HUELGA ESTOMACAL

YA HAN OCURRIDO VARIOS CASOS en diferentes cárceles europeas y americanas; un buen día, cualquier recluso declara la «huelga del hambre», y se niega a probar bocado.

—Le advierto, señor asesino, que este caldito está muy sabroso —le tientan los carceleros con voz maternal.

—Es inútil —rechaza el extraño huelguista con tenacidad—. He decidido no comer nada, para protestar contra esto o lo otro.

Y los guardianes se ponen muy tristes, y van a decírselo al director de la prisión.

—El preso número 25 847 no ha querido almorzar.

—Habrá comido alguna porquería por ahí, y tendrá el estómago sucio. ¿Le ha mirado usted la lengua? —indaga el director, que vela cariñosamente por todos los sinvergüenzas que han sido confiados a su custodia.

—No es cuestión de apetito. Por lo visto, ha declarado la «huelga del hambre» para protestar.

—¿Protestar? ¿Contra qué?

—Dice que no está contento entre nosotros, y quiere que le soltemos para ir a reunirse con su mamá.

Y el director, que es un buenazo, exclama compungido:

—¡Qué chicos éstos! No tienen ni pizca de paciencia para soportar sus condenas. En cuanto entran en la cárcel, ya están deseando salir.

Lo más extraordinario de estos casos es que los carceleros se llevan un disgusto imponente y se desviven para convencer al huelguista de que coma. Le preparan merluza con mayonesa, cazuelas de «bechamel», y otra porción de cosas ricas.

—¿Le apetecerían unas croquetas, o un sesito rebozado? —le preguntan llenos de solicitud.

—He dicho que no quiero nada —insiste el preso, tercamente.

—No va usted a pasarse toda la cadena perpetua en ayunas, hijo —le dicen para que desista de su inapetencia voluntaria.

—Me ha dolido mucho que no esté usted satisfecho de esta casa —se queja el director—. Aquí nunca se le ha tratado mal…

La verdad es que se queda uno perplejo al ver esta reacción ingenua y bondadosa frente a los huelguistas del hambre. No sé de ninguno que haya logrado satisfacer por este procedimiento las pretensiones que le movieron al ayuno, ni he leído tampoco que estos huelguistas muriesen de inanición por sostener demasiado tiempo esta curiosa actitud de rebeldía. Los carceleros fueron lo bastante enérgicos para no ceder a la coacción, y a los estómagos amotinados les faltó la energía necesaria para no ceder al apetito.

De todas las huelgas que ha inventado la gente para forzar la concesión de ventajas que se le regatean, es la del «hambre» la más ineficaz y estúpida de todas. Todo huelguista pretende perjudicar a los demás con su inactividad, y sólo en el caso de la huelga estomacal se perjudica a sí mismo en beneficio del prójimo. Cuando los ascensoristas neoyorquinos deciden holgar, lo hacen con la malísima intención de que los inquilinos del piso cincuenta mueran de cansancio al escalar las interminables escaleras. Pero cuando el preso 25 847 se declara en huelga de cuchara caída, lo único que logra es hacer la pascua al preso 25 847. Es bastante pueril pensar que el buen corazón del mundo sufrirá lo indecible al saber que el preso 25 847, encerrado en el penal de Cincinnati, ha decidido no probar el rancho para conseguir así que en el catre le pongan una almohada de plumas.

En estos años duros, especialmente, todos nos beneficiamos del inútil sacrificio de esos huelguistas tontos: cuantas más personas renuncien a comer, a tanto más tocarán los que no declaren en huelga su apetito.

Lástima es que la tontería de la «huelga del hambre» no cunda y sea decretada por media Humanidad, para doblar así las raciones de la otra media.

No perderíamos gran cosa si la población penal de los cinco continentes decidiera en masa el ayuno absoluto: a medida que fuesen muriendo por debilidad delincuentes comunes, aumentarían los cupos de vitaminas y disminuirían los cupos de sinvergüenzas. Dos pájaros de un tiro.

¡No enflaquezcan inútilmente, caballeros! Si lo que ustedes pretenden es reventar a alguien, decreten la huelga opuesta, mucho más temible: la de la gula.

La «huelga de la gula» no consiste en dejar de comer, sino en comer más que nunca. Ésta, señores presos, sí que pondría los pelos de punta a sus guardianes y al mundo entero.

—Señor director —dirían los carceleros horrorizados—. El preso 25 847 se ha declarado en «huelga de gula» y se ha comido quince raciones de patatas.

—¡Qué espanto! —gritaría el director con los ojos fuera de las órbitas—. ¡Quince raciones! Como se generalice esta huelga de voracidad, no vamos a tener ni para empezar con los víveres de que disponemos.

—¡Moderación, señor asesino! —suplicarían los rancheros con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Que tenemos que guardar un poco para la cena!

Pero si el huelguista voraz no hiciese caso y continuase devorando sin tregua, hasta que se le saliesen las patatas por los oídos, el director acabaría por llamarle a su despacho y decirle:

—¡Salga de esta cárcel inmediatamente! ¿Usted cree que están los tiempos para darse esas comilonas? Vuelva al lado de su mamá, hijito, que aquí no podemos dar banquetes.

«C. D».

LA DIPLOMACIA es una organización mundial muy curiosa. Si al montar en un tranvía, por ejemplo, pisa usted sin querer a un súbdito extranjero, la víctima corre con el cuento a la Embajada de su país.

—Me han pisado en el dedo gordo del pie derecho —protesta el súbdito, ofendido.

En el acto, la Embajada pide explicaciones al Gobierno del autor del pisotón. Se intercambian varias notas con este contenido aproximado: que a esto no hay derecho; que usted perdone; que es muy cómodo pegar un pisotón y esconder el pie; que lo hizo sin querer; que eso habría que verlo; que tampoco hay que ponerse así; que si patatín; que si patatán… Y, nota va, nota viene, se organiza una trifulca que puede terminar a cañonazos.

Si no existiera el Cuerpo Diplomático, nadie haría caso de estas pequeñeces. El súbdito extranjero, al no haber Embajada donde protestar mientras el pisotón escuece, tendría el tiempo necesario para serenarse y comprender que el incidente no tuvo importancia.

Siempre he creído que si las naciones viviesen en completo aislamiento, como islas, sin enlace diplomático de ninguna especie, los motivos de fricción entre ellas disminuirían muchísimo.

Los observadores extranjeros en tierra de uno son algo así como vecinos que se metiesen en nuestro piso a fisgar lo que hacemos. Un Gobierno bajo las miradas del Cuerpo Diplomático debe sentirse tan violento como una familia en cuyo comedor se ha colado el vecindario para verla comer.

Quizá la diplomacia tenga su intríngulis; pero no acabamos de vérselo. Fuera de meter la nariz en lo que otros hacen y tardar cuatro meses en otorgar un visado, su razón de existir pasa inadvertida. El hombre de la calle, lector de periódicos y completamente pez en alta política, suele creer que este cuerpo sólo sirve para precipitar el advenimiento de las grandes catástrofes. Y se explica esta teoría: toda guerra va precedida de un ajetreo diplomático tan fenomenal, que es difícil discernir si ese ajetreo se produce para conjurar las guerras, o si las guerras, por el contrario, son una consecuencia lógica de ese ajetreo.

Es indudable que la diplomacia tenía justificación antiguamente, cuando las cartas iban a caballo y los telegramas eran llevados por palomas en el pico. Pero dada la rapidez del avión, de la radio y el cable actuales, no hay negocio internacional que no pueda solventarse por correspondencia.

Pese a estos razonamientos, el hecho cierto es que los numerosos miembros de este vasto cuerpo están diseminados con profusión por todo el planeta. Comunidades minúsculas, cuyo territorio cabría en un jardín, sostienen legaciones llenas de «cedés», chisteras y boatos. En algunos casos, todos los naturales del paisito ocupan en el exterior puestos diplomáticos, quedando en la metrópoli una criada para decir a las visitas que los habitantes han salido.

Y se comprende la aspiración de desempeñar estos destinos, dotados de alicientes maravillosos. Todas las naciones han rivalizado siempre en hacer grata la estancia entre sus fronteras a los representantes de sus vecinos. Exquisitas leyes de hospitalidad prodigaron en todo momento al diplomático mil atenciones. Se procuraba que estos funcionarios extranjeros viviesen con las mismas comodidades que un compatriota acomodado. Hace una veintena de años, la cosa no ofrecía dificultades, porque la vida era buena para casi todo el mundo. Las ventajas materiales que obtenía un diplomático en tierra extraña, eran idénticas a las que cualquier indígena, no siendo un pobrete, podía conseguir.

Sin embargo, de aquellos tiempos de sana economía hemos descendido a éstos, de pellejo pegado al hueso. No existe en el mundo ni un solo país cuyos habitantes estén libres por completo de privaciones. Las clases acomodadas han sufrido un bajón en su acomodo. El hombre que se defendía con un trabajo moderado y limpio, ha tenido que duplicar sus labores para sostener el antiguo nivel de vida.

Pero, sobre todo, a diario se decretan sacrificios colectivos que afectan a todas las clases de un pueblo, sean ricas o pobres, gordas o flacas. Un rasgo de delicadeza hospitalaria libra al diplomático extranjero de estas medidas restrictivas. Soy el primero en aplaudir, hasta cierto punto, tan elegante rasgo de caballerosidad mundial. Pero examinemos alguno de los casos que plantea esta excepción:

Supongamos dos países imaginarios: Batracia y Torlonia. En ambos, para hacer frente a la escasez de queso, impera una prohibición, idéntica y general, de comer queso. Se prohíbe comer queso en Torlonia. Se prohíbe comer queso en Batracia. Ningún batracio ni torlonés, sean de la categoría que sean, pueden probar el queso en sus patrias respectivas. Sin embargo, el Gobierno torlonés permite al diplomático batracio que coma queso, y el Gobierno batracio, por su parte, autoriza el consumo de queso al representante torlonés. Total: que los representantes de ambos países viven mucho mejor que los países por ellos representados. Cabe preguntar si el esfuerzo mental del diplomático exige sostener un tren de confort al nivel antiguo, en esta etapa de descenso que todo el mundo sufre.

Supongamos otro caso: en Batracia está prohibido montar en bicicleta por falta de pedales. Pero el Gobierno torlonés, gentilmente, pone a disposición del representante batracio una hermosa bicicleta para que pasee cuanto guste. Siempre he creído que a ese rasgo de finura por parte de los torloneses, el cónsul batracio debería replicar con ese otro:

—Muchas gracias, pero no puedo aceptar su bicicleta. En mi país la gente ha sido privada de sus bicicletas, y yo estoy obligado, moralmente, a sufrir iguales privaciones que mis compatriotas Lo mismo que en Legación celebro las fiestas de nuestro calendario nacional, padezco también las luctuosas incomodidades que las circunstancias imponen a mi patria. Somos simples funcionarios de nuestro país, y nuestro «C. D». no quiere decir, en modo alguno, «Ciudadanos Distinguidos».

