BUFFALO BILL

NAZCO EN PHILLIPVILLE (Colorado), del modesto fresero Thomas Bill y de la granjera Emilia. ¡Ruda infancia! Eternamente sitiado por los comanches, mi padre no cesa de disparar su viejo rifle de siete colas.

Me educo en la «Escuela para Vaqueros de Buenos Sentimientos», y aprendo allí a pegar el oído en tierra y a conocer la hora por la posición del sol. A los catorce años coloco en mi pecho la placa de los «Sheriffes de Mirada Astuta, Pero Simpáticos». Compro al cuatrero Jimmy el caballo «Rayito de Luna» y marcho a Tejas masticando tabaco.

¿Lograron nuestros amigos alcanzar la otra orilla sin ayuda de balsas? ¿Pudo Bucky ocultar los caballos en la maleza? ¿Pueden los «sheriffes» ser rubios y llevar un lazo azul en el pelo? ¿Qué le ocurrió al portador del mensaje?

Al cumplir los quince años me persigue un espía del jefe comanche «Carita de Golfo». Pico espuelas y llego a Tejas. Allí me entero de que los sioux han desenterrado el hacha de guerra. ¡Se proponen asaltar el fortín Williams! Pego el oído a tierra y afilo mi cuchillo en una roca. Llego al fortín Williams a tiempo de aconsejar a sus defensores que cierren bien las puertas, porque en puerta cerrada no entran moscas. ¡Mi consejo los salva!: los indios, al llegar frente a la fortaleza, tocan el timbre de la puerta, pero nadie les abre. Enfadados, se alejan cabizbajos. Obtengo por mi heroísmo la valiosa «Medalla Que Hace Bonito Prendida en la Casaca». Me ascienden al grado de Cody, que viene a ser algo así como guardia de la porra. «Pata de Avispa», jefe comanche, jura cortarme la cabellera; pero yo, que me la acabo de cortar en una peluquería, huyo a uña de caballo escupiendo plomo. ¡Mi coraje me vale la pistonuda condecoración conocida con el nombre de «Fajita Estrecha Con Chucherías De Porcelana»!

Cumplo los treinta años en un tiroteo con la tribu «oka-oka», que pretende instalarse en el valle Mallosin.

¿Qué le ocurrió a la bellísima Lida? ¿Contrajo matrimonio con el forastero de patillas color de nabo? ¿Cayó en las garras del sanguinario «Águila Verde Con Motitas Blancas»? ¿Logró salvar el torrente? ¿Es necesario ponerse la vacuna antitífica?

Acudo al rancho Thompson. Pego el oído a tierra y escucho las pisadas del señor Berry. ¡Demasiado tarde! ¡Toda la casa es pasto de las llamas, y el ganado, despavorido, galopa entre peñascos! Aprovecho el viaje para libertar al buen viejo Edward, a quien los «oka-oka» tienen amordazado en la gruta Madison. El viejo me besa en la frente, y una lágrima asoma a mis ojos. ¡Es la primera vez que el llanto surca mi tostado párpado!

«Ojito de Buey», jefe comanche, me tiende una celada en el desfiladero. Caigo en la trampa, y me conducen a las montañas, donde se disponen a hacerme cantar. No canto, porque no me sé la letra de ninguna canción. Los indios se decepcionan, me sueltan y se consuelan tocando un gramófono. Monto en mi caballo y corro a cumplir algunos encargos.

¿Qué hicieron nuestros amigos? ¿Lograron aprisionar al cuatrero manco? ¿Llegaron a tiempo a la sesión infantil del Teatro Currito? ¿Acaso desaparecieron en la última escaramuza con los sioux? ¿Robaron el ganado y eludieron a los búfalos? ¿Tiene usted una cerilla?

Cumplo los treinta y cinco años en la tribu de «Buitre Severo», mientras el jefe intenta cortarme la cabellera con una tijerita. Logro huir disfrazado de río, para lo cual me lleno la boca de agua y voy soltando un chorrito.

Un año más tarde, mi caballo se resfría y le acompaño al «Hospital para Caballos de Ojos Claros». No me separo de su cabecera. ¡Pobre «Rayito de Luna»! Me mira, tose y lanza un lastimero «kikirikí» con el que tantas veces alegró mis paseos por la pradera. Cada dos horas le doy la cucharada de paja que le recetó el médico.

Dos meses después, sana mi caballo y marchamos a salvar a los colonos blancos que cayeron en la celada. Mi Colt escupe plomo, y consigo arrastrarme hasta la tienda de Kurt, el canadiense de la cabeza redonda. ¡Corto sus ligaduras, y nos alejamos disfrazados de fotógrafos! ¡Truco ladino! Los indios lanzan su interjección nativa, que quiere decir «¡Naranjas!», y nos persiguen a uña de borrico. Tomo al canadiense en brazos: ¡el pobre es tímido como un muchacho!

¿Llegaron los refuerzos a tiempo? ¿Consigue Pearson la suma necesaria para liquidar la hipoteca? ¿Qué le ocurrió al joven Jacinto, encargado por Johannes de llevar el mensaje al capitán Ferry? ¿Voló el embalse del río Sarmoth? ¿Deben tomar los niños una pequeña dosis de alcohol después de la papilla?

Me envían una nota de la hacienda Murphy, en la que anuncian el secuestro de la joven Priscila. ¡Rescato a Priscila en el desfiladero, mientras varias flechas me taladran las orejas! Nada temo. Entrego a Priscila en la hacienda, y el viejo Murphy me regala un cesto de fruta.

Mis hazañas comienzan a ser populares. Los colonos me llaman «búfalo», sin duda porque soy un poco grueso. No me enfado: son buenas gentes, y siempre tienen el viejo rifle dispuesto. Mis superiores me conceden la «Medalla en Forma de Rombo para “Sheriffes” que no sean Catetos». Una bala de rifle se incrusta a media yarda de mi rodilla. Pico espuelas.

Cumplo los cuarenta años en Daytona, mientras galopo en busca de las huellas que dejaron los coyotes a la orilla del regato. Los comanches me respetan: me he dado colorete, y ellos son enemigos únicamente de los rostros pálidos.

¿Cortó «Aguilucho Informal» la cabellera del enérgico colono patizambo? ¿Se apoderan nuestros amigos del plano de la mina? ¿Descubren por fin la cadena de oro con el dije colgante? ¿Logra la muchacha atravesar a nado la catarata? ¿No es cierto que debemos ceder nuestros asientos a los provectos?

