hay alguno que lo sepa?

—Con tan pocos datos… —dicen algunas voces.

—Bueno; pues el comerciante se llamaba…, me parece que Isaac. Quizá fuera Samuel, pero no creo que eso tenga ninguna importancia. ¿A que no habéis oído otro chiste tan bueno? El caso es que Isaac, o Samuel, como se llame, iba por la calle con su hijo…, mejor dicho con su mujer. Pero eso es lo de menos. El parentesco no influye. Iba con alguien, y vio…

Don Andrés queda pensativo unos instantes, hilvanando la continuación de su relato.

—Vio… —continúa— a un antiguo amigo suyo, sí. Eso es. Un antiguo amigo suyo, que le dijo… Preparaos, porque es divertidísimo… Le dijo algo así como: «¿Qué tal tu familia?» Pero mucho más gracioso, desde luego. No me acuerdo bien… ¿Es posible que ninguno de vosotros lo haya oído?

—No, no —aseguraron algunos reunidos.

—No lo creo. ¡Pero si es bárbaro! Es de los mejores cuentos que he oído en toda mi vida. ¿Os acordáis del final? Porque la verdadera gracia estaba en el final; en lo que Samuel le contesta a su amigo…

La sonrisa desaparece de los labios de la tertulia, mientras don Andrés, recordando vagamente las incidencias de este chiste que ha olvidado, ríe con una carcajada hueca y estúpida.

EL LOCUTOR DE RADIO

DON CARMELO SE ENCONTRÓ en la calle al señor Suárez, que trabajaba en una emisora como locutor.

—¡Hola, amigo! —saludó don Carmelo, estrechándole la mano—. ¿Qué me cuenta usted?

—Que los mejores zapatos los vende la «Casa Flin». ¡No lo olvide: «Flin»! —contestó el locutor—. También le cuento que, si desea vestir con elegancia, visite la «Sastrería Mangancia». Y que mate sus moscas con «Insecticida Diplodocus».

—Es usted muy amable —agradeció don Carmelo—. Estos días he salido poco, porque tuvimos al pequeño con unos granitos muy molestos.

—¿Erupciones del nene? ¿Sarpullido del nene? ¿Impurezas de la sangre del nene? —indagó, solícito, el señor Suárez, para continuar triunfalmente—: ¡Use «Pomada Rasquina»! Pídala a su pomadero. ¡Ojo! ¡Sólo «Rasquina»!

Y al terminar, el locutor chascó la lengua imitando el sonido de un «gong».

—Lo tendré en cuenta —prometió don Carmelo—. ¿Y cómo está su familia?

—Bien; he amueblado mi casa con «Muebles Fanfarra», los mejores, y se pasan el día curándose la tos con «Pastillas Gargarismo».

—Hay muchos catarros en esta época del año; es un fastidio.

—No hay catarros en verano con «Cataplasmas Medrano» —sentenció el señor Suárez—. Y si se aburre en la cama, compre gramolas «Retama».

—Pues me alegro, amigo mío. Y usted que está en la radio, ¿sabe alguna noticia interesante?

—Oiga mi boletín informativo, que transmito a las tres en punto de la tarde en el «Café Kilociclo».

—Pues me gustaría saludar a su señora un día de éstos —dijo don Carmelo amablemente.

—A petición de don Carmelo oirá usted el jueves a mi señora, que interpretará una bonita merienda de estilo vasco.

—Acepto encantado su invitación —repuso don Carmelo. Y por decir algo, añadió—: ¿Ha visto usted qué nublada está la tarde? Creo que lloverá antes del anochecer.

—Acabo de oír —concluyó el locutor— los pronósticos meteorológicos para el día de hoy, hechos por mi amigo don Carmelo. Transmitiré a continuación un programa de silbidos populares.

Y el señor Suárez se puso a silbar una jota aragonesa, que don Carmelo escuchó complacido.

—Oyó usted «El Guitarrico» —explicó el locutor—. Y perdone que me despida de usted, pero tengo que conectar con mi oficina.

—Pues hasta otro rato, hombre.

—Buenas tardes, querido radioyente. Aquí, E. A. J. Suárez, que transmite en estatura de un metro setenta. Hasta el jueves próximo, en que mi esposa le brindará un programa de merengues.

Y después de imitar otra vez el sonido del «gong», el locutor de radio se alejó de don Carmelo tarareando un himno.

EL ESPECIALISTA EN NOSTALGIA

LA CONSULTA DE AQUEL DOCTOR estaba siempre llena de extranjeros. Emigrantes de países lejanos, que residían desde hacía tiempo en la ciudad, eran sus clientes habituales.

—Que pase el primero —ordenaba el doctor asomándose a la sala de espera.

Y entraba un viejecito húngaro, por ejemplo, con los ojos azules y la cara triste.

—¿Qué síntomas ha notado? —le interrogaba el médico, acomodándose en un sillón giratorio.

—Desde hace unos meses, siento frecuentes deseos de suspirar —decía el paciente—. A veces, en la oficina, interrumpo mi trabajo y fijo la mirada en un punto lejano. Me quedo inmóvil, y pienso en el campo que rodea mi aldea natal. Veo entonces gentes endomingadas con trajes típicos y zumba en mis oídos la música de muchos violines.

—Nostalgia senil —diagnosticaba el médico, rápido.

Y desaparecía en un cuarto contiguo, para reaparecer a los pocos instantes disfrazado de zíngaro, con grandes anillos en las orejas y un violín en los brazos.

—Entorne los ojos —aconsejaba al enfermo—. No tenga miedo, que la cura no le dolerá.

