¡VIVAN LOS MARISCOS!

LOS ANIMALES MÁS DIFÍCILES de inventar fueron, indudablemente, los mariscos. La vaca y el caballo pueden ocurrírsele a cualquiera. Incluso hacer un perro, no parece cosa del otro mundo. Los miembros del cuadrúpedo están dispuestos de una manera lógica y sin gran originalidad: dos patas en la parte de arriba, dos en la de abajo, una cabeza en un extremo y un rabo en el otro. Algún cuerno o cualquier otro adorno, y ya está. De los bípedos se puede decir lo mismo. Todos los animales, menos los mariscos, se diferencian entre sí por detalles sin importancia. Llegan a resultar monótonos.

Los mariscos, en cambio, son un verdadero alarde de fantasía. Cada uno de ellos es un prodigio de originalidad. Son verdaderas obritas de arte. El hombre ha pretendido clasificarlos en moluscos, crustáceos y cosas de ésas; pero no lo ha conseguido. Es tal la personalidad de cada especie, que se escapan a toda clasificación.

Son bichos de modelo especial, fuera de serie. Parecen hechos a mano por artífices orientales muy minuciosos, con un fabuloso concepto de la belleza. Son joyas barrocas, con una pizca de vida dentro para hacerlas más sugestivas.

Sólo unos dedos de relojero suizo podrían montar las diminutas piezas de estas pequeñas maravillas mecánicas. Sólo la imaginación y el arte de un pintor asiático sería capaz de conseguir esas múltiples tonalidades nacaradas que decoran cada ejemplar de marisco.

Observen ustedes una simple quisquilla antes de cocerla. Hay pocas cosas tan asombrosas y perfectas como una quisquilla cruda. Su cuerpo es de una transparencia ambarina, como si todas sus vísceras estuviesen hechas de «plexiglás». Un ramillete de antenas sutiles, de sensibilidad increíble, brota de su extraña cabeza de idolillo tibetano. Se mueve en el agua graciosamente, con retrocesos bruscos, imprimiendo a todo su cuerpo flexiones insólitas.

La ostra, en cambio, parece una castañuela prehistórica descubierta en alguna excavación. Sus valvas, rugosas y viejas por fuera, hacen pensar en un estuche barato para una joya de precio. Al abrirla se ve que el estuche está forrado decorosamente, pero sin lujo. Y allí dentro está la ostra, blanda y grisácea como el sesito de un infraser. La ostra es toda ella sabor. Se inventó para saborearla, y es una salvajada que el hombre las destroce a millares buscando esos golondrinos que les salen a algunas y que se llaman perlas. Lo peor de la ostra es la perla. Una ostra perlífera es una ostra enferma, y no se puede comer porque sabe a rayos. Yo encuentro que hacer collares de perlas es una porquería tan grande como hacerlos de lobanillos, o de esas piedras que se forman en el riñón. Comer una ostra es paladear extracto de profundidades marinas, porque ella guarda condensado el sabor de los mares. Es una verdadera fiesta para los paladares civilizados.

El cangrejo, y sus hermanos mayores los centollos, son verdaderamente geniales. Levantando la tapa superior de sus cuerpos, que se abren como polveras, se descubren una porción de compartimientos cuidadosamente distribuidos: en algunos se almacena una carne blanca, apretada y exquisita; en otros, una salsa espesa de color marrón verdoso, muy superior a cualquier mezcla de mostaza y «Perrins»; en un par de estos compartimientos hay unos bocados de huevas rojas, cuyo sabor es más fuerte que la carne blanca. Y lo más genial del cangrejo es que su tapa tiene goznes, para facilitar al hombre el acceso al banquete que guarda en la cajita de su cuerpo.

¿Y el percebe? Gordo y negruzco, con su uña extraordinaria en la punta, recuerda el dedo pulgar de un esclavo negro. Cuando están en grupos de cinco, sólo necesitan una sortija en uno de ellos para parecer manos. Al quitar la epidermis a un percebe, dejamos su dedo en carne viva. Comer percebes es lo mismo que el vicio de comerse las uñas. No puede decirse que el percebe es guapo, porque sería mentir. Lo mismo que la ostra, su tosco cuerpo no es más que un frasco corriente donde se guarda un magnífico perfume francés. Si la ostra es la esencia de los abismos oceánicos, el percebe es el aroma de las olas embravecidas al estallar contra las rocas.