A la tentadora elegancia de la oferta, cabe responder con la patriótica elegancia de la renuncia. Y, elegancia por elegancia, creo que la segunda tiene mucho más mérito.

SE NECESITAN MECENAS

EN CUANTO UN RICO de nuevo cuño se compra un frigidaire, un «Chrysler» color de refresco y algunos brillantes como lobanillos, se agota su fantasía adquisitiva. El que gana a espuertas gasta con cuentagotas, porque carece de apetitos finos y caros. Hay excepciones, pero se cuentan con los pelos de una calva. Al rico contemporáneo le suenan los fajos en el bolsillo, pero no le lucen. Creo que le hago un favor indicándole una válvula de escape para su riqueza. ¿Por qué no se hace Mecenas? Mecenas, sí: de esos que dan de vivir a los artistas, para que produzcan en paz sus mejores obras.

En aquellos siglos antiguos tan prósperos, cuando no se ponía el sol y cosas así, el rico era un hombre útil. Después de agenciarse sus «haigas» de caballos, sus pollos para comer a dedo y sus cofres de especias [1], se hacía Mecenas. Buscaba a un bachiller harapiento —entonces el bachillerato tampoco servía para nada— y lo instalaba en su casa a cuerpo de rey.

—¡Maguer que vais a componer sabrosos poemas, malandrín! —le decía cariñosamente, regalándole una especia.

Y el bachiller, estimulado por su protector (que le pagaba un maravedí a la hora), se escribía un romancero por semana. ¡Así cualquiera, mira qué gracia! ¿Que salía un muchacho que se le daba bien eso de la pintura? Pues Mecenas al canto, y a llenar los museos tocan. ¿Que un tal don Miguel tenía mucha chispa? Pues unas sesiones de Mecenas, y «Quijote» que tienes.

El mecenazgo permitía trabajar al escritor sin desgastar su numen con el frotamiento diario de los artículos. Dejaba que las plumas y los pinceles se movieran al compás de la inspiración. Nunca faltaba en casa del Mecenas una azafata solícita, que sirviese de musa y de lo otro. La historia no tendría Siglos de Oro tan resplandecientes si no llegan a existir esos Mecenas dadivosos con más ducados que un torero. El arte, con ellos, florecía. Y brotaban libros tan voluminosos como «Lo que el viento se llevó», pero de mucha más enjundia. Y se hacía cada pinacoteca que quitaba el hipo. Muchos Mecenas han entrado en la posteridad de la mano de sus pupilos, porque sus oscuros dineros se dignificaron al emplearse en la manutención del genio.

El primer diluvio de «haiga» sobre Europa debió de caer al empezar todo aquello de las Indias. Nunca falta, junto al idealista que planta la bandera en una nueva tierra, el mercachifle que ha traído una maleta de espejitos para vendérselos a los indígenas. Grandes fortunas se harían entonces, y muchos tenderos se forrarían burlando las tasas de la canela y la vainilla. Pero la costumbre del mecenazgo, arraigada en todas las clases sociales, limpiaba ese oro de su origen impuro.

¿Por qué no se hacen Mecenas los ricos contemporáneos? ¿Por qué no me invita un opulento a su palacio y me alimenta dos años para que escriba mi obra maestra?

Hay muchos jóvenes por ahí que «prometen mucho», pero que no darán nada si la única ayuda que se les suministra es una bequita de cuatro reales. Lo que esos artistas jóvenes necesitan son tres comidas abundantes y bien condimentadas, un estudio acogedor, unos billetes grandes para tabaco, y todo su tiempo para concentrarse y dar el gran salto hacia la obra genial. El ocioso dinero del ricacho podría poner una inyección magnífica al arte decrépito de nuestros días.

Ese pintorcillo flaco que pinta conejos y naranjas porque no puede pagar modelos guapas; ese escritor que no escribe libros porque nadie se los paga; ese escultor que esculpe humildes cabezas de niño en pequeñas piedras…, todos están pidiendo a gritos un Mecenas que los saque de apuros. Y poco postín podría darse el del «haiga» diciendo en su tertulia cafetera:

—Pues sí, don Evaristo: tengo en casa un vate joven que es un fenómeno. Está preparando un poema de cuatro tomos, que ríase usted de La Eneida.

LOS QUE PIDEN SALIDAS AL MAR

RARO ES EL PAÍS que no tiene en su historia alguna reclamación territorial. Mientras éste ambicionó una suculenta colonia africana, aquél puso los ojos en una cuenca minera de mucho porvenir; o en un río que, además de navegable, era un espléndido vivero de hermosas truchas. Unos soñaron con estrechos, con macizos montañosos… Otros apetecieron ciudades, nudos ferroviarios, desfiladeros, praderas con buenos pastos… Hasta los países más menudos, que aparecen en los mapas como tumorcillos nacidos en las fronteras de las grandes naciones, hicieron sus pinitos diplomáticos para obtener algún solar fronterizo donde colocar un cañoncín y un aduanero.

Estos pleitos han sido siempre feos, largos y enojosos. Parecen disputas entre terratenientes por la propiedad de una miserable viña situada en la línea divisoria de sus fincas.

En lo tocante a anexiones, sólo simpatizo con los países rodeados de tierra por todas partes que piden salidas al mar. Ellos son los únicos que merecen ser escuchados en las conferencias internacionales. Prescindo por completo de las ventajas estratégicas o comerciales que se derivan de poseer un pedazo de costa. Me importa un bledo la riqueza material que pueda conseguirse con un muelle de atraque y una flota mercante. Yo defiendo la aspiración marítima de los países sin mar por pura cuestión de higiene. Protesto contra que existan en los continentes pueblos sin mar, como protestaría contra la existencia de ciudades sin agua corriente.

Los países sin salida al mar son como esos pisos interiores sin ventanas a la calle. Y sus habitantes, habitantes de nación interior, tienen la expresión desabrida de los vecinos que sólo pueden asomarse a patios lóbregos.

Porque sin mar no puede existir felicidad perfecta. Únicamente los que se han dorado en una playa, los que dieron saltitos al paso de las olas, o los que gritaron al zambullirse en una bahía, conocen la sensación de plenitud salutífera. El aire del mar es el más libre y el más puro de los aires que corren por el mundo. No hay salud absoluta sin un contacto periódico con el mar. No importa el mar que sea. Cualquiera es bueno. Hasta el Mar Negro es capaz de dar la vida al que se meta en sus aguas.

«Vaya usted al mar», recomiendan los médicos en los casos difíciles, porque saben que es la gran tisana para las enfermedades sutiles que no curan las píldoras.

«Vaya usted a la montaña», tienen que decir los médicos a los pacientes de naciones interiores.

Recetan la montaña como sucedáneo. Se va a la montaña cuando no se tiene mar, lo mismo que se bebe malta cuando no se tiene café.

¿En virtud de qué absurdo reparto geográfico se ha privado a tantos países del derecho del mar? ¿Cómo se justifica la injusticia de que los suizos, los bolivianos o los paraguayos, no puedan yodarse en una playa bañada por mar propio?

Es necesario hacer pasillos que ventilen los países de tierra adentro con brisa pura del mar. ¿No es monstruoso que los bañistas húngaros no puedan dirigirse al mar en albornoz sin atravesar fronteras? ¿No es indignante que un pobre checo tenga que pedir pasaporte si desea dar unas brazadas fuera de una piscina?

«Solicito el visado para darme una zambullida», dice el ciudadano del país interior en la Embajada de la nación costera. Y el desgraciado salta de alegría cuando obtiene su visado para zambullirse en el mar.

Es muy triste.

Esperemos que las grandes asambleas internacionales tracen estos higiénicos pasillos, que harán felices a tantos pueblos. Entretanto, consolemos a estos vecinos sin ventanas a la mar salada.

Si no queréis abrir una recóndita herida de su alma, no hagáis a un suizo esta pregunta, tan corriente entre nosotros:

—Usted ¿qué prefiere? ¿El mar o la montaña?

Os dirá siempre:

—¡La montaña, claro!

Pero si tiene mucha confianza con vosotros, terminará por haceros esta dolorosa confesión:

—No podemos elegir. En el fondo, estamos hartos de tanta montaña; pero seguimos trepando a los picos más altos con gran entusiasmo. ¿Quiere usted saber por qué? Tenemos la esperanza de que algún día muy claro, sin nada de niebla, podremos ver desde nuestras cumbres el mar lejano… ¡El mar!… ¡Llegar a ver el mar!… Esto nos mueve a ser alpinistas, que es una actividad insana y fatigosa… Subimos… Subimos siempre… Escalamos los miradores más agrestes… Y hasta nos ponemos de puntillas encima del Mont Blanc para ver si así logramos descubrir, en el horizonte, un trocito azul de ese mar que nos ha negado la geografía.

«PINACLÓMANAS»

La marquesa está pumba…, ¿qué tendrá la marquesa?

¿Tiene acaso la sota que aún no está en la mesa,

o el monín de diamante que la obligue a abatir?

¿Robó ya el rey de picas por el que yo suspiro…?

La marquesa está pumba… ¡Qué suplicio, Dios mío!

¡Dame Tú la precisa que me ayude a salir!

Yo.

EL MATRIMONIO FERNÁNDEZ ha llegado a los postres, deteniéndose apenas en cada plato.

—¿Quieres otro poquito de flan? Está muy rico.

—No me da tiempo. Es tardísimo.

—¿A qué vienen esas prisas?

—Tengo que salir.

—Deberías hacer un poco de reposo. No es bueno para la digestión salir con el último bocado.

—Es que me esperan a las tres…

—Tu pandilla, claro.

—Sí; mi pandilla.

—¡Eso de que no puedas pasar ni un minuto en casa! ¡Dichosa pandilla!

—No hacemos nada malo: tomamos café y jugamos una partidita de cartas.

—¿Me vendrás a buscar a la hora del cine?

—Desde luego, te recogeré a las seis.

Y, encasquetándose con rapidez su sombrero, la señora de Fernández sale a la calle y corre a reunirse con su pandilla de amigas, que la esperan para jugar una partida de pinacle. El señor Fernández, resignado, abre un periódico y se sienta en una mecedora de la salita.

Hay pocos vicios tan tristes como el que domina a las «pinaclómanas». Magnetizadas por las quince cartas puestas en abanico, se desligan por completo de cuanto ocurre a su alrededor: apenas martirizan a sus criadas, dejan que se quemen sus arroces, y son más tolerantes con el desorden de sus hogares. En casa de la «pinaclómana» no hay quien cosa un botón ni quien limpie un dorado. En casa de la «pinaclómana» se cena a las tantas y se sisa a mansalva. La «pinaclómana» olvida sus deberes a la hora de entregarse al goce de su manía.

Ningún juego ha logrado tal cantidad de prosélitos en tan poco tiempo. El pobre bridge, con todo su empaque de gran señor y con todos sus papelitos para apuntar las jugadas, ha sido desalojado de los tés femeninos. Ni el mismo poker, con ser un método estupendo para desvalijar elegantemente a los amigos, conquistó su prestigio con tanta rapidez.