Y empuñando el violín, el doctor iniciaba una dulcísima melodía popular, precisamente la más conocida en la aldea natal del nostálgico.

—¡Oh! —decía el anciano húngaro, sacudido de pies a cabeza por la repentina evocación—. Esta música se titula «La bella Sandra», y solíamos cantarla en la escuela la víspera de San Bartolomé.

Y mientras el especialista en nostalgia acariciaba las cuerdas con el arco, se apagaba la luz de la consulta. Entonces en una de sus blancas paredes, un aparato de cine proyectaba vistas de Hungría en tecnicolor: prados verdes, campesinas jóvenes con gavillas en la cabeza y cintas en el corpiño. Budapest a vista de pájaro, orquestas de «tziganes», carromatos de gitanos recorriendo carreteras soleadas…

Poco a poco la nostalgia de aquel marchito corazón extranjero quedaba satisfecha. El anciano sonreía, y murmuraba frases de su infancia en su lengua vernácula.

—¿Me deja usted bailar, doctor? —suplicaba al especialista, que había atacado con el violín una «czarda» frenética.

—Baile, hijo mío. Aquí está usted en su patria.

Y el anciano saltaba al suelo desde el sillón giratorio, y se retorcía juvenilmente al compás de las frescas notas. Y el doctor corría a disfrazarse de campesina centroeuropea, para servirle de pareja en la danza.

Al cesar la música, tornaban a encenderse las luces y el doctor se ponía de nuevo su bata blanca.

—¿Cómo se encuentra ahora?

—Mucho mejor —aseguraba el viejo, radiante—. Los suspiros han desaparecido.

—Vuelva usted el viernes a la misma hora, y le haré una nueva cura.

Y cuando el húngaro se iba, el doctor hacía pasar al enfermo siguiente.

La epidemia de nostalgia, tan generalizada entre los extranjeros, adquiría aspectos muy diferentes. Había nostalgias agudas, prácticamente incurables, y nostalgias leves que sanaban con un redoble de castañuelas, o con un disco de música bailable, o con una mantecada de Astorga. Las había intermitentes, como las fiebres palúdicas, y en ésas había que emplear el alcohol a modo de quinina.

Pero cualquier atacado de nostalgia que acudiese al famoso especialista tenía la seguridad de que salía de la consulta reconfortado, sin suspirar por su patria lejana que las circunstancias le obligaron a abandonar.

EL ACTOR DE DOBLAJES

ESTA MAÑANA me encontré en la calle al actor Eduardo, que trabaja en el doblaje al castellano de las películas. Hacía tiempo que no nos veíamos, y nos abrazamos afectuosamente.

—¡Qué alegría encontrarte, chico! —le dije.

—¡Je, je! ¡Oh, oh! ¡Querido! —me contestó él.

—¿Cómo sigue tu madre?

—No me hables de la vieja, ¿quieres? —replicó, añadiendo acto seguido—: ¡Vaya, pues!… ¡Oh!

Eduardo, como en sus doblajes, habla con voz monótona. Me contó que se le había muerto media familia en el mismo tono que empleara unos minutos antes para contarme cómo ganó el primer premio de la lotería.

—Tomaremos unos canapés en la veranda, querido —me invitó con una risita falsa, de las que se emplean en los doblajes para rellenar los movimientos de labios sin frase.

—¿Sabes algo de López? —inquirí.

—¡Oh, querido! Se fue al Oeste. ¡Je, je!

Cuando entramos en un bar y se acercó el camarero, el actor de doblajes le dijo:

—Oiga, oiga: sírvanos dos oportos, ¿quiere? —Y viendo que la frase le había resultado corta, añadió para completar—: ¡Oh, oh!

Después de beber, sacó un billete de su cartera y le dijo al camarero:

—Cóbrate dos pavos, ¿quieres? Y si sobra algún níquel, para ti.

¡Pobre Eduardo! Antes de trabajar en el doblaje de películas era un muchacho cordial que decía alegremente lo que pensaba. Su voz era fresca, juvenil y llena de matices. Ahora parece un viejo. Nada le emociona. Su «¡oh!» de asombro y su «¡je!» de risa suenan cascados y artificiales. Me despedí de él con una lágrima en cada ojo.

—Bueno, querido: ¡Je, je! ¡Oh, oh! —dijo Eduardo estrechándome la mano—. Dame una telefoneada un día de éstos, ¿quieres?

Y se fue a los estudios para doblar a Gary Cooper, a Ronald Colman y a la mismísima Bette Davis.

EL NIÑO POBRE

ES ENTERNECEDOR ver a un león, en la selva, devorando a un negro que dice «¡Mamy!». Pero es más enternecedor todavía presenciar el cuadro de un niño pobre jugando con su trocito de corcho. Los niños pudientes disponen de juguetes multicolores: autos y trenes, caballos que piafan y muñecos que lloran y cantan al apretarles el vientre; canutos de celuloide y pliegues de calcomanías. Pero los niños pobres sólo tienen su pedacito de corcho en las barricas de basura. Y se pasan el día huroneando en los rincones, apartando cáscaras, papeles y hojas de berza.

—¡Mira, mira! —exclama el niño pobre—. ¡Un trocito de corcho!

Y el insignificante hallazgo llena su corazón de gozo, como el descubrimiento de un sarcófago al egiptólogo excavador.

Para el niño pobre ese trocito de corcho condensa el perfume de su fantasía infantil. Lo mima como a su más preciado tesoro.