Un año más tarde encuentro en la Garganta de Las Colinas a un indio malherido. ¡Es «Hueso Limpio», jefe de los comanches! Tiene una espina clavada en una pata. Me acerco a él, le quito la espina, y me lame las manos con afecto. Ordena a su tribu que entierre el hacha de la guerra, y fumamos todos unos puritos de la paz. Vuelve la tranquilidad a las praderas. Los ganados salen a pastar, mientras los vaqueros entonan su canción cómica titulada «¡A ver quién es el indio que se atreve a cortarle la cabellera a mi suegra!» Mis superiores premian mi labor con una palmada en el hombro. Se me concede una pensión vitalicia de catorce caballos anuales. Me retiro a la ciudad, donde padezco, años más tarde, un largo soplido en el brazo.

¿Pudo James dominar el tumulto de los vaqueros? ¿Casó Jenny con el poseedor de la cuantiosa hipoteca? ¿Qué ocurrió con el «tomahawk» del mejicano? ¿Me da una limosna, hermano?

El soplido en el brazo no fue tan intenso como para arrebatarme la vida. Ahora soy alto, pero propenso a la joroba. Tengo una melena cana, y los indios me regalan tortas de maíz. Mis ojos se empañan de nostalgia al recordar mis andanzas por el Oeste montado en el buen «Rayito de Luna», aquel caballo que todas las mañanas me saludaba con su alegre «kikirikí»…

SHERLOCK HOLMES

NAZCO EN ESCOCIA, del pusilánime bacaladero Holmes y de la bondadosa vegetariana Bette. Me bautizan con el bello nombre de Sherlock, que, en dialecto norteño, significa «Hombre de la lupa». De pequeño me llamaban amistosamente Sherley, cariñoso diminutivo que en dialecto norteño significa «Hombrecillo de la lupita».

A los diez meses, disfrazado con un pelele de guardia, sigo a gatas mi primera pista sobre la alfombra del comedor. No me cunde el crecimiento.

—¿Qué hicieron ustedes la noche del quince al dieciséis de mayo? —les pregunté a las visitas que vienen a tomar unas tazas de bacalao con mí padre. Las visitas se sonrojan y huyen.

A los ocho años, sospecho que las huellas digitales de la daga egipcia son falsas; pero no digo nada. Scotland Yard afirma que las esmeraldas de la duquesa se vendieron en Amsterdam a precios irrisorios. No creo al ladrón de Dumby tan poco inteligente.

A los doce años me llama por teléfono lady Winter y me anuncia el robo de su flautín predilecto. Acudo al castillo. El mayordomo se burla de mí produciendo un sonido especial con la lengua fuera de los labios. No me desanimo. ¡Descubro el flautín de lady Winter en el sobretodo del príncipe birmano!

(No es difícil adivinar que las motas de barro de la pechera del varón provienen de los lodazales situados a ochenta millas de Hampshire; en cuanto a los rasguños de la pantorrilla, fueron producidos por un imperdible pequeño del modelo corriente empleado por las modistillas húngaras).

A los quince años obtengo el «Diploma En Cartulina Para Detectives Ligeramente Brutos». ¡Todo el criminalato me teme!

Lady Winter vuelve a telefonearme y me anuncia la desaparición de su trinchacarnes dorado. Me encamino al castillo embutido en mi disfraz predilecto: toalla en la cabeza simulando turbante hindú, peluquín de estopa con trenzas, saya larga con florones y cigarro mentolado entre los dientes. Llego al castillo de lady Winter y me apresuro a interrogar a la propietaria.

—Veamos, lady Winter; ¿cuándo vio por última vez al desgraciado trinchacarnes?

—De eso hace ya bastante tiempo —me responde la dama con gesto vago—. El trinchacarnes era entonces muy joven. Una noche, en nuestro palacio de Devonshire…

Estos datos me bastan para descubrir el trinchacarnes en el sobretodo del príncipe birmano, el cual, dicho sea de paso, está fichado por toda la policía europea como sinvergüenza de siete suelas.

(Hasta un niño descubriría que Larry mintió al afirmar que había comprado su sombrero en Bond Street. Ese sombrero cónico, de felpa gruesa, se fabrica sólo en Estambul. Larry, al mentir, pretendía salvar a su cómplice Fricus, que desfalcó la Empresa Pum para comprar unas inyecciones a su madre).

A los diecinueve años acudo al «Baile Anual Para Sabuesos Humanos». Descubro allí al famoso palanqueta Bartolomé, que intenta robar el topacio del barón.

A los veinte años me telefonea de nuevo lady Winter para comunicarme la fuga de su payaso privado con una maleta de lentejas. Voy al castillo en una cacharra de leche para no despertar sospechas. Lady Winter me espera en el puente levadizo.

—¿Cuántos años hace que servía en el palacio el payaso desaparecido? —interrogo.

—Ochenta —responde lady Winter—. Era un payaso leal y, si me permite la palabra, bastante raro.

Un examen rápido del sobretodo del príncipe birmano me basta para recuperar la maleta de lentejas.

Crece mi fama. Obtengo de lady Winter la «Gran Torta Rodeada de Flanes Insignificantes». Busco un ayudante, pues mis asuntos con el criminalato aumentan día a día. Scotland Yard ríe sarcásticamente ante mis triunfos, y se muerde las uñas de envidia.

Crezco. Encuentro un ayudante para todo, muy dispuesto. Se llama Watson, y realiza los menesteres domésticos con docilidad asombrosa.

—Watson —le reprendo—, ¿ha quitado usted el polvo del piano?

Un año más tarde me visto de italiano para entrar en la Ópera sin pagar billete.

(Un simple análisis de la carta anónima me permite descubrir que su autor es un hombrecillo de cuello corto, con tres pecas en la falange del dedo anular, pálido, con el pelo ceniciento y grandes botas de pescador).

A los veintitrés años, lady Winter me envía un billete en el que me anuncia el robo de su famosa dentadura. ¡Caso interesante! Corro al castillo y me apresuro a interrogar al mayordomo.

—¿Acostumbraba lady Winter a dormir con la boca abierta? —le digo.

—Sólo durante el verano, señor. En los meses de invierno, la cierra a cal y canto.

Ordeno al mayordomo que se retire y pregunto a lady Winter:

—Veamos, señora: ¿cuándo abrió usted la boca por última vez?

—Ayer, a las tres y ocho minutos de la tarde.