Basta observar una mesa de pinacle para convencerse de la fascinación que ejerce sobre quienes lo practican. Es peor que una droga excitante. Se ven madres de familia con las papadas temblando de nerviosismo. Las marquesas olvidan sus escudos y hacen trampas de tahúr al contar los tantos. Nobles ancianas, con gargantillas de encaje, palidecen y se amoratan al ligar un «mono gordo».

—No estamos «barbeladas» —cacarea la mujer de un magistrado.

—¡Claro que están ustedes «barbelés», hijita! —protesta, colérica, la ricacha que dejará su fortuna a un asilo.

Porque las maniáticas, poseídas por el diablillo del comodín, pierden toda la piedad mientras dura el juego. Son crueles y astutas. Damas empingorotadas se desorbitan para ver las cartas a su contrincante. Madres con hijos en la judicatura mienten y perjuran para apoderarse de una sota. Cuando una compañera comete una jugada torpe, las uñas de su partenaire se crispan sobre el tapete verde de un zarpazo. Se arañarían.

Y, mientras tanto, las marmitas hierven a su antojo en las cocinas; los niños se hacen pupas en las rodillas sin que nadie les ponga un poco de tafetán; los maridos toman sopas heladas y pescados fuera de punto.

—¿Dónde está mamaíta? —pregunta el nene a las once de la noche, mecido en los brazos de papá.

—Mamaíta está jugando con sus amiguitas —dice el padre con dulzura, disculpando a la «pinaclómana», que no vuelve de su partida.

Hay que multar a las «pinaclómanas» y clausurar los improvisados garitos donde se reúnen. El pinacle está minando el baluarte social de la familia en su columna más firme: el ama de casa. Si ella deja de sostener el hogar para entregarse a la nefasta baraja, la catástrofe será inevitable.

CHISMÓGRAFOS

YA ESTAMOS hasta la badana de tanto libro «sensacional» dedicado a airear los trapos sucios de estos años amargos que hemos vivido.

Cuando no es el diario íntimo de tal o cual personaje, que lo escribió con la intención premeditada de que lo leyese todo el mundo, es el relato truculento de algún testigo presencial «que estuvo allí». Y como los acontecimientos fueron muchos, el número de personas que tuvieron ocasión de «estar allí» en algunos de ellos, es incontable.

Gentes que tuvieron un ligerísimo y superficial contacto con figuras que las circunstancias convirtieron en históricas, editan a toda prisa tomos de quinientas páginas enjuiciándolas. Parientes oscuros y lejanos, arrinconados por su impotencia mental en puestos sin relieve, asaltan los escaparates de las librerías con una sarta de memeces que suele titularse: «Yo fui primo segundo del gran Fulánez». Empleados y servidores a los que la casualidad situó en las cercanías de prohombres discutidos, cuentan lo que oyeron detrás de las puertas o atisbaron por el ojo de las cerraduras. Falta poco para que el limpiabotas que en cierta ocasión limpió el calzado a un jefe de Gobierno, publique un volumen que se llame: «Yo limpié unas botas de piel de vaca a Perenganito».

Este género feo y porteril, que recoge con criterio de comadre chismosa cuanto hicieron y dijeron vencedores y vencidos, atiborra las mesas de los editores mundiales; que si el dictador Mengano tomaba el café con dos cucharaditas de azúcar sin copete; que si tal presidente del Consejo rompía siempre los calcetines por el talón; que si el primer ministro famoso usaba cuellos de celuloide; que si tal jefe de Estado tenía la costumbre de guiñar un ojo; que si el almirante Zutano no sabía nadar y tenía miedo al agua…

Con estos libros, escritos por chismógrafos, la historia contemporánea se achica y empobrece. Se tiene la sensación de estar en la portería de una casa de vecindad, chismorreando de los inquilinos. Verdades insignificantes y noticias ridículas disecan a las figuras que tuvieron, para bien o para mal, categoría histórica.

Con el mismo criterio porteril, los chismes alcanzan, no sólo a estas figuras puestas en la picota de la popularidad, sino a su vida privadísima. El cotilleo se ceba en sus esposas y en sus hijos, en sus familias y en todo bicho viviente que anduvo por sus orillas.

Escritores de tercera y cuarta fila, que ni a mitad de precio conseguían vender sus obras raquíticas, explotan como una mina de oro aquella taza de té que tomaron por chiripa con un dictador o un presidente.

Se comprende que después de una etapa miserable y feroz, con pirámides de muertos, la gente tenga una psicosis así de alta, que sólo se calma hurgando con más o menos sadismo en las basuras pasadas. Pero separados de la última guerra por una buena lengua de tiempo, ya va siendo hora de dar carpetazo a tanta chismorrería para ir pensando en cosas menos podridas.

A estas alturas, el que más y el que menos sabe de sobra cuál de los dos contendientes fue el más bruto, y en cuál deben ponerse más esperanzas de edificar un mundo que no sea demasiado indigno. Hay que sacar conclusiones de las heridas que se recibieron y dejarlas después que cicatricen. Es lo elegante y lo práctico al mismo tiempo. Mantenerlas abiertas, sólo sirve para debilitar el cuerpo herido.

Ya es hora de que callen los que «estuvieron allí» con sus fastidiosos relatos. Ya es hora de hacer un sitio a los novelistas en las imprentas, acaparadas hasta hoy por los horrores.

A nadie le importa un pito esos «Diarios» de personajes cuyo momento pasó, y que suelen decir, poco más o menos:

«26 de mayo de 1941.—Hoy estuvo a verme Von López. Llevaba una corbata de lunares amarillos, y lo encontré un poco más paliducho que en su última visita. Nuestra conversación, que copio textualmente, fue así:

»—¡Hola, Von López! —dije yo—. ¿Cómo está usted?

»—¡Psch! —me contestó evasivamente, como suelen hacer los diplomáticos que no quieren comprometerse.

»—Hace un día de verano —añadí.

»—Pero al anochecer hará fresquito —concluyó él.

»¿Qué había querido dar a entender Von López con la palabra “fresquito”? ¿Quizás alguna indirecta sobre la marcha de las operaciones en Rusia? ¿Habrá sido el anuncio velado de que las tropas trudas se proponen entrar en el Peloponeso? ¡Este Von López es un enigma!»

No hay nadie que soporte estos «Diarios», que pretenden contener la clave de la última guerra, y que sólo contienen unos miserables puntitos de vista de sus vanidosos autores.

Los chismosos, los correveidiles que hormiguean en la alta política no escriben la Historia.

Si yo fuese editor, publicaría mañana mismo un libro bajo este título: «Yo no estuve en ninguna parte». Y ganaría los duros a espuertas.

MÉDICOS DE CABECERA

CUANDO USTEDES ERAN NIÑOS, el médico de cabecera funcionaba todavía. ¿Quién no lo recuerda con su reloj de bolsillo para tomar el pulso, con sus botas de elástico y su sano olorcillo a eucaliptos? Bastaba una ligera indisposición para que surgiese en la puerta con su afable sonrisa, protegidas sus amígdalas por una bufanda larga, larga, larga… No era imponente ni teatral. Tenía un caramelín para el nene y la nena. Solía ser grueso, porque los médicos lustrosos y saludables parecen los más propensos a contagiar la salud. Se le conducía al lado del enfermo, pocho y desinflado bajo el edredón, y manipulaba en él con ingenuidad encantadora.

—Saque la lengua —ordenaba, como si la lengua fuese una tablilla en la que la Naturaleza escribiera su diagnóstico.

Del color de la lengua dependía todo. Si la lengua estaba áspera y gris, dieta hídrica a base de limonada muy clarita. Si aparecía limpia y sonrosada, caldo de gallina, rueda de merluza hervida y una taza de camomila bien caliente.

—No es nada —decía casi siempre, porque en aquellos buenos tiempos pocas eran las enfermedades que se resistían a la pequeña ciencia del médico de cabecera.

Y salía de la habitación dando palmadas alentadoras en los hombros de toda la familia. Sólo en casos excepcionales se paraba en el vestíbulo a componer una receta en su bloc, como quien compone una cancioncilla:

—Pondremos, primero, tres pizcas de bicarbonato. Luego, una cucharadita de agua de azahar, por si los nervios; algo de azúcar y unas hojas de hierbabuena. Si al enfermo le gustaba el regaliz, también se puede poner un poco.

Eran recetas caseras, ricas como jarabes, que las farmacias preparaban en bonitos frascos de colorines. Muchas veces, después de su visita, los parientes del pachucho invitaban al doctor a una copa de vino dulce con unas galletas. Y mientras tomaba la copa en la sala, consolaba a todos diciéndoles que don Ambrosio Fernández, de cuya casa venía, estaba en cama con un cólico muchísimo más gordo que aquél.

Con frecuencia se quedaba a almorzar, y a los postres veía con mucho gusto al orzuelo que le había salido a la cocinera, el diente del benjamín que no acababa de romper la encía y un ganglio en forma de seta que le brotaba a la señora en el cogote cuando llovía. Para todos los dolores encontraba aquel bondadoso médico una palabra de consuelo, en «eso se quita con fomentos», un «eso no tiene importancia», o un «eso también lo tengo yo y no me preocupo».

Se le trataba con familiaridad por su nombre de pila. Se le pedía consejo al elegir un sitio de veraneo que le fuera bien a la septicemia de la niña de la casa. Se le preguntaba si la tarta de manzanas era indigesta, si era bueno beber agua sudando, y si la lubina era un pescado azul. A todo respondía con dulzura y justeza, regalando aquellos consejos, pues jamás los incluía en su minuta.

—Don Jerónimo es como de la familia —decía la señora en las visitas, refiriéndose a su médico de cabecera—. Seguramente nos lo llevaremos a veranear para que eche algunas gotas en la oreja del pequeño, que tiene otitis.

Pero la abnegación de este doctor, cada día más raro, llegaba al colmo cuando nos poníamos realmente enfermos. Entonces se le veía mohíno, como si fuese un tío nuestro muy próximo. Recetaba sin descanso, inventando fórmulas especiales que hacían dar botes a los microbios. Iba y venía sin pausa, poniéndonos emplastos mantecosos sobre la zona enferma. Tomaba un tentempié improvisado en la cocina y volvía a nuestra cabecera para velarnos. Todos se habían ido a dormir, incluso esa tía vieja que llega de provincias, especializada en cuidar enfermos. Pero él continuaba allí. Se aflojaba un poco la corbata para luchar más cómodamente con la muerte, y nos cogía una mano para infundirnos ánimos. ¡Cuántas noches, cuando el dolor nos producía insomnios, le oíamos cantar entre dientes una nana tranquilizadora! Y pasado el peligro, le faltaba tiempo para recetarnos fideos, pechuga de pollo y compota. La convalecencia era amable a su lado. Decía que nos sacaran al sol envueltos en una manta, y más adelante, al darnos de alta, nos ayudaba a caminar los primeros pasos con nuestras piernas enflaquecidas por la dieta.