El niño pobre viste a su trocito de corcho con un trozo de cinta descolorida, y en el acto le parece que su trocito de corcho se transforma en una encantadora princesa. Otras veces le clava un botón en el centro, como la rodela de un guerrero. No pocas, lo echa a flotar en el arroyuelo que se forma junto al bordillo de una acera, y adquiere para él proporciones de acorazado. Con frecuencia, y sujetándolo con una mano, lo arrastra por una pared para figurarse que posee un automóvil velocísimo.

El niño pobre rebusca en todas partes pedazos de trapo y papel, que sirvan para adornar su querido trocito de corcho.

—He encontrado este jirón de papel de seda para mi trocito de corcho —exclama, satisfecho.

—Con esta puntilla de enagua le haré una falda a mi trocito de corcho. Este casquillo de lámpara le servirá de casco a mi trocito de corcho.

El trocito de corcho sugiere al niño pobre multitud de aventuras. Es el personaje principal de toda su fantasía; es el compañero dócil de todos sus juegos. Lo viste y desnuda; le ata cordeles, y le pinta ojos y boca con la punta de un viejo cuchillo. El trocito de corcho es el juguete estoico y polifacético. Es el único juguete del mundo que puede serlo todo sin ser nada; desde princesa encantada con dos pequeñas trenzas de cordel, hasta «super-dreadnough» en el limitado océano de un charco. ¡Y cómo llora el niño pobre cuando pierde su trocito de corcho!

—¿Qué te ocurre, niño querido? —preguntan las opulentas bienhechoras al verle llorar.

—¡Mi trocito de corcho! ¡He perdido mi trocito de corcho! Y el niño pobre llora como un pequeño perro, o como el negro devorado en la selva por un león.

EL EGOÍSTA

DON RAMÓN SE ACERCÓ de puntillas a su mujer, que tricotaba de espaldas a la puerta. Después de taparle los ojos con una mano, dijo con voz mimosa:

—¿Qué regalo he comprado para obsequiar a mi mujercita en el día de su cumpleaños?

La esposa de don Ramón tuvo un sobresalto de alegría y trató de adivinar la sorpresa:

—¿Unas medias de «cristal»?… ¿Unos pendientes?… ¿Una polvera?… ¿Un bolso?

Al fin, viendo que no acertaba, se dio por vencida. Don Ramón puso en sus manos una gran caja de cartón, envuelta en papel de seda y atada con una cinta vistosa. Su mujer, impaciente, deshizo el lazo, quitó el papel y abrió la caja. No pudo contener un grito de sorpresa:

—Pero… ¿Qué es esto?… ¡Unas botas para pescar truchas!

—En efecto. Pensé que te gustaría tener unas botas para pescar truchas.

—¿Cómo se te ocurrió semejante idea?

—No veo que tenga nada de particular. Me pareció un regalo práctico. Te advierto que son magníficas —elogió don Ramón.

—¿Cuándo me has visto a mí pescar truchas? El que pesca truchas eres tú.

—Todos los domingos, ya lo sé. Por eso se me ocurrió que quizá tú te animarías alguna vez a acompañarme…

—Sabes perfectamente que detesto el campo y que los peces vivos me dan un asco horrible.

—No había pensado en eso. De veras que lo siento, mujer.

—Podrías cambiarlas por otra cosa —sugirió la esposa, esperanzada.

—Imposible. Es una tienda que no admite cambios después de efectuadas las compras. Gente muy especial y poco amable.

—¡Qué mala suerte!… ¿Y qué vamos a hacer?

—Tendrás que usarlas —dijo don Ramón, apenadísimo.

—¿Yo? ¿Y dónde voy yo con unas botas de pescar truchas?

—A ninguna parte, claro… Pues es un problema.

La esposa, muy afligida, contempló en silencio las grandes botas.

Al cabo de unos momentos, exclamó:

—Además, ahora que me fijo: tampoco podría ponérmelas aunque quisiera. Me estarían enormes. ¡Fíjate qué patazas! ¿De qué número son?

—Del cuarenta y tres.

—¿Cuarenta y tres?… ¡Qué disparate! ¡Pero si yo calzo el treinta y cinco!…

—¡Caramba, es verdad! ¿En qué estaría pensando yo? —dijo don Ramón dándose una palmada en la frente.

—El que calza el cuarenta y tres eres tú.

—¡Ahora me lo explico! Confundí nuestros números y, en lugar de pedir el tuyo, pedí el mío.

—Siempre has sido una calamidad para las cifras —le reprochó la mujer, con un dejo de amargura.

—Lo siento de veras. Perdóname.

La esposa de don Ramón suspiró, resignada, antes de añadir:

—La única solución va a ser que uses tú esas botas.

—¡No, no! ¡Eso ni pensarlo! —protestó su marido—. Te las he regalado para ti y son tuyas. No me parece correcto ponerme una cosa que te pertenece.

—Pero puesto que a ti te encanta pescar truchas y son de tu número…

—Si lo miras desde ese punto de vista, claro.

—Además, hace tiempo que querías comprarte unas botas nuevas.

—Eso no tiene nada que ver. Las que tengo, desde luego, están viejísimas y me calan por todas partes. Pero no puedo privarte de un regalo que yo mismo acabo de hacer.

—No te preocupes. Ya me regalarás otra cosa el año que viene.

—Si no te importa… —concluyó don Ramón—. Si te empeñas, las usaré. Pero a título de préstamo, ¿eh? Como son tuyas, puedes pedírmelas en cuanto las necesites. Prométeme que lo harás.

—Descuida.

—Te agradezco mucho que me las prestes. Ya verás cómo te las cuido para no estropeártelas.

Y don Ramón, besando en la mejilla a su buena esposa, salió del cuarto llevándose las botas.