—¿Pudo alguien, en un descuido, apoderarse de la dentadura aprovechando que usted se hallaba con la boca abierta?

—Muy posible, Mr. Holmes. Suelo abrir la boca sin tomar demasiadas precauciones, pues la servidumbre es de toda confianza.

—¿Puede usted decirme con qué objeto abrió la boca a las tres y ocho minutos de la tarde de ayer?

—Lo recuerdo perfectamente: la abrí para pronunciar la palabra «mameluco».

—Perfecto. ¿Recuerda usted si después de decir «mameluco» tuvo cuidado de cerrar la boca?

—No sabría decirle, Mr. Holmes. Muchas veces, es cierto, dejo la boca abierta un gran rato después de decir alguna cosa. Soy bastante distraída.

¡El asunto es grave! La dentadura de lady Winter, valorada en ochenta mil libras, es la célebre dentadura conocida con el nombre de «Pitipón», de la que tanto habló la Prensa brasileña.

Una maceta de petunias, colocada al azar en el hombro del mayordomo, me proporciona una pista: ¡encuentro la preciosa dentadura en el sobretodo del príncipe birmano!

A los treinta años obtengo el «Mazazo en la Nariz», premio que me concede el criminalato por mi labor detectivesca. Soy dichoso. No crezco, pero me pongo tacones.

(Me basta una ojeada al intruso para deducir, por sus ropas, que es un hombre alto, vestido de azul, con lentes de oro sobre la nariz y mechón de pelo en la frente. Un vistazo a sus documentos me hace adivinar que es viudo, de setenta años de edad, un poco calvo y bastante impertinente. Por una zancadilla que me pone, deduzco que tiene malas pulgas).

Descubro, a los treinta y cinco años, que el señor Barrington expende en su botica unas pastillas de goma bastante buenas. Compro un paquetito.

Watson quiere más sueldo. Le digo que un ayudante para todo está bien pagado con media libra. Me dice que no está contento. Le respondo que, si así lo desea, puede buscar detective desde hoy mismo.

A los cuarenta años, lady Winter me anuncia la desaparición de un valioso bibelote. Es demasiado: las mujeres todo lo pierden. Me niego a realizar pesquisas y alquilo un apartamento en Manchester, en un barrio pobre, con objeto de descubrir los manejos del simpático manco filipino. Le detengo cuando intenta desembarcar contrabando de espinacas. Soy feliz.

(Su pelo canoso me permite descubrir que Mr. Wallace no es ningún niño. Adivino, por el grueso cigarro que fuma, su afición al tabaco).

Muero en Essex, a los sesenta años de edad, a consecuencia de un prolongado trompetazo junto al oído. Watson, mi fiel ayudante, lanza aullidos lastimeros a los pies de mi cama mientras la aurora brilla en los cristales. El hampa, por su parte, celebra mi fallecimiento con guateques a base de ajenjo y navajazos.

NAPOLEÓN BONAPARTE

NAZCO DEL TERCER BATALLÓN de «Granaderos Bretones Barbilindos», a su paso por la aldea de Épinards à la Crème. Criado por una jaca seca, sufro un heroico destete a cañonazos.

—¡Ojitos de mariscal! —me dicen las señoras con gorro frigio cuando voy de visita—. Parece muy buenecito.

—No lo crean ustedes —explica mi madre—. Es muy descuidado: en cuanto se le da un «waterloo», lo pierde.

—¡Con lo caros que están los «waterloo»!

Pero no hago caso. Chupando obstinadamente mi pirulí de pólvora, juego con mi pelota, que tiene un mapamundi pintado encima.

Este niño se pasa el día jugando con mapas —dice mi madre, preocupada—. Me parece que tiene vocación de topógrafo.

¡Sí, sí, topógrafo! Muerto mi padre de un tiro por la culata, obtengo una plaza de botones en el Estado Mayor.

¿Llegaré a tiempo a la batalla de Austerlitz? ¿Se rendirán los saboyanos al ataque de mi caballería? ¿Llevaré bufanda a la batalla de Rusia, o me bastará con una camiseta gorda? Todos estos problemas atormentan mi cabecita de niño.

Mientras planteo cómo llegaré a Egipto sin mojarme los pies, cuido con amor mi mechón de cabellos que heredé de mi padre. Lo riego todas las mañanas sobre mi frente, y se conserva lozano. Soy todavía un adolescente, y ya me acaricio con orgullo una úlcera que adorna mi estómago como una escarapela.

Sigo de botones en el Estado Mayor. Bajo al bar por cerveza y espero la oportunidad, que no tarda en presentarse. Una tarde, aprovechando que el Estado Mayor se asoma a una ventana para decir un piropo a una parisiense, descuelgo del perchero unas charreteras y me nombro mariscal.

—¡Qué carrera más brillante ha hecho nuestro botones! —exclama el Estado Mayor al volver de la ventana, saludándome en posición de firmes.

—¡Andando! —ordeno a las tropas, señalando con un dedo un mapamundi.

—¿Por qué carretera salimos? —me pregunta el Estado Mayor—. La de Austria está llena de baches, y no hay más que una fonda donde sólo podrán dormir cinco o seis tropas.

Elijo la carretera de Italia y así, de paso, podré saludar a mi tía Matilde, que vive encima de un Alpe.

—Será mejor que llevemos algo de merienda para el camino —aconsejo al Estado Mayor.

Preparan en una cesta varias tortillas de patatas y unas cuantas gaseosas, que en francés se llaman «gaseuses», y me pongo al frente del Ejército. Antes de salir, me vuelvo a los granaderos y les digo:

—¡Todos mis soldados llevan en sus mochilas un bastón de Mariscal!

Los soldados se apresuran a abrir sus mochilas, miran dentro, y se llevan un gran chasco: no ven el bastón por ninguna parte, y creen que les estoy tomando el pelo. En efecto: se lo estoy tomando.

Salimos al atardecer. Llegamos a casa de mi tía Matilde, a la que encuentro algo pocha, y al día siguiente ocupo Italia. Italia se ocupa pronto, porque toda la gente está metida en los cafés hablando mal de los Borgia. Paso a Egipto, les digo a los soldados que se fijen bien en las pirámides, porque valen un potosí, y volvemos a Europa. De allí me llevo al Ejército a que tome un poco el fresco en Prusia, y a partir de entonces me armo un jaleo imponente: voy, vengo, vuelvo a marcharme, y no paro ni un momento en Francia.