Nunca agradecimos aquellos sacrificios del médico de cabecera, pues con la salud olvidábamos en seguida los maternales cuidados que nos prodigó. Pero él nunca tomó en cuenta nuestra ingratitud, y, al menor alifafe, volvía a nuestro lado solícito, como siempre.

Es triste ver que los médicos de cabecera van desapareciendo con rapidez, suplantados por clínicas y específicos. La Medicina es cada día más impersonal y mecánica. El doctor nos examina con rayos X en un cuarto oscuro. Apenas tiene tiempo para darnos un cachetito amable después de manipular durante tres horas en nuestro paquete intestinal. Las eminencias se limitan a entregar al paciente una cuartilla con instrucciones para que se cure, y allá él si las sigue o no. Por un quítame allá ese quiste, sanatorios y clínicas donde no se oye ni una palabra de afecto. Hasta el tocólogo gruñe cuando la parturienta, calculando mal la intensidad de sus dolores, le avisa con unos minutos de anticipación. Nos gustaba creer que nuestro hígado era diferente a todos los demás, y que el médico de cabecera inventaba para él una receta única en el mundo. Pero hoy se curan todos los hígados con el mismo frasco del mismo producto, al que acompaña un folleto con las mismas palabras. No hay forma de que el médico se detenga a tomar en nuestra compañía ni media galleta. Las heridas cicatrizan más de prisa, sin duda, pero más amargamente. En las consultas le dicen al paciente que vuelva dentro de un mes, y esto contrasta con los doctores de antes, que prometían ir ellos mismos a la mañana siguiente.

Estar malo es cada día más triste. Y uno piensa con nostalgia en aquellos cariñosos doctores con lentes de oro, plácidos y humanos, que corrían a sentarse a nuestra cabecera al menor golpe de tos. Y uno piensa, también, que no sólo de penicilina vive el enfermo.

LA BELLEZA EN PELIGRO

—ACABO DE VER una película tan estupenda —dice el espectador, frotándose los ojos de gusto—, que he salido del cine con el estómago en el sombrero. No te la pierdas, porque es francamente repulsiva.

—¿Me juras que da verdadero asco?

—Desde luego.

—Entonces iré. Yo sólo voy al cine cuando ponen películas con buenas carroñas.

El record de taquilla de estas últimas temporadas lo bate siempre la casa productora que filma al cabo del año más atrocidades. Ya no hace falta ser guapito para aspirar al estrellato. Bizcos y mancos, cretinos y deformes protagonizan películas de nueve rollos. Madres con hijas que se quemaron la cara al freír un calabacín suspiran aliviadas y dicen en las tertulias:

—Es la oportunidad de mi niña. Yo creo que mi niña es lo bastante espantosa para hacer un buen papel en películas de complejos.

—Demasiado mona me parece —dice una vecina envidiosa.

—Pues tiene un costurón en la frente así de ancho. Y un ojo se le va. Más no se puede pedir, mujer.

Los guapos y guapas van quedando para decir que la cena está servida, para entrar con una carta en una bandeja y para hacer bulto en las escenas de conjunto.

Paranoicos que descuartizan a su padre y lo envasan en latas de medio kilo; histéricas que estrangulan a sus cuñados con una liga; paralíticos que pinchan a los gatos en la cintura pelviana para divertirse, y otras raspas salidas de los vertederos fisicomentales, son los amos de los guiones. ¡Cómo se ríen los directores cuando alguien pretende rodar una película chistosa, de gentes sanas y ambientes luminosos!

La novelística sufre la misma locura. ¡Adiós novelas de amor en las que Clarisas de la clase media se casaban con adorables pilotos que aterrizaban con avería en sus terrazas! ¡Adiós, novelas de costumbres, que nos daban recetas de sabrosos platos típicos! ¡Adiós, en fin, las novelas literarias, donde el autor dedicaba dos capítulos a describir cómo eran las petunias!

Toda novela que no quiera pudrirse en los estantes de los libreros ha de tener un clima tenebroso. Y una casa húmeda, con ventanas altas y pequeñas, por las que entre un rayito de sol de tarde en tarde. Y unos personajes con «tics» nerviosos y largos arañazos en los carrillos. Y alguna vieja que grite a las doce en punto, puntual como un reloj. Y un criado amarillento, con papada de pellejo y un ojo más saltón que el otro.

Y si al abrir el libro sale volando un murciélago, mucho mejor.

Editores y casas productoras buscan cadáveres a cualquier precio, para servírselas al público con una ramita de perejil en la boca.

La única solución que le queda al lector que desee pasar un rato agradable es leer novelas policíacas. Este género, que empezó siendo lo más sangriento que se publicaba, es en la actualidad la lectura ideal para niñas de colegio. Toda su malicia no pasa de un inocente jugar al escondite entre el lector y un asesino.

—¡Que te pillo, que te pillo! —piensa el lector cuando se acerca a los últimos capítulos.

Y, por fin, lo pilla. Y el autor se encarga de entregarlo a la justicia, para que lo aten con una cadena y no vuelva a hacer diabluras.

En los temas psicológicos, el final es siempre el manicomio, la epilepsia o cualquier otro sitio incómodo.

En cuadros y esculturas, la tendencia es parecida. Los pintores, en vez de retratar señoras imponentes recostadas en un sofá, como hacían los flamencos, eligen como modelos viejas alcoholizadas de barrio bajo, o muchachas desgarbadas como tubos. Y de los estudios de los escultores salen estatuas de nariz chata y labios gordos, con manos de pocero y bustos inverosímiles.

¡La belleza está en peligro!

¡Hay que volver cuanto antes a las Clarisas ingenuas y a los aviadores apuestos con avería en el motor! ¡Hay que echar de los estudios con cajas destempladas a tanto infraser, y filmar de nuevo chicas guapas que canten y bailen con trajecitos de lentejuelas! ¡Hay que expulsar a los psiquiatras de los guiones, y poner en sus vacantes hombres gordos que nos hagan reír con sus simplezas! Hay que volver, en fin, a los ambientes intelectuales diáfanos y saludables, saliendo de tanta niebla, de tanta telaraña y de tanta purulencia.

ESO QUE SE PRONUNCIA «BESAMEL»

CUANDO NUESTROS tataranietos abran la Historia por la página de estos tiempos, encontrarán en ella muchos pegotes de «besamel». Esta pasta viscosa, pegajosa y engrudosa, que resulta al mezclar cualquier cereal machacado con un líquido es el campo de gules más apropiado para poner el escudo de nuestra época. Ni el celofán, ni el plexiglás, ni el mismo átomo, del que tanto se habla, simbolizan tan precisamente la vida actual como esa solemne porquería que se pronuncia «besamel». En excavaciones futurísimas, arqueólogos que están por nacer descubrirán croquetas petrificadas, canelones, conchas de peregrino rellenas de la consabida pasta y otras manifestaciones besamelosas. Y se quedarán perplejos al comprobar que fuimos capaces de tragarnos tanto engrudo.

La «besamel» es una tolerante celestina que facilita los negocios sucios entre las cacerolas y los estómagos. Ella posibilita la digestión de muchas materias incomestibles. Bajo su inocente manto blanco se arropan miles de detritos, que en ella se camuflan para cruzar la aduana del paladar como víveres auténticos. Gambas viejas, que perdieron su frescura en la posguerra del 14, burlan nuestro olfato con un chaquetón de «besamel». Virutas de jamón que sobraron al pelar el muslo de una momia egipcia, se convierten en exquisitos tropezones para una cazuelita del popular potingue. Raspas y escurriduras, colgajos de carne que se adhirieron al mandil del matarife, puntas de chorizo con la cuerda que lo unía al chorizo vecino, nervios de vaca, peces chiquitos que se caen en los muelles de la cesta del pescador, trozos tiernos de piel de becerro… Todo se oculta en el socorrido disfraz de «besamel». Hígados y pleuras, tejidos epiteliales y globos oculares, tendones de Aquiles y bíceps de mula… Todo se sumerge en la gran charca de fango blanco que es la «besamel». ¿Chuleta negruzca de origen dudoso? Galvanoplastia de «besamel», y al comedor.

No es ningún secreto que el uso de esta nefasta gacha insípida se ha generalizado con la escasez de alimentos legítimos. Antiguamente —llamamos así a los buenos tiempos para que nos dé menos rabia—, los manjares llegaban a la mesa desnudos y frescachones. Las salsas se servían aparte, y no como ahora, que cubren el pez o el filete como el sudario al cadáver desagradable. El jamón antiguo mostraba su interior veteado, pareciendo una cantera de mármol rojo. El pollo se servía entero, para que todos viesen que no le faltaba ningún miembro. Las terneras eran blancas y tiernas como mujeres. La lechuga venía sin aderezar, y cada comensal la aliñaba a su gusto con vinagreras pródigas. El pescado chorreaba en su bandeja agua de mar y traía enredado en la cola un mechón de algas. Todo palpitaba todavía con señales inequívocas de bicho recién muerto. Todo era de verdad, y nadie recurría al burdo subterfugio de «besamel» encubridora.

En la actualidad, hasta los mejores restaurantes recurren a la «besamel» para aprovechar las zurrapas de su cocina. Se ha llegado a tales excesos en este sentido, que la inevitable mosca de las sopas hoteleras la sirven ya rebozada en «besamel».

Lo malo no es sólo aquello que la «besamel» disimula, sino la masa en sí. Es infinita la variedad de fórmulas que pueden emplearse para fabricarla. Originalmente, según creo, la «besamel» se componía de harina y leche. Pero se ha ido ampliando el cuadro de materias besamelables. Hoy se besamela con todo: yeso y agua, cemento y leche… El truco está en que la base sea un polvillo blanco, que se aglutine al mojarlo.

Desconfiemos del almuerzo con mucha «besamel». Pidamos siempre platos desnudos, donde los víveres muestren sus carnes y nuestra nariz perciba sus posibles tufillos. Mucha gente que muere inexplicablemente de la noche a la mañana, pescó la muerte en la ciénaga traidora donde tantos mondongos impronunciables se ocultan. Pidamos la autopsia de los amigos sanotes que fallecen de pronto, en la seguridad de que encontraremos en sus tejidos estomacales vestigios de «besamel».

La normalidad alimenticia no puede volver mientras la «besamel» no desaparezca de todos los menús. Ese día volveremos a hacer comidas verdaderas, y nuestros sentidos sabrán a qué atenerse ante cada fuente.

EL TRUCO DEL ERUDITO

NUESTRA LITERATURA tiene que ingresar hoy mismo en una casa de socorro, para que la operen con urgencia de eruditis. La eruditis es a la literatura lo que la meningitis al niño: en ambas enfermedades, el paciente se entontece. Son muchos los lectores dotados de buen olfato que captan a distancia los efluvios del erudito y huyen de sus obras. Don José Gómez López, de cuarenta y dos años de edad, batió anoche el record mundial de bostezos tratando de leer la última obrita de un erudito insigne. Pero no basta con la reacción de unos cuantos. Hay que llamar a siete cirujanos forzudos, meterlos en las imprentas y azuzarlos para que acaben con la erudición a bisturinazos. Hasta esas minorías selectísimas, que soportan sin un quejido las largas pamemas de Cocteau, empiezan a dar esquinazo a la prosa retorcida de los supercultos.