«El año que viene —pensó con una sonrisa satánica—, le regalaré media docena de camisetas, que buena falta me están haciendo».

LOS AMIGOS

NOS HABÍAMOS REUNIDO todos los componentes de nuestra tertulia en casa de Pepe. Todos conocíamos a Pepe, y fuimos llegando cada uno por nuestro lado. Después de charlar un rato con su esposa y los demás de la familia, que estuvieron muy atentos y se lamentaron de no poder ofrecernos una taza de café, bajamos a la calle.

Hacía una tarde espléndida y apetecía dar un paseo. Don Joaquín se reunió con nosotros en el portal excusándose por su retraso, pues tenía al mayor de sus chicos con bastante calentura.

—En este tiempo de sequía menudean los arrechuchos gripales —comentó Bermúdez, mientras doblábamos la esquina.

—¿No es aquél Manolo Vinuesa? —dijo otro de nuestro grupo, señalando a un señor que caminaba a pocos pasos de nosotros.

Era Vinuesa, efectivamente, y al vernos se unió, encantado, a nuestro grupo. Vinuesa, además de un hombre amenísimo, era un gran amigo de Pepe. Le recibimos con los brazos abiertos, pues tiene una merecida fama de chistoso. No tardó en provocar nuestra hilaridad, contándonos lo que le había pasado a una cuñada de su mujer en un balneario donde estuvo tomando las aguas. Para morirse de risa.

—¡Este Vinuesa tiene unas cosas!… —estalló don Joaquín, conteniendo a duras penas las carcajadas.

Es innegable que Vinuesa no carece de chispa. Gracias a su conversación llena de ingenio, el paseo estaba resultando francamente divertido. Hasta Morales, que tiene fama en la tertulia de no reírse jamás, soltó el trapo un par de veces. Al pasar ante una tienda de artículos alimenticios, Vinuesa aprovechó la ocasión para contarnos lo que le había sucedido con un queso que compró y que resultó lleno de gusanos. ¡Qué gracioso estuvo! Nos hizo pasar un rato delicioso.

Casi sin darnos cuenta, llegamos al final del paseo. Habíamos andado cerca de media hora, pero entre dimes y diretes a todos se nos hizo cortísimo el recorrido.

Nos detuvimos al llegar a una plaza, y desfilamos estrechando la mano a los parientes del pobre Pepe, que presidían el duelo y marchaban a la cabeza de su entierro. ¡Pobre Pepe! Descanse en paz.

EL CAMPESINO

¡CAMPESINO! ¡Ruda faena la tuya, que chupa tu vida y devora tu salud! ¡Titánica labor que exige esfuerzos sobrehumanos! Con tu lengua reseca y tus brazos marchitos, trabajas como un Herculete hasta caer exhausto sobre tu heroico zapapico. ¡Y luego dicen que la coliflor no resulta barata!

Todos los días te levantas de la cama al amanecer, cuando las indolentes ciudades duermen a pierna suelta. ¡Insólito madrugón, que me arranca lágrimas de misericordia! Malas lenguas dicen que madrugas tanto porque, en cambio, te acuestas al anochecer y diez horitas de sueño no te las quita nadie. ¡Censurables murmuraciones que no tolero! Te levantas al amanecer, y basta.

Después de tomar un frugal desayuno compuesto de pan blando e insípido, queso que chorrea sucio aceite y leche pura, pues careces de agua corriente para hacer la rica mezcla que se bebe en las ciudades, te preparas para el horripilante esfuerzo que te aguarda. Coges de tu sementera unas cuantas semillas, te echas un azadón al hombro, y sales de tu casa. ¡Ciclópeos preparativos, que bastarían para aniquilar la fuerza física de seis ciudadanos robustos!

Con una varonil canzoneta en los labios te diriges animosamente a un pedazo de tierra situado a cien metros de tu hogar. ¡Brutal caminata, que destrozaría los pies del mejor andarín de la perezosa urbe! Más a ti, campesino, que pareces cincelado en bronce, estos cien metros de camino te dejan indiferente.

Cuando llegas al campo que piensas sembrar, sacas del bolsillo tabaco, papel y yesca, y elaboras con parsimonia un primoroso cigarro, que fumas después tumbado a la sombra de un arbusto. ¿Aquí? ¿Acullá? ¡Fatigosa elección que cansa tu cerebro, duro como la piedra a consecuencia del sol, de la lluvia y los granizos!

Una vez elegido el sitio, tomas el azadón en tus manos y comienzas a levantarlo hasta más arriba de tu cabeza. ¡Monstruoso ejercicio muscular, digno de una epopeya griega! Cuando alcanza la herramienta su altura máxima, la dejas caer hasta el suelo. Y se abre entonces un pequeño cráter en la generosa tierra, dentro del cual introduces una de las ricas semillas. ¡Sabia técnica, para la que se requiere rapidez, decisión y nervio de acero!

Golpazo, agujero, granito… Golpazo, agujero, granito… ¡Hasta doce veces repites esta desgarradora operación, que bastaría para reventar a dos grandes caballos y un inocente gato!

Hecho lo cual, con un riñón hecho tapioca y el tórax a punto de reventar a consecuencia del esfuerzo, te desplomas bajo las ramas de un alcornoque a reponer tus fuerzas tomando un bocado. Tu bocado, pobre campesino, consiste en medio mísero jamón de tu matanza particular, siete huevos del país con el correspondiente patatamen, tres cuartillos de suave vino y un panecillo grande y blanducho como un almohadón. ¡Bello ejemplo de austeridad, que me hace sentirme un hediondo Lúculo! Terminado el piscolabis, caes en el honorable sopor de la siesta. Despiertas a las cinco de la tarde, y regresas a tu casa a toda prisa para acostarte al mismo tiempo que tus gallinas.