Subiendo unos escalones de gambas, langostinos y cigalas, se llega al trono de la langosta, emperatriz de todos los mariscos. Hay que descubrirse ante ella y hacer una pequeña reverencia. Se nota en todos sus ademanes la carne aristocrática que corre por su caparazón. Es el retrato de una quisquilla hecho con «Leica», ampliado a muchísimo tamaño. La ampliación descubre sus detalles más insignificantes. La langosta es majestuosa por todos conceptos: avanza con lentitud, moviendo rítmicamente sus juegos de patas, tremolando con elegante desenfado su plumero de antenas. El hecho de que no tenga pinzas para defenderse es otro símbolo de realeza, pues revela que a la langosta le basta con su empaque de gran señora para hacerse respetar. Lo único que necesita este crustáceo para ser la primera maravilla de la Creación, es una glándula que segregue salsa mayonesa. Es posible que con el tiempo y los adelantos llegue a tenerla, en cuyo caso será necesario levantar un monumento en su honor.

No olvidemos tampoco a la vieira, ni al carramarro, ni al lubrigante, ni el chagurro, ni a ninguno de los parientes que la gran familia de los mariscos tiene en cada puerto del litoral. Todos ellos merecen nuestra admiración más entusiasta.

Un hombre no es completamente civilizado mientras no reconozca la exquisitez del marisco y no aprenda el difícil arte de comerlo. Hace falta tener una habilidad especial para desmontar esos caparazones tan complejos, y un paladar bien educado para comprender sus delicadísimos sabores.

Lancemos un fervoroso «viva» a los mariscos, y deseémosles millones de hijos que colmen de felicidad nuestros aperitivos.

¡MUERAN LOS INSECTOS!

TODAVÍA ME ESTOY preguntando para qué demonios se crearon esas solemnes birrias que son los insectos. ¿Quizá para aprovechar algunas virutas de materia viva, que sobraron al concluir los diferentes modelos de animales? Es la única explicación que pueden tener esas alimañas repelentes que vuelan o se arrastran, provocando siempre nuestro asco.

Tan hermosa es la profesión del botánico, como sucia la del entomólogo. Hace falta ser bastante cochinito para sentir vocación de pasarse la vida entre escarabajos y moscones pinchándoles con alfileres para ponerles un rótulo en latín. Cuando un hijo le confiesa a su papá que aspira a ser entomólogo, la reacción paterna es decirle:

—Eres un puerco, niño, y ahora mismo vas a ir a lavarte las manos.

Tiene razón. Habiendo en el mundo cosas tan agradables al tacto —pétalos de flores, mejillas de frutas, platas antiguas, maderas barnizadas, cristales finísimos como un poco de aire quieto, pieles de renard y de mujer, mármoles pulimentados, etc.—, el entomólogo prefiere manejar los cuerpecillos viscosos de los insectos. ¡Hace falta ser enfermo mental, caramba!

Los pájaros, con ser animalitos que estimamos, nos inspiran cierta repulsión por ser insectívoros. No podemos remediarlo. ¡Pensar que un ruiseñor, que lanza esas notas tan poéticas, se relame de gusto al zamparse un saltamontes! ¡Puah!

Los alegres pajarillos, con sus pechugas multicolores y sus pequeños picos, con sus trinos alborozados y toda su monería, son, gastronómicamente, despreciables. Quizás los insectos, a juzgar por lo mucho que le gusta al pájaro picotear frutales y hacer polvo sembrados, sean para él un vicio, como para nosotros el alcohol y el tabaco. Pero conviene quitárselo a toda costa para que nuestra admiración por las avecillas sea incondicional.

Hay que movilizar un poderoso ejército, armado hasta los dientes, y dar batalla definitiva a las guerrillas de insectos infiltrados en la retaguardia de nuestra vida doméstica. Raro es el piso que no oculta un «maquis» de cucarachas y moscas. Raro es también el pedazo de campo donde no se esconde la murga de mil pares de élitros.