¡Ya era hora de que algún escritor sin pelos en la pluma descubriese el inocente truco empleado por los eruditos para cosechar laureles en banasta!

El erudito es el hombre que mejor aprovecha el reverso de las hojas de almanaque. La erudición es una madeja de fechas, anécdotas y datos, que se perdería si no fuese por estos inteligentes. Todos saldríamos ganando con esta pérdida. Menos los eruditos.

El erudito se expresa siempre en lenguaje purísimo, y ésta es la causa de que no le entienda nadie. Porque la conversación, como el agua, necesita impurezas para ser potable.

Si el perro es el amigo del hombre, el Espasa es el hermano del erudito. Entre «patata» y «tubérculo farináceo», él se queda con «tubérculo farináceo». Usted y yo, lector, nos quedamos con «patatas». Por eso nos llevamos tan bien y nos reímos tanto.

El erudito —he aquí su truco— rara vez inventa pensamientos propios. Cita los de los demás. Sus libros están llenos de citas. Lo mismo que en las operetas se intercalan números musicales con un leve pretexto, el erudito intercala citas apoyándose en cualquier palabra. Sus artículos se diferencian de los nuestros en que están salpicados de números romanos y de notas al pie, que sirven para embrollar el texto más todavía.

Pero estas «citas» tienen su técnica. Un erudito, al hablar de santidad, no menciona a las grandes figuras del santoral que todos conocemos. Eso nunca: busca y rebusca en sus archivos hasta encontrar un beato oscuro que vivió en el siglo XVII en una aldehuela croata. Al referirse a pintores, desdeña a Velázquez y a otros peces gordos, y elogia a un acuarelista húngaro que ilustraba pergaminos en el año de la nana. Éstas son las citas hermosas que le encumbran. «El arte —escribe el erudito—, como decía Polondrino Metacarpo, exquisito orfebre sueco (1431-1497), es…» (Y aquí una perogrullada de Polondrino).

El erudito no hace demasiado caso de los buenos libros que alcanzan cuarenta ediciones en seis meses. Se recrea, en cambio, alabando las deliciosas calidades de un difuso ensayista austríaco que publicó hace tres siglos un folleto titulado: «De cómo fumar en pipa hallando en tal ejercicio sumo deleite». O glosa un poemita de cierto vate lapón, muy conocido en Djerbentfrrr, que dice, poco más o menos: «¡Oh, tú, hielo blanco y duro cual diente de lapona bella!» Una leve sonrisa irónica asoma a sus labios ante los dos kilos de «Lo que el viento se llevó». Como el entomólogo en el campo, el erudito busca en las bibliotecas desconocidos y diminutos insectos literarios. Busca en los museos cuadritos de un palmo, que a lo mejor se colgaron allí para tapar una mancha de humedad. Busca sutilezas impalpables, que hincha como globos en el aire de sus palabras. Glorias efímeras y pequeñitas, no más brillantes que un fuego fatuo, se inflan de nuevo en la prosa del erudito. ¿Quién le iba a decir al berzotas de Polondrino Metacarpo que, cinco siglos después, alguien repetiría sus pensamientos ramplones? ¿Sospechaba el autor del opúsculo «De cómo fumar en pipa» que sus cuatro garabatos pasarían a la historia?

Descubierto el truco del erudito, pidamos a la literatura contemporánea más fantasía y menos erudición; más artistas y menos eruditos. Más verdad y menos camelancia.

DEFENSA DEL INVIERNO

TODOS LOS DICIEMBRES, con la primera ventolera serrana, inicia la Prensa su campaña anual contra el invierno. Algún fotógrafo cursi, con pretensiones de artista, nos brinda a dos columnas un paisaje lleno de carámbanos. Es la costumbre. Cae sobre nosotros un alud publicitario de productos anticatarrales, con anuncios repulsivos de gente estrujándose la nariz, microbios ampliados al tamaño de cucarachas y otras monerías.

No falta tampoco el cuentista finisecular que lanza el consabido cuento del niño abandonado con un guardapelo de identidad colgado del pescuezo.

—Señora marquesa —suele decir el mayordomo en esas obritas maestras de la estupidez humana—, acabo de encontrar en el portal una cesta con tres kilos de niño dentro.

—¿Con hueso o sin hueso? —pregunta la marquesa como buena ama de casa, temerosa de que la sisen.

—Con hueso, señora marquesa.

—¡Vaya! Por esta vez, pase. Pero dígale al niñero que en lo sucesivo me los pese bien, porque al último niño que me trajo le faltaba media libra.

—Pues la señora marquesa puede estar contenta de que sea un niño fresco. Últimamente, los niñeros sólo sirven criaturas de carne congelada.

Y cosas parecidas. Malos dibujantes y peores escritores, atacan belicosamente al invierno y le ponen verde. Se abomina de todos los fenómenos atmosféricos que diciembre vuelca sobre la Tierra con un espléndido alarde de poder: lluvias, nieves, vendavales y granizos son el blanco de todas las palabras fuertes. Los periódicos anuncian pulmonías quíntuples, lobos en las aldeas y prendas de lana.

Toda esta campaña difamatoria ha hecho mucho daño al invierno, que es una estación muy superior a las demás.

La primavera presume mucho porque le salen flores por todas partes. Las flores, en efecto, suelen ser bonitas. Pero tampoco hay que exagerar: el que unos cuantos pétalos de colorines formen un ramillete en la punta de un palito, es un fenómeno simpático y nada más. En cuanto al perfume de esas floraciones, los hay agradables y los hay que huelen a colonia de servicio doméstico. Otro aliciente de la primavera es el pájaro, cuyo canto se parece mucho al frotar de un corcho en la superficie de una botella. El espectáculo de la pajarería piante, siempre gusta. Pero al cabo de cierto tiempo resulta insufrible, y me explico perfectamente que muchos gorriones acaben fritos. No se puede abusar del «pío-pío». Tampoco es verdad que el amor surja con más brío en esos meses. Las estadísticas de natalidad demuestran claramente que el porcentaje de nacimientos no varía sus cifras en ninguna estación. La primavera está bien, pero no hay que sacar los pies del plato y ponerla por las nubes.

Del verano, en cambio, se puede decir pestes impunemente. Es la estación odiosa por excelencia. Achicharrado cual cangrejo cocido, el hombre jadea y se siente morir. Siempre se ha pintado el infierno como un sitio donde hace muchísimo calor. ¡Acertada interpretación del castigo perpetuo! Un infierno fresquito no se concibe, porque bastaría que las almas en pena se pusiesen una bufanda para defenderse. Todo lo que el frío invernal conservó intacto en el «frigidaire» de sus hielos, se pudre rápidamente bajo el sol de agosto. Se pudren las charcas; se pudren los frutos; se pudre el suelo que se pisa y, al descomponerse, brotan de él legiones de gusanos que se arrastran con contracciones horrendas. El campo se resquebraja, y los ríos se quedan con la garganta de su cauce seca. Cambiaríamos nuestra primogenitura por un pedazo de hielo. Comprendemos en verano que eso del infierno no es ninguna tontería, y damos cinco céntimos a un pobre para abrirnos las puertas celestes. En agosto, además, las ciudades pierden su compostura. Toda la hediondez que guardan sale a la superficie, como la raposa cuando el cazador llena de humo su madriguera. Es el trimestre sin intimidad, en que nos fisgan los vecinos por las ventanas abiertas.

El otoño es un señor que se va quedando calvo con una rapidez aterradora. Se le caen las hojas. Se le caen los colores. Está débil, y no hay calcio que lo reanime. Es el momento propicio para contraer enfermedades lentas, pero fatales. Es el intermedio entre dos estaciones importantes, y la Naturaleza trabaja para cambiar el decorado: desnuda a los árboles de sus adornos, y pasa después por las avenidas de los parques el escobón del viento para barrer los ornatos viejos. ¡Aprisa, pronto! ¡Que va a empezar el invierno! ¡Fuera perifollos del juguete cómico que fue la primavera, que empieza el hondo drama invernal! Mueren los flirts superficiales que no dieron fruto, y se preparan las bodas potentes que darán siete hijos. Se acabaron las bromas. ¡Fuera esas hojitas que le quedan a ese arbusto, no sea que el invierno pierda carácter! Se ensayan todos los efectos para ver si funcionan los aparatos para hacer vendavales, nieves y escarchas. ¿Listos?…

Y el invierno aparece en las sierras, como una obertura de Wagner a toda orquesta. La Humanidad comienza a latir con fuerza. ¡Ya entró en los pulmones el cierzo estimulante! ¡Ya están las inteligencias despiertas! ¡Ya corren los hombres activos, sacando y metiendo dinero en los Bancos! ¡Ya estrenan los artistas sus obras geniales! ¡Ya se ven las calles tranquilas y limpias! ¡Ya están los patios silenciosos! ¡Ya se sienta cada cual en su despacho, creando nuevas industrias más o menos pesadas! ¡Ya cayó el chorrito de coñac antiguo en la gran copa calentada al vapor! ¡Ya arden los leños de la chimenea mientras el invierno, wagneriano, surge detrás de los cristales! ¡Ya pasan los rebaños de nubes, que vuelven de pastar hielo en las cumbres más altas!

¡Un aplauso al invierno, que nos trae la intimidad, el deseo de actuar y el pulso firme!

CRIADAS

NO VENDRÍA MAL que un Linneo de esos que lo clasifican todo, ordenara en un cuadro sinóptico las diferentes especies de criadas. El plural «criadas», como el plural «insectos», engloba una gran familia subdividida en infinitos grupos. Las criadas se han hecho tan importantes en el mundo moderno, que bien merecen capítulo aparte en la bibliografía sobre la fauna terrestre. Citaré aquí algunos de los ejemplares más destacados, para ver si los naturalistas se animan y prosiguen los estudios que hoy inicio:

La criada que Linneo llamaría «vulgaris» es de corta estatura, de mejillas relucientes y andar recio. Unos graciosos pelillos pardos sombrean su labio superior, y siempre tiene un diente mellado. De sus manos, pequeñas y regordetas, se escurren los tazones demasiado panzudos. No rompe del todo las vajillas: hace en sus bordes cenefas de desconchones. Habla con voz un poco ronca, como si acabara de fumar en pipa. Creemos que no es mala, porque jamás ha mordido a sus amas en una pantorrilla. «Se habla» con un chico del barrio, porque las criadas a cualquier cosa le llaman hablar. Pero suelen tener un gañán de repuesto, allá en el pueblo, por si le fallan sus conversaciones en la ciudad.