—Cuando cene usted fuera de Francia, haga el favor de avisar para que no le esperemos —me dicen en París.

Al cabo de algún tiempo, todo el mapa de Europa está lleno de banderitas indicando las ciudades que he visitado. Ya no sé adónde ir.

—¿Por qué no pasas un fin de semana en Francia, y te prepararé esa sopa de cangrejos que te gusta tanto? —me propone mi mamá.

El Estado Mayor me dice que hay una pandilla que quiere gresca en un sitio llamado Waterloo, y que por qué no vamos a zurrarles la badana.

—Ten cuidado —me aconseja mi madre—. Recuerda que los «waterloo» nunca te han sentado bien.

No la escucho. Me pongo mi sombrero, que es igual que el de los almirantes, pero puesto atravesado, y me voy a ver qué quieren esos tipos.

¡Mamá! ¡Mamá! ¿Por qué no escucharía tus consejos? ¡Bien arrepentido estoy de haber sido testarudo!

En Waterloo, mi Estado Mayor se hace un lío con tanto caballo y tanto granadero, y me las dan todas en el mismo carrillo.

Ahora estoy de espaldas a un rincón del Atlántico, castigado sin el sabroso postre de la Historia y tengo que escribir cien veces en la pizarra: «No volveré a tirar la pelota del mapamundi en el barro de la guerra. No volveré a tirar la pelota del mapamundi en el barro de la guerra. No volveré a tirar la pelota del mapamundi…»

DON JUAN TENORIO

NACE DE AMBROSIO TENORIO y de Nicanora Peláez, humildes tocadores de timbres en la cuenca del Tajo. Bien pronto se manifiesta la vocación del pequeño Juan, siendo ésta la causa de que varias criadas abandonen la casa con toda urgencia.

Sustituidas las criadas por sargentos de artillería retirados, Juanito languidece dos años junto a sus ancianos padres. Su espíritu tan sensible a la belleza, sufre en aquel ambiente rígido. En vano se esfuerzan los sargentos de artillería para servirle con solicitud y mimo: el joven primogénito de los Tenorio se muestra adusto. La vida del hogar no se adapta al inquieto temperamento del muchacho y sus padres deciden enviarle a París para que estudie Matemáticas. Libre al fin, Juan Tenorio se dedica a cultivar sus aptitudes predilectas. A los doce años, fecha memorable, recibe su primera bofetada. Es en aquella ocasión cuando pronuncia la célebre frase que le hizo famoso: «No todas las señoritas son pan comido».

Cumple los quince en el interior de un bello armario de luna propiedad de la baronesa Dubonet, pues el barón Dubonet no le resulta simpático y prefiere no saludarle. Seis meses después, regresa a España.

—¿Aprendiste matemáticas, hijo? —le preguntan sus padres, que a pesar de la edad siguen tocando timbres.

—Según a lo que llaméis vosotros matemáticas —sonríe Juan maliciosamente.

Se desarrolla en todas direcciones. El que en los primeros días de su vida sólo era un niño recién nacido, es al cumplir los veinte años un joven esbelto, barbinegro, con dos ojos del tamaño de castañas, sentimental y rico en hemoglobina. Mueren sus padres al tocar un timbre de alta tensión y el joven Juan hereda el pequeño peculio. Pero el peculio es tan pequeño que da risa verlo.

Sigue desarrollándose, cada vez con más vocación para eso. Cumple los treinta años detrás de una suntuosa cortina propiedad de la duquesa Tilbury, pues prefiere eludir el trato del duque, hombre de temperamento irritable. Bien pronto las envidias tratan de minar su labor fecunda: hoy, una estocada del barón Dubonet; mañana, una bala del duque Tilbury; otro día recibe un anónimo en el que una mano desconocida le llama «berzas». ¡El mundo es rencoroso con los muchachos que trabajan para abrirse paso en la vida!

Cumple los cuarenta años en un lujoso baúl propiedad de la condesa de Montpieté. Don Juan es ahora un hombre maduro. Su porte es señorial: de vez en cuando produce con sus articulaciones un chasquido aristocrático, que acentúa la esbeltez de su figura.

Bien pronto el duque de Montpieté logra que el alcalde de la localidad envíe a don Juan al destierro. Lejos de la cuenca del Tajo, que le vio nacer, vistiendo la pequeña boina de los desterrados, se eclipsa la estrella del señor Tenorio. Primero, le abandonan sus deudos. Más tarde, son sus amigos los que le dejan solo. Pero no acaban aquí sus desdichas: varios dedos de sus pies, desagradecidos, abandonan a su amo en el momento en que más los necesitaba. ¡Terrible soledad del que había sido ídolo de los más coquetos «budoirs»!

Junto a su retrato, que se conserva en el Museo Municipal de Astorga, la ciudad que tanto amó, van a llorar muchas de las colaboradoras que le ayudaron en su meritísima tarea.

CAPERUCITA ROJA

NACE DEL LEÑADOR FILIBERTO, aficionado a las hachas, el cual muere un año después a consecuencia de un codazo. Su madre se ve obligada a ganar el pan con su trabajo.

—Ya he ganado el pan con mi trabajo, Caperucita —dice a la pequeña niña—. ¡Ahora tengo que ganar el queso, la fruta, el chocolate, la empanadilla, el sifón, el agua de Borines, la anchoa…!

¡Mísero destino! En el bosque que la vio nacer crece la niña a duras penas.

Doce meses más tarde. Caperucita realiza con éxito los recados de su mamá. Por aquellos días cae enferma doña Gracia, abuela de la nena.

(—¡Ya te he dicho que lleves la jarra del vino y la tarta a casa de tu abuelita, caramba!

—¡Voy, demonio!)

La abuela, vieja cascarrabias de grandes huesos, reclamaba a cada momento abundantes dádivas.

(—El vino es para la abuela, niña. No te lo bebas en el trayecto, como haces siempre que llevas vino a alguna parte).

Por espacio de dos años, Caperucita lleva diariamente una tarta y una jarra de vino a su abuela.

(—¿Cómo sigue la abuelita, niña?

—Igual que siempre. Esa vieja es de hierro. Le duele todo el cuerpo, pero resiste.

—¿Te ha dado algún recado para mí?

—Sí. Me ha dicho que le mandes menos tarta y más vino).

Pasan las semanas. Caperucita, cada día más alta, realiza con puntualidad el recorrido desde su casa hasta la choza de la abuela.