Que las mangas de los bomberos viertan torrentes de insecticidas por todas partes. Que los vecinos, armados de palmetas, persigan día y noche a esa inmunda escoria del reino animal. Urge aniquilar ese aquelarre de minúsculos monstruitos de ojos brillantes. Hay que ofrecer un premio de cinco céntimos al ciudadano que exhiba, en la oficina correspondiente, el cadáver de una avispa.

No se puede dar tregua a los coleópteros, ni a los dípteros, ni a los hormigópteros, ni a ninguna variedad de bichópteros. Los insectos se han puesto estos hermosos apellidos esdrújulos para disfrazarse de familias honorables, pero no nos engañan; aunque presuman de «ópteros» aristocráticos, debemos darles en la cabecita con una piedra así de gorda.

Las pobres abejas son las únicas que deben salvarse de esta matanza, porque se han rehabilitado bastante fabricando esa especie de mermelada que, aunque pringa un poco, no es ninguna tontería. Apliquemos a las abejas la «Ley de redención de penas por el trabajo», y se comprobará que tienen derecho al indulto.

Hecha esta salvedad, he aquí las fichas de los odiosos bicharracos que debemos perseguir con todas las armas. Después de su muerte reinará el silencio y la limpieza en los aires y en las tierras, que hoy manchan y atruenan con sus broncos zumbidos.

La libélula es una bruja. Montada en la escoba de su propio cuerpo flaco, aterroriza los jardines con sus vuelos de borracha y sus ojos de loca. Si no fuera por ella, las flores no cerrarían con llave sus corolas al llegar la noche. «Duerme, capullo hermoso, que las libélulas se llevan a los capullos que duermen poco», es la nana del rosal al hijo que le brotó en un brazo.

Negros y granulados como la pólvora, los regueros de hormigas están pidiendo a gritos una cerilla. Es conveniente destruir al mismo tiempo la estúpida leyenda de la laboriosidad hormigosa. Todavía no se ha dado el caso de una hormiga que haya devuelto al labrador el grano de trigo caído de su delantal. Roba y acapara en su sótano el producto de sus raterías. Ni previsora ni narices: ladrona de siete suelas, descarada y, por si fuera poco, fea como una negra vieja y desnutrida.

¿Y qué diremos de la araña fanfarrona, que presume de pulpo? Al pisarla, sólo quedan de ella las hebras de sus patas nadando en un charquito de jugo amarillento. ¡Vaya un pulpo escuchimizado! Teje una tela tan mala y andrajosa, que hasta el peor fabricante catalán se muere de risa al verla. ¡Así se ahorque en su propio hilo!…

Del escarabajo pelotero más vale no hablar. Es un cretino. Esperemos simplemente a que se haga una bolita bien redonda, y démosle entonces un formidable puntapié. Describirá en el aire una graciosa parábola de pelota, y reventará con un bonito sonido al chocar contra una tapia.

Al ciempiés hay que cortarle en cincuenta pedazos, cada uno de ellos con dos patas. Cada pedazo correrá en distinta dirección, y será divertido ver si los cincuenta pares de patas consiguen acoplarse de nuevo. ¡Inútil y torpe animalucho! Teniendo tantos medios de locomoción, no se le ocurre ir a ninguna parte. Vaga por los techos de los hotelitos veraniegos. No tiene la previsión de reservar algunas patas, con el fin de que le sirvan de repuesto; anda tontamente con todas, como un automovilista que, teniendo cien neumáticos, rodara con los ciento gastándolos al mismo tiempo.

Como sería un disparate pretender citar cada variedad de estas multiformes inmundicias, firmemos contra todos los insectos una sentencia de muerte global para que ninguno se libre del garrotazo. Estas basuras vivas, que le han salido al mundo como los gusanos al queso putrefacto, parece que nacen sin sujeción a ninguna ley biológica. Del amor de un gusarapo cualquiera con cualquier cascarria. Del beso de dos motas de polvo… De todas las uniones y roces fortuitos de las cosas pequeñas, surgen estos infraseres bellacos que pican como demonios, y cuyo contacto nos pone la carne de gallina. En los infiernos donde se fraguan, sus células se asocian sin método, produciendo las combinaciones más absurdas. Los entomólogos jamás lograrán clasificarlos, porque brotan como una erupción caprichosa en una piel enferma: algunas pústulas sonrosadas y grandes, mientras otras aparecen diminutas y violáceas.

Hay que dedetizar el mundo, y curarle de su lepra de insectos.