Un ejemplar raro y peligroso es la criada vieja y delgaducha, con un moño lacio que surte de pelos todas las sopas. De madrugada, cuando las cucarachas bailan su «can-cán» en la cocina, prepara salsas diabólicas que adormecerán la voluntad de su señora. Se echa una toquilla por los hombros, que tiene mucho de alas de urraca. Todo marcha bien en el piso con criada vieja, hasta que un día desaparece de un cajón el diamante más gordo de la casa: el de la sortija de los esponsales, con rica montura de platino. Se sospecha de la criada, y la criada se ofende. Se la registra, quieras que no, pero sin éxito: nada en su equipaje, ni en el bote de la pimienta, ni en la borra de su colchón. Ni siquiera en ese ojo hueco de cristal que tienen algunas criadas para ocultar sus rapiñas. Al fin se marcha la vieja muy ofendida, llevándose el diamante gordo en el mejor escondite: incrustado en el ombligo.

Otra criada que tampoco sirve para nada es la de aspecto bucólico, que en su infancia cuidó cabras. Le ha quedado para toda la vida el gesto bobalicón de todas las pastoras, que se alelan a fuerza de estarse sentadas en una roca viendo masticar hierbas a sus rebaños. La «ex pastora» resulta siempre pasmarota. Pasa horas enteras quieta, mirando a lo lejos, con una ramita de laurel en los labios. Oye cencerros y no sabe dónde. Busca su prado y sus cabras por la ventana del patio, y es propensa al suicidio por nostalgia.

La doncella pizpireta nace en los suburbios de las grandes ciudades. Se coloca por codearse con gente empingorotada. Es ambiciosilla, y, en las fiestas de las grandes casas donde sirve, pasa la bandeja de canapés como un anzuelo para pescar a un duque talludito. Tiene la obsesión de enseñar las rodillas, y se perfuma con esencias que no han podido salir de ninguna flor. La pizpiritez de la doncella pizpireta consiste en parpadear siete veces cuando entrega el sombrero al señor. Es una pizpiritez bastante limitada, pero agradable. Son las «Ritas Hayworths» de los proveedores, y en los áticos sin ascensor resultan muy útiles para hacer que el repartidor de la tienda suba los encargos sin gruñir.

Existen las criadas amargadas, que hacen palidecer a sus amas cuando esgrimen el trincha-carnes para cortarse una uña. La amargada es como una rea de galeras que maneja su escoba con ritmo de remo pesadísimo. Se ondula mucho y tiene una peca peluda cerca de la nariz. Maneja la plancha como un incendiario su antorcha, y deja en la ropa blanca unas rabiosas quemaduras amarillas que no salen ni frotándolas con cuerno asado. Son las que se dejan abierta la llave del gas para ver si cascan al nene y a la nena. Son las que cuecen la coliflor en perolas con cardenillo para ídem de ídem.

¡Huyamos de la criadita con familia numerosa y enclenque! No habrá potaje completo mientras la servidumbre tenga parientes delgaduchos que hoy necesitan un caldo, mañana un salchichón y pasado mañana una pierna artificial.

Hay criadas con un hermano que las visita y que luego se descubre que no es hermano. Las hay pazguatas de buena facha, que se ríen al pedirles un par de calcetines. Escasean las rubias, y las pocas que circulan no son auténticas. Hay criadas norteñas y vigorosas, que arrancan con los dientes los clavos de la pared y quitan el polvo de los muebles con tapicería y todo.

Hay, en fin, miles de variedades para ocupar la vida de varios Linneos activos. Y hay también la criada ideal, que es más difícil de encontrar que una perla en una almeja.

La criada ideal no es alta ni baja. Las muy altas resultan desgarbadas a fuerza de encorvarse para no tropezar con la cofia en las arañas de cristal. Las muy bajas no llegan con el plumero a la cima de ningún armario, y el polvo adquiere allí tonalidades azuladas de nieve perpetua. Un analfabetismo parcial es otra de las virtudes que deben adornar a la criada modelo. Está bien que, con cierta dificultad, descifre los sobres de las cartas y apunte los recados telefónicos. Pero no es bueno que lea de corrido, pues malgastaría sus horas de fregoteo leyendo los periódicos atrasados que se ponen para cubrir las baldas de los estantes. Se deslizará por los pasillos silenciosamente, pues ha de calzar suelas de goma. Su rostro debe ser grisáceo, de facciones borrosas, que no deje recuerdo en quien las mira. Es necesario que sea una sombra activísima que esté en todas partes sin que nadie lo note: antes de que toque el suelo la gruesa ceniza del puro que se fuma el invitado, ella la detendrá en el aire con un cenicero; antes de que el niño vierta sus gachas sobre la mesa barnizada, ella sujetará el plato para que no se derrame. Y cuando a la señora le entre el ataque histérico de todos los jueves, ella quitará de su alcance los tibores chinos de alto precio, poniendo en sus manos, para que se desahogue rompiéndolos, pucheros de arcilla y búcaros baratitos.

La criada ideal tiene que ser la Providencia de la casa; la que evita la entrada de ladrones, porque se acordó de echar el gran cerrojo niquelado antes de acostarse; la que salva la casa de un incendio, porque tiene la presencia de ánimo necesaria para envolver en una manta la cortina que arde; la que da esquinazo a las visitas pelmas con un pretexto cargado de lógica… Pero todo ello sin que nadie advierta que lo hace; sin que se vea en ningún momento que espera conseguir, con su celo, un buen mordisco de herencia.

La criada ideal no tiene esa rigidez odiosa de los mayordomos ingleses, cuya impasibilidad de autómatas repugna a nuestro cordial temperamento mediterráneo. No es seca ni majestuosa, sino tierna y humilde. El cariño que siente por sus señores lo demuestra en la minuciosidad de sus zurcidos, que casi siempre tienen forma de corazón. Lo demuestra en el brillo cegador de los zapatos que lustra; en el primor que despliega al doblar las servilletas; en tener siempre a mano un alfiler cuando lo necesitamos…

Para ser criada ideal no puede tenerse más familia que una tía. Y si la tía es paralítica y vive en un pueblo remoto, sin tren ni cartero, miel sobre hojuelas. Una tía paralítica se defiende bien con un corralito y tres gallinas y poco hay que hurtar para proporcionarle tan modestas comodidades.

Para ser criada ideal hay que sufrir un desengaño amoroso antes de colocarse. Pero un desengaño gordo, de esos que le dejan a una escéptica para toda la vida. Las mejores criadas, las que consiguen que las entierren en el panteón de la familia con lápida y latinajo, son las que tuvieron un desengaño siendo mozas. Luego el desengaño crece, se le busca un oficio, se le pone un tallercito, y ya está. La decepción sufrida inmuniza ulteriores devaneos. La criada ideal cierra la puerta en las narices a cualquier recadero, por mucho que se parezca a Gary Cooper. Se la puede dejar sola en casa, en la seguridad de que ningún pelotón de zapadores utilizará la cocina como campo de maniobras. La criada ideal, cuando vamos al cine, mece con un pie la cuna del niño, mueve con el otro el pedal de la Singer, pela patatas con una mano y plancha tapetes con la otra. Le sobran energías para alimentar tres manos más y un par de piernas. Y hasta tiene el buen gusto de hacer algo mal de tarde en tarde, para que la señora no se vea privada de decir esta frase con la que disfrutan tanto las señoras:

—Es usted una inútil, Paca.

DESPRECIEMOS AL ESPÍA

EN EL OLIMPO de los héroes infantiles, el espía ocupa un lugar destacado. Buceando entre el montón de cuadernillos que se imprimen con la simpática idea de idiotizar a grandes sectores de la infancia, es frecuente ver protagonistas que pertenecen al Servicio Secreto de una potencia imaginaria, tiernos, fortachones, virilotes y tal —atiende por una «X» seguida de algunas cifras. El asunto de estas cataplasmas literarias peseteras suele ser idéntico: el gran «X-5784» se pasa quince capítulos persiguiendo planos de un aparato que hace «¡pum!».

Esto no puede seguir así. Admito que se ensalce al caballista, al detective, incluso al buen ladrón que roba al rico para que los pobres puedan comprarse esas medicinas que necesitan siempre. Tolero a esos enmascarados que llegan a caballo para levantar la hipoteca de un rancho, y aguanto sin pestañear los disparates de esos superhombres vestidos con rasureles de colores, que viajan en cohetes y pulverizan un planeta con una pistola electrónica.

Pero el espía no es nunca un héroe. Su profesión es rastrera, cobarde y poco noble. Es deportivo y hasta bonito romperle la cabeza a un enemigo en el campo de batalla, porque al fin y al cabo el enemigo lleva una escopeta como la nuestra y unas intenciones tan pésimas como las nuestras.

El espía, en cambio, es un ser ruin que no vacila en disfrazarse de viejecita para deslizarse en un país y husmear sus secretos más íntimos. El espía carece de escrúpulos. Miente, viaja con nombre supuesto y guarda en el bolsillo de su frac unas píldoras de veneno para echarlas en nuestra copa en cuanto nos descuidemos.

Las bajezas más denigrantes no detienen al espía. Todo en él es embuste y traición. Se hace amigo de un ministro, regala caramelos a sus niños, y en cuanto le dejan solo en una habitación, saca moldes en cera de todas las cerraduras. ¡Qué vergüenza! Es cierto que corre el peligro de ser descubierto, pero también lo corre la criada cuando roba un pendentif a su señora.

¡Fuera de todas partes, pandilla de cleptómanos! ¡Fisguen ustedes en su propia casa! Yo sacaré un ojo con un palillo al espía que sorprenda atisbando por el agujero de una cerradura. Yo cortaré una oreja con un sable al agente del Servicio Secreto que escuche detrás de los tabiques.

El espía es tan despreciable como el jugador que estira el cuello con disimulo para verle las cartas a su contrincante.

El espía es tan odioso como ese invitado a cenar que parece tan dicharachero, pero que al final nos roba siete cucharillas de café y dos tenedores de plata.

El espía es tan ingrato como aquella víbora de la fábula que pegó un mordisco al campesino generoso que la albergó debajo de su camisa. (Y que, dicho sea de paso, debía de ser un campesino bastante bestia; porque ¡a quién se le ocurre meterse una víbora entre pecho y camisa!)

El espía es tan miserable como el soldado que hace el muerto para disparar por la espalda al enemigo que avanza.

Puesto que las guerras no pueden evitarse, procuremos hacerlas con elegancia dentro de lo posible. ¿Que Pelandorcia tiene más cañones que uno? Pues mala pata. En otra ocasión tendrá uno más cañones que Pelandorcia. ¿Que Sandarguncia resulta que no tiene ni media bofetada? Miel sobre hojuelas. Para otra vez Sandarguncia ya tendrá más cuidado.