(—Ya podías decir a la abuela que se mude un poco más cerca, mamá. Con estos paseos, no hay suela que aguante.

—No te quejes, hijita. ¿Cómo sigue la pobrecita?

—Hecha un toro.

—Ya será menos).

Con el invierno llega al bosque el temido lobo. ¡Lobo, lobo! ¿Por qué devoras a los inocentes? ¿Por qué te complaces en arañar con tus zarpas? ¡Lobo, lobo! ¿Por qué no eres un poco más cariñoso con las cabezas de ganado? La nieve cubre las sendas. Los árboles se cubren de armiño.

(—Oye, mamá: supongo que con este tiempecito de mil diablos no tendré que llevarle cosas a la abuela.

—Ya lo creo, niña. No vamos a dejar que la abuela se muera de hambre.

—¿No?)

¡Día memorable! Caperucita endosa su ropa de invierno: piel de oveja en sus hombros, bolsa de agua caliente en la cabeza y orejeras de fieltro. Con mano aterida empuña una cesta de manzanas y una jarra de vino. ¡Bondadoso corazón de niña, que sabe sacrificarse para socorrer a su abuelita enferma!

(—¡Tanta abuela, tanta abuela! ¡Vaya una monserga de abuela!

—No murmures, hija. Lleva la cesta y aguántate).

Unas horas más tarde, el lobo ronda por el bosque. De pronto, surge de la espesura y le dice a la niña con voz de hombre:

—¿Dónde vas, Caperucita?

—A casa de mi abuelita.

Estas palabras bastan a la fiera para urdir una estratagema: rápidamente se dirige a la casa de doña Gracia. Y en ella, devora a la interfecta y ocupa su puesto en la cama, disfrazándose con el bonete de dormir que usara la víctima.

Inocente y candorosa, llega Caperucita con los víveres para la ancianita.

—¿Se puede entrar? —pregunta.

—Pasa, nietecita —responde el lobo con voz de abuela.

Entra Caperucita. ¡Horror! ¿Comerá el lobo a la niña? ¡Terrible escena!

(—¡Qué abuela más rara! ¿Será que la enfermedad le ha puesto esta cara de perro?)

¡Momento de tensión! Caperucita, con los ojos clavados en el rostro de la presunta abuela, exclama:

—¡Menos mal! ¡Cuánto le agradezco que se haya comido a la abuela! Gracias a usted, no tendré que estar acarreando vino y tortas toda la vida. Que usted lo pase bien, lobo.

Después da media vuelta, y sale de la casa silbando un fandango. ¡Qué bien!

UN EMPERADOR ROMANO

HIJO DE TRIUNVIRO y fenicia guapa, aprende desde niño el manejo de la túnica y del latinajo. Niño aún, pone tasas a los mercaderes y bozales a los espartanos. Adora el circo, donde ríe con las graciosas matanzas de los gladiadores cómicos Tédum y Pompófum. Fuerte vello de emperador cubre sus pantorras, que el peplo deja al aire libre. Pero las consabidas luchas intestinas desgarran las Galias, al par que su primo Lepórido se corona cicerone de Macedonia. Ello es fuente de sinsabores para el joven latino.

Al cumplir los veinte años (que en romano se dice XX), ingresa en la «Academia Mens Sana in Corpore Sano», donde aprende el ejercicio de la guerra púnica.

—Vas a llegar tarde a la guerra púnica de esta mañana —le dice su chacha al despertarle temprano, preparándole un bocadillórum de cristiano.

Una epidemia de escarlatina le lleva al trono, pronunciando en esta ocasión el juramento ritual de los emperadores:

Gallia est omnes divisa in pedazos tres.

Al frente de soldados con faldita escocesa y casco de bombero, asuela las Galias. Legisla. A los pueblos sometidos, les impone tributo de media oveja cada vez que respiren, lo cual aumenta el tesoro de su imperio.

Derrotados los drónidas de una sola embestida, los condena a corte de cabellos con cabeza inclusive. Su tono de legislador es celebrado por trovadores y juglares: y al juglar que no lo celebra, ¡zás!: arranque de glotis. Crea la gabela titulada «Impuestum Utilitatis», y se deja apuñalar por un Bruto cualquiera. Muerto el senador Timorato, arma una flota y se pasea por Alejandría con una rosa en la cadera. Retorna a las Galias, donde los galos se niegan a pagar la media oveja, y los llama roñosos. De regreso a Roma, pronuncia el célebre discurso que le hace digno de ser traducido en las escuelas elementales de la posteridad. Dice así:

Vitae Civies, humanis gámbara frégoli lucuam. ¿Sapio piscis? ¿Sapio minerale? ¡Plaudit gárgara pepete nostrum! Tépale senator gallus piscineam, adborenses frígidam pacet frifrí. ¡Ecuam vobis óscula nemicus, farcanda pluris gurugú amicis!

Legisla sin dar reposo a sus amanuenses: cuando no es un arbitrio, es un peaje; y cuando no es un tributo, es un portazgo. Se perfuma con ánforas de almizcle.

En el ocaso de su vida, pierde su imperio al torcérsele el tacón de una sandalia. Muere rodeado de los senadores, a los cuales dice esta frase que será esculpida en todos los mármoles y en muchos marmolillos:

Gallia est omnes divisa in pedazos tres. Pero pocus.

UNA PROTAGONISTA DE LAS HERMANAS BRONTË

NACE, SI A ESO se le puede llamar nacer, en la tinaja de una lavandera. Criada con cerveza en el tabuco de un esquirol paralítico, recibe a los seis años su bautismo de latigazos. Se esmirria cada día más. Trenzas y pecas adornan su rostro. Expulsada de Escocia por flaca, ingresa en el «Asilo para niñas que no tienen árbol donde ahorcarse».

(Maestra con cara de vampiro. Asilada que se vuelve loca. Humedad en las paredes. Manta delgadísima. Reprimenda en la cabeza. Pulmonía. Alimentación deficiente).

Al cumplir los veinticinco años recibe unos latigazos de despedida y sale del Asilo a ganarse el pan. ¿Qué puede hacer una señorita que sólo sabe bordar y tocar serenatas? Sólo tiene un camino: colocarse de institutriz. Eso hace nuestra heroína. Marcha a Londres con todo su peculio metido en un paquete, y encuentra una colocación en un suburbio hediondo.

(Humillaciones. Cabo de vela que el viento apaga. Lamentos nocturnos. Punzada en un pulmón. Aristócrata fatuo que guiña un ojo. Suelas gastadas. Lodo en la calle. Niebla).