¡Agotadoras faenas agrícolas, que diezman a la ruda población campesina! ¡Hombre del campo! ¡Pequeño titán! Como sigas trabajando de una manera tan ruda, un día harás ¡pum!… y reventarás.

EL QUE CONOCE EL TRAYECTO

—ESTAMOS LLEGANDO A TORREMOCHA —dice el viajero que conoce el trayecto por haberlo recorrido varias veces—. Torremocha es famoso por sus croquetas. Llevamos ocho minutos de retraso, pero los recuperaremos en la bajada de Las Navillas, entre Barbajoso y Galastorza.

Sus compañeros de compartimiento no le hacen caso. Estiran una pierna, luego la otra, leen y fuman.

—Quintana del Pez —vuelve a decir el viajero que conoce el trayecto, a los veinte minutos—. Aquí sólo para el correo para beber agua. Vamos bien.

El tren cruza con otro que marcha en dirección contraria.

—El descendente —explica el pelmazo—. Enlaza con el corto de Cantos Gordos en Torremocha.

Los otros viajeros tratan de no escucharle. Estiran una pierna, luego la otra, leen y fuman.

—Apeadero de Piedraúva —exclama el que conoce el trayecto, señalando una casita que pasa fugazmente ante la ventanilla—. Vinos de Piedraúva. Riquísimos.

La locomotora lanza un pitido.

—Empiezan los túneles de Sierra Bermuda. Vamos bien.

Los otros viajeros se van poniendo nerviosos. Estiran una pierna, luego la otra, leen y fuman. Un camarero recorre el pasillo de los vagones tocando una campanilla.

—Primera serie —explica el que conoce el trayecto—. Falta poco para llegar a Espejos del Marqués.

Los viajeros estiran una pierna, luego la otra, leen y fuman. El pelmazo vuelve del «coche-restaurante».

—La última vez que hice este viaje, la ternera estaba más tierna. Y nos dieron salmonetes en vez de merluza.

Llega la noche. Los viajeros del compartimiento buscan huecos entre las piernas de sus vecinos y tratan de dormir. Periódicamente, cuando están a punto de conciliar el sueño, la voz del pelmazo les sobresalta:

—Junquera del Palancar. Llevamos siete minutos de retraso.

—Molino de Castroviejo. Aquí cambiamos de locomotora.

—Fuenterreal. En este pueblo hacen unos bizcochos muy bue…

Una botella de gaseosa, mediada, vuela en la oscuridad del compartimiento. El que conoce el trayecto, enmudece para siempre.

LOS AMIGOS DE LA INFANCIA

(UN CAFÉ. Los dos amigos de la infancia, que siguieron en la vida caminos opuestos, se han reunido después de quince años como resultado de un encuentro casual en la calle).

—¡Bien, bien!

—¡Vaya, vaya!

—¿Y tú, qué tal?

—¡Psch! Pasable.

—Pues yo tenía ganas de verte para que charláramos.

—Y yo también.

—¡Bien, bien!

—¡Vaya, vaya!

—Tú no has cambiado nada.

—¡Hombre! Tanto como nada…

—Pero no mucho.

—Tú sí que estás idéntico…

—¡Hombre! Tanto como idéntico…

—Prueba de ello es que en seguida te reconocí.

—¡Bien, bien!

—¡Vaya, vaya!

—¿Trabajas mucho?

—Lo corriente.

—Eso me pasa a mí.

—Trabajar con exceso no es sano.

—¡Je, je! Tienes mucha razón.

—¿Te casaste?

—Sí. ¿Y tú?

—También pertenezco al gremio.

—¡Je, je! ¿Y qué habrá sido de ese chico rubio que siempre era el primero en la clase?

—Le perdí de vista.

—Era muy simpático.

—Y muy rubito.

—¡Bien, bien!

—¡Vaya, vaya!

—¿Te apetece otro café?

—No, muchas gracias. Me pone nerviosísimo.

—Siento tener que dejarte, chico, pero tengo que hacer una visita urgente…

—Yo también he de irme.

—Supongo que volveremos a vernos, ¿eh?

—¡No faltaría más! A ver si nos reunimos otro día para charlar con más calma.

—¡Bien, bien!

—¡Vaya, vaya!

—Pues hasta pronto, hombre.

—Ya nos daremos un telefonazo.

—¡Desde luego!…

EL POLEMISTA

—¡NO ME IMPORTA lo que diga la gente! —gritó don Bernardo levantándose de la silla y dando un puñetazo sobre el velador—. Alguno de ustedes me llamará loco, ya lo sé. Pero afirmo que el alcohol, en grandes dosis, no es el tratamiento más adecuado para curar las enfermedades del hígado.

Lanzó una mirada desafiante a los parroquianos que ocupaban las otras mesas, y añadió con voz potente:

—¡Me gustaría saber quién es el guapo que se atreve a discutírmelo!

Nadie replicó. En los ojos de don Bernardo brilló un relámpago triunfal.

—Comprendo —dijo poniéndose las gafas—. No se consideran capaces de refutar mi opinión. Por lo que veo, no hay aquí ningún hombre de sólido criterio capaz de enfrentarse conmigo.

Reinó en el café un silencio indiferente.