Y suplico a Walt Disney, el gran humanizador de animales, que no humanice ni una vez más a sus insectos en sus maravillosas películas. No son dignos de ese honor, y hacerlo es un insulto al género humano.

LA INCÓGNITA DEL COCODRILO

SE COMPRENDE EL INVENTO de la vaca, rica en menús, cuyo jugo de calidad horchatosa puede beberse merengado, con café y de muchas maneras más. También el caballo está justificado plenamente, pues, además de comestible —justificación suprema de todo animal desde el punto de vista humano—, es un mozo de cuerda dócil que no cobra propina por sus acarreos. Encontramos muy acertada la gallina, madre desnaturalizada de la que comemos a menudo un par de fetos fritos. Aplaudimos la creación de todos esos animales bobalicones, llamados domésticos, a los que el hombre puede hincar el diente sin que rechisten.

Desde el cándido conejo a la oronda ballena, pasando por una porción de aves, peces y mamíferos, hay extensas familias de bicharracos que constituyen nuestra Intendencia. Fuera de ese grupo, que es el más sensato de todos, hay otro formado por animales que, sin ser comestibles, se hacen útiles al hombre por procedimientos indirectos. En él se clasifican la cigüeña, que se carga a las víboras de un puntillazo; el perro, que defiende con lealtad las madrigueras del hombre; el gato, que siempre está dando golpes de Estado en la república ratonil; los pajaritos, que devoran insectos nocivos para los sembrados. Y pongo un etcétera voluminoso porque también ese apartado es muy nutrido. Hubo muchos animales aficionados a la buena vida que, al convencerse de que nuestro paladar despreciaba sus pellejos, decidieron hacer alguna gracia para caemos simpáticos y disfrutar de los beneficios de nuestra amistad. Con este fin, avechuchos ociosos que vivían perseguidos por la escopeta del cazador, matan hoy de vez en cuando una babosa para protegerse con el salvoconducto de «útiles a la agricultura». Otros, como los renards, los armiños y los visones, se dejaron crecer unos bonitos pelos en la epidermis para que las señoras los mimaran sobre sus hombros. Y las golondrinas, que sólo servían para manchar los aleros con chafarrinones verdosos, sedujeron a los poetas y disfrutan de mayor inmunidad que un diplomático.

La fauna terrestre, según yo, ha de dividirse, por lo tanto, en tres pedazos: «animales comestibles», que son los verdaderamente buenos; «animales útiles», que, ¡pobres!, hacen lo que pueden para darnos coba, y, por último, los «animales inexplicables». En esta última sección, como su nombre indica, están incluidos los que, por no ser comestibles ni útiles, nadie entiende la razón de su existencia.

Los filósofos, que han perdido el tiempo meditando tantísima estupidez, deberían dedicar algún añito a aclararnos para qué sirve esa vasta bichoteca, sin fin práctico ni estético. Yo, que no tengo un pelo de filósofo, vivo obsesionado tratando de descifrar la incógnita del cocodrilo. ¿Cuál es la razón de que pulule por algunas aguas tal adefesio? ¿Qué misión secreta cumple el cocodrilo en la Naturaleza? Aparte de zamparse algún negro cuando se le pone a tiro, que es lo que suele hacer en los libros y películas donde aparece, no le veo el chiste. La existencia de este anfibio es un enigma que se lo salta una esfinge. Y junto a este enigma podemos colocar el de todas las fieras, que maldita la falta que hacen. No me cabe en la cabeza el proceso mental que culminó en la creación de unos animales cuya finalidad consiste en arañar y dar mordiscos a todo el que se le acerca.

A fuerza de darle vueltas al asunto, he llegado a la conclusión de que, sin duda, fueron ensayos fracasados de animales aprovechables. Cuando hechos los paisajes del planeta, con su flora correspondiente, llegó el momento de poblarlos, una legión de alfareros subalternos fue encargada de estudiar y proponer diferentes modelos de animales. Acomodados en amplios talleres, los alfareros angélicos cogían de un gran caldero la materia necesaria (que no era materia «prima», sino materia «madre»), y la iban modelando según su fantasía.

Haciendo una gran croqueta de aquella masa, uno de aquellos artistas ideó el hipopótamo.