La colocación es buena, y en ella permanece por espacio de tres años. Lo malo es que la dueña de la casa oculta en el sótano un ser deforme que grita por las noches, cosa que a la institutriz la poner nerviosísima. «¿No puede usted decir al ser deforme que vaya a gritar a casa de su tía?», suplica la institutriz. Pero la señora no hace caso.

(Niño que saca la lengua. Padre de la niña con buena facha que no quita ojo a la institutriz. Señorita que ríe. Colocación perdida).

Seis meses después, muere su tía Priscila dejándola toda su fortuna: nueve peniques, una peluca de color salmón, y un guardapelo de plata con un bigote dentro. A punto de lanzarse al Támesis, encuentra a Gaspar, el opulento señorito que no quitaba ojo en la casa donde estuvo colocada.

«Aunque es usted una institutriz de estofa más bien baja, la amo con un frenesí que no se lo salta un “highlander”».

(Penuria que se acaba. Boda de rumbo. Ser deforme que se mata. Primavera que vuelve).

GRETA GARBO

NAZCO EN ESTOCOLMO del señor Garbo, droguero. Mi madre, sueca fina, me educa con esmero en un liceo pío. Soy una niña delgada, de larga osamenta y sedosa pelambre. Ya desde la cuna, practico la mirada lánguida y el gesto ausente.

A los doce años soy melindrosa. Rechazo alimentos de toda especie con mohines de disgusto. Odio los fideos, la coliflor y el plato típico. Bien pronto ofrezco el aspecto de una joven desnutrida. Estoy siempre cansada y me gusta desplomarme en los sofás que tienen hombre dentro.

Crezco lentamente. Peso pocas libras, y los huesos se me clavan en la piel, amenazando romperla. Me río pocas veces, porque menudos son los suecos para hacer chistes.

Soy extraña, ondulante y tengo buena memoria. Aprendo a morir con naturalidad y me contratan para hacer cinema. Mi padre muere en su droguería, víctima de la naftalina. Tengo que seguir haciendo cinema para poder vivir. ¡Triste peculio me dejó el señor Garbo!

A los veinticinco años, la vida me cansa y me tumbo en un sofá con la cara hacia el techo. A los veintisiete, la vida me aburre y me duermo un rato para descansar.

Crezco. Me convierto en una fémina espiritual con movimientos felinos. A los treinta años, lloro cuando me cuentan el chiste de la gallina y la pulga. A los treinta y dos, la vida me sigue cansando y me siento en la terraza de un café a tomar una cerveza.

A los treinta años se despierta mi apetito dormido. Empiezo a tener hambre, pero los dueños del cinema me prohíben que coma.

—¿Dónde iríamos a parar —me dicen— con una Greta gordinflona?

Languidezco. Tengo apetito y miro con codicia las tiendas de ultramarinos.

A los cuarenta años, como a hurtadillas un gran trozo de salchicha. ¡Nunca olvidaré este glorioso fiambre! A los cuarenta y dos, suelto una carcajada al ver un hombre grueso que resbala en una monda de fruto maduro.

Un año más tarde bostezo en mi lujoso «bungalow». Sigo creciendo. ¿Hasta dónde voy a llegar?

Por fin, una clavícula puntiaguda rompe mi piel y tengo que coser el roto con una aguja enhebrada con «catgut».

No soy feliz. Quisiera cortarme el pelo y hacerme pequeños ricitos, como las muchachas negras. Pero los dueños del cinema dicen que nones. También me prohíben probar alimentos que no sean avena cocida y pizcas de queso.

Un año más tarde permanezco dos semanas con la barbilla subida y los ojos entornados.

El señor Pictures, para el cual trabajo, me tiraniza. Raciona mi avena y se pasa el día diciendo:

—Las egregias de su tipo no pueden pesar más de treinta libras, doña Garbo.

¡Al diablo las egregias! Cuando pueda, dejaré de trabajar para el señor Pictures y me retiraré a una granjita de Tejas, donde pueda comer cochino hasta reventar. Entretanto, sigo creciendo. Ofrezco el aspecto de un alambre vestido, coronado por una peluca de paje antiguo.

ROBERT TAYLOR

VENGO AL MUNDO caracterizado de Armando Duval, con futesas de encaje en las mangas y chistera gris perla. A los tres años, mi madre, simpática granjera de Iowa, comienza a comprender que soy Robert Taylor, el insigne guapetón. Doy largos paseos en «travelling» por las calles de Oklahoma, mientras guiño a las chicas debido a un tic nervioso; las chicas se amoratan de rubor y esto me causa risa. Con frecuencia encuentro en mis paseos descaradas metodistas que me piropean.

—¡Okey mi niño! —dicen.

Seis años más tarde, mi padre me llama aparte y me dice:

—Es hora de que lo sepas, hijo mío; ¡eres Robert Taylor!

—¿Te refieres al insigne guapetón? —pregunto, perplejo.

—¡Valor, hijo mío! ¡Sí!: ¡tú eres el insigne guapetón!

Palidezco y corro a maquillarme de Romeo. Estoy inquieto: había oído hablar muchas veces de Robert Taylor, pero nunca pude figurarme que fuese yo mismo. Dos años después, una manicura de Tennessee se arroja al Missouri al ver un retrato mío en la estampilla de una chocolatina.

—¡Mira, mira! —comenta la gente, dándose codazos al verme pasar—. ¡Es el insigne guapetón!

Todo el mundo se cree en el deber de decirme piropos en la calle.

—¡Okey mi niño! —gritan los «cow-boys», arrojando a mis pies sus redondos sombreros.

—¡Okey tu mother! —añaden otros.

A nadie le recomiendo el puesto de insigne guapetón: hay que estar todo el día con unas pesas colgadas de las orejas para que la piel de la cara no se arrugue. Y por si esto fuera poco, de noche hay que dormir metido en un tarro de pomada para conservar la frescura.

A los veinte años soy contratado para hacer de Robert Taylor en una película corta, y ensayo bravas miradas de carnero. ¡Llueven contratos! A los veintitrés años empiezo a recibir montones de cartas. Todas están escritas en papel violeta, despiden perfume y empiezan de la misma manera: «Mi adorado guapetón».