—¡Bah! —murmuró don Bernardo con desprecio—. Son ustedes unos miserables. Sin duda piensan de manera muy distinta a la mía, pero les falta el coraje para iniciar la polémica. Por mi parte, nunca me retractaré de lo que he dicho. ¿Lo oyen? ¡Nunca!

Poco a poco, su irritación fue en aumento.

—¡Estoy esperando al valiente que se levante para contradecirme! —gritó—. Soy el primero en reconocer que mi afirmación es audaz, pero no tengo miedo a la controversia. ¡Vamos, vamos! ¿Nadie acepta el reto?

Don Bernardo se quitó un guante y lo arrojó al suelo con ademán solemne.

—Si hay algún caballero en la sala, que recoja este guante. Aunque empiezo a ver que todos ustedes parecen un corral de gallinas.

Esperaba que el agravio provocaría la discusión con alguno de los presentes. Pero, viendo que nadie le hacía caso, dijo lleno de rabia:

—¿No hay ningún hombre que me discuta que el alcohol, en grandes dosis, no es el tratamiento más adecuado para curar las enfermedades del hígado?

Los camareros pasaban con las bandejas llenas de refrescos, sirviendo a los parroquianos con rapidez.

—¡Estúpidos todos! —gritó don Bernardo.

Pasó un limpiabotas con su caja negra en la mano, y don Bernardo le increpó:

—¡Oiga, pollo! ¿Acaso usted está dispuesto a sostener que el alcohol, en grandes dosis, es el tratamiento más adecuado para curar las enfermedades del hígado?

El limpiabotas le miró sin comprenderle. Don Bernardo lanzó sordas imprecaciones, cogió su sombrero de una silla, y, enfrentándose con todos los reunidos, dijo en tono despectivo.

—Por si alguno de ustedes está dispuesto a discutir mi punto de vista, vivo en el número siete de la calle del Roble.

Y salió del café por la puerta giratoria con gesto altanero, decidido a mantener, al precio de su vida, que el alcohol, en grandes dosis, no es el tratamiento más adecuado para curar las enfermedades del hígado.

EL PROLIJO

—¿PODRÍA INDICARME dónde está la calle de la Ensenada? —pregunta el cateto al caballero prolijo.

—¡No faltaría más! —comienza el caballero prolijo, dibujando un plano en el suelo con la contera de su bastón—. Fíjese y no se distraiga: Ahora estamos aquí. Siga en dirección Norte, hasta la estatua del orador Masip, y métase por la tercera bocacalle de la izquierda. A los cinco minutos, estará usted en la plazoleta del Mercado Mayor. Una vez allí, colóquese en el centro mirando el reloj de la Alcaldía. En esa postura, su situación geográfica será la siguiente: a la derecha, la calle del Panteón; enfrente, la callejuela de la Zapatilla, y detrás, la taberna de don Nicolás Neruda. ¿Qué hacer? Hay dos alternativas: o seguir por la calle de la Zapatilla hasta la fuente de Minerva, o bajar por la calle del Panteón hasta la esquina del Hotel Europeo. Yo, en su caso, seguiría este segundo camino.

—Pero la calle de la Ensenada… —apunta, tímidamente, el cateto.

—Paciencia, amiguito, paciencia. No se ganó Zamora en una hora —sentencia el caballero prolijo—. Una vez en el Hotel Europa, verá usted a su espalda un gracioso ramillete de calles: son las de Fontana, Castrovido, Antúnez y Marsala. Suba por la de Castrovido, que es donde está el convento de los Capuchinos, y, al llegar al final, tuerza a la derecha. Una vez allí, descanse un poco si le apetece, coma un bocadillo en la posada de los «Tres Ingleses» y remonte la Cuesta de las Acacias hasta un arbolillo de unos cuatro años que hay en una encrucijada. En esa encrucijada se le ofrecerá de nuevo un simpático grupito de callejas: la del León, la de González y la del tribuno Pozanco. Yo, en su caso, torcería por la del tribuno Pozanco.

—Y la calle de la Ensenada… —insiste débilmente el cateto.

—Falta poco, falta poco —promete el caballero prolijo—. Recorriendo la calle del tribuno Pozanco de Este a Oeste, llegará a una plaza, que es la de Trafalgar. Una vez en esa plaza camine por el callejón de las Angustias, y desembocará en una carretera. Siga por esa carretera, salga usted al campo, y continúe andando, andando, andando, hasta la ciudad próxima. Al llegar, pregunte a un guardia por la calle de la Ensenada, porque en esta ciudad no existe ninguna calle de la Ensenada, ni ha existido nunca.

Y el caballero prolijo se aleja del cateto, haciendo molinetes con su bastón.

LA ESPÍA

«PARA X-38. SECRETÍSIMO:

»Por fin he conseguido que el Ministro de Marina me enseñe los modelos de submarinos para la próxima temporada. Dice que procura enseñárselos a poca gente, porque luego se los copian las potencias extranjeras y pierden toda la gracia. Yo en eso encuentro que tiene razón, ¿no le parece? Pasa lo mismo con los modistos: inventan a lo mejor un modelito precioso en seda estampada, y a los quince días lo imitan todas las costureras que van a coser a las casas. Así se lo dije al Ministro, y me contestó que él pensaba lo mismo y que era una porquería hacer eso. Al principio, el Ministro insistió en que no podía enseñarme los submarinos porque se lo había prohibido un pez gordo. Pero yo me puse tan pesada y le di tanta lata, que no tuvo más remedio que acceder. Él no se figura que yo se lo voy a contar todo a usted, porque he tenido buen cuidado de hacerme la tonta. El pobre no sabe que a usted le chiflan estas cosas, y se va a llevar una sorpresa muy divertida cuando vea debajo del mar unos submarinos igualitos a los suyos.