¡No admiréis al espía, queridos niños, porque es el ser más innoble que corre aventuras en este mundo! Es el traidor que se finge nuestro amigo para colocarnos un petardo debajo de la silla. Está muy lejos de ser un héroe, porque los héroes jamás se disfrazan de viejecitas para llevar a cabo sus grandes hazañas. Los héroes, queridos niños, derraman su sangre a la luz del sol, montados en caballos blancos, y con penachos de plumas adornando sus yelmos. Y los espías, queridos niños, reptan como serpientes en las tinieblas, acechando el momento de saltar al cuello del país que hospitalariamente les abrió sus fronteras.

Que se zurren los pueblos si no queda otro remedio. Pero sin hacer trampas de tahúr; sin poner mirones detrás del adversario para averiguar si tiene trío, póquer o escalera de color.

EL TIMO DE LA BELLEZA

SEÑORA, corra al grifo más cercano, llene de agua un cacharro a toda prisa y dúchese el rostro. ¡Pobre cutis! Con tanta crema de pepinos, aceites y jugos, más que un cutis parece una ensalada.

El timo de la belleza, tolerado por la policía internacional, logra recaudaciones exhorbitantes. Gordas optimistas se martirizan la epidermis con pomadas repelentes, y sueñan con esbelteces inasequibles. Las niñas pasan de la muñeca al colorete, y del pirulí a la barra de labios.

Químicos de aguda fantasía combinan grasas y hortalizas, fangos y tinturas, para pescar nuevas adeptas: cuando no es una «epidermis líquida» que cierra los poros, es una «loción cutánea» que los abre. O una «crema limpiadora» que deja el consabido cutis como un barrizal. O un «linimento muscular de suave perfume». O un «quitapatasdegallo mágico».

Todas las substancias cremosas, pastosas y pringosas, susceptibles de extenderse sobre la piel como manteca, entran en estos timos presentados en tarros y pomos. El caso es mantener abierto el bolso y la credulidad de la mujer. Para resistir esos «embellecimientos» intensivos las señoras necesitarían un cutis de piel de becerro. Por desgracia, no lo tienen, y así se quedan las pobres en cuanto pasan de los cuarenta.

Eso de que los hombres envejecen más tarde que las señoras son cuentos tártaros. Lo que pasa es que ellos se dejan el cutis quieto y así les dura más. Agüita y jabón de cuando en cuando: he aquí el secreto de la buena conservación masculina. Pero que el señor Martínez dedique dos horas diarias a frotarse la nariz con ungüentos, y ya verá lo que es canela. Si las momias egipcias se hubieran pasado los milenios hurgándose la cara, no estarían ahora en el British Museum con ese aspecto de encantadoras «chicas topolino».

Si yo fuera abogado, como el ochenta por ciento de mis compatriotas, me enriquecería en tres meses presentando demandas por falsedad contra el timo mundial de la belleza. Demostraría en cuatro palabras la estúpida exageración de esos anuncios en los que, por obra de la «Crema Pamplín», un gorila peludo y negrazo se convierte en una joven bellísima.

Copio a continuación el espíritu de la publicidad más engañosa del planeta, lamentando quitar la venda de los ojos a la cacatúa que pretende convertirse en sílfide untándose los carrillos con vaselinas aromáticas:

«Con los productos de la casa Cirila Tompson, su cutis será de alabastro, marfil, pétalos de rosa y terciopelo».

«¿Para qué llevar los poros desaseados existiendo el “Maquillaje Chivirí”, que los deja cristalinos, diáfanos e impolutos?» «Los hombres subirán en funicular a los picachos más altos, y desde allí, locos de amor, se tirarán de cabeza al abismo si usa usted las “Lacas Paquidermo”».

«Yo —dice la despampanante actriz Betty Potty— soy así de linda porque me doy por las noches “Agua Facial Diadema”».

«Fea, gruesa y achacosa, con pecas como manchas solares y un poco tuerta, tornóse bella en dos semanas aplicándose la “Cataplasma de Zanahorias Ecuatoriales”, del Laboratorio Pololo».

«Sus amigos, habituados a esquivarla en el merendero, la invitarán a la ópera si se humedece las cejas con “Pestañol Cuqui”».

«¡Todavía es pronto para abrir la llave del gas si le brilla la nariz! ¡No desespere! Con “Nenúfar Indio” se consiguen hermosas narices opacas».

Los hay peores todavía; pero renuncio a citarlos, porque se hace tarde y ustedes tendrán que pasar la hoja. Si es un timo perseguido vender trozos de periódicos, como billetes bancarios, no lo es menos engañar a las ancianas prometiéndoles cutis de niña. Más cruel todavía es el «timo del cutis» que el «timo del sobre».

ESTOS AÑOS, SEÑORA, SE LLEVAN MUCHO LOS COMPLEJOS

SÓLO LOS POBRES pueden permitirse la vulgaridad de tener un chucho callejero y una úlcera estomacal. Las personas distinguidas, lo mismo en perros que en enfermedades están obligadas a seguir la moda.

Hay temporadas que se llevan mucho los «pekineses» sedosos y los pulmones con lunares de tisis; otras, hacen furor los «bassets» y los cánceres de faringe. ¿Recuerdan ustedes aquellos años de anemias y galgos rusos que siguieron a las jaquecas y a los «lulús»?

El último grito es un combinado de «caniches» lanudos y complejos psíquicos.

El doctor Freud era un chiflado listo que se llamaba Segismundo. Se dedicó a interpretar los sueños, de una manera menos divertida que en esos libritos donde soñar con gatos negros significa un premio gordo. Basándose en fantasmagorías y traduciendo libremente las pesadillas que producen las digestiones pesadas, descubrió que no había ser humano sin su complejo correspondiente. El hecho simple de soñar con fuego, que hasta Freud significó alegría, éxito y mujeres rubias, se tradujo desde entonces como «síntoma de piromanía por complejo infantil de incendio».

Los sueños no son ya un refugio fabuloso al margen de las prosaicas rutinas cotidianas. Los médicos han metido en ellos la nariz privándonos del único paraíso artificial lícito que nos quedaba.

Pero como los sueños resultan una justificación poco sólida para los honorarios del psiquiatra, el campo de motivos que determinan un diagnóstico de «complejo» se ha extendido: las pequeñas manías, las costumbres más inocentes, sirven también para reforzar la gran farsa de la psiquiatría. De esta manera, todos hemos caído en las redes de los complejos. Porque ¿quién no tiene el vicio pueril de comerse las uñas o de guiñar un ojo, de darse papirotazos en las cejas, o de tabalear sobre una silla? ¿Quién no duerme con preferencia en una postura determinada, o traza de una manera especial los rabitos de las comas en sus escritos? ¿Quién está libre de un «tic» nervioso, de un sueño extravagante o de algún susto que le dieron en la infancia?

Buceando en estas futilezas con un poco de mala intención, el médico moderno pesca siempre con su anzuelo el pez de un complejo.

Morderse las uñas.—Complejo de glotón. Sin duda, el paciente, siendo niño, asesinó con un tenedor a su cocinera. Es casi seguro que, después de cometida esta travesura, devoró el cadáver para que no lo viesen sus papás y le echaran una regañina.

Jugar al «pinacle».—Complejo de señora. No tiene curación; pero pueden mitigarse sus consecuencias desastrosas obligando a la paciente a no pagar más de octavo de céntimo por cada tanto.

Tener miedo al «coco».—Complejo infantil. Se cura con un par de cachetes en la pubertad.

Aversión por el alcohol.—Complejo de tonto. El paciente, siendo niño, se bebió un par de botellas de anís en una sola tanda. Sus náuseas perduran.

Ir por las aceras sin pisar las junturas de las losas.—Complejo obsesivo. En la mayoría de estos casos, al psiquiatra no le cabe duda de que el enfermo, en su adolescencia, mató sin querer a su hermanita con una pelota de fútbol.

Guiñar un ojo.—Complejo donjuanesco. El enfermo se cree guapo, y su subconsciente procura conquistar a las señoras que pasan a su lado.

Soñar con agua.—Complejo de bañista. Se recomienda un tratamiento intensivo de duchas frías.

Soñar con comida.—Complejo de apetito. El paciente tiene un sueldo que no llega para nada. Sólo podrá curarse con la herencia de un tío sudamericano.

Deseo de hacer pompas de jabón.—Complejo de fatuidad. El que lo padece tuvo antepasados que trabajaron en el teatro. Se cura haciendo películas.

Miedo a los cobradores de cuentas.—Complejo de avaricia. Se dulcifican los efectos de este complejo diciendo que el señor no está en casa.

Es posible que los especialistas no empleen un vocabulario tan vulgar y que adornen sus diagnósticos con «pizzicatos» gramaticales y palabras difíciles. Pero el resultado viene a ser el mismo.

No hay señorita refinada que no se jacte de exhibir, junto a su «caniche» color de chocolate, un complejo que haga juego con la tonalidad de su carácter. Falta poco para que los padres, al hablar del pretendiente de su niña, digan con orgullo:

—Es un muchacho de muy buena familia: su abuelo era epiléptico, tiene dos tíos paranoicos, y es casi seguro que heredará varios complejos estupendos. Todavía es joven, pero promete ser un chalado de mucho porvenir…

«ES UNA PERSONA FINA»

¿DÓNDE ESTÁN AQUELLAS MANOS que cogían las tazas con el meñique arqueado, como el cuello de un cisne? ¿Dónde fueron a parar esos sombrerazos violentos, hasta la rodilla, que se hacían en las calles al cruzarse con una confitera?

Los invitados a almorzar ayer, llegaban a nuestra casa cargados de postres, flores, percebes, tapetes y cucharillas para obsequiarnos. Era obligatorio dejar tarjeta en el catarro del señor Ramírez. Y a la menor impertinencia la gente se pinchaba con un florete. Estaba muy perseguido el que los niños sacasen la lengua a sus abuelos. Se cedían las aceras y, en el hipódromo, se prestaban los gemelos a las desconocidas guapas.

Dediquemos un recuerdo cariñoso al finolis antiguo, de espinazo pronto a la reverencia. Hagámosle una estatua de almidón para perpetuar sus cuellos duros, sus pecheras y sus puños; y adornemos el pedestal con bigotes parafinados, canastillas floridas y tarjetas dobladas de cien maneras como varias pajaritas.

Eran otras costumbres. Había más almidón en las camisas de caballero, y el almidón, lo mismo que la nobleza, obliga. El hombre almidonado conservaba siempre la tiesura de las finezas que aprendió en la infancia. ¡Finezas agobiantes cargadas de lazos, de besalamanos, de frases hechas y de compotas caseras! ¡Finezas delicadas y exquisitas, como esa de conservar, aplastada entre las hojas de un libro, la mosca que se posó en la nariz de la mujer querida!

No se podía preguntar a un pequeñajo por «sus papás», en plural, porque las madres suspicaces se ofendían. Y los hombres eran miopes de un solo ojo para poder usar monóculo. Cuando una familia madrileña salía a merendar a la Cuesta de las Perdices, enviaba desde el merendero atentas postales a los amigos. En la buena sociedad estaba prohibido pronunciar la palabra «cacahuete», porque sonaba a cosa fea. Y había que manejar los abanicos con mucho tino, porque al hacer con ellos determinado movimiento, no quedaba más remedio que casarse con un capitán de húsares para evitar el escándalo.