Me contratan años más tarde para hacer una película que se llama «Robert Taylor», en la cual aparezco en dos mil posturas distintas. Como gano mucho dinero, me compro un «travelling» descapotable para pasear por Oklahoma. Los periódicos publican todos los días «interviús» con titulares que dicen poco más o menos: «El insigne guapetón las prefiere rubias, con la raya a la derecha». «El insigne guapetón come tartinas de la confitura “Fripp”».

Los piropos menudean.

—¡Okey el salero!

—¡Okey los morenos con garbo!

Dos años después, monto en mi «travelling» y viajo con una toalla en la cara para que nadie me reconozca. Al volver de mi viaje, pido a los productores que me dejen hacer algún papel de viejo, pero ellos dicen que los insignes sólo pueden hacer papeles de Robert Taylor. Sufro. El señor Metro, para el cual trabajo, me presta un león particular para que me defienda en la calle de las admiradoras demasiado voraces. Pero ni aun este león me sirve de nada: es anciano y bondadoso.

Sueño con ser calvo y viejecito; con tener una verruga en la nariz y grandes redondeles de carne fofa. La vejez es el único refugio en que podemos disfrutar de un poco de paz los guapetones insignes.

«CHARLOT»

NAZCO EN UN SUBURBIO poblado de hombrachones ceñudos que me persiguen para golpearme. Huyo a saltitos. Me introduzco por la ventana en un salón, y derramo la tetera. Soy candoroso. Protejo a una emigrante que robó dos conejos. Cae un guardia en un barril de asfalto, mientras señores de grandes cejas gesticulan. Huelo un ramito de violetas.

Pasan los años. No me desarrollo mucho, pero mis ojos, en cambio, son vivaces. Un sombrerito esférico cubre mi cabeza desde la adolescencia. Carezco de ropas vistosas, pero cepillo sin desanimarme mi modesta levita. Declaro mi amor a jóvenes antiguas que se burlan de mí. Sonrío tristemente. Hurto cigarros puros a estanqueros descomunales, y corro vertiginosamente huyendo de perseguidores que me atribuyen delitos que no cometí.

Pasan los años. Realizo grandes trabajos para los que no tengo aptitud, y soy expulsado de todas partes. Grandes tartas de crema caen inopinadamente sobre mi cabeza.

Al morir mi padre, heredo su pequeño bigote. ¡Bigotito paterno, cuántas cosas me recuerdas! Te conservo amorosamente debajo de la nariz, lo mismo que las huérfanas guardan medallones con el retrato de sus mamás.

Tropiezo y caigo. Todo el mundo me grita por mis torpezas. Trabo amistad con niñas humildes que me obsequian con plátanos robados y flores halladas en estercoleros. Los guardias me aconsejan que circule. Huelo nuevos ramitos de violetas. Las ciudades donde vivo están habitadas por gigantones furiosos. Soy ágil y me escabullo. Patino muy bien y no desperdicio la ocasión de demostrarlo. Abro y cierro los ojos con rapidez. Sueño con las Nochebuenas frías. Aterido y bonachón, camino sobre la nieve con el cuello de mi levita subido. Me detengo ante escaparates colmados de víveres. Suspiro. Grúas inmensas me izan por el pantalón y me sumergen en depósitos de agua helada. Desciendo por la barandilla de escaleras lujosas.

Nuevas desgracias hacen su aparición en mi vida, vestidas con harapos conmovedores. Cieguecitas a las que protegí, recobran la vista. Mastico con gran apetito, pero sin abrir la boca. Tengo disputas con hombres más fuertes que yo, a los que venzo con ingeniosas triquiñuelas. Vivo en chozas deterioradas con sillas que se rompen al sentarse.

Al final me alejo por carreteras polvorientas con mi sombrerito esférico y mi trote de gorrión humilde.

UN PROTAGONISTA DE TANGOS

NACE DEL PAMPERO ARCADIO, gaucho «malevo» aficionado al poncho. Su mami, linda viejecita de Corrientes, muere en el arrabal de un ataque de macana.

(—¿Qué desí? ¿La vieja murió? ¡Mandáte un trago, compadrito! La vida es rea, no más).

Se enamora de Rosita, la pebeta que le traiciona con un rico del interior. El pibe, lleno de desesperanza y vacío de plata, logra trabajar en la tienda de música «El Bandoneón Cuyo Fuelle Hace Fú». Cae en el fango. Se hace ruin y malevo, y le quita el pan a la vieja a cada momento.

(—¡Pobre pibe! ¿Será posible? Llevás una existencia de gandulón. ¡Araca, boleador! Escucha este chamullo.

—¿Qué chamullo?

—Éste: ¡rataplán, rataplán!

—Tenés rasón: es un chamullo muy bonito).

A los quince años, el pibe se enamora de Corinta, cantadora de milongas en el «Café del Plata». Huye Corinta con el tanguero Teodoro, dejando a nuestro héroe con el alma hecha un pingo. Cae en el fango, pero se levanta. Se hace pecador.

(—Conversa con nosotros, compadrito. El amor es humo de sigarro. ¿Por qué no la matás?

—Hombre, es una idea. Gracias, amigos. Ahorita vuelvo).

Un año después aparece en los diarios matutinos: «Pibe mata por pasión a célebre milonguera». ¡Loco amor! Los agentes le aprisionan y es condenado al encierro. ¡Vaya enfangamiento!

(—¡Cómo te estás poniendo de fango, gaucho!

—¡Bah! No importa: se quita con un poco de agua.

—¿Por qué mataste a la milonguera?

—Me era un poco antipática.

—¡Loco amor, loco amor! Arrastrarás una vida de reo meditabundo).

Treinta años más tarde sale de la prisión.

(—Allí lo tenés: mató a la milonguera y ha salido de la prisión hecho un verdadero macho. ¿Dónde estás, corasón?

—Aquí.

—¡Menos mal!

—¡Pobre pibe! Tiene sesenta años, y apenas representa ocho. ¡Ha sufrido tanto!)

Intenta volver a la tienda «El Bandoneón Cuyo Fuelle Hace Fú», pero le empujan fuertemente y cae en el fango.

—¡Piedad, piedad! —le grita una vieja con un hombre en los brazos.

—¿Quién sos? —pregunta el desgraciado.

—Soy Rosita, la pebeta que te traisionó con un rico del interior.

—¿Y ese señor que llevas en brazos?

—Fruto de la traisión.

—Pues es un fruto demasiado adulto.