»Como le digo, fuimos a ver los submarinos. Todo lo que le diga es poco: ¡un sol de submarinos! Y, sobre todo, ¡qué limpios! Se podrían comer sopas en los torpedos. Estoy segura de que harán furor. Usted me pidió que me fijara bien en todos los detalles, así lo hice. No son muy amplios, pero están muy bien distribuidos, y, gracias a eso, resultan hasta espaciosos. Un matrimonio con dos niños viviría en ellos perfectamente. Cada submarino, al entrar, tiene un pequeño vestíbulo. Este vestíbulo resulta muy claro si se deja la escotilla abierta. Después del vestíbulo tiene un pasillo bastante anchito, con algunas máquinas a los lados; pero tapando las máquinas con unos volantes de cretona quedaría un pasillo hasta mono. Los dormitorios no son grandes, pero caben en ellos dos camitas coloniales. Lo malo es que no hay cuarto para la criada, pero se podría hacer quitándole un par de torpedos, que estorban tantísimo.

»Si piensa usted copiarlos, mi opinión es que los haga con algunas ventanas, pues estos que me han enseñado resultan poco ventilados y oscuros.

»Lo más feo que tienen estos modelos es una escopeta muy grande en el tejado. Pero yo creo que se podría quitar, porque ya sabe usted que con las armas de fuego siempre ocurren desgracias.

»En resumen: que los submarinos que he visto me han parecido una verdadera pocholada, y que no haría usted ninguna tontería copiando el modelín. Pero con ventanas, ¿eh?

»Con recuerdos para su señora, le saluda afectuosamente,

R-87».

«P. D.: ¿Cómo sigue su pequeño de la tos ferina? ¿Se le pasó ya el arrechucho? No deje de tenerme al corriente».

EL ALBAÑIL

¡ALBAÑIL! (¿Qué?) ¡Áspera vida la tuya, hijo! (Ya, ya). Construyes casas con tus manos de coloso, y raro es el día que no te cae un ladrillo encima de un pie haciéndote una magulladura colorada. ¡Temple de acero el tuyo, rico! (¡Bah!: no vale nada). Llegas temprano a la obra, y dedicas media hora a liar un recio cigarro hispano. ¡Cigarro tradicional! ¡Cigarro patriótico! ¡Cigarro potente, en cuya elaboración entra el talento celtíbero y la paciencia fenicia! ¡Cigarro liado a brazo! (¿Qué?) Eres una obra maestra de artesanía. (Gracias, hombre).

¡Albañil! Fumando el atávico cigarro de la patria, procedes a la elaboración de la severa argamasa. ¡Escalofriante tarea en la que pones el alma, el cuerpo y un poco de cemento! Si se te va la mano en el agua, la argamasa parece sopa. No sirve. Si pones demasiado cemento, la argamasa parece un cascote. Tampoco sirve. ¡Serenidad, albañil! ¡Ris, ras, ris, ras…! ¡Ya está! ¡Troglodítico esfuerzo que te parte un húmero! ¡Viril tarea del amasado! Al concluirla, te diriges con paso cansino al montón de ladrillos. ¿Cuál elegir entre el maremágnum de briquetas? ¿Éste? ¿Aquél? ¿El de más allá? Has de tener ojo clínico para elegir el ladrillo mejor. ¡Aptitudes selectivas, venid en ayuda del noble titán! Ya está elegido el ladrillo que pondrás en el tabique. Ahora, ¡a levantarlo del suelo! ¡Nuevo esfuerzo! Tu torso se comba; tus venas se abultan; tus huesos se cascan; tus ojos se desorbitan. Mas ¿qué importa? ¿No eres, acaso, un pequeño atleta capaz de levantar no uno, sino dos ladrillos a la vez?

¡Once veces al cabo del día colocas un ladrillo junto a sus compañeros! ¡Once veces te agachas con riesgo de tu vida, pues podría sobrevenirte un lumbago mortal! ¡Once nuevos ladrillos de magnánima tierra cocida se alinean en muro cuando termina tu jornada! ¡Monumental trabajo! ¿Cómo no tienen que hacerte todos los días la respiración artificial al salir de la obra? ¿Cómo no echas espumarajos por boca, nariz y oídos? ¡Ah!, porque decir albañil, es decir Coloso de Rodas.

EL QUE TARDA EN ESTORNUDAR

LA CONVERSACIÓN ha llegado al máximo apogeo. Los reunidos, sin excepciones, charlan animadamente en pequeños grupos. La anfitriona interviene en los diálogos de sus invitados, sin dejar por ello de hacer los honores. Se cambian opiniones sobre música, literatura, política y medicamentos. Hombres de agudo intelecto y señoras de ingenio exquisito exponen inteligentes puntos de vista. El rumor de las voces es denso, variado y continuo, sin la más leve pausa.

Pero, de pronto, el señor Ferrándiz se interrumpe en mitad de una frase. El grupito que le escucha observa que contrae la nariz, al tiempo que abre la boca lentamente.

—¡A… a… a…! —comienza el señor Ferrándiz con los ojos semicerrados y llenos de lágrimas.

La gente enmudece y se vuelve a mirarle. En pocos segundos, los ojos de todo el salón se concentran en él. Cesan las conversaciones y reina un silencio lleno de ansiedad.

—¡A… a… a…! —sigue balbuciendo el señor Ferrándiz, abriendo la boca cada vez más.