—No sirve —dictaminó el Tribunal Supremo, que fallaba los proyectos de los concursantes—. Es excesivamente gordo y poco manejable. Además, le ha puesto usted unas patas demasiado cortas y apenas podrá moverse.

Otro de los alfareros, ambicioso de gloria, quiso superar el hipopótamo de su colega. Y tomando un enorme tolondrón de masa, modeló el elefante.

—¡Qué disparate! —fue el comentario del Tribunal—. ¡Vaya un tamaño, hijito! ¡Qué manera de derrochar materiales! Como sigan ustedes haciendo despilfarros, con la argamasa que hemos preparado no habrá ni para empezar. Hay que hacer ejemplares más pequeñitos para que cunda el caldero, y salgan por lo menos veinte docenas de especies variadas.

El autor del caballo, que fue aprobado y fabricado en serie, presentó el tigre.

—No está mal, pero quedará más mono en tamaño chiquitín. Y quítele esas rayas que le ha pintado encima, porque de los dibujos llamativos se aburre uno en seguida.

Y así nació el gato.

A un alfarero bromista, aunque con talento, se le ocurrió la jirafa.

—Aquí no estamos para perder el tiempo en chirigotas —se le dijo.

Y se ganó una buena regañina a pesar de que el pobre juró que aquel cuello, largo como una pierna, lo había hecho de buena fe.

Un aprendiz, que estaba allí para revolver el caldero de materia, hizo un rollito delgado y largo aprovechando la masa que quedaba adherida al cucharón. Le puso dos ojos en la punta, y se atrevió a presentar aquello al concurso.

—¿Cómo pensabas llamar a esta birria? —le dijeron cariñosamente, pues el Tribunal comprendió que al niño le hacía ilusión su obrita.

—Serpiente —dijo él, pareciéndole un nombre bastante sonoro.

—Para ser el primer animal que hace, no está mal. Lástima que no sirva, pues se te ha olvidado ponerle patas.

—Es verdad —se avergonzó el niño. Y cogiendo un residuo de masa que encontró en el suelo, hizo otro rollito y le puso muchísimas patas. Y así se inventó el ciempiés.

Fueron rechazados también el lobo, pues ya estaba admitido el perro y no era cosa de repetir; y el chacal, por la misma razón; y el rinoceronte, que no era más que un plagio vulgar del hipopótamo con unos pinchos en el morro. Y el gorila, del que, no obstante, se tomó algún apunte para aprovechar su tipo en el diseño del hombre. Y el avestruz, al que su autor destinaba a ave de corral, pero le salió demasiado grande. Y el pelícano, por tener un defecto en el pico. Y el ornitorrinco, porque era tan ridículo que daba risa verlo. Y el mismo león, aunque no dejó de reconocerse que era bonito y decorativo… Y muchísimos más.

Cuando el caldero de materia madre se vació y todos los animales estuvieron listos, los alfareros preguntaron qué se hacía con los modelos rechazados.

—Habrá que tirarlos, puesto que no sirven para nada.

—Da un poco de pena. Ya que están hechos, es lástima que se desperdicien. Al fin y al cabo, nos va a costar lo mismo.

—Bueno —accedió el Tribunal—. Los pondremos en los sitios del planeta donde no haya gente y no estorben.

Así se hizo. Después de instalar a los animales buenos y prácticos en los prados y valles agradables, que más tarde serían núcleos de población, se distribuyeron los modelos inservibles en sitios ásperos e insanos, donde no pudiesen molestar a nadie. Y así, en las zonas de selva virgen, echaron al leopardo y a la pantera. Y en los ríos incrustados en el corazón de los continentes, en los que no era probable que los hombres se bañasen, pusieron al caimán y al cocodrilo. Y en los picachos agrestes, prácticamente inaccesibles, colocaron el oso y algunas cabras que habían salido defectuosas.

Todos estos bichos, amargados por el desaire que se les hizo, le cogieron un asco tremendo a las especies que se habían quedado en los sitios mejores. El calor de las selvas y el frío de las cumbres inhóspitas fueron agriando su carácter hasta convertirse en fieras. Por eso el cocodrilo, que fue planeado como ornato para los lagos suizos, se zampa rabioso al primer zulú que pesca. Y se comprende su mal genio, porque hasta el recluta muerde cuando le destinan a África.