¡Pobre pibe! Loco de celos, incapaz de perdonar la diablura de la pebeta, coge un hacha y la mata. Dos años más tarde muere en Corrientes ahogado en el fango del arrabal donde nació su viejecita. ¡Lástima de traje, pues el fango, aunque parezca que no, siempre deja mancha!

TOM MIX

NAZCO EN LA GRUPA DE UN TORO. ¡«West» mío, «West» mío! ¡Por algo la gente te llama «Far»!

Llego a Milton City, aldea enclavada junto a la célebre «Barranca del Raposo Desdentado». Me dicen al oído:

—Ojo, chico: «el Espuelas» te sigue el rastro.

—Me llamo Tomás —le explico a un filibustero mientras hago pastar a los bueyes de un pariente rico.

—Entonces te llamaremos Tom —bromea el bandido riendo su propio chiste.

Me respetan porque no soy manco. Coloco una bala en el entrecejo de Robby.

—¡Buen tiro, Tom! —me dice Robby. Y muere.

A los veinticinco años me aprisionan los novatos bandoleros Oliver y Spencer. Me atan fuertemente y pretenden abandonarme.

—¿No conocen ustedes la ley? —les amonesto—. Pues bien: la ley del Oeste dice así: «Todo bandido, al capturar al buen “cow-boy”, tiene la obligación de dejar flojos los nudos de sus ligaduras para que pueda huir».

Oliver y Spencer se disculpan y me dejan marchar, no sin antes regalarme un frasco de colonia en prueba de afecto.

… jamás lograrán atravesar la pradera con el cargamento de oro. Se opondría la banda del tartamudo José. Y por otra parte…

A los treinta años, un espejo me revela que tengo la genuina cara del vaquero guapo; un ojo rasgado y el otro redondo; frente cuadriculada, nariz larguísima y una boca estrecha por la que apenas cabe un silbido. Al cinto, luzco el armamento corriente: cuchillo con mango de carey, peine de pasta y la consabida perita de goma para ahuyentar con agua a los enemigos de poca monta.

… ¡Pobre Jeves! A pesar de su veteranía, cayó en la trampa del «Piernas» y tiene que trabajar uncido a una noria…

A los treinta y seis años descubro la organización que dirige el calvo «Cartucho». Pretendían introducir en el país vacas de contrabando, haciéndolas pasar por granjeras un poco gruesas.

A los treinta y nueve años, soltero y triste, me encamino al bar «Derby House» y cruzo unos disparos con el señor Pedrolo por un quítame allá esas balas.

… Las pisadas de un caballo hicieron pensar a los cautivos: «¿Será Pepe?» Pero bien pronto se convencieron de que no era Pepe, porque Pepe calzaba siempre suelas de goma.

A los cuarenta años, mis ahorros me permiten adquirir un ranchito en las afueras del Far-West, soleado y con caballo a la puerta. Caso en primeras nupcias con la señorita Elda Fogori emigrante, propietaria del «Bar Tampico». De este matrimonio nacen dos niños, tres niñas, una botella de vino añejo, una orquesta de cuerda y un potro al que doy el nombre de «Centella».

A los cuarenta y tres años recibo el soplo de que ha llegado a la ciudad Baxter. Este Baxter es un matón que tiene aterrorizados a los colonos con sus horribles disfraces de fantasma. Corro a enfrentarme con Baxter. Me acompaña «Centella», mi hijo menor, y llegamos a la ciudad con viento favorable. Baxter me espera.

—¡Papá! —grito al verle, en el paroxismo de la lágrima.

—¡Tomasito! —grita el matón tirando al suelo con estrépito su colilla de cigarro.

¡Baxter es papá! El matón tira sus armas y me estampa un beso en la mejilla. ¡Latente emoción! Mi padre, al reconocer en mí a su hijo, se desploma entre las patas de los caballos. Allí mismo, y con el máximo respeto, los vaqueros le quitan la piel para hacerse cinturones. ¡Así es la vida en el Far!

«SABÚ»

NO NACE: lo escupe un tigre de Bengala. Solo en mitad de la selva, se amamanta a trompicones: primero una jirafa, que le resulta incómoda; luego una hiena, que le sabe a rayos; más tarde un búfalo que por poco le da una bofetada; y por último, una loba, que tiene fama de hacer muy bien estas cosas. Pero el muchacho, con tanta dificultad, se cría canijo. Es natural: sin una papilla que llevarse al gaznate no se pueden hacer milagros de gordinflonería. Sabú llega a tener la carne justa para no ir enseñando el esqueleto. No crece demasiado, porque perdería toda la gracia.

Bien pronto comienzan a perseguirle los cineístas, porque su piel es muy apreciada en el tecnicolor. Pero Sabú, menos soso que Tarzán, procura trabajar en películas donde abunden chicas guapas, pues algo se pesca siempre.

Cuando alguna tribu tiende una celada al blanco bueno, allá está Sabú para dar el chivatazo. Por eso los califas y marajás, que viven en palacios de cartón azotando esclavos, no le pueden ver ni en pintura. Y se comprende, ¡qué diablo!: por mediación de Sabú, la esclava más bonita se escapa siempre con un señor de Liverpool, cosa que sacaría de quicio a cualquiera. El condenado niño se escabulle de un salto en cuanto quieren darle azotes. Se alimenta de raíces, bayas de baobab y bejucos crudos; pero en cuanto la cámara no le enfoca, se zampa cada solomillo con patatas que ya quisiera usted. El tecnicolor le obliga a tener la piel cobriza y el pelo azulado, cosa que consigue a fuerza de pomadas. A veces se zambulle en un río, para que le retraten debajo del agua agarrado a una tortuga.

Sabú, a fuerza de alternar con tantos animales, aprende su complicado lenguaje. Gracias a esto, sabe que cuando un león dice «¡Grrrr!», significa que es peligroso acercarse. Cuando un elefante hace «¡Grrrr!», quiere decir que lo mismo. Y así. Gracias a esta facilidad para las lenguas selváticas, Sabú se contrata como intérprete de las caravanas. Con frecuencia le clavan una flecha en un brazo; pero él se la quita, se tapa el agujerito con un corcho, y sigue rodando metros de tecnicolor, tan fresco. Algunas señoras inglesas han querido lavarle, peinarle y adoptarle. Pero Sabú, fiel al tecnicolor, ha rechazado tan tentadoras ofertas.

Hasta que algún día le pique un tigre, se le infecte el picotazo, y tengan que cortarle la cabeza para evitar la gangrena. Ser niño pitongo de la selva es muy expuesto.