Una tensión inconsciente se apodera de los reunidos, que siguen con el alma en un hilo el preludio «in crescendo» del estornudo. La expresión del señor Ferrándiz es angustiosa; gruesos pliegues se han formado en su frente, mientras todo su rostro se contrae en una mueca dolorosa. Reina en el salón la tirantez que precede en los circos al salto mortal del trapecista. Un literato estruja entre sus dedos el cigarrillo que estaba fumando. Una señorita de temperamento nervioso retuerce su pañuelo de encaje. Se oiría sin dificultad el zumbido de una mosca. El señor Ferrándiz alcanza la máxima compresión. Cesa un segundo su estertor, y revienta por fin el estornudo.

—¡Atchisss…!

Los reunidos suspiran aliviados. El señor Ferrándiz concluye la frase que dejó interrumpida. La reunión continúa.

EL RENCOROSO

LA NOTICIA:

Ayer tarde, cuando mayor era la animación en el puerto de Barcelona, una ola bastante alta rompió en el acantilado, con tan mala fortuna, que salpicó el sombrero de un señor de luto que pasaba por allí. El público que presenció la escena estuvo a punto de morirse de risa, y el señor de luto, lleno de vergüenza y con todo el sombrero mojado, desapareció del puerto a los pocos instantes con dirección desconocida.

LA VENGANZA:

A pasitos cortos se adentró en la playa desierta. Caminaba cautelosamente, casi de puntillas, mirando en torno suyo con ojos tenebrosos. ¿Era acaso un malhechor? ¿Era un misántropo? Marinero no parecía, a juzgar por su flexible negro y su modesto gabán de luto; por otra parte, su rostro paliducho, no tostado por el sol y los vientos de ningún mar. Sus andares, aquel inquieto trotecillo, no acusaba tampoco la decisión de un malvado.

Se detuvo unos instantes a escuchar. Nada. Nadie. Tan sólo el estallido de unas olas chiquitas turbaba la soledad y el silencio. No obstante, el hombrecillo se tumbó en el suelo con inusitada rapidez, y aplicó el oído sobre la arena al estilo de los jefes indios. Pero no. No se oía el lejano galope de caballos, ni pisadas de ninguna especie. Estaba solo. Siguió andando hasta el borde del mar, y sus narices se dilataron como olfateando la proximidad de un enemigo. No había nadie. Tan sólo asomaban fuera del agua algunos arrecifes y rocas igual que estatuas de focas ilustres. Otra vez nadie. El mundo habitado, grande y ruidoso, quedaba a varios kilómetros lejos del arenal liso y desierto. Una mirada vengativa brilló en los ojos del solitario. Se detuvo de nuevo junto al arco de espuma que dejaban las olas en la arena. Su corazón palpitaba ruidosamente. Una vez más, y con suma prudencia, miró a su alrededor. Nadie.

Hizo un esfuerzo de voluntad para vencer sus temores antes de consumar su atroz venganza. Había llegado la hora de saciar su refinado rencor. Miró por última vez en torno. Nadie. Y entonces, haciendo bocina con sus dos manos, gritó por fin, dirigiéndose al mar:

—¡Tío tonto! ¡Tío cursi!

En la soledad de la playa sus palabras resonaron estentóreas e impresionantes.

—¡Tío tonto! ¡Tío cursi! —repitió el hombrecillo con gesto triunfal.

Luego, a pasitos cortos y ya tranquilo, se alejó de la playa hacia la ciudad, mientras el eco repetía las crueles palabras de la venganza:

—¡Tío tonto! ¡Tío cursi!…

LOS BURÓCRATAS

DON CÁNDIDO y don Lucas son viejos amigos. Ambos son burócratas y manejan instancias en sus oficinas respectivas. Una tarde se encuentran por casualidad en la calle.

—¡Ilmo. Sr. don Lucas! —exclama don Cándido abrazando a su amigo.

—¡Ilmo. Sr. don Cándido! —replica el otro, contento de verle.

—¿Sigue usted con domicilio en esta plaza, calle de Felisa, ocho, duplicado?

—El abajo firmante tiene el honor de manifestarle por la presente que su domicilio no ha variado —informa don Lucas.

—¡Vaya, vaya! A V. I. suplico que me dé un telefonazo cualquier día laborable de seis a siete, para que charlemos, ateniéndose a las sanciones oportunas en caso de no hacerlo —dice bonachonamente don Cándido.

—Encantado, querido Ilmo.

—¿Y no me manifiesta usted nada con fecha de hoy?

—Poca cosa: que habiendo tenido grandes gastos el próximo pasado, a V. I. ruego se sirva concederme un préstamo de cinco duros. Gracia que espero obtener del reconocido espíritu de justicia de V. I.

—Pues lo lamento, don Lucas, pero paso a comunicarle lo siguiente: que percibiendo un sueldo pequeño, con arreglo al decreto de fecha 28 de marzo de 1885, me veo obligado a denegar su solicitad de un crédito por valor de cinco duros. Lo cual lamento por tratarse de usted, cuya vida guarde Dios muchos años.

—¡Qué le vamos a hacer…! Elevaré la petición a mi suegro con póliza de una cincuenta.

—De todas maneras, con arreglo a lo dispuesto por mi mujer en orden del pasado jueves, tengo el honor de manifestarle que le esperamos a almorzar pasado mañana. Madrid, 15 de abril de 1948.

—Yo, Lucas Rodríguez, sito en esta plaza, acepto la alta distinción que me hace V. I., cuya vida Dios guarde muchos años.

—Pues se despide de V. I. su s. s. q. e. s. m.

Y después de liar sendos cigarrillos con papel de barba, don Cándido y don Lucas se separan para dirigirse a sus respectivas oficinas.