Eran otros gustos. Se quedaba muy bien en los saraos ofreciendo un vinito de moras hecho en casa; y no como hoy, que hasta las duquesas se pegan sus latigazos con alcoholes de ochenta y pico de grados. Se comían más peces y menos «entrecotes» casi crudos. Los dulces eran más dulces, y en las panaderías se cocían bollos con tropezones de ajonjolí.

Eran otras modas. No había más viento que en la actualidad, pero los elegantes, por si las galernas, se amarraban el sombrero a la solapa con una cuerda de seda.

—Es una persona muy fina —se comentaba de quien cumplía al pie de la letra las farragosas fórmulas de aquella cortesía.

La persona fina ya tenía bastante con serlo. Desde que se levantaba, venga a hacer finura a diestro y siniestro. Con el desayuno le servían una bandeja con las últimas tarjetas que acababan de llegar: que si doña Lola Funchis pedía hora para dar el pésame por la muerte del cuñado Pedrolo; que si las Hortiga felicitaban unas Pascuas viejas, ya que no pudieron hacerlo a tiempo por hallarse en sus fincas; que si el magistrado amigo de la casa reclamaba veladamente el paraguas que se olvidó en el vestíbulo… La persona fina empleaba toda la mañana en contestar debidamente a cada uno. Sabía decir «no somos nadie» a la del pésame, y tranquilizar al magistrado diciéndole que su paraguas estaba a buen recaudo. Al terminar esta correspondencia, en plieguecillos pequeños con bonito membrete, la persona fina daba un paseo por algún parque con muchos alcornoques y muchos jipijapas. Se detenía a cada paso saludando a sus amistades, diciendo a las señoras gordas que estaban delgadísimas, y a los hombres flacos que daban asco de puro gordos. La tarde se consumía en visitar la pierna artrítica del juez; en escuchar desgracias ajenas con el mismo interés que si fuesen propias y en encontrar parecidos a los niños de la vecindad. Se terminaba el día gorroneando en el palco de las Pinoverde, feas como patos, pero ricas como Cresas.

El contraste entre nuestra época y aquélla es brutal. Nuestros invitados a almorzar no sólo acuden con las manos vacías, sino que se llevan en el bolsillo un par de plátanos para la merienda. Se beben en vaso de agua licores destilados de la madera, y los borrachos están en candelero. Los sombreros son flexibles y las camisas son blandas, porque el almidón se emplea para hacer pasteles. Y los caballeros, sin la armadura almidonada que los sostenía, cumplen muy blandamente los preceptos caballerescos. Únicamente los diplomáticos europeos siguen conociendo el arte de decir cosas doblando sus tarjetas de una u otra manera. Pero trabajan en balde, porque nadie sabe traducir el lenguaje de los dobleces.

Son las costumbres. A las señoras se las saluda con cínicas palmadas en el hombro, y se las tortura diciéndoles que pesan como elefantes. El paraguas del magistrado nunca aparece en ninguna parte, porque la dueña de la casa lo tiñe a escondidas de colorado, para usarlo en verano como sombrilla. Las corbatas tienen nudo corredizo y son fáciles de quitar en cuanto el termómetro sube ligeramente. Nadie visita la pierna artrítica del juez, y el que lo hace es para sentarse encima de ella y reírse de lo lindo con sus gritos de dolor. En las hojas de los libros de poemas, las mujeres conservan el cheque del hombre amado. A los niños de la vecindad se les encuentra parecido con visitas de la casa más o menos sospechosas, y las flores van quedando para los homenajes de las actrices y las coronas funerarias…

«QUE ME QUITEN LO BAILADO»

LOS HOMBRES DE CINCUENTA AÑOS y hasta algunos cuarentones que fueron precoces, sacan fuerzas de la flaqueza contemporánea con esta frase: «¡Que me quiten lo bailado!» Y, encogiéndose de hombros, encienden su tagarnina o apuran de un sorbo su malta infecta.

El recuerdo de unos años felices, por perdido que esté en la memoria, mitiga un poco la crudeza de un presente como boca de lobo. Grave síntoma de desaliento es conformarse con el pasado que se vivió, como si nadie admitiese ya la posibilidad de un futuro vivible.

He oído decir que en la adolescencia de los de hoy cincuentones podían cruzarse las fronteras con un pasaporte caducado, y que los aduaneros no realizaban minuciosas inspecciones tácticas en las maletas, y que los dineros de todos los colores se cambiaban en el comptoir del hotel a la luz del día. También me han contado que laringes de veinte mil duros por hora se desgañitaban todas las noches en los teatros de ópera. He sabido, siempre por referencias, de cortesías que ya no se estilan y sorbetes que ya no se beben.

¡Rico tiempo aquel del «champagne» de la Viuda y de las viudas que se alegraban con el «champagne»! ¡Fastuosas minutas de tres platos y dos postres! ¡Jipijapas, camarín de la «Chelito», diarios de treinta páginas, damas de alta pechuga, caucho puro, sedas naturales, toros enormes, bohemios alegres…!

Es posible que ya no tenga una idea fragmentaria y fantástica de aquellos lustros venturosos. Pero no es extraño: a todas las generaciones que hoy tienen veintitantos años, les han dado siempre gallo por lenguado, y Cabrales por Roquefort. Hemos llegado al «coche-restaurante» cuando la «primera serie» había liquidado los platos más sabrosos.

A nosotros nadie nos puede quitar «lo bailado» porque no hemos bailado nunca. Las generaciones, como los números de la lotería, unas tienen premio y otras no. Y a la mía no le ha tocado ni dos duros en la «pedrea». Los hombres de mi edad entienden de calibres de cañones, pero no saben distinguir un salmón ahumado de una pescadilla en salsa. Saben desarmar el cerrojo de un máuser, pero no diferencian el matarratas del Armagnac. Ni el endulzamiento por azúcar del edulcorado por sacarina. A esto se llama una «época interesante», porque el «interés» histórico de las épocas suele ser tanto mayor cuanto más incómodas son. De las «épocas interesantes» sale la juventud con algunos costurones en la piel, y un desconocimiento absoluto de lo amable que es la vida en las etapas pacíficas y desinteresadas.

¡Triste muchachada la que nació el año en que yo nací y en los años inmediatos! Me encogen el corazón esos chicos que invitan a sus novias y que encargan «un vinillo tinto que sea bueno», porque no distinguen un priorato de un borgoña. Comen gato por liebre y pagan liebre por gato. No saben elegir un ramo de flores ni manejar la extensa gama de cubiertos que antaño se requería para un almuerzo mediano.

Mis contemporáneos y yo vivimos más primariamente porque las cosas que se ofrecen a nuestra elección no tienen matices: hay una sola especie de pan, una clase única de música de baile, y unas costumbres simplificadas de tipo uniforme.

¡Hagamos algo, jóvenes amigos, para resucitar aquellos matices de la buena vida que se llevó la trampa! ¡Agucemos el paladar para distinguir el gato de la liebre, y aceptemos lecciones del buen vivir de las gentes maduras que vivieron bien! De no hacerlo así, irá pasando el tiempo, nos haremos cincuentones, y dejaremos detrás una estela de cosas duras, vinos picados y costumbres hostiles. Y no habrá quien suelte un «¡Que me quiten lo bailado!», que tanto consuela cuando no se ve ningún futuro.

MORIR, SÍ; PERO DE RISA

ALGUNOS SABIOS INSENSATOS continúan buscando potingues para prolongar la vida humana. Hasta ahora, afortunadamente, no han logrado resultados positivos. La vida sigue teniendo la longitud justa para que nadie tenga tiempo de morirse ni de tedio ni de asco.

La longevidad no apetece, por ahora. En las declaraciones a la Prensa que suelen hacer los que alcanzan el centésimo cumpleaños, se nota que tales desgraciados están deseando morirse de una vez. Esos viejecitos pueblerinos que cruzan las carreteras muy despacio, muy despacio, son longevos que buscan la liberación de este calvario bajo las ruedas de un cinco plazas.

No niego que con un tiroides de chimpancés, un cerebro de tortuga o cualquier otro despojo, llegue a conseguirse que un anciano de ochenta años viva ochenta y uno. Pero esta invención no tendrá el menor interés para la ciencia, y mucho menos para el anciano. Un año de ahora no es precisamente «boccata di cardinale». Si el viejecito a quien se le brinde esta prórroga no es tonto de capirote, dirá al sabio que el potingue de la longevidad se lo beba su abuela.

Y yo aplaudiré su actitud. Despreciaré, en cambio, al viejecito mezquino que acepte esas migajas de tiempo.

Hoy por hoy, la vida, como las visitas, cuanto más corta, mejor. Sólo en el caso improbable de que se produzca un milagro mundial de abundancia y optimismo, será interesante esta propina de doce meses.

Pero así como la prolongación de la existencia no nos importa, estaríamos muy contentos si los sabios se ocupasen en mejorar la muerte. La gente ha muerto toda la vida de una manera fea y poco simpática. Salvo el cáncer y alguna cosilla más, los achaques de ahora vienen a ser lo mismo que en épocas remotas. El que tiene la suerte de que no le agujereen la piel en alguna de las guerras que estallan todos los días de nueve a una, cae, infaliblemente, en un alifafe vulgar que acaba con él a la larga.

En esto de morir no se ha adelantado ni pizca. La misma ciática que baldaba al hombre de las cavernas, balda hoy al señor de las oficinas. Las cavernas han progresado un poco, pero la ciática sigue siendo la misma.

El día que leamos en una esquela que un don Lamberto Pitouto cualquiera murió de risa, por ejemplo, a los sesenta años de edad, habremos dado un verdadero paso en el camino de la civilización. Considero la muerte por ataque de risa como la forma más leve de morir. Es un tipo de muerte que haría innecesario prorrogar la vida con tiroides de chimpancé.

La muerte por risa de felicidad, con carcajadas limpias y bulliciosas, apenas sería muerte. Un señor empezaría a reír con todas sus fuerzas, y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, ¡zas!, cadáver. ¡Qué hermosura!

Pero estamos lejísimos de morir de risa. Para crear el clima propicio a esta clase de muertes alegres, el mundo tendría que ser, todo él, como esas islas del océano que fue Pacífico: con más flautas de pastores y menos pitos de guardias; con más cohetes de fiesta que bombas de trilita; con más corderos y menos caimanes.

¡Qué felicidad cuando nos digan al entrar en un café!:

—Pero ¿no sabe lo del pobre Fulanito Pérez?

—No; no sé nada.

—Murió anoche.

—¿De qué?

—De risa.

Y no lloraremos a Fulanito Pérez, porque es imposible llorar al hombre que murió de risa.

Que los sabios dejen quietos los tiroides de chimpancé, y se ocupen de embellecer la vida. De momento, para lo que hay que vivir, nos sobra con ser modestos longevitos de medio siglo.

F I N